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I
Voy en autobús. Nadie mira por la ventanilla. Nadie mira al de enfrente. Nadie alza la cabeza sino para constatar lo que aún falta para llegar a su destino. Nadie comparte nada. Las manos, ocupadas en los teléfonos móviles, no tienen nada que compartir. Mucho mejor que el asiento disponga de un conector USB que de una inmensa ventana para asomarnos al paisaje.
II
Recuerdos remotos, pero no borrosos, sino frecuentísimos y nítidos, de mi infancia en los campos de labranza. Comienzo por la jota del labrador, que parecía ir guiando con ella el arado. Ya no se canta. Ya no se ara. Ya no se mira al cielo como quien mira al tirano de quien depende el pan de cada día. El papel del cigarro, que había que liar parsimoniosamente y la bota en el ribazo, a la fresca. Si pasaba algún conocido por el linde, se lo llamaba, invitándolo a un pitillo y un trago. Y alzando los riñones ante la tarea ya hecha y la por hacer se hablaba. Se hablaba de todas esa nimiedades que hoy ya no tenemos para contar. Pero en esas nimiedades que acompañaban al liado del cigarrillo o al chorro de vino que salía alegre de la bota se encontraba el secreto de un mundo. Y no lo sabíamos. Se necesita tener algo entre manos que sea imprescindible compartir para disfrutarlo: el cigarrillo, la bota para pasar unos minutos hablando de nada y, sin embargo, dándole sentido a todo.
III
Voy dándole vueltas a la idea de Ortega de que la vida solo es comprensible como un inmenso fenómeno deportivo. Eso es todo. Y no es poca cosa.
"ES MÁS FÁCIL IMAGINAR EL FIN DEL MUNDO QUE EL FIN DEL CAPITALISMO".
Tan rotunda frase, que suma miles de citas, ya en 2009 Mark Fisher la atribuyó a FREDRIC JAMESON. Este filósofo y crítico cultural estadounidense, ubicado en la tradición marxista, nos ha dejado al morir (22.09.2024) una obra tan inmensa como valiosa. A ella habrá que volver incontables veces, pero la frase que se le atribuyó siempre será un buen epítome de su pensamiento.
José Antonio Pérez Tapias
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Noté que hay un fascinante mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo. Aquí está...
El Castillo de Vampiros se alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en gulags.
La tercera ley del Castillo de Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa), el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera; lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico, machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Mark Fisher, Salir del Castillo de Vampiros, jacobinlat.com 10/07/2022
Durante siglos, el barco de Teseo se llevaba cada año hasta Delos en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado las vidas del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, y los filósofos atenienses debatían sobre si se podía hablar del mismo barco aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
Plutarco recoge la historia en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces, el barco se ha usado como ejemplo para hablar de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas.
El símil funciona incluso desde un punto de vista fisiológico: gran parte de las células de nuestro cuerpo se renuevan cada pocos años y es obvio que cambiamos mucho desde que somos bebés hasta que llegamos a la edad adulta. También pueden cambiar, al menos en parte, nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit o a un artículo escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia con una juventud delictiva que asegura que ya no es la misma persona que entonces.
Muchos filósofos se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que la identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. De modo similar, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.
Estas historias recuerdan a la variante del experimento mental que propuso Hobbes en De corpore (Sobre el cuerpo): ¿Qué pasaría si alguien recogiera todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y construyera una nueva embarcación? ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Visto todo esto, ¿cómo sé que yo soy yo? Pues hay una parte psicológica y social que es clave: somos nosotros quienes damos identidad a ese conjunto de sensaciones, como me explicaba para el artículo de Verne Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia. Nosotros y los demás: vivimos en una sociedad, como decían el Joker y George Costanza. Si, por ejemplo, pierdo la memoria en un accidente, mi familia, mis amigos y el DNI ayudarán a identificarme. Es decir, nuestra identidad se construye a partir de muchos elementos que pueden parecer débiles si los aislamos y los escudriñamos, pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas.
Jaime Rubio Hancock, Mocedades, el Partido Republicano y el barco de Teseo, Filosofía inútil 25/09/2024
Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que
drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo
así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al
violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una
auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso
que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos
reprobable.
Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses.
En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales).
En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales.
Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.
I
Hoy puedo resumir el día con palabras de mi madre: «Tengo el estómago triste».
II
Sin embargo el artículo del ARA creo que me ha salido redondo. Lo he dejado en el congelador. Mañana lo descongelaré y veremos que tal resiste. Mi experiencia me dice que cada vez que me siento inspirado escribo borroso.
I
Cada día nos cae un chaparrón o, dicho de otra manera, un «nublado». Es esta una de esas palabra que lo mismo hace referencia a la vida anímica («le ha dado un nublado» o «un nublo») como a la meteorológica. Siempre me han interesado estas palabras que, nacidas para describir estados físicos se adaptan perfectamente a las descripciones psicológicas y, al revés, las que nacidas para describir estados del alma son sumamente útiles para describir el mundo.
II
Hoy apenas he leído dos páginas de la autobiografía de García Bacca, las que dedica al cardenal Cayetano, al que yo veo como el último gran teólogo plotiniano. Es su visión plotiniana del Uno la que lo lleva afirmar -sin que ningún teólogo contemporáneo osara refutarlo- que la realidad divina es superior a la de la Trinidad.
III
No suelo asistir a los medios cuando me invitan a un debate. El resultado de los mismos para un ciudadano normal suele ser que hay opiniones para todo. Pero a veces me encuentro en ellos sin ir a buscarlos. Y entonces me pierde mi sentido del decoro. No se puede debatir en los medios sin llevar una navaja afilada en la cintura. Y yo suelo acudir completamente desarmado. Muchas veces sé perfectamente como hundir al otro con un argumento «ad hominem», pero sé que acabaría teniendo vergüenza de mí mismo.
En las civilizaciones más antiguas, la humillación y la arbitrariedad eran atributos del poder y, además, estrategias para escenificar poderío. Se desplegaban como demostraciones jerárquicas de fuerza y estatus. Emperadores, faraones y reyes hacían gala de su dominio blandiendo el cetro sin piedad, y los dioses eran temidos por su cólera. Así escribía el profeta Isaías: “Ya viene el día del Señor, implacable, con furia y ardiente ira, para convertir la tierra en un desierto”. La rabia que irradian ciertos poderosos no es nueva, sino un viaje en el tiempo a las formas más ancestrales de dominio.
Nuestros antepasados griegos acuñaron el concepto hybris, que significaba arrogancia y exceso. Describía una pasión violenta inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, que arrastraba a los héroes y los poderosos a avasallar al prójimo. Esos atropellos tenían consecuencias desastrosas y eran castigados por otra diosa, Némesis, encargada de vengar a los agraviados y restablecer el equilibrio. La tragedia griega representó a menudo este círculo diabólico de poder, soberbia, ceguera, error fatal y caída. Para la mentalidad clásica, la prudencia era la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la invariable complejidad de las circunstancias.
Nuestros remotos antepasados sabían que quien disfruta de mando o éxito absoluto se desliza por una pendiente peligrosa hacia el orgullo y el atropello. Tanto en el paganismo como en el cristianismo hubo voces innovadoras —esas sí— que defendían una forma distinta de gobernar. Ya el poema de Gilgamesh narra el camino del protagonista desde la arrogancia y el abuso hasta la sabiduría. Al comienzo, Gilgamesh, rey de Uruk —en el actual Irak—, es un joven soberbio y un soberano tiránico. Convertido en un monstruo egoísta, oprime a su pueblo porque nada puede interponerse ante sus deseos. Sus súbditos claman al cielo y su llanto es atendido. La gran Diosa Madre crea a un hombre a partir del polvo: Enkidu, tan fuerte como Gilgamesh, pero de una extraordinaria inocencia. La amistad con él significa para el rey feroz una iniciación a la camaradería. Los dos emprenden un gran viaje, una aventura que navega entre pérdidas, duelo, fracasos y lecciones de humildad. El protagonista regresa sabiendo que ni el monarca más triunfador puede impedir la muerte de sus seres queridos o la suya propia. Al final, Gilgamesh se comporta como un rey compasivo y logra “cerrar las puertas del dolor”. Ha aprendido a gobernar —a su ciudad y a sí mismo— sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso. Paradójicamente, se vuelve más poderoso al comprender que no es inmortal ni extraordinario. Su recuerdo perdura porque supo reconocerse como perdedor.
Esta evolución histórica encuentra un nuevo hito en la Biblia, que transita del Dios de la venganza al Sermón de la Montaña. En la última cena, Jesús, siempre defensor de los corazones mansos, protagonizó un acto de humildad tan insólito que incluso incomodó a sus discípulos: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Abolía así la soberbia del líder para transformarla en un ideal de sencillez y cuidado. Séneca, en Sobre la clemencia, escribió a Nerón que son tiranos quienes disfrutan la crueldad. Y añadió: “No hay ningún animal que deba recibir un trato más delicado que el hombre. Con ninguno hay que tener más cuidado. Con los ciudadanos, la gente desconocida y de humilde condición, hay que actuar con tanta mayor consideración cuanto que es más fácil destrozarlos”. En un trasfondo de violencia ancestral, estas son las originalidades, las audacias.
¿De qué hablamos cuándo hablamos de crueldad? El término proviene de la raíz latina de crudo, aplicado al que se recrea en la sangre. De la misma imagen en griego procede la palabra sarcasmo, “burla que penetra en la carne”. A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran crueles cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive. Como escribió la poeta Maya Angelou, el miedo provoca la mayoría de crueldades. En realidad, no es sino impotencia ataviada de prepotencia.
Hemos necesitado milenios de rebeldías para dejar de ser vasallos y súbditos. En un largo tránsito político, paso a paso y siglo a siglo, nuestros antepasados levantaron límites y contrapesos para conseguir que el poder no sea vicio y sevicia, sino servicio. Aprendimos que la violencia acostumbra a ser un acto de debilidad. Frente a la idea antigua y obsoleta del líder, lo nuevo, lo insólito, el verdadero cambio consistió en lograr, con gran esfuerzo y contra el muro de los privilegios, que los líderes tuvieran la obligación de bajar la cerviz y respetar a todos. Que nos eviten exhibicionismos de vanidad. Que se acostumbren a rendirse y a rendir cuentas. Que al final de cada legislatura teman a Némesis, y quizá, algunas veces, prefieran ser mansos a cometer desmanes.
Irene Vallejo, La vieja crueldad presume de juventud, El País 22/09/2024
I
Hay sitios en los que nada más llegar, te sientes como en casa. Y hay sitios en los que nada más llegar, comienzas a mirar de reojo al reloj, a ver cuánto falta para irte. No son los gestos ni las palabras los que diferencian estos sitios entre sí sino algo como una atmósfera difusa y sutil que, sin embargo captamos enseguida con una perspicacia precisa. La circunspección (la inspección radial) tiene saberes que la inteligencia no entiende.
II
Escribo esto en la estación de Sants. Mi mujer viene a recogerme, pero está detenida por un fenomenal atasco. Lo importante es eso, que alguien venga a recogerte. Siempre he sentido un aguijón de melancolía ante esas personas que vagan solitarias por las estaciones de tren arrastrando una maleta en espera de alguien que parece llegar nunca.
III
Mi memoria es un hervidero de imágenes: la presentación de Prohibido repetir bajo el diluvio en la fenomenal biblioteca Eugenio Trías; la comida con Pilar García de la Granja y María Blanco (es imposible viajar a Madrid y no volver con una invitación para algún proyecto nuevo); la entrevista en la televisión de Castilla y León; la cena -que ya se está convirtiendo en hábito- con Lorena Heras, Juanjo Nieto, Jesús Manso, Jaime Juan, José Manuel Arribas y Pilar Ponce; el reencuentro con el grandísimo y tan generoso Fernando Gil al que tanto aprecio; la visita a la San Pablo-CEU, donde me siento como en casa; Valencia bajo la lluvia y en torno a un sacrosanto arroz "del senyoret"...
IV
Soy, indudablemente, una persona con suerte. Pero como advirtió Solón al rey Creso, nadie tiene derecho a considerarse suertudo hasta que no le llega el último día de su vida.
V
Ayer le dije a mi nieto: "¡A tu edad yo ya era fan de Led Zeppelin!".
VI
El Instituto Cervantes de Tel Aviv me invita a dar una conferencia. Acepto inmediatamente ante la renuencia de mi mujer. Y Nuno Crato, que fue un notable ministro de educación de Portugal quiere que le rpesente en Madrid su último libro, titulado Apología del libro de texto.
Visca els companys de Filosofia d'estar per casa! (especialment AAP)