Hablaba hace unos días con un compañero de este asunto, y el tema ha salido por aquí de vez en cuando: puede que la filosofía teng aun problema de formato. Está muy claro que hablar así, en general, de la filosofía es una forma de escurrir el bulto: son los filósofos y somos los profesores de filosofía los que tenemos este problema. Y no estoy pensando en la recurrente crítica de falta adaptación a las nuevas tecnologías o cosas por el estilo. Voy un poco más al fondo de la cuestión. Si nos fijamos en el origen del asunto, parece que la filosofía surgió como una experiencia personal. Un interrogarse que abrió espacio al diálogo. Esos dos grandes “popes” filosóficos, Platón y Aristóteles, basaban en el intercambio de argumentos sus enseñanzas. Y el predecesor de ambos, Sócrates, se pasaba el día en la calle, hablando con unos y con otros. Según otras versiones, molestando a unos y a otros. Los medievales se pasaban el día discutiendo, incluso sobre cuestiones bizantinas, y muchos textos clásicos como las Meditaciones de Marco Aurelio o los Ensayos de Montaigne son el fruto de un ejercicio de cuestionamiento personal.
Si la filosofía es experiencia puede que el descubrimiento de la imprenta le hiciera un flaco favor. Hemos logrado petrificar lo que de siempre fue vivo, fluido. Abundan así, en la vida de cada cual, experiencias que bien se pueden calificar de filosóficas: momentos de decisión, de duda, de interrogación, de crítica social, de cuestionamiento del mundo, de la economía o de la cultura. Más ejemplos: momentos de conversaciones vivas y arrebatadoras, en las que los participantes sienten que están tocando con las manos cuestiones cruciales para sus vidas, que están exprimiendo lo mejor de sus capacidades intelectuales para encontrar una respuesta. La pregunta es: si aceptamos que estas son experiencias filosóficas, seguramente habrá quien no esté de acuerdo, cabe preguntarse por qué no se lee filosofía, por qué no despierta interés la filosofía. Hay una distancia nada despreciable entre lo que nos despierta ese ímpetu o interés por la filosofía y lo que después los profesores hacemos en las aulas o los “filósofos profesionales” escriben en sus libros. Con lo que nos encanta comenzar la introducción a la filosofía aludiendo a que “todos somos filósofos”, qué poco hacemos para que quien se acerca a su estudio llegue a descubrir por qué.
Puede que todo se reduzca a un problema de formato, y la transformación de la filosofía en una actividad académica haya garantizado su profesionalización, pero a su vez matado al invento. Nada hay más antifilosófico que los criterios y requisitos para ser reconocido por la academia: escriba usted con tantas y cuantas referencias bibliográficas, consulte fuentes secundarias y cite respetando las normas de tal o cual institución. Escriba textos destinados a no ser leídos más que por los cientos de especialistas, no llegan ni siquiera a mil, que están desperdigados por el mundo. No tengo muy claro si Sócrates denominaría a esto filosofía, o si lo haría el mismísimo Kant, rector de su universidad pero cuyas clases eran, en palabras de Herder, “lecciones de humanidad”. Y a lo mejor la filosofía no respira en los libros, sino en los paseos y las conversaciones, en las angustias y comeduras personales de quien ve que la vida se le escapa y el tiempo pasa, en quien desea sentirse vivo tirándose por un puente atado a una goma, o en quien empeña su vida en subir cada vez más alto, para descubrir lo solo que se está a ocho mil metros de altura. Desde luego: otros “formatos” filosóficos muy alejados del libro autorreferencial, empeñado en revisar una propia tradición que no se logra conectar con la realidad. Sé que la tesis es polémica, pero si el rey va desnudo, no es muy leal guardar silencio. Y la conclusión parece clara: si la filosofía no se construye sobre una experiencia filosófíca, ¿es auténtica filosofía?