22897 temas (22705 sin leer) en 44 canales
Divendres, 26 de novembre 2021 - Horari: 18 h
Biblioteca Marc de Vilalba de Cardedeu
FILMOSOFIAMalgrat les dificultats econòmiques, Ian (Ewan McGregor) i el seu germà Terry (Colin Farrell) compren un veler de segona mà, anomenat “Cassandra’s Dream”, per a sortir a navegar el caps de setmana. Ian coneix a Angela (Hayley Atwell), una atractiva actriu que acaba d’arribar a Londres buscant l’èxit professional. Ian s’enamora d’ella. La passió pel joc de Terry posarà als dos germans en una situació delicada i hauran de recórrer al seu oncle Howard (Tom Wilkinson). Però tot té un preu i l’oncle els obligarà a infringir la llei evidenciant la baixesa moral dels dos germans. [Font: Filmaffinity]
Cinefòrum dina... (... continúa)Un clásico es el autor que:
Es tradicional discutir cada año sobre la amenaza que representa Halloween para nuestras más rancias costumbres. Una discusión en la que suele olvidarse que la cultura es necesariamente algo vivo, cambiante y sujeto, siempre, a influencias externas. De hecho, si nos pusiéramos a escarbar descubriríamos que la mayoría de nuestras tradiciones son fruto de la influencia o colonización de otros pueblos (celtas, fenicios, romanos, árabes o, ahora, anglosajones).
¿Se imaginan las protestas de los antiguos celtíberos por la invasión de latinajos de la que proviene nuestro idioma? ¿O el desprecio con que los viejos despotricarían del “foot-ball” a principios del siglo pasado? Pues ya ven, no hay ahora nada “más nuestro” que hablar español o jugar al fútbol. Y así con todo. Por eso hay que reírse a mandíbula batiente de aquellos que pregonan el acabose cultural que, según ellos, supone celebrar Halloween. Más aún cuando muchos de los que reniegan hoy de las pérfidas costumbres extranjeras son los mismos que, de jóvenes, sufrieron la incomprensión de sus mayores por darle caña al rock, vestir como vaqueros de Wisconsin o desmelenarse en la “discothèque”. ¡O tempora, o mores!
Que los chicos de hoy prefieran, en fin, deambular por la ciudad disfrazados de zombi a comer castañas pilongas en el campo es tan normal como que los mayores nos escandalicemos de ello y entonemos un afectado lamento de idealizada nostalgia por “lo nuestro”. Ha pasado siempre. Lo peliagudo es que confundamos “lo nuestro”, no ya con lo que (si acaso) conviene conservar en un museo, sino “con lo que hay que imponer por ser parte consustancial de nuestra identidad”. Cuando la gente se pone identitaria se acabó la risa, y toca echarse a temblar.
Lo menos malo que puede pasar cuando la gente enferma de “terruñismo” es que le dé por el folklore, es decir, por la momificación subvencionada de lo que antes fue cultura viva (y que, como todo lo vivo, tiene irremisiblemente que morir). Y ojo que el folklore y su estudio no están mal en sí. El problema viene cuando pretende imponerse como lo que no es, como cultura viva, y se obliga cordialmente a los niños a vestirse de lagarterana, a leer al bardo local en la escuela (por malo que sea), o a aprender el aurresku o la sardana para exhibirse el día de la fiesta nacional. Algo que, de momento, y toquemos madera, no ha pasado aún por aquí.
Decía hace años el escritor Sánchez Adalid (justo en el discurso de entrega de la medalla de Extremadura) que, gracias a Dios (Adalid, además de escritor es cura), los extremeños no tenemos identidad y que, justo por eso, somos libres. No puedo estar más de acuerdo. Tal vez, frente a la estrechez cateta de otros, los aquí presentes hemos intuido que la identidad humana, más que un anclarte en las costumbres de “toda la vida”, es un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. No hay mejor forma de crecer que sumando identidades. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien; pero amar la tierra y costumbres de tus antípodas te hace, seguro, mejor persona.
Por supuesto, esto no quiere decir que todo cambio cultural sea bueno. Todo depende de la dimensión y, sobre todo, de la dirección del cambio. A este respecto, es sorprendente que la gente discuta ardorosamente sobre la “colonización cultural” que representa Halloween y se quede tan pancha acerca de otros cambios de costumbres infinitamente más graves.
Casi nadie habla aquí, por ejemplo, de la reciente apuesta de Facebook y otras grandes empresas por la creación de entornos virtuales digitales (el llamado “metaverso”) a los que, tal vez en poco tiempo, tendremos que “teletransportarnos” para trabajar, relacionarnos, dar clases, comprar, opinar, entretenernos, manifestarnos, votar o hacer todo tipo de gestiones con la misma naturalidad con que lo hacemos ya en el tosco Internet bidimensional de toda-la-vida.
Y fíjense que no se trata de la simple “colonización” de nuestro paisaje cotidiano, ya de por sí repleto de pantallas generadoras de “realidad”, sino de la paulatina sustitución de este por otro mundo virtual creado y controlado hasta el último detalle por los ingenieros de esas gigantescas empresas tecnológicas que son Facebook, WhatsApp, Microsoft, Amazon, Apple…. ¿No es de esta “super invasión cultural” de la que tendríamos que estar hablando (aunque sea en el enjambre de redes sociales que ella nos proporciona) en lugar de sobre la pervivencia de la “chaquetilla”? Si no reparamos en cosas como esta, los zombis vamos a ser nosotros, y no los chiquillos que se disfrazan en Halloween.
Decía Kant que la filosofía, justo por no ser inmediatamente útil para nada, era el más necesario y libre de los saberes. Diríamos que, gracias a estar “liberado” de lo urgente y cotidiano, el filósofo puede dedicarse a lo más práctico de todo: a averiguar para qué debe servir lo que sirve o, como decía Machado, a buscar la “utilidad de las utilidades”.
Así, no es que la filosofía “no sirva para nada” sino, más bien, que “no sirve a nada ni a nadie”. Y justo por no servir a nada ni a nadie, puede servir para todo (para lo más fundamental de y del todo) y consagrarse a la búsqueda de la verdad, caiga quien caiga (o caiga lo que caiga). ¿Habrá algo más útil que esto?
Veamos un ejemplo de cómo la filosofía sirve en efecto para todoen el ámbito, siempre polémico, de la educación. En general, cualquier asunto o disputa mínimamente interesante sobre educación ha de echar mano de la filosofía. Piensen en qué, por qué y para qué debemos educar a niños y adolescentes. Toda respuesta que demos a estas preguntas habrá de deducirse de alguna concepción (consciente o inconsciente, crítica o acrítica) de lo que son y deben ser las personas, la sociedad, el conocimiento o el mundo; esto es: de una determinada perspectiva o modelo filosófico de la realidad. De hecho, las teorías pedagógicas o las políticas educativas se diferencian por la “filosofía de la educación” que sustenta a cada una de ellas. Y reparen que digo “filosofía” y no “ciencia” de la educación. La razón es que no hay ciencia positiva alguna que se ocupe del “deber ser” ni, por tanto, del cómo, en qué y para qué “debemos” educar a nadie.
Pensemos ahora en lo que debemos enseñar al alumnado. En cuánto de ciencia, religión, valores, arte o hábitos físicos se le debe transmitir. O en si hay que enseñárselo todo junto, en “ámbitos”, o en compartimentos estancos como hasta ahora. Para aclarar estas cuestiones debemos igualmente echar mano a la filosofía y preguntarnos qué es un saber, en qué se diferencian y qué tienen en común las distintas disciplinas, o cuál es la verdad y el valor de sus respectivas y presuntas verdades y utilidades. Así, por ejemplo, si no queremos impartir materias aisladamente (lógico, dado que en ningún sentido esencial están aisladas), será imprescindible aplicar una perspectiva sistémica, articulada, reflexiva y crítica del saber en general y de cada una de sus partes, esto es: un saber del saber mismo. O lo que es igual: una filosofía del conocimiento.
Vayamos al cómo enseñar. Seguro que todos coincidimos en que una enseñanza verdaderamente eficaz es aquella que hace que el alumnado comprenda a fondo, valore y asimile determinados saberes (y que, motivado por ello, adopte determinas actitudes y se ejercite en ciertas destrezas). Ahora bien, ¿qué es comprender a fondo algo sino entender sus causas y principios últimos? Esto es: saber no meramente lo “qué” ocurre, sino también “por qué” y “en orden a qué” ocurre. Si a un niño o adolescente no se le alimenta el deseo natural de saber las razones profundas de las cosas, para tener, así, una visión coherente y con sentido de lo real (por discutible y perfectible que esta sea), este deseo se le desinfla, y ante ese alumno desmotivado solo caben ya las amenazas, los exámenes, las broncas, el esfuerzo mecánico: todo lo que, en suma, nada tiene que ver con educar a nadie.
Afrontemos, al fin, la que es, acaso, la pregunta filosófica más importante con respecto a la educación: ¿para qué educarnos o educar a nadie? Es obvio, en primera instancia, que la educación es imprescindible para sobrevivir, pero para eso vale casi cualquier educación (y no hacen falta escuelas ni maestros). Educarnos debe servir, como diría Aristóteles, no solo para vivir, sino para vivir bien. Y aquí nos topamos con el problema de los problemas filosóficos: qué es el bien. O, en un sentido más social: qué es lo justo. En una y otra cosa (en el saber y la práctica de lo bueno y justo) solo cabe avanzar pensando y dialogando como hacen la ética y la filosofía. No hay otro camino. Y sin andar en esa búsqueda activa y crítica es imposible ser buena persona o ciudadano libre y responsable.
Dicho lo dicho, espero haber mostrado que la filosofía, aunque particular y superficialmente inútil, sirve general y fundamentalmente para todo lo que es importante (empezando por la reflexión en torno a lo importante mismo). Y que, en el ámbito de la educación, es necesaria para que esclarezcamos en qué, cómo y para qué debemos educar y educarnos. Ahora, señores gobernantes, dejen ustedes al común de los ciudadanos (los que no puedan o quieran acceder al Bachillerato) sin ética ni filosofía y, por muy modernas, europeas, competenciales y molonas que sean sus nuevas leyes educativas, no servirán para nada. Para nada justo o bueno, claro.
I. La educación competencial:
Simone Weil contaba este cuento hindú: Un asceta que ha pasado 14 años en la más completa soledad, va a visitar a su familia. Uno de sus hermanos le pregunta qué ha conseguido con su ascetismo y él le muestra que puede caminar sobre las aguas. El hermano llama a un barquero y por una moneda pasa de una orilla a otra. “¿Vale la pena 14 años de ascetismo para conseguir hacer algo que vale una moneda?”, le pregunta.
¿Adivinan ustedes cuál de los dos ha recibido una educación competencial?
II. La memoria
L. tiene 94 años y nunca nadie la ha oído quejarse de nada. Se lo comenté el domingo cuando fui a su casa a hacerle una entrevista. Me contestó: “Cuando me duele algo, voy al médico, no a la vecina."
Hoy he vuelto a su humilde piso en un humilde barrio obrero de Barcelona y me ha recibido con la alegría de siempre. Esta mujer, que no mide metro y medio irradia cordialidad y eso que en su vida hay experiencias tremendas. Hija de un minero asturiano, vivió la revolución de Asturias y la guerra civil. Fue una de las niñas de Rusia y, por lo tanto, puede hablar mucho de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde viajó a Cuba. Su marido le organizó la marina de guerra a Fidel y ella creó la facultad de psicología en la Universidad de La Habana. Allí le tocó la crisis de los misiles. En el 70 regresó a Moscú y un año después consiguió el pasaporte para volver a España, donde vivió intensamente la Transición y la desaparición del PSUC y del PCE, carcomidos por crisis internas.
Sabe lo que es el hambre. La experimentó en Asturias, en Moscú y a su regreso a Barcelona.
El domingo comimos juntos en un chino garbanzos con callos y al despedirme me entregó un texto manuscrito de 9 páginas que su marido escribió sobre Ramón Mercader, a quien trató íntimamente en Moscú. Nada más llegar a casa me lancé sobre él. Hoy he vuelto a su casa para devolvérselo. Me ha preguntado varias veces a qué he ido. Se lo explicaba y, al poco rato, me volvía a insistir. "Aún no me has dicho a qué has venido."
¿Qué se puede hacer contra las noticias falsas? En un momento en el
Realización :
Philippe Truffaut
Invitado :
Dorian Astor
Etienne Klein
Presentación :
Raphaël Enthoven
País :
Francia
Año :
2021
Ando intensamente dedicado a la escritura de un ensayo que inicialmente iba a titularse "Sostener el mundo" y que ahora estoy tentado en titular "En busca del tiempo que vivimos". Estoy en ese momento feliz en que las horas pasan volando porque las ideas fluyen y todo parece coherente, claro, profundo, riguroso...
Por reiterada experiencia sé que después, cuando lea lo escrito, me parecerá que no hay una línea que merezca la pena y tendré que dejarlo unas semanas en un cajón para que repose y mi cabeza atienda a otras cosas.
Pasado el tiempo que considere oportuno, le echaré otra mirada con más calma y entonces, con más objetividad, descubriré que este capítulo debe estar en otro sitio, ese punto está mal explicado, ese otro necesita un mayor desarrollo, esas diez páginas sobran...
Se lo llevaré al editor dudando de si no me estaré precipitando.
Se publicará finalmente y me lleegará a csa un paquete y al abrir el primer libro, entusiasmado, lo primero que veré será un gazapo: una falta de ortografía, un lapsus calami, una referencia mal citada... y concluiré que, efectivamente, debería haber esperado.
Hasta que comienzan a llegarme mensaje de amigos a los que admiro dándome su opinión. Y entonces respiraré, decidiré creerlos y comenzaré a darle vueltas al próximo.
Las personas piensan que sus normas morales personales deben aplicarse a todo el mundo. Si uno tiene la convicción moral de que la circuncisión femenina está mal moralmente, seguramente considerará que está mal en todo el mundo y que es algo que no se debe hacer. Las personas experimentamos las actitudes que sostenemos con una convicción moral como absolutas, como normas universales verdaderas que otros deben compartir de manera que, como decía, proyectamos nuestras convicciones morales en los demás. Tal vez podemos llegar a comprender que hay diferencias de opinión en lo que consideramos imperativos morales, pero probablemente estamos convencidos de que si pudiéramos explicar a esas personas que piensan diferente “los hechos” acerca de ese asunto en el que hay desacuerdo, esas otras personas verían la luz y aceptarían nuestro punto de vista.
De la misma manera, las personas experimentan sus creencias morales como algo observable, como propiedades objetivas de las situaciones o como hechos acerca del mundo. Si le preguntáramos a una persona que considera que la circuncisión femenina está mal por qué está mal, probablemente se quedaría algo confundido y respondería: “Porque está mal”. Que está mal es algo evidente, tan claro como que dos más dos son cuatro.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
Las personas consideran que las convicciones morales representan algo diferente, o algo independiente, de las preocupaciones de cada uno por ser aceptado o respetado por las autoridades o los grupos. En otras palabras, los mandatos morales son autónomos, no heterónomos. En las convicciones morales las personas piensan que los deberes y derechos se siguen de los propósitos morales que subyacen a las normas de grupo, los procedimientos y los dictados de las autoridades. Es decir, no es algo que hacemos porque lo dicen las autoridades o nos lo imponen desde fuera. No es que las creencias morales sean anti-grupo o anti-autoridad, y sirven de hecho para unir al grupo, pero la fuente de legitimidad no es la autoridad o el grupo y no depende de ellos, es algo que está por encima de la autoridad incluso. La gente se centra más en sus ideales, en lo que se debe o no se debe hacer y esto está por encima incluso de las autoridades. Tanto es así que las personas piensan que los mandatos morales obligan incluso a Dios. En este estudio se llevan a cabo dos experimentos y la conclusión es que la gente piensa que ni siquiera Dios puede convertir hechos morales que se consideran malos en moralmente buenos. Curiosamente, la gente cree que Dios puede hacer cosas lógica y físicamente imposibles pero los hecho morales no puede cambiarlos.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
La intensidad de las emociones que las personas experimentan en relación a las convicciones morales es mucho más fuerte que la intensidad de las emociones asociadas a cualquier otra convicción. La indignación que sentimos ante las transgresiones morales no tiene nada que ver con la que sentimos ante violaciones de preferencias o de convenciones. Puede que sintamos también malestar o ira ante la violación de convenciones normativas pero la magnitud de la reacción afectiva es mucho menor. La satisfacción y orgullo de cumplir con las normas morales es asimismo mucho mayor que la de cumplir con convenciones o normas que no son morales. Este componente emocional está relacionado con la capacidad de motivación que tienen las convicciones morales.
Las convicciones morales mueven a la acción. Reconocer un hecho es independiente normalmente de cualquier fuerza motivacional. Si yo reconozco que las moléculas de agua están formadas por dos partes de hidrógeno y una de oxígeno eso no supone ningún mandato para la acción. Pero si yo creo que el aborto (o, alternativamente, interferir con la voluntad de una mujer de proseguir o no un embarazo) es algo que está mal moralmente, esto lleva incorporado una etiqueta del tipo “se debe” o “no se debe” hacer que motiva la conducta posterior. Y las convicciones morales proveen también una justificación para nuestras respuestas y nuestras acciones. Que algo está mal -que es malo moralmente, incluso monstruoso- es la justificación para nuestra posición y nuestra conducta. Así que las convicciones morales se experimentan como una combinación única de algo objetivo, verdadero, que impulsa a la acción y que justifica nuestras acciones.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
Una implicación de las características tratadas hasta ahora es que la tolerancia de diferentes puntos de vista no tiene cabida cuando hablamos de convicciones morales: lo bueno es bueno y lo malo es malo, punto. La gente no quiere trabajar, ni vivir cerca ni siquiera comprar en una tienda de alguien que sabe que no comparte sus convicciones morales. Las personas mantienen una distancia física mayor con aquellos que no comparten sus convicciones morales e incluso los discriminan si tienen la oportunidad. Las convicciones morales se asocian con intolerancia.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
Este punto es una derivación del de la autonomía tratado más arriba pero conviene remarcarlo por separado. Cuando las personas tienen una certeza moral, juzgan incluso a las autoridades según su concepto de bien y mal y deciden si el sistema está bien o si está roto y no funciona como debiera. Es decir, la gente se guía por sus principios morales y si considera que las autoridades no los siguen, se pueden sentir liberados de su obligación de obedecerlas. Recordad que hemos comentado que ni Dios puede saltarse las normas morales así que de ahí para abajo ninguna otra autoridad puede tener legitimidad si se salta los mandatos morales. Pero no se nos escapa la trascendencia de lo que estamos estamos tratando, estamos hablando de la posibilidad de no cumplir leyes o normas promulgadas por esas autoridades con el riesgo de violencia y conflicto social que ello implica. Hay investigaciones que cita Skitka donde se observa que las personas rechazan a las autoridades y el gobierno de la ley cuando perciben que violan sus convicciones morales.
Sabemos que las personas son influenciables y tienden a mostrar conformidad con la opinión mayoritaria. Son famosos los experimentos de Asch o de Cialdini acerca del conformismo y de la influencia social donde se observa que la gente se deja llevar por la opinión de la mayoría. Pero cuando las personas tienen fuertes convicciones morales, no se dejan influenciar por los que las tienen diferentes y -como hemos visto- se distancian, se resisten a esas otras visiones y hasta se oponen. La gente mantiene sus puntos de vista y sus convicciones morales a pesar de las presiones para ceder y seguir a la mayoría y lo hace, como decimos, a pesar de que la presión provenga de las autoridades y las leyes.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
Diversos estudios han corroborado que si las personas tienen convicciones morales es más probable que voten y que participen y se impliquen activamente en la vida política, en buena medida porque viven como una obligación hacer algo al respecto del problema moral que perciben. Es más probable que la gente participe en manifestaciones, boicots a productos o que incluso sacrifique sus propios intereses para cumplir con lo que ordenan sus mandatos morales. Las convicciones morales motivan a las personas a votar o a implicarse en actividades políticas incluso cuando estas conductas pueden ser costosas para ellas. Parece que aportan a la gente el coraje y la motivación necesaria para implicarse en la creación de un mundo mejor. Por otro lado, las convicciones morales no admiten ser votadas y resueltas por mayoría, lo que entra en conflicto con las reglas del juego democrático. Por ello es letal para la convivencia moralizar las opiniones políticas.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
Cuando las personas tienen fuertes convicciones morales ponen los fines por encima de los medios para conseguirlos -su foco principal son los fines- y están dispuestas a aceptar cualquier medio que conduzca al resultado deseado, incluida la mentira y la violencia. El fin justifica los medios. Lo importante es que la autoridades tomen la decisión “buena” y eso es más importante que el camino por el que se llega a esa decisión. La moralidad es imperativa, la justicia es normativa y negociable. Por lo tanto, cuando la justicia y la moralidad entran en conflicto, no hay ninguna duda: las personas perciben las convicciones morales como universales psicológicos y verdades objetivas. La moralidad bate a la justicia. Por ejemplo, si una persona cree que un acusado es culpable y merece el castigo, está mas dispuesta a saltarse las garantías procesales y los procedimientos que garanticen un juicio justo y la presunción de inocencia.
Pablo Malo, La Psicología de las Convicciones morales, hyperbole.es 01/2021
El hecho de que lo posible se dirija a todos, más allá de una condición identitaria, lo que presupone es la igualdad. Aquí se vinculan universalismo e igualdad. Si la proposición universal se dirige virtualmente a todos sin condiciones, presupone que las identidades no implican forzosamente una desigualdad. Todos somos iguales ante una proposición universal.
… el universalismo auténtico que estamos tratando de definir aquí, no el universalismo formal por supuesto, el universalismo (que) anuncia una posibilidad nueva que vale para todos, es por naturaleza subversivo puesto que es igualitario. Es igualitario con respecto a las naciones, a la cuestión del saber, a los papeles sexuales, a la distribución de las formas, etc.
El mundo está estructurado por desigualdades, a menudo terribles, desigualdades de hecho. Y, sin embargo, todo universalismo exige la igualdad en el orden propio al que corresponde cada proposición. El universalismo no está dado en el mundo: es un acontecimiento. En cierto sentido, siempre es algo que se propone contra el mundo, regido normalmente por códigos desigualitarios. Por eso, tenemo una lucha, una contradicción y un conflicto entre el surgimiento de nuevas posibilidades universales dirigidas a todos y el mundo tal y como es.
Hay una idea fundamental, desarrollada por mi amigo y compañero Jacques Rancière en su obra filosófica y teórica, que dice que en el interior de una proposición universal se está obligado a plantear la igualdad como un axioma y no como un programa: hay igualdad”. Claro que hay desigualdades, pero la subjetividad se constituye en la afirmación del derecho absoluto de la igualdad. La igualdad es un principio, no un resultado. La proposición universal afirmala igualdad, aún constatando la desigualdad. Y cuando se constata la desigualdad, se constata como algo patológico, una inversión de la situación normal. Hay que considerar que el estado normal de las cosas es la igualdad, lo que hay en un principio es la igualdad. Y si no hay igualdad, se trata de algo anormal. Para quien trabaja en el interior de una proposición universal, la igualdad es la ley del mundo. (…) Esta es una ley general. Se va desde la igualdad a la desigualdad, nunca en sentido inverso. Se deba examinar a la desigualdad a la luz de la igualdad, de que lo que debe haber en una situación normal es la igualdad.
(Si la igualdad es la situación normal), la desigualdad es una situación patológica y como tal hay que tratarla: examinar las causas, los síntomas, aportar un diagnóstico y un remedio. Como si fuera una enfermedad del cuerpo colectivo. Un terrible virus que mina el cuerpo de la colectividad y que hay que erradicar para que la igualdad funcione absolutamente como principio en las relaciones personales y entre las distintas colectividades humanas.
Hay gente que está a favor de la igualdad y gente que está en contra, pero no es ésa la situación, se trata de algo más complejo. El problema no es saber si se está a favor o en contra, sino cómo se aborda el tema: ¿consideramos la igualdad como un principio que nos dice lo que es una sociedad normal o lo consideramos como un objetivo más o menos ilusorio y lejano al que quizá dentro de un millón de años podemos acercarnos mediante mil pequeños esfuerzos reformistas?
Alain Badiou, La potencia de lo abierto: Universalismo, diferencia e igualdad, Archipiélago 73-74, páginas 21-34, diciembre 2006
… la idea de que el surgimiento de lo universal significa que para romper el equilibrio conservador se necesita un acontecimiento. Algo tiene que ocurrir, algo que afecta a la colectividad, algo que remueve la identidad. No se rompe el equilibrio conservador a voluntad. No, ocurre algo, en condiciones históricas generalmente complicadas, que fragiliza y trastorna el conservadurismo. Siempre en torno a un acontecimiento, a algo que ocurre, no sólo que se piensa. Así se constituye la posibilidad de esta universalidad.
Afirmamos que hay algo universal en la identidad, más allá de la identidad, cuando el elemento creador prevalece sobre el elemento conservador. Y para ello es necesario un acontecimiento: no se trata de algo que sea fruto de una evolución natural, sino de una ruptura. La postura conservadora, ordinaria, normal y banal, es la dominante porque en el fondo todos queremos durar, continuar y conservar lo que tenemos, por eso los períodos conservadores son hegemónicos de manera incontestable en la historia. Para dar la vuelta y romper el consenso conservador hace falta un acontecimiento. Sólo así el elemento creador predomina.
Alain Badiou, La potencia de lo abierto: Universalismo, diferencia e igualdad, Archipiélago 73-74, páginas 21-34, diciembre 2006
Alain Badiou, La potencia de lo abierto: Universalismo, diferencia e igualdad, Archipiélago 73-74, páginas 21-34, diciembre 2006
Normal 0 21 false false false ES-TRAD X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; text-align:justify; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:10.0pt; font-family:"Calibri",sans-serif; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi; mso-ansi-language:ES-TRAD; mso-fareast-language:EN-US;}
Se puede decir que la identidad es un conjunto de rasgos, o características si se quiere, por los cuales un individuo o un grupo se reconoce o se identifica con él mismo. (…) Pero, ¿qué es ese sí mismo? (…) La identidad es aquello que se reconoce como el sí mismo pero el sí mismo no es más que la identidad.
Hay que precisar: se puede decir que el sí mismo, para un individuo o un grupo, es lo que no varía, lo que permite reconocerse en el tiempo, lo que permite afirmar que hay una duración de esta identidad, que no es algo que aparece y desaparece, sino que tiene cierta solidez, consistencia, estabilidad. Por tanto, una identidad es el conjunto de rasgos que permiten a un individuo o un grupo reconocerse como sí mismo, algo que no varí, aunque esto nunca es absoluto.
Para un artista o un escritor, se puede hablar de cierta invariabilidad de su estilo. El estilo es precisamente el nombre que utilizamos para designar lo que siempre es reconocible de un autor (…)
Si aceptamos lo anterior, podemos ver que la identidad, es decir, la invariabilidad, en realidad está doblemente referida a la diferencia. Por un lado, lo que es invariable (…) es lo que no se hace diferente (…), lo que más o menos permanece en el tiempo (identidad dinámica). Por otro lado, lo que es invariable es diferente al resto (…) Ahí podemos hablar de diferencia estática.
La dialéctica filosófica que hay detrás es la de lo Mismo y lo otro, como lo vio muy tempranamente Platón, en el comienzo de la filosofía, cuando comprendió que se podía pensar esta cuestión de la identidad y la universalidad a través de la dialéctica de lo Mismo y lo Otro.
El derecho a la diferencia es fundamentalmente un derecho a la identidad, un derecho a seguir siendo lo que se es, a desarrollar la propia identidad y no verse obligado a convertirse en algo diferente de lo que se es.
Identidad dinámica: la identidad no es algo cerrado, pero yo puedo reivindicar el derecho a cambiar, a producir o crear en el interior de esa identidad. (…) … eres algo, pero tienes que convertirte en ello: la identidad no es asunto de repetición, sino también constituyente. (…) Puedo crear un poema nunca visto, pero en el interior de una identidad.
Diferencia estática: tengo derecho a afirmar que no soy el otro. Un derecho negativo a marcar mi diferencia con respecto al otro.
Por tanto, en esta cuestión de la identidad hay un empleo doble de la diferencia, muy claro: uno dinámico y otro estático. Pero también un empleo afirmativo o negativo.
El uso afirmativo es en el que (la identidad) se muestra en su propia potencia. (La identidad) posee una potencia propia -de creación, de producción- y tiene derecho a mostrarse en su potencia propia.
El uso negativo es en el que (la identidad) prohíbe la corrupción que viene del contacto con el otro.
Una identidad es siempre una mezcla de ambas cosas, creación y purificación.
La creación significa afirmar la potencia de sí mismo y la purificación significa separar a sí mismo con el otro, de la corrupción que proviene de la contaminación con el otro.
Por tanto, ¿qué es un conservador? Alguien que subordina la creación a la purificación, alguien para quien lo más importante es conservar la identidad. Y se conserva la identidad separándola contantemente del otro, aunque no se cree nada nuevo, eso es secundario. Lo importante es conservar la identidad.
Alain Badiou, La potencia de lo abierto: Universalismo, diferencia e igualdad, Archipiélago 73-74, páginas 21-34, diciembre 2006
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No sé, en fin, a qué viene esta manía de crucificar a los que se dedican a opinar en los medios audiovisuales, es decir: a exhibir ante la cámara o el micrófono lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace de la noche a la mañana en casa, en el trabajo, en cualquier lugar público y, por supuesto, y a todos los niveles, en los corrillos del poder: opinar y juzgar sobre todo y sobre todos. ¿A qué viene entonces ese desprecio por los tertulianos de la tele? ¿Tan difícil es ver la viga en el ojo propio?
A veces creo (opino) que la cosa está en lo mucho que se acredita uno desacreditando cosas. No sé si es algo autóctono o un rasgo universal de los seres humanos, pero a la gente le encanta vapulear moralmente a la gente (“la gente” es ese extraño colectivo al que, dado el desprecio con el que se le refiere siempre, parece que no perteneciera nadie). Cuanta más gente hundo o desprestigio, más me enaltezco y justifico yo mismo: esa es la idea.
Uno de los argumentos de los que critican el tertulianismo es que los tertulianos no suelen ser expertos en lo que tratan y se limitan, por tanto, a opinar sobre todo sin demasiado rigor. Es cierto. Pero no conviene confundir las cosas. Una tertulia (pública o privada, mediática o no) no esun congreso académico, sino una reunión de personas hablando y diríamos que en ejercicio de su ciudadanía democrática. ¿Y qué ejercicio es ese? Pues está claro: el de opinar, a partir de la información de la que el ciudadano medio dispone, sobre asuntos (por frívolos que sean a veces) de interés público.
Esto último es importante aclararlo. La democracia es el imperio de la opinión y no, en absoluto, del juicio de los expertos – lo que equivaldría a una suerte de tecnocracia u oligarquía de sabios –. Esto quiere decir que, aunque confiemos en los expertos y los científicos para obtener información, la toma de decisiones no depende de ellos, sino de la ciudadanía en su conjunto. Esto tiene su lógica: la ciencia es un saber descriptivo y técnico, que se ocupa de hechos, y no de valores, por lo que carece de competencia política para dilucidar lo que es justo e injusto. Así, dado que no creemos que haya expertos o científicos en el asunto de la justicia, no queda otra que recurrir a la opinión, sea la de uno solo (como en los regímenes despóticos), sea la de la mayoría (como en las democracias). De ahí el valor político y cívico del debate de opinión, esto es: de las tertulias y los tertulianos, sean de barra, de plató, de red social o de bancada parlamentaria.
Por supuesto, esto no quiere decir que no se pueda y se deba mejorar la calidad del debate público. Es cierto que las tertulias mediáticas (y todas las demás) son caldo de cultivo para la demagogia y el populismo, algo casi consustancial a la democracia, siempre en un tris de convertirse en un patio de vecinos, pero evitarlo no consiste en denigrar el trasiego de opiniones que la constituye (sustituyéndolo por el pontificado de los tecnócratas), sino en perfeccionarlo.
De entrada, hay que reconocer que encender la tele o la radio y toparse con una tertulia (preferentemente política o cultural, pero hasta las más frívolas valen) es democráticamente preferible a hacerlo con un desfile, una corrida de toros o la Santa Misa (los tres programas favoritos del extinto régimen). En segundo lugar, se trata de elevar el nivel, diríamos filosófico, del tertuliano medio. No dictaminando que sean los más sabios o filósofos los que únicamente hablen, ni haciendo que los que siempre hablan sean filósofos, sino dándole voz a una ciudadanía filosóficamente cada vez mejor formada.
Es el sueño con que alucinamos algunos en esta caverna: el de concebir la democracia como el gobierno de un pueblo educado para hacer política, esto es, para poder dilucidar libre, pero también crítica y racionalmente (si es que ambas cosas, ser libres y actuar racionalmente, no son lo mismo), lo que es o no es justo. Y hacerlo, claro está, en diálogo –o tertulia – permanente con los demás. No se va a lograr mañana. Pero si nos acostumbramos a hablar y discutir – en los medios, en la calle, en las aulas, en donde sea –, las cosas solo pueden ir a mejor. O eso opino yo.
En El subjetivo
-¿Dónde está Lenin? - pregunta.
El guía le contesta: “En San Petersburgo.”
Terry Eagleton, “Humor”.
¿Deliro si afirmo que vivimos en una sociedad “psicopatologizada”, en la que muchos de los problemas sociales o morales se pretenden arreglar con psicólogos? ¿Es paranoico decir que la psicología forma parte hoy del dispositivo ideológico que nos amansa y ciega con el mayor de los cuidados? ¿Supone un exceso de psicopatía por mi parte, en pleno frenesí publicitario-institucional en torno a la salud mental, expresar mis dudas al respecto? Vayamos por partes.
No hay duda de que el Estado debe ofrecer atención psicológica y de calidad para todos, ni de que hay que dejar de estigmatizar la enfermedad mental (un estigma debido, en parte, a que afecta a nuestra identidad como personas en mucha mayor medida que la enfermedad física). Ahora bien, dicho esto, y dejando las enfermedades mentales a un lado, ¿deben los psicólogos ocuparse del malestar emocional que destila por todos sus poros nuestra sociedad del bienestar?
Yo creo que no. Primero porque ese malestar solo es “emocional” en la medida en que no se deja analizar y entender fácilmente, por lo que lo que hay que hacer es dar a la gente herramientas intelectuales para hacer ese análisis (esto es: educación crítica, y no bonos para el psicólogo). En segundo lugar, porque ese malestar tiene causas objetivas (económicas, sociales, ideológicas) que solo pueden resolverse reevaluando nuestros valores (y actuando en consecuencia), algo que en ningún caso compete a la psicología como tal.
Dicho de otro modo: un psicólogo no es un sabio consejero espiritual, ni un filósofo experto en ética, ni un mago o sacerdote que te asegure la bienaventuranza. Así, si el mundo te parece una bazofia, o te das cuenta de que la vida no tiene sentido, o reparas con angustia en la soledad y miseria material y moral que te rodea, la solución no es hacer terapia. La terapia psicológica no puede suplir el análisis político, ético o filosófico sobre la propia vida, ni el compromiso para cambiar las cosas que deviene, eventualmente, de dicho análisis. Y estoy seguro de que los psicólogos estarán en esto de acuerdo conmigo.
El uso ideológico de la psicología como presunto remedio para todo arraiga, por demás, en la ingenua (yo diría que religiosa) creencia contemporánea en la omnipotencia de la ciencia para solventar nuestros problemas. La gente piensa que igual que el científico puede resolver (mágicamente, porque poca gente entiende cómo) problemas técnicos o logísticos, puede resolver también, encarnado en la figura del psicólogo, todo tipo de asuntos morales o existenciales. Pero nada de eso. No hay psicólogo o experto científico que nos libre de pensar en cómo debemos conducir nuestra vida para ser realmente dignos o felices.
La psicopatologización de los problemas sociales y morales se extiende a todos los ámbitos. Estos días he tenido que escuchar, por activa y pasiva, que la creciente ansiedad y preocupación de los jóvenes no es la lógica consecuencia de sus escasas perspectivas de empleo, de la precariedad en la que viven, de las ideas erróneas sobre el éxito que les hemos metido en la cabeza, o del debilitamiento de los lazos comunitarios frente a la vorágine del narcisismo digital, sino, simplemente, de que “sufren de más trastornos mentales”. Así, más que una masa de jóvenes en situación de hartazgo y tal vez proclives a forzar un cambio sociopolítico, lo que conseguimos es una panda de trastornados cuya principal reivindicación es contar con más terapeutas. La estrategia, calculada o no, es perfectamente perversa.
Seamos claros. Lo que necesita la juventud no son psicólogos, sino perspectivas e ideas ilusionantes con las que dar sentido y transformar al mundo. Y también, y como diría un marxista, una cierta “conciencia de clase”. Es necesario recuperar los lazos de camaradería y solidaridad intra e intergeneracional, dañados por el ultraindividualismo de nuestro tiempo y acentuados por la cultura digital y la pandemia. En este sentido, diría que hasta un botellón es más “saludable” que hacer terapia on-line. Si le quitas el elemento criticable del alcohol (una crítica cuando menos curiosa en un país en el que hay veinte veces más bares que bibliotecas), el fenómeno del botellón no es más que una forma “low cost” de cultivar los lazos sociales en el único lugar accesible que aún no está sujeto al negocio (y al control) digital, y que la mayoría de los jóvenes pueden sentir como suyo, y que es el espacio público.
El día, por cierto, en que los jóvenes ocupen ese espacio no solo para beber y charlar, sino para exigir con justa fiereza el futuro que descaradamente les negamos, no iba a haber psicólogos (ni bares) suficientes para paliar nuestra apoltronada y culpable angustia de adultos.