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I
Una librería de viejo no es una librería de libros de segunda mano. La diferencia fundamental entre ambas es que en la primera hay un librero y en la segunda un vendedor de libros.
II
Las poquísimas noticias que llegan del Darien sobrecogen. Recuerdo las penalidades que escribía el conquistador Pedrarias Dávila cuando pasó por aquí. Ahora es peor, porque esta selva está repleta de desalmados que roban y violan a la pobre gente que se pone en camino hacia el paraíso del norte y matan a quien se resiste.
Me cuentan cosas que no me atrevo a contar.
III
Dos anuncios en el periódico de hoy:I
Esta tarde me he perdido en San José. Al volver de Cartago he pedido que me llevasen a una librería de viejo y que me dejasen allí. El librero, amable, pero sus libros no me han interesado nada. Quizás lo más notable que he encontrado ha sido el váter en la trastienda, con cucarachas que parecían conejos con armadura. Al salir de la librería, creía estar siguiendo las indicaciones que me han dado, pero en vez de coger la calle 1 he cogido la avenida del mismo número y me he ido por las ramas. Como estaba totalmente desorientado le he preguntado a una mujer por mi hotel. Me ha mirado con cara de asombro y me ha dicho que saliera inmediatamente del barrio en el que me encontraba. ¿Qué hacía yo por allí con traje y notables pintas de extranjero? He vuelto para atrás y después de dar mil vueltas sin sentido, he encontrado la calle que buscaba.
II
Sobre la equidad. Cuando les digo a los costarricenses que, educativamente hablando, su país es uno de los más equitativos del mundo, no se lo creen; pero lo son, porque apenas hay dispersión de notas entre ellos. El 71% de la población escolar de quince años está en los dos niveles inferiores de PISA y en los superiores no hay nadie. O, para ser más exacto, los que pueda haber no llegan al 1%.
III
Costa Rica está desorientada. Tuvieron un muy buen sistema educativo y ahora miran con tanta melancolía hacia atrás, que se olvidan de mirar hacia adelante con ilusión. No me canso de repetirles que las imágenes que proyectamos sobre nosotros mismos son siempre verdaderas en sus consecuencias.
I
Otro día dichosamente largo que comenzó con un maravilloso desayuno con funcionarios del Ministerio de educación a las 7:30 en el sorprendente Hotel Grano de Oro. Me llevan y me traen y yo me dejo hacer, arropado por el gran caudal de cariño que me muestran. Pura vida.
II
Comida con el embajador José Chaverri que me ha permitido enterarme de abundantes cosas que no estaría bien que revelase por aquí. Este hombre, además de una sorprendente memoria y una vigorosa sabiduría, conoce a todo el mundo por su nombre y sabe cuidar la amistad de las personas que están en los puntos realmente clave de los ministerios (porteros, vigilantes, conserjes, secretarias...). Se aprende mucho con él y, sobre todo, de él.
III
A la tarde conferencia en el hotel Radisson. Comenzaba a las 17:00 y a las 16:45 había muy pocas personas en la sala. Sin embargo en un rincón del pasillo de entrada he visto un grupo de mujeres formando un círculo, como si estuviesen tramando algo. Después de la conferencia me he enterado que estaban rezando para que viniese más gente. Y realmente ha venido más gente. Se ha llenado la sala.
IV
He conocido a maestros de auténtica trinchera. Por ejemplo dos maestras de una escuela de la costa domina da por los narcos, donde los niños en el patio juegan a ser narcos o dos maestras de una zona selvática que acoge a niños de comunidades indígenas que no saben muy bien moverse por el mundo exterior. He hablado un buen rato con un costarricense de apellido Goñi que, por supuesto, tenía ascendencia navarra y con dos mujeres apellidas Azufaifa y me he vuelto a sentir arropado por el cariño de esta buena gente.
V
He firmado muchos libros -míos, obviamente- que ha traído un distribuidor que está predispuesto a distribuir los libros de la Editorial Rosamerón por Centroamérica. El rezo de las mujeres han sido muy generosamente atendido.
I
Vamos adelantando. Ya sé qué quiere decir esa expresión, "Pura vida", tan utilizada por los costarricenses: "Excelente".
II
Esta mañana me he visto media hora con la ministra de educación. Hemos quedado para la tarde del jueves. Hay mucho que hacer y, desde luego, pueden contar conmigo para lo que consideren oportuno.
III
Un soriano apellidado Ruiz llega a un puerto de Costa Rica y nada más desembarcar se encuentra una moneda de oro. "O sea que es verdad", se dice, "aquí el oro está por todas partes". Llama a dos hermanos que ha dejando en Soria y los tres comienzan a ganar dinero y a hacer negocios. Acaban amasando una fortuna y siendo importadores de caballos españoles. Ninguno de los tres se casa y dejan todo lo que han construido en herencia a sus sobrinos sorianos. Uno de estos sobrinos intentará, poco después de llegar a Costa Rica, dar un golpe de Estado. Me han contado la historia, con mil detalles complementarios muy jugosos, comiendo en un magnífico restaurante situado frente a la embajada española de San José.
IV
Un diplomático me ha contado una versión muy sabrosa de las andanzas de Grigulevich, el espía soviético, por tierras costarricenses.
V
Me gusta esta gente. Pura vida, créanme.
I
Ayer cumplí 45 años de casado. 45 años que han pasado en un vuelo.
II
Encontrar a alguien que te siga queriendo a pesar de conocer todos y cada uno de tus defectos, es cosa grande, amigos.
III
El de ayer fue uno de esos días largos que el rememorarlos te parece que tuvieron muchas más de 24 horas. Me llevaron y me trajeron de aquí para allá y yo me dejé hacer, satisfecho. Hablé de pedagogía y de Maquiavelo; de catas de vino y de aceite y disfruté de una cata memorable de un café tan excelente que no sabía ni que existía; conocí a personas grandes y generosas a los que les cuesta pronunciar la erre y disfruté de esa cordialidad tan entrañable de los costarricenses, que se te queda prendida en el alma. Vi todos los verdes de una montaña tropical, feraz e intrigante y soñé en compañía con solucionar problemas imposibles.
IV
Hoy me he despertado impaciente, porque me espera una entrevista en la televisión, un encuentro con la ministra de educación y un debate con un grupo de estudiantes... más no sé cuántas cosas más.
V
Decía un filósofo que la vida es como el hierro, si no se usa, se oxida. En el trópico el peligro de oxidación es más evidente.
V
He comenzado a escribir el artículo para el ARA de este sábado. Tratará de los juegos olímpicos y de la vida pensada y la vida vivida.
I
He asistiendo a un sudoroso congreso pedagógico en Punta Cana y me he encontrado con que la oveja negra sigue teniendo muy buena prensa entre los pedagogos modernos. Así que voy a defender a la oveja blanca.
En primer lugar, porque sin ovejas blancas, las ovejas negras serían la ortodoxia, como pasa con la pedagogía actual.
En segundo lugar porque no hay pedagogo ortodoxo que no ensalce a la oveja negra, pero estoy seguro de que esos defensores de la excepcionalidad rebelde desean que los aviones aterricen y despeguen a su hora, que los servicios de estén impolutos, que el personal sea amable y eficiente, que el compañero del asiento de la izquierda no sea un terrorista y que el del asiento de la derecha se lleve bien con la higiene. Tiendo a creer que ellos, como yo, esperan encontrarse las cosas de casa, al llegar después de un viaje, como esperaban encontrarlas (que no esté su hogar okupado, por ejemplo), que su sofá y su cama sigan allí, y que su mujer no se haya fugado con un cura del Palmar de Troya. Juraría que tampoco se sentirían muy felices si, al despertar al día siguiente, se encuentran convertidos en un monstruoso insecto o en un monstruoso vegetal.
Es decir, bien por las ovejas negras, que son la respuesta a nuestra insatisfacción permanente con lo real, pero sin avasallar con lo posible; que nos vayan introduciendo los cambios sin poner el mundo cada día boca abajo, o sea, que nos ofrezcan sorpresas fragmentarias que sea (relativamente) fácil integrar en la previsibilidad de un mundo cambiante.
II
Cuando la locura esa de las competencias del futuro (toda competencia del futuro es una competencia que el presente, con su inteligencia disponible, postula para un futuro que siempre llega con sorpresas bajo el brazo) se solía decir y repetir que el 66% de los niños que comienzan la escuela trabajarán en trabajos que aún no han sido inventados y tendrán que resolver problemas que hoy nadie se plantea. Si fuera verdad, que no lo es, debiéramos estar muy agradecidos al 34% de personas que según el porcentaje anterior, seguirán manteniendo en pie la previsibilidad del mundo.
III
Vayan ustedes por esos pueblos de Dios, que se encontrarán a todo el mundo, desde campesinos a panaderos, pasando por policías municipales y barrenderos, trabajando con tecnologías que hace treinta años eran inimaginables. ¿Cómo las dominan si en la escuela nadie les habló de las competencias del futuro? Las dominan porque su funcionamiento, pasado el momento inicial de la sorpresa, resulta previsible.
IV
Por cierto, me temo que al lobo le importa poco la piel de la oveja. Lo que le importa es si el pastor está dormido o despierto.
II
Como no salgo del resort, no sé qué mundo hay más allá. No sé si habrá una librería de viejo a doscientos metros de la salida o un garito pobre con un ron excelso. Lo que sí tengo observado es que el andar contorsionista y orgulloso de las caribeñas no se ve por los pulcros paseos del resort. Así que vuelvo con la imaginación a la Majestad Negra de Luis Pales Matos:
Por la encendida calle antillanava Tembandumba de la Quimbamba-rumba, macumba, candombe, bámbula-entre dos filas de negras caras.Ante ella un congo -gongo y maraca-ritma una conga bomba que bamba.La pregunta que se plantea justo a continuación es esta: si una parte creciente de las sociedades desarrolladas está enfadada con las injusticias del capitalismo, con la globalización y con el deterioro de los servicios públicos, ¿por qué piensan que la solución está en la derecha radical y no en los partidos de izquierdas? ¿Es que acaso la anterior lista de agravios no coincide con los elementos más básicos de los programas políticos de izquierdas? Con diferentes matices y propuestas, la socialdemocracia y los partidos más a su izquierda llevan años llamando la atención sobre la desigualdad de ingresos y riqueza, sobre la necesidad de reforzar los Estados del bienestar y de abordar el calentamiento global, así como de regular de forma más estricta el capitalismo global.
¿Por qué, entonces, si las preocupaciones de esos votantes irritados encajan tan bien en los programas que ofrecen los partidos de izquierdas, luego, sin embargo, apoyan a los partidos emergentes de la derecha más radical? ¿Acaso esperan que estos mejoren los servicios sociales? ¿O que luchen contra la desindustrialización? ¿O que reduzcan la desigualdad?
Entiendo que para responder a estas preguntas hay dos vías. La primera consiste en suponer que el diagnóstico del problema antes presentado es correcto, pero los ciudadanos no actúan en consecuencia porque están confundidos o alienados, no acaban de entender sus verdaderos intereses. Las opciones a las que se puede recurrir para sostener esta tesis son muy variadas, desde las redes sociales, que no hacen más que meter ideas falsas en la cabeza de la gente, hasta los valores nacionalistas, pasando por la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Habría, pues, un conjunto de factores que alejan a los ciudadanos más afectados por los problemas económicos de las opciones políticas que más les convienen y, de esta manera, acaban votando a la extrema derecha en lugar de a los partidos de izquierdas. Por decirlo brevemente, se intenta dar cuenta del ascenso de la derecha radical volviendo a la idea venerable de la falsa conciencia.
La segunda vía es menos directa, se basa en un argumento algo más complejo. Sin negar que haya graves problemas distributivos en las sociedades occidentales ni que vivimos tiempos inciertos debido a la rapidez con la que están sucediendo los cambios tecnológicos y culturales, esta segunda vía se centra en los problemas específicos que atraviesa la política y que tienen que ver con el profundo descrédito que padecen los políticos, los partidos y las instituciones de la democracia representativa.
La idea es la siguiente: los proyectos emancipadores o de progreso solo son viables cuando la gente confía en la política como instrumento de cambio. Hay que creer primero en la política para poder apostar luego por líderes y organizaciones que prometen reformas profundas de la economía y la sociedad. En este sentido, la ciudadanía puede estar de acuerdo con muchas propuestas de la izquierda, pero no actuar en consecuencia (votando por ellas) si piensa que la política está averiada.
Cuando había partidos que defendían métodos revolucionarios, el problema de la confianza en la política era el contrario: cuanto menos se confiaba en el sistema, más atractiva resultaba la posibilidad de una revolución que construyera una nueva sociedad (era el “cuanto peor, mejor”). Pero abandonado el sueño revolucionario en los países desarrollados, el único mecanismo de cambio que persiste es el institucional o reformista. Ahora bien, el reformismo, sea más o menos ambicioso, requiere por necesidad que se confíe en que el orden institucional es capaz de llevar a la práctica las propuestas de las fuerzas políticas. Cuando se pierde la fe en las instituciones, el reformismo queda condenado (“cuanto peor, peor”). Al margen del atractivo de las propuestas de cambio que ofrezcan las izquierdas, mucha gente pensará que son irrealizables, pues quedarán bloqueadas por los grupos de poder (nacionales o internacionales), o por la naturaleza corruptible de los políticos, o por cualquier otro factor.
De la misma manera en que a las izquierdas les perjudica la crisis de representación democrática, a las derechas, sobre todo a las radicales, les favorece (para ellas, “cuanto peor, mejor”). Al fin y al cabo, estas derechas propugnan mecanismos alternativos a la representación clásica, delegando en líderes fuertes que se burlan de los resortes institucionales de las democracias representativas. Esos líderes se supone que encarnan y defienden valores nacionales que los políticos tradicionales (de la derecha o la izquierda) han abandonado. No es que propugnen una vía revolucionaria, pero tampoco se someten a la lógica institucional. Proponen una solución intermedia (e inestable), basada en gran medida en el fenómeno de un hiperliderazgo liberado de restricciones institucionales.
Las derechas radicales capitalizan el descontento con la representación y prometen una política distinta, intransigente, sin complejos, dura, que permita superar la parálisis de la política institucional. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en una posición incómoda y débil: no consiguen transformar el descontento económico en una palanca política porque no saben cómo resolver antes la crisis de la representación. Mientras no haya unos niveles superiores de confianza política e institucional, los programas de izquierdas tendrán grandes dificultades para ganar apoyos.
Esta manera de plantear el asunto permite entender por qué, a pesar de los problemas económicos a los que se hizo referencia al principio, es la derecha radical la que está consiguiendo ganar terreno en muchos países occidentales. Esos problemas económicos no son una invención, están ahí y muchos de ellos son urgentes, pero la solución no vendrá por la izquierda si tanta gente continúa pensando que los partidos y las instituciones están averiadas. Ese es el principal caldo de cultivo de la derecha radical, el descontento tan generalizado con la política. Y por eso mismo, la derecha radical invierte tanta energía en desprestigiarla.Una de las principales manifestaciones de la actual crisis de la democracia liberal es la falta de equilibrio entre el poder judicial y el poder legislativo. El paisaje institucional se ha ido modificando progresivamente y cada vez más decisiones se sitúan fuera del alcance de las instituciones mayoritarias. Esta mutación ha producido lo que puede llamarse una “juristocracia pospolítica” (Ran Hirschl), es decir, un disciplinamiento jurídico de las democracias, un estrechamiento del campo de acción política, una contracción sistémica de lo políticamente posible.
La principal demostración de que los tribunales deciden mucho, tal vez demasiado, es el desplazamiento de la vida política desde los parlamentos al sistema judicial. Organismos que supuestamente están concebidos para ejercer una función apolítica y neutral incrementan el conflicto político en torno a ellos porque se sabe que ya apenas cumplen aquella función y que toman decisiones eminentemente políticas. Por citar solo un ejemplo reciente: los tribunales han concedido la inmunidad a Trump, pero es que los demócratas habían puesto sus esperanzas en que fuera derrotado por los tribunales y no en las urnas. El término “politización” es demasiado benigno para calificar lo que está pasando, a saber, que el derecho se ha convertido en la continuación de la política por otros medios.
La teoría clásica de la democracia defendía la existencia de contrapesos y equilibrios (checks and balances), pero lo que hoy vemos es más contrapesos que equilibrios. Hay una creciente sustitución de la política por el Derecho, una estrategia para sustraer cada vez más asuntos de su disponibilidad democrática. Claras mayorías políticas no consiguen llevar a la práctica lo que han conseguido acordar porque se les enfrenta un gremio de jueces que no han sido elegidos y que no rinden cuentas a nadie. ¿Cómo se verifica entonces el principio de que todos los poderes emanan del pueblo en el caso del poder judicial?
La revisión de constitucionalidad puede estar funcionando como un mecanismo de protección de determinados intereses y, lo que es más grave, para disminuir la capacidad de abordar las transformaciones sociales y políticas necesarias en unos tiempos cambiantes. En medio de una cultura jurídica positivista no resulta fácil que se abra paso la creatividad de la política, en consonancia con la variación de las interpretaciones sociales de lo jurídico, como pudimos comprobar con ocasión de la ley sobre el consentimiento sexual y la correspondiente perspectiva de género en torno a la elaboración, interpretación y aplicación de las normas jurídicas. La correcta politización de la justicia es el intento de devolver a la escena de la política, de las mayorías políticas, demasiadas cosas que fueron desplazadas hacia el ámbito judicial, supuestamente neutral, donde se hacen valer otro tipo de mayorías, es decir, donde se hace otra política.
Cuando la judicial review se utiliza para contrarrestar a las mayorías políticas, entonces lo que sucede es que hay demasiados incentivos para limitar su poder o ampliarlo en función de a qué actor político beneficie. Lo que el poder judicial revisa es que determinadas cosas no se puedan revisar.
La gran cuestión que hemos de resolver es cómo alcanzamos el equilibrio adecuado entre la estabilidad jurídica y el espacio móvil y modificable de la vida democrática. Debemos lograrlo sabiendo que el papel de los tribunales de justicia no puede ejercerse a costa de devaluar los parlamentos, la elección popular, de reducir lo político a lo jurídico. El centro de la conversación democrática debe ser lo que queremos hacer y no lo que está jurídicamente permitido o prohibido.
Daniel Innerarity, La juristocracia, El País 24/07/2024
Sin acuerdos, la democracia se escurre por el desagüe de la necesidad de liderazgos personalistas que combatan los problemas resolutivamente. De este modo, muere el liberalismo al prevalecer la audacia sobre la reflexión; la sorpresa sobre la previsibilidad; la táctica sobre la estrategia y el oportunismo sobre la responsabilidad.
Se vio durante el asalto al Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021 y se verá en el futuro. Entre otras cosas, porque irá de la mano de un uso de la inteligencia artificial (IA) que hará más eficaz la capacidad desestabilizadora de nuestro último bárbaro. No en balde, podrá atentar impunemente contra la veracidad que sustenta la gestión representativa del conocimiento político que, todavía, define la praxis de la democracia liberal como un sistema de gobierno que afirma verdades contrastables argumentativamente y que las urnas refrendan con los votos.
Esta es la razón que explica por qué la derecha alternativa global hibrida autoritarismo y tecno-libertarismo. Un fenómeno que explica que Donald Trump y Elon Musk se alíen y que el primero anuncie que el segundo será su consejero tecnológico si llega a la Casa Blanca. O que el primer viaje oficial de Javier Milei fuese a Silicon Valley, donde tuvo una calurosa acogida de los líderes del ecosistema de emprendimiento tecnológico vinculado a la IA. Quizá porque ofreció Argentina como laboratorio de entrenamiento para las IA fronterizas. Aquellas que pueden acarrear consecuencias maléficas que pongan en grave riesgo el respeto de los derechos humanos.
La convergencia de intereses entre el libertarismo de Silicon Valley y perfiles populistas como Trump o Milei no es nueva. Revela un denominador común que, además de reverenciar a autores como Ayn Rand o Nick Land, defiende una forma de despotismo tecnoilustrado que cree que ha de corresponder a las elites emprendedoras impulsar la aceleración del cambio digital de la sociedad, sin importar el coste social. El avance técnico lo compensará con la extraordinaria prosperidad que creará en el futuro. Para lograr ambas cosas es necesario orden y liderazgo incontestables. Algo que teoriza Peter Thiel, fundador de PayPal y asesor de Trump, cuando mantiene en La educación de un libertario que la libertad y la democracia son potencialmente incompatibles si no hay un líder que las garantice con su carisma. Reflexión que traduce en defender que Estados Unidos sea gobernado por un consejero delegado tecnológico de éxito, pues, si quiere mantener su hegemonía planetaria frente a China, tendrá que convertirse en una plataforma que acelere la revolución tecnológica del país a hombros de monopolios corporativos. Y es que, según el autor de De cero a uno: cómo inventar el futuro, son la forma natural de favorecer el progreso de la humanidad al premiar el genio de los ganadores, mientras que la competencia y la democracia, con su exceso de reglas y principios éticos, son las limosnas que compensan el fracaso de los mediocres.
José María Lassalle, Bárbaros digitales, El País 25/07/2024
Los expertos consideran el efecto placebo un ejemplo destacado de interacción mente/cuerpo. Es una nomenclatura algo pomposa, puesto que la mente es un trozo de cuerpo, pero no nos perdamos por los callejones sin salida de la lexicografía. La idea es que la mente quiere dejar de sufrir dolor, y ese solo hecho le permite convencer al cuerpo de que deje de sentirlo. La mera expectativa de que algo te va a aliviar el dolor basta para aliviarlo, aunque eso requiera tragarte una pastilla de harina o que te inyecten un suero salino para hacer el paripé.
Esto solo funciona en algunas personas, por supuesto, pero funciona realmente en ellas. La cuestión es relevante para la práctica médica y, desde luego, para los ensayos clínicos que pretenden determinar si un nuevo analgésico funciona. El efecto placebo debe descontarse tanto en el grupo de control como entre quienes han recibido el fármaco real, donde parte de los efectos también pueden deberse al mismo fenómeno. Es una cuestión dificultosa, pero abordable experimentalmente.
Los hinchas de las explicaciones místicas van a pasar un mal rato al saber que los ratones también experimentan el efecto placebo. Si aliviar el dolor con el poder del alma es factible, será que los ratones tienen alma. Si en vez de llamarlo alma lo llamas fuerza de voluntad, tendrás que concederle ese superpoder a nuestros primos roedores. El caso es que el dolor es una constante en el mundo animal, y el efecto placebo parece serlo también. Esto puede ser humillante para la grandeur humana, pero tiene la gran ventaja de que podemos estudiar los fundamentos neuronales del efecto placebo en los ratones, y —créeme— ese es el secreto para avanzar rápido en neurología. Es lo que han hecho Grégory Scherrer y sus colegas de las universidades de North Carolina, Harvard, Howard Hughes, Columbia, Stanford y el Instituto Allen. “No man is an island”, como dijo John Donne. Nadie es una isla en la neurociencia actual.
La causa última del efecto placebo no está en el alma ni en el hiperespacio, sino en el córtex cingulado anterior (CCA), situado tras la frente y entre las sienes. Un siglo de neurología nos dice que conecta por un lado con las emociones y por otro con la razón, y de este modo está implicado en la atención selectiva, la toma de decisiones y —de manera crucial para lo que nos ocupa aquí— la anticipación de una recompensa. Si tenemos algo parecido al libre albedrío, cosa que algunos neurocientíficos ponen en duda por cierto, el CCA (córtex cingulado anterior) es un firme candidato a alojarlo de un modo u otro.
Scherrer y sus colegas han podido ver con exquisito detalle que, durante el efecto placebo, la actividad del CCA se proyecta sobre los núcleos pontinos, una puerta de entrada al cerebelo que hasta ahora solo parecía implicada en el control de los movimientos, y de ahí al cerebelo en sí mismo. Resulta que en ese circuito neuronal hay un montón de receptores de opiáceos, lo que explica casi todo. Vamos drogados por el mundo y no nos damos cuenta.
Javier Sampedro, La explicación del efecto placebo, El País 27/07/2024
Este mundo de urgencias y apocalipsis otorga más credibilidad a las afirmaciones simplificadas, contundentes y sin fisuras, incluso vociferantes, como si fuesen prueba de conocimiento y capacidad de liderazgo, mientras ignora a quienes tienen el valor de compartir sus perplejidades. Olvidamos que, a veces, las cataratas de certezas brotan de los labios más intransigentes. Mafalda nos advirtió del peligro: “El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta”.
Los filósofos escépticos de la antigua Grecia se empeñaron en combatir esas resbaladizas creencias. Invitaban a cultivar la duda, y defendían con valentía los matices y las ambigüedades. Por supuesto, animaban a actuar razonablemente, pero sin jactarse de tener la razón. Afirmar siempre con cautela. “No digas ‘así es’, sino ‘me parece que es’; di ‘siento frío’, en lugar de ‘hace frío’, porque otro podría tener calor”, escribió un sabio griego, anticipando las batallas campales por la temperatura del aire acondicionado en las oficinas. La palabra escéptico no significaba en origen nada semejante a descreído o cínico. En griego skepsis aludía a una investigación, a la observación y el examen a fondo de cada asunto. Entre los extremos del dogmatismo y el relativismo, hay una senda menos transitada: aspirar a saber más y mejor, con prudencia y cuidado, sin complacencia ni credulidad. Revisar y repensar incluso las verdades más blindadas. Ambiciosa utopía para escépticos.
El fundador de esta escuela, Pirrón, “carecía de fama, era pobre y pintor”. Se enroló en la expedición de Alejandro Magno y conversó con los yoguis indios —gimnosofistas hindúes o “filósofos desnudos”— milenios antes de nuestra fascinación contemporánea por el yoga. También se codeó con los magos iranios, sacerdotes del zoroastrismo. “De ahí parece provenir su muy noble manera de filosofar”, escribió el historiador Diógenes Laercio. Al entrar en contacto con otras culturas e ideas, fue capaz de poner en duda sus propias convicciones. Se declaró partidario de una vida sencilla y apacible, sin arrojar juicios como piedras a diestra y siniestra. Decidió dedicar su vida a demostrar que nada se puede demostrar. No escribió ni una línea, posiblemente para evitar la tentación de dogmatizar. Por suerte tuvo un seguidor menos escrupuloso, Timón, que anotó sus enseñanzas: gracias a él, sobrevivieron al olvido.
Pirrón aspiraba a combatir los dogmas para liberar a la humanidad de la inquietud, la hostilidad y el conflicto. En la duda infinita, pretendía encontrar entereza, clarividencia y sosiego. Afirma su biografía que “tuvo muchos seguidores, por su tranquilidad”. Al volver a Grecia tras luchar en las tropas de Alejandro Magno, compartió un humilde hogar con su hermana matrona —el problema de la vivienda también era asfixiante para los filósofos precarios de la época—. Otro pensador, Sócrates, hijo de la partera Fenareta, conoció de cerca la labor de una comadrona. En el diálogo Teeteto, Sócrates dijo ejercer el mismo oficio que su madre, y bautizó a su método como mayéutica, es decir, ayudar a dar a luz, asistir en el parto: “Los que conversan conmigo nada aprenden de mí, sino que encuentran en sí mismos bellos conocimientos, que yo solo ayudé a concebir y alumbrar”. Sócrates y Pirrón, adalides de la duda, convivieron con mujeres cuidadoras y dedicaron sus esfuerzos intelectuales a engendrar una filosofía sanadora. Recalca su biógrafo Diógenes Laercio que Pirrón limpiaba la casa, algo muy inhabitual en la época. Además, alcanzó los 90 años, edad poco frecuente. Quizá vivan más años los hombres que se ocupan de las tareas domésticas, si me permiten la generalización apresurada.
En nuestra —poco higiénica— aldea mediática de titulares histéricos, condenas instantáneas y afirmaciones rocosas, podría ser útil recuperar esta herencia. Un toque de pirronismo nos ayudaría a entender que no vemos el mundo como es, sino como somos. Está comprobado que tendemos a creer las informaciones que afianzan nuestras convicciones —por infundadas que parezcan— y a cuestionar los datos que las rebaten –por sólidos que sean–. En psicología lo denominan “sesgo de confirmación”, y documentan que se produce en todo el espectro ideológico, incluso entre quienes se enorgullecen de poseer una mente abierta y un insobornable sentido crítico. Más que el famoso “ver para creer”, parece que se trata de creer para ver.
Irene Vallejo, Quizás, quizás, quizás, El País 28/07/2024
Después de la Revolución Rusa de 1917 y después de la II Guerra Mundial, las calles se llenaron de millones de huérfanos y niños sin familia. Vendían cerillas y trataban de quitarles la cartera a los clientes, entraban en las casas para robar y a veces se agrupaban para asaltar a los adultos. Su extrema violencia era producto de la adaptación a una sociedad en guerra, la destrucción de las familias y la ruina cultural. Los niños que no eran violentos morían de hambre, de desesperación o asesinados por otros. Fue la época de las utopías pedagógicas, cuando Makarenko y Korczak demostraron que bastaba con acoger a aquellos pequeños delincuentes en un programa de acciones constantes y organizar debates denominados la república de los niños para poder estructurar el espacio activo, afectivo y verbal en el que forjar unos lazos que les dieran seguridad. En efecto, se vio una recuperación evolutiva, un desarrollo nuevo y positivo después del caos. Hoy ese proceso recibe el nombre de “resiliencia”.
El giro epistemológico se produjo en 1951: el pedagogo y psicoanalista John Bowlby presentó su informe a la OMS. Propuso una explicación que combinaba los datos genéticos con los ambientales, cosa que todavía no era muy habitual. Descubrió que, de un pequeño grupo de “44 ladrones adolescentes”, 17 habían sufrido una larga y dolorosa separación de la madre. En el grupo de control del estudio, de 44 adolescentes que no habían delinquido, solo 2 habían crecido sin cuidados maternos. De forma que era posible establecer una relación de causa y efecto entre la falta de afectos a edad muy temprana, que introduce en el cerebro un factor de vulnerabilidad emocional, y la explosión que se da en la adolescencia, cuando más intensos son los impulsos afectivos.
Este informe tuvo gran éxito internacional en los años de la posguerra, cuando los educadores necesitaban comprender por qué los niños sin familia eran tan sombríos e impulsivos y a veces se convertían en delincuentes. Una avalancha de ensayos clínicos confirmó y detalló esta noción, pero hasta hace poco no fue posible que las técnicas de neuroimagen fotografiaran, midieran y evaluaran las alteraciones neurológicas provocadas por los cambios en el entorno. En una cultura dualista, en la que el alma insustancial está totalmente separada del cuerpo material, es difícil aceptar que una disfunción cerebral pueda ser consecuencia de una disfunción social. Sin embargo, las imágenes obtenidas con las nuevas técnicas muestran que un niño aislado desde muy corta edad, intensamente y durante mucho tiempo adquiere una “atrofia cerebral” de los dos lóbulos prefrontales, la base neurológica de la anticipación, y del anillo límbico, la base neurológica de la memoria. Cuando las personas del entorno del niño no le ofrecen ningún tipo de relación, ¿dónde va a ir? Sin la capacidad de anticipación, no se establecen conexiones neuronales, así que en la imagen aparece una zona oscura. Si no hay nadie a quien amar, si el niño vive en un desierto afectivo, no tiene nada que recordar, ni acontecimientos, ni emociones, por lo que el sistema límbico aparece atrofiado. Cuando todo va bien, las neuronas prefrontales, ante el estímulo de una alteridad, inhiben la amígdala rinencefálica, la base neurológica de las emociones insoportables como la cólera, la desesperación y el odio. Quizá ese sea el motivo de que un sujeto sumido en sus emociones se tranquilice cuando hay un plan de acción, una relación familiar o un relato que elaborar, como observaron Makarenko y Korczak sobre el terreno. […]
La repercusión de un acontecimiento sensorial, afectivo o verbal es distinta según la organización del receptor neuronal. Si a un bebé de cuatro o cinco meses se le dice: “Las personas que creen en Dios envejecen mejor que los ateos: su fe en un Dios protector tiene un efecto tranquilizador”, el bebé saltará de alegría. Pero será por la proximidad sensorial de esa persona, la voz, el brillo de sus ojos, el olor familiar tal vez. Si se le dice esa misma frase a un niño de siete años, sentirá más seguridad y querrá creer en ese Dios protector del que le habla su madre.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
No hay nada más natural que una pelea. No hay nada más civilizado que la guerra.
Ante una pelea, los humanos tenemos las mismas reacciones que los animales; cuando un desconocido entra sin avisar en casa, cuando un vecino se apodera de un trozo de nuestro terreno, cuando un depredador amenaza a nuestros hijos o cuando entablamos una rivalidad con alguien que corteja a la misma pareja sexual que nosotros o con alguien que posee un bien que nosotros no tenemos.
Ahora bien, librar una guerra es distinto: hay que planificar, reunir a hombres, proporcionarles armas de alta tecnología y, sobre todo, encontrar las palabras necesarias para justificar el fanatismo que haga que los soldados se sientan orgullosos de matar sin sentirse culpables. Esa es la condición humana, la de las herramientas y el lenguaje.
Cuando la cultura ofrece varios relatos, el adolescente que no quiere seguir sometido a las verdades de sus padres elige la ficción que le conviene, la que expresa sus deseos. Así adquiere cierto grado de libertad y se reafirma, pero, cuando en el entorno verbal no hay más que una sola historia, el joven cae en las garras de un relato totalitario, el que expresa e impone su verdad única. Cuando hay pocas alternativas, las ideas están más claras. Cuando no se puede demostrar nada, los eslóganes repetidos por el grupo al que se pertenece reemplazan a la verdad. Cuanto menos sabe una persona, más convencida está. Es una gran ventaja para la mente perezosa. Uno se siente muy a gusto cuando está rodeado de amigos que recitan las mismas palabras; proporciona una sensación de fuerza y seguridad. Pero los eslóganes eufóricos empobrecen el mundo de la verbalidad, se pierde alegremente la libertad interior y se acepta una cómoda servidumbre.
¿Se podría explicar así la capacidad de seducción de los lenguajes totalitarios? ¿Se podría entender así por qué existen hoy en todo el mundo tantos dictadores elegidos democráticamente? ¿La fatiga de pensar proporciona menos placer que la alegría de entonar a coro eslóganes que impiden pensar? Un pueblo que sufre dificultades en una sociedad desorganizada se siente mejor cuando cree lo que le dice su líder, su salvador. Esa es la manera de que, cuando estalla una guerra, el creyente pueda matar sin sentirse culpable: “Me limito a obedecer”, dice. Lo cual es cierto y también criminal.
He partido de la experiencia de quienes han vivido el hundimiento físico y ético que es la guerra. Cuando se pierde la palabra, no quedan más que los impulsos y las armas. Cuando una desgracia vital empobrece el espacio afectivo que debe rodear a un niño, su cerebro, mal formado, adquiere una disfunción que lo aísla y aumenta su sufrimiento. Cuando los relatos que nos rodean se reducen a una declamación única que nos da la satisfacción de entregarnos a la pereza, el debate desaparece y la democracia sufre y se empobrece. Afortunadamente, estos problemas individuales y culturales son remediables siempre que actuemos sobre el entorno que influye en nosotros. Tenemos cierto grado de libertad y, por tanto, una responsabilidad si no hacemos algo. Basta con relacionarnos, hablar, visitar otras culturas y descubrir otras jerarquías de valores.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
Mi cerebro humano me permite vivir y habitar en un mundo de representaciones separado de la realidad palpable que, sin embargo, siento en lo más hondo de mi ser. ¿No será esa la definición de delirio? (“de-”, prefijo privativo; “lira”, surco en la tierra). Siento intensamente unos hechos que quizá no existen en la realidad, pero de los que me construyo una representación que me domina. Me pongo en manos de lo que construyo, me lo creo y tomo las medidas correspondientes. Eso no lo puede hacer mi perro. Tiene mejor olfato, pero su acceso al lenguaje (que no está mal) le sirve para designar cosas que están en su entorno, mientras que un ser humano, con el lóbulo prefrontal —base neurológica de la anticipación— conectado al sistema límbico —la base neurológica de la memoria y las emociones—, tiene la capacidad de vivir en un mundo invisible que le ocupa la mente. Así se instalan los seres humanos en los mundos maravillosos o terroríficos que no dejan de inventar.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
I
Estoy en Punta Cana. Calor, sudor y humedad. El Cid, aquí, no cabalgaría. Lo suyo era el polvo, el sudor y el hierro.
II
Ayer al bajar del avión nos recibió el rutinario chaparrón vespertino del trópico y una bofetada de calor húmedo. Cansado, cené una pizza y dos cervezas y a la cama.
III
Me he levantado temprano, a las 5:00 y ya el calor húmedo se enganchaba a la piel como un parásito.
IV
Me imagino que toda esta gente que viene a estos hoteles de playas famosas encuentra en ellos maravillas que yo no acabo de ver. Yo, a las 9:00 ya estaba encerrado en mi habitación, disfrutando del aire acondicionado y preparando una charla que tengo esta tarde a primer ahora.
VMe ha invitado Santillana de Colombia y se supone que tengo que hablar de algo que no sé muy bien qué es: la vida plena. Pero hablaré de Creso, el rey de Lidia, y de Solón el ateniense, Ya les contaré.Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Hace unos días, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, nos recordaba los efectos del cambio climático; efectos que llevarán a miles de millones de personas (las más pobres) a vivir por encima de los 50 grados Celsius. Hasta aquí todo bien (¡bien terrible!). El problema estaba en la atribución de causas. Sostuvo Guterres que el cambio climático era debido a la «adicción humana a los combustibles fósiles». ¡Pésimo «diagnóstico»! No ya por ese funesto vicio de convertirlo todo en una patología (que también), sino porque el político portugués, en la peor tradición liberal, fustiga a los individuos sin dedicar una palabra a las causas estructurales de esa presunta «adicción». Vamos a recordarle algunas.
Desde hace más de dos siglos el capitalismo industrial ha ido obligando a la gente al abandono de las zonas rurales y a vivir en la periferia de las grandes urbes. Desde hace cincuenta años la gentrificación y la especulación urbanística (aceleradas por el negocio turístico) han estado expulsado igualmente a la gente desde el centro al extrarradio. El efecto de este fenómeno global y masivo ha sido, obviamente, la multiplicación del tráfico urbano. Quien vive en los inmensos suburbios de cualquier megalópolis no puede ir regularmente a su trabajo en bici o dando un paseo, privilegio reservado a las élites, que son, cada vez más, las únicas que pueden vivir en el centro.
Desde luego que hay grandes urbes en las que existe una amplia y moderna red de transporte público, pero en la mayoría este es ineficaz e insuficiente. Eso por no hablar de la incomunicación de las zonas rurales o entre pequeñas ciudades de provincia. El desmantelamiento de la red ferroviaria que antaño articulaba el territorio (para invertirlo todo en autovías y unas pocas líneas de alta velocidad) o la deficiencia (o inexistencia) de infraestructuras de comunicación en las regiones más pobres hacen que, para muchísimas personas, la única alternativa sea, invariable y obligatoriamente, el coche.
Así que nada de «adicción a los hidrocarburos», señor Guterres. Para la mayoría de los que no podemos vivir en un ático en el centro el automóvil no es un vicio, sino una necesidad; no tenemos otra forma realista de acudir al trabajo, la escuela, el hospital o el supermercado; ni disponemos de medios para costear (o simplemente para hacer viable) el uso de vehículos que, como los eléctricos, distan mucho de ser prácticos y sostenibles – mucho menos si se comienzan a utilizar en masa –.
Así que, en lugar de echarnos el muerto encima, abogue usted por multiplicar por mil el transporte público, por invertir en trenes que vuelvan a conectar pueblos y ciudades, por cortar de raíz con la especulación de la vivienda en los centros urbanos o por extender el teletrabajo voluntario… Y ya verá, ya, cómo los curritos acudimos en bus al trabajo o, en estas tórridas fechas, nos vamos en tren a Benidorm o Chipiona – y no andando, como tuve que escuchar recientemente a un académico gurú del ecologismo patrio, de esos que hablan y entiendes a la perfección porque la gente vota a Trump, Abascal o Alvise –.
I
Aeropuerto de Barcelona, temprano. Entro en un chiringuito aeroportuario a tomar un café. A mi lado, una pareja joven... ¿25 años? Él no para de rebuscar entretenimientos en el movil. Ella se va entristeciendo. De repente comienza a llorar y él deja el mòvil e intenta abrazarla. Ella se deja, pero como si fuera de trapo. Él le susurra vete a saber qué; ella llora ahora con más intensidad. Es una escena tristísima. Me voy.
11
Aeropuerto de Barcelona. 90 minutos antes. Voy a preguntar si tendré problemas con la maleta si la llevo en cabina y me preguntan a mí si tengo no sé qué. No lo tengo. Ni se me había ocurrido pensar que necesitaría un no sé qué. Si no lo consigo, no podré embarcar. Comienza un maratón burocrático que me deja exhausto. Demasiadas casillas a rellenar, demasiadas cosas que tengo que preguntar, demasiado de todo. Estoy superado. ¿Y si interrumpo el viaje? Me doy una oportunidad más a mí mismo. Reinicio todo. Noto como el tiempo se va devorando a sí mismo, como un fósforo. Finalmente lo consigo. No me siento feliz, sino triste. Estas cosas ponen de manifiesto una de mis invalideces más notorias.
III
Mi agente provocador no viene conmigo y sé que voy a ir de despiste en despiste. Me meteré en las colas que no son, cogeré el pasillo que no toca, me olvidaré de informarme sobre los papeles imprescindibles para entrar en un país.
IV
Añoranza intensa de mi sofá, mi cama, mi habitación, mis libros, mi luz de Ocata, las jacarandás a las que da mi ventana, mi plaza de Ocata.
V
¿Pero para qué salimos, si no para encontrar el camino de casa?
I
Pucherazo. Y Zapatero.
II
Es una característica común de la izquierda europea: quiere para Hispanoamérica o África regímenes políticos que no podría soportar si se instalasen en su país.
III
El cristianismo es una religión tan rara que lo más normal es que sorprenda, se la critique o, simplemente, se la ridiculice (en esto, Voltaire era el maestro). Nada de esto debiera preocupar a un cristiano. Cuando se la critica se está reconociendo su vigencia. Alguna grandeza debe conservar el cristianismo cuando se considera loable enfrentarse a él. Lo que debiera preocupar a los cristianos es volverse invisibles, que su presencia se diera en la mayor indiferencia, que su fe no molestara a nadie.
IV
Hace ya algunos años que descubrí que si quieres escribir con libertad en un periódico, lo primero que tienes que hacer es ignorar los comentarios de los lectores.
V
Es difícil comprender el empeño que ponen algunos intentando refutar lo que no has dicho.
I
Querida L,
Yo sé que si no apareciste en aquella cena en Madrid no fue por falta de ganas. Te había invitado yo mismo hacía unas semanas y en los días previos, temiéndome que pudiera pasar lo que, sin duda, pasó, te volví a invitar y tú me aseguraste que no faltarías. Pero faltaste. Te estuve esperando un buen rato en la calle pero sabía que sería inútil. El comisario político que te acompañaba era el responsable. Eres demasiado importante para permitirte moverte en libertad. Por eso hoy uno mi deseo al tuyo. El país está más que Maduro.
II
Ayer me entrevistaron por zoom desde Bolivia. Me temo que debí hacerlo fatal porque el entrevistador no paraba de bostezar, de manera indisimulada. Se suponía que hablábamos de educación.
I
Estoy profundamente asqueado con los datos del informe que han hecho público los jesuitas de Cataluña. Han identificado al menos 145 víctimas de abusos sexuales cometidos en centros educativos por parte de 44 agresores desde 1948 a la actualidad. El mismo informe admite que "estas 145 víctimas no son el total de las víctimas". Yo estuve ingresado en un internado capuchino de los 11 a los 16 años y nunca percibí el más mínimo indicio de que pudieran tener lugar abusos de este tipo, lo cual aumenta mi desconcierto.
II
Ha llegado la hora de preguntarse si estos hechos obedecen a conductas más o menos desquiciadas de unos cuantos adultos pervertidos o si el hecho de que esos adultos sean tantos no dice alguna cosa de más calado sobre algún tipo de perversión interna en la misma Iglesia.
III
No puedo dejar de pensar en los culpables y en los inocentes a los que la conducta de tantos culpables somete a una sombra de sospecha porque también se puede pecar por omisión.
IV
La perplejidad y el desconcierto bien visible en la Iglesia ante la continua aparición de hechos de este tipo no puede limitarse a pedir perdón a las víctimas e indemnizarlas con una cantidad de dinero. Eso es imprescindible, pero no es suficiente. La Iglesia necesita abrirse en canal y ganarse la transparencia que le puede garantizar un futuro.
V
A veces siento que formo parte del último grupo de cristianos europeos, que camina, desorientado, hacia su merecido ocaso y entonces me digo a mí mismo que yo también soy víctima de los desalmados.
VI
Tras escribir lo anterior he salido a hacer la compra. Esta noche tenemos invitados. Y dándole vueltas al asunto he pensado en los justos. No sé cuantos serán. Pero si solo hubiera uno, merecería nuestro reconocimiento.
La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) |
Los aficionados al flamenco tienen una jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.
Pues bien, al discurso racional le pasa como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la atención.
Diríamos que eso mismo que exige la buena música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración democrática.
Frente a las tendencias «neoluditas» contra las redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».
Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura.
Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto. Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.
I
Día complejo en el que Caridad Mercader ha vuelto a asomar su cabeza. Un dibujante de cómic está dibujando su historia y me pide una ayuda que muy gratamente estoy dispuesto a darle. Una televisión hispana de Florida quiere... ya veremos el qué. Cuando se concrete, os lo diré.
II
Intercambios de mensajes con Bolivia, Perú, Costa Rica. Todo bien excepto lo que va... digamos que de manera progresivamente más preocupante, porque la buena voluntad, cuando no está bien informada, te puede meter en líos considerables. Muy considerables. Tengo que ser, por ahora, discreto.
III
Parece que mi nuevo libro, Prohibido repetir, está despertando un interés notable. Una editorial barcelonesa quiere publicarlo en catalán y distintos medios se han puesto ya en contacto conmigo para que les conceda entrevistas. Sin embargo, si les soy sincero, he de confesarles que estoy un poco cansado del mundo educativo. Hay modas que se imponen por encima de todo criterio racional porque en educación lo que suena bonito suele considerarse verdadero.
IV
Definitivamente, a las 5:00 de la mañana comienza la hora más lujuriosa del día.
I
He decidido hablar lo menos posible de política en las redes sociales. No es que no me interese la política. Es que, simplemente, quiero poner acentos en aspectos aparentemente mínimos de mi realidad cotidiana. Son muchas las veces que me apetece mucho lanzar un exabrupto contra alguien. Pero el silencio y el arte de distribuir prioridades tiene también sus pequeñas lujurias.
II
Uno de los posibles ejercicios de la libertad es el de elegir, en la medida de lo posible, aquello a lo que quieres dar relevancia de tu entorno. Todo nos afecta pero es posible decidir tu grado de afectación relativa. La libertad es también la capacidad de subrayar lo irrelevante para traerlo a primer plano. Por ejemplo, levantarme a las cinco de la mañana, abrir la ventana de par en par, dejar que el frescor de la madrugada te inunde mientras cumplo con el deber autoimpuesto del «nulla dies sine linea».
III
O la cena de ayer: una ensalada de tomate con anchoas, cebolla, nueces y un buen vaso de vino.
IV
O el paseo por la playa notando cómo tus pues se hunden en la arena mientras las olas chocan contra ellos.
V
O esa belleza transeúnte para la cual ya eres completamente invisible. El verano también tiene sus dolores.
VI
En una ocasión di una conferencia que se titulaba «Lo que vemos es lo que nos mira». Creo que no me expliqué bien, porque lo que vi en el auditorio era un general desconcierto. Hoy me reafirmo: lo que vemos es lo que nos mira. Y lo que no nos mira, aquello para lo que somos invisibles, aquello que nos ningunea de la manera más espontánea, lo vemos empapados de una inevitable melancolía. No se hundirá el mundo por ello. Ni tan siquiera merece un gesto de decepción por nuestra parte. Pero es la aparente dignidad con que llevamos nuestra invisibilidad la que nos traiciona.
II
Hablo con alguien que se duele de haber conocido a las puertas de sus sesenta años a Jean-Claude Michéa.
- Michéa -le digo- es, además del intelectual más leído de todos los mundos posibles, un hombre de izquierdas al que la izquierda francesa no perdona su crítica de la «religión progresista».
- Quizás los hombros de mis gigantes -me contesta- no eran tal altos cono yo pensaba, por estar abducidos por esa religión.
- Entiendo y comparto tus sentimientos, pero nunca es tarde para comenzar a practicar un pensamiento cuyas conclusiones no vengan ya predeterminadas moralmente en sus premisas. ¡Qué difícil es pensar sin miedo a hacernos daño! Pero hay que estar alerta con el pensamiento balsámico, tan traicionero y tan reconfortante.
III
Entre las cinco y las siete de la mañana: estas son las mejores horas del verano. Pongo mi sofá junto a la ventana abierta de par en par y me siento a leer o a escribir. Aún tardarán a anunciarse los mails.
IV
Comienzo a escribir mi artículo para el ARA del sábado. Primera frase: «Aldous Huxley decía que un intelectual es alguien que ha descubierto algo más interesante que el sexo». Vamos bien.
I
Si comienzas el día con una llamada de Jorge Freire, ya casi lo has amortizado.
II
Hoy vuelve mi mujer y tengo que recoger la casa: ordenar las cosas, fregar los platos, regar las plantas... y hacer mi media cama, porque su lado está intacto.
III
Las de ideas brillantes que se me ocurren cuando estoy lejos de un teclado y ante el teclado se espantan y se van y no hay manera de darles caza.
I
De repente se hace la oscuridad y rompe a llover con fuerza. La casa se me inunda de aromas a tierra mojada y una brisa vivificante recorre las habitaciones. Hay fenómenos naturales, como el fuego o la lluvia que tienen un poder de sugestión enorme. Algo de mí es permanentemente un niño con la cara aplastada contra el cristal de la ventana viendo llover, escuchando el tamborileo de las gotas de lluvia al explotar contra el suelo y esperando que al salir de casa haya charcos en los que poder chapotear con unas katiuskas nuevas. Algo de mí es un niño fascinado por el chisporroteo de la madera al ser consumida por las llamas de la chimenea. Se debilita el ritmo. Clarea un poco. La brisa permanece.
II
Ayer por la noche acabé Godoy. El hombre y el político, un gran libro de historia, a la altura de lo mejor de Carlos Seco Serrano. He tenido que rehacer no pocos prejuicios que venía arrastrando sin saber que eran moneda falsa. ¿Pero cómo se formaron en mí esos prejuicios que con tanta fidelidad me han venido acompañando? Sin duda, en la escuela. Guardo muchos recuerdos de mi vida escolar. Estaba fascinado por la Historia Sagrada, pero también por la historia nacional y sus buenos gloriosos y sus malos felones. Para mí todo lo que decían mis maestros era verdad indudables. Tardé mucho en darme cuenta de que he crecido empapado de su ignorancia. Nadie me insinuó que Godoy es un personaje dramático de primer orden, además de un convencido ilustrado que, después de haberlo sido todo, llegó a las puertas de sus ochenta años viviendo en una buhardilla mísera en París, pero siempre enamorado de su Pepita Tudó.
III
Mesonero Romanos visitó a Godoy en París. Asegura que solía ir a sentarse en los jardines del Palais Royal y se entretenía con los niños que jugaban por allí, a los que prestaba su bastón para cabalgar. Los niños lo conocían como monsieur Manuel.
IV
Empiezo, con voracidad, la Historia anecdótica y secreta de la Cortes de Carlos IV, de Ildefonso Antonio Bermejo, publicado en 1900. Encuentro en estos libros antiguos una voluntad de estilo y una conciencia narrativa muy viva, en la que saben integrar con naturalidad la anécdota y la categoría. A diferencia de la mayoría de libros actuales de historia, estos libros antiguos consiguen hacerte vivir unos días en intimidad con los protagonistas de la historia.
V
Ha dejado de llover, de repente. Pero el cielo sigue pesado, gris, bajo. Y la luz, mortecina, parece sugerir que habrá nuevos chaparrones.
I
II
Tuve que vérmelas hace unos días con una crítica de arte. Creo que la sofística ha encontrado en este gremio su cobijo en el presente. Es difícil saber, bajo el chaparrón de pomposidades de significado elusivo qué demonios quieren decir cuando hablan de arte moderno.
III
Calor. Porque no había otro remedio he tenido que recorrer un par de quilómetros a pie en una ciudad hirviendo. Tanto sol mata la luz.
IV
Sobre la exageración como carácter nacional: pensaba esta mañana en esa expresión tan nuestra:«Más papistas que el Papa»
V
Esta tarde he caído en la cuenta de que la palabra abismo procede del griego ἄβυσσος, que significa sin fondo y, también, sin límites. Es la indefinición, la indeterminación, lo aoristo (la materia). Es, en definitiva, la tarea de la deconstrucción. En el Génesis el papel que le corresponde al Creador es, ni más ni menos, que el de ponerle límites al abismo.
VI
Las cosas se complican cuando la agenda ya es, de por sí, complicada, por ejemplo si tengo que hacer un viaje al extranjero donde he de compatibilizar horas, lugares, vuelos, traslados, conferencias, hoteles, personas, temas... Como sé que me lío, intento tener todo lo que necesito en una carpeta específica pero, por mucho que revise todo, siempre hay algún papel que, a la hora de la verdad, no está donde debiera.
III
No es que pierda los papeles. Los papeles están, todos, ahí, pero juegan al escondite conmigo.
IV
Creo que soy víctima de un celo excesivo. O, mejor dicho, de un celo, que como se sabe muy superior a mi memoria, intenta hacerlo todo con el mayor orden, pero ese orden acaba siendo para mí un laberinto.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Decía Ortega y Gasset que la vida no
tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Vistas «desde dentro», y sujetas
a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la
gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera»,
objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que
cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el
fútbol. Visto «desde dentro» es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de
sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto «desde fuera» no hay más
que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con
incomprensible alborozo en una red.
Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra.
Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio lúdico, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.
¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuento repleto de ruido y furia narrado por un idiota, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!
I
¿De qué hablaríamos con los vecinos si al cruzarnos con ellos no pudiéramos hablar del tiempo? Pero no hablamos del tiempo porque el tiempo sea una cuestión de la que nos interese hablar. Todo lo que decimos es tan obvio... Hablamos del tiempo porque le decimos al vecino que su presencia no nos es indiferente, que no es un ser transparente para nosotros. O sea, hablamos del tiempo porque no hablamos del tiempo y por eso hablar del tiempo con el vecino y decir que hace mucha calor cuando estamos casi a cuarenta grados es una cuestión moral.
II
Siento que ya estoy saturado de sol, que mi piel ya ha tenido suficiente, que ya he acumulado todo el impacto de rayos de sol que mi piel podía soportar y que el resto de mi vida he de vivirlo a la sombra.
III
El horror de la televisión. Pasar por los mil canales y constatar que no te interesa nada en ninguno. Y te apetece levantarte para encerrarte en tu cuarto y abrir, de nuevo, las páginas de Plotino.
IV
Pero hay que ver la televisión como a veces hay que hablar del tiempo, para decirle a la persona que está a tu lado viendo la televisión que estás a su lado y para ello has de comentar esto y lo otro con un tono no excesivamente crítico.
Ibn Paquda fue un filósofo judío del siglo XI en el que no es nada difícil hallar la huella de Plotino. En su admirable libro Los deberes de los corazones, escrito en Zaragoza hacia el 1080, cuenta que un santo [que en la tradición musulmana es Jesús de Nazaret] pasó con sus discípulos junto al cadáver de un perro en descomposición. Uno de ellos se quejó del hedor insoportable de la carroña y el santo le respondió: «¡Sí, pero tiene los dientes blancos!»
La moraleja es clara: hasta en lo repulsivo puede encontrarse algo digno de alabanza, por lo tanto, conviene acostumbrar a nuestras lenguas a no apresurarse a hablar mal.
En ningún momento antes de 2022 Rusia se planteó invadir Finlandia, pese a tener un estatus de neutralidad militar menos firme que el de Ucrania, a compartir igualmente una enorme frontera y a haber formado parte del extinto Imperio ruso durante 108 años. Sencillamente la afinidad cultural y el tiempo que el país escandinavo estuvo bajo control ruso fueron mucho menores.
Lo que ha quedado claro es que la disuasión militar como único instrumento para evitar la guerra no funciona, y que confiarlo todo a esta en detrimento de la diplomacia puede, de hecho, iniciar conflictos. Es lo que los teóricos de las relaciones internacionales denominan “dilema de la seguridad”: las medidas que toma un Estado para incrementar su seguridad provocan la sensación de inseguridad de sus adversarios. La expansión de la otan (una organización militar principalmente defensiva) durante tres décadas fue percibida como una amenaza por las élites rusas.
En Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, el historiador Christopher Clark expone entre las causas de ese conflicto la desconfianza mutua de las potencias europeas ante el rearme de los países vecinos, si bien el objetivo del ensayo no es investigar las causas de la guerra, sino cómo durante décadas la política europea se fue tensionando entre dos bloques de alianzas (y entre los aliados dentro de cada una) hasta alcanzar el clímax. Nuevamente, la guerra tuvo múltiples causas y sin embargo ninguna justificaba por sí misma su estallido. La chispa que la inició fue espiritual: el Imperio austrohúngaro, que era percibido como próximo a su disolución por el resto de las potencias europeas aliadas y hostiles, decidió en última instancia declarar la guerra a Serbia como un ejemplo de firmeza.
Lo inquietante de la situación actual es que, en lo que respecta a la guerra en Ucrania, el diálogo entre las diplomacias europea, estadounidense y rusa es prácticamente inexistente, y casi todo mantenimiento de la paz se sostiene, nuevamente, sobre la disuasión. En Occidente ha comenzado una época de rearme y movilización industrial militar, al igual que en Rusia y China.
La pregunta definitiva sería la siguiente: ¿cómo se puede evitar algo que es posible, pero que no sabemos si va a pasar?
Hay varias aproximaciones. La primera sería fijarse en aquellas guerras que estuvieron a punto de estallar, pero no lo hicieron. Eso es lo que se preguntaron los autores del cómic Macedonia hace ya casi dos décadas. En él, una estudiante de relaciones internacionales viaja al país balcánico para tratar de comprender cómo, a diferencia del resto de países de la extinta Yugoslavia, no estalló una guerra civil allí a pesar de que reunía prácticamente todas las características para ello. La segunda aproximación es más espiritual, y es comprensible teniendo en cuenta que las crisis espirituales son una de las principales causas del inicio de las guerras. Consistiría en seguir el consejo de Bertrand Russell en su célebre manifiesto contra la proliferación nuclear que apoyó Albert Einstein: “Recuerda tu humanidad y olvida el resto.”
Por último, podríamos aproximarnos a la guerra como concepto de la misma manera en la que lo hacían los antiguos atenienses hace unos 2 mil 500 años. No negaban su existencia, sino que trataban de evitarla o minimizarla. La diferencia fundamental entre nosotros y ellos es que ellos, en su búsqueda incansable de la sabiduría, parecían ser más conscientes de la importancia que tienen los componentes psicológicos en el inicio de las guerras.
La antigua Atenas sucumbió como civilización dominante por culpa de una guerra y una epidemia. Esto no significa que la civilización occidental esté abocada al mismo destino. Pero debemos ser conscientes, como los antiguos atenienses, de que la guerra es indeseable y, al mismo tiempo, inevitable. El narrador de La peste dice que la guerra no es más que un mal sueño que tiene que pasar. No es verdad, y Camus advierte: “de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones”.
Daniel Delisau, La guerra, la epidemia que no vemos venir, Letras Libres 01/07/2024
La inteligencia no es un proceso secuencial y acumulativo. No es como cargar programas en el ordenador. Las ciencias que la estudian sugieren que existe un enorme abanico de capacidades cognitivas, pero muchas de ellas son mutuamente excluyentes. Un poco como el típico juego de rol, donde hay 400 puntos para distribuir los atributos de cada personaje. Quien tiene 80 de fuerza y 80 de destreza, no puede tener 80 de inteligencia y carisma. Sería tan poderoso que no tendría sentido jugar con él.
En la vida real, las personas con altas capacidades lingüísticas no destacan por su razonamiento espacial. El ejemplo extremo son esos autistas con habilidades extraordinarias para la música o la matemática que, sin embargo, no se pueden comunicar. Dice David Eagleman que los cerebros son como ciudades, con barrios que se desarrollan mucho, centralizando valiosos recursos a costa de los demás. Me gusta porque las ciudades no son servidores en un centro de datos. Son mucho más.
La tecnología siempre ha dominado nuestro concepto de inteligencia, una metáfora invertida que nos maquiniza sin cesar. El cerebro era un sistema hidráulico hasta que, en el siglo XVII, se convirtió en un reloj. La electricidad nos transformó en sacos de órganos movidos por impulsos eléctricos, como la criatura de Frankenstein. Desde la computadora, almacenamos los recuerdos y procesamos las ideas. Ahora que los modelos generativos de IA han demostrado que la gramática puede ser un patrón estadístico de datos, ya hay quien dice que la mente ya no es más que un sistema de cálculo estadístico, descargable y replicable en un ordenador.
Todas esas metáforas son encarnaciones de la misma idea arcaica: que la inteligencia o la consciencia es “algo” que está el cerebro. El software del ordenador central. Que los humanos pensamos solos, con independencia de otros humanos, animales, plantas y rocas. Pero son nuestras debilidades las que nos obligan a cooperar con otros y nos dan profundidad. Sin ellas no hay posibilidad de juego. Si yo no me perdiera en todas partes, no tendría que dejar el libro y preguntar.
Marta Peirano, Las máquinas no saben leer, EL País 08/07/2024
En el centro de la concepción liberal y democrática del Estado de derecho no está el Estado que ordena o penaliza sino la contención del poder estatal, sus limitaciones y la obligación de justificar sus decisiones. Pero su resignificación actual no lo entiende como un instrumento para protegernos frente a los poderosos intereses dominantes sino para legitimar la fuerza del Estado; no consiste en ponderar la medida correcta del poder como de asegurar que “todo el peso” del poder recaiga sobre el destinatario de la acción estatal; no se está pensando en la protección de las minorías sino en proteger a la mayoría de la criminalidad; se defiende el dominio de derecho y la palabra dominio parece tener más importancia que el derecho.
El reduccionismo del Estado de derecho implica también un encogimiento de su autoridad, que es fuerte para unas cosas (por ejemplo, las relativas a la identidad nacional) y no para otras (como la intervención en la economía), que exagera unos hechos (califica con mucha ligereza algunas reivindicaciones o protestas como sedición o terrorismo), mientras que resuelve con una negociación los delitos fiscales, que combina la severidad en política interior con una laxitud en relación con ciertas cosas que se hacen en el mercado.
Una muestra de esta regresión es el modo de entender la acción policial y judicial en relación con el ejercicio de los derechos de manifestación y expresión. El Estado de derecho liberal fue pensado como un marco para permitir la contestación democrática de la autoridad y no para sustraerla de cualquier cuestionamiento. Actualmente, en muchas ocasiones y en no pocos países, los delitos cometidos por la policía no son examinados con la perspectiva liberal del Estado de derecho sino justificados conforme a esa interpretación securitaria y reductiva de garantizar el orden público.
El hecho de que la Constitución Española califique como “social y democrático” al Estado de derecho no es mera retórica. Si queremos hacerlo valer en todas sus dimensiones, es necesario combatir también aquellas condiciones estructurales que implican alguna forma de dominación, cuya eliminación es también un objetivo de las leyes. El concepto de Estado de derecho exige el sometimiento de los poderosos al derecho y, por tanto, la protección a quienes carecen de poder. Por eso ha podido evolucionar desde una mera defensa de la propiedad a un instrumento de democratización y avances sociales.
Daniel Innerarity, Estado de derechas, El País 08/07/2024
I
Al finalizar la misa de esta tarde, inmediatamente después de la bendición, el cura se ha parado ante los feligreses un segundo para decirnos con un tono grave: "Dentro de un rato juega la selección. Si es para un bien, que el Señor nos conceda la victoria".
II
Y Dios ha visto que era bueno y nos ha hecho campeones de Europa.
I
Sobre los Estados Unidos han sobrevolado sus fantasmas y la prensa ha recogido su vuelo de acuerdo con el color de sus gafas ideológicas.
II
Fuimos los europeos los que hicimos a los norteamericanos y, en venganza, ellos llevan más de un siglo intentando rehacernos a su medida. Y lo admirable es que lo hacen sin plan pedagógico alguno. Simplemente se limitan o mostrar sus productos y nosotros nos apresuramos a acudir a sus escaparates. No lo critico. Lo constato.
III
Mi mujer, a mi lado, mientras tomamos un café en el Petit Cafè de la Plaza de Ocata: «¿Por qué se queman tantas iglesias en Francia?»
IV
Me faltan 3 páginas para finiquitar a Plotino y a Porfirio. Son las que dedico a Moderato de Cádiz. Si bien lo que sabemos sobre este neopitagórico con certeza no llega a media página, en un día como hoy, en que la final de la Copa de Europa es omnipresente, voy a tratar al gaditano como si fuera uno de nuestros futbolistas.
Veo con sorpresa que el gran Bréhier, traduciendo a Plotino, allá donde se encuentra con la expresión griega «to eph'hemin», escribe «libertad.» Me ha costado un poco entender por qué.
«To eph'hèmin» significa «lo que depende de nosotros» y, obviamente, si no hay nada que dependa de nuestras decisiones, no somos libres.
Ser libre sería, entonces, ser capaz de actuar, de poner en marcha procesos cuyo inicio solo necesita del empuje de nuestra voluntad.
Obviamente, si careciésemos de esa capacidad no seríamos libres, ni autónomos, ni responsables... ni, en definitiva, morales.
Como he mantenido en otro lugar un debate sobre la ética del esfuerzo, me cojo a Bréhier como aliado. Si ni tan siquiera nuestro esfuerzo depende de nosotros, entonces somos completamente amorales. Por lo tanto, los que consideran que el pobre no es responsable de su esfuerzo, porque la responsable sería su pobreza, le están diciendo que es amoral. Tan amoral, que lo que debe hacer es seguir las consignas del intelectual que lo conducirá hasta su mayoría de edad moral.
I
Debería haber acabado ya con la «Vida de Plotino», de Porfirio. Pero no es así. Me entretiene Plotino. Ahora estoy con las notas a pie de página y voy y vengo de Porfirio a Plotino, pero me resulta imposible caer en una Enneada y salir indemne. Plotino posee un atractivo tal, que no puedes sacudirte de la yema de los dedos la página a la que has venido a consultar.
II
Con el calor los cuerpos se dilatan y con la dilatación aumentan las distancias. Es lo que me pasa con la realidad. Parece haberse quedado postergada. En Francia andan tan despistados como Biden y en España más despistados que Biden, pero hace calor y la realidad concreta es la jarra helada de cerveza que te llevas a los labios.
III
Decía Somerset Maugham, muy posiblemente en un día del ferragosto italiano que "nadie ha podido explicar nunca por qué el templo dórico de Paestum es más hermoso que un vaso de cerveza fría".
IV
Hay que admitir la superioridad de los filósofos griegos: filosofaban sin aire acondicionado y sin cervezas.
V
Dice Plotino que la materia prima es activa en su resistencia a la forma. Se me ocurre que, entonces, es como la depresión.
VI
¿Se imaginan a Heidegger navegando por Internet y entrando en una página en la que se le pide que demuestre que no es un robot?
I
Todo el mundo educativo llevándose las manos a la cabeza por el consumo de pornografía entre los niños y resulta que, según un estudio de la firma de análisis GFK, la amplia mayoría de consumidores en España son hombres adultos de más de 40 años, o sea, los padres.
II
Creo que tengo una memoria espacial muy buena. De hecho, me divierte plantearme problemas como este: «¿Por dónde pasé cuando en la ciudad X fui de tal sitio a tal otro?» Me entretiene, también, recordar con el mayor detalle posible qué es lo que vi ayer en el trayecto de mi casa a la estación de cercanías. Sin embargo se me puede colar el mayor gazapo ortográfico en cualquier escrito, de esos que hacen sonrojar.
III
Sigue el calor, el sudor y las noches de mal dormir. Es decir, el clásico de cada verano en Ocata. La mejor hora del día es la mañana, temprano, cuando entra una brisa fresca por la ventana y parece verosímil que el día se ajustará a tus deseos, que en días como estos, son todos climáticos.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Se informaba hace unos días, en este mismo periódico, de la creciente y desesperante necesidad de trabajadores que tiene nuestra región. Faltan jornaleros, peones, camareros, camioneros, albañiles, carpinteros, electricistas, profesores, ingenieros, informáticos, médicos... Y no solo en Extremadura. Según un reciente informe, España está en máximos históricos en cuanto a puestos de trabajo sin cubrir, situación que empeorará notablemente en cuanto comience a jubilarse la nutrida generación del baby boom.
Todo esto supone una rémora para todos: para los ciudadanos, que se las ven y desean para contratar ciertos servicios; para las empresas, que no pueden crecer y, a veces, ni mantener siquiera su nivel de actividad; y obviamente para el Estado, cuyos recursos dependen en gran medida de la fiscalización de tales empresas. De esos recursos estatales y de la cotización de los cada vez más escasos trabajadores habría de provenir – no se sabe aún cómo – la enorme cantidad de dinero que hace falta para pagar las pensiones de una población cada vez más envejecida.
¿Soluciones? Dado que por variadas razones (no solo económicas) la tasa de natalidad lleva decenios bajo mínimos, y que, por múltiples factores también (en absoluto económicos), hay trabajos que no queremos hacer los nativos, la solución que se ha impuesto es recurrir a la inmigración. Los inmigrantes son contribuyentes netos a las arcas públicas, y llegan con el suficiente grado de desesperación (el mismo que teníamos nosotros hace 70 o 60 años) como para aceptar los trabajos que ya no queremos hacer los españoles. En cuanto al gasto público que ocasiona su integración, este resulta insignificante en relación con los beneficios que procuran; más aún si lo comparamos, por ejemplo, con el coste del subsidio de desempleo o con el gasto sanitario que supone atender a millones de jubilados.
¿Entonces? ¿Cuál es el problema con la inmigración, del que políticamente vive la extrema derecha – y cada vez más la derecha a secas –? Pues no es fácil de determinar. Desde un punto de vista estrictamente económico el problema real sería que no vinieran inmigrantes. De hecho, uno de los problemas de la economía extremeña es que somos una de las regiones con menos inmigración. Y en España, aunque la población de trabajadores no nacidos en el país ha aumentado notablemente, esta no representa aún ni una mínima parte de todos los que harían falta.
Dicen algunos que la llegada de inmigrantes amenaza nuestro modo de vida. Pero la verdad es que ese modo de vida es complementa insostenible sin ellos. ¿Queremos mantener ese mismo modo de vida y, a la vez, la «pureza» de la civilización cristiana, o de la cultura española, francesa, alemana, catalana, etc., frente a «negros» y «moros», como afirman los demagogos de la ultraderecha? Muy bien. Podemos empezar a convencer a nuestros hijos de «pura raza» para que asfalten autovías, limpien habitaciones de hotel o recojan fresas, volver a convertir a las mujeres en máquinas de tener hijos, y hacer lo necesario para rebajar la esperanza de vida a 65 o 70 años. Es claro que ni aun de este modo lograríamos nuestro objetivo pero, eso sí, seríamos europeos y españoles de pura cepa (es decir, descendientes históricos de «negros y moros»). Y hasta es posible que, legítimamente insatisfechos con ese escaso nivel de vida, a muchos de nosotros nos diera por volver a emigrar, como hacíamos no hace mucho, y como hacen hoy miles de personas jugándose la vida en frágiles cayucos para mejorar un poco su existencia y de paso, y sobre todo, para asegurar la nuestra.
Tras pasar unos días a mil metros sobre el nivel del mar en la Sierra de la Demanda, este calor mediterráneo, húmedo, pegajoso, mefítico, ampuloso, de charca hirviendo, agotador... me tiene sumido en un mal humor del que solo me saca la euforia de la selección española de fútbol y la cerveza helada (preferentemente las dos cosas al mismo tiempo).
III
He vuelto a La vida de Plotino de Porfirio. La tengo que acabar ya. Ahora estoy con las notas a pie de página. Me doy cuenta de hasta qué punto puedo alterar la lectura del texto principal con una nota a pie de página y por eso cada vez que pongo una le pido perdón a Porfirio... pero es un perdón hipócrita y sesgado, que tiene algo de orgullo. Obviamente de lo que sucedió en la historia de la filosofía tras Porfirio, aunque yo sepa poco, sé más que Porfirio.
IV
¿Por qué la meritocracia y la ética del esfuerzo están bien vistas en el fútbol y resultan sospechosas en la escuela? ¿Es menos democrático el esfuerzo físico que el intelectual?