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¿Te acuerdas de que en 2009 todo el mundo se quitaba de encima la culpa de la crisis financiera? Dependiendo de a quién preguntases, los culpables eran los banqueros, los reguladores federales, las entidades de préstamo hipotecario fraudulentas, las agencias de calificación y los propios hipotecados que adquirieron productos de alto riesgo. La excusa favorita de algunos era que no se podía culpar a un grupo en concreto. Como dijo un amigo mío periodista: todo el racimo estaba podrido.
Si todo el mundo lo hizo, no se podía buscar a un responsable. Pero no era verdad. Los banqueros y los reguladores fueron los mayores creadores de la crisis, por su negligencia y sus ansias de engrandecimiento que a menudo implicaban manipular las reglas a su antojo.
Hay un grupo que esquivó las culpas a pesar de merecerlas: los principales economistas. Las ideas profundas de casi todos los economistas de la élite nacional fueron causas directas de la crisis, que justificaban el comportamiento perverso en Wall Street y en Washington, y el comportamiento despreocupado e ignorante del Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC) de la Reserva Federal (Fed), el sistema bancario central de los Estados Unidos.
Estas ideas hicieron mucho daño: en particular, fueron responsables de ralentizar el crecimiento económico, lo que resultó en una mayor tasa de desempleo y desigualdad.
Piensa en esta enorme área de negligencia teórica y te harás una idea de lo inapropiada que era la doctrina económica predominante. La Reserva Federal acaba de nombrar a un comité dirigido por Stanley Fischer para investigar cómo la inestabilidad de los mercados financieros puede afectar a la economía real del empleo, la producción, la inversión empresarial y los beneficios. Si lees las conclusiones del Comité Federal de Mercado Abierto (publicadas a principios de este año), que apenas se reúne cada seis semanas para establecer el tipo de interés y otras políticas, descubrirás que los políticos y sus trabajadores tenían poca idea de cómo contabilizar el riesgo financiero. Básicamente, las finanzas no formaban parte de sus modelos económicos.
En pocas palabras, los políticos no tenían claro que los turbios mercados financieros, que llevaban descontrolados desde 2007, podían acabar con el PIB de la nación. Los economistas de la Fed, con su capacitación, una vez intentaron estimar el efecto de las hipotecas de riesgo, y las consecuencias estaban totalmente fuera de los mercados. El FOMC no anticipó una seria recesión hasta sus reuniones de diciembre, dos meses después de que la economía quebrara y el crédito se congelara. Incluso ahí se quedaron muy cortos al calcular la caída de la renta nacional. En ese momento, indicaron que la tasa de desempleo, como mucho, alcanzaría en EEUU el 8%, y llegó hasta el 10%.
Pienso que a un lector casual le costaría creer esto; no que los economistas se equivocaran en sus cálculos (en general, lo hacen al predecir las recesiones), sino que no tuvieran en cuenta los excesos financieros en sus modelos.
No sólo se trata de un descuido de los miembros del FOMC. Refleja directamente las ideas principales de los macroeconomistas de universidades de élite -justo a los que citan normalmente en los medios-. Tras el colapso, Olivier Blanchard, un economista de centro-izquierda del MIT que ahora es economista jefe del FMI, admitió que hasta entonces no existía una regulación financiera en macroeconomía.
Resulta desmoralizador, pero hay que entender que detrás había una idea generalizada fundamental. La reacción de la economía ante la confusión inflacionaria de los años 70 consistió en volver a una interpretación ideológica de las ideas fundamentales; un refuerzo doctrinario de la economía del laissez-faire. Los estadounidenses se distanciaron del Gobierno, y eso mismo hicieron los economistas. Todo se redujo a los mercados financieros. El libre mercado sin la injerencia gubernamental funciona demasiado bien como para volverse peligrosamente inestable. Por tanto, no hay necesidad de contabilizar el impacto de la crisis del crédito en la economía real. Se corregiría por sí misma con la rapidez suficiente.
Desde la década de los 80, esta idea ha sido central en la economía, y una de las que más daño ha provocado. Los mercados financieros eran racionales. Si la cotización de acciones o la garantía hipotecaria estaban sobrevaloradas, un profesional inteligente te las vendía. Milton Friedman ya habló en los 50 de dejar que las divisas operaran en mercados financieros libres. La especulación solía llevar a la estabilidad, no a la inestabilidad.
Como muchas ideas fundamentales, ésta fue útil al principio. Eugene Fama y otros economistas de la Universidad de Chicago (normalmente conservadora) y del MIT (normalmente liberal) dieron ejemplos persuasivos en los que los individuos no podían "vencer al mercado", que estaba compuesto por un sinfín de inversores inteligentes que proporcionaban información precisa cuando calculaban el valor de una acción. Esto es, aunque invirtieran en un fondo mutuo profesional, había más probabilidades de que funcionara mejor un fondo índice que tomara como referencia a Standard & Poor's 500. Fama ganó un premio Nobel por su anterior trabajo.
El gremio economista apoyó con fervor el poder del libre mercado, y lo que se conocía como hipótesis del mercado eficiente al final descarriló. Algunos economistas como Fama empezaron a asegurar que las burbujas especulativas no existían. Las regulaciones para limitarlas, como las restricciones en el crédito, sólo interferirían en el funcionamiento eficiente de los mercados. Otros, como Michael Jensen, un discípulo de Fama formado en Harvard, afirmaron que el precio de las acciones reflejaba bien el valor futuro de una empresa. Para que los jefes pudieran dirigir mejor las empresas, sólo tenían que tener opciones de compra de acciones. Y se harían ricos cuando el precio de las acciones de la empresa subiera gracias a sus habilidades.
Resultó, sin embargo, que los precios de las acciones no eran racionales en absoluto. Estaban sujetos a modas, como mostró el premio Nobel Robert Shiller. También resultó que, como señaló Lucian Bebchuck, de Harvard, hay muy poca relación entre el sueldo de un jefe y el rendimiento de una empresa.
Resucitaron algunas ideas malas, como la Ley de Say, que decía que, en parte, todo el capital de una nación se invertía productivamente y que la oferta crea su propia demanda. Pero lo que sabemos es que esto no se cumple si no hay poder adquisitivo para bienes y servicios. La economía de la austeridad era una consecuencia negativa para muchos economistas. El déficit se convirtió en el temido coco.
El amplio giro hacia la doctrina del laissez-faire se extendió por la economía y contribuyó directamente a la pobreza y a la desigualdad. Después de la inflación de los años 70, casi el único objetivo de la política del Gobierno debería ser mantener baja la inflación. De nuevo, ahí había una idea fundamental. La inflación alteró el funcionamiento racional de los mercados aportando incertidumbre. Con una inflación baja, la economía sería eficiente y próspera.
Pero el objetivo de la inflación, dirigido por la Reserva Federal, dio lugar a un mayor desempleo y a un crecimiento más lento de los salarios para la mayoría de trabajadores. Hubo un esfuerzo deliberado para controlar una subida rápida de los salarios con el fin de evitar la congelación de los márgenes de beneficio que obligarían a las empresas a aumentar los salarios. La tasa de desempleo era demasiado alta para lo que los economistas del Gobierno estimaban adecuado.
La idea base de la economía moderna es la mano invisible de Adam Smith, y esta gran idea, demasiado simplificada, constituía los cimientos de muchas ideas malas de la pasada generación. La mano invisible nos dice cómo puede funcionar una economía sin regulación por parte del Gobierno, pero no cómo funciona en realidad. Los competidores bajarán los precios para maximizar el consumo, básicamente. El Gobierno no necesita controlar a esos competidores. El gremio iba adoptando cada vez una visión más dogmática. La desregulación financiera, un salario mínimo bajo, la reducción de la inversión gubernamental... Todo era el resultado de una interpretación purista de la mano invisible.
El gran economista del siglo XIX, John Stuart Mill, posterior a Adam Smith, se mostró escéptico en cuanto a la idea de que la competencia se regulaba sola, como insistía Smith en su teoría de la mano invisible. Dijo que la economía era, por naturaleza, "hipotética". Sus leyes no estaban grabadas en piedra. Si miras a tu alrededor, escribía Mill, "el hábito", que él usaba para describir muchos aspectos no económicos de la cultura y el comportamiento, era igual de importante. "Sería un gran error suponer que la competencia lleva realmente a cabo este balanceo ilimitado".
Las ideas que gobernaban al gremio economista en general desde los 80 se convirtieron en reglas cuando, como mucho, eran sólo hipótesis. Es más fácil manejar las reglas: la ambigüedad y la incertidumbre quedan aparte. No obstante, el mundo no es tan simple, y las buenas políticas escasean cuando una profesión que una vez se dedicó al pensamiento brillante y al juicio extemporáneo para adaptarse a los tiempos cambiantes recurre a las fórmulas y, finalmente, a los clichés. Jeff Madrick, Cómo la economía del 'laissez faire' llevó a la desigualdad y la recesión, El Huffington Post, 23/10/2014