Ni que decir tiene que el viejo lema «Todo el poder para los sóviets» fue traicionado desde el primer día de la revolución. O, mejor dicho, que el golpe de Estado bolchevique que nos hemos acostumbrado a llamar «revolución» se produjo, en buena medida, porque mencheviques y socialistas radicales obtenían más representantes para los sóviets que los propios bolcheviques. Pero Lenin tenía razón en una cosa: si quieres transformar en poco tiempo y radicalmente una sociedad, convencido de tu derecho «histórico» a hacerlo, no puedes entretenerte con los procedimientos democráticos y los derechos individuales; tienes que tomar el poder y ejercer la represión y la coerción necesarias hasta lograrlo. Por más que
Hannah Arendt nos hable de revolución y libertad, aceptando incluso un cierto uso de la violencia si está destinado a constituir un régimen democrático, las revoluciones tienen una relación problemática ‒cuando no antagonista‒ con la democracia y la libertad. Tras una revolución, la democracia será salvaguardada si de manera inmediata se construye un orden político que, de un modo u otro, sirva para aplicar sus principios; salvando las distancias, así sucedió en la Revolución Americana y en la Europa Oriental tras la caída del Muro. En cambio, el marxismo-leninismo opta ya desde su ideario por la restricción de la libertad y la supresión de los principios democráticos: mediante la dictadura del proletariado, cuya duración nadie se atreve a especificar, toda la potencia del Estado se pone al servicio de la construcción
forzosa del comunismo.
Manuel Arias Maldonado, El discreto encanto de la ideología: comunismo y revolución, un siglo después (y 3), Revista de Libros 22/11/2017
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