Herbert Marcuse |
La autoridad, hasta ahora incuestionable, del experto, del científico, y con ello de la razón y la lógica establecidas (dominantes), se resquebraja.
Tus razones no son mejores que las mías, simplemente tienes más poder para imponerlas. En esta afirmación se resumiría la actitud postmoderna frente al conocimiento establecido de los expertos y pensadores a los que rindió (y rinde) culto el pensamiento moderno.
Lo que tomamos como racional, lógico y razonable no sólo afecta a la ciencia y a la especulación filosófica, sino, claro está, a la política y al sistema de justicia. El pensamiento postmoderno descubre con horror como la lógica, la supuesta objetividad, la racionalidad –en una palabra– de los expertos, filósofos y científicos sacralizados por la modernidad ha servido para justificar y promover todo tipo de desmanes e injusticias. Su labor ha servido para justificar el status quo, el prejuicio social de las clases dominantes bajo pretensión de lógica, imparcialidad y objetividad.
Tal es la demoledora revelación.
No hay una justicia ni una racionalidad en términos absolutos. Hay una multiplicidad infinita de lógicas y racionalidades, y con ello de justicias, que expresan una multiplicidad de condiciones de vida y de intereses particulares. La posibilidad de establecer una determinada lógica, justicia o modelo de racionalidad como objetivamente válida para todos depen-derá del poder de quien la detente. El valor de una opinión o argumento no depende de su calidad intrínseca, sino de quién lo exprese. Ante nuestra sorpresa o discrepancia con alguna idea o argumento, nuestra primera pregunta es “¿Y eso quién lo dice?” Si la persona que lo dice tiene sufi-ciente poder, aceptaremos el argumento como válido.
Herbert Marcuse, en Crítica de la tolerancia pura (1969), presenta la democracia liberal como un sistema más de control al servicio de los poderosos. Imaginemos un salón lleno de gente en que todo el mundo tiene libertad para decir lo que quiera. Todo el mundo habla, y el ruido generalizado hace que nadie se entere de nada. Tan sólo los que tienen potentes altavoces –los poderosos– logran que todo el mundo escuche sus opiniones. Esas voces y esas ideas serán, por tanto, las únicas que cuenten para todos. Tal sistema de libertades individuales, según Marcuse, actúa fundamentalmente en beneficio de los poderosos.
Juan Herrero Brasas, Conocimiento y poder: de San Agustín a San Foucault (II), Claves de razón práctica nº 248, Septiembre-Octubre 2016