De tanto hablar de creatividad hemos pasado a convertirla en un hiperconcepto. Es decir, un término con tanto poder explicativo que, de significarlo todo, ha pasado a significar apenas nada. Hoy día ya no se sabe exactamente si la creatividad es una habilidad, una forma de talento innato, un rasgo de la personalidad, una actitud o un valor a fomentar. Lo más llamativo, quizá, es que ante tamaña marea de enfoques, hipótesis, teorías, conjeturas y opiniones, a estas alturas todos deberíamos ya ser creativos, a juzgar por la enorme cantidad de literatura de todos los tipos que se ha vertido sobre el asunto.
Al mismo tiempo, en una época caracterizada por la incertidumbre y el vértigo, las organizaciones han creado inmensas maquinarias al objeto de innovar, al tiempo que las buenas ideas, que son su combustible, siguen siendo caprichosamente esquivas. La escuela, por su parte, sigue lamentándose de no poder, o no saber, retener la creatividad infantil que se escapa entre los dedos de sus alumnos a lo largo de su vida en el colegio. Quizá el mayor error haya estado en sobreentender que la creatividad, lo que quiera que sea, es una materia estática.
Mientras la creatividad se iba convirtiendo en un hiperconcepto difuso, el planeta ha ido caminando, lenta pero inexorablemente, hacia una crisis global de ideas.
Obras como El filtro burbuja, de Eli Pariser, han puesto de manifiesto de manera palmaria que el ciudadano de un país llamado desarrollado vive bajo una bóveda de contenido filtrado que le hace altamente dependiente. De ahí ese acto tan sintomático, cotidiano y empobrecedor de recurrir a Google cada vez que buscamos una nueva idea. Mientras la fuente de nuestra creatividad esté en un paisaje dibujado por los algoritmos de recomendación, podemos estar seguros de que será muy difícil crear lo que aún no existe, porque la burbuja de filtros solo nos propone aquello que coincide con nuestros gustos.
Jesús Alcoba,
La creatividad ha muerto: larga vida a la originalidad, 27/10/2019
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