La política en tiempos de indignaciónBarcelona, Galaxia Gutenberg, 2015
Escribe
Giovanni Sartori en su Teoría de la democracia (1) que es mucho más fácil saber lo que una democracia debería ser que entender lo que puede ser. Y que intentar este concreto entendimiento –el de las posibilidades y límites de la política democrática– es precisamente lo que caracteriza el tipo de reflexión denominada realismo político, por oposición al idealismo o el siempre cómodo normativismo. Pues bien, la teoría política de
Daniel Innerarity es, en principio, la de un realista que intenta comprender y contar cuáles son los límites inexorables de la política en la sociedad compleja actual, por mucho que esos límites acaben generando en sus participantes, y también en su intérprete, una cierta decepción: «Conviene que nos vayamos haciendo a esa idea (escribe ya desde hace años y repite ahora): la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción». Y este de la decepción no es un síntoma de algún defecto o carencia de la política democrática, sino precisamente el más claro signo de una buena práctica democrática. Una conclusión realista, y también altamente provocadora en tiempos de indignación.
Antes de comentar el desarrollo de este pensamiento seminal, vaya por delante nuestra crítica al carácter excesivo del libro o, si se prefiere, su contenido muy repetitivo. Y es que
Innerarity ha incluido en él, sin decirlo ni citarlas como tales, amplias parrafadas, páginas enteras o, incluso, capítulos completos de sus anteriores libros sobre filosofía política (por ejemplo, de
La transformación de la política, de 2002, y de
El futuro y sus enemigos, de 2009) o de sus trabajos más concretos en la revista Claves de Razón Práctica o el diario El País. Esta forma de proceder hace que gran parte del libro le suene al seguidor habitual del filósofo bilbaíno a algo ya conocido, además de generar repeticiones y encabalgamiento de párrafos enteros (por ejemplo, en la página 308). Incluso para el lector primerizo de
Innerarity, el contenido del libro resulta en muchas ocasiones demasiado insistente y estaría necesitado de una severa poda y adelgazamiento. Se agradecería, en definitiva, una versión resumida del texto.
El esquema básico de comprensión y análisis de la política que maneja
Innerarity es el que ya hace años dedujo
Niklas Luhmann desde su teoría de sistemas, por mucho que a lo largo de los años haya ido dulcificando su adhesión a los principios de este sociólogo funcionalista. Se trata de un autor y de una teoría sociológica poco conocidas en España (donde sólo se ha traducido y publicado su
Teoría política en el Estado de bienestar, de 1981 (2)), pero que ha influido sobremanera en
Daniel Innerarity, como podía verse ya en su trabajo «La transformación de la política para gobernar una sociedad compleja» (3). Simplificando al máximo sus consideraciones en torno a la política en la sociedad moderna, lo más característico de
Luhmann es su afirmación de que la política es sólo uno de los subsistemas en que se descompone la interrelación comunicativa propia de una sociedad compleja funcionalmente diferenciada (junto a otros como la economía, la comunicación, el derecho o la ciencia). Cada uno de los subsistemas, y también el político, son autónomos y su funcionamiento obedece a su propio código de procesamiento de la realidad externa que percibe (para la política en democracia, es el par disyuntivo de «gobierno/oposición» el que organiza la percepción y procesamiento de la realidad). Ninguno de los subsistemas puede erigirse en algo así como el representante o vértice jerárquico de la sociedad completa, porque su diferenciación funcional es precisamente lo que garantiza el mantenimiento de la complejidad del conjunto, que no puede ser gobernado desde ninguno de sus componentes. Por eso, la política, como cualquier otro subsistema, es una actividad limitada y característica, y nunca podrá ser la directora jerárquica de la sociedad o de los otros subsistemas, o una especie de instancia de provisión de sentido para los ciudadanos. Precisamente, cuanto más se resista la política a aceptar su limitación, a admitir que carece de esa pretenciosa competencia universal que proclama enfáticamente para procesar y resolver todo tipo de problemas, peor funcionará y dará lugar a más desafección, decepción, indignación, crítica moralista y, en definitiva, a más inestabilidad.
Y lo que sucede, justamente en la sociedad del Estado de bienestar, es que ni la política como actividad organizada, ni los ciudadanos como participantes en ella, aceptan restringir sus capacidades y ámbitos de competencia (la política) o sus demandas y expectativas (los ciudadanos) a lo que es factible obtener de la política, a lo que ésta puede dar, que es poco más que una gestión ordenada de los conflictos derivados de la pluralidad y el disenso sociales para encauzarlos con vistas a su resolución o transformación en otros, y no para agravarlos más. La política sigue presentándose ante la sociedad como la instancia con competencia universal, y el Estado, que es su paladín heroico, como el rector con responsabilidad total. Lo que garantiza de antemano su fracaso.
En esta situación, cabe adoptar dos tipos de reflexión o teoría política: una «expansiva» y otra «restrictiva»: la primera asigna a la política un papel rector en la sociedad, a ella le correspondería velar por la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana y, a la vez, determinar lo que esto significa y cómo se alcanza: sería la última instancia de la sociedad, la que dice que «debemos ayudar, intervenir, redirigir incluso si no sabemos si es posible y cómo puede alcanzarse un resultado efectivo». La restrictiva comienza examinando los medios político-administrativos de resolución de problemas de que dispone y vacila antes de afrontar aquellos que no pueden ser resueltos de manera segura o probable. En ella, «en lugar de la buena voluntad jugaría la dura pedagogía de la causalidad».
Por cierto, que la concepción de la política como una actividad específica y limitada suele considerarse el rasgo distintivo clave del conservadurismo político, tal como lo explica un conservador confeso como
Michael Oakeshott (4). Ser conservador en política (que no conlleva serlo también en las demás actividades intelectuales) no es poseer un determinado tipo de concepción del mundo, de la humanidad o de la historia, o un temperamento peculiar, ni tiene que ver con la religión o la moral, sino que es «creer que la gobernación es una actividad específica y limitada […] la de administrar las reglas vigentes en cada sociedad; una actividad nada gloriosa ni épica». «Nada heroica», diría
Innerarity, quien defiende que vivimos una política «postheroica». Es obvio que el esquema intensamente racionalista de que arranca este último no guarda ninguna relación con el pensamiento escéptico del filósofo inglés, pero la conclusión es muy similar.
Lo que
Innerarity expone una y otra vez a lo largo de su libro es que el tipo de política extensiva (mala política) que todavía hoy se practica en nuestras sociedades democráticas genera constantemente la sobrecarga y el cortocircuito del sistema (del Estado) a causa de la actuación de la pareja «expectativas desmesuradas en la política/fracaso que se traduce en desafección, desilusión, indignación, rechazo, etc.» Ni los ciudadanos ni los partidos aceptan las limitaciones obvias de la política, máxime en tiempos de globalización y crisis, inflan sus expectativas en esos torneos de promesas que son las elecciones, y son llevados inevitablemente a la desilusión. Hay desilusión porque había demasiada ilusión no justificada, no por ningún fallo endógeno del sistema político. Y esto sucederá inevitablemente mientras sigamos depositando en la política una expectativa desmesurada.
Otra cosa es que, desde un punto de vista más culturalista que funcional,
Innerarity caiga en ocasiones en la tentación de adscribir la visión expansiva de la política a la izquierda (siempre ingenua y noblemente utópica en el intento de transformar a fondo la realidad), mientras que la derecha sería al final más bien cínica, y fomentaría incluso la limitación de la capacidad política a través del mito de un orden de mercado autorregulado que no necesita apenas de ella. El punto clave en la diferencia entre zurdos y diestros estaría al final en cómo se define la realidad.
En cualquier caso, el reto político del presente es aceptar la limitación de la política como actividad sometida a la contingencia y a la incertidumbre, pero, al tiempo, no abandonarse por ello a una visión catastrofista o melancólica; que la política sea limitada no implica que deba ser débil, ni lleva obligadamente a la versión triste del liberalismo de
Pierre Manent. Una cosa es sacar la política de muchos lugares sociales a los que nunca debió llegar y donde sólo genera ineficacias, y otra distinta es reforzarla en aquellos en que de verdad puede producir un resultado estimable: en la reflexión que identifica los conflictos sociales provocados por el pluralismo y el disenso y en la génesis de «compromisos» que permitan ir asimilándolos. No se trata de encontrar grandes consensos intelectuales a la
Rawls o a la
Habermas, o una imposible unidad de la sociedad consigo misma, como pretende el populismo, sino practicar el humilde compromiso (el «arreglo para ir tirando») como método para mejorar el rendimiento de la política. Y, adicionalmente, procurar una reflexión a largo plazo sobre el futuro de las sociedades y la gestión del tiempo que hacen.
La mala políticaLas páginas más brillantes del libro son las dedicadas a la descripción de la política que se practica en nuestro derredor y a la puesta en evidencia de sus defectos estructurales, así como de los efectos de rebote que produce en el público: el proceso de realimentación inagotable entre exceso de presunción, de ampulosidad de las promesas, de choque con el principio de realidad, del gobierno que defrauda, del desengaño del público, de la desafección… y vuelta a empezar.
Esta disfunción consustancial a la mala política (la que tenemos) pretende ser resuelta o superada por diversas vías: el populismo actualmente en boga es uno de los pretendientes y a su análisis y crítica dedica Innerarity la parte más novedosa del libro: la que se refiere a la «indignación» y sus derivados. Volveremos sobre ella. Antes, sin embargo, conviene referirse a otras tentaciones más sólidas propuestas para superar la mala política.
La primera es la tentación del experto, el siempre presente deseo de sustituir el predominio que se considera irreflexivo y caótico de la opinión (la
doxa) por el seguro y garantizado mando de la
episteme, la verdad segura y demostrable. La democracia reposa en esencia en las elecciones periódicas de los representantes que van a tomar las decisiones, elección llevada a cabo en un ambiente que puede calificarse como cualquier cosa menos como un marco inteligente. No garantiza en absoluto la selección de los sabios ni los expertos, sino de políticos que, por serlo, son aficionados y generalistas. Más aún, la lógica funcional de la elección termina por hacer que el tipo estándar de político obedezca a criterios de elegibilidad, no de capacidad gubernativa: se descubre así (pero se descubre tarde) que las capacidades necesarias para ser electo no guardan relación con las capacidades precisas para ser gobernante.
Pues bien, para mejorar los resultados de un sistema tan poco serio (que diría
Schumpeter), la tentación es la de introducir sustanciales dosis de conocimiento experto en el proceso, lo que puede llevarse a cabo por diversos métodos que buscan su racionalización sustancial de acuerdo con estándares objetivos y externos a la deliberación popular. Es la tendencia tecnocrática, muy de actualidad como una de las propuestas de la llamada epistocracia.
Pues bien, para apaciguar los fervores tecnocráticos bastan dos reflexiones de entre las varias que
Innerarity señala: primero, que la política se enfrenta a aquellos conflictos para los que no existe solución evidente o experta. Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía. Sugerir que pueda existir una expertise técnica para resolver los problemas que la sociedad transfiere a la esfera de la política por la incertidumbre constitutiva que les afecta es contradictorio en sí mismo, aparte de iluso. La competencia de los políticos sólo puede juzgarse desde los parámetros de la propia política (autonomía de los subsistemas).
Y en este punto nos topamos con un principio característico de la democracia, que desarrolla muy bien
Nadia Urbinati (5): que la democracia no busca la verdad ni el acierto de sus decisiones, o por lo menos no son éstos sus objetivos directos. Lo que busca es que sean los ciudadanos quienes tomen las decisiones, aunque sea indirectamente, y así éstas aparezcan legitimadas ante su sentir. Lo cual garantiza, precisamente, que las decisiones sean en muchos casos equivocadas, por lo menos a corto plazo. La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes. Esta diferencia de lenguajes (como hoy los llamaríamos) es algo que ya observó
Cicerón cuando distinguía entre el
sermo propio del discurso filosófico, que trata de la verdad, y la
eloquentia civile de la política, que tiene que ver con la libertad.
El prestigio que han adquirido en nuestras sociedades desengañadas los procesos judiciales como métodos de resolución de conflictos deriva de esta dificultad de la democracia con el acierto decisional. En efecto, en el proceso judicial se obtiene una solución final, y además con visos de estar motivada en la reflexión pausada y pautada de unos expertos, es decir, lo más parecido que cabe a una verdad. En cambio, en la política no hay sino algarabía y opinión, y las decisiones son siempre revisables y criticables. No es extraño que una de las tentaciones del demócrata cansado sea la de utilizar el modelo del proceso judicial como ideal regulativo del proceso político, aplicándolo incluso en muchos casos (el tribunal constitucional como instancia para aportar acierto democrático). O proponer para la política el ideal deliberativo de
Karl-Otto Apel y
Jürgen Habermas inspirado en una asamblea de sabios que discute razonablemente sobre la solución más verdadera.
La contrapolítica es otra de las escapatorias de una sociedad desconfiada ante una política cada vez más decepcionante: es decir, la de adoptar una posición externa y observadora del proceso político para, desde esa exterioridad, influir en él. ¿Cómo? Mediante el poder negativo de impedir, por ejemplo, unos poderes tan importantes como los de elegir y promover, que son los que aparentemente configuran la democracia, y que son efectivamente ejercidos por la opinión pública en forma de veto incluso preventivo a determinadas decisiones políticas posibles, una anticipación del juicio electoral futuro a la cual los políticos son especialmente sensibles.
La contrapolítica de este poder de impedir, o la del poder de denunciar, no es, en principio, sino parte integrante de la democracia misma y, por ello, estimable mientras no se convierta en la antipolítica característica del populismo o la tecnocracia. Pero contribuye a oscurecer el proceso democrático y a hacerlo más insoportable aun para el ciudadano que pone sus expectativas muy altas. Cortoplacismo, teatralización, personalización, emotivismo excesivo, moralismo sin freno: todo ello son notas de la mala política producida por la conjunción de unos políticos que están siempre en campaña electoral teatralizando un sobreactuado antagonismo sobre un excelso interés general, por una parte, y una sociedad que utiliza contra ellos medios basados en la desconfianza sistemática, por otra (con el apoyo inestimable de los medios, cuya lógica propia es altamente disfuncional para la buena democracia).
Este es otro de los puntos en que el libro de
Innerarity incide: el del papel que desarrollan los medios (cuyo código es el de entretener a la sociedad, conviene no engañarse sobre ello) en la práctica de una mala democracia; porque los medios amplifican el desacuerdo y los escándalos, simplifican los asuntos en clave de confrontación, personifican hasta la caricatura responsabilidades que son complejas, ceden al encanto de las teorías de la conspiración mientras se presentan a sí mismos, conscientemente o no, como luchadores heroicos que protegen al público desamparado frente a los malvados políticos. De nuevo, aportan fundamentalmente más negativismo para el sistema institucional. Refiriéndose más particularmente a lo que estamos viviendo en España desde hace un par de años, dice
Innerarity que «no nos haríamos una idea de lo que está pasando en este momento tan convulso de la política si no prestáramos atención al papel de los medios de comunicación. Es el típico caso en el que, pese al dicho tradicional, conviene mirar al dedo además de al cielo. No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien». Y es que hacer lo que sistemáticamente hacen los medios, es decir, «suponer que la calle es necesariamente mejor que las instituciones […] es mucho suponer».
Pero volvamos al asunto de la mala democracia, una de cuyas manifestaciones más ostensibles es la de que, cada vez más, habitamos en un momento eterno de campaña electoral, o vivimos la política como si fuera una continua elección entre candidatos. De manera que cada vez es menor el espacio funcional y temporal que queda para la tarea de gobierno. Parece que en el diseño teórico de la democracia el gobierno sería la fase normalde la política, y las elecciones deberían ser sus momentos especiales. Pero si lo que es episódico y momentáneo se convierte en la fase más importante de la política (en su «día de la marmota»), a la cual están dedicados devotamente todos los esfuerzos de los actores y bajo cuya sombra siempre anticipada por los medios se emprenden todas las actuaciones políticas, terminamos por quedarnos sin gobierno. O, como mínimo, nos quedamos con unos gobernantes que exclaman desesperados que «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo hacer para que nos reelijan después», que viene a ser lo mismo. Al final, someter incluso la gobernación a la lógica funcional de la elección garantiza la casi imposibilidad de tomar decisiones estables a medio y largo plazo, o, de otra forma, provoca la pérdida de estabilidad y gobernabilidad de los sistemas democráticos.
En este punto,
Innerarity apunta en la página 236 (y es lástima que sólo lo haga de pasada, porque el asunto se las trae) que está produciéndose, de hecho, un proceso deexternalización de las decisiones de gobierno hacia lugares menos sometidos a la atención pública y a la volubilidad electoral, no tanto por intenciones perversas como por la pura lógica funcional que busca remedio a la dificultad creciente de gobernar. Por ejemplo, de los Estados nacionales a la Unión Europea: «Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar un tipo de decisiones a largo plazo o impopulares que eran intratables por procedimientos democráticos nacionales debido, precisamente, a su alta exposición a la volubilidad de la opinión» (p. 254). Y es que la proximidad, la participación, el control, son términos democráticamente prestigiosos pero son factores que pueden actuar en contra de la capacidad de producir gobierno de la propia democracia. Este fenómeno creciente de externalización de la decisión política en temas trascendentales ha sido también recientemente señalada por
Josep M. Colomer (6), no sólo con relación a la Unión Europea, sino en general en relación con organismos y foros internacionales, y es considerado por él como un signo de que estamos entrando en una nueva etapa de la democracia (pensando en las etapas, primero, griega y, luego, moderna o liberal): la nueva etapa sería la del gobierno de la sociedad por expertos no electos, aunque practicada en interés benevolente de los pueblos y con un control evaluativo técnico por resultados.
Que el fenómeno externalizador existe es algo hoy patente. Pero que pueda ser visto con tanto optimismo, como el de
Colomer (o como algo poco menos que neutro en la lógica democrática, como lo plantea
Innerarity), es más que dudoso. Porque, por mucho que nos gustara creerlo, no existen ámbitos a los que el interés particular no pueda llegar con su influencia distorsionadora, ni mundo de expertos que no sea influenciable por esos intereses concretos (más aún, la experiencia demuestra que el regulador público experto suele ser atrapado por los expertos de los sectores a regular), de manera que llevar los asuntos a ámbitos más protegidos de la visibilidad y de la opinión de los medios puede que genere tan solo una mayor capacidad de influencia en la toma de decisión a los grandes intereses, que son los que mejor saben organizarse e influir. Las denuncias sobre la actuación opaca y connivente de las llamadas «comunidades de expertos» que pueblan el sotobosque burocrático de Bruselas donde se inician las políticas concretas así lo señalan.
Mundos sin políticaDenuncia
Innerarity que la antipolítica crea una extraña boda de tecnócratas y radicales. Los primeros predican un mundo sin política porque, según ellos, podría ser dirigido espontáneamente por el mercado o por la economía. Los segundos, que son los que ahora nos interesan, porque han proliferado al calor de la crisis económica, de la austeridad y de la globalización, reaccionan de manera negativa hacia la política democrática proponiendo un mundo en el que todo sería sociedad y nada alteridad, y donde no serían necesarias las intermediaciones políticas (ni de los partidos, ni de la casta política, ni de las instituciones), porque la sociedad sería transparente a sí misma.
La afirmación populista parece, en principio, fuertemente política o politizada, pero al final de su argumento termina también con la misma existencia de la política. O, por lo menos, por lo que entendemos por política democrática. Es algo inevitable cuando ya de entrada se define una sociedad como un todo sin divisiones ni conflictos internos (el único conflicto es con un «otro» exterior a la sociedad misma), guiada por un movimiento que gestiona un principio puramente expresivo (el principio del placer) en lugar de un principio transformador (el de realidad), como hace la política. Hay algo de vuelta a la comunidad íntima y pequeña, muy humana y próxima, en estos movimientos populares surgidos al calor de la indignación contra la política tal como es. Pero la nostalgia por la comunidad (sea la del grupo, la etnia, la asamblea o el barrio) esconde siempre un imposible intento de desartificializar un mundo complejo, de polarizar los conflictos resumiéndolos en uno solo, de simplificar hasta la náusea opciones complicadas, de sustituir la reflexión por momentos de gran densidad emocional. Porque en este tipo de movimientos no existe un proyecto alternativo al de la democracia, sino sólo una necesidad de canalizar y expresar un descontento difuso: no son «subversiones desestabilizadoras» sino simples «insurrecciones expresivas» que, en último término, ponen en la antipolítica, o en la alterpolítica, las mismas expectativas desmesuradas que antes otros pusieron en la política.
Dicho lo cual hay que observar también que existe una cierta contradicción en
Innerarity cuando, por un lado, escribe que «la mayor parte de las nuevas cuestiones políticas suscitadas en los últimos treinta años han sido promovidas por manifestaciones y por la acción directa, más que por las actividades políticas convencionales de los partidos y los parlamentos» y, sin embargo, señala líneas después que «las movilizaciones apenas producen experiencias constructivas, se limitan a ritualizar ciertas contradicciones contra los que gobiernan, quienes, a su vez, reaccionan simulando diálogo y no haciendo nada» (p. 218).
Innerarity reivindica, con sólidos argumentos y brillante exposición, la necesidad de la intermediación política para que pueda de verdad realizarse, siquiera figurada e incompleta, eso que se denomina voluntad popular. Sólo la democracia representativa es capaz de representar a una sociedad pluralista. Y, por otro lado, la tan loada cercanía o proximidad entre representantes y representados conduce normalmente a la teatralización y la personalización de la política, así como a la pérdida de una lejanía entre representantes y ciudadanía que es necesaria para el desarrollo del buen juicio político y de su gestión. De nuevo provocador, siguiendo a
Frank Ankersmit: la democracia necesita hoy de más lejanía, no de más proximidad.
En cuanto la los partidos políticos, y por muy severamente afectados que estén por una cierta esclerotización de sus comportamientos, siguen siendo necesarios como aglutinantes de unas propuestas ideológicas que permitan orientarse cognitivamente al público democrático. Las ideologías son al final atajos cognitivos que «permiten aflojar la contradicción entre la obligación de opinar a que se somete al ciudadano y la incapacidad de opinar que le aqueja, inmerso como está en el aluvión de datos que recibe de un mundo cada vez más complejo». Y los partidos son los gestores de los paquetes ideológicos. Pensar que pueden ser sustituidos por movimientos sociales altamente emocionales no es serio: «Apelar al pueblo, como a todo lo que es evidente, sirve casi siempre para bloquear la discusión», no para hacerla avanzar. En conclusión, que «la indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionalismo expresivo no deben ser entendidos como la antesala de cambios radicales, sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo» (p. 200).
Ciertamente que la realidad que observamos hoy en nuestro país, patentizada por las dificultades y alteraciones sustanciales experimentadas por el movimiento que ha dado lugar a Podemos al intentar reconvertirse en un partido político orientado a las elecciones, confirma el diagnóstico del autor acerca de la inoperancia transformadora del puro movimiento social. Estamos ante el hecho implacable de que el sometimiento al criterio de las urnas («la necesidad de ser reelegido») hace más por reconducir al movimiento a la política normalizada y mediocre que mil críticas teóricas.
¿Y qué queda del eje de identificación «izquierda/derecha»? Pues parece que se mantiene, pero muy distinto. Queda el eje, pero hay que trazarlo de otra forma o sobre otras coordenadas: y el esfuerzo de resituación recae sobre todo, según
Innerarity, sobre la izquierda que es la que más acomodos tiene que hacer si quiere ser efectiva para transformar algo. En primer lugar, debe abandonar la concepción heroica de la política como actividad total y aceptar una limitada de más corto alcance. Y, en segundo, debe cambiar el eje de confrontación con la derecha conservadora, que no puede ser ya el de «Estado/mercado», o el de «intervención/desregulación», o el de «soberanía/globalización». La izquierda debe abandonar su rechazo moral al mercado, al que percibe como si fuera sólo un promotor de la desigualdad o una realidad antisocial. Igualmente debería dejar de percibir la globalización como un agente de desorden y, en su lugar, debería ser consciente de las posibilidades que encierra. El mercado, según
Innerarity, es el mecanismo que puede utilizarse para conseguir el bien común y emprender la lucha contra las desigualdades, siempre que el Estado consiga realizar el ideal de mercado libre de interferencias y posiciones de dominio que estuvo en la base clásica de la idea liberal: «Es habitual considerar que la dominación económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica» (p. 308). Más mercado, pero mejor mercado; menos Estado, pero mejor Estado. Una tercera vía «socioliberal» que no está suficientemente concretada por su autor como para discutir sus condiciones reales de posibilidad. Tal como viene expuesta, recuerda poderosamente, por lo menos en lo que afecta a la economía, a las ideas del ordoliberalismo germánico y podría ser suscrita por
Wilhelm Röpke, el inspirador de ese movimiento.
Esta misma ausencia de concreción es el defecto en que incurre el autor en la parte final de su libro, cuando reclama un tanto conceptuosamente una política «inteligente» que sea capaz de aprender de sus errores y de la experiencia de sus límites, de manera que se convierta en un entorno por sí mismo inteligente con capacidad estratégica de previsión. Pues ocurre que no aporta la más mínima indicación de qué tipo de cambios institucionales o modificación de reglas podría acercarnos a conseguir un objetivo definido en términos tan generales y abstractos, con lo cual termina por ser más una exhortación que una propuesta política, y evoca precisamente el tipo al normativismo biempensante del que, en general, huye el realista
Innerarity.
Y, para acabar, algunas dudasPodríamos mencionar alguna otra, tal como la aparente evolución de Innerarity en la valoración de la indiferencia política como actitud subjetiva del ciudadano moderno, considerada en 2009 como algo perfectamente congruente (incluso conveniente para una política tranquila y estable) con la riqueza de la experiencia social actual, mientras que ahora parece recaer en el sobado tópico del idiotes pericleo como ser humano incompleto. O bien la aparente modificación de su criterio de 2009 en torno al disenso como situación natural y propia de una sociedad democrática, que ahora parece modificar a favor de una superior valoración del compromiso como método de avance del proceso político.
Pero la más importante, y que se refiere el propio esquema básico subyacente al análisis de la realidad democrática que efectúa Innerarity, es la falta de explicación de una aparente paradoja: en concreto, el hecho de que, si bien, por un lado, tenemos que nunca en la historia ha habido para la ciudadanía tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad como ahora, porque nunca ha existido tal nivel de conocimiento y competencia individual y social sobre lo político y su funcionamiento, sucede, por otro, que nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente (p. 23). Expuesto de otra forma, el mayor conocimiento de que la política es una actividad en sí misma limitada no ha hecho que desciendan para nada las expectativas sociales en torno a su posible rendimiento, de lo que se sigue un creciente nivel de frustración y descontento. Esta es una aparente contradicción que merecería ser tratada y, en su caso, explicada; de lo contrario, el análisis mismo parece quedar un tanto cojo: ¿por qué el ser humano contemporáneo sigue frustrándose una y otra vez al comprobar los límites contingentes de la política cuando ya debiera saber por experiencia y educación que están ahí inevitablemente?
Se nos ocurre que esta contradicción podría explicarse desde la antropología filosófica recurriendo a la concepción del
homo compensator de
Odo Marquard (7). Sin profundizar más en su descripción, señalemos que
Marquard establece como rasgo antropológico derivado del principio negativo de compensación el de «conservación de la necesidad de negatividad»: es decir, que cuando los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo; la atención se concentra entonces en los males que continúan existiendo, y actúa la «ley de la importancia creciente de los restos»: cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda. Quien, gracias al progreso, cada vez tiene menos causas de sufrimiento, sufre cada vez más debido a las pocas que quedan. El aumento de positividad conduce, a través de una conservación compensatoria de la necesidad de negatividad, a una represión de la positividad.
Esta idea, expuesta sucintamente, podría explicar el desfase constante en la sociedad democrática entre capacidades y expectativas del público, entre el conocimiento de lo obtenido y su valoración. En una perspectiva más politológica, se correspondería con la observación de
Giovanni Sartori de que cuando dentro de una democracia conservamos el ideal democrático en su forma extrema, éste empieza a operar contra la democracia que ha generado: es decir, produce el efecto inverso. Esto sucede, como indica
John Herz (8), porque el ideal político democrático funciona bien cuando se opone a un sistema político contrario, pero degenera tan pronto como se alcanza su objetivo y tiende a hacer perecer a éste si se mantiene activo.
Otra alternativa explicativa, que suscita inevitablemente mayor preocupación, sería la de atribuir a la propia lógica funcional del subsistema político en su versión democrática el efecto de generar el desfase entre expectativas y resultados. En efecto, si esa lógica está indeleblemente constituida por el código «gobierno/oposición», de manera que está necesariamente centrada en la elección popular como único método para acceder al gobierno o para cambiarlo, parece que la operatividad misma del sistema tiende necesariamente a hipertrofiar todos los rasgos conectados con la elección. Vivir permanentemente en campaña electoral, padecer unos políticos prometeicos desaforados, contemplar a unos gobiernos que no pueden gobernar, asistir a la desfiguración de la contienda y a la teatralización del antagonismo: todo ello no son sino síntomas congruentes con la lógica del sistema, igual que lo es la actividad frenética de suscitar en los ciudadanos expectativas y promesas excesivas e irrealizables y el consiguiente ingreso de la ciudadanía en un ciclo inevitable de expectativas/desilusión.
La inquietud del intérprete ante esta razonable posibilidad viene dada por la obvia constatación de que mientras no cambien la lógica propia y el código de procesamiento de la realidad del subsistema político-democrático, y sigan ellos centrados en la elección, no hay posibilidad de alterar las disfunciones que provoca9. Pero, ¿cómo se cambia esa lógica, si es que se puede? ¿Qué queda de la democracia si le retiramos su núcleo? De esto, poco, si es que algo, se nos dice en este libro, salvo una receta para tranquilizar el ambiente: acostúmbrense a la decepción.
Pero una cosa es describir una disfunción y otra es enderezarla. ¿Estarán las democracias condenadas a vivir en la frustración? ¿O llegarán a autodestruirse de pura frustración?
José María Ruiz Soroa,
Por qué nos frustra la democracia, Revista de Libros Enero 2016
Notas:
1.
Giovanni Sartori,
Teoría de la democracia, vol. I, trad. de Santiago Sánchez González, Madrid, Alianza, 1995, p. 61. 2.
Teoría política en el Estado de bienestar, traducción de Fernando Vallespín, Madrid, Alianza, 1993. 3. En Revista de Estudios Políticos, núm. 106 (1999), pp. 231 y ss. 4. «Qué es ser conservador», en
El racionalismo en la política, trad. de Eduardo L. Suárez-Galindo, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 393. 5.
Democracy Disfigured. Opinion, Truth and the People, Cambridge, Harvard University Press, 2014.6.
El gobierno mundial de los expertos, Barcelona, Anagrama, 2015. 7.
En Filosofía de la compensación, trad. de Marta Tafalla, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 41 y ss., y en Apología de lo contingente, trad. de Jorge Navarro, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2000, pp. 101 y ss. 8.
Political Realism and Political Idealism, Chicago, The University of Chicago Press, 1951.9. Así en
Ernst-Wolfgang Böckenforde, trad. de Rafael de Agapito,
Estudios sobre el Estado de derecho y la democracia, Madrid, Trotta, 2000, p. 112.