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Paul Lafargue |
Javier Krahe tiene nuevo disco y a propósito de la promoción lo entrevistaban el otro día en la SER. Justo cuando comenzaba el cónclave socialista. Y la conversación comenzaba con
Cuervo Ingenuo, es decir, el mejor análisis que nadie ha hecho nunca del felipismo. Incluso del zapaterismo que llegó después. O de la fase actual del PSOE. Casi se ha convertido en una canción intemporal: el PSOE lleva treinta años marcándonos goles. Fue gracioso o irónico: la SER,
Krahe,
Cuervo Ingenuo y una reunión socialista que terminó con la promesa de que, en 48 horas, han visto la luz y se han hecho rojos, muy, muy rojos.
Pero lo que más nos interesa es que
Krahe ha sacado del olvido a
Paul Lafargue: su disco se vende en formato CD+libro y el volumen escogido es
El derecho a la pereza del tal
Lafargue. Por contextualizar, unos datos anecdóticos, curiosos, casi cotilleos, nada trascendentes del autor: se casó con la hija de
Carlos Marx y con ella también se suicidó, de mutuo acuerdo, según lo habían planeado. ¿Qué mayor ejercicio de libertad que el de decidir el día de tu muerte? Pero es que
Lafargue era un libertario. De los de verdad, de ésos de los que ya no nos quedan en España porque entre comunistas y fascistas se encargaron de liquidarlos. Y, si no, ¿qué fue de la CNT? ¿y del POUM? Los echamos mucho de menos. Sobre todo a los miembros del segundo.
Digo libertarios “de los de verdad” porque hoy, desgraciadamente, son otros los que proliferan. Sobre todo en EE.UU., pero cada vez con más ramificaciones en Europa. Son
éstos.
Nosotros siempre hemos sentido debilidad por
Lafargue. Es otra de las múltiples contradicciones de alguien que hace ya mucho tiempo heredó la enfermedad de
Stajanov.
En principio, pensamos, aunque es intrascendente para el propósito de este artículo,
Lafargue debería llevarse fatal con su suegro. De hecho,
Marx rompió con los anarquistas y creó su propia Internacional, la Segunda, la Socialista. Aunque también es verdad que acabamos de leer en
Historia de las ideas políticas, de
Jean Touchard, que escribieron juntos el programa del Partido Obrero Francés. No lo tenemos muy investigado. Si alguien tiene más información, que nos la cuente, que para algo existe la posibilidad de comentar al final de estas líneas.
De todas maneras, lo que ahora nos interesa es su obra más conocida, por políticamente incorrecta, sugerente y utópica, empleado este último adjetivo tanto en su sentido más despectivo como en el más ilusionante. Empieza así:
"Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacro-santificado el trabajo".
Quizás sólo quisiera provocar. Pero, en realidad, la verdadera emancipación del proletariado no debería consistir sólo en recuperar el pleno dominio sobre su fuerza de trabajo, sino en no tener ni la necesidad ni la obligación de usarla. Si para curarse de la alienación religiosa había que acabar con Dios, para terminar con la alienación del trabajo, habría que liquidar con el mal que la genera.
El libro de
Lafargue es una locura, sí, pero, a la vez, no deja de tener sentido. Ciertos mensajes son perfectamente recuperables para un mundo en el que ya ha habido varias crisis de sobreproducción y en el que sobra mano de obra o, mejor, necesita repartirse el poco trabajo que sigue habiendo. De hecho, detrás de las políticas de "trabajar menos (horas) para trabajar más (gente)", detrás de las iniciativas para la conciliación de la vida personal con la vida laboral subyace la negación del trabajo y la reivindicación de otras parcelas de la vida más placenteras y enriquecedoras.
Hablar de
Lafargue y de
Javier Krahe lleva, inmediatamente, a hacerlo también de
Georges Brassens. A acordarse de algunas reflexiones y máximas,
a las que acaban de publicarse reunidas en un libro, muchas de ellas muy “lafarguianas”, porque él mismo adoptó una filosofía "perezosa": “Dado que no me propongo atesorar dinero e invertirlo en negocios, no trabajo demasiado”, decía. Pero no sólo era una postura personal, su diagnóstico de la situación social del trabajador iba en la misma línea de
Lafargue: “Es dramático que un hombre pueda depender de otro porque necesita comer, que se vea obligado a arrendar sus brazos a alguien que lo explota, que lo humilla”.
Éstas no sólo son cosas de anarquistas o de poetas. En el mundo académico también nos encontramos este tipo de ideas. Por ejemplo, en
Ciudadanía y Clase Social, de
Marshall y
Bottomore, donde se cita a Patrick Colquhoun en un pasaje que me ha recordado mucho a Sostres, por su clasismo, por la satisfacción que le produce la existencia de pobres para sentirse rico, para creerse élite (me niego a enlazar un artículo que lo ilustre). Pero sín entrecomillo cosas que dice Colquhounl como ésta: “Sin una gran dosis de pobreza, no habría ricos, porque los ricos son los vástagos del trabajo, mientras que el trabajo sólo puede proceder de un estado de pobreza (…) Por tanto, la pobreza es un ingrediente necesario e indispensable de la sociedad, sin el cual las naciones y las comunidades no habrían alcanzado un estado de civilización”. Este autor entiende por “pobreza” la situación de aquel que, por su falta de reservas económicas, tiene que trabajar duramente para vivir. Trabajar vuelve a adquirir la condición de castigo, como en la Biblia.
Pero todo esto nos puede parecer muy ajeno. ¿Elogio de la pereza? ¿Abolición del trabajo? ¿Sólo trabajan los pobres? ¿El sistema necesita desarrapados que trabajen? ¡Pero si ahora trabaja todo el mundo! ¡Hasta las infantas de España quieren tener un empleo, porque quieren estar integradas, ser como todo el mundo!
Justó ahí está el problema: es el trabajo el que nos convierte en ciudadanos de pleno derecho. Lo decía esta semana Ramón Lobo,
en un post que escribió en su blog a propósito del primer aniversario del ERE de El País que, como a centenares de periodistas, le dejó en el paro: "Perder un trabajo es una forma social de morirse, una oportunidad de asistir a tu propio funeral, ese sueño tan extendido para cotillear actitudes y frases de dolor".
Y eso nos vuelve a hacer hablar de
Ulrich Beck. Porque creemos que en cierta manera recupera la filosofía de
Lafargue con un tono mucho más contemporáneo que somos capaces de entender perfectamente. Podemos llegar hasta a estar de acuerdo con él.
Beck se queja, no ya de que hayamos santificado el trabajo, sino de que lo hayamos convertido en lo que nos integra, en lo que nos convierte en ciudadanos. Todos los derechos de los que disfrutamos orbitan alrededor de nuestra condición de trabajadores. Y lo que propone es la creación de una sociedad que no tenga al trabajo en su centro, que no sea lo que integre, lo que nos convierta en sujetos con derechos civiles y sociales. Si no nos apresuramos y construimos una sociedad alternativa, España, sin ir más lejos, se convertirá dentro de poco en un país en el que más de un cuarto de la población estará excluida por el simple hecho de no tener trabajo.
Nuestra condición de ciudadanos debería estar única y exlusivamente ligada a nuestra misma condición de seres humanos. Y con esta idea enlazan también iniciativas como la renta básica.
Pero el poder no está muy por la labor de cambiar los criterios de integración social. Para ellos es un sueño que el ejército laboral en la reserva del que hablaba Marx siga creciendo para que los salarios continúen bajando y que sigan existiendo ciertos derechos (menguados) asociados a la condición de asalariados para que que creamos que nos merece la pena firmar un contrato, aunque sea con un salario de miseria. El objetivo es que sigamos pasando por el aro. Un aro cada vez más estrecho que nos obliga a tener una dieta cada vez más estricta.
Bonito paseo libertario desde
Lafargue a la renta básica, ¿no os parece? Mucho mejor que otros viajes que nos ofrecen los economistas de la escuela anarco-capitalista. Eso creo yo al menos.
Cristina Vallejo,
Contra el trabajo, fronteraD, 13/11/2013