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Pues no sé si se lo creerán ustedes, pero esta tarde en el Tastet de la Plaza de Ocata (el Petit Cafè estaba cerrado) he pasado un buen rato, entre patatas bravas y cerveza, con Lluís Clavell, que fue presidente de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino, y Màrius Clavell, catalán compostelano y hombre sabio. Hemos estado discutiendo sobre si el cardenal Cayetano tenía razón en su crítica a la transubstanciación defendida por Santo Tomás. Y ha sido una tarde gloriosa que me ha hecho recordar aquellos versos de Homero Aridjis:
Buenos días a los seres
que son como un país
y ya verlos
es viajar a otra parte
buenos días a los ojos
que al abrirse han leído
el poema visible
buenos días a los labios
que desde el comienzo han dicho
los nombres infinitos
buenos días a las manos
que han tocado las cosas
de la tierra bellísima.
I
Tendemos a creer que podemos traducir nuestra experiencia en palabras para transmitir a nuestros seres queridos no las palabras, sino la experiencia. Pero como las cosas no van por ahí, uno acaba aceptando (a regañadientes) que nuestros hijos y nietos aprendan más de su inexperiencia generacional que de las vetustas palabras del abuelo.
II
En el funeral de mi madre oí por primera vez la canción litúrgica Señor me has mirado a los ojos, etc. En realidad no me gusta mucho. Se me antoja un pelín cursi (tampoco quiero ir de iconoclasta). El caso es que en aquel funeral estaba yo llorando como una criatura. No tenía manera de secar la llorera. Desde entonces, cada vez que oigo la canción en misa, se me enturbian los ojos y, quiéralo o no (que no quiero), me pongo como un flan. La memoria de mi cuerpo guarda frescos recuerdos que la memoria de mi alma parece ir olvidando y en algunas circunstancias impone su presencia con una rotunda energía. Me digo que ya está bien, que soy un señor adulto y que la canción es un poco cursi y que vamos para los 40 años que se murió mi madre. Y, sin embargo, no hay manera. Mi cuerpo ha renunciado al olvido. Y quizás por eso cada vez sueño más con mi madre: con su manera de sujetarse el pelo con pinzas, en su manera de decirme que le enhebrase la aguja, en su manera de protestar contra mis abrazos («¡Me vas a romper las costillas!»), en su delicada manera de rebozar las verduras para la menestra, en su empeño en pintar ella el techo de la cocina poniendo una silla encima de la mesa y estirándose sobre ella a sus 80 años... Se murió convencida de que estaba a las puertas del Valle de Josafat y que mi padre, que llevaba muerto 30 años, la estaba esperando con los brazos abiertos.
Me enviaron hace unos días unos vídeos mostrando cómo celebran en algunos colegios el primer día de clase. Era emocionante ver a esos entusiastas maestros haciéndole fiesta a sus alumnos y endulzándoles en lo posible su primer día. ¡Eso es vocación! – pensé— ¿Pero por qué solo el primer día?
Reconozco que yo no sentí nunca una especial congoja – más bien excitación y nervios – al comienzo de curso, tal vez porque que en mi cole, hace tropecientos años, ya nos acogían a los chiquillos con globos, risas y canciones; pero aún hay lugares en que reciben a los peques a pie de pupitre, bajo la triste luz de los fluorescentes y pasando la lista como en un cuartel – con ese eco de hormiguero subterráneo que tienen los edificios oficiales –. Eso sin contar con la angustia de los horarios, las tareas, las normas, las advertencias y las fechas de las pruebas enumeradas puntillosamente en los discursos de bienvenida.
Pero aun alegrándome de esa alegría con que inician algunos el curso, dudo de que esas celebraciones sean más que un melancólico paliativo, ese triste y último juego del domingo al que uno se da sabiendo que detrás vienen los madrugones invernales, las cansinas horas de encierro, las interminables tardes de deberes, el examen semanal, las listas de notas…
¿Cómo podríamos hacer para que la vida escolar fuera una coherente prolongación de la celebración del comienzo, en lugar de esa travesía bronca, desagradable y aburrida que para muchos no solo es, sino que también debe ser el trabajo cotidiano (y en la que por tanto – según ellos – hay que entrenar y curtir a los niños)?
La mayoría de los filósofos han descrito el aprendizaje como una aventura fascinante, no dolorosa por el esfuerzo (¿quién siente como esfuerzo el hacer lo que desea?), sino a lo sumo por lo que desvelamos con ella. Sin embargo, nos resistimos a concebir la educación como una actividad fiada a la actividad y al entusiasmo de esos seres por naturaleza inquisitivos que son los niños, y preferimos imponerles una disciplinada pasividad, recortándoles y organizándoles la curiosidad como quien les ordena el armario de los trastos.
Estoy de acuerdo en que la escuela no ha de servir meramente para entretener (aunque siempre será mejor entretener que violentar), sino para encauzar, sin troncharla, esa inclinación que todos tenemos sin excepción hacia el conocimiento. A la escuela va uno a aprender, no a «divertirse» (en el sentido vulgar de la palabra); pero solo porque no hay mayor diversión posible que la de aprender. El juego es el modo natural de aprender en los animales (y en los niños, decía Platón), pero solo los humanos podemos, además, disfrutar del supremo juego de divertirnos con la cabeza: de enlazar, dividir, estructurar y hacer volar a las ideas en el espacio y el tiempo, de medirlas, de plasmarlas en la materia, de reírnos de ellas… No hay nada más didáctico y «divertido» (en el sentido literal de la palabra) que ese juego con la diversidad de imágenes, palabras, perspectivas, hipótesis y experiencias que supone el aprendizaje. Si aprender en la escuela no es esa fiesta, no tengo ni repajolera idea de lo que es.
I
Se ha puesto a lloviznar a eso de las siete de la tarde. He cogido el paraguas y he salido a andar en mangas de camisa, con la intención de volver a casa empapado. Las calles estaban vacías, las aceras cubiertas de las hojas secas de los plátanos, el cielo encapotado, pesado, como si le faltaran fuerzas para mantenerse sujeto a lo alto. He hecho once mil pasos y he vuelto a casa tan a gusto.
II
No leo nada. No tengo ni tiempo ni ganas. Ni tan siquiera un párrafo. Voy un poco de aquí para allá como gallina sin cabeza. Estoy cansado, pero hay cansancios benditos, que te llenan de satisfacción. Las cosas van bien. Nunca habían demostrado los medios tanto interés por una obra mía como la que están mostrando por «Prohibido repetir». Por otra parte este que siento es un cansancio extrañamente tonificante. En las entrevistas creo que encuentro pronto el tono adecuado.
III
Definitivamente, me gustan los periodistas -cada vez más raros- que se han leído el libro sobre el que te entrevistan.
IV
Una cosa muy útil que me enseñó Josep Maria Espinàs: "Lo importante es que a los periodistas les des un titular. Pero dáselo como de pasada, que crean que son ellos los que se han percatado de su contundencia aforística". Funciona casi siempre. En algunos casos -cada vez menos raros- al periodista ya viene a la entrevista con el titular decidido.
En contra de lo que dicen sus críticos de derechas, el pensamiento woke no es una variante del marxismo. Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor, amplitud y profundidad de pensamiento. Una de las funciones de los movimientos woke es desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad. Desde el momento en que las cuestiones identitarias comienzan a volverse centrales en política, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Toda esa cháchara ociosa sobre microagresiones expulsa del debate temas como las jerarquías de clase y la relegación de amplios sectores de la sociedad al paro y la pobreza. Al tiempo que halaga los egos de quienes protestan contra cualquier menosprecio a su cultivadísima autoimagen, la política de la identidad condena a la deshonra y al olvido a muchas personas cuyas vidas son arrasadas por un sistema económico que las desecha por no aprovechables.
John Gray, La cháchara ociosa del movimiento 'woke' anula el debate sobre jerarquías de clase, El País 16/09/2024
I
La naturaleza de Eros, dice Diotima, es ambigua, intermedia. Su espacio es el entrambos. Por un lado, la insatisfacción y por el otro, imágenes de la satisfacción. Comprender el discurso de Diotima es comprender el sentido dramático de El Banquete. La satisfacción que dibuja Diotima recoge solo un aspecto de Eros.
II
Para Sócrates parece claro que el Eros de los poetas (y de Diotima) es el más elevado políticamente, pero eso no significa que lo sea d manera absoluta.
III
Como la discusión sobre Eros se ha alargado mucho más de lo previsto, poco antes del alba solo quedan tres despiertos, Sócrates, Agatón (autor de tragedias) y Aristófanes (autor de comedias). Sócrates intenta convencer a los otros dos de que un mismo autor puede escribir tragedias y comedias. Pero a sus contertulios les cuesta seguir la conversación y se quedan dormidos.
IV
Solo Sócrates permanece despierto. Es el único que ha contemplado el final del Banquete. Se levanta y se va. En el Banquete no ha vencido su dialéctica. Solo el sueño ha derrotado a sus contertulios.
V
El autor capaz de escribir tragedias y comedias es, obviamente, Platón. Y el Banquete es la prueba,
I
Tengo que hablar del nieto que lleva a misa a su abuelo en silla de ruedas los domingos por la tarde y lo pone en primera fila, para que el cura pueda darle fácilmente la comunión. Probablemente la prueba más clara de que te estás haciendo viejo es la del despertar de una cada vez más fina sensibilidad al trato que reciben los abuelos de sus nietos. Cada edad trae sus inquietudes específicas.
II
No voy a decir nombres, no hace falta. Digamos que había un escritor (que pasa por) moralmente bueno y mal novelista ante un escritor (que pasa por) moralmente perverso y gran novelista. El primero rinde una desvergonzada pleitesía al segundo, hasta que éste, visiblemente incómodo, se levanta y se va. Y entonces el (que pasa por) moralmente bueno cambia de actitud y pasa a considerar al (sin duda) buen escritor ausente como una pifia, una lamentable equivocación crítica, una prueba de la desorientación literaria general del país, alguien del que dejaremos de hablar pronto.
III
Organicé una buena en el tren que me trajo de Lleida a Barcelona. Con mi billete en la mano accedí al vagón que me tocaba y busqué el asiento que me correspondía, pero estaba ocupado. El ocupante -en este caso, la ocupante- me enseñó su billete y se correspondía con mi sitio. Supuse, dada que mi confianza en la RENFE no era precisamente descomunal, que era un error de RENFE y ocupé un asiento libre, pero que quizás estaba asignado a otro viajero. Así que, en cuanto lo vi, fui muy digno a protestar al revisor, que me demostró en medio segundo que me había equivocado de billete. El genuino lo tenía guardado en otro bolsillo y en él tenía adjudicad la plaza en otro vagón.
IV
Me invitan a hablar en un lugar y me proponen un tema que no me gusta mucho, pero pienso que puedo adaptarlo a mi manera de verlo. En la publicidad del acto alguien ha resumido en cuatro líneas lo que -no sé por qué- supone que sería mi parlamento. Esto me molesta mucho y quizás por ello a medida que voy escribiendo mi conferencia me voy radicalizando y cada vez me alejo más del tema propuesto. El resultado final está escrito deliberadamente contra el tema propuesto. Al día siguiente compruebo que los medios de comunicación recogen de mi conferencia el título original y el resumen imaginativo del redactor anónimo del programa.
I
Seguiremos con Eros, pero déjenme que les cuente lo de ayer.
II
El despertador sonó a las 6:30 y me levanté sintiéndome bien. Había pasado una noche tranquila y me sentía perfectamente capaz de enfrentarme al reto que me esperaba. El tren salía a las 9:10, pero yo ya estaba en la estación de Sants a las 8:00. Me extrañó ver tanta gente arremolinada ante la sala de espera y el panel del aviso de trenes enloquecido, pero nadie tenía noticias claras de lo que ocurría. Poco a poco nos fuimos enterando por los móviles de las noticias de la prensa. Había habido un descarrilamiento de un tren a la salida de cocheras que provocaba retrasos generales e indefinidos. A las 9:30 se nos anunció que para las 12:00 estaría todo arreglado. Pero se iban acumulando retrasos y seguían llegando viajeros perplejos a la estación. A las 12:00 se suprimió el tren que iba a Alicante. Yo inauguraba a las 19:00 en Tudela el Congreso del bienestar y comenzaba a dudar de mis posibilidades de llegar a punto. A las 13:00 la confusión continuaba. A las 14:00 la organización del congreso me sacó un billete para un tren que iba para Madrid. Me dejaría en Zaragoza y de allí me llevarían en coche a Tudela. Es molesto, muy molesto, que haya tantas incidencias en los ferrocarriles españoles, pero es muchísimo más molesto el ninguneo, que nadie te ofrezca informaciones claras, la oficina de información colapsada, la gente desorientada, el cansancio inútil, la sensación de ganado perdido en tránsito.
III
El día lo salvó, con creces, mi encuentro en Tudela con el grandísimo Enrique Vila-Matas. Este hombre es un monumento nacional. Nadie maneja la ironía como él, nadie vive más inmerso en la literatura que él, nadie persigue con más ahincó que él los intersticios de la realidad en busca de luz nueva, nadie explica mejor que él el milagro de la escritura. Me imagino que queda clara mi admiración hacia este escritor que ha hecho de su vida una figura de su obra. Cenar a su lado fue un lujo.
IVEn Tudela fui un pobre feliz. Aquí hice quinto y sexto de bachillerato, en el instituto Benjamín de Tudela, en los años 1971-1973. Ahorraba todo el dinero que podía, prescindiendo hasta de la comida, para comprarme una guitarra. Muchos días todo mi alimento era un donut que iba a comérmelo a la catedral, donde no era probable que me encontrara con nadie conocido. Pero, insisto, aquí fui feliz. Gocé de un enorme bienestar en medio de muchas privaciones. Conocí a gente admirable, devoraba cada semana el semanario Disco-Expres y discutía durante horas con mis amigos de los discos sobre los que había leído todo, pero no me podía comprar. Y era feliz así. Descubría por primera vez el mundo y me lancé a explorarlo con inocencia, pero con voracidad.La tesis central de Nexus es que la función de la información no es representar la realidad, sino crear vínculos entre grandes grupos humanos. Harari admite que tres milenios de filosofía y cuatro siglos de ciencia nos han aportado vastas cantidades de información y un gran poder, pero no cree que por ello nos conozcamos mejor ni seamos más sabios. Como historiador y como analista escéptico de la ciencia y la tecnología, concede mucha más importancia a la construcción de redes cooperativas mediante ficciones, fantasías e ilusiones sobre dioses, naciones y transacciones económicas. Desde esta perspectiva, la Biblia es mucho más valiosa y poderosa que los Principia de Newton y El origen de las especies de Darwin juntos, como un bulo lo es más que un mensaje veraz. La ignorancia es fuerza, como dijo George Orwell.
La teoría generalizada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es para Harari la “idea ingenua de la información”. El autor se revuelve así contra los visionarios tecnológicos contemporáneos que, como Mark Zuckerberg, Ray Kurzweil y el resto de la plana mayor de Silicon Valley, sostienen que las redes sociales promueven el entendimiento entre personas, crean un mundo más abierto y generan un círculo virtuoso del bienestar por donde fluyen “la alfabetización, la educación, la riqueza, la salud, la democratización y la reducción de la violencia” (Kurzweil). Algunas de las páginas más brillantes de Nexus se dedican a refutar de manera contundente, casi cruenta, ese espejismo candoroso.
Tomemos el caso de los rohinyá, los habitantes musulmanes del oeste de Myanmar (antigua Birmania), un país de mayoría budista. Pese a las esperanzas de convivencia pacífica suscitadas a principios de los 2010, los rohinyá sufrieron en esa misma década unos torbellinos de violencia sectaria y racista promovidos en su mayor parte por las mentiras asesinas aparecidas y propagadas en Facebook, la red social del mismo Zuckerberg al que hemos visto más arriba predicando las virtudes teologales de su negocio billonario. La campaña de limpieza étnica que, en 2016, destruyó los pueblos rohinyá, asesinó a 20.000 civiles desarmados y expulsó de Myanmar a 700.000 musulmanes, se gestó y difundió a través de las falsedades y los mensajes de odio que circularon por Facebook.
La ONU concluyó en 2018 que Facebook había desempeñado un “papel determinante” en la campaña de limpieza étnica, como ya había denunciado Amnistía Internacional y como le parecerá obvio a cualquier otro observador sensato. Pero ni Zuckerberg ni sus ejecutivos ni sus ingenieros pagaron el menor precio por ello, ni tampoco adoptaron ninguna medida de corrección en sus algoritmos. La jurisprudencia norteamericana libera de toda responsabilidad a las plataformas por las mentiras y los mensajes de odio que circulan por sus redes, y así seguimos seis años después pese a las iniciativas legales europeas —que se han topado con la fiera oposición de los abogados de Silicon Valley— e incluso de una creciente suspicacia de parte de la clase política estadounidense.
Pero el blanco de las críticas de Harari no son los ejecutivos de Silicon Valley que han consentido toda esta inundación de odio, ni menos aún los ingenieros que han diseñado los algoritmos. Su blanco son los propios algoritmos, porque la intención del autor es avisar al mundo del riesgo, para él inminente, de que las máquinas se hagan con el control de las sociedades humanas. “Los ejecutivos de California no albergaban animadversión alguna hacia los rohinyá”, escribe Harari. “De hecho, apenas sabían de su existencia”. Algunos lectores se sorprenderán de esta actitud exculpatoria hacia los responsables humanos de la propagación del odio, máxime cuando el autor reconoce y documenta que el objetivo de la empresa era “recopilar más datos, vender más anuncios y acaparar una proporción mayor del mercado de la información”. Pero el caso es que lo que realmente atormenta a Harari es el robot, no sus creadores.
Javier Sampedro, 'Nexus', de Yuval Noah Harari: un mundo ahogado en información, El País 13/09/2024
Una de las principales motivaciones de la mente humana es la necesidad de encontrar asociaciones entre distintos eventos que le permitan anticiparse a la realidad. La selección natural ha favorecido la búsqueda de relaciones causa-efecto para descubrir las reglas del mundo y así promover la supervivencia y la reproducción.
Somos buscadores compulsivos de conexiones, arqueólogos de la regularidad, futurólogos intuitivos. Nuestro sistema cognitivo tiene alergia a la ambigüedad y a la incertidumbre. La asociación de eventos es el antídoto para esta “reacción alérgica mental”.
Las supersticiones son el lado oscuro de esa tendencia predictiva tan útil para la supervivencia: asocian eventos que, en realidad, no están relacionados de ninguna forma. La tendencia humana a predecir el mundo inventa estas conexiones. Al fin y al cabo, el aprendizaje de asociaciones es la piedra angular de nuestra adquisición de comportamientos.
Con las supersticiones, esos mecanismos asociativos se pasan de largo, pecan por exceso.
El primer acercamiento científico a la conducta supersticiosa la realizó en 1948 el psicólogo B. F. Skinner mediante un famoso estudio con palomas. Skinner programó que la dispensación de comida ocurriera de manera automática cada 15 segundos. Hicieran lo que hicieran, las palomas recibirían alimento con esa cadencia.
Transcurrido un tiempo, el científico norteamericano comprobó que la mayoría de las aves (seis de ocho, en concreto) habían desarrollado sus propios rituales supersticiosos para conseguir la comida. Una paloma daba vueltas sobre sí misma, otras movían la cabeza de un lado a otro y otra picoteaba el suelo. Este fenómeno se denomina “condicionamiento adventicio” para diferenciarlo del aprendizaje por “condicionamiento operante”, cuando el animal aprende en función de las consecuencias positivas o negativas realmente causadas por su comportamiento.
Con humanos se han encontrado resultados muy similares mediante tareas en las que se instauran conexiones ficticias entre eventos. De hecho, hay todo un campo de estudio en Psicología dedicado a las ilusiones de causalidad, que incluso se han relacionado con la proliferación de pseudomedicinas alternativas, como la homeopatía o el reiki, o las creencias paranormales.
Cuando ya hemos creado una conexión causal entre eventos, uno de los mecanismos que fomenta su mantenimiento es el llamado “sesgo de confirmación”, que forma parte de nuestra caja de herramientas cognitivas.
Tendemos a prestar más atención a aquellos sucesos que confirman nuestras creencias que a los que las contradicen: “Siempre que lavo el coche, llueve”; “el repartidor de Amazon siempre llega cuando no estoy en casa”… Olvidamos con facilidad las numerosas veces que no se cumplieron tales predicciones. Y, al mismo tiempo, recordamos vivamente el momento en que ocurrieron esos incómodos eventos debido al impacto emocional que generan.
Otro mecanismo que favorece el mantenimiento de las supersticiones se basa en lo que los psicólogos denominan “profecía autocumplida”. Es decir, la propia creencia en una predicción puede hacer que se convierta en realidad a través de nuestras acciones.
Nuestra racionalidad natural no es lógica, sino bio-lógica o psico-lógica. La evolución nos ha dotado de un arsenal de atajos cognitivos para procesar grandes cantidades de información y tomar decisiones rápidas (generalmente exitosas) con los datos parciales y ambiguos que recibimos del medio. En cambio, el ejercicio del pensamiento lógico y razonado requiere de la fatigosa tarea de disciplinar nuestra mente para prevenir las falacias y sesgos del pensamiento humano.
Ambos sistemas de pensamiento habitan en nosotros sin aparente conflicto. Por un lado, un sistema intuitivo y automático que está guiado por reglas de andar por casa y que puede derivar en sesgos y falacias del pensamiento. Por el otro lado, un sistema analítico y reflexivo, pero más lento y más costoso, que en las condiciones adecuadas puede comportarse de manera racional y lógica.
Por eso, incluso en las mentes más racionales y analíticas pueden residir creencias irracionales y supersticiones absurdas. Que se lo digan a Niels Bohr, con su herradura de la suerte. Cuando nos quitamos la bata del científico o la toga del juez, nuestra mente es tan crédula como la de nuestros antepasados prehistóricos. Cruzaremos los dedos para que la razón no nos abandone del todo.
Pedro Raúl Montoro Martínez, ¿Por qué somos supersticiosos?, El País 13/09/2024
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.
No hay nada peor para hundir a alguien que negarle la palabra, dejársela en la boca, no dirigírsela u oírla como el que oye llover. Diría que hasta es preferible, como mal menor, que te griten o te insulten. Quien te insulta no niega al menos tu humanidad (todo lo contrario: la reafirma como aquello que en un sentido u otro le interpela), mientras que quien te retira la palabra te convierte en un mueble, un espectro, en un cero absoluto a la izquierda.
Prueben a pensar (o a recordar) lo que se siente cuando nos ignoran o marginan en una conversación, nos niegan la posibilidad de explicarnos en asuntos que nos conciernen o nos impiden ejercer el derecho a réplica. La experiencia es humillante, hasta el punto de que uno llega a rumiar durante mucho tiempo el dolor y la rabia por verse ninguneado en algo tan vinculado a la propia identidad como la manifestación pública de lo que se cree o piensa.
Ahora bien, si marginar o ningunear al que desea expresarse nos parece algo tan vejatorio, piensen lo que sería si le prohibieran lisa y llanamente hacerlo. ¿No les parecería algo insoportable? Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos – a no ser a petición y con el permiso de sus «amos», se entiende –.
Es cierto que para ser individuo basta con hablar con uno mismo, algo que puede hacerse en silencio, pero para ser una persona plena – y no digamos un ciudadano digno – es imprescindible el uso público de la palabra; solo así nos reconocemos mutuamente, analizamos objetivamente los problemas, dilucidamos de forma dialogada los asuntos que nos importan y nos unimos en el desahogo y la risa, la seducción y el goce, la protesta colectiva o la creación compartida… Sea en el lenguaje que sea, sin ese «logos» común – que decían los griegos – no somos más que una célula aislada, un monólogo idiota que no lleva más que a la alucinación y la locura.
Y a esta locura y negación radical de la personalidad es a lo que conduce la última medida de los talibanes, decididos, fetua tras fetua, a convertir a las mujeres en silenciosas esclavas al servicio de los varones. Aunque esto no solo es cosa de talibanes, todo hay que decirlo. Lo que representa de modo radical el régimen afgano puede observarse con menor intensidad (o mayor sutileza) en todos aquellos lugares en los que se margina a las mujeres de los escenarios de representación y decisión colectiva.
Y ante todo esto lo último que debemos hacer es callarnos. Dicen los filósofos que el mal radical es la voluntad de querer la nada; pero no es mucho mejor ese nihilismo depresivo que opta por no hacer ni querer nada. Hay que exigir que se reconozca como crimen contra la humanidad el apartheid de las mujeres en Afganistán, obligar al gobierno talibán a dar cuenta de sus crímenes, y facilitar toda la ayuda posible a las miles de afganas exiliadas. Y hace falta también mirar alrededor en busca de esas otras mujeres invisibilizadas y enmudecidas por violencias mucho más cercanas a nosotros. Y para encontrarlas solo hay que hacer una cosa: dejarlas hablar.
A veces, amigos, me encuentro exiliado de repente en una pedanía del infiero: vértigos, náuseas continuas, frío, incapacidad para soportar un vestigio de luz o cualquier sonido, etc. Solo me queda meterme en la cama, cerrar bien puertas y ventanas, arroparme bien, y esperar. Como pueden imaginar hay poco espacio para Eros en esta situación. Duermo intermitentemente y tengo sueños estrambóticos que me dejan perplejo cuando me despierto por lo poco que sé de mí mismo. Ya estoy mejor, del infierno solo me queda la sensación de un vacío en la cabeza y una cierta desgana general. Pero sé que mañana será otro día y estaré en forma para dar la conferencia inaugural en el el Congreso del Bienestar de Tudela.
I
Platón intenta poéticamente que nos dejemos convencer por Diotima. Pero este intento ocultaría la verdad de Eros tras la necesidad de la política. Diotima es el Eros sublimado y, por lo tanto, políticamente pacificado. Es el Eros políticamente emasculado.
II
La verdad filosófica sobre Eros la ofrecen, con toda crudeza el discurso de un comediante, Aristófanes, y la irrupción súbita de un político, Alcibíades. Ambos ponen los puntos sobre las íes. El primero porque nos explicará los límites de la ley para domesticar a Eros, y el segundo, nos demostrará que Eros no es la conclusión de un silogismo.
III
Según Aristófanes, los hombres somos seres incompletos. Somos fragmentos de algo que al fragmentarse se hace humano. Lo que nos ha fragmentado es la ley (impuesta por Zeus). Por lo tanto, el Eros que pervive en nosotros es la protesta latente de la naturaleza fragmentada contra su fragmentación.
IV
También podría decirse que el Eros humano es una protesta de nuestra naturaleza culturalmente fragmentada contra los arquetipos políticos de la excelencia humana en la medida en que la apropiación de esta excelencia solamente es posible por la renuncia a una parte de nuestra naturaleza original.
V
La sospecha, pues, es que no hay educación capaz de garantizar la victoria definitiva del Eros noble sobre el Eros vil (o popular).
VI
Ser hombre significa, a la vez, ser limitado por la ley y sentir una pulsión poderosa contra todo límite.
VI
El Eros que nos muestra Aristófanes es la fuerza indómita que desea lo inaccesible. La conclusión es que la nuestra es una naturaleza infeliz, enferma. Siempre existirá una desproporción dramática entre el absoluto que pretende el amor y lo fragmentario de todo abrazo amoroso.
VII
No deja de ser llamativo que sea el comediante Aristófanes, el poeta cómico más grande, el que nos muestre esta insaciable melancolía que es Eros.
Una reunión de antiguos alumnos me enfrentó recientemente al hecho de que el colegio, tal como lo recordamos, ya no es lo que solía ser. La memoria episódica —el sistema que nos permite recordar experiencias pasadas— no es una reproducción literal del pasado. Es propensa a errores, ilusiones y distorsiones, es delicada. Una frase memorable del antropólogo Marc Augé lo capta: “Los recuerdos son creados por el olvido como los contornos de la costa son creados por el mar”.
En una conversación con el psicólogo estadounidense Daniel Schacter, exdirector del departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, destacado investigador de la memoria humana y autor de Los siete pecados de la memoria: Cómo olvida y recuerda la mente (Ariel), me explica: “La memoria se reconfigura a partir del presente, es decir, que los acontecimientos y experiencias pasadas se reinterpretan en función del presente. Este recuerdo es a su vez transformador de la realidad social, y promueve nuevas alternativas para interpretar el aquí y el ahora”. La dirección de nuestros recuerdos no es del pasado hacia el presente, sino, por el contrario, del presente hacia el pasado; quiénes somos ahora afecta cómo percibimos el pasado, cómo lo moldeamos, lo remodelamos o incluso lo inventamos. Sin embargo, el pasado nunca es completamente mudo y, sí, informa el presente. En su laboratorio, Schacter y sus colegas han explorado la idea de que la memoria desempeña un papel fundamental no solo al permitirnos acceder a nuestro pasado, sino también para imaginar o simular eventos que podrían ocurrir en nuestro futuro, y propone que “el papel de la memoria en la simulación de eventos futuros es esencial para comprender la naturaleza constructiva de la memoria”.
Ese fin de semana algunos de nosotros viajamos para coincidir con nuestros compañeros y embarcarnos en un viaje mental en el tiempo. En cada reunión anterior el encuentro había manifestado un tono diferente, esta vez hubo algo más conmovedor y sombrío; reflexionamos sobre quiénes vinieron y quiénes no, pasamos lista. Se hizo evidente lo complicado que es volver y afrontar el tipo de recuerdos como los que se animaban ante la presencia del grupo. El contexto deshace las décadas que han transcurrido —hay algo en el estar con todos ellos que evoca la memoria de quiénes fuimos, cada uno de nosotros—. Al intercambiar historias intentamos tender un puente, algún tipo de significado entre esos adolescentes irrepetibles, y lo que ha sido de nosotros en cada una de nuestras iteraciones posteriores. Puede que en todo esto haya un trasfondo competitivo, como si estuviéramos comparando notas, pero sobre todo es un deseo de conectar —el concurso terminó hace años—. ¿Por qué algunos queremos volver y otros no lo toleran?Reencuentros de este tipo suscitan ambivalencia; por un lado, la idea puede generar excitación, euforia (del griego euphoría: “fuerza para soportar”), pero por otro, es probable que represente una amenaza repentina a la propia identidad. En el espacio de una breve reunión, somos convocados a reconciliar expectativas pasadas con nuestra realidad presente entre personas que compartieron ese pasado. Podríamos decir que asistimos a estas reuniones para demostrar que seguimos vivos y avanzando, que continuamos marchando hacia algún tipo de meta inexorable.
Pocos recuerdos personales son exclusivamente individuales, la mayoría hace referencia a situaciones compartidas. En 1925, el filósofo y sociólogo francés Maurice Halbwachs publicó Los marcos sociales de la memoria, un libro en el que avanza la noción de una “memoria colectiva”. A pesar de que la memoria o, mejor aún, el acto de recordar es esencialmente un proceso individual, Halbwachs enfatizó que depende de nuestras estructuras sociales. Participamos en un orden simbólico colectivo que nos proporciona esquemas cognitivos, conceptos de tiempo y espacio y patrones de pensamiento con los que recordamos e interpretamos acontecimientos pasados. Así, los marcos sociales constituyen el horizonte multidimensional en el que se desarrolla la acción de recordar. La mayor parte de lo que “recuerdas” del colegio ha sido reconfigurado: ¿eras tú el cerebro, el atleta, el caso perdido o la princesa? La reunión de antiguos alumnos es un momento para reconectarnos y compartir vulnerabilidades, para repensar y actualizar nuestro pasado y, en cierto modo, también para avivar el futuro. Aunque el viaje puede resultar vertiginoso.
David Dorenbaum, ¿De verdad recordamos las cosas tal y como pasaron?, El País Semanal 29/08/2024
La filosofía occidental moderna descubre con Descartes que es el sujeto el que sirve de base a la representación o vivencia intencional. Pero llega a ese mismo sujeto desde la propia representación. De modo que queda encerrada en el círculo vicioso de lo mental. La mente se explica por la mente. Dos cosas (sujeto y representación) se explican una por la otra, recíprocamente, y ambas quedan sin explicación. Para escapar de esa circularidad, de ese samsara filosófico, el pensamiento indio propone distinguir mente de conciencia. El sujeto mental es un yo, pero por debajo de ese yo, hay otro, más fundamental e independiente, que hace posible el yo mental. Ese otro yo es conciencia pura y, paradójicamente, no es un yo. Es el Uno, que no es un número, sino aquello que hace posible todos los números, toda la diversidad mental, temperamental y material de eso que llamamos universo.
Esa conciencia fundamental carece de forma y no puede ser descrita mediante la actividad mental, intelectual o simbólica. De hecho, la propia mente es un obstáculo para percibirla. Para poder intuirla, lo primero es distinguir pensar de conocer. Distinguir al sujeto pensante del sujeto cognoscente. Todo lo que la filosofía occidental puede decir del sujeto pensante es ya algo pensado. De ahí que la mente necesite como fundamento algo que no sea mente. Y ese algo, al no poder ser observado directamente por la mente, tiene que ser experimentado (anubhāva). Esa es la palabra clave de la solución india. La filosofía no es teoría o sistema, la filosofía es experiencia. Y, si no lo es, poca será su utilidad o fuerza liberadora.
La conciencia no puede ser pensada, ha de ser vivida. No podemos aproximarnos a la conciencia desde el pensamiento, que es su efecto y la encubre. No sirven aquí las inferencias. Cualquier tipo de representación que hagamos de ella constituye un producto más de la mente, un conocimiento mediato. Esas dificultades no significan que no exista la conciencia o que no pueda ser experimentada. De hecho, la conciencia es lo más real que existe, lo único que conocemos de un modo directo e inmediato. Es así como el pensamiento hindú soluciona el problema mente-cuerpo. Estableciendo tres niveles ontológicos (que forman una unidad y se despliegan en continuidad): conciencia-mente-materia.
Hablar de ese otro yo que conoce, que no es un yo mental, es ya dejarse enredar por el mundo conceptual, por el mundo de las palabras y los símbolos. Pero si tenemos siempre presente que el mapa no es el territorio, puede ser de utilidad una breve descripción. La diferencia conceptual entre mente y conciencia puede ayudar a suscitar una distinción experiencial. La meditación busca precisamente eso, el contacto con una conciencia despojada de las formas mentales que habitualmente la encubren. Se trata de “aislar” la conciencia. Los métodos son múltiples y pueden agruparse en cuatro. (1) La vía devocional. La más sencilla y frecuentada. La entrega sincera y absoluta a lo divino que conduce al desmantelamiento del yo pensante y activo. Es la vía que han seguido los grandes místicos de todas las épocas. (2) La vía de la acción. Actuar en el mundo, pero desprendiéndose de los frutos de la acción, sin atribuirse uno mismo lo que hace. Una vía descrita en la Bhagavadgītā. (3) La vía del yoga, el óctuple sendero expuesto en los Yogasūtra de Patañjali. (4) La vía del conocimiento (jñāna), que consiste en deconstruir la mente con la propia mente. Es decir, entender la mente tal cual es sin quedar atrapado por sus hechizos e ilusiones. Intuir la realidad condicionada y vacía de la mente, observarla desde el yo cognoscente (ātman). Esta última vía, denominada “indagación del ātman” (ātma-vicāra) por Ramana Mahashri, es la que trataremos de describir.
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024La filosofía occidental moderna se ha centrado en el yo pensante y no ha sabido diferenciarlo del yo cognoscente. La gran aportación india al pensamiento universal es la distinción entre mente y conciencia. Y la prioridad ontológica de la conciencia sobre la mente, y de la mente sobre el cuerpo. Decir que el cerebro produce la mente es ya un pensamiento, o una representación, como diría Schopenhauer. Decir que la conciencia es un epifenómeno del cerebro, como sostienen las corrientes dominantes de las neurociencias, es no entender el término epifenómeno. Un epifenómeno es un fenómeno de un fenómeno. ¿Y qué es un fenómeno? Un fenómeno es aquello que se aparece a la conciencia. Es decir, el término fenómeno forma parte de una polaridad y no puede entenderse sin una conciencia que lo advierte o experimenta. Son términos correlativos, como expansión y contracción, grande o pequeño. Así como no puede hablarse del perímetro de una circunferencia sin tener en cuenta el radio (está implícito en él), no puede hablarse de fenómenos sin hablar de conciencia. La solución moderna al problema de la conciencia es un mero artificio verbal. Una retórica que revela una profunda ignorancia filosófica. Que los neurocientíficos no hayan leído o entendido a Kant me parece normal, y también lo es que las neurociencias prescindan de la filosofía en sus investigaciones, pero si lo hacen, deberían evitar el uso de este tipo de conceptos.
Un epifenómeno no es más que un derivado o precipitado de otro fenómeno. La mente sería ese fenómeno que lo decanta y, bajo él, estaría la realidad de la sustancia cerebral. El problema aquí es que estamos hablando de la conciencia. ¿Cómo un fenómeno podría ser consciente de otro fenómeno, y encima de menor rango? La definición misma de fenómeno lo impide. El diccionario lo aclara: “Un fenómeno es la manifestación que se hace presente a la conciencia de un sujeto y aparece como su objeto de percepción”. Si queremos dar sentido al asunto, debemos distinguir la naturaleza del fenómeno de la naturaleza de la conciencia. Sin esa distinción no podemos entender ni la una ni la otra. Los fenómenos son una cosa, la conciencia otra. Y para que haya un fenómeno, debe haber una conciencia donde aparezca. No puede haber fenómeno sin conciencia. El fenómeno, por definición, no es algo autónomo. Decir que todo son fenómenos y que no hay nada más que fenómenos es un contrasentido. ¿Fenómenos para quién?
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024
La mente no es física, ni química, ni siquiera es electricidad. Todo eso son representaciones. La mente es un montón de pensamientos. Pueden ser químicos o físicos, como alquímicos o astrológicos. La mente es simplemente un agregado de pensamientos, del tipo que sean. O de sensaciones, si se quiere. Esa fue la gran intuición de David Hume. El escocés busca la mente y no la encuentra. Sólo encuentra una sensación, un recuerdo, una emoción, una imagen que por asociación lleva a otras. La mente es una máquina de producir pensamientos. Dicho en términos budistas, la mente transforma de forma automática impresiones en inclinaciones. De ahí que sea ella la que dirige el cuerpo, la que lo mueve, dinamiza o estresa, la que lo tensa o relaja. Lo que hacemos con la mente (imaginar, pensar, especular), puede cambiar esa representación que llamamos “estructura cerebral”. La mente puede hacer enfermar al cuerpo, también puede sanarlo. De ahí que la tradición del yoga aspire a ralentizar la mente, que es la causa de la mayoría de nuestros males.
Juan Arnau, Ramana Maharshi, la solución india, El País 26/08/2024
Si los lager nos parecen con razón monstruosos es porque son humanos; es decir, porque son mensurables desde nuestra milenaria “moral terrestre”. Implican un trabajo de deshumanización horizontal del otro sobre el que nuestra imaginación también puede trabajar, en favor de la empatía y de la construcción jurídica. Con Hiroshima, paradigma vertical, ocurre lo contrario: como contaba el filósofo Günther Anders, no es fácil establecer un vínculo cognitivo entre una presión del dedo sobre un cuadro de mandos a 3.000 metros de altura y 120.000 cadáveres en las calles de una ciudad. Ahora bien, esta “desproporción” tiene consecuencias afectivas y jurídicas descomunales. En los lager, decíamos, el cadáver es el resultado de una larga operación de deconstrucción de la humanidad en el cuerpo del otro; en Hiroshima, el cadáver es, desde el principio, un residuo y, si se quiere, un “milagro”. Los cuerpos no se han tenido nunca en cuenta, ni siquiera para destruirlos. Si aceptamos con tanta naturalidad los bombardeos aéreos es porque contienen algo sagrado y divino; es decir, porque, como en el caso del orden teológico, su horror deja en suspenso los parámetros comunes del Derecho terrestre. Lo que en tierra se nos antoja la más atroz violación del Estado de derecho (la ejecución extrajudicial, el juicio sumarísimo, la condena colectiva) constituye la normalidad entre las nubes: las víctimas civiles de un bombardeo no se han beneficiado de la presunción de inocencia ni han sido acusados de ningún delito ni han tenido un juicio justo; ni siquiera, como digo, han sido injusta y brutalmente tratados por un enemigo horizontal, con la posibilidad de hacer al menos un último gesto de dignidad (como ocurre tantas veces ante un pelotón de ejecución). La inocencia absoluta de las víctimas del bombardeo (tendidos entre los escombros al lado de la pelota con la que jugaban un minuto antes) presupone de algún modo la inocencia absoluta del victimario. El genocidio vertical es, por decirlo así, un genocidio al mismo tiempo meteorológico y teológico. ¿Cómo se va a comparar la violencia bestial de un cuchillo con la magia de un misil?
En los principales bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (Londres, Dresde, Japón) se lanzaron en torno a 40.000 toneladas de bombas desde los aviones alemanes o aliados. En la segunda Guerra del Golfo, EE UU lanzó sobre Irak unas 80.000. El pasado mes de abril, Israel ya había lanzado 70.000 toneladas sobre Gaza, doblando el número del mayor conflicto bélico de la historia e igualando casi el de la bárbara invasión de Irak. Ahora, en agosto, mes de la conmemoración de la derrota del Japón y del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Israel habrá batido ya sin duda todos los registros históricos de destrucción vertical del otro. Es una “práctica consuetudinaria”, sí, que los humanos aceptamos con consueta resignación, y casi con admiración bíblica, entre la fascinación del récord y el estupor de la inocencia del dios. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki nos sacaron definitivamente de la moral terrestre e inscribieron nuestros cuerpos en el marco de la posthumanidad, y ello por dos razones: porque desde entonces somos virtualmente una especie desaparecida y porque en ese momento nos quedamos definitivamente sin imaginación para conmovernos o ni siquiera escandalizarnos frente a la barbarie vertical y sus anónimos escombros inocentes.
Pero sí podemos sentir aún un poco de indignación a ras de tierra. La dificultad para escribir un artículo en esta época es siempre la de seleccionar la ignominia del día o del año, tan variadas son y tanto se repiten. Una de las mayores de este mes de agosto ha pasado, sin embargo, casi desapercibida. No me refiero al aniversario de Hiroshima y Nagasaki, que recuerdan rutinariamente todos los periódicos; ni tampoco al enésimo bombardeo de una escuela en Gaza, frente al cual carecemos ya de imaginación y hasta de lágrimas. Hablo de la ceremonia del 9 de agosto en Nagasaki y del boicot de EE UU y la UE, “solidarios” con Israel, al que el alcalde no había invitado porque estaba pensando en Gaza, donde han sido asesinados desde el pasado mes de octubre 40.000 palestinos desde el aire. Estas conexiones sí las podemos imaginar y no hace falta explicitarlas. Es el detalle menor, la metáfora pequeña y brutal de una hipocresía que nos hace cómplice de todos los bombardeos y debilita aún más nuestra posición moral en el mundo posthumano que nosotros mismos hemos contribuido a crear.
Santiago Alba Rico, Gaza y Nagasaki, El País 26/08/2024
En muchos sentidos trabajamos y vivimos mejor que nuestros padres y tiene que ver con lo que comentábamos al inicio, con la conciencia y el orgullo que tenemos de que gracias al trabajo colectivo y al trabajo de lo público podemos tener oportunidades que nuestros padres no han tenido y, en muchos sentidos, mejores condiciones de vida y mejores trabajos. Pero creo que algo se está trastocando y que, especialmente en los últimos años, hay un giro de tuerca que está llevando a muchas personas a tomar conciencia de que en otros sentidos estamos peor que nuestros padres. Y me refiero especialmente a nuevas formas de precariedad, a la normalización de problemas de ansiedad y de salud mental, a la pérdida del tiempo propio.
No puede ser que las personas hoy hayamos normalizado que la vida es una vida sin tiempo y esto es algo que sí podían tener nuestros padres, incluso los padres que han tenido las vidas más duras. Yo pienso muchas veces en la dureza del trabajo de mis padres. Mi madre se ha levantado todos los días de su vida, hasta hace prácticamente unos años, a las cinco y media de la mañana para vender el pan y mi padre ha tenido trabajos muy duros. Solamente hace falta ver sus cuerpos, las manos de un padre que ha trabajado en el campo y la cara curtida por el sol. Respecto a ellos podemos decir que somos privilegiadas, claro que sí. Especialmente respecto a nuestras madres, que no sólo no han podido estudiar, y han tenido trabajos duros, sino una vida de sumisión en la que apenas casi podían hablar. Mientras muchos de nuestros padres, incluso los que han tenido trabajos más duros, sí han podido tener esa libertad del tiempo propio, del tiempo para salir, para ir al campo cuando ellos querían, para ir al bar, para ir a la plaza. También han contado con esa salud que deriva de una alimentación sana y de una vida en comunidades pequeñas.
Cuando comparamos esas vidas con las absolutamente aceleradas, estresadas en las que tienes que medicarte para trabajar, esto es terrible. Porque la ansiedad se ha naturalizado en nuestro día a día y porque con la tecnología, el trabajo no deja de venirnos y todavía no hemos conseguido reorganizar los tiempos y recuperar los tiempos. Pero también las maneras en las que nos alimentamos o las maneras en las que vivimos prácticamente sentados. En El entusiasmo tengo un capítulo, en Las habitaciones de Sibila, donde hago referencia a la historia de una mujer sentada. Una mujer sentada puede describir la vida de muchas de las personas que tienen vidas frente a un ordenador, algo que va en contra de nuestra naturaleza. Tenemos cuerpos del Neolítico y vidas del siglo XXI, que no están pensadas para cuerpos sentados. Esas vidas, esa alimentación, esa aceleración, esa contaminación de las ciudades, ese calentamiento humano que va tan en sintonía con el calentamiento planetario, esa normalización de la precariedad benefician solamente a quienes la rentabilizan, no a quienes padecemos esa aceleración. Creo que esto habla de esa parte en la que hemos empeorado nuestra salud, nuestra vida respecto a nuestros padres y también respecto a la frustración que muchas personas tienen en relación a lo laboral. Aunque yo formo parte de ese grupo de personas privilegiadas que tienen un trabajo estable y por tanto, que ha podido convertir su expectativa en trabajo, vivo en parte esto que narro y encuentro a mi alrededor la normalización de lo precario.
Por tanto, creo que vivimos mejor y peor que nuestros padres, que son las dos cosas al mismo tiempo. Hay fuerzas que se derivan de esos logros colectivos que, insisto, creo que son los que debiéramos retomar y recuperar. Y hay otras que nos están llevando hacia una forma de precariedad, de individualismo competitivo y de aceleración que contribuyen a sentirnos peor porque sentimos que nos falta lo básico de la vida, que es el tiempo en el que sentimos que vivimos.
Marta Jiménez, entrevista a Remedios Zafra: "Nadie se puede hacer a sí mismo si no tiene el apoyo de la comunidad", cordopolis.eldiario.es 25/08/2024
Según Michael Oakeshott, “ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, lo que se ha probado a lo que no, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo infinito, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica”.
Defiende una postura escéptica, reticente ante los proyectos totalizadores y ante la idea de que la vida es la resolución de un problema tras otro: una concepción que él llamaba “racionalismo”, nacida a partir del siglo XVII en Europa, que asume que el conocimiento es técnico, y que no solo rige la política sino muchos otros aspectos de la sociedad. Para Oakeshott, hay conocimientos que son prácticos, se desarrollan de manera tradicional y no pueden aprenderse solamente en los libros.
Daniel Gascón, Michael Oakeshott, el pensador escéptico que creía en la conversación, El País 31/08/2024
I
¿No es sorprendente que aquel que dice ser solo sabio en cuestiones amorosas, Sócrates, niegue la divinidad de Eros?
II
El Banquete puede ser visto como los intentos de Eros por presentarse a sí mismo como la parte irracional del alma que busca reconocerse en las imágenes y en los argumentos bellos.
III
Hay en el Banquete más un intento de educar el deseo que de teorizarlo. Su educación puede desplegarse en una doble vía: la política y la filosófica.
La vía política sigue el modelo de los arquetipos de la excelencia dibujados por la poesía y que han logrado establecer una relación estrecha entre la vergüenza y la mala conducta, por una parte, y entre el honor y la buena conducta, por otra.
La vía filosófica es la de la búsqueda de la verdad desnuda, pero presenta un riesgo al que la sigue: la cicuta.
IV
La mayoría de los participantes en el Banquete afirman que hay más de un Eros. Habría al menos dos (el celeste y el popular, dirá Pausanias). Pero si hay dos, eso significa que ninguno de ellos gobierna por naturaleza al hombre. Para que haya una primacía del Eros celeste o noble sería imprescindible una intervención poética (artística).
El cerebro es un órgano tangible que se puede tocar, palpar, medir y evaluar. Es biología pura. La mente es, por el contrario, un constructo psicológico con muchos marcos teóricos que intentan explicarlo. Pero a día de hoy no hay una teoría unánimemente aceptada que nos diga qué es la mente. Aunque es algo no tangible, es decir, que no podemos tocar, y que medimos de manera indirecta. Se supone que la mente es un producto de la parte biológica del cerebro.
El cerebro tiene dos partes, y esto sí está bastante consensuado. Una mente consciente en la que hay un producto cognitivo en forma de pensamiento y un producto emocional. Esa parte consciente es la que me permite desarrollar una serie de constructos psicológicos como la identidad personal, el yo, la toma de conciencia de mi individualidad. Por eso, las teorías de la psicología evolutiva dicen, aunque también aquí hay controversia, que la mente como tal en el niño y la niña se empieza a desarrollar alrededor de los dos años que es cuando toma conciencia de su individualidad.
La mente es una producción subjetiva. Yo creo que siento, que me identifico, el autoconcepto y demás, y presupongo que los otros también tienen una mente que les permite tener todo ese mundo interior. Por eso, las últimas corrientes en neuropsicología hablan de la trascendencia de la mente. Es decir, como algo trascendental muy difícil de medir.
La metacognición abarca todas las grandes capacidades cognitivassuperiores como la capacidad del lenguaje, el cálculo, el pensamiento abstracto y la creatividad y se refiere a que yo pienso sobre ello. Esa metacongnición es “yo pienso sobre cómo pienso y cómo siento”.
La cuestión de la dualidad mente/cerebro viene desde la antigüedad, aunque el autor más “actual” que teorizó sobre ello fue el filósofo y matemático francés René Descartes con su idea de que somos cuerpo y mente. Pero todo esto viene de Platón cuando decía que el cuerpo es aquello que puedo entender, es el producto biológico que puedo palpar y medir, y la mente, que él identificaba con el alma, como la que nos conecta con el mundo de las ideas, un reino eterno y perfecto donde existen las formas puras de las cosas. Esta idea de la dualidad está superada hace décadas.
Carmen Sarabia Cobo,
¿Qué diferencia hay entre mente y cerebro, El País 05/09/2024
Aunque los humanos no somos caracoles, ahora ya no hay modo alguno de saber lo que es una mujer. Todo es duda y todo es sospecha, y la que quiera salir a reivindicarse como hembra humana será arrinconada a las filas del fascismo. Sobre lo que no hay ningún tipo de duda es sobre lo que es un hombre. No hay más que ver esas convenciones del poder donde todos los presentes van enfundados en trajes oscuros o repasar las listas de los más ricos para saber qué es un macho humano. En cambio, las mujeres, “la mujer”, no se sabe muy bien lo que es, no hay forma científica de averiguarlo. Así, sin más, hemos vuelto al mundo de lo indiferenciado, ahora por la vía de la reivindicación de la fluidez del género y la supuesta subversión que conlleva (y que seguro que acabará con la subida de los alquileres y la inflación). Donde sí saben lo que es una mujer es en Afganistán,Irak e Irán.
La gran paradoja que está viviendo hoy el feminismo es que después de 300 años impugnando la idea del género (esto es, que las mujeres somos humanamente distintas de los hombres y estamos determinadas a comportarnos y a tener ciertas características esenciales tales como la domesticidad, la sumisión, la fragilidad y la falta de dotes intelectuales o de capacidad para ser ciudadanas) ahora tenga que dedicarse a defender la existencia del sexo. Acusar al feminismo de la igualdad de ser biologicista es pura y simple difamación, dado que siempre ha defendido exactamente lo contrario: todas las pensadoras importantes han venido denunciando que las diferencias biológicas no justifican, ni de lejos, todo el entramado de discriminaciones, segregaciones y opresiones que nos han atenazado desde hace miles de años. Pero hoy la confusión y el pensamiento mágico se difunden sin freno porque nadie quiere arriesgarse a ser señalado como portador de alguna fobia, y negar la existencia de los sexos, algo tan descabellado como defender que la Tierra es plana, se ha convertido en lo más progresista que se puede hacer.
La verdad es que a muchas nada nos gustaría más que olvidarnos de la biología: ni fluctuaciones hormonales, ni reglas dolorosas, ni anemias, ni cáncer de mama, ni el dolor del parto, ni más osteoporosis y depresiones. Pero somos egoístas, nos dicen, excluyentes por querer patrimonializar el chollo de ser “mujer” y encima pretender saber lo que somos y quiénes somos. ¿Cómo nos atrevemos?
Najat el Hachmi, No sé lo que soy, El País 06/09/2024
Los salarios han perdido casi un 13% de su poder adquisitivo desde la crisis, según cálculos del gabinete económico de CCOO. De acuerdo con el Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España (CJE), en la segunda mitad de 2023 el coste medio de la vivienda (calculado a partir del importe del alquiler más los gastos en suministros básicos) superaba en 81 euros el salario medio de las personas de entre 16 y 29 años. En 2011, el 69% de los hogares con un cabeza de familia menor de 35 años era propietario de su vivienda principal, mientras que para 2022 este porcentaje se había reducido dramáticamente hasta el 32%, según la encuesta financiera de las familias. Y según el INE, en España, la media de edad para independizarse es de 29 años y la tasa de desempleo juvenil supera el 28%. La situación, ciertamente, no invita al optimismo.
¿Qué hacer en este contexto? Algunos siguen el ejemplo de sus padres: trabajar duro, ahorrar, comprar una casa y crear un plan de jubilación. Pero otros han perdido la fe en los métodos tradicionales que funcionaron para generaciones pasadas y prefieren, literalmente, apostar su futuro al azar. Cada vez más personas, especialmente entre los 20 y los 35 años, invierten en activos especulativos de alto riesgo como las criptomonedas, los NFT, las apuestas deportivas y las “acciones meme”, cuyo valor depende únicamente de que un foro de internet se ha puesto de acuerdo para hacerla subir. Estos métodos alternativos ofrecen la posibilidad de altos retornos a corto plazo, pero también un riesgo considerablemente mayor.
Esta situación no es exclusiva de España. De hecho, en Estados Unidos llevan tiempo advirtiendo sobre este fenómeno y han identificado este comportamiento entre los jóvenes como síntoma de lo que han denominado “nihilismo financiero”. El término es provocador: sugiere una pérdida de fe en el correcto funcionamiento del mercado y en el valor real del dinero, representando al capitalismo casi como una religión. Para un “nihilista financiero” apostar 100 euros a que el Real Madrid gana 3-2 contra el Alavés, o invertir en una criptomoneda de la que ha escuchado hablar en YouTube es un uso del dinero tan válido como cualquier otro, dado el cuestionable valor subyacente de la economía. “Es difícil culpar a la gente por querer hacerse rica rápidamente si han perdido la fe en su capacidad de hacerse rica lentamente”, concluye Andrew Edgecliffe-Johnson en un artículo de Financial Times dedicado a este tema.
El término “nihilismo financiero” fue acuñado por Demetri Kofinas, un economista estadounidense de padres griegos, seguidor en su juventud del economista liberal Friedrich Hayek y del político libertario Ron Paul, que presentó un programa en Russia Today. Pero hay trampa. Durante esa etapa le detectaron un tumor cerebral y, con apenas 30 años, desarrolló demencia. Se olvidó de todo, hasta el punto de llevar las llaves colgadas del cinturón por miedo a no poder entrar en su casa. Finalmente, fue operado y, al despertar, no encontró un dinosaurio como en el cuento de Augusto Monterroso, sino a Donald Trump recién elegido presidente. “Tuve que volver atrás y cambiar todo mi marco de pensamiento para comprender lo que había pasado”, explica en una videollamada.
Kofinas dejó sus antiguas ocupaciones, examinó el presente y desarrolló el concepto de “nihilismo financiero”, que empleó por primera vez en 2020, en un episodio de su pódcast titulado Nihilismo financiero: Descubrimiento de precios en un mundo donde nada importa. Kofinas define esta filosofía como la percepción de que los objetos de especulación carecen de valor intrínseco. Es decir: alguien compra una criptomoneda no porque crea en su potencial tecnológico o en su utilidad, sino simplemente porque espera que su precio suba debido a la demanda especulativa. “Estamos ante un marco de inversión posmoderno donde el precio se vuelve autorreferencial. La única cosa que importa es la narrativa. Para los nihilistas financieros, el precio es la cosa en sí misma, desvinculado completamente de cualquier realidad subyacente”, sostiene Kofinas.
Friedrich Nietzsche anunció la “muerte de Dios” como una metáfora de la desaparición de la fe en los valores absolutos y el orden moral tradicionalmente respaldados por la religión cristiana durante siglos. El dios amenazado por el “nihilismo financiero” probablemente no reside en el interior de las iglesias, sino en lo alto de los rascacielos. Kofinas argumenta que las medidas tomadas durante la crisis financiera de 2008, como los rescates financieros y la impresión masiva de dinero, han generado una percepción de injusticia entre la población y han desmantelado la “mitología del dinero”, al demostrar que su valor no es intrínseco, sino que depende de la confianza y las políticas gubernamentales. “La idea de que todos jugamos bajo las mismas normas se vino abajo”, resume.
Las criptomonedas, según el analista, fueron el “gran vehículo” a través del cual se propagó “el cáncer del nihilismo financiero”. Kofinas explica que los primeros adeptos de Bitcoin eran idealistas que buscaban establecer un sistema monetario alternativo, descentralizado y libre de intermediarios, donde el valor de la moneda no estuviera sujeto a manipulaciones por parte de gobiernos o grandes instituciones financieras.
No obstante, a partir de 2017, con el auge de las ICO (Initial Coin Offerings, por sus siglas en inglés) —una herramienta de recaudación de fondos mediante criptomonedas que en lugar de ofrecer acciones de la empresa a los inversores ofrece una criptodivisa o un token—, la percepción de las criptomonedas pasó de utópica a nihilista. “Los idealistas se transformaron en especuladores, y los más exitosos dentro del mundo de las criptomonedas resultaron ser los storytellers, no los ingenieros”, expone el analista. “Dieciséis años después del nacimiento de Bitcoin, ¿quién sigue creyendo realmente que puede cambiar el sistema?”.
Daniel Soufi, Nihilismo financiero: el fin del valor real del dinero, El País 01/09/2024
I
Todo lector atento ha comprobado más de una vez que un gran novelista le ofrece más información sobre las cosas humanas que cien tratados de las llamadas ciencias sociales. ¿Escribió Platón sus diálogos por este motivo? ¿Consideraba que la filosofía era inseparable de la poesía entendida como «poiesis», es decir, como el arte de la creación? En cualquier caso, el lector del Banquete no tarda en hacerse la pregunta de si hay algo esencial del mensaje de Platón que se despliega en la acción de sus personajes.
II
Platón es filósofo y poeta y en sus diálogos muestra el encuentro de la filosofía con el arte de la representación. Sus personajes no solo dicen cosas. También hacen cosas.
III
Si una buena comedia o una buena tragedia congregan a muchos más ciudadanos que la lectura de un texto filosófico, ¿por qué no, entonces, dotar al texto filosófico de elementos poéticos?
IV
Un gobierno democrático ha de ser capaz de conseguir consensos amplios entre una población que, evidentemente, no está compuesta exclusivamente de sabios y para ello con la filosofía no es suficiente. ¿Sería capaz el filósofo de crear un texto que diga algo sustantivo tanto al sabio como al zote?
V
Si tenemos en cuenta el juicio de Sócrates en la democrática Atenas, gozando de todas las garantías procesales de la democracia, ¿no podríamos deducir que en Atenas se produjo un sentimiento de alivio el día que Sócrates bebió la cicuta?
I
Gran noche la de ayer en torno a El banquete de Platón en la sede de Rosamerón. Lleno absoluto, buen ambiente en un acto que demostró que la cordialidad no está reñida con el rigor. Voy a ver si soy capaz de resumir en unos días algunas de las cuestiones que surgieron al calor del debate.
II
Comenzaré por el acertado resumen que hace Gómez Dávila del texto platónico: «La dialéctica del amor no es un proceso de ascenso irreversible, sino una serie infinita de retornos».
III
Malebranche habla de la atención como «la piedad del alma». Creo que los textos platónicos son campos de ejercicio intensivo de esta piedad, que se ejerce en la voluntad de retorno.
IV
Hay para Platón dos miradas clarividentes sobre la realidad política: la de la filosofía y la de la poesía (entendiendo este término en un sentido amplio, que incluye a la comedia y a la tragedia). Para él la principal alternativa a la filosofía no es la ciencia (que para los griegos formaba parte de la filosofía) sino la poesía.
V
La religión no es alternativa a la filosofía porque para Platón la filosofía comprendida verdaderamente es la verdadera piedad.
VI
Entre la filosofía y la poesía hay «una vieja querella» (esta expresión se encuentra en La república) que es, en el fondo, una querella sobre su respectiva incidencia en la política. La tragedia, por ejemplo, posee un enorme poder educador de la ciudadanía porque domina el arte de la convicción con más destreza y educa de manera más clara, directa e inmediata que la filosofía. No necesita silogismos para convencer. Le sobra con la imagen, el símbolo, la metáfora... y el mito.
VII
Peitho, la Persuasión, poseía varias imágenes en Atenas y con frecuencia se la mostraba en el cortejo de Afrodita, mientras que Sócrates fue condenado a muerte.
El hombre me ha retenido en el paseo. Ha sacado su móvil y me ha enseñado un vídeo en el que defiendo la importancia de la lectura. Me ha confesado que no sabía leer. No es que desconociera las letras, sino que las frases le presentaban problemas y se ponía nervioso. Y él quería leer La Biblia. ¿Podía ayudarlo yo?
II
Estoy releyendo el Banquete de Platón porque mañana organizamos un banquete filosófico en la sede de la Editorial Rosamerón. Intervendremos Miquel Seguró, Bernat Torras y un servidor. No sé cuántas veces me habré leído esta obra inmortal. Pero precisamente porque han sido muchas, he comenzado esta relectura sabiendo que en más de un aspecto será una lectura nueva. Y así está siendo. Leer o releer un diálogo de Platón es un ejercicio preparatorio para la siguiente relectura.
III
De repente descubro cerca de mi casa una fachada en blanco, recién pintada, que parece apuntar al azul intenso del cielo y me quedas parado en la acera de enfrente hasta que una mujer que empuja un carro de la compra me pide amablemente que la deje pasar.
IV
En el supermercado esta mañana me ha saludado una mujer de mediana edad a la que he sido incapaz de reconocer. A la tarde, cuando estaba sentado en un banco frente al mar leyendo a Platón, una mujer de una edad similar a la anterior, se ha bajado de la bici, a dicho mi nombre y tampoco la he reconocido. Por lo que me ha dicho fue alumna mía y lee con interés mis artículos en el Ara. Haciendo cálculos, esa mujer que me hablaba con cariño tendría 16 o 17 años cuando fue alumna mía.
I
¡Qué rica sabe la amistad! Además, alimenta mucho y no engorda.
II
Escribo lo anterior y me detengo. ¿No engorda? La amistad hispana engorda, y mucho. Nos gusta tanto celebrarla alrededor de una mesa bien surtida, que cuando hay un encuentro sin mesa... sabe a poco.
III
La de veces que escuché ayer: «¿De verdad que no tienes tiempo para una cerveza y un pincho»
IV
Ayer en Zaragoza, todo fueron sorpresas agradables, comenzando por los encuentros esperados y terminando por los no esperados, que te proporcionan alegrías con sabores reconquistados al tiempo. No me cansaré de repetirlo: «Cuando vayas al mercado, no te olvides de volver con un amigo»
V
Esa cara de satisfacción que uno encuentra en la bienvenida del amigo... Nos cruzamos casualmente con ellos un día de nuestro pasado y en aquel cruce, como hemos descubierto más tarde, nos tocó la lotería. Una ciudad no es del todo una ciudad si no hay nadie que se alegre al verte.
VI
¿Quién decía que los amigos son trozos de nuestra alma que tenemos repartidos por el mundo? Sé cómo Benjamin Taylor explicaba su amistad con Philip Roth: «Me hizo sentir que mi mejor yo era mi verdadero yo» Aquí hay también un fenomenal lema pedagógico.
VII
Saul Bellow le escribe a su amigo Allan Bloom: «¿Qué quieres que te diga? Sin ti, fue solo aproximadamente perfecto».