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Thomas Hobbes |
Religión, sólo en eI hombre. Si tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de religión sino en el hombre, no hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado eminente que no se halla en otras criaturas vivas.
Primero, del deseo de conocer las causas. En primer término es peculiar a la naturaleza del hombre inquirir las causas de los acontecimientos por él contemplados: unos buscan más, otros menos, pero todos sienten la curiosidad de conocer las causas de su propia fortuna, buena o mala.
De la consideración del comienzo de las cosas. En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un comienzo, piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado instante, y no más temprano o más tarde.
De su observación de la consecuencia de las cosas. En tercer término, para los animales no existe otra felicidad que el disfrute de sus alimentos, de su reposo y de sus placeres cotidianos, pues tienen poca o ninguna previsión para el porvenir, por falta de observación y memoria del orden, consecuencia y dependencia de las cosas que ven; en cambio observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente ; y cuando no puede asegurarse por si mismo de las verdaderas causas de las cosas (porque las causas de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina ciertas causas sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad de otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que él mismo.
La causa natural de la religión, la ansiedad del tiempo venidero. Los dos primeros motivos causan ansiedad. En efecto, cuando se está seguro de que existen causas para todas las cosas que han sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se propone asegurarse a sí mismo contra el mal que terne y procurarse el bien que desea, no estar en perpetuo anhelo del tiempo por venir. Así que cada hombre, y en especial los más previsores, se hallan en situación semejante a la de Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere decir el hombre prudente) estaba encadenado al Monte Cáucaso, en un lugar de amplia perspectiva, donde un águila, alimentándose de sus entrañas, devoraba en el día lo que era restituido por la noche. Así, el hombre que avizora muy lejos delante de sí, preocupado por el tiempo futuro, tiene su corazón durante el día entero amenazado por el temor de la muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de reposo ni paz para su ansiedad, sino en el sueño.
Que le hace temer del poder de las cosas invisibles. Este perpetuo temor que siempre acompaña a la humanidad en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las tinieblas, necesita tener por objeto alguna cosa. En consecuencia cuando nada se ve, a nadie se acusa de la buena o de la mala fortuna, sino a algún poder o agente invisible. Era en este sentido, acaso, que los antiguos poetas decían que los dioses habían sido creados originariamente por el temor humano, cosa que resulta verdad cuando se refieren a los dioses (es decir, a los numerosos dioses de los gentiles). Pero el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede derivarse más bien del deseo que los hombres experimentan de conocer las causas de los hechos naturales y de sus distintas virtudes y modos de operar, que no del temor de aquello que ha de ocurrirles en el tiempo venidero. Porque quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y de ahí elevarse a la causa de esa causa, sumiéndose profundamente en la investigación de todas ellas, llegará en último término a la idea de que debe existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial, es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres significan con el nombre de Dios. Y todo esto sin tener en cuenta su fortuna, ya que el anhelo de ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y aleja de la investigación de las causas de otras causas, dando. por consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres existen para imaginar esa ficción.
Y las supone incorpóreas. Y en cuanto a la materia o substancia de los agentes invisibles, así imaginados, no puede llegarse por el discurso natural a otro concepto, sino al que coincide con el del espíritu del hombre. Y como el espíritu del hombre era de la misma substancia que la que aparece, en un sueño, a uno que duerme, o en un espejo, a quien está despierto, ignorando los hombres que tales apariciones no son otra cosa sino creación de la fantasía, piensan que son substancias reales y externas, y por eso las llaman fantasmas, como los latinos las llamaban
imagines y
umbrae; y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos aéreos; y a los temidos agentes invisibles los consideran como tales fantasmas, salvo que aparecen y desaparecen cuando gustan. Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de un hombre la idea de que tales espíritus son incorpóreos; nunca puede imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así los hombres que por meditación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definición como ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer comprensible la naturaleza divina, sino comportarse piadosamente, es decir, honrarle con atributos de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe suponer de la grandeza de los cuerpos visibles.
Pero ignoran el modo cómo efectúan cada cosa. Así, por el procedimiento mediante el cual piensan que estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas usaron para hacer que las cosas ocurran, los hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres) qué es lo causante, no tienen otro medio para inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el suceso antecedente y el consecuente ninguna dependencia o conexión, en absoluto. Y por consiguiente, de las mismas cosas pasadas esperan las mismas cosas por venir, y esperan la buena o la mala suerte, supersticiosamente, de cosas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron los atenienses, quienes en su guerra de Lepanto demandaron otro Formio; como la facción pompeyana, para su guerra en Africa, pidió otro Escipión; y desde entonces otros han hecho cosas análogas en otras distintas ocasiones. Del mismo modo se atribuye la fortuna a determinada persona presente, a un lugar feliz o desgraciado, a ciertas expresiones, especialmente si entre ellas figura el nombre de Dios, así como a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las brujas), tanto como a creer que se tiene aptitud para convertir una piedra en pan, el pan en hombre, o una cosa en otra.
Se honran como a los hombres. En tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por naturaleza, a los poderes invisibles, no puede ser otra sino la que consiste en aquellas mismas expresiones de reverencia que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos, peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta sobria, palabras meditadas, juramentos (es decir, asegurarse uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes. Aparte de esto, nada sugiere la razón, y deja que cada uno persista en ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes considera más sabios.
Por último, en lo que concierne a cómo estos poderes invisibles declaran a los hombres las cosas que ocurrirán después, especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general, o al éxito feliz o desgraciado en una empresa particular, todos los hombres se hallan, naturalmente, en la misma perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por el tiempo pasado, no sólo propenden a tomar cosas casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos de otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de otros hombres, de los cuales tienen una buena opinión.
Cuatro cosas, que son semilla natural de la religión. En estas cuatro cosas, idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen, y admisión de cosas casuales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión; la cual, a causa de las diferentes fantasías, juicios y pasiones de los distintos hombres, se ha desarrollado en ceremonias tan diferentes, que las usadas por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas para otro.
Se hacen diferentes por la cultura. En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas especies de hombres. Una de esas clases está constituida por quienes han nutrido y ordenado la materia religiosa de acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se propusieron que quienes confiaban en ellas fuesen más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la primera especie es una parte de la política humana, y enseña parte de los deberes que los reyes terrenales requieren de sus súbditos. La religión de la última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes se han erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son todos los fundadores de Gobiernos y los legisladores de los paganos. De la última especie fueron Abraham, Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios.
Absurda opinión del paganismo. Respecto a esa parte de religión que consiste en las opiniones concernientes a la naturaleza de los poderes invisibles, casi nada existe con un hombre que antes no haya sido estimado entre los gentiles, en un lugar u otro, como un Dios o un demonio; o imaginado por sus poetas como animado, habitado o poseído por uno u otro espíritu.
La materia del mundo era un Dios, denominado Caos.
El cielo, el océano, los planetas, el fuego, la tierra, los vientos eran otros tantos dioses.
Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla fueron deificados. Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus llamados demonios. Las llanuras con Panes o panisios o sátiros; las selvas, con faunos y ninfas; el mar, con tritones y otras ninfas; cada río y cada fuente con un espíritu de su nombre, y con ninfas; cada casa con sus lares o familiares; cada hombre con su Genio; el infierno con espíritus y acólitos suyos, como Carón, Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares con Larvae, Lemures, espíritus de seres fallecidos, y todo un mundo de fantasmas y duendes. También asignaban divinidad y dedicaron templos a meros accidentes y cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, el odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y cosas semejantes; y cuando rogaban en pro o en contra de ellas lo hacían como si los espíritus así denominados pendieran sobre sus cabezas y dejaran caer o evitaran el bien o el mal aludido. Invocaban también sus propios ingenios con el nombre de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; su propio deseo con el nombre de Cupido; su propia rabia con el nombre de Furia; su propio miembro viril con el nombre de Príapo; y atribuían sus poluciones a Incubos y Súcubos: y nada habla que un poeta pudiese introducir como persona en su poema que no lo convirtiese en dios o demonio.
Los mismos autores de la religión de los gentiles, practicando el segundo grupo de religión, que es la ignorancia humana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para atribuir la fortuna a motivos respecto de los cuales no existe dependencia evidente, pusieron, en su ignorancia, en lugar de causas segundas, una especie de dioses secundarios y ministeriales. Adscribieron la causa de la fecundidad a Venus; la causa de las artes a Apolo; de la sutileza y la sagacidad a Mercurio; de las tormentas y tempestades a Eolo; y de otros efectos a otros dioses, ya que en el cielo existe una variedad de dioses tan grande como la de asuntos o negocios.
A las formas de veneración que los hombres naturalmente concebían como más adecuadas respecto de sus dioses, en particular las oblaciones, plegarias y acciones de gracias, así como a las demás manifestaciones anteriormente citadas, los mismos legisladores de los gentiles añadieron imágenes de los dioses, en pintura y en escultura; de tal manera que incluso los más ignorantes (es decir, la mayor parte o el común de las gentes), pensando acerca de los dioses en tales imágenes representados, realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más grande el temor que infundiesen. Y los dotaron con casas y tierras, publicanos y rentas, poniendo todo ello fuera del comercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus ídolos, como cavernas, grutas, selvas, montañas e islas enteras; y no sólo les atribuyeron figura de hombres, animales o monstruos, sino también las facultades y pasiones de hombres, como sentidos, lenguaje, sexo, anhelos, generación (y esto no solamente mezclándolos uno con otro para propagar el linaje de los dioses, sino aparejándolos con hombres y mujeres, para producir dioses híbridos, pero moradores del cielo, como Baco, Hércules y otros), asignáronles, además, ira, deseo de venganza y otras pasiones de las criaturas vivas, y los actos que proceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el robo, la sodomía y todos los vicios que pueden ser tomados como efecto del poder o causa de los placeres, así como aquellos otros vicios que entre los hombres se desarrollan más bien en contra de la ley que del honor.
Por último, a los pronósticos del tiempo venidero, que no son, naturalmente, sino conjeturas basadas en la experiencia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina, los autores de la religión de los gentiles, en parte a base de una pretendida experiencia, en parte fundándose en una pretendida revelación, añadieron otros e innumerables supersticiosos modos de adivinación. Así se hizo creer a los hombres que encontrarían su fortuna a veces en las respuestas ambiguas o absurdas de los sacerdotes de Delfos, Delos, Ammon y otros famosos oráculos, cuyas respuestas se hacían deliberadamente ambiguas para que fueran adecuadas a las dos posibles eventualidades de un asunto, o absurdas por las emanaciones tóxicas del lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en las cavernas sulfurosas. A veces en las hojas de la sibilas, de cuyas profecías (como, acaso, la de Nostradamus porque los fragmentos que ahora conservamos parecen invención de tiempos recientes) existieron varios libros muy reputados durante la República romana. A veces en las frases, desprovistas de significado, de los locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino: a esta posesión la llamaban entusiasmo, y a estos modos de predecir acontecimientos se les denominaba
teomancia o profecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo cual se llamaba
horoscopia, estimándose como una parte de la astrología judicial. A veces en sus propias esperanzas y temores, en lo llamado
tumomancia o presagio. A veces en las predicciones de los magos, que pretendían conversar con los muertos, a lo cual se llamaba
nigromancia, conjuro y hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude. A veces en el vuelo casual o en la forma de alimentarse las aves, lo que llamaban
augurio. A veces en las entrañas de los animales sacrificados, a lo que se llama
aruspicina. A veces en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a lo que se llamaba
metoposcopia; o en las líneas de la mano,
palmisteria; o en palabras casuales,
omina. A veces en monstruos o accidentes desusados, como eclipses, cometas, meteoros raros, temblores de tierra, inundaciones, nacimientos prematuros y cosas semejantes, a lo que se llamaba
portenta y
ostenta, porque parecían predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera. A veces en el mero azar, como en el acertijo de cara y cruz, o en la adivinanza del número de orificios de una criba; en el juego de elegir versos de Hornero y Virgilio, y en otros vanos e innumerables conceptos análogos a los citados. Tan fácil es que los hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire y destreza puede sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia.
Designios de los autores de la religión de los paganos. Por esa razón los primeros fundadores y legisladores de los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente, mantener al pueblo en obediencia y paz, se preocuparon en todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la convicción de que los preceptos promulgados concernían a la religión, y no podían considerarse inspirados por su propia conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas más fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos. Y el primer rey y fundador del reino del Perú, aseguraba que él mismo y su mujer eran hijos del Sol; y Mahoma, al establecer su nueva religión, presumía de tener coloquios con el espíritu divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron buen cuidado de hacer creer que las cosas prohibidas por las leyes eran, igualmente, desagradables a los dioses. En tercer término de prescribir ceremonias, plegarias, sacrificios y festividades, haciendo creer que la cólera de los dioses podía ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos afortunados en la guerra, los grandes contagios de enfermedades, los temblores de tierra y toda clase de miserias humanas venían de la cólera de los dioses, y que esta cólera se debía a la negligencia en la adoración, o al olvido o confesión de algún detalle de las ceremonias referidas, Y aunque entre los antiguos romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que en los poetas se escribe acerca de las penalidades y placeres después de esta vida, creencias que diversos individuos de gran autoridad y seriedad, en dicho Estado, satirizaron abiertamente en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más estimada que la contraria.
Con estas y otras instituciones, y de conformidad con su propósito (que era la tranquilidad del Estado), lograron que el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba en la negligencia o error en las ceremonias o en su propia desobediencia a las leyes, haciéndolo, así, lo menos capaz posible de amotinarse contra sus gobernantes. Y entretenidos con la pompa y pasatiempos de los festivales públicos, hechos en honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos para abstenerse del descontento, la murmuración y la protesta contra el Estado. Por estas causas los romanos que habían conquistado la mayor parte del mundo entonces conocido, no tuvieron escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la misma ciudad de Roma, salvo cuando en esa religión había algo incompatible con su gobierno civil; ni leemos que fuera prohibida ninguna religión sino la de los judíos, quienes (por ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal reconocerse como súbditos de cualquier rey mortal o Estado. Y así podéis apreciar cómo la religión de los gentiles era una parte de su política.
La verdadera religión y las leyes del reino de Dios, son lo mismo. Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, instituyó una religión, se estableció para sí mismo un reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino de Dios la política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno la distinción de dominio temporal y espiritual. Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede ser, también, rey de una nación particular y elegida. En ello no hay incongruencia, como no la hay tampoco en que quien tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la vez, el de un regimiento o hueste particular suya. Dios es rey de toda la tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey en virtud de un pacto.
Causas del cambio de religión. Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la religión, no resulta difícil comprender las causas en virtud de las cuales todo se resuelve en sus primeras semillas o principios, que son solamente la idea de una deidad y de poderes invisibles sobrenaturales. Nada puede arrancar esas semillas de la naturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse nuevas religiones, por la cultura de ciertos hombres que gozan de reputación a tales efectos.
Si advertimos que toda religión instituida se basa, en primer término, sobre la fe que una multitud tiene en cierta persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que labora para procurarles felicidad, sino, también, que es un hombre santo, elegido por Dios para declararle su voluntad por vía sobrenatural, se deduce necesariamente que cuando quienes tienen a su cargo el gobierno de la religión resultan sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su amor, o cuando se muestran incapaces de producir algún signo manifiesto de la revelación divina, la religión que desean instituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe temor al brazo civil, contradicha y repudiada.
Imposición de creer en imposibles. Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha instituido una religión o a quien añade algo a una religión ya formada, es la imposición de creencias contradictorias. En efecto, no es posible que las dos partes de una contradicción sean, a la vez, verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en cosas contradictorias es una prueba de ignorancia que el autor revela, desacreditándose en todas las cosas propuestas como revelación sobrenatural: porque la revelación puede tenerla evidentemente sobre cosas que están por encima de la razón natural, pero nunca contra ella.
Actos contrarios a la religión por ellos establecida. Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la realización o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como signos de que la creencia reclamada de otro hombre no es compartida por ellos mismos. Por tal causa, todo cuanto se hace o dice se denomina escandaloso, porque no son sino obstáculos que hacen caer a los hombres en la vía de la religión; tales son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la avaricia y la lujuria. Porque ¿quién creerá que quien hace ordinariamente cosas que tienen uno de esos orígenes, piense que exista algún poder invisible que haya de ser temido y que asuste a los otros por faltas menores?
Lo que arrebata la reputación de amor es advertir que se persiguen fines particulares: por ejemplo, cuando la fe que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adquisición de dominio, riquezas, dignidad o placer seguro, sólo o especialmente para quien exige. Porque lo que procura beneficio para sí mismo, se juzga realizado para sí propio y no por el amor de los demás.
Necesidad del testimonio de los milagros. Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir de su vocación divina no puede ser otro sino la realización de milagros, o la auténtica profecía (que es también un milagro), o la extraordinaria felicidad. Por consiguiente, sobre los artículos de religión formulados por quien hizo milagros, los añadidos por quien no prueba su vocación divina con algún hecho milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la que la costumbre y la ley de los lugares en que han sido educados, les procura. Porque en las cosas naturales, los hombres juiciosos requieren signos naturales; pero en las cosas sobrenaturales, signos también sobrenaturales (que son milagros), antes de mostrar una íntima y cordial aquiescencia.
Todas esas causas de debilitación de la fe humana aparecen de modo manifiesto en los ejemplossiguientes. Primero tenemos el ejemplo de los hijos de Israel, los cuales, cuando Moisés, que había probado su vocación divina por medio de milagros y por la feliz conducción de que les hizo objeto al salir de Egipto, se ausentó durante cuarenta días, se rebelaron contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por Moisés, e instituyendo como Dios un becerro de oro, cayeron en la idolatría de los egipcios, de quienes acababan de ser libertados. Y luego, después de muertos Moisés, Aarón y Josué, y la generación que había vista las grandes obras de Dios en Israel , surgió otra generación que adoró a Baal. Así que al fallar los milagros falló la fe.
En otra ocasión, cuando los hijos de Samuel, constituidos por su padre como jueces en Bersabé, recibieron presentes y emitieron un fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó seguir teniendo a Dios por su rey, de modo distinto a como era rey de otro pueblo; y por ello exigieron de Samuel que les eligiera un rey tal como lo tenían en otras naciones. Así que, fallando la justicia, falló también la fe, hasta el punto de que los israelitas depusieron a Dios de la soberanía que tenía sobre ellos.
Al implantarse la religión cristiana, cesaron los oráculos en todos los lugares del Imperio romano, y creció portentosamente, día por día, el número de cristianos, por la predicación de los apóstoles y evangelistas; una gran parte de este éxito puede atribuirse razonablemente al desprecio que los sacerdotes de los paganos de aquel tiempo habían merecido por sus impurezas, por su avaricia y por su condescendencia con los príncipes. Así, también, la religión de la iglesia de Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en Inglaterra y en algunas otras partes de la cristiandad: en efecto, cuando falla la virtud de los pastores, falla la fe del pueblo. En parte se debió a la introducción de la filosofía y de la doctrina de Aristóteles en la religión, por los escolásticos, pues de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el clero cayó en una reputación de ignorancia y de intención fraudulenta, lo cual hizo que el pueblo propendiera a rebelarse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus propios príncipes, como en Francia y Holanda, o con su aquiescencia, como en Inglaterra.
Por último, entre los puntos declarados por la iglesia de Roma como necesarios para la salvación, existen tantos que manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos espirituales que residen en los territorios de otros príncipes cristianos, que si no hubiera sido por la pugna entre tales príncipes, hubieran podido excluir toda autoridad extraña, sin guerra ni perturbaciones, con la misma facilidad que ocurrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a quién beneficia el creer que un rey no tiene su autoridad de Cristo sino cuando un obispo lo corona? ¿Que un rey, si es sacerdote, no puede contraer matrimonio? ¿Que si un rey ha nacido o no de un matrimonio legal, es asunto que deba juzgarse por la autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan verse liberados de su promesa si la Corte de Roma juzgó al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico de Francia, pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin causa alguna, y entregado su reino a uno de sus súbditos? ¿Que el clero secular y regular esté exento, en lo criminal, de la jurisdicción de su rey? O ¿no se advertirá en provecho de quién redundan los emolumentos del altar y de las indulgencias, con otros signos de interés privado, suficientes para matar la fe más viva, si, como ya he dicho, no estuvieran más sostenidos por el poder civil que por la opinión sustentada acerca de la santidad, sabiduría o probidad de sus maestros? Así, puedo atribuir todos los cambios de religión en el mundo a una sola y única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes, y no sólo entre los católicos sino incluso en esta iglesia que tanto ha presumido de reforma.
Thomas Hobbes,
Leviatan, capítol XII