Tenemos que pensar sobre la política en dos dimensiones en vez de en una. La primera dimensión es la tradicional división entre izquierda y derecha que solía ser el pilar de la política. La segunda es la dimensión de la cultura o la identidad. En un lado de la dimensión cultural están los conservadores sociales, que valoran las comunidades locales y la nación y sospechan de los forasteros, donde forastero puede entenderse en términos de normas sexuales, raza o religión. En el otro lado están los liberales sociales o morales, que valoran la diversidad y la tolerancia y a los que no les gustan las fronteras de ningún tipo.
La gente ve en tres dimensiones, así que el círculo de la carta es un círculo y también un trozo de una carta. A la gente le importan por igual los temas tanto en la dimensión izquierda/derecha como en la dimensión cultural. Para la mayoría de la gente el Brexit es un tema en la dimensión cultural.
Esta conceptualización del Brexit como esencialmente una guerra cultural y no una guerra de clases es potente y tiene mucho de verdad. Pero deja algunos dilemas sin resolver. El primero es geográfico. Si el Brexit es una guía para saber dónde se sitúa la gente en el eje cultural, ¿por qué Londres, junto a otras ciudades dinámicas, está llena de liberales sociales y morales mientras las pequeñas ciudades deprimidas y el campo son mucho más conservadoras socialmente? El segundo tiene que ver con la clase. De nuevo, si el Brexit es una medida del conservadurismo social, ¿por qué la clase trabajadora es más conservadora socialmente que la clase profesional? Si nuestra posición en el eje cultural refleja preferencias innatas, ¿por qué no encontramos los mismos liberales que conservadores en diferentes regiones y clases?
Una posible respuesta tiene quizá relación con las dinámicas geográficas y sociales de una economía avanzada de servicios, en la que los pueblos y ciudades situadas alrededor de una fábrica son más una excepción que una regla. En países de este tipo, donde el Estado hace poco por intervenir (es neoliberal), son las grandes ciudades las que proporcionan la dinámica que propulsa la economía hacia adelante, mientras que las ciudades medianas basadas en viejas industrias y las zonas rurales se quedan estancadas.
Hay una cuestión adicional sobre la segregación entre ciudades dinámicas y pueblos estancados. El poder político reside generalmente en las ciudades dinámicas, y eso conduce a la percepción de que al menos la élite política actúa solo siguiendo los intereses de las ciudades. Como sugiere Will Wilkinson en un
fascinante artículo científico sobre el caso estadounidense, la divisoria económica que clasifica y fomenta determinadas actitudes sociales entre los que viven en las ciudades puede provocar resentimiento y alienación en el resto del país, hasta el punto de que puede crear las condiciones para que surja el populismo.
El apoyo a Trump, como el apoyo al Brexit, proviene del EEUU rural o de áreas en declive industrial, mientras que la mayoría de quienes viven en las ciudades dinámicas observa este tipo de populismo con incredulidad. La clasificación de la población, donde el poder y la creciente riqueza se concentra en las ciudades dirigidas por las élites que gobiernan el país, conduce a un resentimiento de la gente que vive en otras zonas contra las élites. Ese resentimiento se puede manifestar simplemente como una protesta, como ocurrió con los gilet jaunes en Francia, o pueden apropiarse de él los políticos que buscan atacar a las élites.
Las raíces de nuestro populismo actual están basadas en una dinámica económica en la que el crecimiento se produce en grandes ciudades, y en un sistema económico que no distribuye suficiente dinamismo, conocimiento, riqueza o poder al resto del país.
Simon Wren-Lewis,
¿Es el Brexit una guerra cultural o una guerra de clases?, Letras Libres 08/07/2019
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