Mucho más frecuente es hoy nuestro diálogo con el logos, que es muy distinto al pensamiento mítico. 2 A diferencia del mito, el logos responde a los hechos objetivos, y también es absolutamente pragmático: es la modalidad de pensamiento racional que permite que los seres humanos operen adecuadamente. Es el fundamento de la sociedad moderna. Nos valemos de nuestras facultades lógicas cuando deseamos provocar una consecuencia, conseguir algo o convencer a otros de una determinada opinión. Allí donde el mito vuelve la vista atrás y contempla los orígenes, el logos avanza con determinación, desarrolla nuevas perspectivas e inventa algo inédito. Y para bien o para mal, también nos ayuda a controlar más y mejor el entorno natural.
Sin embargo, al igual que el mito, el logos tiene sus limitaciones. Es incapaz de responder a los interrogantes que plantea el valor último de la vida humana. No puede aliviar nuestros pesares. Tiene en su mano desvelar circunstancias nuevas y maravillosas sobre el universo físico y hacer que las cosas funcionen con mayor eficiencia, pero no explicar el sentido de la existencia. El Homo sapiens comprendió esto de manera instintiva desde sus primeros pasos. Utilizó el logos para idear armas innovadoras y concebir mejores técnicas de caza, y recurrió al mito, junto con los rituales que lo acompañan, para restañar el dolor y la pena que de otro modo le habrían abrumado.
Antes de la época moderna, tanto el mito como el logos eran considerados esenciales, pero en el siglo xviii las gentes de Europa y Norteamérica habían alcanzado tan pasmosos éxitos en el ámbito de la ciencia y la tecnología que empezaron a desentenderse del mito, juzgándolo falso y primitivo. La sociedad dejó de depender de los excedentes de la producción agrícola —como les había venido ocurriendo a todas las civilizaciones anteriores— y pasó a vincular su destino a los recursos tecnológicos y a una incesante reinversión de capital. Esto liberó a las sociedades modernas de muchas de las limitaciones asociadas con la cultura tradicional, cuyo fundamento rural había tenido siempre precarios cimientos. El proceso de la modernización fue largo, ya que tardó cerca de tres siglos en completarse, y trajo consigo cambios muy profundos: la industrialización, la revolución agraria, la reforma social, y una «ilustración» intelectual que despachó el mito como algo fútil y superado. Pese a que nuestra desmitologizada sociedad pueda resultar cómoda para cuantos tenemos la fortuna de vivir en países del primer mundo, parece claro que no se ha convertido en ese paraíso terrenal que auguraban Francis Bacon y otros filósofos ilustrados.
Debemos abrir los ojos y desembarazarnos de la falacia que sostiene que el mito es incierto o representa una modalidad de pensamiento inferior. Quizá seamos incapaces de recuperar por entero la sensibilidad premoderna, pero podemos adquirir una comprensión más sutil y matizada de los mitos de nuestros antepasados, porque todavía tienen cosas que enseñarnos. Y desde luego, seguimos creando nuevos mitos a nuestra imagen, aunque ya no les demos ese nombre. El siglo xx asistió al surgimiento de varios mitos cuyo carácter extremadamente destructivo acabó dando lugar a masacres y genocidios. No podemos luchar contra estos mitos negativos con las solas armas de la razón, porque no hay dosis de logos en estado puro que sea capaz de hacer frente a temores, deseos y neurosis profundamente enraizados. Necesitamos mitos positivos que nos ayuden a identificarnos con nuestros semejantes y no solo con quienes pertenezcan a nuestra particular tribu étnica, nacional o ideológica. Precisamos de mitos buenos que nos hagan comprender la importancia de la compasión —una facultad del ánimo que cuestiona y trasciende nuestro primitivo egocentrismo solipsista—. Y lo verdaderamente decisivo: hemos de pensar buenos mitos que nos ayuden a fomentar un sentimiento de veneración hacia la tierra como realidad sagrada, puesto que, de no concretar alguna forma de revolución espiritual capaz de contrarrestar las tendencias destructivas de nuestro ingenio tecnológico, no lograremos salvar el planeta.
Karen Amstrong, Naturaleza sagrada, Barcelona, Crítica 2022