Roger-Pol Droit |
ORDET (Carl Theodor Dreyer)
Tertúlia a la Biblioteca Marc de Vilalba de Cardedeu
Dia i Hora: 18 de desembre del 2015, a les 19h.
Conductor: Joan Méndez
Entrada lliure
Jane Goodall |
El Roto |
Circula entre los que gustan de la filosofía una frase de Walter Benjamin, en la que se nos recuerda que no hay un solo documento sobre la civilización que no lo sea a la vez sobre la barbarie. El tema se nos ha puesto de actualidad, otra vez, a raíz de los atentados del pasado mes de noviembre. El debate está en la calle, por aquello de la campaña electoral, pero se podría decir que estamos ante una de esas pocas veces en las que el problema alcanza dimensiones globales. Sin distinción de ricos o pobres, de primeros o terceros mundos, ha habido un pronunciamiento internacional sobre cómo luchar contra el fanatismo religioso. Algo por otro lado impensable hace unas décadas, quizás porque Internet esté haciendo el mundo cada vez más pequeño, o quizás porque los atentados se extienden por muchos países, afectando a países de terceros en un (des)orden internacional que día a día genera más interdependencias. Y como tendemos muy poco a la polarización, el debate está servido: civilización o fanatismo.
Curiosamente, puede que no sea descabellado trasponer la frase de Benjamin: no hay signo de civilización que no lo sea también de barbarie. Cruzados los ha habido de muchos tipos a lo largo de la historia. Muchos de ellos por motivos religiosos, pero tampoco faltan los cruzados de la economía o la política. No se ha logrado la democracia por medio de la civilización, la cultura o la educación: nuestro pasado está lleno de momentos en los que el motor del cambio no ha sido otro que el fanatismo o la barbarie. Valores como la libertad, la igualdad o los derechos sociales, tienen una buena cantidad de muertos a sus espaldas. Con esto, nos pretendo equiparar un sistema democrático con una teocracia fanática e intolerante, pero sí rebajar las expectativas que cualquier ciudadano occidental puede tener sobre sí mismo. Viendo nuestro pasado es más que dudoso que podamos convertirnos en modelos a imitar, pues también en él encontramos momentos en los que la sinrazón y la barbarie se han puesto al servicio de valores pretendidamente democráticos o “civilizadores”.
A partir de aquí, toca introducir una sana y necesaria autocrítica, y elaborar un nuevo discurso, que no es fácil de encontrar en las últimas décadas. No es aceptable la imposición de nuestros criterios, valores o instituciones si no somos capaces de pasarlos por el filtro del pensamiento crítico. Pero tampoco podemos caer en una especie de confusión total, y situar la democracia al mismo nivel que los actos de terrorismo, buscando justificaciones extravagantes o reflexiones que terminan haciendo más daño que beneficio. La violencia y el terror no se pueden aplacar solo con palabras o ideas utópicas, pero esto no convierte a ningún país occidental o a cualquier alianza militar en el gallo del corral o el “sherif” del poblado. Un enfoque complejo e inteligente nos exige diferenciar los atentados de la religión la cultura que los reclama y a la par requiere que seamos conscientes de que nuestra civilización es también producto de la barbarie. Sólo de esta manera, sin buenos y malos, es posible dar una respuesta adecuada al fanatismo y la barbarie. Algo muy difícil de conseguir, pues implicaría una respuesta política acompañada por los medios de comunicación e incluso diversas instancias culturales. Lo fácil, y más en tiempos de campaña, es jugar al pim pam pum. Pero eso no quiere decir que sea la respuesta más adecuada. Darnos cuenta de la barbarie ajena precisa también de una toma de conciencia de nuestra propia barbarie.
“No estoy enfadado –les viene a decir Sócrates– porque me hayáis condenado. ¿Quién sabe si la muerte es algo bueno? ¿Quién sabe si, como suelen decir, iré a parar al Hades, donde me encontraré con Ulises, con Agamenón, con Aquiles, con muchos hombres célebres que murieron hace tanto tiempo? Será maravilloso aprovechar entonces para dialogar con ellos. En todo caso, los de ahí no podrán matarme por eso, pues ya estaré muerto. O quizás la muerte sea sólo la nada, como esas noches en que uno duerme sin soñar un solo sueño. Eso tampoco me parece muy malo. En cambio hay una cosa que seguro que sí que es mala: cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, tanto dios como hombre, y hacer cosas impropias de un hombre libre. Es absurdo aferrarse a la vida si se pierde aquello porlo que merece la pena estar vivo. Ahora, yo tan sólo voy a perder la vida; vosotros, vais a perder aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Así pues, ¡venga, atenienses!, aquí nos despedimos. Yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a un destino mejor es algo desconocido para todos, excepto para el dios”.
Carlos Fernández Liria, La importancia de la filosofía (I), cuartopoder.es 12/12/2015
1) Empecemos por el asunto de la enseñanza secundaria y el bachillerato. Puestos a pedir la luna, en estos tiempos en los que (desde la derecha y desde la izquierda) todo el mundo parece que aboga por los eclipses, pienso que el papel de la filosofía debería ser tan absolutamente anterior respecto del resto de las asignaturas que lo que habría que hacer es subordinar todos los departamentos al departamento de Filosofía. Lo que no se puede admitir es que los alumnos no paren de aprender respuestas a preguntas que no saben plantear. Cuando estudié matemáticas y física en el antiguo COU (curso de orientación universitaria) me adiestré, como todos mis compañeros, en resolver las más enrevesadas integrales y derivadas sin tener ni la menor idea de lo que era el cálculo infinitesimal. Tuve que esperar a tercero de mi carrera de Filosofía para que, estudiando a Leibniz y Newton, comprendiera un poco lo que había estado haciendo. Me desespera recordar el año de primaria en que se nos obligó a resolver raíces cuadradas kilométricas, cuando obviamente habría bastado con entender el concepto y que las calculadoras se ocuparan del resto. Porque, en efecto, lo desesperante en estos casos no es -como tantas veces se dice- que se enseñen cosas que no se sabe “para qué sirven”, sino que se enseñen cosas que no se sabe lo que son, que te enseñen a hacer piruetas para resolver operaciones sin haber entendido el concepto teórico de lo que estás haciendo.
Pese a lo que tantos expertos en pedagogía tienden a decir, lo que falta en la enseñanza secundaria y primaria no son prácticas, lo que falta es teoría. Hay, sí, una desquiciante acumulación de contenidos, que tiende a aprenderse disparatadamente de memoria. Pero esa sobreacumulación no es mala porque sean contenidos, sino porque, precisamente, no lo son. Se aprenden recetas para resolver problemas, se adiestra a los muchachos en una especie de gimnasia agotadora y desproporcionada, sin dejarles ni tiempo ni ganas para pensar un rato en lo que están haciendo. Lo peor ha sido el diagnóstico de los pedagogos. Según ellos sobran contenidos y faltan métodos prácticos de aprendizaje. Es todo lo contrario: sobra aprendizaje (de prácticas ciegas y mecánicas) y faltan verdaderos contenidos. La lista de los reyes godos no es un contenido conceptual, es un listado que se puede llevar escrito en el móvil o en cualquier otra chuleta. Pero, por lo mismo, la resolución de integrales o derivadas no es un contenido, sino un ejercicio gimnástico sin sentido que te quita el tiempo y las ganas de comprender lo que es el cálculo infinitesimal. En el bachillerato y la secundaria habría que centrarse en los conceptos, que no son tantos. No pasaría nada, en efecto, porque, por una vez, se confiara un poco en eso que dijo Aristóteles de que todos los seres humanos desean por naturaleza saber y, en lugar de buscar motivaciones lúdicas, psicológicas y heterónomas para el conocimiento, se apostara por aquello que tiene de atractivo el conocimiento en sí mismo. En lugar de aprender jugando (lo que en el mejor de los casos sirve para jugar en lugar de aprender), no pasaría nada por apostar un poco por el juego del conocimiento.
Y este sería, para empezar, un buen papel que la filosofía debería cumplir en la enseñanza secundaria y el bachillerato. Cuidar de que no se aprendan técnicas sin sentido para la resolución de problemas que nadie sabe plantear; y recordar, respecto del resto de las asignaturas, que lo fundamental es comprender lo que se está estudiando. En definitiva, contrarrestar mediante el conocimiento de la historia de la filosofía y la reflexión sobre los problemas fundamentales de la lógica, la metafísica y la ética, la inexorable tendencia a reducir la instrucción de los alumnos en las llamadas materias “científicas” a un adiestramiento operatorio. Todo lo que se encarga a las oficinas de la Pedagogía debería estar en manos de los Departamentos de Filosofía. Y el resultado, estoy seguro, sería mucho mejor desde un punto de vista pedagógico. Ya digo que soy muy consciente de que esto es pedir la luna, pero por pedir que no quede. La filosofía debería ser la columna vertebral de la enseñanza secundaria y el bachillerato. El resto de los departamentos deberían estar subordinados al de filosofía. En cuanto a las asignaturas mismas de Filosofía e Historia de la Filosofía, debería contar con mucho más peso docente y, por supuesto, liberarse de la dictadura delirante a la que la somete el examen de selectividad, que obliga al alumno a aprenderse de memoria una lista absurda de disparates que supuestamente han dicho unas supuestas escuelas filosóficas que, en realidad, jamás han existido.
2) Pasando al asunto de los estudios superiores: puestos a decir que la filosofía es un saber de segundo grado y que debería estudiarse otra carrera previamente para poder estudiar filosofía (y cosas de este estilo que suelen repetirse), yo diría que hay que proponer lo contrario, es decir, que nadie cursara un estudio superior sin antes haber cursado un grado de Filosofía muy exigente. Al menos para los estudios más teóricos como las Matemáticas, la Física, la Sociología o el Derecho. No hace falta que se me diga que esto es inviable, que ya lo sé. Y que no se trata de esto, ya lo sé. Pero sería muy razonable. Porque lo que no se puede hacer es cursar estudios superiores sin comprender lo que significa que sean “superiores”. Y eso solo se puede comprender desde la filosofía (no necesariamente, es verdad, cursando la carrera). Es muy terrible, por ejemplo, escuchar hablar a los sociólogos o a los juristas de Kant, de Locke o de Hegel o de Descartes. Y lo malo es que no estoy muy seguro de que desde esa indigencia se pueda entender muy bien a Max Weber, a Hans Kelsen o a Carl Schmitt. Y lo mismo, aunque no tanto (porque hablan menos de eso), ocurre con los físicos o los matemáticos.
De paso, conviene resaltar (ya que el tema también salió en las referidas Jornadas #FilosofíaEnLaCalle #28N), que si se aplicara hoy en día el famoso y ya citado lema de Platón –“no entre aquí quien no sepa geometrizar”–, no es cierto que sirviera para restringir drásticamente el ingreso en la Facultad de Filosofía, sino que lo haría, más bien, precisamente, respecto a la Facultad de Matemáticas (y todas las facultades teóricas). Para entrar en la Academia no se exigía saber el teorema de Pitágoras, la tabla de multiplicar o el cálculo de matrices. Lo que se exigía era saber distinguir lo que era un estudio superior, es decir, saber distinguir lo que era el saberteórico respecto a todo el entramado de los saberes prácticos, míticos, religiosos, artesanales, etc., en los que los ciudadanos eran ya siempre, de una u otra manera, expertos o especialistas. Por eso Platón insiste una y otra vez en que la aritmética, la geometría, etc. (las llamadas ciencias matemáticas) son “enteramente distintas de lo que de palabra dicen de ellas quienes las practican” (Rep. 527a), es decir, quienes intentan satisfacer las demandas de “los comerciantes y mercachifles” (525c). Si no se plantea en qué sentido la matemática está enteramente anclada en el “giro” del alma desde “el mar de la generación” hacia “la verdad y la esencia” (ibid.), giro en el que consiste la filosofía y cuya dramática autoconciencia es la historia de la filosofía , los matemáticos se convierten en unos especialistas o expertos entre los especialistas y expertos (frente a los cuales surgió precisamente la filosofía) poseedores de técnicas para resolver crucigramas y acertijos muy complicados, que quizás luego son útiles para que los ingenieros construyan puentes y los inversores apuesten calculadamente por su construcción. Ese saber de especialista podrá ser muy complicado y meritorio, pero no tiene nada de “superior”, porque no tiene nada de teórico. Insisto en que no estoy haciendo ninguna propuesta, no soy tan ingenuo. Intento tan solo dejar de escuchar tonterías que denigran a la filosofía y malentienden lo que es un saber científico. Puestos a decir cosas tales como que primero habría que estudiar una ciencia para luego poder estudiar filosofía, es más adecuado plantearlo al revés y decir que la carrera de filosofía debería ser una puerta obligatoria para las facultades teóricas. Pues, de lo contrario, corremos el riesgo de quedarnos sin filosofía y de paso, sin ciencias, convirtiendo la Universidad en lo que, de hecho, ya se está convirtiendo: una escuela de especialistas en técnicas demandadas por el mercado.
Prisma |
Para un momento y pregúntate cómo te sentirías si tuvieras el poder controlar, formar o informar cada aspecto de tu vida ¿No crees que sería una experiencia de gran poder? Controlar[1] las horas que trabajas, el dinero que recibes, la persona (o personas) con las que compartir cama, romance o aventura o los hijos y el carácter que ellos van a tener
¿Y qué tal poder controlar también a otros y sus vidas? Puesto a imaginar, ¿qué tal controlar a todo el mundo? Tener un poder de nivel: dios.
Uno se siente bien imaginándose así, ¿no? Pues bien, ¿qué te parecería que fueran otros los que llevaran controlándote cómo pensar, qué comer, qué beber durante mucho tiempo? ¿Cuánto tiempo llevas conectado a Internet? ¿Cuántas páginas ves y qué cantidad de tiempo le dedicas a cada una de ellas?
Esta sensación ya no es tan buena, ¿verdad?
Pues este es el punto en el que hoy nos basamos para anunciar que vivimos, como ya anunció Michelle Foucault en una sociedad de control, este sistema es el pilar fundamental de cualquier sociedad o comunidad. Dicha sociedad es perfecta porque no hay divisiones, todo funciona al estar interconectados: Yo controlo a mis hijos, mi jefe me controla a mí, mi jefe es controlado por algunas leyes [2]y así sucesivamente.
Pero este control, ya no es lineal, si alguna vez lo fue. Este control es múltiple: tus amigos pueden controlar qué dices (Y regañarse si no están a favor) en redes sociales, tú puedes controlar a la persona que te gusta para saber si ésta tiene interés por otra persona, yo leo los mensajes de texto en la aplicación móvil de mi hija para qué tipo de lenguaje usa con sus “amigos”. Y todo esto no estalla, porque de ser así, convertiríamos el control en caos y ya nos educado fantásticamente para temer el caos, porque es nocivo para una “sociedad de bien”[3]
Ya no encerramos a los sujetos que queremos controlar, ahora les dejamos “libres”, porque podemos controlarles telemáticamente, e incluso, gracias a algunas aplicaciones de smartphones, controlar donde están en cada momento.
¿Miedo? Bienvenido a la vida real.
[1] Escrito inspirado en el libro de M. Foucault, “El sujeto y el poder”. Rf.: [www.philosophia.cl] (Última visita, 7/12/14)
[2] Otras leyes, según que jefes, se las pueden saltar.
[3] O “Sociedad como Dios manda” que dirían otros.
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El incendio y la palabra de Mery Sales |