Esta mañana he salido a pasear cuando aún era de noche. Llevaba levantado un buen rato y no me apetecía ni leer ni escribir, así que, por exclusión, he salido a andar. He decidido llevar de compañero de andanzas a Gabriel Fauré. Me gustan mucho sus canciones porque, además de su sencilla belleza, mis pasos se adaptan muy bien a su ritmo, pero esta mañana he elegido una obra mayor, su grandioso Requiem que, aunque aparentemente es una música crepuscular, ha resultado ser la mejor de las compañías. Mientras lo escuchaba, amanecía, y he comprendido que un requiem es una oración de un náufrago que no quiere desasirse de la esperanza salvadora de la luz eterna. Ha habido momentos en que el amanecer y la música se acompasaban tan bien, que me he sentido, de una manera difícil de describir, pero muy real, como si estuviera creciendo o, perdonen ustedes lo que puede sonar a excentricidad, renaciendo. No renaciendo a algo trascendente, sino a la inminencia de la luz ascendente que se iba adueñando del horizonte. Quizás esta luz auroral sea el referente último de toda trascendencia.