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Esté artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El movimiento por la “positividad corporal” abriga el ideal de que todos los seres humanos deben tener una imagen corporal positiva de sí mismos, y se opone a que la sociedad promueva estándares de belleza poco realistas o inclusivos, abogando por la representación de todos los tipos de cuerpos, especialmente en ámbitos como los de la moda o la publicidad. Sin embargo, y aunque tras estos propósitos hay una innegable buena intención, es conveniente que los pensemos más a fondo.
En primer lugar, que todas las personas tengan una imagen corporal positiva de sí mismas no debe confundirse con pensar que todos los cuerpos son indistintamente bellos. Esto no es ni lógica ni fácticamente cierto. No lo es lógicamente, porque la belleza sería indistinguible si nada se le opusiera o limitara (¿cómo distinguir lo bello si no existe más que eso?); y no lo es desde un punto de vista fáctico porque, de hecho, todos tenemos criterios de belleza y emitimos juicios estéticos sobre los cuerpos o cualquier otra cosa (aunque no nos atrevamos a reconocerlo a veces – precisamente porque creemos que en ocasiones resulta “feo” y de “mal gusto” –).
Por otra parte, tener criterios de belleza no está reñido con el aprecio por la diversidad. Las cosas o cuerpos pueden ser diversos también en cuanto a su cualidad estética (reconocer que unos son más bellos que otros, es, también, un reconocimiento de la diversidad), y las cualidades y criterios estéticos son más interesantes aún gracias a que se plasman de manera relativamente distinta en cada cultura o incluso en cada tipo o género de cuerpo (hay muchas maneras de ser guapos – y de ser feos –). Incluso, rizando el rizo, y dado que estimamos que lo diverso es más bello o “positivo” que lo “estandarizado”, ¿no deberíamos deducir a partir de ahí que un cuerpo es más bello cuanta más diversidad encierra, y más feo cuanto más se ajusta a los estándares vigentes?
Otro elemento a considerar es la crítica al “poco realismo” de los estándares o modelos de belleza. Porque, ¿cabe exigir realismo a lo que, justo por ser modélico, ha de distinguirse de lo real (o de lo que concebimos vulgarmente como tal)? Piensen, además, que la belleza es un valor, no un hecho. Los hechos reales (tal como los cuerpos que habitamos) no son en sí mismos bellos o feos; somos nosotros los que los valoramos como “bellos” aplicándoles un determinado criterio, esto es, comprobando hasta qué punto se ajustan a nuestras normas o ideales de belleza. Exigir un “modelo-realista” es, pues, un oxímoron, una contradicción “in terminis”.
Pasemos a otro asunto. Que debamos renegar de los ideales de belleza porque haya gente que se deprime al no verse adecuadamente reflejada en ellos es otra supina memez. De entrada, el ideal de que no hay más ideal que lo que hay, y de que hay que adorar el propio cuerpo sí o sí, resulta tan exigente y estresante como cualquier otro ideal. Y, en segundo lugar, negar la evidencia de que hay personas más bellas (y nobles, inteligentes, simpáticas, carismáticas…) que otras, por la sola razón de que esto pueda serle doloroso o frustrante a alguien, no es sino un engaño inútil, condescendiente y absurdo. ¿Deberíamos sacarnos también un ojo para no molestar o deprimir a los tuertos?
Es claro que no. Lo que hay que hacer es educar a las personas para lidiar con la propia condición humana. Y es parte de esa condición el ser conscientes de nuestras miserias (también de las corporales) tanto como el aprestarse constantemente a superarlas. Decía Shakespeare que estamos hechos de la materia de los sueños, y, según Platón, del deseo de unirnos a los que nos engrandece y mejora. Sin esa tensión erótica entre lo real y lo ideal, o entre lo que somos y lo que anhelamos ser, la vida carecería completamente de sentido. ¿Qué esto implica dolor e insatisfacción? Claro. Es el precio a pagar por estar lúcido y vivo; algo que una sociedad tan infantiloide y narcisista como la nuestra, que reclama comisarios políticos para que les quiten de delante todo aquello (¡hasta los maniquíes de las tiendas!) que pueda hacerle daño, no parece dispuesta a reconocer.
Ah, y otra cosa: sería estupendo dejar de obsesionarse con el cuerpo, en relación con el cual hemos pasado del extremo del dualismo que lo concebía como algo radicalmente distinto y opuesto al “espíritu”, a un monismo idólatra, no menos extremista, que pretende reducirlo todo a él. Frente a todo esto recuerden que la belleza, como se ha dicho siempre, está en el interior. Y que, en todo caso, y esté donde esté, para ser bello (o bueno, o listo, o sabio…) lo primero es reconocer que uno no lo es (al menos todavía). Cosa para lo cual los ideales y los modelos (y hasta los maniquíes) nos vienen que ni pintados.
Respuesta a “Notas sobre una transfilia inducida” de Ignacio Castro Rey
Hola Ignacio, la siguiente disertación ha estado marcada por los efectos de una de esas machaconas noticias que nos acompañan desde que nos levantamos hasta que nos acostamos: la victoria de Rafael Nadal en Roland Garros. En una de las muchas entrevistas concedidas por el tenista, el periodista con sus preguntas intenta descubrirnos qué hay detrás de este practicante del neoestoicismo o encarnación de la nueva palabra que poco a poco está ocupando un lugar destacado en la literatura de autoayuda, resiliencia. Conocer que sufre un dolor desde hace mucho tiempo provocado por una lesión crónica (síndrome de Müler-Weiss) lo humaniza, aunque después de relatarnos con detalle las estrategias médicas, quirúrgicas y terapéuticas que ha seguido para neutralizarlo: antiinflamatorios, infiltraciones para insensibilizar y dormir el nervio, analgésicos, anestesia, unas zapatillas especialmente diseñadas para la dolencia…, nuestra admiración decae, ya que empezamos a sospechar que toda esta amalgama biotecnológica que necesariamente le ha acompañado ha sido la clave del éxito, si no cómo se puede entender que un ser humano pueda exhibir esa potencia de piernas con un pie completamente dormido. Si de un héroe se trata es del héroe donde convergen los valores de lo que Byung-Chul Han llama sociedad paliativa. Entrenar la resiliencia, lo que Nadal lleva haciendo desde que era un niño, busca convertir al ser humano en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor y continuamente feliz. Sentirse competitivo, dice el tenista, es lo que compensa el sufrimiento[1]. Han en su Sociedad del cansancio afirmaba que la actual sociedad del rendimiento era una sociedad de individuos dopados.
En una escala menor, este caso me hace recordar cuando todavía me dedicaba a jugar al fútbol. En mis últimos días como jugador aficionado conviví con un dolor intenso que afectaba a mis talones. Mi estrategia para contrarrestarlo era dar unas cuantas vueltas al campo para calentarlos, de tal manera que cuando pitaba el árbitro el inicio ni siquiera notaba los pinchazos. Fue un día lanzando una falta que sentí como una pedrada golpeaba el talón, tal como Aquiles pero sin flecha. Me caí y ya no me pude incorporar. Acabé en urgencias y enseguida, después de que los médicos evaluaran la situación, se decidió que lo mejor era una visita rápida al quirófano. Después de tres meses de rehabilitación, me aconsejaron que si quería evitar que el otro talón sufriera el mismo percance evitara la práctica de deportes parecidos al fútbol, consejo que he seguido a rajatabla hasta el momento presente. Así se desvaneció el dolor. De la misma manera puede desvanecerse el dolor de Nadal. Él mismo reconoce en la entrevista que si dejara el tenis de competición el dolor en su vida diaria en poco tiempo desaparecería, pero la sociedad perdería entonces el modelo de individuo que necesita para perdurar.
En un principio parece fácil sortear determinados tipos de sufrimiento, sólo hace falta tararear varias veces en nuestro interior como un mantra un verso de una canción de la mexicana Natalia Lafourcade[2] “Para qué sufrir si no hace falta”. Aunque estas actividades puedan resultar adictivas, en nuestras manos está dejar el fútbol, el tenis o una relación sentimental tóxica, nada de esto nos hace falta. Otros tipos de sufrimiento son un poco más difíciles de tratar: la preocupación por el futuro de un hijo, el planeta que dejaremos a las generaciones futuras o los problemas derivados del cambio climático. Pero si nos convencemos de que no está en nuestras manos la solución a estas preocupaciones, el sufrimiento se disipa. Resulta, por otro lado, contraproducente el optimismo que desprenden eslóganes como “crea tu futuro”, “el futuro es nuestro” … En el caso que nuestra intervención individual o incluso colectiva tuviera una cierta incidencia, nada asegura que los resultados sean los que se persiguen. Por lo que esta incertidumbre sería sin quererlo causa de sufrimiento y preocupación.
Como tú dices, “todos sufrimos, siempre hemos sufrido”, cada uno lleva en su mochila la carga de las heridas sufridas y también de las infligidas a otros y a otras, el estado natural de la especie humana es la insatisfacción, por eso parece natural aspirar a lo que no se tiene, o lo que es lo mismo, a la felicidad. La religión, la filosofía y hoy en día la terapia obedecen a la misma necesidad; las tres han intentado o intentan exorcizar el desasosiego que significa el existir humano. Las personas filosofan por la misma razón por la que rezan. Esta angustia crónica es un defecto presente en el animal humano, escribe John Gray en su “Filosofía felina”[3].
Otra de las razones por las que el dolor es consustancial a la vida humana es la que expone Santiago Alba Rico en un artículo[4]: todo compromiso implica conflicto y sufrimiento. Entre cuerpos todo es potencialmente doloroso. La pretensión de eliminar el dolor sólo es posible si a la vez se eliminan el espacio y el tiempo, las condiciones radicales que permiten la existencia de la sensibilidad. Por eso escribe que una de las frases que más le irrita es aquella que dice que “si es amor, no duele”. Y concluye: no hay utopía más peligrosa que la de creer que se puede amar a otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer también el alma.
Para Descartes espacio y tiempo son las condiciones para que exista la materia, el cuerpo, la substancia extensa de la que se distingue y separa la substancia pensante, el cogito. Cuando en la segunda de las Meditaciones Descartes se pregunta por la naturaleza de la substancia pensante, explora diferentes posibilidades antes de dar con la respuesta correcta. Podría ser materia, cuerpo, lo más parecido sería un artefacto mecánico, un robot. Pero esta posibilidad no cumple con los requisitos de la auténtica substancia: no es autosuficiente, su autonomía dura lo que dura la energía que le aporta un ente exterior, una batería o una pila, una suerte de alma o material sutil que lo mueve y alimenta. La otra posibilidad que baraja el francés sería que esta fuente de energía pudiera satisfacer los requisitos de una substancia pensante. Sin embargo, no deja de ser una entidad contingente que debe su existencia a una realidad superior y por lo demás está demasiado apegada al artefacto que mueve. Por eliminación (por “descarte”, chiste fácil), llega finalmente al espíritu. Solamente la substancia pensante puede ser espíritu, la entidad más alejada de la materia en la escala del ser. Se puede dudar de que tenga este cuerpo, podría tener otro, incluso no tenerlo, pero no hay duda de que pienso y eso sólo lo puede ejercer un espíritu. El espíritu pensante es la substancia superior mientras Dios no demuestre lo contrario. Del “pienso luego soy” se desprende que somos espíritu en esencia y sólo secundariamente cuerpos. Y en consecuencia en tanto que en parte somos cuerpos estamos expuestos al dolor, a la queja, la expresión del desajuste que se produce cuando las piezas del artefacto no acaban de encajar.
Para lo bueno y para lo malo, a lo largo de nuestra vida hemos observado que no siempre el cuerpo ha sido el obediente colaborador que todos pensábamos. A veces sorprendentemente tomaba la iniciativa, sobre todo cuando éramos más jóvenes, ahora con la edad le cuesta más responder a nuestros deseos, se resiste y se rebela el muy cabrón. Nunca se ha desechado la alternativa de prescindir del cuerpo para rebajar la carga dolorosa o incluso suprimirla del todo. El cuerpo siempre ha estado en el foco a la hora de atribuir la fuente suprema de nuestros percances existenciales y sentimentales: nadie me quiere con este cuerpo, si fuera más alto, más delgado, si no tuviese un rostro marcado per el acné, otro gallo me hubiese cantado en la adolescencia. Lo que fue el resultado de un acto azaroso, se ha interpretado como la consecuencia de un cruel destino. En la República platónica con el mito de Giges se especulaba con la invisibilidad para imaginar las infinitas libertades que alguien podría permitirse sin un cuerpo. Los gnósticos del siglo II asimilaban el cuerpo a un cadáver, un sepulcro, una prisión, un intruso … El cuerpo, incluso para aquellos y aquellas que pueden exhibirlo sin tapujos, ha sido tradicionalmente y es hoy todavía un engorro.
El transhumanismo y la doctrina de género son las propuestas más novedosas para salvarnos de la tiranía del cuerpo. La topología mesiánica hace tiempo que se ha desplazado desde un arriba espiritual hacia un adelante político. En este sentido lo político ha sido substituido por las esperanzas que suscitan las nuevas tecnologías y las múltiples identidades de género. Para el transhumanismo, lo digital puede hacer realidad el sueño de la filosofía berkeliana, la desaparición de la materia. Su objetivo es, a través de la descarga, extraer la mente del cuerpo superfluo, para acceder al espacio líquido de las ondas electromagnéticas[5]. Para la doctrina queer, lo que cuenta es el género, no el sexo, el sentimiento que cada uno pueda tener de ser masculino, femenino o cualquier otra cosa entre los dos o más allá de los dos. Las identidades son tan múltiples que los cuerpos se utilizan solo como meros soportes[6]. Tal como acertadamente escribes, lo paradójico de la situación es que a un ciudadano cada vez más controlado por todas partes se le concede el privilegio narcisista de sentirse como quiera. Todo vale con tal de huir de lo real.
Igual que para el mago Pop, nada es imposible para los que subscriben estos principios. Confían en el poder ilimitado de las biotecnologías y la digitalización a la hora de crear mundo alternativos donde aparentemente no hay barreras naturales (ni siquiera culturales) y donde cada individuo pueda reconstruirse o deconstruirse según le parezca. Creen que si se logra liberarse de las prisiones corporales nada se resistirá a lo que pienses e imagines. Cuando leo u oigo estas palabras de inmediato me aparece viva la imagen de Uri Geller doblando cucharillas de café. Parece que si se habla de la fuerza del pensamiento no se habla de la capacidad de conocer mejor los misterios del mundo, sino que en el fondo se trata de competir con la fuerza física. Si realmente lo que priva es lo fantasmagórico sobre lo carnal, no estaría de más que en un próximo futuro las empresas de comunicación substituyeran los móviles por güijas para hacer más llevadera la invocación de estas entidades espirituales.
Sé que lo dicho anteriormente puede herir ciertas sensibilidades, ya conoces cómo se las gastan. Según Judith Butler respondiendo a las declaraciones de J. T. Rowling, autora del personaje de Harry Potter, nadie conoce el tormento que causa vivir entre los muros de una asignación sexual impuesta desde las instituciones médicas y legales. Lo que dijo Rowling atenta contra la dignidad de estas personas. La indignación de Butler la entiendo como la de quien está convencido de que sólo algunos colectivos tienen más derecho que otros a que su sufrimiento sea reconocido[7]. Indignación también es lo que emana del artículo escrito por Lidia Falcón que en muchos puntos creo estaría muy en consonancia con lo que tú defiendes[8]. La veterana feminista reaccionaba contra el proyecto de llevar adelante la Ley Trans y la imposición de la “autodeterminación de género”, a la que considera un disparate lanzando una seria de preguntas: “¿este tema es realmente divisorio de la derecha y de la izquierda, o nos situamos en un mundo surrealista donde la materialidad de los cuerpos no existe? “, “¿Se trata de abolir el Patriarcado o de abolir la realidad?”, “¿… es que hay que descubrir ahora el mundo material en el que está inserta la especie humana?”, “¿Dónde queda el sentido común …?
Nacemos para sufrir, la vida es un valle de lágrimas, esta parece ser la conclusión de toda la disertación, pero no siempre estamos sufriendo, también tenemos momentos, días e incluso años de disfrute y de alegría, hasta que alguien se enfada porque considera inmoral tanto goce. Aunque parece ser que según los sesudos estudios de la economía conductual somos más sensibles al dolor que al placer. Los psicólogos economistas lo llaman aversión a la pérdida: se sufre más por una pérdida que por una ganancia de la misma magnitud. Por ejemplo, si encuentras en el suelo un billete de 50 euros te produce una gran alegría, pero si más tarde encuentras a faltar en tu billetero la misma cantidad de dinero, el sufrimiento producido eclipsa completamente la sensación agradable experimentada anteriormente.
Creo que esta situación a nivel político ya había sido planteada. Cuando Glaucón debate con Sócrates sobre el origen de las leyes, el sofista hermano de Platón defiende que el miedo a ser víctima se impone a la posibilidad de gozar siendo agresor, por ello las leyes son necesarias no porque sean buenas sino porque previenen el dolor futuro. El mismo esquema argumental podemos encontrar en la reflexión sobre el origen del estado en Hobbes. El problema es que se deja en manos de la ley y del estado el monopolio de la gestión del miedo y del dolor. Se respeta la ley y el estado por el dolor que infringirían a quienes quisieran desafiarlos. La huida del dolor crea más dolor. La felicidad que promete la doctrina queer no es inmune a este planteamiento.
Podríamos establecer una lista de dolores de mayor a menor. ¿Qué sufrimiento es el más doloroso? ¿Cuál encabeza la lista? ¿Sobre qué indicadores establecemos el orden de los padecimientos? ¿Es factible la creación de un dolorómetro? ¿Cuál es la causa del dolor más doloroso? Judith Butler tiene la respuesta y la solución. El dolor más inhumano es el que se produce cuando a una persona no se le reconoce el derecho a cambiar de género. Y para ello, sin tener en cuenta otras circunstancias, todo es válido porque en su cosmovisión, que comparte con el mago Pop, todo es posible, aunque eso suponga negar la realidad, contrariar el sentido común, el cuerpo, la contingencia y la finitud humana.
Acabo con un poema de Fernando Pessoa que me parece que expresa mejor en unos cuantos versos que todas las líneas que he malescrito en esta disertación:
Hablas de civilización y de no deber ser,
o de no deber ser así.
Dices que todos sufren o la mayor parte,
con las cosas humanas puestas de esta forma;
dices que si fueran diferentes sufrirían menos.
Dices que si fuera como tú quieres sería mejor.
Escucho sin oírte.
¿Para qué querría oírte?
Oyéndote, terminaría sin saber nada.
Si las cosas fueran diferentes, serían diferentes: eso es todo.
Si las cosas fueran como tú quieres, serían sólo como tú quieres.
¡Ay de ti y de todos que pasan la vida
queriendo inventar la máquina de hacer felicidad!
Barcelona, 10 de junio de 2022
[3] GRAY, John, Filosofía felina, Madrid, Sexto Piso 2021
[5] AGUILAR GARCÍA, Teresa, Ontología ciborg, Barcelona, Gedisa 2008
[6] BRAUNSTEIN, Jean-François, La filosofía se ha vuelto loca, Barcelona, Ariel 2019
En una situación vivida un hombre llora desconsolado porque su perrito parece que está muy mal . El veterinario está cerrado . En sus gritos de dolor se puede uno detener para encontrar el vínculo emocional de dos seres conscientes entre sí. Una cierta empatía indica ese nivel de sentimientos, emociones. En ese mismo momento una madre lleva a su hijita pequeña de 3 añitos detrás de la puerta de hierro que entra en un parque público a hacer un pipí . La imagen sugiere el tipo de valores que ambas personas pueden creer importantes en su vida. En el caso del chico parece que sigue el patrón de un mundo actual que cada vez es más consciente que los animales sienten dolor, padecen y por tanto hay que saber tratarlos bien y preocuparse por ellos. En el otro de la madre uno puede creer que frente a una urgencia no hay más remedio que mear en el parque público . SIn embargo el observador , esa tercera persona que entra en escena se le ocurre pensar que si los propietarios de perros llevan botellines de agua para eliminar los orines de sus perros y se multa a las personas que miccionan en la calle pública , la madre está cometiendo un delito , educando a su hijita en el relativismo más absoluto de que cada uno haga lo que le venga en gana.
Volviendo al debate , en el caso de los valores , término que indica esa importancia que le damos a los objetos o a las personas , establecemos jerarquías entre ellos . Por ejemplo la vida sería el primer valor en la escala funcional para muchas personas pero no para todas . Un soldado puede considerar que quitar la vida a los otros es un mal menor dentro de las consecuencias de la invasión de su país. Por eso tal como decía Hartmann , los valores van cambiando a lo largo de la vida, porque cuando somos jóvenes seguramente saltarnos las normas es casi como una obligación para sobrevivir en este mundo caótico , a diferencia de cuando somos ya mayores y dependemos de la salud, la economía, los otros . Si vivir es establecer criterios sobre lo que nos importa por considerarlo fundamental para vivir con nosotros , entonces esa ética del cuidado de uno mismo queda vinculada con estos. Pero estas creencias o costumbres , o sea valores, en el fondo pueden llenarse de prejuicios , de falsas creencias, de estereotipos , de falacias . De ahí el problema de ese choque entre civilizaciones , entre grupos , entre personas. Defender los valores de uno en singular puede originar desde fanatismo, dogmatismo, intolerancia, racismo, violencia. Parece pues que la legitimidad de unos valores que uno tiene que le vienen dados por la sociedad y sus modelos, ya sea en relación al poder que le sostiene sea en el ámbito de la familia , en el ámbito económico de su poder adquisitivo, en el ámbito político de su ambición social y proyección social, ... justifique absolutamente casi todo.
En esta deriva actual ya no se habla de la caída de los valores más que en bolsa y economía , en esa frase de Jose María Valverde "Nulla estetica sine ética" parece que se vaticine cierto declive hacía la nada. Pandemia , Guerra, Situación climática, pobreza, crisis se defienden como si fueran series de films de temporadas infinitas y de capítulos interminables. La obsesión por el control , por la vigilancia, por la disciplina del poder, por delimitar las palabras , delimitar los pensamientos, rige en este modelo social que genera la paradoja kantiana de la insociable sociabilidad. ¿Cómo vivir en este mundo de riqueza y abundancia para unos y pobreza absoluta para otros ? Camus ya advertía de ese soportar tal situación existencial , ver al pobre como un objeto de consumo.
Volviendo a la idea la ética seria esa relación con lo que somos y lo que hacemos pero que nos vincula con la verdad , se trata pues de no autoengañarse , de no entender una verdad a medias o una post verdad que me conviene. Eso no es facil porque no va de valores adjuntos o de modas va de relaciones con uno mismo. Vivir es crearnos para que lo que hacemos o pensamos no sea fruto de un deber moral que no siento propio todo lo contrario . Respirar , escuchar, Obedecer son infinitivos que añadidos a unos cuantos más identifican nuestra posición frente a la realidad. Examinar nuestra vida de forma constante indica ese arte de hacer de nosotros lo que hemos decidido ser . No está nada de acuerdo con el parecer , con el aparentar, con una estética del decoro, de la buena forma. Por eso moral no es ética , por eso el compromiso único de lo que deseamos ser por voluntad propia lo encontramos con la verdad misma que nos delata o nos convierte en seres éticos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Hay adoctrinamiento moral o ideológico en las aulas? Sí, por supuesto. Con la nueva ley educativa y con cualquier otra. Aquí y en Pekín (en Pekín muchísimo más). ¿Cómo no iba a haberlo? Una de las funciones de la escuela es transmitir los valores comunes en torno a los que se articula una sociedad. Sin un mínimo adoctrinamiento en tales valores (es decir, sin un mínimo de educación cívica), los niños y niñas solo conocerían los valores particulares de su familia o entorno inmediato, y la vida pública carecería de referentes morales desde los que orientar la convivencia.
Ahora bien, aunque toda educación y sociedad implican un cierto adoctrinamiento moral, no todo adoctrinamiento moral es educativo ni socialmente valioso. Cuando este es excesivo y adopta un carácter completamente dogmático, la educación se reduce a mera instrucción, es decir, al tipo de aprendizaje en que prima la obediencia al razonamiento, algo que en nada conviene a una sociedad democrática en la que lo deseable es que la gente, que es la que en última instancia toma las decisiones políticas, piense de forma racional y por sí misma.
Pues bien, ¿cómo podemos hacer entonces para que el necesario adoctrinamiento moral que compete a todo sistema educativo no sea excesivo ni demasiado dogmático, de manera que los niños y niñas sean correctamente educados como ciudadanos capaces de ejercer la soberanía política? Aquí va la receta. Apunten (u opinen al respecto).
Lo primero para que el adoctrinamiento escolar sea el justo y necesario es que los valores morales en los que se adoctrina sean únicamente aquellos que emanan de las leyes o principios que despiertan mayor acuerdo o consenso democrático: la Constitución, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por la ONU, etc. En esas leyes y acuerdos de amplio consenso está contenida la moral mínimaen que se ha de educar a la ciudadanía.
Lo segundo se deduce de lo anterior, y consiste en que las administraciones velen para que en la escuela no se dé especial cuartelillo a ningún mensaje moral o ideológico que (dejando aparte el que se deriva de la enseñanza de las distintas materias) no sea el mínimo consensuado y consignado en leyes y acuerdos. Así, es estupendo, como proponen algunos políticos, que se revisen los libros de texto para eliminar sesgos ideológicos impropios (es decir: no derivados de las leyes y consensos vigentes), ¿pero por qué no se revisa también el modo entero de enseñanza de algunos colegios concertados, en los que también se adoctrina, y de forma más invasiva y persistente, en valores alejados de lo que hoy consideramos moralmente aceptable (piensen, por ejemplo, en aquellos colegios religiosos en los que se segrega a chicos y chicas para educarlos por separado)?
Una tercera medida útil para minimizar el adoctrinamiento escolar es dejar de emplear la educación como arma arrojadiza en la pelea por el poder. Ya sabemos que la única que da y quita votos es hoy la “batalla cultural” (la económica o política se agotaron hace mucho), pero los políticos deberían trasladarla a otros escenarios menos lesivos para el sistema que les da de comer. No puede ser que tras cada cambio de gobierno vengan los halcones de la derecha montaraz, o los iluminados inquisidores de la izquierda verdadera, a imponer a todo el mundo sus consignas y valores vía decretos educativos, impidiendo una y otra vez el mil veces implorado consenso educativo.
La cuarta medida ha de consistir en promover la pluralidad del profesorado (algo que, por cierto, es mucho más difícil en la concertada, donde los profesores no son elegidos por oposición, sino, a menudo, por afinidad ideológica con quien los contrata), y en formarlos como buenos profesionales de manera que, entre otras cosas, no aprovechen su posición de autoridad para adoctrinar dogmáticamente al alumnado (¡menor de edad!) en sus propios valores o posiciones políticas.
Y la quinta y última medida: fortalecer la educación crítica, esto es, aquella que promueve una actitud analítica y reflexiva frente a todo tipo de adoctrinamiento, incluido aquel que viene amparado por la ley (pues el fundamento de una democracia está precisamente en permitir la revisión dialéctica de sus propios fundamentos, leyes y valores). Así, si dejamos que aquellas materias en las que más se ejercita el pensamiento crítico (la ética, la filosofía, la crítica literaria, la historia…) hagan su trabajo formativo (en lugar de convertirlas en panfletos moralizantes o desquiciados ejercicios de revisionismo histórico al servicio de los ismos de turno), estaremos garantizando la mejor inmunización contra el adoctrinamiento excesivo, así como una educación cívica consecuente con los propios valores democráticos, esto es: basada en la convicción y el diálogo, y no en el dogma y la catequesis ideológica.
6.06.2022
Hola, Gregorio:
La Biblioteca Pública de Historia de Rusia, Centro de Historia Sociopolítica me propone hacer una presentación de tu libro. En caso normal, que no lo tenemos, sería mejor que lo hicieras tú, pero lo haré yo, el miembro menos valioso de nuestro equipo. En mi vida no he hecho nada semejante. Esta biblioteca es un lugar histórico, debes conocerlo bien, porque se encuentra en el mismo edificio del Comintern, en la calle Wilhelm Pick, enfrente de Mosfilm, por aquí pasaron muchos personajes de tu libro.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Uno de los rasgos más visibles de nuestro tiempo es el aparente aprecio por el desorden, una patología ideológica que se muestra, entre otras cosas, en la manera irreflexiva e inconsecuente con que se rechaza todo lo que suponga categorizar o jerarquizar las cosas. Así, definir se concibe hoy, por definición, como algo políticamente incorrecto (que estigmatiza y coarta la libertad de ser lo que se quiera a cada instante), sistematizar se percibe sistemáticamente como un ejercicio de dogmatismo poco respetuoso con la diferencia, y clasificar se clasifica como una inaceptable expresión de poder excluyente. No digamos si de lo que se trata es de valorar y (por tanto) de establecer jerarquías: eso es ya fascismo puro (ya saben que en la romántica metafísica de lo líquido y fluido rige aquello del viejo tango: todo es igual y nada es mejor…).
Pero negar el orden como impostura frente al presunto caos indomesticable de la realidad es ya, de entrada, un tipo específico de contradicción. Decir que “todo es fluido” es suponer que todo es permanentemente lo mismo y que, por tanto, nada cambia ni fluye; afirmar que “las cosas son indefinibles” es imposible sin suponer una definiciónmínima de lo que se define y lo que no; proclamar que “toda jerarquía es imposición arbitraria” implica que dicha proclamación (que sitúa una tesis por encima de otras) es tan arbitraria como su contraria. Y así podríamos seguir hasta el infinito. No hay verdad más dogmática que enunciar que “nada es verdad”, ni juicio de valor más “fascista” que estimar que “nada es en realidad más estimable que nada” (con lo que, finalmente, lo valioso solo puede ser lo que impone la voluntad del más fuerte).
El presunto desorden regente tampoco tiene nada que ver con la realidad. El mundo no es energía indiferenciada ni simple materia en movimiento; en él hay leyes, constantes, jerarquía; y hay razones para creer (diga lo que diga la limitada fontanería teórica de los físicos) que no hay más realidad que esa estructura o forma suya (esa forma que tan bien describen las fórmulas matemáticas).
Lo mismo podríamos decir de la ciencia: que no es más que un modo estructurado de jerarquizar datos, hipótesis, teoremas y axiomas con objeto de definir la forma real que subyace al desorden aparente. O del ámbito moral o estético, en el que los seres se clasifican como mejores o peores en multitud de aspectos (entre los cuales también hay una clara jerarquía – no es lo mismo ser más sabio que más inteligente, ni más bello que más fornido –). Si no tuviéramos claro todo esto careceríamos de razón alguna para elegir a nuestros amigos, cuidar nuestra imagen o educar nuestro talento.
Pero si en algún aspecto resulta especialmente sangrante esta aparente negación de la jerarquía y al orden es en el terreno político y social. Nada más estúpido que creer que estás al mismo nivel de los que mandan porque les tratas de tú o porque te hacen “sugerencias” en lugar de darte órdenes. Es falso que exista algo así como una estructura “horizontal”; toda organización mínimamente compleja (un estado, una empresa, un partido, una institución, una familia…) supone asimetría, niveles distintos y, por lo mismo, verticalidad y jerarquía. Simular que este orden no existe no es sino una manera perversa de invisibilizarlo y volverlo, por ello, más difícil de fiscalizar.
Uno de los “brazos armados” de este poder invisible (en la peor de sus versiones) es, justamente, el desorden informativo. La desinformación consiste en difundir representaciones indebidamente desorganizadas (en que se mezclan la ficción o apariencia con la realidad, las partes con el todo, lo contrastado con lo que no, lo que es con lo que debe, lo necesario con lo contingente, lo sustantivo con lo accesorio…), y frente a las que no queda otra que educar a la ciudadanía en habilidades tan filosóficas y desprestigiadas como definir, categorizar, sistematizar y jerarquizarlas ideas y las cosas.
Y digo esto último porque buena parte de las personas con las que me topo son incapaces de hacer todo esto por sí mismas, ni, por tanto, de ordenar y expresar las ideas (las suyas y las ajenas) en un discurso o sistema estructurado desde el que se pueda entender algo de lo que ocurre o tomar decisiones con un mínimo de responsabilidad y espíritu crítico.
Esta alienante incapacidad para pensar de modo estructurado delata, además, un desorden mental que, aceptado con complacencia por el discurso dominante y multiplicado por la fábrica mediática del mundo, está en la raíz de ese deterioro de la salud psíquica que acusamos hoy, y ante el que lo que se precisa no son fármacos o atención psicológica, sino precisamente esto: aprender a pensar o, lo que es lo mismo, aprender a reconocer en el orden de las ideas el orden de todo lo demás. Sin ello, no hay más que cambalache: el viejo orden del poder y del dinero revestido de estupidez y confusión. El tango de siempre, vaya.
El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la transformación de la vida a la verdad inmutable. En ambas posturas sufrimos una mutilación, nos dice Ortega. O perdemos la verdad o perdemos la vida. Para salir del embrollo lo primero es entender que el pensamiento es una función vital, tan vital como la digestión o la respiración. Es un instrumento útil y esencial para la vida. La voluntad, es un ímpetu que emerge de las profundidades orgánicas, un querer hacer algo, un deseo de que algo sea. Las voliciones ejecutan actos eficaces que modifican la realidad, que a su vez se muestra como una voluntad externa a la que hemos de adaptarnos. Este dualismo es un aspecto esencial de lo vivo. Por un lado, la voluntad es un producto del sujeto viviente, por otro, lleva en si la necesidad de someterse a un régimen externo (y objetivo). “Ambas instancias se necesitan. No puedo pensar con utilidad para mis fines biológicos si no pienso la verdad. Un pensamiento que nos presentase un mundo divergente del verdadero nos levaría a continuos errores prácticos”. (Aquí se podría objetar que el fin biológico no es la verdad, al menos no la única, sino que es sólo naturaleza, prakṛti. Pero ello exigiría adelantar nuestra propuesta y es más conveniente, por ahora, seguir la argumentación de Ortega). Ese carácter dual es la característica esencial de toda forma de vida. La vida humana tiene una dimensión trascendente. Sale de sí misma y participa de algo que no es ella. Esa salida de sí propicia el pensamiento y la voluntad, la experiencia estética y la emoción religiosa.
El relativista niega que el ser vivo pueda pensar la verdad. Pero esta creencia suya, negativa, es su verdad, por lo que se contradice. Si somos de verdad empiristas observaremos que ciertas actividades inmanentes trascienden el organismo. ¿Pertenece al cuerpo lo que el ojo mira y el modo en que lo mira? ¿pertenece al cuerpo el aire que respira? Ortega cita a Georg Simmel: la vida consiste en ser más que vida: en ella, lo inmanente trasciende más allá de sí misma. Acierta en la trascendencia misma que supone el proceso vital, pero yerra en el objetivo de esa trascendencia. No acaba de liberarse del kantismo en el que se ha educado (más tarde lo hará). Nos dice: “Lo justo debe cumplirse, aunque no le convenga a la vida. Justica, verdad, rectitud moral, belleza, son cosas que valen por sí mismas y no sólo en la medida en que son útiles a la vida”. Ese valer por sí mismas, del Bien, la Justicia y la Verdad, supone reeditar el cielo platónico. Y afirma sentencioso: “esa suficiencia plenaria de la justicia y la verdad nos hace preferirlas a la vida misma que las produce.” Pero luego rebaja su apuesta: “la espiritualidad no es una sustancia incorpórea, no es una realidad, sino una cualidad que poseen unas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener un sentido, un valor propio” (Scheler asoma por aquí). A continuación, añade algo que suscribimos plenamente: los griegos llamarían a esta espiritualidad nous, no psique. Dicho en términos de nuestra hipótesis de trabajo: la llamarían conciencia, no mente o alma. El alma es mundana y vital. La conciencia trasciende lo mundano y lo vital. Es el no lugar, la no localidad, que impulsa el movimiento y las transformaciones. No como causa, sino como complemento de aquellos. Es, además, el factor que hace posible el goce estético y la experiencia amorosa.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022“El racionalismo, para salvar la verdad, renuncia a la vida… Siendo la verdad una, absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas”. El racionalismo es antihistórico. El punto de inflexión de la historia moderna proviene del entusiasmo de Descartes por las construcciones de la razón. De su creencia, incomprobable, en que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real. Y de la distinción de Robert Boyle entre cualidades primarias y secundarias. Las cualidades primarias (solidez, extensión, figura, forma, movimiento o reposo y número) existen de manera objetiva en las cosas, mientras que las secundarias (gusto, color, sabor, sonido, calor, etc.) son subjetivas y sólo existen en la mente del individuo. Sin embargo, la experiencia de la vida se compone fundamentalmente de texturas, colores y sones. “Pero la razón no es capaz de manejar las cualidades. Un color no puede ser pensado, no puede ser definido. El color es irracional.” Frente a él, el número coincide con la razón y puede crear, mediante ésta, el universo de las cantidades. Dada esta situación, Descartes decide, unilateralmente, que el mundo verdadero es el cuantitativo, geométrico, mientras que el mundo de las cualidades, inmediato y magnético, es considerado ilusorio y acientífico. Una decisión que sirve de fundamento a la física moderna, que no sólo ha sido la ciencia en la que hemos sido educados, sino que ha servido de modelo al resto de las ciencias. Se trata, en definitiva, de una inversión de la experiencia espontánea del ser que vive y siente, una “gigantesca antinaturalidad”. Pues se comienza por intuir, llevados por ese magnetismo de lo sensible, que las cosas sean de cierta manera, y luego se buscan las pruebas para demostrar que las cosas son como intuíamos. Ortega recuerda que no son las pruebas quienes nos buscan y asaltan, sino nosotros los que vamos a buscarlas, movidos por un afán teórico.
La física y la filosofía de Descartes se extenderán a todos los ámbitos (el salón, el estrado y la plazuela). Esa es la sensibilidad específicamente moderna. Suspicacia hacia lo espontáneo e inmediato, preminencia de lo cuantitativo, indiferencia ante los cualitativo (esencia de la experiencia humana). El mundo se transforma, gradualmente, en un lugar indiferente a la humana sensación, queda a merced de la “razón pura”, exacta e ineludible (una situación que, en el ámbito político, conduce al orden social definitivo de los totalitarismos). Pero la vida no puede regirse por principios matemáticos, de hecho, no lo hace. Advertir esto, supone entrar en el umbral de una “nueva sensibilidad” (Ortega escribe en 1922, hace exactamente un siglo), una insurgencia que consiste en la negativa a tomar parte por una de estas dos tendencias antagónicas: racionalismo o relativismo. En ambos casos sufrimos una mutilación. Con el relativismo perdemos la verdad, con el racionalismo la experiencia sensible y la ineludible realidad del deseo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022Para entender su postura hay que hacer la genealogía de las ideas que consolidan la época moderna. Lo primero es darse cuenta de que el racionalismo de Descartes no es razonable. Marca el rumbo del mundo moderno y lo aboca a la desorientación presente. El debate entre racionalismo y relativismo es, para Ortega, el tema de nuestro tiempo. En muchos sentidos, un siglo después, sigue siéndolo. La proliferación algorítmica es una buena muestra. Vamos a exponer la postura de Ortega, que es una vía media entre ambas tendencias, para, a continuación, exponer la nuestra. Para Ortega, entre la razón (absoluta) y el relativismo (local) marcha de la vida singular. La razón vital o “inteligencia de la vida” (Agustín Andreu) es lo decisivo: cómo entendemos la propia vida y qué sentido le damos.
La verdad es una e invariable. Esa es una premisa irrenunciable para Ortega. Las cosas son lo que son. Ahora bien, en la historia del pensamiento vemos continuos cambios de opinión. Diferentes épocas, diferentes verdades. Cada individuo y cada sociedad tiene sus convicciones. Lo que llamamos verdad consiste, más bien, en verdades. Y que éstas son relativas. Pero el relativismo tiene un problema (ya lo advirtió Nāgārjuna). Si no existe la verdad, el relativismo no puede tomarse a sí mismo como verdad. Ha de ser, él mismo, relativo. El relativista relativo es un relacionista. Un sujeto dedicado a establecer relaciones entre las distintas visiones del mundo, que no valen todas los mismo, pero que se iluminan unas a otras, formando una colección de perspectivas. Ortega considera que el relativismo es, a la postre, escepticismo, y el escepticismo es una teoría suicida, que va en contra de la fe en la verdad, fundamental para la vida humana. Desde la perspectiva de la libertad, como forma de vida y como objetivo de la vida misma, ser un relacionista no debería suponer ningún problema. Siempre hay camino y siempre hay elección. El relacionismo no suprime la idea de lo mejor. Hay culturas superiores a otras, hay ideas mejores que otras, que ayudan a vivir más que otras. Sin que sea necesario un marco común que cuantifique el valor de cada perspectiva, que mida su distancia a esa verdad única. Pero no nos adelantemos.
El perspectivismo es un tema que recorre la obra de Ortega de inicio a fin. Y se conecta con la razón vital en el hecho de que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”. Y vida no es sólo pensamiento, es también acción, y devoción, y voluntad, desarrollo de intereses. La vida, en sí misma, es un órgano insustituible que conquista verdad, una verdad vital, experiencial. Cada vida contribuye a la verdad absoluta, omnímoda. Y no deja de ser verdad por no ser la verdad entera. Se trata de un realismo vital sin parangón. Todas las vidas, hasta la más humilde, son verdad. Incluso las vidas de los ignorantes, de los iletrados, incluso la vida de los malvados y criminales. Nuestra perspectiva parcial forma parte de la perspectiva divina, que es aquella que, según Leibniz, integra todos los puntos de vista.
“La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital”. A una razón en perspectiva. Las perspectivas, además, son intransferibles. Nadie puede vivir tu vida por ti. La realidad radical no son los átomos o las sustancias, es la vida de cada cual. Ortega tiene una metafísica definida, la razón vital, pero duda en desarrollarla exhaustivamente. No la quiere hacer pública. ¿Los motivos? No lo sabemos. Quizá le pareció demasiado aventurada, demasiado etnográfica, demasiado próxima al relativismo. Prefiere insinuarla, jugar con el brillo de sus metáforas. La cultura es una actividad vital, biológica. Y toda auténtica cultura nació de un individuo, de una vida particular, de una perspectiva. Posteriormente se objetiva y pierde ese carácter personal.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022La verdad tiene a sus favoritos. Sólo desciende sobre el pretendiente, sobre quien la anhela, sobre quien le ha abierto un hueco en el corazón. “El ser buscador es la esencia misma del amor”. Por eso leemos libros, por eso los buscamos, por eso los escribimos. La búsqueda, en sí misma, es un enigma. “El que busca no tiene, no conoce aun lo que busca y, por otra parte, buscar es ya tener de antemano y presumir lo buscado. Buscar es anticipar una realidad aún inexistente, predisponer su aparición, su presentación”. El neutrino, partícula sin masa predicha teóricamente por Pauli, es un ejemplo ilustrativo. Décadas después se detecta en el laboratorio lo que sólo estaba en la mente de este físico genial. La detectan, eso sí, con instrumentos construidos con la teoría erigida y pensada, por el propio Pauli y su círculo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022Ortega nos dice que lleva defendiendo este perspectivismo en sus clases desde 1913. La manía de la filosofía ha sido ser, desde sus orígenes, utópica y los sistemas que progresivamente concibe, universales, válidos para todas las épocas y todas las culturas. La doctrina de la perspectiva vital, de los incontables puntos de vista, exige una nueva concepción de la filosofía, de su alcance y pretensiones. Un inclusivismo, antropológico, que se aproxima al talante hindú en el filosofar. “La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquella se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación”. Es importante advertir que Ortega no está contra la razón (único modo de proceder teóricamente) sino contra el racionalismo. La razón es la capacidad de reducir, analíticamente, la cosa a sus elementos constitutivos. Pero, ante el elemento, ya no puede proceder racionalmente y se ve obligada a dejar paso a la intuición.
Visto desde nuestro tiempo, las filosofías de la época moderna comparten, en su mayoría, el primitivismo racionalista. Ese primitivismo podría llamarse ingenuidad o candor, característico del objetivismo que ignora al observador y procede como si no estuviera presente. “El mundo definido por estas filosofías no era en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores.” Pero la peculiaridad de cada ser, de cada época, de cada pueblo, lejos de ser un inconveniente para captar la verdad es precisamente el órgano mediante el cual la realidad se manifiesta. Eso sí, en la porción que le corresponde. “La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo… Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.” Un pluralismo de corte budista. El mundo, lo real, como la integral de todos los seres, de todas las perspectivas. No hay nadie al mando, no hay una perspectiva privilegiada. Los mundos se conservan o destruyen en función de los seres que los habitan, en función de la integral de sus estados mentales. De ahí que Ortega saque a colación del problema de dios. “Esta omnisciencia, esta verdadera “razón absoluta” es el sublime oficio que atribuíamos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana, que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros: nuestra verdad parcial es también verdad para Dios.” Ortega se ha convertido al mito oriental de la divinidad participada en los seres. Lo divino nada sin guardar la ropa. Ahora el destino del universo está en manos de los seres que lo habitan. Ese mito, de origen védico, fue el adoptado, de una manera más o menos consciente, por el budismo. Cada perceptiva sobre la realidad es verídica, pero no es la única realidad. La percepción no engaña (aquí Goethe), la que engaña es la mente, que puede ser más o menos confusa, más o menos diáfana.
Es inevitable recordar, en este punto de nuestra discusión, un aforismo de Tagore que se atreve a descifrar el gran enigma, la ilusión cósmica (māyā). “El ojo no te ve a Ti, que eres la pupila de cada ojo”. La divinidad, huyendo de la soledad, se ha transformado en los seres. Desde el tigre a la araña, desde el ser humano hasta la más humilde brizna de hierba. Ortega lo asume. “Dios está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista, y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, a través de cuyas infinitas retículas (filtros) va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado”. Se ha obrado la inversión. Ortega, que sabía poco de budismo, se ha convertido, sin saberlo, en discípulo de Siddhārtha Gautama. Dios ya no está, o mejor, está en la mirada de cada uno de los seres. Ese es el genuino “tema de nuestro tiempo”, aceptar ese reto, asumir esa fidelidad a lo divino, abrir bien los ojos y saber, que en esa mirada, se juega el destino del mundo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022
Storr describe algunas de las formas en las que este funcionamiento nos afecta, haciéndonos a veces un poco delirantes. “Tendemos a creer hechos que halagan la historia heroica que al cerebro le gusta contar sobre nosotros y nuestras tribus, en lugar de la verdad ―señala el autor―. También nos hace irracionales acerca de otras personas. Al cerebro narrador le gusta dividir el mundo en héroes y villanos”. Esta gran simplificación hace común que veamos a las personas en el lado opuesto del espectro político como enemigos o, directamente, como malas personas. En realidad, son personas que utilizan otros relatos para explicarse cómo funciona el mundo, relatos con los que nosotros no comulgamos. Así, es normal que nos cueste cambiar de opinión, porque esos cambios pueden dinamitar los pilares de las narrativas que sostienen nuestra existencia: nos caemos al vacío.
Según la ciencia, los sucesos de la vida se comprenden y se recuerdan mejor si van engarzados en esa historia que nos contamos todo el rato. El neuroeconomista Paul Zak ha señalado que las historias generan oxitocina en el cerebro, una hormona que produce sensaciones agradables, aumenta la confianza y reduce el miedo social. Las neuronas espejo, además, cruciales para la empatía, nos permiten ponernos en el lugar de los protagonistas de los relatos, sufrir y alegrarnos con ellos, por eso lloramos o entramos en tensión cuando estamos sentados en la butaca del cine. Según ha encontrado el Instituto del Cerebro de la Universidad del Sur de California, la lectura de historias provoca una respuesta universal en el cerebro, similar en cualquier ser humano, como si la capacidad de reaccionar a ellas formara parte de nuestra naturaleza más fundamental.
Sergio C. Fanjul, El cerebro humano es una máquina que se alimenta de cuentos, El País 30/05/2022
Aquí y allá, unos y otras exigimos respeto a nuestras ideas o deseos, a la lengua o la memoria, a nuestros sueños y sueldos, los gustos peculiares o los disgustos familiares. La sociedad del espectáculo sigue llamando “respetable” al público, y en las batallas incruentas de las redes abundan los contendientes de verbo cruel pero súbitamente quisquillosos ante las críticas ajenas. Aunque hoy no enviemos padrinos ni abofeteemos con el guante, somos adictos a la aprobación del ojo ajeno. Como explica Andrea Marcolongo en El viaje de las palabras, “respeto” deriva del verbo latino “mirar” y comparte raíz con “perspectiva”: alude a enfocar a los demás sin desfigurarlos ni mostrarlos odiosos. En la etimología de “odio”, Andrea descubre una curiosa relación con “odontólogo”, pues literalmente significaba “dolor de muelas”. Odiar y despreciar corroe como la caries.
Irene Vallejo, En busca del templo perdido, El País Semanal 14/05/2022
Los bulos ya no son noticias: simplemente están ahí. El ruido es el mensaje. Las técnicas subliminales alteran el estado mental de miles de millones de personas. Después de una década de estudios alternativos y una “crítica de internet” aún más marginal, de repente todos tenemos claro el diagnóstico. Las multitudes entienden por fin cómo funciona el capitalismo de las plataformas, pero no hacen nada al respecto. Esperar a Bruselas es el nuevo esperar a Godot. Como no va a haber unas leyes antimonopolio que desmantelen los monopolios tecnológicos, la censura política (a la manera de Rusia y China) parece la opción más fácil. Con las plataformas centralizadas como única opción, que cada uno aprenda por su cuenta parece la única salida. Cada usuario tendrá que resolver por sí mismo la cuestión del ruido, como investiga la filósofa holandesa Miriam Rasch en su último ensayo, Autonomie: een zelfhulpgids(autonomía, una guía de autoayuda). Rasch señala una paradoja: las empresas tecnológicas socavan nuestra autonomía, nuestra libertad de elección y nuestras posibilidades de actuación individuales, al mismo tiempo que alaban esos valores.
Ya sabemos lo que ocurre cuando se pide a los gigantes de las plataformas que nos proporcionen soluciones tecnológicas para los problemas de “adicción” que ellos mismos han creado deliberadamente. El ruido tecnosocial está en nuestra cabeza, en los dedos, controla los ojos y excita los nervios. Eliminar el ruido se considera un asunto personal, una responsabilidad moral que recae en el individuo, en el usuario, y que puede resolverse con meditación (Harari), con aplicaciones de desintoxicación digital, apagando las notificaciones o instaurando días sin móvil.
La noción original de la cibernética, formulada por Norbert Wiener en los primeros años cuarenta del siglo pasado, afirma que se puede predecir mejor el futuro si se elimina el ruido. En la ideología occidental “sin fricciones”, eso se plasma en el ideal de la optimización, el culto a la prolongación de la vida y a la compresión del tiempo para dar cabida a todas las experiencias posibles. En este contexto, el Otro se convierte en última instancia en ruido, un obstáculo que hay que eliminar después de haberlo consumido.
Aparte de un grupo de artistas del sonido electrónico que está envejeciendo a toda velocidad, ¿quién disfruta del ruido? Esta es una pregunta engañosa. El ruido está en todas partes e incluso se utiliza como recurso. La distracción no es el enemigo. Perder la concentración se considera, en general, como un alivio temporal, un gesto de protección y una huida justificada. Las informaciones falsas siguen reclamando nuestra atención, aunque solo sea durante una fracción de segundo. El ruido ya no es un subgénero cultural que nos despierta los sentidos. Es un estado general. Un ejemplo es el inversor indio Vibhu Vats, para quien el ruido es la norma: “A la naturaleza humana no le gusta el silencio. Eso está pensado para ascetas, santos y ermitaños. El ruido es la sal de la vida. Si se elimina, la vida sería sana pero aburrida. No despreciemos el ruido. Es mejor aceptarlo como un mal necesario y regular su consumo”.
Geert Lovink, El ruido es la nueva banda sonora de tu vida, El País 15/05/2022
Fernando Broncano, La escritura en invierno. J. M. Coetzee y el antagonismo entre representación y verdad, El laberinto de la identidad 15/05/2022
En realidad, Joan Fuster quiso ser y fue siempre un ensayista en la clara estirpe de Montaigne. Ensayos fueron sus versos —líricos, rabiosos o angustiados—, sus estupendos aforismos —tan ácidos como los de Cioran, pero menos teatrales—, sus estudios históricos, sus libros de crítica literaria y artística, sus guías de viaje y hasta sus trabajos aparentemente eruditos. En sus mejores años —los cincuenta y sesenta del siglo pasado—, sus textos, en diarios o en libros, eran un compendio de ironía docta y sonriente que incitaba al descreimiento, la ponderación y el debate sobre todo lo humano y lo divino, sin mediaciones ni prejuicios, dentro de lo posible (porque la censura, siempre vigilante, se podía circundar, pero no obviar).
Para Fuster, el ensayo es “literatura de ideas o no es”. Las ideas están para agitarlas, ver hasta dónde llegan y por qué, y el escepticismo es un método que, a partir de una desconfianza ecuménica, no pretende abolir un principio de verdad, pero sí depurarlo. “Convicciones es preciso tener, pero pocas”. En cambio, las nociones provisionales del pensador desconfiado “no hacen milagros, pero tampoco provocan hecatombes”. El objetivo del debate —que se desea civilizado— es “que quede un saldo positivo de distensión y progreso”. En un ambiente tan proclive al dogmatismo circunflejo como el que Fuster tuvo que vivir, su ensayismo fue un buen desinfectante. Muy insolente —tanto como le dejaron— pero eficaz.
Enric Sòria, La suspicacia metódica, El País 14/05/2022
Los humanos también respondemos a ciertos automatismos, incluso en nuestras facetas más originales y creativas. Ocurre con el lenguaje. Nosotros no nos damos cuenta, pero estamos obedeciendo reglas gramaticales y lingüísticas todo el tiempo, a una velocidad altísima, para poder comunicarnos. La gramática no es más que eso, un conjunto de reglas o un programa que obdecemos. Y esas gramáticas existen para todo: para el pensamiento, para las matemáticas, la física, para nuestro comportamiento social cotidiano... Obedecemos constantemente a reglas, porque si no, no podríamos vivir en sociedad. En realidad, la originalidad y la creatividad son elementos muy raros. La creación de una nueva instrucción o un nuevo programa, tanto en el arte como en la ciencia, es un momento inusual. En el siglo XIX, muchos pensaron que aquello era lo que nos distinguía como seres humanos.
La máquina aprovecha nuestros automatismos psíquicos y sociales y los capitaliza. La economía del Big data es eso. Respondemos a ciertos patrones de conducta que dependen de nuestra educación, nuestra edad, nuestro origen, nuestro sexo... Una máquina puede clasificar todos esos automatismos e identificarlos. Aprovechar esos datos para extraer estadísticas y predecir cómo se comporta la gente. Las empresas venden esos paquetes de datos porque son una manera de conocer la sociedad y su evolución casi con un escáner permanente. Para el marketing o la publicidad electoral, esto es perfecto. En función de nuestros likes, nuestros movimientos y búsquedas, se va definiendo nuestro grupo social, nuestra edad, nuestra cultura, etc. Somos como autómatas cuando sumamos todos esos parámetros.
En la mayor parte de los casos, nuestros comportamientos obedecen a elementos de orden biológico o de orden social. Son muy pocos esos momentos de gracia, de creación, donde el ser humano logra superar sus automatismos. En general estamos bastante más cerca de las máquinas que de los dioses, como dirían los griegos.
Esa capitalización de nuestros automatismos invirtió la relación entre el ocio y el trabajo. Para los griegos, la persona ociosa era el amo, era el ciudadano libre en oposición al esclavo que obedecía instrucciones. Y gracias al Big Data, el ocio se convirtió en un elemento de producción de riqueza porque capitaliza nuestros automatismos, o sea, nuestra obediencia a elementos sociales o psicológicos. En el momento en que creemos que somos libres, porque estamos dándole instrucciones a una máquina, también somos autómatas. Hay una inversión por la cual se aprovechan nuestras instrucciones y se convierten en capital. Hay una inversión entre amo y esclavo. Ocurre con un aria de 'Don Giovanni', de Mozart. Leporello, el criado, va tomando nota de todas los romances de Don Juan y crea un archivo que después recita en el aria del catálogo. Leporello, el criado, cataloga los comportamientos de su amo. A veces, internet nos conoce más de lo que nos conocen nuestros seres cercanos, incluso más de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Cómo los drones detectan un blanco. Además de los misiles que dispara, tienen dispositivos para intervenir comunicaciones y son capaces de saber dónde está su objetivo, con quién habla y qué dice. A través de ciertos patrones de comportamiento, el dron es capaz de predecir si esa persona es una amenaza, un terrorista de Al Qaeda o del Estado Islámico, por ejemplo. Construye el perfil de la persona hasta que finalmente se decide si esa persona merece ser el blanco de un misil. Por supuesto, por el momento esa decisión se toma la toma un ser humano. Pero, en realidad, la mayoría de las informaciones que determinan si la persona es un terrorista o no las proporciona el propio dron. O sea, que entre entre la decisión humana y la automatización directa hay un solo paso que no se dio por las protestas de varios científicos. Las campañas publicitarias nos apuntan no con misiles, sino con publicidad. Lo cual es mucho menos dañino, claro. Pero se podría decir que obedecen al mismo funcionamiento: crean perfiles y patrones de comportamiento.
Ana Ramírez, entrevista a Dardo Scavino: "Los humanos estamos más cerca de los autómatas que de los dioses", el confidencial.com 11/05/2022
Adam Smith desconcertó con algo más escandaloso aún: demostró que el progreso no se debe a la caridad, sino al egoísmo. Dijo textualmente: “No obtenemos los alimentos por la benevolencia del carnicero, del cervecero o el panadero, sino por la preocupación que tienen ellos en su propio interés, sus necesidades, sus ambiciones.” No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo cuando reclamamos esos objetos, porque de lo contrario ellos no producirán ni se ocuparían de exhibir sus productos y venderlos. Ocurre que la palabra egoísmo se ha cargado de color negativo, sin entenderse su funcionalidad. El egoísmo no debe ejercerse contra el prójimo, sino para atenderse a uno mismo sin dañar al otro. Y el otro debe comportarse del mismo modo. El mundo no funciona sobre la base de la clemencia.
Utilizando distintas palabras, puede decirse que siempre se actúa según el deseo o el interés de cada uno. Es propio de la vida en general. Los esfuerzos que se realizan para incrementar la solidaridad y el bien de amplias comunidades oscurecen el motor que trabaja desde el fondo de los inconscientes. Un sabio se esmera en señalar los caminos virtuosos y un delincuente en realizar un exitoso delito. Pero cada uno opera a partir del impulso que le llega desde sus oscuras profundidades. Es horrible lo que suele hacer el delincuente, pero opera siguiendo su deseo, no el del otro.
Marcos Aguinis, El inmortal Adam Smith, Letras Libres 01/05/2022
Según estudia Raoul Girardet en Mitos y mitologías políticas, todas estas fantasías, que los políticos llaman “relatos”, y que yo prefiero llamar “cuentos”, suelen organizarse en cuatro familias.
Primero está la familia mítica de la edad de oro, que suspira por un pasado feliz y glorioso, en el que las naciones, religiones o razas todavía no se habían adulterado ni mezclado. Edad que muchos consideran dichosa, no tanto porque se ignorasen las palabras de tuyo y mío (lo cual podría darle malas ideas a los cabreros), sino porque cada uno estaba en su casa y Dios en la de todos. Si fuese una bandera, su lema sería: “Orden y regreso”.
En segundo lugar se halla el mito del complot, que responsabiliza de todos los males a algún grupo malévolo o resentido, que estaría dispuesto a maquinar contra la buena gente de toda la vida con el objetivo de hacerse con el poder. De este modo, la angustiosa complejidad del mundo, que nos envuelve como una niebla contra la que no sabemos cómo luchar, se transforma por arte de magia en una serie de miedos, simples y concretos, que creemos poder conocer y controlar. En política y en religión, contra el diablo se vive mejor.
En tercer lugar está el mito del líder carismático, del que se espera que libere a la comunidad amenazada por las fuerzas del mal. Son los Jeremías que anuncian la inminencia de un apocalipsis que nunca se produce, los Savonarolas que caminan descalzos sobre las brasas de la hoguera de las vanidades, los Torquemadas que juran coger por los cuernos a un demonio de paja que ellos mismos han rellenado, los timoneles que prometen devolvernos a Ítaca de una tacada, y los caudillos, los führer y demás flautistas de Hamelín que, en vez de llevarse las ratas al río, se llevan a los niños a la guerra.
En cuarto y último lugar se halla el mito de la unidad. Religiosa, nacional, racial, no importa, porque lo que realmente la define es el odio que siente hacia sus enemigos, exteriores o interiores, casi siempre tan imaginarios como ella misma. Desarreglada por un estado permanente de excepción, la comunidad se siente legitimada a mentir, a marginar o a matar en defensa propia, erigiéndose de ese modo en una verdadera unidad de desatino en lo universal.
Nadie se halla libre de la fascinación de las mitologías políticas. Nos prometen orden en vez de caos, sencillez en vez de complejidad, seguridad en vez de miedo y compañía en vez de soledad. De lejos son sirenas marinas, y su canto es hipnótico, pero una vez que nos hemos arrojado a sus brazos se tornan sirenas antiaéreas y no tardan en caer las bombas. No hace falta ser Homero para saber que sólo existe un remedio para que no nos lancemos todos al mar, y es que nos atemos al mástil de la justicia social y nos tapemos los oídos con la cera de una educación verdaderamente ilustrada. Quizá así podamos hacer más amable el viaje, porque de volver a Ítaca ya podemos irnos olvidando. Y no pasa nada, porque, como dijo Kavafis, nos basta el largo camino.
Bernat Castany Prado, El líder carismático, el complot, el pasado glorioso: los mitos de la política producen monstruos, El País 26/05/2022
Fuera de Estados Unidos, los tiroteos masivos ocurren muy raramente. ¿Por qué son tan frecuentes ahí? Según la derecha estadounidense, no es porque sea un país en el que un joven de 18 años perturbado pueda comprar fácilmente armas militares y un chaleco antibalas. No, sostiene Dan Patrick, vicegobernador de Texas. Es porque “somos una sociedad ruda”.
Ya sé que decirlo es un esfuerzo inútil, pero imagínense la reacción si un destacado político liberal declarara que la razón por la cual Estados Unidos tiene un grave problema social inexistente en otros sitios es que los estadounidenses somos malas personas. Los comentarios no tendrían fin. Pero cuando es un republicano quien lo afirma, apenas levanta un murmullo.
Supongo que tengo que decir, para que conste, que personalmente no creo que los estadounidenses, tomados de uno en uno, sean peores que nadie. Si acaso, lo que siempre me ha llamado la atención al volver de viajes al extranjero es que, por término medio, son (o eran) excepcionalmente amables y agradables de tratar. Lo que nos distingue es que a las personas que no son amables les resulta muy fácil armarse hasta los dientes.
Vale, creo que todo el mundo se da cuenta de que nada de lo que dicen los republicanos sobre cómo responder a los tiroteos masivos se traducirá en verdaderas propuestas políticas. Ni siquiera intentan darles una explicación. Al contrario, se limitan a hacer ruido para sofocar el debate racional hasta que la última atrocidad desaparece del ciclo informativo. Lo cierto es que los conservadores consideran que las matanzas a tiros y, de hecho, la tasa asombrosamente alta de muertes por arma de fuego en EE UU, son un precio aceptable por seguir defendiendo su ideología.
¿Pero qué ideología es esa? Yo diría que, si bien hablar de la singular cultura de las armas estadounidense no es del todo erróneo, resulta demasiado limitado. A lo que realmente estamos asistiendo es a una agresión a gran escala a la idea misma del deber cívico, de que la gente debe seguir ciertas reglas, aceptar algunas restricciones a su comportamiento, para proteger las vidas de sus conciudadanos.
En otras palabras, deberíamos considerar la vehemente oposición a la regulación de las armas como un fenómeno estrechamente relacionado con la vehemente (y muy partidista) oposición a la obligatoriedad de las mascarillas y a las vacunas ante una pandemia mortal, así como a las normas ambientales como la prohibición de los fosfatos en los detergentes, entre otras cosas.
¿De dónde viene este odio a la idea del deber cívico? No cabe duda de que, en parte, como casi todo en la política estadounidense, tiene que ver con la raza. Sin embargo, algo que no refleja es nuestra tradición nacional. Cuando oiga hablar de la educación en casa, recuerde que EE UU prácticamente inventó la educación pública universal. Antes, la protección del medio ambiente no era un asunto partidista: la Ley de Aire Limpio de 1970 fue aprobada por el Senado sin un solo voto en contra. Y dejando a un lado la mitología de Hollywood, la mayoría de las ciudades del Viejo Oeste imponían límites más estrictos a la posesión de armas de fuego que los del gobernador de Texas Greg Abbott.
Como ya he indicado, no acabo de entender de dónde viene esta aversión a las normas básicas de una sociedad civilizada. Ahora bien, lo que está claro es que las mismas personas que más levantan la voz hablando de “libertad” están haciendo todo lo posible para convertir a EE UU en una pesadilla distópica al estilo de Los juegos del hambre, con puestos de control por todas partes vigilados por hombres armados.
Paul Krugman, La guerra republicana contra las virtudes cívicas, El País 28/05/2022
Leo las Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno, de Pemán (en la segunda edición, de 1937). El título, sin duda, es un guiño a las Cartas a un escéptico en materia de religión, de Balmes y, en cierta forma, es una reivindicación de la claridad conceptual de Balmes. Pemán tiene algo de Balmes de Cádiz; es decir, de un Balmes con más sol, más alegría y más voluntad de estilo.
Pemán es valiente y claro y ambas cosas se agradecen, porque te permiten señalar con nitidez las zonas de acuerdo y de desacuerdo y, al mismo tiempo, te fuerzan a interrogarte sobre tus propias convicciones. En este sentido es un analista terapéutico.
El texto tenía un destinatario claro. Y este no es un lector intemporal, sino el lector de El Debate y de quienes, tras la proclamación de la segunda república, se habían declarado indiferentes a las formas de gobierno. Pemán argumenta que en política la forma es el contenido y que nadie puede considerarse escéptico con respecto al contenido, porque el régimen político tiene repercusiones directas en la manera de concebirse a sí mismo del ciudadano. Pero al leerlo es imposible ignorar nuestra actualidad e interrogarnos por esta monarquía con formas republicanas que es nuestra forma de gobierno.
Cuando leemos una de sus novelas "Madame Bovary" nos encontramos con un personaje como Emma insatisfecha con su vida y su estatus social . Idea que a mucha gente le sucede , eso de no sentirse a gusto donde hemos nacido y lo que deseamos ser. ¿Acaso somos dueños de nuestro destino? Si el entorno nos enmarca y condiciona no podemos satisfacer nuestros deseos aunque tengamos derecho. El tener acceso a vidas posibles e imaginables indica que trazarnos nuestro destino está lleno de adversidades. Emma es infiel en una moralidad tóxica a propósito de las lecturas románticas que ha leído a lo largo de su vida. Ese romanticismo precisamente idealiza el deseo y lo convierte en un pecado capital . Como en el libro de Cervantes , "El Quijote" la lectura de libros de caballerías puede llevar a la locura y a perder la cabeza . En el caso de Madame Bovary será la vida con su suicidio . Pero en lugar de convertirse en una heroína acaba sucediendo todo lo contrario , su desdicha aumenta hasta llevarla a desear no vivir más en esta vida insulsa. Claro lo que sucede en el fondo es enamorarse de las ideas del amor , de la construcción de su deseo de ser quien no es. Un poco pasará también con la novela de Cyrano de Bergerac , donde el protagonista intenta superar su situación para encontrarse con su bella amada. Pero el quedarse atrapado en sus sentimientos y en esa realidad mediocre y insulsa obliga a mentirnos constantemente sobre lo que somos y queremos ser.
Viene una madre a pedirme un consejo que no le puedo dar. No puedo caer en la frivolidad de improvisar un diagnóstico simplemente por quedar bien. Así que le digo que su caso ha de ser analizado despacio por un especialista. Me responde soltándome la retahíla de especialistas a los que ha acudido. Es obvio que está desorientada y muy cansada y yo no tengo para ella una sincera palabra de consuelo. Poco antes de despedirnos me asegura que ya no puede más, que dimite; se ha quedado sin fuerzas. Su hijo tiene un trastorno caracterial grave que se manifiesta esporádicamente con conductas muy violentas. Me alejo de ella empapado de su tristeza, comprendiendo su cansancio y dejándola con su dolor.
Kant, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea (1791)
Difícilmente puede ser sacrificado el sufrimiento, y la maldad que los hombres originan, en aras de unas metas morales que se alcanzarían en un final armonioso, sea intrahistórico o suprahistórico, concedido por Dios.
Para Kant no es posible afirmar que el mal moral sea un medio o un fin desde el que Dios podrá conseguir un bien para el hombre. Ello implicaría una instrumentalización del mal, difícilmente justificable al atentar contra la santidad de Dios. Este enfoque llevaría consigo que el mal moral quedara exculpado por ser derivado de la débil naturaleza humana, surgida de las manos del Creador.
… no sólo se está eximiendo a quien lo comete de su responsabilidad, sino que igualmente cabría cuestionar por qué Dios ha creado al hombre con tan deficiente naturaleza que le posibilita cometer atroces crímenes. Y si se responde que el Creador no quiere que el hombre realice el mal moral, pero lo “permite” en aras a otros fines morales más elevados, entonces habrá que reconocer que no es omnipotente.
Hume, Diálogos sobre Religión Natural (1776)
"¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal?" (David Hume, Diálogos sobre religión natural, X capítulo)
… ¿cómo es posible que Dios exista y sea además bueno al mismo tiempo que se evidencia de un modo tan real en la vida humana la maldad moral y el sufrimiento?
… el mal físico y el mal moral constituyen en Hume un fuerte impulso para la reflexión, aunque ambos tipos de mal superan nuestras capacidades de comprensión intelectual. Parece que el silencio se impone ante la ausencia de explicación o justificación de las desgracias humanas, algunas provocadas por la libertad. Otros por la fuerza descontrolada de la naturaleza (el terremoto de Lisboa, 1755)
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... yo postulo de entrada que un ateo es alguien para quien la idea de una mente divina creadora del mundo no tiene utilidad ni sentido alguno. Visto así, el ateísmo no quiere decir gran cosa. Simplemente significa la ausencia de la idea de un dios creador.
Muchas de las prácticas que se reconocen como religiosas expresan la necesidad de dar sentido al tránsito humano por este mundo. Puede que todo sea «nacer, copular y morir» después de todo, como dice el Sweeney Agonistes de T. S. Eliot: «A eso se reduce la vida toda». Pero los seres humanos han sido reacios a aceptarlo y se esfuerzan por otorgar a sus vidas una significación más que humana. Los animistas tribales y los practicantes de las grandes religiones del mundo, los devotos de las sectas que creen en los platillos volantes y las hordas de fanáticos que han matado y han muerto por los credos seculares modernos dan fe, todos, de esa necesidad de sentido. Con su reverencial invocación del progreso de la especie, el descreimiento proselitista de los últimos tiempos obedece a ese mismo impulso. La religión es un intento de hallarle un sentido a los hechos, no una teoría que trate de explicar el universo.
El ateísmo no es una visión del mundo que se haya ido repitiendo tal cual a lo largo de la historia: han existido múltiples ateísmos con cosmovisiones contradictorias. En la Grecia, la Roma, la India y la China antiguas, había escuelas de pensamiento que, sin negar que los dioses existieran, estaban convencidas de que éstos no se interesaban por los asuntos humanos. Algunas de esas escuelas elaboraron versiones tempranas de la filosofía que sostiene que todo lo que hay en el mundo está compuesto de materia. Otras se abstuvieron de especular acerca de la naturaleza de las cosas. El poeta romano Lucrecio pensaba que el universo se compone de «átomos y vacío», mientras que el místico chino Zhuangzi, siguiendo las enseñanzas del (posiblemente mítico) sabio taoísta Lao-Tse, consideraba que el mecanismo del mundo era inaprehensible para la razón humana. Dado que la visión que uno y otro poseían de la realidad no contemplaba la existencia de una mente divina creadora del universo, ambos eran ateos. Pero a ninguno de los dos les preocupaba «la existencia de Dios», pues tampoco concebían la idea de un dios creador que tuvieran que cuestionar o rechazar.
Si muchas son las religiones diferentes que existen y han existido, no son (y han sido) menos los ateísmos distintos. El ateísmo del siglo XXI casi siempre se ha manifestado como una forma de materialismo. Pero ésa sólo es una de las visiones del mundo que los ateos han suscrito a lo largo de la historia. Algunos ateos –como el filósofo decimonónico alemán Arthur Schopenhauer– estaban convencidos de que la materia es una ilusión y de que la realidad es espiritual. De hecho, no existe una «visión atea del mundo». El ateísmo simplemente excluye la posibilidad de que el mundo sea obra de un dios creador, pero ésa es una posibilidad que no encontramos en la mayoría de religiones.
John Gray, Siete tipos de ateísmo, Sexto Piso, Madrid 2018
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Estamos en época de exámenes, entre ellos los de EBAU (la antigua selectividad), y la prensa nos recuerda en tono laudatorio que determinadas titulaciones universitarias exigen una nota de ingreso casi imposible. Hace años era el grado de Medicina, y ahora el premio a la exigencia se lo lleva el doble grado de Física y Matemáticas. Hay hasta una lista “top cien” con las carreras en las que es más difícil entrar. ¿No les resulta increíble celebrar tal estupidez?
¿Por qué deberíamos aplaudir como papanatas una política universitaria que lo que hace es recortar un servicio público? ¿Por qué no va a poder un chico o chica con buenas notas, o incluso regulares, estudiar la carrera de sus sueños en la universidad pública (sobra decir que los que pagan una privada no necesitan notas ni siquiera regulares)? Todos conocemos estudiantes de enorme talento que no empezaron a demostrarlo hasta que no pudieron aplicarlo en algo que les interesara de verdad.
Afirma en la prensa el decano de una de las facultades que participan de este doble grado de Física y Matemáticas (la Facultad de Física de la Complutense) que uno de los motivos para limitar el acceso es que faltan recursos (laboratorios, personal…), pero no explica por qué no se les da prioridad a tales recursos, siendo como son tan demandados, y uno tiende a creer que el verdadero motivo es otro, a saber: que “si ponemos pocas plazas – declara el decano aludido – nos aseguramos de que los que entran son los mejores y, por tanto, podrán cursar las asignaturas con menos dificultad”. Es decir, que se trata también (¿o fundamentalmente?) de mantener un ridículo espíritu elitista alrededor de unos conocimientos presuntamente más difíciles y que parece que no pueden estar al alcance de cualquiera que se esfuerce por adquirirlos.
Y ojo: poner el conocimiento al alcance de todos no quiere decir abaratar dicho conocimiento, sino dar a todo el mundo (y no solo a cierto estándar – bastante discutible – de estudiante modélico) la oportunidad de dominarlo. Y este es precisamente, o debería ser, uno de los significados del término “universidad”: el del empeño por universalizar el saber. Más aún cuando hablamos de saberes (la física y la matemática) fundamentales no solo para entender otras ramas de la ciencia, sino también para acceder a aquellos modos de gestión y producción de información de los que dependen hoy los flujos económicos y de poder.
Un segundo significado esencial del término “universidad”, igualmente ajeno a todo tipo de elitismos, es el de ser la institución en la que se promueve un conocimiento total, es decir: un conocimiento que atiende a todas las dimensiones del saber y a todos los aspectos de la persona, y que lo hace, además, enraizándose críticamente en las ideas y concepciones que, desde la antigüedad clásica (aunque no solo desde ella), determinan nuestra manera de conocer y pensar.
Que la universidad, haciendo honor a su nombre, haya de proporcionar un saber y una formación total o universal, quiere decir que, lejos de concebirse como una formación profesional de alto nivel al servicio de las empresas (que deberían prestar y pagar por sí mismas esa formación, al menos en su dimensión más específica), ha de entenderse como lo que desde su origen fue: una institución educativa diseñada para el cultivo de la ciencia y el conocimiento puro (sea o no útil para multiplicar el dinero), la capacitación política de la ciudadanía y el desarrollo moral de las personas. Más aún en una época como la nuestra, en la que apenas tenemos más certidumbre que la de los enormes desafíos políticos que vamos a tener que afrontar colectivamente: el cambio climático, la distribución de los escasos recursos, el aumento de las desigualdades, los populismos antidemocráticos, el cambio de modelo productivo, la disminución del trabajo disponible, etc. Una época para la que más nos vale formar ciudadanos ética y políticamente activos, dueños de un saber global y una concepción integral de la realidad, que mileuristas casi analfabetos y super-especializados en sectores económicos que lo mismo están hoy en la cima de la empleabilidad que son completamente olvidados en unos años.
Me enteré hace unos días que en las universidades norteamericanas existe un “currículo fundamental” (“core currículum”) obligatorio en todos los grados y por el que se dota al alumnado de una formación intelectual básica y general (tanto de humanidades como de ciencias) a través del análisis y el diálogo crítico o socrático en el aula. Una formación que es tan importante y decisiva para los estudiantes como la que los capacita como especialistas en una u otra rama del saber. Bueno sería que lo copiáramos, y que no nos hiciéramos siempre con lo peor, sino también con lo mejor del modelo imperante.
Uno de los rasgos que define a estas personas es que se les da peor percibir lo aleatorio: es decir, tienen una mayor tendencia a observar patrones donde solo hay unos puntos colocados al azar, a ver una cara donde solo hay unas sombras. “Los resultados muestran una mayor consistencia cuando las tareas de toma de decisiones perceptuales involucran la identificación de un rostro, y los creyentes cometen significativamente más identificaciones erróneas y falsos positivos que los escépticos”, concluye el estudio. Este factor se explica solo: si ante un estímulo ambiguo creemos observar algo concreto y definido como una cara, es más fácil que aparezcan fenómenos inexplicables en nuestro entorno.
La neurocientífica Susana Martínez-Conde ve claro el mecanismo que lo explica: “Nuestro cerebro está siempre intentando conectar causa y efecto o está intentando siempre buscar explicaciones y atribuir significado a cosas que no lo tienen”. “Gran parte de la información que nos rodea es aleatoria, caótica, desordenada y nuestro cerebro intenta imponer un orden. Eso nos ha servido de mucho a lo largo de la evolución, pero claro, también podemos conectar causas y efectos de manera incorrecta”, explica. Esto genera tanto supersticiones como pensamientos paranormales, según Martínez-Conde, o incluso las ilusiones que experimentamos cada vez que vamos a un espectáculo de magia y vemos que el mago hace un gesto con la varita y desaparece el conejo.
Javier Salas, En la mente de los que creen en lo paranormal, El País 04/05/2022
La inteligencia artificial se ha ido infiltrando en la mayoría de los ámbitos de nuestras vidas. En la última década, el impacto de los algoritmos ha generado importantes efectos económicos y sociales en todo el mundo. Y el ámbito judicial no ha sido impermeable a esta gran transformación. Los problemas de lentitud, ineficacia y politización que se atribuyen a los sistemas judiciales occidentales han impulsado el uso de algoritmos en estas instituciones. Para paliar dichas deficiencias la IA promete un incremento exponencial de la eficacia y de la neutralidad en la toma de decisiones.
Los expertos partidarios de introducir estos nuevos sistemas matemáticos consideran también que la justicia podría ser más objetiva cuando aborda un problema porque no se ve afectada por las emociones. Sin embargo, existen muchas voces que piden ser muy precavidos ante estas consideraciones porque, como indica el magistrado del Tribunal Superior de Galicia, Luis Villares, “el algoritmo no es capaz de detectar las razones por las cuales se producen las conductas humanas”.
Razonamientos semejantes se originan en relación al comportamiento de la IA sobre las decisiones judiciales respecto al sesgo por género, ideología o creencias religiosas. Ante tales circunstancias, la gran promesa de los algoritmos es la neutralidad ideológica y la imparcialidad política. “Y este es el argumento más sencillo para demostrar que, en el ámbito legal, no puede existir una inteligencia artificial neutral, porque alguien diseña el software”, expone Markus Gabriel, filósofo de la Universidad de Bonn.
‘Justicia artificial’ explora las inquietantes cuestiones que plantea esta transformación digital y se pregunta si necesitamos de sistemas algorítmicos para conseguir una justicia verdaderamente más neutral, menos sesgada y con mayor independencia política. Y, por encima de todo, una cuestión: ¿estaríamos dispuestos a ser juzgados y sentenciados por algoritmos?
Evaluar se convierte, a menudo, en una carrera de obstáculos que el alumno supera y el docente certifica, pero que no responde a la finalidad de mejorar el aprendizaje ni en cantidad ni en calidad. Los autores de este libro proponen realizar una evaluación formativa que permita realmente el crecimiento del alumnado.
Por eso nos invitan a reflexionar sobre algunas prácticas de evaluación que quizá hayamos repetido sin plantearnos a fondo si funcionan o no. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Qué sustento teórico tiene? ¿Recogemos evidencias cuyo análisis da lugar a una acción inmediata posterior capaz de mejorar el proceso de aprendizaje?
La evaluación formativa no es algo trimestral, mensual o semanal. Debe suceder a la vez que el aprendizaje, es decir, dentro de nuestras aulas. Y, además, es posible lograr que los estudiantes
participen en ella de manera muy activa. Se trata de una labor gratificante para el docente, que comprueba cómo sus alumnos aprenden más.
Sobre los autores
Mariana Morales es consultora educativa independiente [https:] para instituciones y centros educativos en España y Latinoamérica, especializada en evaluación formativa.
Participa como docente en cursos universitarios de posgrado en diversas instituciones públicas y privadas. Ha intervenido en más de 70 centros educativos, acompañando regularmente a los docentes en su desarrollo profesional. Licenciada en Filosofía y Letras (Filología), ha sido profesora de Secundaria y Bachillerato durante 15 años.
Juan Fernández es biólogo y docente desde hace más de una década, y el creador de la web www.investigaciondocente.com (en Twitter @profes madeinuk), en la que traduce y comenta libros y artículos de referencia sobre educación que no han sido traducidos al castellano. Autor del libro Educar en la complejidad, ha escrito sobre educación para distintos medios y ha participado como formador con diversas instituciones públicas y privadas, compartiendo lo aprendido en estos años. Actualmente está realizando su doctorado en Psicología Educativa.
Primeras páginas de La evaluación formativa.
La entrada La evaluación formativa se publicó primero en Aprender a pensar.