Se celebra en Llerena la VI edición de su Concurso de Cante Flamenco. Y allí, a la sombra del mudéjar de su plaza porticada, lo contaba estos días el jerezano Francisco Benavent, investigador incansable y alma del Centro Andaluz de Flamenco: si vuelven a ver El Álamo, la famosa película de John Wayne, fíjense en la escena de la juerga de los rebeldes tejanos, lo que allí suena es... ¡flamenco! El guitarrista que aparece en escena, William –“el Curro” – Champion, y la bailaora que taconea sobre la mesa, su mujer, Teresa, eran artistas de San Antonio (Texas) y una muestra, entre tantas, del espíritu mestizo y universal del flamenco.
Tejas, hace siglos territorio español (territorio, que no colonia, como le gusta remarcar a Paco, contra tanta leyenda negra), aún conserva, como toda la vieja Nueva España, los aires musicales y las letrillas de romancero que traían consigo los conquistadores. Mucho más adelante, cuando la amalgama de tradiciones e invenciones que componen el flamenco comenzaba a triunfar en la península, se recrean aquellos aires y letras y aparecen los llamados “cantes de ida y vuelta” (guajiras, milongas, colombianas, rumbas), varios más que sumar a la ya larguísima lista de “palos” flamencos.
Porque el flamenco, tal como la cultura hispanoamericana, ha sido y es el fruto de una mescolanza improvisada, repleta de gestos y gestas individuales, en la que ingredientes y sedimentos se penetran y equilibran solos, reaccionando con ingeniosa química a modas e imposiciones, y atentos siempre al gusto de los intérpretes y su público. Contra tantos desinformados críticos y aficionados – “ojú, la policía del cante”, que decía con guasa el gran Enrique Morente, curándose en salud antes de lanzar sus propuestas geniales en los escenarios más señeros – , el flamenco nunca ha sido “puro”, sino una música que ha estado modificándose constantemente desde sus orígenes. El día que el flamenco sea “puro”, es decir, que deje de ser arte popular para convertirse en mero
folklore, habremos firmado su acta de defunción.
Para que me entiendan: folklore son la sardana ante el palacio de la Generalitat, el
aurresku de los actos políticos, y todos esos coros y danzas con que los puristas, a menudo imbuidos de espíritu patrio, pretenden hacer frontera donde no puede haberla. Un verdadero arte popular, como es aún el flamenco, no es arte “con” fronteras, sino – como dice Francisco Zambrano – arte “de” fronteras, un puente (de guitarra, claro) entre Andalucía y Extremadura, entre Extremadura y Portugal o entre España y América, entre otros entres...
Ni geográficas ni musicológicas, el flamenco no ha tenido nunca demarcaciones precisas. Brota o se descubre a finales del XVIII sobre una amalgama de tradiciones: la de los gitanos de la Baja Andalucía, y la de la música popular castellana, mezcla, a su vez, de estilos previos (y seguras reminiscencias andalusíes y hebreas). Tradiciones que se compenetran unas a otras y en las que, como en todo arte vivo, se da un proceso constante de reapropiación individual y colectiva. El pueblo – y sus personalísimos artistas – se adueña, ajusta a sus gustos, y acaba reinventando lo que se le ofrece, lo que él mismo crea, y hasta lo que se le impone, sean mitos religiosos, músicas o películas de Hollywood. Ponerle a Cristo unas enaguas (y llamarlo
Dios Padre y Madre) o reconvertir en musicales de Broadway las danzas clásicas de la India, es como recrearse libremente en esa jota remodulada que es el fandango o marcarte unas bulerías con batería y bajo eléctrico.
Todo esto, y más, y lo que venga, es el flamenco. Un arte comparable, como se ha dicho, al de los alarifes mudéjares. El mudéjar es un arquetipo estilístico que representa la apropiación por parte del pueblo de la estética y la ideología dominantes para recrearlas a su manera. Así, como el mudéjar, el flamenco es mestizaje en origen y expresión, y se prende de distinta forma en cada lugar, familia, y cantaor particular. Y de ese mestizo particularismo capaz de integrarlo todo surge, justamente, su naturaleza universal. El flamenco vive. Y si no lo creen, vénganse estos días a la sombra del mudéjar de Llerena a comprobarlo.
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