Estamos
inmiscuidos,
involucrados,
concernidos,
inmersos,
sumergidos,
afectados por algo, en algo. Cabría desde luego distinguir y algunas de esas distinciones son tan exigentes que resulta difícil saber si producen desazón o desafío. No pocas veces las resolvemos considerando que todo es lo mismo o que da igual. No van con nosotros. Ello no altera su diferencia y a su modo hacen y a su manera nos constituyen. En todo caso, es curioso que nuestra actitud no sea inocua incluso para lo que significan y nuestra implicación es determinante para lo que son.
Hay cosas que si nos conciernen suceden de otro modo que si nos limitamos a desconsiderarlas. Y cosas que pasan a pesar de nuestra indiferencia, o gracias a ella. En definitiva, conviene tener en cuenta que
la inoperancia es asimismo una forma activa de intervenir, como para
Aristóteles la quietud es una forma de movimiento. La apatía no solo es aristocrática, también es muy colaboradora, hasta cómplice, al menos en ciertos sentidos. O puede serlo. Y acostumbra a ser bien eficaz. Para algo, para alguien, para algunos.
Pretender asistir a lo que ocurre como quien mira lo que acontece no es liberarse de ello, es formar parte del espectáculo en calidad de observador. De esta manera uno ocupa su lugar y a su manera es actor de un modo eficiente y propicia acciones y palabras. Las afirmaciones o asentimientos de
Sócrates en los diálogos de
Platón, o los que otros hacen de sus consideraciones, forman parte decisiva de los mismos, hasta el punto de que lo que dice
Platón no ha de identificarse con lo que afirma
Sócrates, sino con lo que se dice a través de lo que todos dicen y callan. Por eso es un diálogo. Y por eso estamos conminados, concitados, convocados a intervenir. También
Sócrates es un personaje de los diálogos de
Platón.
Hablamos del mundo, de nuestro país, de la realidad o de la gente con lo que estrictamente habría de denominarse
falta de consideración. Considerar algo es un modo de contemplar en el que, sin limitarnos a ver, nos sentimos parte integrante y constitutiva de aquello de lo que parecemos distanciarnos para hablar.
Formamos parte y estamos concernidos. Sin embargo, desde cierta desvinculación emitimos juicios en los que todo se ve involucrado menos nosotros mismos. Todo ha de cambiar, menos quien lo propone. Y entonces no es difícil ni incómodo resultar sentencioso. Y no es complicado sentirse especial. Uno no es como los demás. En efecto, en eso estamos. Y en eso es en lo que más nos parecemos.
Lo curioso no es sólo que es complicado nadar sin mojarse, lo interesante es que no hay modo de hacerlo sin moverse. Es decir, sin producir algún desplazamiento, alguna corriente, algún efecto. Por muy refugiados o escondidos, por muy leve que sea la actividad, por muy silenciosa, por muy firme que sea la tierra, a nuestro modo siempre estamos inmersos o sumergidos. Ello no significa que no haya formas diferentes, intensidades varias, complicidades o colaboraciones menores, contribuciones mejores, lo que ahora subrayamos son las ondas, las turbaciones y las turbulencias que nuestro mover siempre produce. Y los contornos que perfilamos con nuestra presencia y existencia.
Huir del mundo es una forma concreta de estar en él, no participar, sobre todo
en ciertos asuntos,
de ciertos asuntos, es una manera en ocasiones bien noble y digna de acción, pero no siempre. Lo decisivo es no quedarse en la ingenuidad, por cierto cada vez menos frecuente, de que situarse al margen no es ya una contribución. Quizá la de alterar, afectar o hasta dislocar lo existente. Tal vez no menor que la de incluirse o involucrarse. Y en ocasiones, mejor. Pero ello comporta a su vez una elección, una decisión, más o menos explícita. O tal vez una
insurrección, o una
resistencia, o una
impugnación. En todo caso, una
intervención. Y conviene saberlo.
Sin embargo, podríamos estar concernidos por cuanto nos envuelve, afectados por un límite no simplemente exterior, sin que de cualquier manera quede claro que, a pesar de controlar nuestros movimientos, los efectos y el funcionamiento no siempre sean los previstos. La claridad y la luminosidad varían, pero tanto dentro como fuera de la caverna no parecen las más adecuadas. El aspecto de las cosas se modifica, nuestra relación con ellas también. La posición, la situación, nos inducen ya a un punto de vista. Y no sólo es una perspectiva, es todo un conjunto de fuerzas que definen un modo de ser de la verdad. Así ubicados somos más tenidos que poseedores. Incluso liberados, no siempre la luz fulgurante del sol se corresponde con las posibilidades de nuestros ojos.
De una u otra manera vivimos sumergidos, lo que nos abriga no es un decorado, lo que nos entorna no es un mero depósito, estamos en el permanente aleteo de lo que nos hace volar y respirar, de lo que nos permite nadar o caminar. Ya no es posible satisfacerse en la estética del ahogado. Estamos con otros en un abrazo que es la danza de la vida, el intercambio de la palabra. Nos afectamos mutuamente. Lo avista a su modo
Gadamer. Vivimos en conversación. Y la conversación no es simple explicitación sino una exposición manifiesta de “
la tentación reiterada de sumergirse en algo con alguien”. Y no pocas veces lo preferimos a permanecer asépticamente asentados en una mirada que forma parte del paisaje. No se trata en todo caso de estar
hundido,
sumido o
enfangado, cabe también
darse,
entregarse o
comprometerse.
Ángel Gabilondo,
Inmersos o sumergidos, El salto del Ángel, 15/11/2013