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Baron Holbach |
En 1982, la Editora Nacional publicó la traducciónn del
Système de la Nature de
Holbach, con un amplio estudio introductorio de José Manuel Bermudo (que era también cotraductor); ventiséis años más tarde, aquella traducción se reitera en la editorial Laetoli, poniendo como epílogo lo que era introducción y alterando la versión –por lo que he visto– en pequeños detalles. Acompaña ahora al
Système, en la misma editorial, otro libro de
Holbach,
Le Christianisme dévoilé (
El cristianismo al descubierto), con un epílogo de Josep Lluís Teodoro. Ambas obras se hallan insertas en una colección, «Los Ilustrados», dirigida por José Manuel Bermudo, quien prolonga así su dedicación a la filosofía del siglo XVIII.
De este modo,
Holbach se nos repropone a través de dos obras bien significativas: el
Sistema contiene su filosofía básica (una exposición de su materialismo) y
El cristianismo ofrece su crítica de la religión: ambas expresivas de un radicalismo ilustrado muy agudo. Radicalismo filosófico general (materialismo y determinismo en sentido fuerte) y radicalismo antirreligioso no menos fuerte.
Siendo así, ¿qué interés suscitaría hoy el recuerdo de
Holbach mediante esos dos textos tan suyos? Desde luego, siempre puede alegarse el interés puramente histórico-positivo; proponer de nuevo a
Holbach sería rememorar un episodio singular de la Ilustración: el representado por aquel asiduo colaborador de la
Enciclopedia, personaje muy presente en las luchas filosóficas del XVIII, y no ya sólo como autor de textos confesadamente propios, sino bajo la máscara de seudónimos y en cuanto promotor de traducciones, entre otras cosas. También –no hay por qué ocultarlo– como alguien que ocupa un puesto notable, por cierto, en la historia del antisemitismo: los judíos no fueron santos de la devoción de
Holbach. Ese interés histórico es justamente subrayado tanto en el extenso epílogo de Bermudo como en el más breve, pero pregnante, de Teodoro.
Ahora bien, en ambos estudios se insinúan además ciertos motivos para defender un interés renovado que
Holbach podría suscitar en el presente. Y ello en virtud, acaso paradójicamente, de aquel radicalismo que lo caracterizó dentro del contexto ilustrado de su tiempo. Decimos «paradójicamente» pues, al parecer, tales radicalismos (filosófico general y antirreligioso), vistos desde ciertas tesis, muy sonoras hoy, acerca del estado actual de la sociedad y la cultura, harían de
Holbach algo «superado». ¿Podríamos ser hoy materialistas-deterministas en el simple y fuerte sentido de
Holbach, convencido de la verdad de una ciencia natural (más o menos mecanicista u organicista, pero determinista en todo caso) que no sólo explicaría adecuadamente «la Naturaleza» sino que sustentaría una moral y una política racionales? ¿Y podríamos suscribir aquel feroz radicalismo anticristiano en una época como la actual, al parecer revitalizadora de actitudes religiosas frente –precisamente– a una proclamada «insuficiencia» de aquella crítica radical para satisfacer las que se dicen «exigencias vitales» del presente?
Empecemos por la crítica al cristianismo.
Holbach impugna en su libro tanto los presuntos fundamentos de la
verdad del cristianismo como los alegatos en pro de su superioridad
práctico-moral. Con respecto a lo primero, ¿carecen sus críticas de fundamento, histórico y doctrinal? El tono más bien ensayístico-periodístico de
Holbach (que por sí solo justificaría, para muchos, el desdén hacia su obra), ¿le priva de toda solidez?
Holbach recapitula los tópicos ilustrados radicales acerca de la gratuidad de la mitología cristiana, el carácter fantástico de la «revelación divina» de sus verdades, la impostura de las «pruebas» de los milagros o de la autoría y cronología de los «libros sagrados», etc. Su exposición crítica podrá ser apresurada y, si se quiere, «libelística», pero en lo esencial, ¿nos atreveríamos hoy a decir que es
falsa? Quizás hoy ocurra que los cristianos «ponen entre paréntesis» lo que durante siglos constituyó su
teoría justificativa. Parece que hoy ya no se sienten obligados a responder por creer en la transubstanciación, en la virginidad de María, en los milagros de los santos, etc., aunque todo eso fuera decisivo durante mucho tiempo (sin ir más lejos, en el tiempo no tan remoto del aprendizaje cristiano de quien firma esto) para ser un verdadero creyente. Y, así, ¿está
Holbach «superado» porque utilizó argumentos inválidos, o simplemente sucede que los cristianos actuales prefieren
olvidar la argumentación en esos asuntos? Podríamos decir que
Holbach, cuando critica los principios dogmáticos y las creencias acopladas a ellos, «tiene más razón que un santo»..., precisamente porque no es un santo; sólo que el «santo» de ahora prefiere eludir toda contienda de razones en aquellos puntos otrora fundamentales. Pero entonces desdeñar hoy a
Holbach no se justificaría por las deficiencias de sus argumentos, sino porque, si la inconsistencia o gratuidad de dogmas y creencias ya no importan para ser cristiano, entonces, claro, «no importa ya» la crítica de
Holbach.
¿Y el otro aspecto de la diatriba anticristiana del autor, referido no ya a dogmas y creencias, sino a la dimensión práctico-moral? Aquí la posición de
Holbach no está del todo descaminada en lo que tiene de juicio sobre la aplicación histórica concreta de la moral cristiana a lo largo del tiempo; pero podría sostenerse que su juicio acerca del valor –en general– de esa moral
deja muchas cosas fuera, al proceder, diríamos, desde instancias demasiado «abstractas». Queremos decir, por una parte, que hay desde luego bastantes indicios históricos de que la intolerancia y el fanatismo surgieron en los ámbitos históricos en que se aplicó, de hecho, el cristianismo; tampoco resulta gratuito sostener que la debilidad y el temor (psicológicamente censurables) acompañan a menudo al ejercicio de las «virtudes» cristianas. Pero esas parciales constataciones históricas no agotarían la cuestión. Al juzgar desde el tribunal abstracto de «la razón»,
Holbach desatendería aspectos históricos positivos de la moral cristiana: las consecuencias de la aplicación de ésta no serían siempre «malas consecuencias». Puede parecer
Holbach insensible a ciertos
sentimientos (no sólo la debilidad o el temor) suscitados por la religión, precisamente beneficiosos para esas relaciones sociales satisfactorias que él pretende promover: beneficiosos
en la práctica. Cierto que
Holbach puede decir (imitando al
Spinoza que no dejó de influir en él) que lo suscitado por vía del sentimiento puede suscitarse, sin él, por vía de la razón; dicho de otro modo (y lo dice), que si el cristianismo coincide a veces con la moralidad racional (ejercitada al margen de la religión) eso no es mérito especial del cristianismo, y así éste sería prescindible. Pero ese argumento, si seguimos remontándonos a
Spinoza, olvidaría aquel otro (también documentable en la
Ética según el orden geométrico) conforme al cual a quien no pueda guiarse por la razón más le vale guiarse por el sentimiento religioso que estar privado de toda guía. El papel de la religión como apta para inspirar moral a muchos hombres podría haber sido considerado por
Holbach, si su perspectiva racional hubiera sido menos «abstracta»; pretender una sociedad humana en la que todos se guíen por la pura razón era entonces, y seguramente sigue siendo, una pretensión «ilustrada» utópica. La flaqueza teórica de
Holbach radicaría, entonces, en no haber incluido en su teorización de la religión ciertos
argumentos en cuya virtud puede sostenerse, precisamente,
que los argumentos no bastan siempre cuando se trata de práctica social; la racionalidad moral de tantos y tantos hombres habría de ser excitada indirectamente a través del sentimiento, como había sostenido ya
Spinoza, desde su realismo social-político, para el cual la práctica de la razón toma en cuenta que no sólo existe el trato entre «sabios». En suma,
Holbach no está falto de argumentos en su crítica de la religión, pero se excede en su posición abstracta respecto a las repercusiones sociales de ésta.
Digamos algo ahora de los principios filosóficos generales expuestos en el
Sistema de la naturaleza. ¿Carece el materialismo de
Holbach, visto desde hoy, de todo mérito filosófico? Desde luego, al intentar apreciarlo habrá que olvidar el estilo seco, reiterativo y mortalmente plúmbeo de
Holbach en el
Sistema. Estilo que ya en época del autor provocó el rechazo por parte de quienes, como un
Voltaire, eran más sensibles a las elegancias literarias. Claro que la falta de primores de estilo no arguye, por sí sola, contra su interés filosófico. Ese interés, hoy, no es desde luego indiscutible, pero nos gustaría subrayar algún rasgo de aquella filosofía que podría despertarlo. Por ejemplo, su convicción central según la cual el «hombre» no puede ser el centro de una filosofía materialista, pues nunca deja de ser considerado como «parte de la Naturaleza», y ése sería requisito de un materialismo genuino. Tal vez este rasgo, nada «demagógico» (y por el que se distingue de otros ilustrados), habría sido el causante de que se olvidara a
Holbach precisamente durante la época revolucionaria francesa que vino después de su muerte. Para este materialista-determinista radical, el hombre no podía aspirar a un estatuto ontológico privilegiado. ¿Estimarían los tiempos presentes ese rasgo como un mérito? Es dudoso, pero nunca se sabe, porque la polémica filosófica «humanismo/antihumanismo» siempre está dando vueltas...
Algún otro rasgo podríamos recordar. Por ejemplo, que
Holbach no subordina su materialismo a una perspectiva
epistemológica empirista-sensualista, según la tradición británica, importada por muchos ilustrados franceses.
Holbach pareció tener claro que la posición empirista-sensualista conducía al
idealismo: aquellos empiristas clásicos del siglo XVIII serían, en efecto, idealistas sin más, con su reducción de la realidad a percepción (reducción más o menos intensa según los autores, pero presente en todos ellos).
Holbach mantiene la afirmación de una idea ontológica de Materia, que es la que posibilita las percepciones, y sin esa independencia
ontológica de la Materia no habría materialismo (este aspecto está muy bien destacado por Bermudo en su estudio). Tal tesis fundamental poseería un valor filosófico relativamente independiente del modo de entender el «funcionamiento» de la materia según el alcance concreto de los conocimientos científicos de
Holbach, inevitablemente deficientes al verlos desde hoy.
Desde luego, un gran problema de
Holbach sería el de cómo su determinismo podría servir de base para «deducir» una moral y una política racionales. Pero éste es un problema permanente, y nuestro juicio acerca de
Holbach en este punto dependería de nuestra propia posición actual acerca de la autonomía de la dimensión moral (y de la política). Mucho me temo que el recuerdo de
Holbach, en este asunto, no provocaría hoy muchas adhesiones, sobre todo por parte de tantos filósofos éticos «autonomistas». Quizá sería arriesgado suponer, con todo, que esa cuestión filosófica esté «definitivamente resuelta», y que pensarla desde la clásica visión estoica de la «libertad en la necesidad» haya dejado de tener sentido. En todo caso, si la relectura de
Holbach volviese a plantear esas cuestiones, nos inclinaríamos a pensar que, después de todo, y pese a sus limitaciones «de época», no sería inútil proponerla.
Vidal Peña, El barón Holbach, hoy, Revista de Libros, abril 2009