Lo que me interesa ahora es tratar de averiguar la razón o razones por las que no nos gusta que ciertos rasgos tengan base biológica. O sea, me interesa indagar acerca de las razones últimas de la negativa.
Creo que la primera, y quizás principal, razón por la que no aceptamos que cosas a las que damos tanta importancia -el carácter, las diferencias en la manera de pensar y actuar, la capacidad para aprender u otras aptitudes- tengan cierta base genética es porque pensamos que, entonces, habríamos de aceptar también que no son modificables. O que son menos modificables que si dependieran solamente del ambiente o de la educación. Y eso tiene profundas consecuencias.
Una posible segunda razón tiene que ver con una creencia profundamente arraigada en los seres humanos, la de pensar que lo bueno, lo deseable, es identificable con una propiedad que, de suyo, es ajena a lo moral. Me estoy refiriendo a la falacia naturalista, esa que consiste en identificar lo bueno con lo natural. Esa falacia está emparentada con el problema de “ser-deber ser” o “guillotina de Hume”, en alusión al filósofo escocés
David Hume, quien advirtió acerca de la dificultad de transitar del ser al deber ser o, en otras palabras, de pretender que las cosas (moral o normativamente) han de ser tal y como son. Más de un siglo después (1905), el filósofo
G. E. Moore en su
Principia Ethica también refutó esa pretensión de identificación entre la bondad (moral) de algo y alguna cualidad no moral, ya sea sobrenatural (orden divina) o natural.
Pero aunque la falacia naturalista esté sobradamente desacreditada, lo cierto es que se encuentra, como antes decía, muy arraigada en nuestra conciencia. Nos resulta sumamente fácil identificar lo deseable con lo natural. Y de ese arraigo se deriva que si pensamos que algo es heredado o forma parte de nuestra naturaleza biológica, pensamos también que hemos de darlo por bueno precisamente porque su carácter biológico así lo implica. Y como no lo queremos dar por bueno, optamos entonces por negar su carácter “natural”, o sea, biológico.
Toca ahora aludir a un tercer factor. Justo es reconocer que en el rechazo a la noción del carácter biológico de ciertos rasgos (comportamientos, propensiones, carácter y otros) influyen también dolorosas experiencias. Sin ir más lejos, durante siglos se ha preterido y discriminado a las mujeres y, en numerosas ocasiones, se ha esgrimido para ello su supuesta inferioridad
por (supuestas) razones de base biológica. Lo mismo cabe decir de personas de diferentes razas: siempre ha habido intentos de justificar la discriminación sobre la base de diferencias de esa naturaleza. Y si nos remitimos a las doctrinas raciales del III Reich o, sin ir tan lejos, a la forma en que fueron tratados los homosexuales, como Alan Turing, en un país tan civilizado como la Inglaterra de mediados de siglo XX, amparándose quienes avalaron y promovieron aquellas prácticas en nociones supuestamente científicas, no es raro que muchos sean reacios a aceptar argumentos de carácter biológico para dar cuenta de diferencias como las que estamos tratando aquí.
Juan Ignacio Pérez,
Las raíces de la negación, Voz Pópuli 22/11/2017
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