Freud by Dalí |
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Al mismo tiempo que Charles Darwin publicaba su revolucionario libro El origen de las especies, un niño de tres años nacido en Moravia se trasladaba a Viena con su familia. Este niño, Sigmund Freud, crecería con una flamante visión darwiniana del mundo, según la cual el hombre no era distinto de cualquier otra forma de vida, y la atención científica podía dirigirse sobre el complejo tejido del comportamiento humano.
El joven Freud asistió a la Facultad de Medicina, atraído más por la investigación científica que por la aplicación clínica. Se especializó en neurología y pronto abrió un consultorio privado para tratar los trastornos psicológicos. Tras examinar atentamente a sus pacientes, Freud comenzó a sospechar que las variedades del comportamiento humano eran explicables sólo en términos de procesos mentales invisibles, de la maquinaria que actuaba entre bastidores. Freud observó que, a menudo, en la mente consciente de esos pacientes no había nada evidente que impulsara su comportamiento, y así, al concebir ahora el cerebro como una maquinaria, concluyó que debían de existir causas subyacentes a las que no podíamos acceder. Desde esta nueva perspectiva, la mente no era tan sólo equivalente a la parte consciente con la que convivimos familiarmente; más bien era como un iceberg, la mayor parte de su masa quedaba oculta.
Esa idea sencilla transformó la psiquiatría. Anteriormente, los procesos mentales aberrantes resultaban inexplicables a no ser que uno los atribuyera a una voluntad débil, la posesión demoníaca, etc. Freud insistió en buscar la causa en el cerebro físico. Como Freud vivió varias décadas antes de las modernas tecnologías cerebrales, sólo podía recoger datos desde «fuera» del sistema: hablando con los pacientes e intentando inferir sus estados cerebrales a partir de sus estados mentales. Desde esa perspectiva, prestó mucha atención a la información que contenían los lapsus de la lengua, los lapsus de la pluma, las pautas de comportamiento y el contenido de los sueños. Postuló la hipótesis de que todo esto era el producto de mecanismos nerviosos ocultos, una maquinaria a la que el sujeto no tenía acceso directo. Al examinar los comportamientos que asomaban por encima de la superficie, Freud confiaba en poder hacerse una idea de lo que se ocultaba debajo. Cuanto más consideraba la chispa procedente de la punta del iceberg, más apreciaba su profundidad, y cómo la masa oculta podía explicar algo de los pensamientos, sueños y pulsiones de la gente.
Aplicando este concepto, el mentor y amigo de Freud, Josef Breuer, desarrolló lo que pareció una estrategia fructífera para ayudar a los pacientes histéricos: les pedía que hablaran, sin inhibiciones, de las primeras manifestaciones de sus síntomas. Freud amplió la técnica a otras neurosis, y sugirió que las experiencias traumáticas sepultadas de un paciente podrían ser la base oculta de sus fobias, parálisis histéricas, paranoias, etc. Intuyó que esos problemas quedaban ocultos para la mente consciente. La solución consistiría en atraerlos al nivel de la conciencia para poder enfrentarse a ellos directamente y arrancarles su capacidad de provocar neurosis. Ese enfoque sirvió como base del psicoanálisis durante el siglo siguiente.
Mientras que la popularidad y pormenores del psicoanálisis han cambiado un poco, la idea básica de Freud proporcionó la primera exploración de cómo los estados ocultos del cerebro participan en el pensamiento y el comportamiento motrices. Freud y Breuer publicaron conjuntamente su obra en 1895, pero Breuer se fue alejando progresivamente del énfasis que ponía Freud en los orígenes sexuales de los pensamientos inconscientes, y al final cada uno siguió por su lado. Freud acabó publicando su importante estudio del inconsciente, La interpretación de los sueños, en el que analizaba su propia crisis emocional y la serie de sueños provocados por la muerte de su padre. Su autoanálisis le permitió sacar a la luz sentimientos inesperados acerca de su padre; por ejemplo, que su admiración se mezclaba con odio y vergüenza. Su idea de que existía una inmensa presencia bajo la superficie le llevó a meditar acerca de la cuestión del libre albedrío. Razonó que si las elecciones y decisiones derivan de procesos mentales ocultos, entonces el libre albedrío es una ilusión, o está, como mínimo, mucho más constreñida de lo que se consideraba anteriormente.
A mediados del siglo xx, los pensadores comenzaron a darse cuenta de que sabemos muy poco de nosotros. No estamos en el centro de nosotros mismos, sino más bien –al igual que la Tierra en la Vía Láctea, y la Vía Láctea en el universo– en un borde lejano, y nos enteramos muy poco de lo que ocurre.
Las intuiciones de Freud sobre el cerebro inconsciente fueron acertadas, pero vivió décadas antes del moderno florecer de la neurociencia. Ahora podemos escudriñar el cráneo humano a muchos niveles, desde los picos eléctricos en células aisladas a pautas de activación que atraviesan los vastos territorios del cerebro. Nuestra tecnología moderna ha conformado ya ajustado nuestra imagen del cosmos interior.
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