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La casa de Mickey Mouse nos abre un mundo mitológico a la altura de los niños del siglo XXI. Entre el mito y el logos, más bien: para que la casa aparezca tienes que decir las palabras mágicas. Misca, musca, Mickey Mouse. Fantástico. Todo surge de repente del suelo. La magia se funde con la tecnología: vivimos en un mundo mecanizado, una especie de arcadia tecnológica en el que cualquier esfuerzo humano es superfluo, pues hay unas maravillosas manos extensibles que lo hacen todo por nosotros. Las tareas y los quehaceres se plantean de una forma prácticamente lúdica: ¿Ayudamos a Donald a encontrar su león de peluche? ¿Nos ayudáis a encontrar las ovejas perdidas de Daisy? Por supuesto, no estamos solos: de nuevo la tecnología nos echará una mano. El Mickeyordenador, una suerte de templo técnico, nos suministra todo tipo de ayudas. Y ahí está Toodles, una especie de Deus ex machina made in Disney. Cuando nos enfrentamos a un problema irresoluble, cuando todo parece acabar en una aporía, basta con tirar de lenguaje performativo: “Toooooooodles”. Y al instante aparece de la nada, de la forma más insospechada, la versión ratonil de la tableta, capaz incluso de ofrecernos el objeto que precisamente necesitamos para salir del atolladero. La misteriosa mickeyherramienta es, oh casualidad, justo la que conviene en cada caso. La casa de mickey mouse es sin duda una versión animada del mejor de los mundos posibles leibniziano.
Si alguien piensa que son solo dibujos animados está muy equivocado. Hay una serie de ideas vertebradoras que dan cohesión a todos los capítulos. El liderazgo incuestionable de Mickey va de la mano de la torpeza de Donald o la ingenuidad casi idiota de Goofy. Tienen en todo caso un reverso que son los roles ranciamente femeninos de Minnie o Daisy. Ellas estarán para lucir o lucirse, adoptando puntos de vista pasivos respecto a ellos. Son personajes-florero, eso sí, en un mundo en el que jamás hay trabajo que realizar. Las oposiciones que la filosofía crítica ha levantado en los últimos siglos se superan gracias a esas manitas mágicas y extensibles: ya no hay burgueses y proletarios, ni tampoco una identificación de la mujer con el trabajo doméstico, porque todo lo pueden hacer las máquinas. En otras palabras: no se trabaja en la casa de Mickey Mouse o, si se emprende alguna actividad, es más bien por su carácter lúdico o porque representa un desafío para el grupo de amigos. Todo es, entonces, puro juego. Porque esta es otra de las ideas clave de la serie: el grupo, la amistad. Por encima de todo. La utopía científico-técnica es también, a su manera, una utopía social.
Es Rousseau, quizás, el que ande escondido en alguno de los árboles del Mickeyparque: la relacion entre los personajes y la naturaleza es siempre armoniosa, y las relaciones sociales son cordiales, con el eco permanente de la ayuda y la colaboración como valores supremos. Solo Pete tiene tendencias antisociales: pide dinero u otros objetos a cambio de hacer favores, y no parece estar bien integrado en el grupo. No sé muy bien si por malicia del dibujante o por motivos totalmente ajenos a su voluntad, anda el codicioso gato entrado en kilos. Quizás la soledad o el egoísmo engordan, quién sabe. Y por mucho que se quiera edulcorar, un gato es un gato: aunque no aparece muy marcado, es el gran enemigo de Mickey. Ratón que sin embargo lleva a rajatabla principios morales como la deportividad o el ayudar a los enemigos: Mickey es alegremente kantiano, pues en su mundo esto no penaliza. Nadie en la casa de Mickey Mouse se pasa de bueno para terminar siendo tonto. El final feliz es lo de menos, pues no cabría esperar otra cosa este micromundo ideal, que para muchos serán solo dibujos animados, pero que en realidad van conformando ya las primeras ideas que se hacen millones de niños sobre el mundo. Para lo bueno y para lo malo. Ya vendrá después la realidad a enseñarles otra película distinta.
¿Qué será un humano? |
Fernando Soler Grande (a favor)El debate sobre la despenalización de la eutanasia se ha desarrollado desde antiguo con escasos cambios argumentales en ambos sentidos. Ni siquiera el argumento estrella en su contra: la famosa "pendiente resbaladiza" ha perdido presencia tras evidenciarse que, en doce años de eutanasia en Europa y diecisiete de asistencia médica al suicidio en Oregón, no se han producido ninguno de los desastres a que, supuestamente, estaban abocadas las sociedades permisivas. Aunque los datos demuestran que quienes piden la eutanasia no son ancianos abandonados o presionados por un entorno hostil sino, muy mayoritariamente, personas lúcidas con acceso a cuidados paliativos, se sigue apelando al miedo para impedir la legalización de la eutanasia.
Este argumento de "la pendiente" tiene el claro objetivo de evitar la verdadera cuestión a dilucidar: si la decisión de poner fin a la propia vida es admisible en una sociedad no teocrática. Responder, es tomar posición sobre la propiedad de la vida. Si somos dueños de nuestra vida, parece deducible que como mínimo en aquellas situaciones en que a juicio de quien lo padece existe un sufrimiento que hace la vida no deseable, una sociedad democrática y plural está obligada a minimizar dicho sufrimiento desde el máximo respeto a la dignidad del interesado, que se concreta en su autonomía, su libertad para decidir el modo en que quiere vivir su final. Pretender que la única opción moralmente aceptable son los cuidados paliativos es no entender la autonomía de las personas; cuando no, un servicio a intereses inconfesados.
Porque sólo desde una concepción religiosa que considere la vida como don divino que no nos pertenece, cabe afirmar que sea irrenunciable aun percibiéndose como un mal. En todo caso, siendo esta concepción legítima, no puede pretender imponerse al conjunto de la sociedad. Sencillamente porque en asuntos de moral cívica nadie está legitimado para imponer sus creencias como si de doctrina se tratase. Uno es libre de no sentirse propietario de su vida pero no de negarles esa propiedad a los demás, convirtiendo el derecho a vivir en la obligación de vivir en cualquier circunstancia.Quien dude sobre la conveniencia de despenalizar la eutanasia, sólo tiene que analizar qué organizaciones se oponen a ella. Se encontrará con la jerarquía católica, especialmente sus grupos más fundamentalistas que parecen dispuestos a monopolizar tanto los cuidados paliativos como la ética médica oficial y aquellos sectores médicos que siguen considerando su propia ética superior a la del paciente a quien deberían servir. Médicos que se creen obligados a la defensa de la vida en abstracto y no al servicio del ser humano enfermo desde el respeto a su autonomía y dignidad. Quienes han tenido ocasión de tratar con esa clase de médicos, saben de qué hablo.
Precisamente porque las ciudadanas y ciudadanos somos conscientes de la dominación en que pretenden mantenernos esos poderes fácticos, todas las encuestas realizadas en España muestran que, independientemente de su opción política o religión, la población está muy mayoritariamente a favor de su derecho a decidir cómo vive su final.
Desear tener una buena muerte, morir bien, es una legítima aspiración de toda persona y es por ello por lo que los profesionales de la salud estamos obligados a ayudar a nuestros enfermos a que mueran bien. Pero el debate de la eutanasia polariza a la población, pacientes y médicos y ocupa muchas páginas en la prensa y discusiones entre los poderes políticos, centradas demasiado en la reivindicación de un derecho a la eutanasia. Y, mientras tanto, se están descuidando muchas cosas que deberían ser prioritarias, como abrir unidades de agudos de cuidados paliativos, establecer equipos de soporte en hospitales, formación de equipos en atención primaria, formación pre y posgrado en Cuidados Paliativos, acreditación oficial de los profesionales que se dedican a la Medicina Paliativa (ACE), en definitiva, la universalización de los cuidados paliativos. Claro que estas medidas son menos polarizantes, pero tienen más impacto en la salud pública, aunque son problemas que requieren recursos económicos y humanos. Los ciudadanos no desean ni debates morales ni legales; lo que sí desean es un debate asistencial.
El Panel de Expertos para el alivio del dolor y cuidados paliativos de la OMS, ya en 1990, estableció que "los gobiernos deben asegurar que han dedicado especial atención a las necesidades de sus ciudadanos en el alivio del dolor y los cuidados paliativos antes de legislar sobre la eutanasia". Este Comité de Expertos llegó a la conclusión de que, con el desarrollo de los cuidados paliativos, cualquier legislación sobre la eutanasia es completamente innecesaria. Por tanto, un Gobierno que antes de desarrollar programas de cuidados paliativos acometa una legislación sobre la eutanasia comete una frivolidad y hasta una irresponsabilidad.
La legalización de la eutanasia no aporta nada para el alivio del sufrimiento del enfermo que no pueda aportar un buen control de síntomas en el lugar que él desee, hospital o domicilio, un acompañamiento adecuado de sus seres queridos, una disponibilidad de profesionales cuando los necesite, un sentido de por qué seguir viviendo. Es decir, una atención integral de la persona con los cuidados paliativos. Reconozco que pueden darse casos en que, a pesar de ofrecerles unos adecuados cuidados paliativos, persistan en su petición de eutanasia, pero una legislación no debe plantearse a partir de casos límite.
La tentación de la eutanasia como solución precipitada se da cuando un paciente solicita ayuda para morir y se encuentra con la angustia de un médico que quiere terminar con el sufrimiento del enfermo porque lo considera intolerable y cree que no tiene nada más que ofrecerle. Creo que el verdadero fracaso de un médico es tener que admitir la eutanasia como solución alternativa al alivio de síntomas, al acompañamiento terapéutico y a la comunicación.
Creo que la legalización de la eutanasia sería una solución innecesaria para un problema que, en algunos lugares de nuestro propio país, está sin resolver por la inequidad asistencial en cuidados paliativos.
El Roto, avui a El Pais |
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