No sería descabellado concluir que la fascinación que provoca el comunismo soviético se deba a la atrevida combinación de cientifismo (racionalista) y milenarismo (religioso): no es un profeta quien dibuja el horizonte de la salvación eterna después de la muerte, sino el líder político quien promete construir la sociedad sin clases con arreglo a un método bien definido. Método, por cierto, que encontraba impulso en la descalificación absoluta de la sociedad burguesa y la política parlamentaria, que
Marx ya describía como meros trampantojos destinados a escamotear el hecho decisivo de la explotación obrera. De ahí que, en sus escritos de 1906, el heterodoxo pensador francés
Georges Sorel dejase establecido que, contra la violencia oficial y legítima de la sociedad burguesa, sólo podía responderse con otra violencia no menos violenta, pero regeneradora y legisladora, una violencia mesiánica que sirve a los fines revolucionarios. He aquí una doctrina que apenas ha perdido actualidad.
Para alcanzar ese objetivo mesiánico, no importa el precio. Si la Unión Soviética necesitaba obreros y tenía campesinos, se procedía a acabar con los
kulaks o se les obligaba a convertirse en obreros, matándolos de hambre si ejercían resistencia; si los artistas optaban por una vanguardia ininteligible o por el comentario crítico, se les deportaba al gulag o se les imponía la práctica del realismo socialista; si los viejos compañeros de viaje mostraban signos de debilidad o podía temerse de ellos algún tipo de afán conspirativo, se organizaban procesos judiciales a cuyo término firmarían su propia confesión renegando de la verdad en nombre de la revolución. Es sintomático, a este respecto, que el comunismo haya sido siempre sexualmente puritano a pesar de las proclamaciones teóricas en sentido contrario. A principios de los años veinte, Lenin deploraba ya toda «hipertrofia en materia sexual» y las teorías del «psiconeurólogo» Aron Zalkind urgían a la clase obrera a canalizar sus energías hacia el trabajo productivo, mientras que las prostitutas eran enviadas a campos de trabajo por su negativa a participar en las tareas reproductivas necesarias para la república. No se trata de una cuestión anecdótica: la represión sexual muestra la incompatibilidad entre orden social cerrado y libertad individual.
Este sofocante racionalismo, que trata de llevar hasta sus últimas consecuencias prácticas el resultado de un proceso de construcción intelectual basado en la idea de la infinita maleabilidad del ser humano, es uno de los rasgos dominantes del marxismo-leninismo. Tal como ha señalado Boris Groys, el régimen positivista
par excellence no es otro que el comunismo soviético, que deposita todas sus esperanzas en la razón científica; a su lado, el liberalismo es una doctrina cautelosa y escéptica que pone límites al poder y a las convicciones de todo tipo, incluidas las racionales. Ya se ha dicho que de ahí proviene buena parte de la fascinación intelectual que el comunismo soviético ha provocado durante décadas. Su fracaso, por tanto, es el fracaso de una razón ensoberbecida que no establece límites a su acción sobre el mundo.
Manuel Arias Maldonado,
El discreto encanto de la ideología: comunismo y revolución, un siglo después (y III), Revista de Libros 22/11/2017
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