Los hombres que han hecho las revoluciones han entendido por libertad algo que no era más que la conquista del poder por parte de alguna determinada secta de creyentes en alguna doctrina, o de una clase, o de algún otro grupo social, antiguo o moderno. Sus victorias frustraron desde luego a los que eliminaron, y a veces reprimieron, esclavizaron o exterminaron a un gran número de seres humanos. Sin embargo, tales revolucionarios generalmente han considerado que era necesario defender que, a pesar de esto, ellos representaban al partido de la libertad, de la «verdadera» libertad, proclamando universalmente su ideal y alegando que también lo querían los «verdaderos yos» de aquellos mismos que se les oponían, aunque considerando que estos últimos habían perdido el camino que les conducía a este fin, o que se habían equivocado en el fin mismo a causa de alguna ceguera moral o espiritual. Todo esto tiene muy poco que ver con la idea que tiene
Mill de la libertad, solamente limitada por el peligro de hacer daño a los demás. No haber reconocido este hecho psicológico y político (que está oculto tras la aparente ambigüedad del término «libertad») es lo que quizá ha cegado a algunos liberales contemporáneos para el mundo en que viven. Lo que éstos piden es claro y su causa es justa. Pero no tienen en cuenta la variedad de las necesidades humanas básicas, ni la ingenuidad con que los hombres pueden probar, para su propia satisfacción, que el camino que conduce a un ideal también conduce a su contrario.
Isaiah Berlin,
Dos conceptos de libertad