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Educación y filosofía
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Chamanismo
Aquella mujer sobre la cama que miraba al techo con gran calma y ojos muy abiertos, inmóvil, me pareció un cadáver que ni se inmutó cuando entré por equivocación. Tumbado bocarriba su cuerpo menudo, extrañamente vestida y acicalada, parecía soñar despierta o estar alucinando. Fue ella quien más tarde, con insólita naturalidad me leyó el alma en un instante de vértigo. Se me quedó mirando sentada. Vestía su viejo cuerpo con coquetería y se maquillaba los ojos como india o gitana. Entonces, me dijo lo que había sabido en su selva remota, lo que en aquel momento también vio escrito en mi alma. Y con sencillez me lo contó...
Marcos Santos
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (tercera parte y final) Marcos Santos Gómez
Cualquiera diría que soy un noctámbulo. Y en cierto modo es verdad que lo soy. Puede afirmarse, sin mentir, que gozo de una ajetreada vida social a partir de que se pone el sol. Entonces los veo. No salgo de mi casa en toda la noche, que paso la mayor parte del tiempo en la cama. No salgo, de hecho, ni siquiera del dormitorio. Pero cuando “oficialmente” me retiro a descansar y cuando en la penumbra cierro los ojos e intento dormir, entonces, me visitan.
No puedo decir que sepa exactamente lo que son. Conozco teorías, pero no me las tomo muy en serio. Para mí son personas. Más adelante les hablaré de esas teorías, aunque estarán ya pensando que podrían tomarse por espectros, los cuales, si es que lo fueran, ya no me asustan. Me he acostumbrado a ellos hasta el punto de echarlos de menos si no vienen. Me llenan de vida, me acompañan, los siento cercanos, vigilantes, inofensivos la gran mayoría, aunque no todos.
A la mañana siguiente, con buen humor, trato de recordarlos. Pasan a formar parte de mi caudal de recuerdos y experiencias e incluso de lo que yo mismo soy, de lo que opino o de lo que hago. Se suman a las sensaciones
realesde la vigilia
diurna. Son como amigos a los que voy apegándome más a lo largo del tiempo. A menudo en estos encuentros no suceden más que largas y sinceras conversaciones en las que opino con libertad y en las que logro explayarme, expresarme con una precisión impensable en la vida “normal”.
No siempre estas visitas han sido como vienen siendo últimamente. Tampoco es que hayan sido ni sean siempre agradables. Entre ellas se cuelan también enemigos con quienes ajustar cuentas, de los que me vengo y a los que expreso mi más profundo desprecio. Son sombras de seres sombríos que pasan la vida taciturnos e incapaces de reír. A estos los odio. Me indignan. No aciertan a comprender nada más allá de su ego narcisista o su soberbia. Una ignorancia orgullosa que tengo que rebatir y vencer cada vez que vienen los de este tipo. Son mala gente o mejor dicho se corresponden con mala gente, de los que acaso son el reflejo alucinante.
O a veces, los que me visitan son “malos” menos malos, sencillamente personas con las que he discutido en su forma real, durante el día. Me explico. Quizás hasta este momento no he sido claro y el lector se halla desconcertado. Pido paciencia, porque lo iré explicando todo. Ahora, por seguir el hilo, puedo añadir que con este segundo tipo de visitantes se me brinda la oportunidad, negada durante el día, de emprender un ajuste de cuentas “virtual” que pone las cosas en claro, independientemente de que las personas reales a las que corresponden estos espectros ni se enteren. Aun en su papel de sombras me ayudan a superar situaciones reales, a seguir amando y a seguir odiando, pero con las cartas sobre la mesa y las cuentas claras. Es divertido andar por esta suerte de universos paralelos. Este tipo de interacciones son agradables y conciliadoras, porque no me guardo nada. Soy capaz de decirles todo. Ato los cabos sueltos que durante la vigilia no pueden atarse. Así que estos encuentros con, digamos, “enemigos” pero razonables y dispuestos a departir son también reconfortantes, a pesar de todo.
Las visitas comenzaron hace diez años. En la primera parte de estas memorias ya describí los inicios que se dieron como sensaciones táctiles, sonoras o visuales de duración breve y sin constituir un algo completo, es decir, simples imágenes incapaces de diálogo, como heladas. Acaso permanecen bellamente a mi vera, transmitiendo esa frialdad que el esoterismo atribuye a los espíritus. De aquellas incipientes visitas la imagen de mayor consistencia que todavía recuerdo fue una enorme luna, exactamente igual a la de Meliés en la conocida película rodada en los inicios del cine. Flotaba en mi dormitorio redondísima, frente a la ventana, con el mismo aire travieso de la luna en esta película. Irradiaba, como buena luna llena, una luminiscencia plateada que iluminaba una superficie en mi dormitorio de casi un metro cuadrado. Me miraba muy sonriente, diría que incluso campechana. Yo pestañeaba como un loco, por si así desaparecía, pero ella estaba siempre ahí. Me pellizqué y así me aseguré de que estaba despierto. Me puse de pie, frente a ella y la miré desafiante. No había la menor duda, allí estaba. Y eso fue todo. Desapareció cuando encendí la luz, todavía muy impresionado porque, a diferencia de los sueños, eso estaba ahí, ocupaba un espacio físico y me miraba socarronamente diríase que de verdad. Persistió los segundos que esperé en la oscuridad a que se fuera, pero no lo hizo cuando acerté a encender la luz, tras dar varios manotazos ansiosos a la pared. Esto de los manotazos en la pared se ha constituido un clásico de mis noches, pero mientras no protesten mucho los vecinos, va bien.
Otras veces estas
alucinaciones eran terroríficas y venían asociadas a pesadillas del tipo de las que he descrito en la primera parte de esta saga onírica. A la impresión de alguien observando mi soñolencia en la oscuridad, a mi lado, como una figura alta intuida y flotante, con la misma luminiscencia plateada de la sonriente luna grotesca, comenzó también a corresponder una
presencia fantasmal. Es curioso que a casi todas las alucinaciones corresponde una suave luminiscencia de tipo plateado, blanco o azulado. Estos son los colores que, todavía hoy, predominan. Como ya he señalado, dentro de un “espectro” frío de colores.
Si al terror de presentir a alguien que acecha mi sueño se añade que abro los ojos y lo veo, se pueden ustedes imaginar mis emociones al principio. Decir que me asusto es decir poco. Suelen acabar estas interacciones con figuras que parecen divertirse mientras deciden ahogarme y que cuando las miro, me miran también y me guiñan un ojo. No es tanto que me parezca o sienta la presencia de un mal espíritu o demonio, sino que, literalmente, los veo. Parecen totalmente reales. Mi única comunicación con ellos era el “vade retro” de que hablé en la segunda parte de esta saga de pesadillas.
Estos seres me visitan prácticamente todas las noches. A los demonios sé que puedo detenerlos con el mencionado latinazgo de los exorcistas y persignándome frenéticamente, dibujando enormes cruces grandes como mi cuerpo y mostrando mucho valor. Después me pregunto por qué he tenido que recurrir a la señal de la Cruz, como si mi prudente escepticismo del que me vanaglorio de día, cayera estrepitosamente ante los terrores nocturnos. Es más que vergonzoso. A menudo, si no acabo de estar despierto, pronuncio vehementes declaraciones de fe, con la cobarde pretensión de reafirmar una fe que de día cuestiono también con vehemencia. Y todo por culpa de los
espectros.
La verdad es que otras veces he sido coherente y he increpado a la presencia maligna invitándola a acabar conmigo, si el susodicho demonio tuviera el suficiente arrojo, jurando que me daba igual y que no tenía miedo, a pesar del tembloroso estremecimiento de todo el cuerpo.
Por fortuna, llegó un punto en que las visitas dejaron de ser siempre de este modo y pasaron a entablar gratas conversaciones con mi persona hasta hacernos amigos. Hay de todo. Están viejos amigos reales fallecidos con los que resuelvo viejas cuentas y pido o concedo los debidos perdones, en una afable contemporización con el pasado. Otras veces son personas aún vivas que si después las veo de día, no acabo de saber bien si les dije una cosa determinada a su doble nocturno o a ellos. Así que podemos decir que en mi trato con las personas vivas en la vigilia, sumo una extraña doble vida de nuevas interacciones con sus dobles, que guardo en la memoria en una trama compleja por la que comprendo mejor a la persona, aunque debo estar alerta para no confundir conversaciones oníricas con las reales. ¡Qué interesante vértigo! A veces me digo a mí mismo en broma que no viajo mucho porque vuelo a distantes paraísos e infiernos todas las noches, gozando de esta intensa y original vida social.
Por supuesto, según los “visitantes” nocturnos han ido redondeándose como “personajes”, es decir, personificándose, asemejándose a personas reales en su aspecto e interacción, empecé a preguntarme hasta dónde iría este proceso. Durante un tiempo comencé a alarmarme. ¿Estaré enloqueciendo?, me dije. Tal vez, sin ánimo de agotar las posibles interpretaciones a que apunta el siguiente poema, este texto refleje en parte cómo me siento:
BrumaSin despertarni tampoco dormirvi que nevaba. Nieve sobre la nieve,bruma sobre la bruma.
Así estoy en este enredo entre sueño y vigilia que no es ni uno ni otra. Muy extraño e inquietante, pero también excitante. ¿Es posible habitar una tierra media entre el mundo real y el mundo soñado? ¿Pueden interactuar? Y, después de todo, ¿cuál es el verdadero, el modelo real o el que tiene auténtica importancia? Durante un tiempo me ha parecido que el mundo nocturno era el primero, porque cada vez me sentía más feliz y realizado entre las
alucinaciones.
Quizás, quien no sufra “anomalías” en el sueño, es decir, quien como la mayoría vaya entrando con normalidad en el sueño profundo, hasta el REM, no comprenderá este curioso tránsito por el que algunos somos capaces literalmente de soñar despiertos, de vagar por una tierra de nadie que no es sueño, pero tampoco vigilia. Yo intuía la explicación por haber mirado casualmente, hace unos pocos años, un documental que relata experiencias
oníricas o
alucinantes aún más potentes que la mía. Personas que, en efecto, tienen trato con seres que habitan ese intermedio que en nosotros, los que padecemos este tipo de anomalía en el sueño, se prolonga hasta quedarnos ahí estancados.
A veces se ven solo insectos; de hecho yo he observado con detenimiento y asombro enorme arañas o peces flotando por el dormitorio como en el fondo de un océano. Si son monstruos lo que aparece, el afectado puede dominar su miedo y en ocasiones interactuar pacíficamente con ellos, como si fuéramos capaces de dominar las pesadillas y darles la vuelta. En el documental muchas experiencias eran aterradoras y si el afectado no era capaz de integrarlas en una suerte de relato cuyos capítulos van siendo las distintas sesiones diarias, o mejor dicho, nocturnas, llegan a causar enormes trastornos. Es decir, la persona pasa muchísimo miedo y angustia.
Es preciso, de nuevo, tratar de expresar cómo se siente este horror. Yo no he visto demasiados monstruos, pero puedo relatar lo que se siente al habitar en esta tierra de nadie, en esta bruma.
Imagínense en la cama, con el sopor que desemboca rápidamente en el sueño. Y que caen finalmente dormidos. Pues yo no caigo en el sueño y me instalo en él, como ustedes, sino que no dejo de caer. Caigo todo el rato. Puedo sentir un suave adormecimiento, pero en cuanto a mi conciencia, estoy despierto. No he “caído” del todo, no he llegado a ninguna parte, y mi cerebro se queda a medio camino. Es decir, pienso conscientemente, puedo hablar con una persona real si en ese momento apareciese alguien de carne y hueso, soy capaz de interactuar con ella e incluso, contarle lo que estoy viendo.
La primera visión suele ser una malla de finas hebras negras, o algo parecido a la pantalla de los viejos televisores cuando no sintonizaban nada, aunque nada de esto me oculta la visión del dormitorio, al que no dejo de ver. Soy consciente de que van a llegar las alucinaciones, porque una parte de mi cerebro ya está durmiendo y soñando. Estos sueños son captados en medio de una experiencia de realidad y vigilia propia del estado consciente y despierto. Digamos que los sueños se adentran en la realidad de la vigilia y que la persona puede, literalmente, ver en el mundo, despierto, sus propias e íntimas imágenes oníricas. Doy fe de que la experiencia es espectacular y me alegro de haberla conocido y de repetirla cada noche.
Por supuesto cuando uno se ve departiendo tranquilamente con algo parecido a fantasmas, mientras se frota los ojos o se pellizca de vez en cuando, llega, cuando menos, a incomodar o asustar las primeras veces. Insisto en la imagen, uno apaga la luz, con soñolencia y ganas de dormir, pero aun despierto todavía empieza a soñar y a ver sus sueño como visitas alucinantes. Por supuesto no son delirios ni alucinaciones psicóticas, sino algo que como el insomnio, se cataloga como trastorno del sueño. Es un estado impresionante en el que parte del cerebro se halla en la consciencia y percibiendo realmente el mundo, es decir, estando en el mundo de verdad y a sabiendas de ello, pero otra parte del cerebro está dormida y soñando. Es, literalmente, soñar despierto. Si a alguien se le ocurre hacer un electroencefalograma al “medio durmiente”, aparece esto detectado, o sea, mostrado por las ondas cerebrales. En ellas un experto puede apreciar objetivamente
este estado intermedio en el cerebro.
Claro que si una noche, ya enfadado, decides levantarte e ir hacia el fantasma, increpándole y diciéndole algo así como “sé que no eres real” o “eres una alucinación”, y compruebas que igual que en las películas, entras dentro de su cuerpo, te ves en él y este se disuelve, resulta impactante. Es decir, como en las películas de fantasmas, lo puedes atravesar. Recuerdo hace poco una situación en la que era plenamente consciente de estar despierto, de pie, andando y atravesando la imagen alucinatoria con gran asombro. Es fácil imaginar que en otros tiempos esto era visto de un modo, digamos, trascendente. Parece, a todos los efectos, que estás protagonizando una película de terror. Y, aquí está la magia, de hecho puedes creer que visitas un mundo donde, como en los sueños, atar los cabos sueltos, y prolongar la vida diurna como si nada, para acabar mezclando noche y día en un cóctel asombroso.
Por supuesto cuando te ves de esa manera, dialogando con alucinaciones y atravesándolas mientras das un paseo por tu dormitorio, te da por inquietarte e ir al médico. Este viene a decir que es algo sin importancia (aunque muy impresionante para el sujeto), que no reviste la menor gravedad y que consiste en un simple desajuste neurológico transitorio en la sucesión de las distintas fases del sueño. Es entonces cuando se le ve la gracia al asunto (como se muestra en el documental que antes he mencionado) y uno comienza a esperar que aparezcan los seres para emprender una intensa vida social
paralela. Es bastante curioso el asunto.
Aunque tan solo sean sueños y “alucinaciones” oníricas, el fenómeno plantea una serie de cuestiones. Las que formulé supra, que se engloban en la pregunta trascendental acerca de qué es o cómo es la realidad. Se suelen tomar a broma estos raros viajes y, como digo, el sujeto añade esta irreal realidad a la realidad real. Se puede hacer todo esto con plena consciencia e incluso empezar a crear una activa zona alternativa donde existir que, sin confundirla con el mundo de la consciencia y la vigilia, se puede introducir en él hasta cierto punto, lúdica y creativamente, en la experiencia diurna. Ser consciente de que uno juega a vivir varias vidas.
Me explico. Ciertas noches te visita el amigo X con el que no te hablas, con el que te habías enfadado. Sabes que el asunto no se va a solucionar fácilmente, pero en esta dimensión onírica sigues tratando con él, ambos os sinceráis y reanudáis la amistad por la que os seguís expresando con libertad y ya reconciliados. Por supuesto esto pertenece a una dimensión que sin ser la realidad o la verdad, puede competir con ella. En cierto modo, también se vive en ella. Por eso uno se despierta por la mañana con la sensación de haber hecho un pequeño arreglo en la propia vida y hasta cierto punto, de haber mejorado la existencia y hasta el propio mundo.
Puede ocurrir que mientras estás departiendo con este viejo amigo, ves u oyes pasar por delante de la habitación a algún familiar (¡¡real!!,) y le dices satisfecho desde tu cama: “no pasa nada, es que ha venido X a visitarme y estamos conversando”. Hay, pues, frente a las alucinaciones graves, un pleno dominio de la realidad, se sabe dónde está, dentro del cuadro y la escena, lo onírico y dónde lo vivo, lo contante y sonante. Solo que esta doble vivencia aporta algunos ingredientes espectaculares e incluso enseña verdades al sujeto, que no deja de pensar en ningún momento. Uno puede iniciar una cierta interrogación y “pesquisa” de tipo filosófico. Puede ejercitar la conciencia de un modo plenamente consciente. Puede pensar y soñar al mismo tiempo. Es este prurito viajero entre realidad y sueño el que de hecho mueve a la ciencia o a la filosofía. Quiero decir que aprovechar este “defecto” del sueño es lo propio del verdadero investigador, que lejos de asustarse, prosigue su búsqueda y experiencia de la realidad.
Ese estado de bruma al que remite el poema tanka citado más arriba, es un estado no solo psicológico, sino sobre todo, metafísico en el que se tiene una vivencia compleja de la realidad, se capta, antes de que llegue el oportuno análisis racional, y por tanto, en su ambigüedad. No es solo una broma de la psique, sino que es el mundo entero que “peligra” en estas grietas. Esta es su parte más seria. Este vértigo adquiere inmensas dimensiones. Decía Borges (que tuvo frecuentes problemas con el sueño) que las pesadillas existen para que la realidad tiemble, para que recordemos que nada se agota en su primera apariencia, ni en ninguna explicación o vivencia. Que la trama del mundo, como la trama de los textos, es infinita. Es esto lo que me hace dar la bienvenida cada noche, con sumo agrado e interés, a estos seres escapados del sueño.
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (segunda parte)
Marcos Santos Gómez
Como decíamos ayer, con la ayuda de amigos expertos pero sin que ninguno de nosotros sobrepasara los veinticinco años, esta vez yo mismo fui al encuentro de la pesadilla. Resulta contradictorio que el mismo prurito filosófico que me valía para infundirme valor durante los apagones de electricidad en las noches de tormenta, las travesías campo a través en la madrugada sin luna o cuando he echado algún sueñecito a la vera de viejas sepulturas, incluso sobre ellas, en perdidas iglesias rurales del Norte de España, este mismo prurito, digo, que desnudaba y vencía a los terrores por irracionales, en aquella ocasión me había conducido a arrojarme en los mismísimos brazos de la pesadilla. De algún modo, quise ponerme a prueba y me tentó la posibilidad de hallar con suerte algún puñado de “verdades” acerca del más allá. Y aquí la curiosidad rompió el saco.
La curiosidad, que puede resultar tanto una bendición como una engañosa trampa, que señalaba en sus Confesiones el santo de Hipona. Recuerdo la frase: “Me consumí en un mar de iniquidades en pos de una sacrílega curiosidad”. En otro momento describe con mayor carnalidad su juvenil “curiosidad” que no solo afectaba a la búsqueda de libros: “habité en una crepitante sartén de concupiscencias”. Es condición de la santidad la previa travesía del horror, el pecado e incluso la experiencia del infierno. Así que resulta que la filosofía, que consiste en la curiosa conciencia del propio vacío más la frustrada y trágica empresa de llenarlo, nos puede iluminar tanto que nos deslumbre y resulte que lo que parece un oasis para la curiosidad no sea más que una orgía de espejismos y fantasmagorías.
Así pues, la bendita o la sacrílega curiosidad me condujo a participar en una sesión de espiritismo. Quizás hoy mi orgullo no lo toleraría, aun cuando no dejen de abordarnos fantasmas según vamos cumpliendo años y creyendo más en ellos. Ya no hace falta invocarlos porque se nos cruzan en el camino y la ouija queda desbordada por la realidad y el curso de las cosas. Por eso, aquella sesión tuvo su razón de ser y su contexto.
La escena fue la típica. Estábamos congregadas cinco personas en torno a la tabla y el vaso. Una gran sala con enorme chimenea y mobiliario rústico, aunque no lejos del centro de la ciudad. El maestro de ceremonia inició las primeras invocaciones y pases. Tras estos primeros estadios del ritual, algo mostró su presencia. Algo intangible, primero como la fuerza que invisiblemente unía nuestros dedos y los movía con perfecta coordinación para deslizar el vaso. Más adelante lo sentimos casi como uno más de nosotros. Según interactuábamos, todo resultaba más inquietante e incluso llegó a tornarme impresionante. Cada uno rozaba suavemente con la punta del dedo índice la base de un vaso de cristal invertido. El contacto de los dedos con el mismo era asombrosamente débil. Nadie apretaba el dedo. Me aseguré mucho de comprobarlo, de mirar una y otra vez por si alguno engañaba a los demás. Salvo que operara una rara forma de autoengaño inconsciente, puedo certificar con gran seguridad que nadie estaba haciendo trampas, ni en el ajo con nadie. El más racional escepticismo, que me duró bastante tiempo, hizo que me dedicara un buen rato a cerciorarme de ello y a vigilar cualquier indicio de tongo. Seguramente por esta actitud “racional” de sospecha por mi parte, el espíritu declaró que yo era el único a la mesa que le caía mal. Incluso enfatizó más asegurando que en realidad yo le caía fatal, peor que nadie.
Íbamos cambiando los dedos sobre la base del vaso, precisamente para evitar trampas. Por eso mismo, era impensable que el vaso estuviera siendo manipulado. Se deslizaba tirando él de nuestros dedos, y no al revés (la sensación de esto era indudable). No había tiempo para llevar a cabo ninguna trampa, es decir, nadie podía influir de manera consciente en la dirección del movimiento y además aunque así fuera, era imposible que lograra inducirnos a todos a la vez a seguirle. El vaso se movía con gran fuerza y velocidad, en direcciones muy definidas y “decididas” por ese algo sin previo aviso. Porque nadie de nosotros sabía las respuestas.
Según pasaba el tiempo cobraron intensa realidad todas las supuestas memeces que se cuentan o que uno ve en el cine o la televisión, lo que me hizo temer y desear ver, al mismo tiempo, el espectáculo de objetos volando, platos estrellándose, voces de ultratumba, apagarse las luces, reventar el televisor, levitar todos de súbito, que alguien fuera poseído y entrara en trance, etc. Llegué a percatarme de que, de un plumazo, los temores de que tanto me había mofado, los que rechazaba a golpe de ciencia cuando atravesaba los oscuros pasillos de mi infancia, las especulaciones de famosos bestseller sobre vida de ultratumba (incluido el dichoso túnel con la luz al fondo), los descubrimientos del Dr. Jiménez del Oso, los OVNI y hasta lo relatado en las novelas de Stephen King o la película El exorcista, todo ello, en definitiva, podía ser grotescamente cierto. Adiós a la ciencia y a la filosofía, entonces. Por esto, la ronda de preguntas y las respuestas del espíritu supusieron en mí algo así como un agujero de gusano abierto en nuestro salón que me conducía a todo un nuevo universo por explorar, a terribles grietas en la razón. El mundo, por fin, mostraba sus entrañas horribles.
No recuerdo con detalle todo el “diálogo”, pues hace mucho tiempo de esto. Sí recuerdo que el fantasma se identificó como un musulmán granadino de la época nazarí (lo que ciertamente fue bastante sospechoso por tópico, ya que la sesión ocurría en Granada). Pero la sospecha por haber sido previsible, convencional y tópico el fantasma, puede acrecentarse con otra curiosa coincidencia: que el espíritu entendiera el árabe y contestara bien a las preguntas del amigo marroquí. ¿Por qué sabía árabe y no chino? Sea lo que sea, el espíritu corroboró la verdad de la existencia de Dios y la verdad de la religión musulmana. También admitió conocer a Jesucristo.
No puedo pasar por alto, una vez más, que el espectro afirmó poco menos que me odiaba, que le caía espantosamente mal, y que era además el único de la mesa que él detestaba, pues los demás sí eran buenas personas. Fue un mal trago. Más aún porque un gracioso de los presentes preguntó como quien no quiere la cosa algo que si sale mal, hubiera acabado con mi salud y no sé cómo hoy todavía sería capaz de dormir o andar solo por mi casa. Quizás estaría mal, muy mal de los nervios a estas alturas. De súbito alguien de los presentes se percató de la gravedad de la circunstancia que allí se había abierto por la pregunta brusca y terrible acerca de si el señor fantasma pensaba castigarme. Durante décimas de segundo no acabé de encajar bien el alcance de la pregunta y sobre todo de mi vida si tenía que oír que pronto acabaría mis días como la niña del Exorcista. Aún aturdido por el impacto de la dichosa cuestión, otra alma caritativa se compadeció y protestó vivamente contra la pregunta. Pero ya había sido formulada y el espectro la había escuchado.
Pues bien, precisó que no me iba a “castigar”, lo que permitió que pudiera dormir esa noche. Y que haya podido disfrutar de cordura el resto de mis días.
Digo que sin embargo todo fue sospechosamente tópico. En Granada se manifiesta justo un musulmán de época nazarí. Es como si en el Orinoco se nos presentara el fantasma de Lope de Aguirre, el loco. O en México D. F. el espíritu de Moctezuma. ¡Qué presencia tan esperable y obvia!
Ignoro si lo acaecido en aquel año remoto sirve de mucho, como para añadirlo al baúl de las verdades. Quedan preguntas abiertas: ¿Fue aquella sesión, que jamás he vuelto a desear que se repita, una impostura de alguien que sabía determinar las respuestas y los movimientos del vaso? ¿Cómo fue posible que el vaso acometiera tan firmes y poderosos movimientos si prácticamente no era presionado por ningún dedo? ¿Cómo podía haberse dado el supuesto acuerdo inconsciente por el que un líder va guiando con su “fuerza” mental a los demás? ¿El viejo magnetismo decimonónico? ¿Telepatía? ¿Sugestión? ¿Histeria? ¿Hipnosis? ¿La “energía” con que nos tiene ya hartos el movimiento new age? ¿Con qué desconocidas potencias de la psique funcionó aquella supuesta ilusión, si es que lo fue? En cualquier caso yo he acabado suspendiendo el juicio y callando cualquier respuesta definitiva; queda el evento espiritista como un corto paréntesis en mi vida del que hacer epojé para seguir confiando en la sensatez y la cordura del universo. No volveré a pensar en ello cuando termine de escribir estas líneas.
No obstante, debo todavía destacar que en sí, fue una experiencia terrorífica. Constituyó una conmoción en nuestros ánimos que nos obligó a dormir con la luz encendida muchas noches posteriores (quizás también esta noche, hoy que lo estoy evocando) y no digamos las primeras noches que pasamos en las habitaciones de la enorme mansión, donde en cierto modo éramos también espectros, fantasmas en los que hoy nos cuesta reconocernos. ¿De verdad somos aquel puñado de casi adolescentes? ¿Éramos nosotros? Supongo que hay creer que verdaderamente fuimos esos jóvenes, por seguir la costumbre. El caso es que no pudimos dormir solos por un buen tiempo, aun habiendo de recurrir a sacos de dormir o a la alfombra sobre el duro suelo.
Como dato curioso, he de mencionar que uno de los intervinientes en la sesión, que no soy yo, con el tiempo ha llegado a escribir una novela de zombies. ¡Cuidado! No nos engañemos con lo que son verdaderamente los zombies; nada que ver con The walking dead, sino con un horror más discreto, inquietante, el vago presentimiento de que alguien nos dirige, de que nos manipulan, de que no seamos quienes creemos ser, de haber sido engañados hasta la atrocidad, y con el hecho de que todo se borre un día en nosotros por la enfermedad degenerativa o la vejez y, como espectros, vaguemos por ahí sin saber quiénes somos. Nada de zombies sangrientos ni terror gore (que provocan antes risa que miedo), sino zombies auténticos, como los que son producto de los horrendos rituales del vudú, seres muertos en vida, seres de espíritu enajenado, sin poder sobre ellos mismos. No es cuestión de sangre o vísceras. Es peor.
El caso es que, retornando a tiempos más recientes, reviví el frío pavor a los fantasmas, materializado (tanto el pavor, como los fantasmas) por mis aullidos de terror en mitad de la noche, cuando busco con desesperación el interruptor de la luz e increpo a Satanás para que se marche (“vade retro” le espeto, y así lo escuchan los vecinos). Me pregunto, en medio de esas pesadillas, incapaz de seguir durmiendo con la luz apagada, si la casa no estará llena de fantasmas, sospecha que alguien reforzó cuando juró haber visto en mi casa una sombra que cruzó veloz entre nosotros. Entonces especulé con que en el pasado reciente en mi casa se hubieran celebrado auténticos aquelarres. Si es así, me digo, ¡qué sórdidos espantos habrán visto estos muros! Espantos que aún pueden estar rondando mi dormitorio, rebotando en las paredes como un eco angustioso. O aún más sencillo: ¿alguien practicó una ouija y no echó convenientemente al espectro? Si es así, aun me quedan océanos de sufrimiento.
Esta zona de peligro por la que lo cotidiano se da la vuelta y se torna horrible puede ser alcanzada de la manera más tonta. Hay otras formas más sencillas de invocar fantasmas, distintas a una ouija. Te levantas, por ejemplo, un día y presientes que has departido la noche anterior con algo sombrío, a lo que vertiste tus consideraciones más secretas, algo que te escucha, que te acompaña de copas toda la noche y cuya degeneración procuras olvidar pero de vez en cuando aflora el horror porque sigues viéndolo en tus días restantes, te saluda incluso en la tranquila terraza de verano, cuando te encontrabas en plena paz y armonía, te hace una seña obscena, recordándote que no ha sido un sueño y que podrían desbocarse, como una nightmare, tus peores miedos en la más apacible sobremesa si llegas a ser plenamente consciente de ello. Una pesadilla que retorna incluso en esas sobremesas soleadas con butaca, café y cigarro que Bécquer consideraba inmunes al horror.
Ciertamente, la juventud es la edad más propicia a fomentar grotescos encuentros con cosas horribles que se toman por aventuras y vivencias que uno ha de acumular constantemente. Hoy sé que lo único que se acumula en la vida es el asco.
Bien es cierto, que los años densifican las pesadillas, que estas ya dañan y vienen de mala manera. A una edad más adulta lo que aflora, si se persiste en tales noches luctuosas, es ya algo serio. No viene teñido de inocencia. No es ya camaradería. Cuando se sigue eternamente en ese carril, todo deja de ser inocente o una trivialidad de adolescentes, prolongándose no la juventud perdida, sino la abominación y la locura. Los monstruos brotan como espinosos cardos, como ortigas, como demonios que amenazan con perseguirte hasta el delirio o la muerte. La cosa va en serio. Todo puede desencadenarse cuando una mañana, al despertarte, pasados los cuarenta años, te preguntas, ¿por qué todo el mundo miraba para otro lado? Es mejor no intentar esta senda…
Mejor olvidarse de la remota posibilidad de que uno decida irse de copas en franca hermandad con sus peores miedos y que estos te envuelvan, pegándose a tu cuerpo como una gran boa que comprime el pecho cada vez que se trata de inhalar más aire. El resuello se acelera y acorta en agitada sucesión de aspiraciones, siempre más breves la y cada vez más dolorosas.
Me refiero a ese tipo de horror que te merma, que sientes como espada de Damocles, un lastre infame, un miedo que se agiganta cada día hasta que se hace dueño de ti para llenarlo todo como en una inundación. Desearás que todo haya sido un sueño. Incluso querrás no estar vivo, pero ya no podrás hacer nada por remediarlo…
Sentir esto tras el exceso. La faz del pecado. Sentir que tus peores temores son ciertos, convencerte de que eso ha sucedido y de que aquella cosa ha existido realmente. Verte a ti mismo desde fuera, departiendo vergonzosamente con almas que se pudren en malos tugurios, repetitivos e insanos, dementes de vómito y lujuria, viciosos hasta las heces; torpes vivencias que a la mañana pesan y se incrustan en el ánimo para siempre. La noche, donde cualquiera puede ser su peor sombra, como Jekyll y Mr. Hyde, es otro universo paralelo de los horrores, otro infierno.
Si lo haces, sabrás que te has podrido un poco más, que acabas de añadir otra miseria a tu ya ingente montón de basura, que aumenta el lastre de defectos y vas alejándote de toda belleza, bondad y pureza. Sabrás con razón que algo en ti se está degenerando y acabarás deslomado por andar con el peso de tus miserias, cargándolos en un hatillo de inmundicias que ya irá contigo a todas partes. Ni siquiera Dickens se apiadará de ti. Y según vas mancillándote con cada acción terrible y disoluta, la persona que eres se va oscureciendo y agriando.
Reclama ahora también la palabra otra pesadilla que se instala en la mente y acaba abarcándolo todo, poniéndola a su servicio. Hasta cierto punto es un exceso de la inteligencia… pero lo dejamos ahora para una tercera parte de esta aciaga crónica de horrores pasados y futuros.
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Educación y filosofía
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Crónica de mis pesadillas (primera parte)
Marcos Santos Gómez
Las visitas de seres desconocidos a mi casa han aumentado en los últimos tiempos. Se trata de un constante trasiego que he debido asumir como cosa inevitable. Acuden también viejos conocidos que daba por seguro que jamás se volverían a cruzar conmigo, seres que habían sido arrojados de mí, pertenecientes a épocas que finalizaron con mejor o peor fortuna. Pero sobre todo los más perturbadores son los que remiten a sueños y ansiedades, y hasta, rayando en la extravagancia y el absurdo, hemos de considerar la visita de seres monstruosos. Por esta razón, mi soledad, repartida habitualmente entre prolongados ratos de lectura y el disfrute esporádico de capítulos de series televisivas, que trato de justificar considerándolas obras maestras, rebosa para mí una intensa vida social. Mi vida vuelve a ser plena. Mi soledad, de manera paradójica, es un hervidero de seres.
Lo más, digamos, llamativo de esta situación data de hace unos quince años. O tal vez veinte. No son visitas agradables, de hecho nunca lo han sido, pero me acostumbré a soportarlas y ya hasta las espero.
Podemos considerar que la incubación de todo esto remite a la temprana infancia. Muy al principio, las sensaciones eran solo imágenes poco nítidas que durante el sueño irrumpían, generalmente terroríficas. Con frecuencia el miedo también era invocado a la mañana siguiente por una mesa que parecía haberse desplazado unos centímetros, un flexo que se había encendido solo o el leve movimiento de la cortina. Pero lo peor era el mero acecho de una oscuridad llena de ojos, que aún hoy envenena mis noches, como vaga sensación de que alguna misteriosa inteligencia está presente, acechando y observando, conspirando para sabotear mi sueño y cuya última intención desconozco. También me sucedía algo extraño que no acabo de creer, pero que recuerdo por su intensa realidad: soñar con personas que en la siguiente jornada conocía por primera vez. Me acostumbré a que habitualmente se me presentaran en el sueño acontecimientos que después viviría, tomándolo por algo natural. Debo precisar que no se trataba del clásico dejavu sino de una verdadera anticipación del futuro que podía recordar de un modo concretísimo. Tenía la imagen de ese sueño y coincidía con la realidad futura.
Hace unos veinte años este segundo espacio de mi existencia, de cuyo relato se ocupan estas líneas, comenzó a condensarse en concretos puntos de horror. Eran sensaciones como la de un ruido explosivo o una voz chillona gritando directamente a mi oído, igual que si perteneciera a alguien que se hallara junto a mí y me quisiera despertar. Tembloroso y taquicárdico, a tientas buscaba y aún busco el interruptor de la luz junto a mi cabecero, dando fuertes golpes en la pared con la mano abierta, tratando de acertar a encontrarlo en la oscuridad. Un día, hace bastantes años, un vecino vino alarmado a comprobar qué ocurría, tras haberme oído en su casa soltar alaridos a pleno pulmón pidiendo socorro en mitad de la noche. Mi angustia era grande.
Otra experiencia temprana es la de una sensación y seguridad absoluta de que alguien se ha sentado en mi lecho o permanece de pie en silencio junto a mí, con la mirada fija en mi cabeza o a un palmo de mi rostro. Esta impresión en sí produce un impacto terrorífico, pues suelo razonar entre sueños que nada bueno puede esperarse de alguien o algo que te vigila con los ojos muy abiertos, que se nota pesar como un lastre cercano hasta hacer que me despierte. A veces lloro o sangro por la nariz. De vez en cuando esta presencia se manifiesta al modo de un contacto directo con mi cuerpo, una experiencia táctil de ser tocado en la pierna o la espalda.
Por supuesto, no podía sino pensar en fantasmas y relacionar todo esto, de apariencia tan extraordinaria y sobrenatural, con el mal. Pero en ocasiones, a pesar del grito de horror que arrojo bañado en sudor, comprendo que no es algo malo del todo. Incluso diría que en ocasiones se trata de un ángel.
Estas vivencias antiguas siguen hoy tenazmente poblando mis noches, solo que se han ido añadiendo a ellas de un modo progresivo las nuevas, más vívidas, complejas y prolongadas, que se van superponiendo a las antiguas y aumentando mi ajetreo nocturno, cuando ni estoy despierto, ni dormido.
Esto duró sin nuevas formas hasta aproximadamente cumplir los treinta años. Ha sido después cuando todo se ha ido precipitando. Tan solo, de esta primera etapa anterior a mis treinta años, con la visita de entidades abstractas o menos definidas, tengo que evocar, entre la sonrisa y la ternura, un caso concreto. Fue la noche en que sentí cerca, en mi habitación, una presencia física, real, de carne y hueso, para deducir entre sueños que se trataba de un asesino o un ladrón que entraba en mi dormitorio. Aquello respiraba de verdad. Lo sentí franquear la puerta de la habitación, palparme, y cuando mis gritos se materializaron y pudieron con esfuerzo ser proferidos, la otra cosa o presencia aulló llena de bestial estupor, hasta casi la asfixia, con estertores y también, como yo, mientras a la vez sus manos buscaban a manotazos el interruptor, con el fin de que la luz disolviera el espanto. Lo que esta reveló no fue sino la imagen de mi amigo X, a quien considero ayer y hoy más real que yo mismo. Compartíamos el dormitorio y se había quedado un rato en el salón a ver en la tele hasta tarde un documental de psicópatas y asesinos en serie que le había impresionado. Cuando se recogía para acostarse, en la misma habitación donde yo dormía hacía rato, a solas con mis horrores, fue asaltado por mis alaridos en la oscuridad malsana. En el momento en que se hizo la luz, nos miramos el uno al otro aterrados, gritando aun un buen rato durante segundos interminables. Pronto se nos hizo evidente, con el resuello todavía agitado, que éramos dos amigos recíprocamente asustados y que no había que temer del otro más que de uno mismo.
Pero estas experiencias no pasaban de ser amables preámbulos de lo que estaba por venir. Vayamos ahora al lapso temporal que arranca con el siglo, hace unos dieciocho años, aunque habrá que emprender un breve paréntesis y flash back. Porque en el presente viven activos y actuales los momentos del pasado, todos los tiempos en un mismo tiempo, como si uno estuviera saltando constantemente del presente al pasado y del pasado al presente, bajo la vaga sombra del futuro que se va perfilando en el horizonte, punto final y arquimédico donde nuestras vidas cobran su sentido, su forma definitiva.
Mi vivienda actual la había habitado previamente una familia. Un matrimonio, ambos maestros, y sus dos hijas. Gente que conocí pero con la que no intimé demasiado. Se trataban de personas normales y, como yo, amantes de la lectura. Como yo mismo ahora, tenían habitaciones y paredes saturadas de libros, revistas, atlas y mapas, enciclopedias, diccionarios, etc. Recuerdo la cálida sensación de abrazo cuando entré en una de las habitaciones de la casa completamente atestada por todas las paredes, desde el suelo al techo, de libros y más libros, con olor de papel antiguo, que parecían envolverme.
Estuve los primeros años sospechando, no sé por qué, que alguno de ellos, acaso una de las dos hijas, o las dos, o vete a saber si la familia en pleno, habían celebrado una ouija.Yo mismo varios años atrás, mucho antes de adquirir el piso, había asistido a una sesión de ouija espectacular. Hasta dicha sesión, ocurrida en mi último periodo de estudiante en la universidad, los intentos de ouijasanteriores habían sido todos vanos. Ahí nadie se manifestaba y nunca pasaba nada diferente de las risitas y el tonto nerviosismo de los celebrantes. Pero hete ahí que funcionó un buen día. En el piso donde residía en mis últimos años de carrera, en torno a 1995, que era una enorme casa de varios niveles con un bajo o sótano donde estaban dos lóbregas habitaciones, como celdas de una prisión o cuevas. En una de ellas, igual que una mazmorra de algún filme de horror bizarro, pendían unas extrañas cadenas que allí se quedaron. Nunca quisimos ni siquiera imaginar qué hacían ahí y quién y para qué las había puesto. En la otra habitación siniestra, los muebles estaban llenos de telarañas y olían raro. Nada de eso nos afectó, hasta el fatídico acontecimiento de la única sesión de ouija exitosa en la que he participado.
Aquella casa fue importante porque en ella pensé por primera vez y con seriedad en la muerte, nuestro sino mortal que es eludido en las preocupaciones de adolescencia y primera juventud. Fue la repentina y segura certeza, mientras observaba mi antebrazo, de que aquel miembro se pudriría. Es difícil describir la intensidad con que llegué a ser consciente de este destino seguro, del cierto e ineludible final del camino. Un vivo antebrazo, de nervios y músculos palpitantes, lleno de energía, concretísimo, que todavía hoy veo con sus treinta y seis grados de temperatura, regado por la sangre y la linfa, albergando su fina malla de nervios, de compleja estructura ósea formada por huesos vivos y sensibles; un antebrazo que se esfumará.
La sensación y la idea de la muerte, de desaparecer físicamente de un plumazo, aunque solamente en aquella casa, como he dicho, se me pegó al alma, sin embargo y hasta cierto punto la habían anticipado mis pesadillas sobre un holocausto nuclear en los coletazos de la Guerra Fría, en los ochenta. Algunas pesadillas de entonces consistieron en que un rayo procedente de una pistola espacial, por ejemplo, me desintegraba, lo que quiere decir, que me hacía desaparecer por completo, físicamente, en una nada horripilante, como si nunca hubiera existido, como si me quisiera palpar y no pudiera tocarme, como si ni el recuerdo quedara de mí. Es difícil describir hoy cómo aquel miedo a la muerte atómica capaz de volatilizar un cuerpo en décimas de segundo había calado en muchos niños.
La ouijala celebramos en el piso de la gran casa que daba a la fachada y puerta principal, es decir, el primer nivel de la mansión por encima del mencionado sótano. Éramos cinco estudiantes, cuatro españoles y uno marroquí. Hay que precisar esto por lo que pronto vamos a revelar. Fue crucial también que hubiera un par de oficiantes que conocían bien cómo invocar, interrogar y, finalmente, abrir la invisible puerta fantasmal, para que el espíritu abandonara la casa. Si no, se dice, esta puede quedar encantada.
Mi ánimo y previsión era que, como siempre, allí no pasaría nada. Absolutamente nada raro o anormal como los fenómenos aparatosos de las películas, donde intervienen poltergeists. Por otro lado, guardaba en mi memoria el recuerdo de que cierto familiar había celebrado impactantes sesiones que llegaron a obsesionar y aterrorizar de tal manera a él y sus amigos, simples colegiales, que los adultos de las distintas familias tuvieron que intervenir vigilando de cerca para asegurarse de que no siguieran practicando su espantosa obsesión. Nunca he sabido exactamente qué pasaba en esas funestas reuniones, aunque alguien me dijo que se les manifestaba un egipcio del tiempo de los faraones y espíritus de antepasados recientes y miembros fallecidos de la familia.
Así pues, con el vago recuerdo de aquellas ajenas experiencias esotéricas, contundentemente negadas e impugnadas por mis propias experiencias frustradas, nunca fui testigo de un contacto veraz con la condensación de lo terrible. El espanto inefable que no podía describirse o pintarse porque sencillamente no era nada o porque llena todo siendo nada, como si lo horrible fuera que todo esté no vacío, sino lleno de algoo lleno de una nada.
He ostentado toda mi vida, desde la niñez, un orgullo filosófico, una suerte de fe intelectual que cura de espantos. Si me invadía el temor en mi casa familiar, algo destartalada y también de varios niveles, en las tormentosas noches del invierno y los numerosos apagones, intentaba vencer los miedos con razones filosóficas o verdades científicas. No había ningún fundamento para sospechar de la presencia de ningún fantasma, de que existieran fantasmas. Sin embargo, los terrores nocturnos y las pesadillas me asediaban también por entonces y contradecían de noche lo que afirmaba de día. Cruzar el oscuro pasillo a tientas en medio de la tiniebla era, en el fondo, un mal trago.
Pues bien, como decía, la ouija celebrada en la época final de mis estudios resultó exitosa. Relataremos lo sucedido en la segunda parte de esta crónica de horrores. Todavía hoy, cuando lo recuerdo, pienso que fue espeluznante. Yo traté de salvarme del temor asiéndome al flotador de la razón y la ciencia, como siempre he tratado de hacer, mientras agradecía en silencio y con orgulloso disimulo que aquella noche durmiéramos en las tristes habitaciones como cuevas acompañados unos de otros, echando mano de sacos de dormir o incluso sobre el duro suelo, con tal de dormir acompañados.
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Educación y filosofía
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La muerte que vivifica
Marcos Santos Gómez
Se dice que Basho, el vagabundo poeta japonés del siglo XVII, el gran Matsúo Basho, que compuso los haikus más hermosos que se hayan escrito nunca, aseguró que escribía cada haiku como si fuera el último. De hecho, escribió uno de los más bellos un día antes de morir, como relata Octavio Paz en su edición de Sendas de Oku, citando además el poema:
Caído en el viaje:Mis sueños en el llanodan vueltas y vueltas
Se trata de uno de sus haikus más logrados. Es preciso, pero al estilo que lo es un haiku: de manera imprecisa. Apenas sugiere lo que desea mostrar, pues esto no se agota en ninguna imagen o significado. No se trata, en realidad, de adivinar ninguna idea, argumento o trama conceptual, pues justamente trata de situarse en un plano más básico, incluso anterior al Yo, el de la pura afirmación latente ya en la sencilla existencia “natural”. Despliega en el llano el sueño que somos... pues somos a la manera del río de Heráclito. Curiosamente, el texto que tratamos ayer, de Chomei, comienza casi parafraseando a Heráclito, a quien no pienso que hubiera leído nunca o ni siquiera sabido de él. La coincidencia se puede explicar porque nos hallamos, en la metáfora del río, ante una de las intuiciones básicas de cualquier persona que trate de explicarse su existencia. Concretamente dice: “El fluir del río es incesante, pero su agua nunca es la misma”.
El haiku de Basho que hemos citado intenta evocar en medio de la bruma un sabio “mareo” existencial, el carrusel de las ilusiones que girando dibujan nuestra común sensación de la realidad, aun en el precario evento de un viaje, y aún dudándose de la propia realidad. En viajar estamos todos embarcados, solo que este haiku, aun en el cierre del círculo, la vorágine de sueños, como un divertido delirio, parece transmitir una desconcertante lucidez de Buda sonriente. Pero mal se ha entendido su tono si se desprendiera del mismo una conclusión moralista al estilo barroco o en el espíritu de la obra de Calderón La vida es sueño en alguno de sus conocidos monólogos. Antes bien, todo queda nada más que como la sustancia de un juego intrascendente que no va más allá, ni lo pretende, de sí mismo. Hay una aceptación implícita y casi socarrona de este juego de las ilusiones. En el llano, tumbados bocarriba, si tomamos literalmente la imagen sugerida por Basho, en una cierta quietud de la conciencia, vemos danzar lo que ha sido nuestra vida pero, como ya adivinamos, de un modo semejante al eterno retorno nietzscheano o la rueda de reencarnaciones de la mayor parte de las espiritualidades orientales. Todo exento de tragedia. Antes mansa afirmación total, que angustiosa tragedia griega. La lección del haiku, si es que la hay, es que debemos tomar las cosas un tanto a broma y que en ello estriba la seriedad metafísica.
Si el lector del poema ha llegado a vislumbrar lo que el haiku invoca, si se deja impresionar de veras por él como por un vívido sueño, entonces la vida y también la muerte pierden su aire trágico. Es decir, la presencia de la muerte no produce grandes conmociones, conflictos ni penas, sino, maravillosamente, todo lo contrario: una efervescente beatitud que se eleva sobre nuestros viejos amos los deseos. No es que en sí el deseo sea pernicioso, pero sí lo es su absolutización. Idea en la que el budismo se distancia diametralmente del cristianismo que, en principio, salvo desviaciones gnostizantes, parte del mundo como don real, así como de una potestad poética (creadora) propia del deseo. En cualquier caso, es preciso distinguir ambas fes, en ambas religiones, la fe en que el mundo existe y la fe en que el mundo y hasta la propia fe son un brumoso sueño. Y uno puede en ambos casos, incluir a la muerte en su existencia, la muerte que hace resplandecer nuestra ánima precaria como un efímero fulgor, y torna lúcida la existencia del hombre; o la muerte que se lo traga, como un irrefrenable ácido, y lo disuelve en la nada. El dilema de si absurdo o nihilismo, en los términos de Albert Camus.
En el caso del japonés Basho la postulada (y real) presencia de la muerte a la vuelta de la esquina produjo una sintonía con el núcleo mismo del ser, que solo puede captarse, paradójicamente, cuando uno se siente morir. Un asunto bellamente tratado por Jaspers (y por Heidegger) que se convierte en su intuición filosófica central. El peligro aguza los sentidos “interiores” y sobre todo induce a ser sincero. Si hay algo que decir, se dice. Y además, se dice con pocas palabras, con pocas palabras preñadas de significaciones, como el haiku de Basho. Su poesía era siempre escrita como cosa última, porque el esfuerzo por palpar y expresar lo esencial en pocas palabras se pulía in extremis. Pero no con la violencia del conceptismo barroco, sino con la templada sencillez de concretos amaneceres y crepúsculos.
Si se ha buscado toda la vida el código, el alfabeto, la clave que rige la existencia humana, con la sombra de la nada en ciernes se llega a mirarlo de cerca. Aunque esto no quiere decir que haya un mensaje explícito, como en el modo medieval de morir entre los seres queridos, asistido hasta el último momento por ellos, y profiriendo unas últimas palabras y recomendaciones a quienes velan. Más allá de las recomendaciones particulares, las últimas palabras cuentan lo esencial por encima de las palabras, que se traduce en haber vivido rodeado de esas mismas personas y considerar que esto, aun constituyendo la muerte un infinito abismo, es ya una respuesta. Sí habría una respuesta humana y cordial en este abismo de soledad en que cosiste morirse: los seres amados son el sentido de la vida. Lo que se haya podido amar o ser amado. Si a partir de aquí pretendemos moralizar innoblemente, diríamos que ese núcleo de personas buenas que asisten en los últimos momentos da la clave de lo que es verdaderamente el mundo teñido por lo humano. Ante las batallas de la vida, es esta humanidad sincera y bondadosa la clave de lo que debería haber regido para toda la humanidad.
Pero la muerte es demasiado seria como para que nos dediquemos a moralizar buscándole sentidos. Porque es el sinsentido básico que hay que arrostrar. Así que, desde otra perspectiva, buscamos una repercusión estética de la misma, es decir, su presencia vivificante en la poesía.
Como en un alambique se destila el alma del poema y se dice, de una vez por todas, lo que se ha querido decir siempre. Pensemos en la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández, que forma parte de El rayo que no cesa, libro compuesto en su mayor parte de sonetos al estilo clásico, pero con la voz más personal del poeta. Aquí la presencia del duelo y la muerte ha acristalado el verso, lo ha dotado de precisiónpara hablar de ella. Sin mucho tiempo para él o para el amigo, o incluso en el duelo, ya fatalmente fuera del tiempo, la voz del poeta capta lo esencial, porque le va la vida en ello, porque se juega todo, porque debe expresar su verdad en la conmoción de la muerte. Aquí, no obstante, nos deslizamos hacia una grave tragedia, en los sonetos sobre toros y tauromaquia y, como hemos indicado, en la Elegía. Las últimas palabras siempre resuenan como un eco largo y veraz. Apremia decir lo que ha tratado de decirse toda la vida, pero con una condensación y autenticidad casi insufribles.
La tesis que esgrimimos es que el poeta siempre debe escribir como si estuviera escribiendo sus últimas palabras, como Basho, sin que medien los objetivos de la vida corriente. Claro que después el poeta o los lectores pueden utilizar la obra en un sentido muy poco “definitivo” o grave. Pero tanto el momento de la creación como el de la lectura deben conquistar un enclave en el territorio de la verdad.
En Basho lo que consiguió la muerte fue que sus haikus señalaran el meollo del ser en su transitoriedad y mundaneidad, como aura intangible de las palabras sin asomo de retórica. Tocar este nervio de lo real implica que se esté teniendo presente la mortalidad, que esta aceche, para que el poema no recurra a la mentira de una palabra retórica o académica, o el sopor de una floritura que cubra y vele antes que mostrar.
Señalar la esencia es señalar lo que no podemos tocar, lo que nunca se agotará en la palabra o el poema. Este es el espíritu del haiku. Lo intangible en cuanto intangible. Así, poesía y religión se entrecruzan como actos in extremis, en los que lo trascendente tira de todo, aún no pudiéndose ir más lejos de la propia pregunta. Se despliegan las imágenes en el haiku para finalmente vaciarse de ellas. Da igual que el poeta no quiera hablar de ello ni sienta la cercanía del final; si su poema es bueno, este, que siempre vivirá mejor que el autor, vagará por la eterna frontera.
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Educación y filosofía
Kamo no Chomei, el ermitaño poeta
Marcos Santos Gómez
Jorge Luis Borges retrata en su relato “La escritura de Dios”, con su exacta perfección en el lenguaje, una actitud que podemos considerar de un modo general estoica, pero que también vamos aquí a asociar con la “pasividad” del asceta budista. En su cuento, esta “pasividad” es la de quien permaneciendo en el mundo y aún ocupado con él, habría de admitir que no merecen la pena en última instancia los esfuerzos que se le dedique, porque nada importa en el vaporoso sueño en que consiste el “universo”. Así, el “sencillo” argumento del relato cuenta cómo un chamán o cacique azteca, prisionero de los españoles y arrojado a una lóbrega mazmorra, descifra el universo en la escritura secreta que son las manchas de un tigre que se halla cerca de él también encadenado. Se le abren las puertas invisibles de la realidad, ni siquiera vislumbradas por el resto de los sabios, y llega a conocer un modo cabalístico y secreto de escapar, echando por tierra espejismo tras espejismo, como son su cárcel y sus cadenas. Pero descubre que él también, y su ansia de libertad, son otro espejismo, como las rejas de su cárcel. Por esto, decide dejarse morir mansamente, abandonar el sueño de la vida y no mover un dedo para escapar ni para quejarse siquiera, todo lo cual ya es para él irrelevante. La clave, parece haber descubierto, no es escapar de la prisión, sino escapar del mundo. Si uno se ha retirado del sueño de la existencia, si se ha vencido, si se ha tornado “apático” sabe que no importa la prisión o la libertad.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
J. L. Borges, La escritura de Dios
Es esta filosofía la que subyace en muchos “ermitaños”, la de no tomarse en serio las triviales vicisitudes de la vida y exiliarse de ellas, porque se han percatado de que todo en los deseos y voluntades de los hombres en el mundo es un puro sueño, como expresa el viejo tópico literario de la fuga mundi. Por esto se escoge el ideal de una vida sencilla, sin ataduras, sin nada que perseguir, lo más vacía posible, pero para llenarse de ser y existir de un modo lúcido y libre. Quien no se fatiga y desvela, ni siquiera por la verdad, es quien se encuentra ya en la verdad.
El ermitaño funda un reducto en el mundo que en su precariedad y temporalidad resiste los deseos y voluntades que en la vida común nos llenan de angustia y temor. Es el ámbito austero de una libertad que vive concentrada en el puro ser, en la naturaleza, que interactúa sin distorsiones y de manera pura con ella, que se torna consciente de que se halla inmersa en el río de la existencia. Esto que defendió el curioso intelectual Iván Illich, en su preciosa obrita H2O y las aguas del olvido. Esto es sobre todo lo que se persigue, lo que podríamos considerar el ideal de una vida cabal, auténtica. Solo que la praxis del que llamamos, generalizando, “ermitaño” además implica una vida solitaria. Es preciso comprender y expresar en estas pocas líneas el elemento que le es esencial.
Un ideal ascético que se ha dado tanto en Occidente como en Oriente. Nos interesa, llamados por la obligada brevedad esperable para una entrada en un blog, centrarnos en un concreto nombre dentro del ideal ascético. En este caso, prosiguiendo nuestra senda oriental del presente verano, nos vamos de nuevo a un sabio y poeta japonés de inspiración budista. Un personaje bien conocido en la tradición de la literatura clásica japonesa, el cual, siguiendo una trayectoria común a muchos ermitaños, escoge perseguir lo que en nuestra tradición occidental se ha llamado, a partir de las Odas de Horacio y de su gran admirador Fray Luis de León, junto a la “fuga mundi”, el lema del “Beatus ille”, o sea, el “dichoso aquél”… que se refugia, diríamos, en la verdad de una vida sencilla lejos de los deseos y angustias de la existencia social humana cuando carece de reflexión, y por tanto se dispone fuera de la sociedad que perpetúa un modo de vida enajenado. Esto fue el camino de Kamo no Chômei, poeta y ermitaño en la Baja Edad Media, que hace unos ochocientos años escribió una obrita muy breve y bien conocida en Japón, en la que desarrolla las razones y la descripción de la ascética fuga mundi, pero inspirada en elementos budistas y otros propios que hay que comprender.
Habiéndola leído estos días, tanto el breve texto del ermitaño conocido como Pensamientos desde mi cabaña, como los excelentes estudios que acompañan a mi edición, que son también muy recomendables, ha tomado presencia un concreto modo de este tipo de vida. Lo primero que resalta es la extraordinaria sencillez de los Pensamientos, su fluidez expresiva, su huida de toda retórica, que ya en la forma están estableciendo el ideal. Es un buen exponente de este ideal de la vida sencilla y también de la literatura sencilla, sin florituras, que muestra este enfoque de la existencia.
Nos vamos a detener antes en su peculiaridad que en lo que lo conecta con la tradición “acostumbrada” del ermitaño de entonces y de hoy. La peculiaridad de Chomei, lo que hace interesante su caso, es que en su retiro no dejó de componer poesía ni de cultivar la música y las artes, contra el austero y recio ideal del monje budista retirado en absoluta “inactividad”. Esto se ha podido entender, en el mismo Japón, como una contradicción, pero, como apunta alguno de los estudios que acompañan a la edición que manejamos (traducida directamente del japonés) es precisamente lo que mejor ilustra el concreto ideal de vida retirada de Chomei, su modo de vivirlo. Para él, lo que persigue un ermitaño al irse a vivir solo en el bosque sin más cobijo ni propiedad que una austera y siempre provisional cabaña, coincide con lo que también se persigue en la poesía clásica, la de su tiempo, tanto china como japonesa. Ambas esferas (arte y retiro ascético) son dos caras de una misma moneda y ambas persiguen idéntico objetivo, el de procurar una cierta iluminación que logre escuchar el delicado latido del ser en la naturaleza. A poco que se lea los waka(poesía clásica en japonés que se diferenciaba de la muy apreciada poesía china o japonesa escrita en chino) en las antologías que ordenaron recopilar varios emperadores a lo largo del tiempo, se contagia uno del estado de ensueño (“satori”) que uno comienza a percibir en ellas, pero inmediatamente también en el mundo.
En su texto, Chomei desarrolla una curiosa estructura. Conceptualmente hay muy poco, apenas se dan razones o se argumenta. Pero hay mucho de poesía, de esa poesía sobria de su época y lengua, que intenta mostrar el fondo intangible que late en la naturaleza. Dedica dos terceras partes del texto a relatar acontecimientos recientes que han supuesto grandes cambios en la fortuna, a manera de conmociones, como incendios, terremotos, cambio de la corte a otra ciudad, pobreza, etc. Aquí Chomei es exhaustivo y se esmera en el relato de las oleadas de cambio y desgracias a los que se han visto sometido sus conciudadanos y coetáneos. Es incluso la parte principal del texto, la que mejor aborda, de manera indirecta, la tesis que quiere presentar. Leyéndolo uno va notando cómo en su alma se va instalando, desde las vivencias más próximas, un estado propicio a la comprensión del carácter perecedero de la vida y bienes de los seres humanos. Quiere contagiar esa suerte de desconcertante beatitud, de sana relativización de las preocupaciones humanas usuales cuando uno comprende que son sombras o ilusiones.
Al poco, este flujo de desgracias frena su impulso y las aguas del texto de Chomei prosiguen casi sin notarse. Es el tono de serenidad al que el autor quiere llevarnos. Cuenta los rasgos de su retiro, desde la construcción de su casa a la forma independiente y solitaria de vida que ha escogido. Se centra de manera pormenorizada en describir su morada y los objetos que le acompañan, todo preparado para desmontarlo en cualquier momento y marcharse. En esto, sigue la tradición de escritos ascéticos de la época en Japón o China, explica uno de los comentaristas de mi edición. Se esmera en ayudarnos a captar este ideal de la vida frugal, a persuadirnos de la verdad que resplandece en esta vida de renuncia.
Sin embargo llama la atención que casi al final, manifiesta sus dudas y relativiza también su propio esfuerzo ascético. Hasta del mismo ideal en sí hay que dudar y también debe independizarse de él el ermitaño (!!!!), que tampoco debe ser creído en demasía. Es decir, Chomei echa mano de una ironía inesperada, porque en su exceso de pureza y frugalidad llega también a cuestionar la desmesura existente en este sueño del ermitaño, el carácter no menos ilusorio que el mundo, de su espíritu e intenciones como ermitaño. Pero sobre todo, llama la atención, contra la costumbre de los monjes budistas, su no renuncia a las actividades en apariencia tramposas y seductoras de la música y la poesía.
Termina su breve escrito con una duda casi aparatosa. Poco a poco, en medio de la quietud, se ha ido deslizando esta soterrada inquietud. Porque no considera logrado ningún modo humano de existencia, y el hombre no debe dejar de considerar la precariedad e imperfección de su sino, incluida la vida ermitaña. En este sentido, da la impresión al final y en algún otro momento puntual de un cierto desequilibrio, de una falta de auténtica paz que se supone que el ermitaño no debía ya padecer en su austero y solitario proyecto de existencia. Pero para mayor desconcierto del lector japonés coetáneo y del lector español que escribe estas líneas fatales, añade este ermitaño su amor a la poesía. Porque la poesía, aun proviniendo de otro modo de existencia supuestamente superado, persigue en él el mismo fin que el de una vida ascética y pura.
Este elemento de la poesía, que la convierte en otra forma de lucidez y existencia pura, como el retiro del ermitaño, es la peculiaridad, en su modo y en su fin, de la poética clásica japonesa. Aunque en Occidente exista por supuesto, como es bien sabido, el ascetismo y el ideal horaciano de una vida retirada, la sencillez, el sutil refinamiento de matices en el lenguaje fluido propios de la poesía waka, imprime unos matices al ideal poético que apenas se traslucen con igual eficacia en la poesía de lenguas occidentales.
Nadie mejor que el propio Chomei para expresarlo, aunque sea en un texto presente en una obra distinta sobre teoría literaria (la letra negrilla es nuestra):
¿Por qué la waka es superior a la prosa? La waka, al abarcar diversos significados en una sola palabra, puede revelar un sentimiento profundo sin hacer presunciones. Además, quienes son capaces de apreciar las waka pueden sentir y atisbar a través de su delicada expresividad algo invisible, intangible, incognoscible. De esta manera pueden expresarse verdades profundas como si fuesen cosas sin importancia. Por eso, cuando tu corazón está tan lleno que no sabes cómo actuar o qué decir, expresas lo que sientes a través de la waka. Entonces, toda la energía contenida mana en tan solo treinta y una sílabas, tan poderosas que pueden mover el cielo y la tierra o calmar la mente de dioses y demonios.
Citado por Tamakura Kio (2018). “Retiro y poesía. Sobre la obra de Kamo no Chômei”, en Chomei, K. Pensamientos desde mi cabaña, Madrid: Errata naturae, p. 145.
Obra comentada:
Chomei, K. (2018). Pensamientos desde mi cabaña, Madrid: Errata naturae. Título original: Hôjôki. Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin;}
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Educación y filosofía
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Cuanto más vamos leyendo obras clásicas japonesas, más nos vamos asombrando. Por ejemplo, ante la existencia de una novela (!) extensísima del siglo X y escrita por una mujer: La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, publicada en español a partir de la versión en inglés por la editorial Atalanta. Aunque de ella solo sé directamente, a decir verdad, dos cosas y una promesa. Las cosas son que gustó enormemente a Borges, que la incluyó en su biblioteca ideal, y, en segundo lugar, el énfasis con que un amigo me ha hablado de ella. Me cuenta que Borges casi la equiparó con el Quijote, que pasa por ser la obra que inventó el género novelístico… en Occidente. La promesa estriba en la grata certeza de que voy a pasar muy buenos ratos de gozosa lectura con ella, para lo cual ya anda, a pesar de estar descatalogada, por mi biblioteca, en dos inmensos volúmenes. Acaso dos mil páginas o más. De la versión original en japonés solo sé que resulta ilegible para los japoneses actuales, ya que los kanji (ideogramas procedentes de China en la lengua japonesa) han cambiado su significado e interpretación drásticamente desde entonces. Es decir, como nos pasa a nosotros con el latín, el tiempo ha ido por un lado aislando y por otro sacralizando esta obra, como sucede con todas las obras clásicas que el hombre elige poner delante de sí, como señalara Borges. Que yo sepa no hay versión española directa del japonés, de este antiguo japonés ilegible, como digo, por los actuales hablantes del idioma. La versión que manejamos, repito, es una traducción al español desde la traducción al inglés del original japonés. No hay otra forma de leerla lo más directamente posible, salvo reencarnarme en la mujer que la escribió o hablar todas las lenguas del pasado, el presente y el futuro.
Así que, apenas con un primerísimo contacto con su literatura, se aprecia algo: que las ideas que nos hacemos de Japón son superadas por la realidad. Japón es más ficticio aún (no más real) que la especulación que llevamos a cabo sobre el mismo. Por ejemplo: ¿Cómo puede haber una novela escrita en aquella época? ¡Una novela en el siglo X! Hasta el momento, en nuestra aproximación, hemos calificado provisionalmente a la literatura clásica japonesa (anterior a la era Meiji, hasta la segunda mitad del siglo XIX) de sencilla, sobria, nada retórica ni recargada y naturalista. Y ahora tenemos, como ya sabíamos que estaban las gigantescas antologías de poemas con que su literatura durante casi mil años ha ido ordenándose, una novela descomunal. Digamos que una novela descomunal vertebrada por el prurito de lo breve y de la sencillez de la poética clásica japonesa.
Esta poética se basa en que el protagonista es la pura afirmación gratuita, efímera pero eternamente cíclica, que constituye el mundo natural. No puede, por tanto, traslucirse el fantasma de una subjetividad o de un autor que sea más que la naturaleza y sus ciclos. Tampoco hay argumentación ni logos, ni asuntos humanos (salvo para disolverlos), sino pura apertura receptiva de lo que existe. Un dejarse inundar por el mundo y, con suerte, terminar como gota disuelta en el océano del ser. Y por supuesto no se trata de la naturaleza objetivada, cosificada o tornada dato, presente en la Modernidad, sino del más puro sustrato intangible de todo lo que existe. Desde un punto de vista racional, y hablo sobre todo desde la poética de tankas y haikus, no se trata de echar mano de una razón lógica, de un logos, que abra camino en el mundo y lo piense. La poesía trata más bien de una cierta experiencia o vivencia de la gratuidad de la naturaleza que desde sí, como por un contagio, ya sitúa al hombre en la senda correcta del nirvana (o lo que en relación con el haiku se ha denominado, al sentimiento o vaporoso estado de calma, “satori”). Una naturaleza que, en su prioridad, es la fuente, dijimos, de la moral o el arte, antes que el hombre y menos aún antes que el sujeto individual que piensa. Un camino intermedio entre la razón y el mito, pero que tampoco es religión en el estilo occidental.
Quede claro que en ningún momento hemos expresado que el Japón actual y los japoneses sean esto. Debo reiterar que mi trato con la realidad japonesa es un trato con una estética clásica que pueda señalar hoy algo del japonés sin ser exactamente la sensibilidad propia del momento contemporáneo en la actual cultura japonesa. Una estética que expresa lo que acabamos de referir acerca de la naturaleza y su conexión con el arte. El disolvente predominio de lo que mueve a lo natural. Es esto lo que ha dado estilos artísticos tradicionales de una gran belleza y refinamiento. Verdaderamente asombrosos. Y es este hecho el que hemos convertido, en una especie de rara hipótesis, en uno de los extremos ideológicos que hemos puesto a comparar. Y lo hemos llamado, por su predominio en uno y otro lugar, los extremos occidental y oriental-japonés. Pensar obliga a estos sacrificios que dejan escapar, como bien señala la poética de los tanka y haiku, lo esencial. Así que el proyecto de esta serie “japonesa” de entradas en el presente blog, es tratar de pensar y “definir” imposiblemente una poética dentro del sustrato cultural e ideológico que, tomando como referente al cristianismo, más se aleja del mismo.
Respecto a esto hay que volver a matizar. Por mucho que se diga que en la experiencia mística y en la moral de la caridad y el amor, el budismo zen (y quizás el sintoísmo) y el cristianismo son equiparables, esto no significa que sean realmente lo mismo. Hay que enfatizar, para desasosiego de bienintencionados ecumenistas, que en la medida en que la religión es interpretación que se hace del ser, el mundo y la existencia, más allá de lo racional, desde la dimensión metafísica presupuesta, no estamos ante dos gemelos. Ni mucho menos. Hay una radical diferencia entre budismo y cristianismo o teología cristiana. Conozco los esfuerzos integradores en China, por ejemplo, de un Mateo Ricci, pero lamento disentir de ello. Ambos extremos no pueden casarse, hay una diferencia fundamental, de partida (¿es esto lo que opinaban quienes en el papel de “malos” de la película lo censuraron y vetaron en la Iglesia?). Un budista es distinto, hasta en como respira, de un cristiano.
Mi objetivo es explorar esta diferencia para comprender mejor a ambos. Y frente a Ricci (o Küng hoy día), no pretendo forzar las cosas en pro de una amistosa unidad teológica, porque no podemos casar estos extremos. No concibo una síntesis que los unifique sin que esta síntesis no suponga la victoria de uno y la derrota del otro. No se trata de cambios en el lenguaje del Credo y los salmos, en la liturgia o en las imágenes y metáforas de lo divino, cuando uno de los dos es religión SIN Dios y el otro es MONOTEÍSMO por muy trinitario que sea o que se historice hasta hacerse irreconocible. Dios no puede tener ninguna presencia ni sentido para un budista, y resulta muy significativo, que a diferencia del cristiano, apenas haya proselitismo del budismo que, hondamente, no se interesa en el nombre, concepto o imagen de la idea de un Dios que no hay que defender o profesar. Pueden vivir sin Dios y de hecho lo están haciendo ahora mismo varios miles de millones de personas que suponen más de la mitad del mundo. Ni siquiera se esfuerzan por convencer o evangelizar a nadie, porque es absolutamente irrelevante, porque la clave no está, para ellos, en que haya o no una divinidad en el centro de ningún laberinto. Acuerdo, pues, en lo moral y ético, pero nada más.
Del mismo modo, y circulemos un momento a través del paréntesis sobre el ecumenismo que se nos acaba de abrir, tampoco es equiparable el ateísmo o agnosticismo con la creencia religiosa, aunque también existan acuerdos o incluso absoluta coincidencia en lo ético y lo moral a un nivel práctico. Lo del “cristianismo anónimo” de Rahner podría ser un equívoco que la voluntad inclusiva de la Iglesia trae a colación, acaso mitigando su otra naturaleza y voluntad: la excluyente.
La Iglesia, como no se cansan de decir los teólogos católicos, no es una simple ONG, pues mantiene un curioso y trascendente adjetivo sobre lo ético y sobre la caridad y el amor: “cristiano”. A “Jesús” le añaden “Cristo” (¡y de ahí la palabra “cristiano”!). El ateo hace el bien, cosa que puede hacerse, como nadie sensato discute, sin mediar Dios alguno. En la teoría y en la práctica. El cristiano también ostenta el ideal del bien, de la persona buena, del amor que erige en bello pilar de su fe. Lo hace, desde luego, pero añade un plus expresado por el mencionado adjetivo que introduce algo fundamental en la práctica y el concepto. Es este curioso plus el que no necesita el budismo para ser religioso. Buda no pasa de ser una idea cuya consistencia ontológica no es fundamental y que para colmo resulta ontológicamente irrelevante en la perspectiva budista. El propio Buda mismísimo no necesita ser algo más que un sueño porque de hecho “predica” la condición onírica de lo real.
La sobre-significación de “cristiano” o “Cristo” añadido a Jesús es lo que, de un modo hondamente divergente relativiza y evapora la “fe” budista y el Zen. Cristo es más real que Buda, y por tanto, más falso desde la perspectiva budista. Algo que ni siquiera Küng puede obviar en sus magníficas obras sobre el cristianismo y el ateísmo, o sobre las tres religiones del Libro. El budismo ostenta un presupuesto radical y ontológico antitético, diametralmente opuesto al Dios y la idea de Dios, cristiano. Si mi memoria no me falla, en su libro ¿Existe Dios?trata al budismo como la auténtica antítesis y alternativa al cristianismo.
Es precisamente esta diferencia con el occidente, digamos, “realista” la que trato de expresar que se da también en lo ideológico y lo estético. Curiosamente, la poesía japonesa clásica es más realista en el fondo pues es verdaderamente fiel a la naturaleza, llega más a ella y tiene más de ella. Tanto que con su detallismo acaba llegando a lo onírico, al componente ilusorio de lo que existe y vemos. La poética del haiku, por ejemplo, es radicalmente anti-romántica y cuestiona toda la tradición moderna occidental y el arte profundamente metafísico de Occidente. En este sentido Oriente es realista. Sus poemas no son vidrieras góticas.
Respecto al insufrible subjetivismo del arte occidental, tenemos la ironía de Borges para salirnos al paso y corroborarlo. Borges, en este sentido, escribió maravillosamente en El hacedor sobre aquel hombre que dedicó su vida a la tarea científica de crear un exhaustivo mapa de la realidad en el que los datos se equipararan con una descripción veraz del mundo, como la de la geografía física. Un mapa tal que en tamaño incluso coincidiría con el mundo. Solo al final de su vida, este hombre de ciencia se da cuenta de que lo que ha compuesto es un retrato de sí mismo. Ha pintado su propio rostro. Esto ocurre cuando se mantiene una fe absoluta en lo objetivo sin percatarse de que el binomio cartesiano, el dualismo entre el mundo externo y el mundo del sujeto que lo piensa, obliga a postular un sujeto y, casi inevitablemente, lo subjetivo. Una ilusión tras otra. La poética japonesa clásica no incorpora lo objetivo ni, menos aún, lo subjetivo e individualmente sentimental. Entiende que en el tratamiento estético e intelectual occidental se está dando una trampa. Pero no podemos dejar de reconocer que en Occidente ha habido tendencias pictóricas y artísticas que han aprendido de Oriente, como el Impresionismo, que justamente se planteaba este objetivo estético de una mansa y sencilla plasmación de la naturaleza sin más pretensiones.
No puede ignorarse que irónicamente, al considerar el mundo bajo la impronta del “dato” estamos creando un monstruo en el otro extremo: el sujeto que piensa desde un absoluto “exterior” el mundo que es extraído violentamente de quien lo piensa. O quizás Borges, que consideró inagotables a las interpretaciones, esté aludiendo a una concepción hermenéutica que, como en la concepción objetivista, nos señala que tampoco es posible abandonar la perspectiva de quien interpreta, sea la tradición o el propio hombre, de quien habla y escribe. Una suerte de cierre de lo humano sobre sí mismo, de la inevitable presencia del nudo de lo humano cuando el hombre piensa o investiga.
Así, el desarrollo y la sutileza de la poética y el arte clásicos japoneses, es presentar imágenes u objetos inasibles en su vacuidad (bellamente precarios, como es la flor del cerezo) en un limitado (sencillo, no retórico ni subjetivo) acopio del mundo que parece describirlo pero que lo que muestra es que todas esas imágenes, los temas o “presencias” o cosas o sustancias que se suceden son subsumidos por una estética de lo “oceánico”. Resulta irónico y asombroso que desde este modo oriental de situarse y comprender la realidad, no se manifieste el prurito evangelizador propio del cristianismo. La fe en las cosas obliga al proselitismo. El velo de Maya no lo necesita. Quien trate de componer haikus, tan vinculados al Zen, tendrá la oportunidad de, en una larga práctica de composición y lectura de haikus, pulverizar el propio Yo, lo que parte de uno mismo desde un narcisismo que prioriza lo subjetivo respecto a la naturaleza. Es un trabajo terapéutico para quien se halle demasiado teñido de Occidente. Las poesías no son presencia ni reflejo de un yo individual y narcisista.
Continuaremos en breve pensando todo esto desde el ideal ascético del ermitaño tal como se da en uno y otro estilo de ascetismo, occidental y japonés-oriental. Nos servirá de guía la obrita escrita hace unos ochocientos años: Pensamientos desde mi cabaña, de Chomei.
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Educación y filosofía
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Viajando
Marcos Santos Gómez
Hay una idea inquietante que solemos compartir los seres humanos. Se trata de la pregunta acerca de quiénes somos realmente, que a su vez presupone la sospecha de que nuestra identidad personal no sea más que vapor. Algo que contradice la efusión con que nos aferramos a los recuerdos, ligados a la tierra, a sus sabores y colores, a los aromas de la infancia, los que abundaban en la casa de cualquiera de nosotros, y, por supuesto, a los padres. Es decir, lo más evidente, el primer impuso, es el de hincarnos aun más en la parcela que constituye nuestra identidad personal, a la que ligamos un mar de sentimientos.
Pero la inquietud también hondamente humana de intuir que todo eso no sea más que una nada siempre al acecho, tal vez salte para hacernos tambalear y peligrar nuestra tranquilidad. Para mí en esta segunda dinámica reside lo más valioso del ser humano y lo que ha sustentado, junto a inconfesables inercias relacionadas con el oro o el dominio, la voluntad viajera, el prurito “misionero” del encuentro con los demás, que si es sincero y consecuente, habría de implicar el riesgo de que el otro desafíe nuestras construcciones ideológicas y culturales.
La razón nos conduce a este vértigo. En primer lugar, introduciendo la sospecha de que no somos, en lo que a la propia identidad se refiere, sino una completa nadería. Pero además, en segundo lugar, surge el afán viajero en busca de lo exótico, de lo absolutamente diferente respecto a cuanto haya representado el mundo seguro del viajero, que se hallaba engarzado ideológica y culturalmente en él. Entonces, si se es fiel a la razón sin chantajes, a la que se rige por un interés exclusivamente intelectual “caiga quien caiga”, sin ceder a las fatales pretensiones del dominio, el sujeto solamente pretendería vaciarse y ser llenado por el otro. Creemos que esta posibilidad es, junto a las demás, también una dinámica anclada en nosotros. Podría decir algo de esto la ciencia, de esta universalidad de la “razón viajera” entendida como lo que en su momento, hace varios milenios, necesitamos para la exploración de nuevos territorios y ecosistemas, conduciendo al homo sapiens desde África al resto del mundo. Pero esta explicación se queda corta. Más allá del interés por nuevas tierras que explotar, quizás ha habido siempre en la especie este prurito abismal del que, con mejor o peor fortuna, busca crearse la ilusión de que se es dueño de la propia circunstancia cultural y no al revés. Estaríamos en las antípodas de cualquier forma de nacionalismo. La nación no nos escoge a nosotros, sino nosotros a la nación, por razones ya libres de vínculos solamente sentimentales.
Si esto es cierto, el viaje implicaría un peligroso salto en el vacío, cruzando un abismo, el de la identidad, que prueba que uno, de hecho, podría haber sido de otra manera. Aun más, aquí se sitúa la mayor de las posibilidades del hombre como conductor de su propia existencia, y desde luego, muy opuesta al amor por el terruño (aunque se parta de él). Uno puede realizarse, desde luego, en lo particular, en el elemento civilizatorio y terrenal en que el vasto universo cuaja para el hombre. Pero no contradice esta verdad que el puro amor por sobrevolarse a uno mismo representa una de las aventuras más inquietantes de la razón.
Lo propio, sin embargo, es primero estar ligado por poderosos sentimientos de apego a los recuerdos de la propia infancia. Algo propio del hombre, en cuanto mineral o vegetal. Incluso nuestra naturaleza animal sigue manifestándose ahí pero aún vinculada a un territorio (aunque lo propio del animal es ya la independencia respecto al terruñoque aporta la capacidad de trasladarse).
Especular con que todo sería diferente en el individuo, su más firme identidad, por haber nacido en otro lugar es la exclusiva posibilidad del hombre. Lo que quizás le muestra algo esencial. En el caso del viajero que tenemos en mente, uno que se tomara en serio el acontecimiento de dejarse plasmar por el otro pueblo, grupo o nación, brota por un lado la nada que somos y el juego pedagógico con el hacerse. El mayor viaje posible es, justamente, el que actualiza a otra persona distinta en uno mismo, a alguien distinto en nuestra propia carne, que fuéramos y no fuéramos al mismo tiempo, y por tanto que implicara la pregunta por lo que somos.
Ese abismo responde a una especie de voluntad de lúdico descubrimiento, que casa sobre todo con la naturaleza y efectos asociados a la razón. Esta, en muchas de sus formas, se halla vinculada al prurito viajero. Porque tiende a desbordarse. Pero entonces, nos acaba situando flotantemente en la existencia.
Este juego de la razón se puede desarrollar en distintas modalidades que se gradúan desde el roce apenas superficial del turista corriente, a la inmersión de quien habita en “tierra extraña”. Esta incómoda circunstancia pone en marcha toda la maquinaria del pensar y de lo artístico. Sin este estímulo en realidad no habría, paradójicamente, “identidades” pues estas se basan en definirse inconscientemente con lo próximo y también, por otro lado, con la distancia respecto a lo ajeno. En la identidad ya está postulada (y se inventa) la seductora lejanía del otro.
Se pueden también explorar las diferencias, es decir, las posibilidades que al viaje nos abre el arte. Dejarse impactar por otro tipo de teatro, o distinto ideal o literaturas. Que con los libros se viaja es un lema más profundo de lo que podría parecer. Acumular lecturas puede convertirse en una titubeante e inagotable búsqueda de ser. Porque cuando leemos se da este desafío de lo otro haciendo germinar y balancearse nuestra identidad. Algo que explica la existencia tanto de las religiones, como de la filosofía e incluso la ciencia. El afán viajero sí que parece unirnos como rasgo universal, como invitación a superar la propia realidad e infancia. Somos un animal abierto, con más de apertura que de acabamiento o cierre; lleno de indefinición, de dualidad, de educación perpetua, de estar siempre en proceso de hacernos. Desde esta convicción el arte, por ejemplo, nos modula y educa constantemente, pero también las maravillas de un mundo sin el “tinglado” del hombre, es decir, la pura y desinteresada exploración científica que trata de vérselas con las cosas supuestamente ajenas a lo humano, si es que es posible agotar este contradictorio viaje que llamamos ciencia. El postulado de un mundo no humano que acaso sea lo único verdadero, lo que continuará millones de años después de que la humanidad se haya pulverizado. El universo de cristal de los astros o los cuantos que ejecutan para nadie, sin conciencia, sin humanidad ni ojo humano (ni tal vez divino) que lo vea, su danza inhumana.
Es verdad que, salvo patologías, una vez pasados algunos años, queda fijada la estructura básica de lo que somos. Paradójicamente el viaje también la requiere, ya que sin ella no habría desafío ni incomodidades que resolver. Uno sin esto sencillamente dejaría imprimirse por completo la huella del otro y dejaría de ser radicalmente lo que éramos. Aun así, si prolongamos esta pura imaginación sobre nuestra identidad, cabría imaginar quiénes seríamos sin el fantasma engañabobos de nuestra más íntima y primera identidad, del yo que creemos ser y al que dedicamos nuestras efímeras vidas. La sombra de la nada, entonces, nos convierte en un fantasma.
Si nos centramos en formas convencionales de viajar, físicamente, como situarnos desde Occidente en, por ejemplo, el Japón, el viaje nos haría pensar seriamente quiénes somos o qué nada somos. Sin haberlo experimentado yo más que en algunos pocos vuelos literarios y poéticos, presiento que aquí el vértigo es inmenso. Se palpa algo diferente, en hondura, una respuesta a lo que somos a partir de modos de ser (culturales) muy distintos, que no compartan nuestra raíz griega y cristiana-judía-musulmana. En este sentido Japón es metáfora y realidad, para los occidentales, del viaje absoluto. Casi un intercambio de espíritus.
No hay literatura o poética más separada del nervio romántico de la nuestra desde el siglo XIX. Uno sale completamente de sí cuando capta un bello haiku que le muestra, de un modo sencillo, el vínculo con nuestro “océano”, nuestro carácter de gota que acabará disolviéndose en el océano. El ser impersonal en que se sustentan nuestras personas. El halo de lo natural, de la pura afirmación en el terreno de la naturaleza. Un prurito que quizás exista en el astrónomo que gasta sus noches en la observación del mundo inhumano. De todos modos, el desgarro, la conciencia desgarrada por el pensar se da en occidente con toda su virulencia, mientras que en el haiku y la estética clásica japonesa, se mantiene una velada unidad de hombre y naturaleza que se muestra y pone en marcha sin lenguaje lógico. Una naturaleza desinstrumentalizada, pero imbuida, a diferencia del prurito occidental-moderno, de moral. Confucio, en China (y admirado y seguido también en el Japón tradicional), consiste básicamente en que de una idea de la naturaleza como algo permanente se extrae la moral y el fundamento de la tradición humana, cuyo movimiento, por ello, es más delicado que la vorágine y el torbellino típicamente occidentales.
Para concluir solo quiero apuntar, para quien haya visto Lost in translation, que esta naturaleza onírica y desafiante del viaje, entendido como inmersión en el sueño de haber podido ser otra persona, es una de las bellísimas sugerencias de esta joya cinematográfica. Lo cito simplemente porque la película dice mucho más de lo que unas pocas líneas pueden decir en este blog. Una atracción por la otredad casi absoluta que nos ha situado en un punto de ensueño, en la impugnación de lo que somos. En la radical admiración hacia lo otro. Es en esta tierra de nadie donde, paradójicamente, brota lo que somos.
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre educación y moral en la cultura tradicional japonesa.
Marcos Santos Gómez
Nitobe, en su obra en defensa de las peculiaridades de la cultura tradicional japonesa que solían extrañar a los extranjeros occidentales, Bushido. El alma de Japón, está componiendo además lo que podría considerarse un tratadito sobre educación. Esto ocurre porque siempre resulta imposible separar una forma cultural, incluyendo los aspectos más teóricos y prácticos del conocimiento, sin aludir a su modo de transmisión. De hecho, confiesa que es la aparente ausencia de un sistema educativo y escuelas cuyo currículo sirva a dicha transmisión, lo que le conduce al esfuerzo comprensivo de sus propios elementos culturales para responder cómo y cuándo se ha dado la transmisión de los mismos. Japón cuenta con una refinada cultura que va impregnando a sus habitantes de un modo que no es en gran parte producto de la escuela. O mejor dicho, no son solamente las escuelas la clave de la educación en su país. Claro que, repitamos, son reflexiones hechas solo sobre el conjunto clásico de su cultura y escritas muy a principios del siglo pasado.
Por supuesto había escuelas y universidades hace un siglo en el país nipón. Lo que Nitobe desea resaltar es que lo esencial del alma japonesa no viene al individuo como lo haría un currículo escolar. Antes bien, se trata de una atmósfera que a menudo inconscientemente, a través del arte y las costumbres, va impregnando al niño. Porque sí que ha habido durante siglos un palpable interés por lo educativo, más que como transmisión de conocimiento, como trabajo sobre el carácter. Para el Japón tradicional, la importante función de la educación es servir sobre todo a la conformación de un tipo de persona, de un modo japonés (budista, sintoísta) de ser. Si lo tomamos así, el interés por la educación resulta haber sido enorme. Son las costumbres o la poesía, por ejemplo, el ámbito donde se muestran los modelos y estilos de comportamiento correctos, el lugar de la filosofía (práctica) implicada por la cosmovisión japonesa.
Yo incluso resaltaría, partiendo del énfasis que Nitobe sitúa en el carácter casi exclusivamente práctico de la enseñanza de la cultura clásica japonesa, que esa es la verdadera diferencia con el modelo occidental. Es decir, frente al carácter intelectual y teórico de las escuelas occidentales, que pasa por alto el ideal de un conocimiento que sea sobre todo una formación de la persona, el énfasis de las “escuelas” japonesas tradicionales ha sido casi exclusivamente práctico. Para el alma japonesa no ha tenido nunca sentido aprender para acumular una extensa erudición o aumentar la capacidad intelectual en sí, como tal. Significativo de esto, señala, es el poco reconocimiento al valor de las matemáticas.
Si seguimos comparando “asignaturas”, aunque en el actual Japón hipercapitalista resulte inconcebible, para su cosmos tradicional no tiene valor tampoco la economía. Es decir, no se trata tampoco de un conocimiento útil o volcado al comercio. Porque el ideal es el del hombre entregado al deber y a la lealtad en sí mismos, con absoluta austeridad y sin que medie ganancia alguna. Creo además que esta suerte de alma tradicional continúa presente, como ya Nitobe dejaba entrever, fantasmagóricamente, en el Japón actual que logra conciliar este nervio profundo budista-sintoísta con una cierta máscara o faceta exterior, pública, capitalista y tecnológica que le permite ser hoy día una de las mayores potencias económicas y tecnológicas mundiales.
Sin embargo sospecho que, igual que a comienzos del siglo XX, hoy permanece un Japón profundo que permite esta conciliación de extremos en apariencia contradictorios, en la medida en que proporciona un sustrato equilibrado, asociado a su cosmos ideológico, que, como un pilar firme, soporta las contradicciones. Esta es la clave de que un mundo basado en el honor, el bushido y la austeridad, juegue, y lo haga tan bien, con el capitalismo cuya impronta no es precisamente la paz, el equilibrio interior y la serenidad. Una paz en el alma japonesa que tampoco contradecía la existencia de la salvaje violencia de la guerra. De hecho Nitobe vincula esta alma con la figura del samurái.
El empeño que sigue casi obsesivamente en su librito es demostrar que de todos modos sí habría una conexión, en un nivel más profundo, entre Occidente y Japón. Echa mano para mostrarlo de ejemplos extraídos de la Biblia o la tradición clásica grecolatina, o incluso de periodos concretos de la historia europea, como el feudal, en los que la similitud ha sido mayor. La diferencia es, señala, que precisamente este mundo feudal es el que marca realmente y determina el alma japonesa, que solo de puertas para afuera se hace capitalista o ciega suscriptora de los excesos de la modernidad (Marx señaló que el viejo mundo feudal podía verse en directo, en el siglo XIX, en Japón).
Creo que la idea del feudalismo del profesor Nitobe consiste en la situación histórica donde se da un mundo de guerreros y de vínculos estrechos entre las personas, de tipo privado, y con el modelo de la lealtad militar o a los padres y en cualquier caso, locales, directos, de fidelidad personal, de adscripción a un cierto linaje. El individuo se disuelve en un mundo de relaciones entre seres cercanos, superiores e inferiores en la escala social. Es el mundo, en efecto, “privado” en lo político y en lo moral del feudalismo medieval europeo. Así el individuo no es tanto el individuo único y solitario del capitalismo moderno, el de un mundo desintegrado y reducido a relaciones matemático-comerciales, sino, volviendo al mito, el de la prioridad del Estado o del linaje en que el sujeto queda subsumido, con una potente moral que lo vincula a estas relaciones. Relaciones y moral que se extraen de la guerra, como sorprendentemente llega a identificar también en las instituciones y la ética occidental. Es la necesidad de poner orden en el desorden de la guerra la fuente de la que brotan los preceptos. De nuevo, una típica ética y moral de guerreros. Pero además, continúa, esta es la moral básica e intuitiva del ser humano, con lo que introduce, como veíamos en el post anterior, a un cierto derecho natural para orientar en medio de la violencia. Como ejemplo cita la crítica universal a la hipocresía o la cobardía (p. 43).
Pero el código del bushido a su vez proviene de fuentes que no están escritas en muchos casos y que, a diferencia de Occidente, se transmiten en las relaciones espontáneas y no escolares entre las personas. Así, distingue la influencia del budismo en primer lugar. “Aportó este un sentido de tranquila confianza en la suerte, una sumisión pacífica ante lo inevitable, esa compostura estoica frente al peligro o la calamidad, ese desdén hacia la vida y es familiaridad con la muerte” (p. 44). En efecto, lo más parecido en occidente a este planteamiento moral y educativo japonés es la escuela estoica que parte del periodo helenístico de la filosofía y llega a un nivel de extraordinario brillo como programa y modelo ético y filosófico en el Imperio Romano. Recordemos que no solo el Estoicismo, sino todas las llamadas filosofías helenísticas, apuntan, como en Oriente, a una función sobre todo educativa y práctica del conocimiento y el pensamiento. Nunca han estado más ligadas en occidente la filosofía con la “pedagogía”.
Este carácter eminentemente pedagógico del conocimiento, lo que sería el programa educativo del bushido, es lo esencial para Japón. Un carácter práctico que vendría dirigido al “corazón”, al fondo equilibrado y sereno que ha de albergar la persona educada. Así, se dan fenómenos extraordinarios por los que un guerrero samurái era una eficaz y mortal máquina en la guerra, pero pasaba mucho tiempo, dentro (!) y fuera del campo de batalla, ¡componiendo poesía!, pintando o interpretando música. Esto se explica porque es en el arte donde se va aprendiendo esta armonía “interior” que es la efectiva base para, llegado el momento, asumir el trabajo de la guerra. Esta es la dialéctica del bushido que viene a ser finalmente, íntima reconciliación de los aparentes extremos: el carácter sereno y seguro de alguien capaz de escribir bellos poemas y de al mismo tiempo combatir ferozmente en una batalla.
Como otro rasgo definitorio, tenemos que el objeto moral no es el individuo, sino la nación o el Estado. La mayor lealtad es dedicada a ellos. Una moral en esto muy diferente de la occidental moderna e individualista. En general, como en el budismo, el individuo se sabe subsumido en una inefable eternidad de donde emana el equilibrio y la serenidad, que se consigue antes con los rezos, ejercicios físicos, artes marciales, y, en especial, la meditación (que ha acabado arraigando en Occidente pero con características peculiares que la toman como una especie de ejercicio de relajación desvinculado de ese poderoso fondo espiritual del que en realidad emana).
No es por supuesto el samurái un sabio literario, aunque estudie muy a fondo la poesía y la literatura. Su forma de conocimiento es, repitamos, práctica, volcada con la conducta correcta. Incluso el muy hierático teatro, como el Nôh, está expresando con una impresionante potencia y énfasis el mundo y la vida particular, las efímeras situaciones cotidianas aristocratizadas, idealizadas, casi tornadas símbolo. Los valores e ideas siempre vienen encarnados en elementos humanos y mundanos, y no se trata tanto de una reflexión teorizante y distanciada como es el modo occidental de pensamiento. Todo "flota", lo más fímero y terrenal, junto al mundo de los espíritus que interactúa en una amalgama que trata de equilibrarse, aun con la amenaza de puntuales y sobrenaturales desequilibrios.
Consecuencia de esta amalgama cultural, de un conocimiento no escindido, al mismo tiempo artístico e intelectual, está la idea de que el mundo natural es, también, moral. Hay una moralidad en la naturaleza que se desprende a menudo antes de la contemplación muda o la poesía que moralizan en un extraño sentido contrario al del individualismo moderno. Este sentido apunta antes a la subsunción del yo y el individuo en algo mayor y más real que ambos, algo que podríamos hacer equivaler más o menos con la naturaleza, la naturaleza como esa suave afirmación que desprenden las cosas pero que no actúa diferenciando, sino integrando en la unidad mayor que lo envuelve todo. Lo que en el budismo se nombra con el término nirvana. El japonés apunta, pues, su educación comprendida en la moral guerrera del bushido, a una cierta nada que le es propia a todas las cosas, pero también una sugerida inclusión en la unidad del ser.
Esto genera un carácter equilibrado, sereno, como el del estoico occidental. Un saberse, en muchos aspectos, una pura nada, una ficción, una máscara, porque lo esencial es, como acabamos de explicar, el fondo natural, la naturaleza o el ser. Una curiosa mezcla de valores guerreros y estéticos que se apoyan los unos en los otros. Con un menor predominio del énfasis racionalista occidental. La razón y el pensamiento son también naderías que caen en los ejercicios de los koan, conducidos a producir un saludable desconcierto en el sujeto. La poesía, como se comprueba en los tardíos haikus, es la expresión de todo esto y además el modo en que guerrero, súbdito o gobernante, son educados para adquirir este sereno e irónico temple personal en el carácter. Para esta idea tradicional japonesa, el alivio no lo es tanto la propia inmortalidad o perduración, sino la eternidad de la cultura y la naturaleza, en cuanto efímeras pero cíclicas y portadoras de una cierta simetría u orden. Esta es, por ejemplo, la simetría que en el quiebro del haiku acaba conciliando la aparente imagen contradictoria con el todo de donde procede, en una mansa superación de los fenómenos, que solo en apariencia pueden ser bruscos o desestabilizadores.
Terminamos aquí recalcando, una vez más, que nuestro ejercicio en estas líneas puede estar realizando algunas generalizaciones e inevitables simplificaciones, que habrán de matizarse con un estudio serio y extenso de la historia de Japón. Las cosas no han sido en realidad siempre iguales en la milenaria civilización japonesa y elementos muy conocidos e incluidos en el bushido, como la etiqueta y la ceremonia del té, resultan relativamente tardíos y recientes, pues datan de siglos posteriores ya al Renacimiento europeo. Pero creo que es posible identificar un alma propia en el Japón actual, incluso, con características a veces comunes pero en otras ocasiones profundamente discrepantes respecto a la mentalidad moderna occidental. Puede ser útil la obra Breve historia de Japón, de Mikiso Hane, en Alianza.
Libro de referencia:Nitobe, I. Bushido. El alma de Japón. Ed. Satori. Traducción de Gonzalo Jiménez de la Espada.
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El alma de Japón
Marcos Santos Gómez
¿A dónde puede acudirse para estar todo lo alejado posible de Occidente? Y por Occidente estamos refiriéndonos a la porción de mundo arraigada en las, siguiendo la expresión musulmana, “religiones del Libro”, o monoteísmos del Libro: las religiones basadas en la lectura de “Escrituras” y la consecuente interpretación de un libro sagrado, de un texto, por encima del sencillo “mensaje” de la naturaleza o la meditación. Se recuerda además que no habría Occidente sin un radical fundamento en la razón griega o incluso en el derecho romano. Así, Jerusalén, Atenas y Roma son los vértices del triángulo occidental.
Si intentamos el más aventurero de los viajes, habría de ser aquel que nos situara en lo opuesto, en el extremo contrario en cuanto a la concepción del mundo, la cultura y la religión. Es decir, buscaríamos vernos sumergidos (intrigados o espantados) en lo que no somos. Y esto solo puede encontrarse en el extremo Oriente. Porque el mundo islámico o latinoamericano están dentro de una concepción básica similar a lo que estamos considerando Occidente en estas líneas, es decir, repito: Grecia, Roma y Jerusalén. Desafortunadamente el diálogo con civilizaciones nativas americanas no fue precisamente en las condiciones de respeto y tolerancia que han de suponerse entre quienes buscan un cierto acuerdo filosófico, moral o incluso teológico. Fueron culturas y naciones sometidas por la guerra y la conquista, cuya presencia en el mundo sigue no siendo en una situación de mínima justicia, igualdad o respeto. No solo hoy, sino sobre todo en lo que ya no puede remediarse, en el pasado colonial de estas extensas regiones del mundo.
No hay que insistir en que a pesar de diferencias notorias en la propia comprensión cultural del mundo, el mundo islámico recoge el elemento monoteísta judío que radicaliza y que distingue del monoteísmo trinitario matizado entre los cristianos. Es decir, uno puede viajar al mundo islámico y sentirse un poco fuera de casa, pero en aspectos fundamentales, sentirse en casa. Se podría pasar de una religión a otra con relativa facilidad. La clave para programar nuestro viaje, por tanto, la van a ofrecer las otras concepciones religiosas del mundo: el politeísmo que se funde y casa, con mucha mejor fortuna y aunque sorprenda al lector, con el no dios o el nirvana del ideal budista. Me refiero al gran tronco religioso y cultural que se desarrolla y parte de la India. Solo que en cuanto a una concepción religiosa desprovista de Dios, que incluso vea cuestionada por ello su carácter de religión, quizás el budismo, por lo poco que sabemos, se haya de llevar la palma y, aún más, el budismo a la japonesa o Zen (lleno de escuelas diferentes) y el tronco filosófico moral del confucianismo chino, del Tao y de Mencio.
En el caso de Confucio vemos la unidad entre naturaleza y moral que vuelven a ligarse, para bien y para mal, en relación con la típicamente griega escisión entre naturaleza o tradición, por una parte, y moral, por la otra. En el caso griego, hemos escrito a menudo en este blog, esto se dio en la gran revolución del siglo V a. C. en la Atenas de la sofística, Sócrates y Pericles (¡anticipada y preparada por los mitos!). La gran aportación a la humanidad de la razón griega es justo que abre la posibilidad de forjar una fatal pero grandiosa, autocrítica; que la civilización pueda ser autocrítica, es decir, analizar sus propias raíces, valores y mitologías, desde una cierta posición exteriorizante, crítica e incluso desgarrada. Esto, con todos los matices y épocas, va a ser la clave de la historia de Occidente. Esta posibilidad de autoextrañarse y pensarse. Sin embargo, en Oriente tenemos una estrecha conexión de los propios valores perpetuados por el mito, que de partida nunca son cuestionados y que se ligan con el cosmos y la naturaleza. De aquí procede, creemos, el mayor conservadurismo e inmutabilidad de la historia de Oriente. Quiero decir, que en Oriente no se da una conmoción dialéctica con la propia cultura, con la tensión y desgarro que la vivimos en Occidente.
Para salir de este tinglado occidental, el viajero tendría que tomar el avión y plantarse en Japón, o viajar de ese modo realista y menos ficticio que consiste en tomar un libro y leer. En los textos es donde el hombre logra adquirir su propia definición y transformarse poéticamente. Porque que la realidad humana está siendo acaparada y superada por sus propios productos, como la tecnología o la escritura. Tanto que en ellos vivimos o lleva el hombre viviendo unos cuantos milenios. Exagerando y parodiando el conocido aserto de la teoría del gen egoísta, nosotros, los seres humanos de carne y hueso, apenas somos el instrumento del arte, la ciencia y la escritura, donde reside lo más real y perdurable.
Así, buscamos lo esencial o, como se ha llamado por idealistas o hermeneutas, el espíritu de un pueblo, que es algo mucho más elevado y bello que lo que entiende el nacionalismo patriotero. Un espíritu nacional (que lo es precisamente por hallarse religado con otras “naciones”), sería un núcleo de condensación ideológica asociado a alguna región temporal o espacial del mundo. Solo eso.
Generalizando como estamos en estas breves líneas, no podemos referirnos a otros puntos de vista o nudos de condensación que han sido cruelmente decapitados por el colonialismo. Estaríamos aludiendo a la vertiginosa multiplicidad, en lo lingüístico y cultural, tan perturbadora, original y sabrosamente creativa del olvidado continente africano. Confesamos no conocer lo suficiente todavía esta sustanciosa aportación africana a la humanidad, pero nos consta que se trata de culturas complejas y desafiantes para Occidente que deberían aportar o haber aportado su estilo a la humanidad. Recuerdo la anécdota que cuenta María Kodama, viuda de Borges, cuando ante el desconocimiento e incluso implícito desprecio de la “facción” africana del mundo por parte del genio argentino, esta le buscó y regaló un sustancioso y muy voluminoso libro que hizo que Borges rectificara. La profundidad del pensamiento y las religiones del continente era y es apabullante, representando también una forma cultural e ideológica propia y llena de profundidad y dignidad.
Mientras tanto, retornemos a Japón. En nuestra aún breve exploración bibliográfica ya nos ha sorprendido con intensidad. Primero desde la literatura. Dejando aparte las interesantísimas peculiaridades de su lengua y sistema de escritura, un primer contacto por nuestra parte más serio ha podido ser a través de su estilo poético clásico. Así, tras la revolución Meiji (que supuso el primer esfuerzo por conciliar, en lo posible, un Japón aislado y tradicional, con un Japón abierto a influencias occidentales) hubo un primer florecimiento, a principios del siglo XX, de movimientos en los dos sentidos: intelectuales japoneses estudiando a occidente e intelectuales occidentales intentando comprender y aproximarse a Japón. De este trasiego cultural en los inicios del siglo pasado resulta notable el de Gonzalo Jiménez de la Espada, nada menos que un discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, de la quinta de Julián Besteiro. Esta mentalidad curiosa y tolerante de la conocida institución educativa española, produjo un temprano intento de estudiar la cultura japonesa. Jiménez de la Espada vivió en Japón y se adentró seriamente en su lengua, cultura y literatura. Del mismo modo, había una Universidad en Tokio destinada a esto mismo en relación con el extranjero, pero sobre todo con Occidente, donde fue contratado: La Universidad de Estudios Extranjeros.
Jiménez de la Espada quiso traducir obras esenciales que recogieran el “espíritu” de la civilización japonesa (recordemos que fuertemente influida por la china). Entre esos libritos acaba de llegarme a las manos su traducción de una obrita escrita por un autor japonés para difundir y explicar los elementos básicos de la cultura japonesa a los occidentales. Se trata de Bushido. El alma de Japón, actualmente resucitado en una cuidada edición, casi para bibliófilos, de la editorial Satori. Este escritor japonés fue Inazo Nitobe. Y damos fe del brillo poético junto a la serena elocuencia de esta obrita. Es una auténtica joya que circuló entre un público selecto de investigadores y escritores españoles, en especial vinculados a la ILE. Así que ahora nos explicamos el sorprendente misterio que se nos vino a la cara cuando hojeando la obra completa poética de Lorca, actualmente editada en Galaxia Gutenberg, dimos con unos pocos haikus compuestos por el granadino. Resulta que en la ILE, donde se formó Lorca, hubo un interés por la cultura y las formas poéticas japonesas, que seguramente aproximó a Lorca con el Japón. Estas formas poéticas, en lo poco que llevamos en contacto con ellas (en poesía apenas las estrofas “haiku” y “tanka”), tanto en verso como en prosa, nos hemos encontrado con un modo de escritura y retórica antiretórica, es decir, una búsqueda de ser más preciso en el decir mediante un modo de decir con muy pocos elementos expresivos, echando mano de una atmósfera serena y en apariencia clara y cercana que refleja el papel y la importancia de lo natural. Es decir, solo el lenguaje sencillo toca lo esencial, porque lo esencial es algo también sencillo, como la propia existencia de las rosas y la naturaleza.
Se da en la poética clásica japonesa la nula presencia del ego propia del escritor occidental y, como hemos dicho, la absoluta prioridad dada a la naturaleza. Esto devuelve la literatura a una conexión con lo más sencillo que puede saludablemente apagar el ego, para relativizarlo con ironía (ironía budista como la presente en los koan) y que confunde a la razón (disolviéndola en aporías o acertijos irresolubles), para apuntar a un más allá inefable y al que el oriental concede la mayor importancia. Así, tenemos un mundo (ya presente mucho menos en el Japón actual), el del Japón clásico que bebe del Zen, el Sintoísmo y Confucio, que erige como ideal moral el “caballeresco”, que Nitobe relaciona con una moral de la guerra, nacida en la guerra y para guerreros. Algo así como las normas éticas y el derecho que en occidente rigen la situación a-legal de la guerra. Una suerte de acuerdo más o menos tácito entre guerreros que regule la guerra. Finalmente, un código práctico y tradicional que ha de impregnar antes la conducta moral que efectuar una discusión solamente racional, libresca y teórica.
Por todo esto, estamos tratando al ocuparnos del Japón clásico, con una forma de existencia más sosegada, más perfecta y redonda, que relativiza los grandes vértices de Occidente: el Yo, la razón, la vida. Es decir, un trato menos combativo y analítico con los propios mitos, que a partir de ellos, con menor violencia y desgarro, establece las bases de una forma de reflexión específica. Digamos que Japón tiñe a su basamento existencial con una mezcla serenamente reflexiva, porque incluye, de un modo conservador, el respeto a la tradición como primer punto de la moral. Esto faculta todavía hoy al oriental para soportar mejor los frenesíes modernos como es el producido por la era tecnológica. Según esto en la actitud tradicional japonesa habría un cierto carácter “flotante” y autosuficiente que le permitiría vivir la tradición y el mito sin que los elementos más modernos del Japón actual sean, al menos en el ideal expresado en gran parte de su literatura, especialmente perturbadores. O sea, el japonés está mejor facultado que el occidental para la tecnología por no tomarse en serio, justamente, a la técnica y la sofisticada tecnología digital.
En lo poco que nos hemos aproximado (el estilo fluido y sencillo, pero suavemente martilleante, de la novela “El pabellón de Oro” de Mishima; las formas poéticas del haiku y el tanka; y otros elementos de la estética tradicional nipona) intuimos diferencias esenciales con occidente. Esa misma sensación de fluidez y serenidad en la prosa y la breve forma del haiku. En esta misma forma poética, tan frecuente en los actuales poetas occidentales, incluso el quiebro de una imagen opuesta a la primera, llega para solo desconcertar amablemente y terminar el haiku con una atmósfera de ensueño y dulzura. Finalmente, parece indicar este estilo poético, vence la naturaleza como algo mayor que el hombre, y que nos sirve y enseña a relativizar el mundo humano. Hay una reconciliación y nivelación de lo humano con lo natural que aunque nos suene a una integración acrítica en la naturaleza, es lo que, por otra vía, también hace crítico al hombre. Porque este modelo de lo natural subsume los delirios y guerras del mundo humano en algo superior. Se trata de una especie de pacifismo que se logra a costa de restañar las heridas producidas por el feroz afán subjetivista y moderno del occidental.
La naturaleza se capta en su carácter efímero, pero cíclico y en cierto modo eterno. La eternidad de un nirvana que lo es todo y nada. Una especie de diálogo con lo natural que hace que lo natural sea lo más real, de lo que debe hablarse y lo que en su disolvente poder nos ayuda a pensar sin el imperio del ego y una subjetividad que se pretenda mayor que la naturaleza.
En este caso, el viaje que promueven los haiku, sitúa al lector en lo más hondo en una tesitura radicalmente contraria al espíritu de la literatura occidental. Precisamente, creemos que un haiku está mal hecho cuando predomina y se siente la presencia del escritor (error que hemos de confesar a menudo se cuela en los que hemos titubeantemente compuestos), a veces en forma de reflexión y argumentación, y, aun peor, cuando se está refiriendo a la subjetividad, al modo particular en que el poeta comprende o recibe la realidad. El punto de vista aspira a una forma de objetividad no desgarrada y por tanto despreocupada de lo subjetivo y menos empeñada en que la poesía trate de vivencias o sentimientos del poeta (o del hombre, en general, salvo esa mansa invitación a abismarse en la naturaleza). En realidad una forma poderosa de poesía que habría suscrito con agrado, creemos, el mismísimo Goethe que recomendaba, con una crítica implícita al Romanticismo, a los jóvenes poetas abandonar su egotista subjetividad y centrarse en el “exterior”, en el protagonismo de lo natural.
Concluyamos señalando que en el contacto con Japón, el punto de vista occidental se maravilla ante algo muy cercano y familiar como es la tecnología contemporánea y actual, pero muy lejano, inasible, incomprensible, como es el componente tradicional y religioso de la cultura japonesa. Este punto de vista, expresado con una estética que apunta a la oriental, puede apreciarse en la admiración temerosa pero fuertemente impactada de los protagonistas de Lost in Translation por Tokio y el Japón actual. En cierta escena final, la protagonista, parece despedirse de Tokio con una admiración que se sabe impotente para comprender plenamente al otro. Se presiente una grandeza que no se acaba de definir y entender en términos racionales. La sospecha de que hay algo en el otro inquietante a lo que no llegamos, pero que es majestuoso.
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Lo horrible desde una perspectiva japonesa.
Marcos Santos Gómez
Aunque poco conozco de otras civilizaciones diferentes a la occidental, como las de la América precolombina, las antiguas naciones africanas y la desbordante efusión de los pueblos de la India, albergo la sospecha de que nada hay más extremamente distinto del Occidente griego y cristiano que la inabarcable cultura China y el insólito y refinado Japón. Acaso hagamos primos cercanos al mundo árabe islámico y Occidente, lo que tampoco quiere decir que no existan también aquí notables diferencias. Las hay, en la medida en que a veces se abren verdaderos abismos más o menos difíciles de saltar entre las dos ciudades vecinas más cercanas. Pero lo que ocurre con Japón, dejando fuera por ahora en nuestro boceto al oriente chino, es a todas luces una considerable diferencia. No es que yo conozca como se merece el mundo japonés, tanto en su actualidad como en la admirable riqueza de su arte y cultura clásica. Aunque no creo que pase mucho tiempo sin que acabe sumergiéndome en esta civilización del Sol naciente, como la nombra la conocida y tópica expresión. Pero, aun suspendiendo por ello nuestro juicio y dejando fuera los matices, teniendo que generalizar por fuerza en un artículo breve como este, sí puedo afirmar que algo he captado del modo tradicional de arte y literatura japoneses.
Sin extenderme demasiado, voy a basarme en lo poco que conozco y lo mucho que adivino, no sin arrogante atrevimiento de primerizo. En particular he pensado a Japón tratando de entender el budismo, como forma diametralmente opuesta de religión a las tres del Libro y en particular a la cristiana. Además he visto algunas películas (Japón es un país que ha cultivado el cine como pocos, desde los orígenes de las películas mudas), alguna imagen de escenas del teatro Nô (que aunque en vivo debe de ser impresionante, nos queda el recurso de ver lo que se encuentra grabado en youtube), el judo que practiqué de joven, los tópicos sobre la cultura urbana y el manga, sus costumbres y tradiciones sociales, la más original gastronomía del mundo con una fortísima presencia del pescado, el modo zen de cuidar un bonsái, el riguroso sentido del honor de su tradición guerrera y feudal, los rudimentos que he podido vislumbrar de su lengua y su riquísima, deslumbrante y creativa forma de escritura, junto a su reelaboración de la civilización china que durante mucho tiempo fue su modelo y referente. A todo ello, sumo lo que de su literatura clásica, en prosa y poesía, voy leyendo.
De hecho, hay dos elementos de su poética en los que me voy cada vez más adentrando. Se trata del haiku, por un lado, que es solamente uno de los numerosos y muy sutiles estilos que cultiva la poesía japonesa, que se escribe y se pinta, que por Murakami sé que ocupan amplias zonas diferenciadas en las bibliotecas. Y por otro lado, he acudido a su modo de tratamiento narrativo del horror y lo sobrenatural. Esto último, en particular, lo voy constatando gracias a la lectura de Cuentos de lluvia y de luna, de Ueda Akinari. Esta obra, publicada en 1776, desarrolla una concepción particular de lo horrible que ilustra una básica divergencia en relación con el horror y el género fantástico en occidente, y sobre todo, el del Romanticismo occidental trazado a finales del siglo XVIII, con auge en el siglo XIX y todavía presente en el género de la literatura de terror actual. Una forma oriental de tratar lo sobrenatural que también se aprecia en el contemporáneo género cinematográfico que estuvo de moda en occidente hace unos años, del terror “psicológico” japonés que emplea imágenes y escenografía del teatro clásico Nô (uno, quizás el más conocido en occidente, de los distintos estilos de teatro cultivados en la tradición japonesa y del que algo sabemos implícitamente por el cine de Kurosawa).
Pero digámoslo ya. El horror, en los mencionados Cuentos de lluvia y luna, es considerado esencialmente como una distorsión que irrumpe en la realidad, que es de por sí equilibrada, a la que interrumpe y perturba con la presencia y amenaza a veces sutil o con una máscara que en algún caso se revela constituía una falsa apariencia. Algo así como las pesadillas que nos asustan hasta el punto de hacernos despertar, pero que, con todo lo horribles que pueden llegar a ser, pasan, como la yegua que cruza la noche al galope desbocada en las nightmares (una bella metáfora de la lengua inglesa, hacía notar Borges). Así, tenemos que el mundo japonés, su base cultural, puede ser comparado con un estanque tranquilo, una suerte de normalidad que es y con la que se accede al corazón de lo real, hundiendo sus cimientos en el nirvana.
Se puede desestabilizar el movimiento en la superficie, pero los demonios ni pertenecen ni están ya en el mundo ni en su orden. Este susto lo produce la imagen concreta, en el llamado actual terror japonés en el cine, de un espectro del que aterran detalles en apariencia nimios, pero que sugieren que el mundo se rompe momentáneamente apenas extendiendo las cosas, de manera que la sencilla inocencia de un niño puede prolongarse en su elemento espectral, que es justo lo que el género fantástico del terror realiza. Así, el cabello que siendo cabello normal, en su naturaleza, brillo, textura, color y forma, puede crecer desmesuradamente y desbordarse hasta superar los márgenes de lo normal, como en un potente desafío a la idea de lo real como un ámbito de equilibrio. También la carraca y su sonido discordante, que choca con los amables sonidos naturales y la mera imagen global del espectro muy pálido, mudo, de ojos anormalmente grandes, cuyo carácter horrible es el producido por un desbordamiento y desequilibrio en lo normal. Todo ello produce un fuerte terror. Son, de hecho, exageraciones de lo real pero que no son lo real, aunque se sugiere que lo amenazan viniendo de otro mundo que los viajeros evitan cuidadosamente. Un terror sin necesidad de imágenes demasiado monstruosas, que no pertenece al mundo y ha de evitarse escrupulosamente. Los objetos más normales fabrican o plantean la inquietud, porque parecen proponernos imaginar si el mundo, como la razón en la locura, se nos pudiera ir de las manos.
Lo irracional es un mero hipo en el equilibrio esencial del mundo, algo que no encaja bien y que solo revela su naturaleza irreal o sobrenatural tras haber llegado a confundirse con una presencia viva. Es algo que cuando se revela como sobrenatural, por ejemplo, comienza a andar como flotando aunque sigue simulando que es alguien del mundo. El terror se introduce con sutileza, en una irrupción serena, como una rara amenaza a las cosas. Después de haber comido juntos unos amigos, charlando hasta retirarse a los aposentos, el protagonista descubre, quizás por la mañana, que se había alojado en una casa en ruinas y entonces comprende que ha pasado el rato con un espectro.
En los personajes sobrenaturales se vive incluso en el fingimiento de mostrarse como los que fueron, con gran covicción y vivacidad. Hasta revelar que se han escapado de un mundo de ultratumba lleno de genios malvados y demonios que no pertenecen al mundo que aman los protagonistas "cuerdos". El repeluco a posteriori lo da la sensación de haber estado fuera de lo habitual, de haberse transportado a un lugar que pugna por venir al nuestro pero se queda a medias. Lo extraño es lo sobrenatural que a veces se cruza con el mundo pero sin permanecer mucho tiempo en él.
El espectador japonés debe atravesar la experiencia del horror que consiste en el hecho presentido o vislumbrado de que las cosas pueden no ser como parecen, para convencerse de que su mundo debe prescindir de lo horrible, aferrándose a la serenidad, a la calma y al orden propio de las tradiciones. Es bien asido a ellas como se garantiza una buena travesía. El horror no tiene glamour, no se desea ni gusta, aunque en sus formas resulta, para el lector, raramente atractivo. Frente a lo horrible solo quedan rituales y exorcismos, para que nuestra vida se logre escindir de toda esa untura negra como la brea.
Una vida debe sujetarse a estrictos códigos y rituales, cuya inmutabilidad se persigue y prolonga a toda costa, por lo que produce sociedades más conformistas que las europeas u occidentales. Así, la guerra es profundamente odiada por los campesinos, en cuanto perturbación terrible. Todo debe volver a sus aguas. Ser real es vincularse con esa trama de tradiciones y perpetuarla sin un resquicio de cambio. Todo lo malo o negativo se lava con el agua del equilibrio. Lo horrible, pues, tiene el carácter de una excrecencia, de una verruga que amenaza la uniformidad de la piel, que desafía las simetrías donde se ubica el japonés tradicional. Se trata, también, de lo feo. Un leve signo de rareza basta. De hecho el Japón tradicional fue una sociedad muy ordenada y conservadora, como la china de Confucio, que castiga duramente la desmesura, como el verse derrotado y fracasado, o ser alguien que no encaja en la excelsa maquinaria de una civilización pautada y regulada hasta extremos que para el occidental significan casi aberraciones.
Esa suerte de honra del autocontrol es lo que en occidente se llamaría la Providencia y ha desarrollado el Estoicismo, que es lo que más se acerca a oriente en occidente. Frente a esto, lo occidental es lo excesivo, la desmesura incluso de un orden metafísico que pende como una espada de Damocles. ¡Un orden terrible que amenaza al mundo! Las dialécticas son siempre peligrosos componentes en los sistemas occidentales que introducen las negaciones como perpetuas e insalvables grietas en el edificio. Así, incluso el prurito sistemático de muchos pensadores, se sabe presto a descomponerse. No hay en occidente un sistema ni un orden que dure más de tres generaciones. No hay ese cimiento hondísimo y seguro que da su tranquilidad a los hombres haciéndolos más felices. Mas es esa dialéctica en la cultura y la razón, la de la Cruz y la crítica, insalvables, la que agita íntimamente a occidente hasta el frenesí (¿en el ideal misionero ignaciano, también? ¿En un Mateo Ricci auto obligado a representar un imposible nexo entre Confucio y Jesucristo?). La razón occidental es originariamente inquieta.
En claro contraste con el Japón clásico, el horror para el occidental y sobre todo para el romántico es constitutivo de la existencia, una suerte de continuo que acompaña al revoltijo de la vida como uno de sus ingredientes básicos e ineludibles. Lo tiene uno en su propia sangre. Va en los genes. La sospecha que el terror occidental conlleva es la de que hay algo violentamente sobrenatural en todo lo que existe, que llevamos dentro, como Mr. Hide de Stevenson y, a diferencia del Japón, no puede renunciarse a ello. Lo que el horror sugiere es que no solo tu encuentro con un espectro te da el elemento de lo sobrenatural, sino que uno se encuentra con el horror para saber desde entonces que lleva su estigma encima y que siempre lo ha llevado. El encuentro con el propio destino, como en las grandes tragedias griegas, te hace más sabio y conocedor de donde estás, pero también de lo terrible e insoluble de tu estado. Es como si en occidente estuviéramos todos como enfermos desahuciados. Un presentimiento que, por ejemplo, sirvió a Freud y su psicoanálisis, que viene a ser un proceso de integración y pacto con lo horrible para soportar el mundo y la propia historia personal.
Así, las expresivas y contundentes imágenes del horror romántico, el modo en que se afirma como un componente que descubrimos que nos ha acompañado siempre, aunque no nos hayamos dado cuenta, como la desmesura de un Edipo rey. Personalmente no creo que Japón haya dado un solo Edipo. Es decir, la existencia atormentada del occidental, ya ha incorporado consigo a la pesadilla. Es lo que el horror cósmico de autores como Lovecraft o el actual y poco conocido Ligotti (una auténtica joya del género, por cierto; el más refinado freaky de los autores de terror actuales) desarrollan en sus cuentos. Un horror que irrumpe para hacerte ver con estupor y pasmo que tu vida, tu existencia y tu forma de ser, son connaturalmente horribles. Que lejos de constituir lo sobrenatural horrible un encuentro con algo perturbador que se ha cruzado misteriosamente en la vida de uno, en el pathos occidental hay la comprensión de que uno es como lo horrible y que este exceso desbordante ha estado siempre en nosotros. Un sentido del horror que se ha traducido en un perpetuo desasosiego por parte del occidental.
Como es obvio, para plantear nuestras ideas es preciso reducir algo la complejidad de la realidad, y por tanto, hay de lo uno y de lo otro en ambos extremos civilizatorios. Pero que la tradición confucionista en China o el budismo Zen japonés inducen un abordaje de la vida esencialmente pasiva, me resulta cercano a la verdad. Así, frente al estrépito occidental (y pensemos lo estrepitoso que es el mismísimo cristianismo, religión excesiva y heroica que nada tiene que ver con el budismo y que horrorizó a esa forma del budismo occidental que es el estoicismo que profesaba un asombrado Marco Aurelio ante la histeria y los excesos de los mártires cristianos en Lyon), tenemos una concepción de la vida como algo que tiende a la armonía, a la buena proporción, a la complacencia, la calma y una mansa relación con la naturaleza. La misma imagen romántica de la naturaleza y la del anterior movimiento prerromántico alemán del Sturm und Drang es eso mismo, “empuje y tempestad”.
Es la serenidad como estado natural del hombre la mayor aportación de la cultura clásica japonesa a la humanidad. Tratar de componer un haiku o de leerlo nos conduce a una calma esencial, como una nota grave que da su sentido y cimiento a la cambiante realidad y que por eso mismo relativiza y no teme el cambio.
En el haiku, una imagen que rompe el equilibrio momentáneamente, en un breve contraste que conduce a la paradoja y a la ambigüedad, no hace más que despertarnos pero para ensalzar y señalar la definitiva fusión de lo real que ya opera y salva si prestamos atención. En el haiku hay una admiración pura por la naturaleza, en la que se confía sin hacerle el chantaje de lo racional. La verdad es la no verdad del deseo. Está, por tanto, más allá del juego contradictorio de la realidad. El absurdo torna en sueño y ficción la vida humana, o la conecta con algo más grande donde se disuelve, justifica y salva. Toda diferencia es una ilusión y la verdad de la gota es su incorporación al océano, su íntimo destino de ser, finalmente, el océano. Ni siquiera hace falta traer a la vida el desasosiego del gnóstico. Digamos que el oriente nipón es una suerte de gnosticismo sin herida o abismo que haya de teñir de tristeza el mundo.
Lo que estamos refiriendo es, justamente, lo que pretende evidenciar el ejercicio budista de los Koan, o acertijos que quieren iluminar mostrando que la clave está más allá del aparente desorden de lo real, e incluso de lo racional y lo irracional, más allá de lo lógico. Se ríe el budismo del desorden, de la fe de que es real el desorden (ni el orden), de que las contradicciones e inestabilidades sean la realidad, de que tengan una relevante consistencia ontológica y de que a la realidad haya que explicarla en términos lógicos o metafísicos. Vemos, por cierto, que esto es muy al contrario de la manía occidental de que lo racional tenga que vencer, que incorporar el desorden y el caos o de ligar mundo y razón, lo que resulta una pretensión condenada al constante fracaso (el típico destino y fracaso de las teodiceas, por ejemplo). Para unos lo real tiene que ser esforzadamente racional, para los otros lo precario lo es precisamente porque no es, porque no existe, porque lo que vemos es mera ensoñación. Algo que en occidente nos cuesta muchísimo entender. Aun más, creo que es verdaderamente imposible que lo entendamos. Lo más que podemos hacer es intentar reproducir la experiencia del haiku clásico.
Particularmente, leo sobre todo al gran Basho y a los maestros clásicos del haiku japonés de mediados del siglo XVIII, adivinando además que el cultivado hoy en Japón por poetas del siglo XX o XXI es aun más bello. Quizás por el efecto de introducir la mansedumbre armónica en el mundo urbano que tanto, en apariencia, se sale de ella. Es decir, la idea de un haiku que continúe el trasfondo Zen del clásico pero con contundentes imágenes urbanas y modernas. Se vence el fragor de lo moderno relativizándolo, pero relativizando también el Yo, la verdad, la razón, etc. Por esto, incluso el mero concepto de Dios, cuyas imágenes lo son todo en él y no puede concebirse porque no hay nada que sea algo así como un dios. Es pura evanescencia. Recordemos que se suele caracterizar el budismo como religión sin dios, o, yo diría, sin necesidad de dios. Dios, como todos los tinglados occidentales, sobra, no es verdaderamente nada, salvo un fantasma, como lo son las cosas.
El haiku, por tanto, es uno de los modos que en occidente vamos teniendo para comprender, casi imposiblemente, el mundo y el hombre con el corazón de un japonés. Y aunque nos ocupe solo ahora lo sobrenatural, hay que recordar que el refinamiento de la cultura japonesa, su exquisita sensibilidad, tienen que ver antes con la imagen de un mundo reconciliado con un fondo de unidad y de equilibrio, que con el mundo dialéctico y perturbado de Occidente. Es como si Japón hubiera desarrollado hasta la máxima posibilidad una disensión básica con occidente, en el modo de entender el nervio de la vida y del ser. En realidad, un budista ni siquiera hablaría, como yo hago, de nervio de lo real o de la cultura. En un extremo el occidente de la metafísica y el monoteísmo (extremamente representados por la civilización griega-cristiana) y en el otro, el de un Japón capaz de abordar el mundo como un inmenso océano en calma en el que todo queda disuelto (¡incluso la idea de reconciliación o salvación occidentales!, porque no hay, más allá de las máscaras y evanescentes tramas humanas, nada que reconciliar) y somnificado (perdón por el neologismo, no se me ocurre otra palabra).
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Educación y filosofía
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Pathos y moral. Lectura de “Billy Budd, marinero” de Herman Melville.
Curiosamente, los grandes asuntos se plantean mejor en los bocetos simples. Así, el cuento largo “Billy Budd, marinero” de Herman Melville, desarrolla en breves pinceladas lo más fundamental en la existencia. El hombre es capaz, con la ciencia y con el arte, de hurgar en lo que le ha tocado apreciar como testigo o desarrollar como artífice. Todo en el mencionado relato va a desembocar en una cuestión que, de hecho, la humanidad viene abordando con cansina monotonía que aunque afecta al conocimiento, tiñe y ocupa lo que podríamos denominar el "espíritu humano".
Estamos refiriéndonos a lo moral. Lo moral desde el punto de vista más básico: el del bien y el mal absolutos. De modo que Melville, siempre empapado de una cierta angustia kafkiana y calvinista sentido de la culpa, desarrolla el tema en su trasfondo bíblico. Al preguntarse por qué el hombre hace el bien o el mal, como si optara por distintos modos de existencia puestos en el extremo por el relato de Melville, este escritor engarza con la radicalidad de lo moral, previo al entramado lógico, anterior a la razón y por eso allí donde no llega ni resulta explicado como la gran Hannah Arendt lo haría con su conocida hipótesis de lo que denominó “banalidad del mal”. Es decir, la gran pensadora sugiere que la naturaleza del mal es la ignorancia en cuanto resistencia a pensar y carencia del análisis crítico que requiere ser consciente en todo su alcance de aquello que se trae uno mismo entre manos.
No parece que esto sea lo importante para Melville. Este conecta con una tradición bíblica que ahonda de otro modo en el mal. Por lo pronto, nos presenta en su cuento los dos extremos. El bien absoluto lo encarna el que llaman los compañeros en el buque de guerra de la Armada de su Majestad “el marinero bonito”. Este es joven, un equilibrado y bello organismo que parece albergar justo lo señalado por Arendt como más propio del malo. Billy Budd manifiesta una base en el carácter y la razón de absoluta y ciegainocencia. Budd no es capaz de ver siquiera, literalmente, el mal. No lo entiende desde su más profundo interior, con lo que su existencia es alegre y sencilla, como la de un gorrión. Es esta ausencia de pecado original o culpa personal la que propicia, en la trama psicológica y existencial de las relaciones humanas, el mal que va a acabar con él. Un mal que es atraído precisamente por la mera existencia ingenua y sencilla, por la simple inocencia de una naturaleza humana no corrompida.
Como aparece en la Biblia, el demonio es una máquina de justificar el odio, tiñendo a la víctima con una estigmatización que la convierte, diabólicamente, en mala, que empaña la imagen del “marinero bonito” porque pretende aniquilarlo hasta en lo más esencial. De manera que de modo opuesto, Melville también pinta el polo contrario, el correpondiente a un “mal radical” asociado al puro existir del individuo, al mismísimo modo de ser. Pero Budd es incapaz de comprender la realidad del mal y de anticiparse al mal, de preverlo y tenerlo en cuenta, por lo que resulta cruel e injustamente dañado por el mismo.
El oficial Craggart ostenta el sentimiento sin más de que el bien le molesta y de que no puede formar parte de la verdad humana y de la verdad en general. Debe ser extirpado, porque en su mayor complejidad psicológica, el malo radical no quiere ni puede comprender la inocencia pura del otro. Se sabe tiznado de nacimiento, desde su raíz más verdadera. En su mundo, se ha de defender del bueno porque cuestiona sus raíces pecaminosas, manchadas, que se hunden hasta llegar a Caín. Su odio es gratuito, por naturaleza, o sea, no tiene una razón y es previo a las tramas y justificaciones del Derecho y la moral. Lo que no comprende e incluso trata de castigar es la bondad de una naturaleza ajena no contaminada. El malo es, desde esta perspectiva bíblica, porque sí, y no porque renuncie a pensar. Porque no encaja el mundo inocente e infantil del bueno, siendo hondamente incapaz de ver ni el bien puro ni bien alguno. No puede ni creerlo y Budd le parece una estúpida anormalidad que sobra y molesta a sus planes sobre el hombre y la razón. En su existencia el hombre es radicalmente perverso. Pues los argumentos y justificaciones llegan después de este odio esencial y sin más. La razón presupone lo radical, como lo que la produce y utiliza.
Pero la hipótesis del cuento del autor de Moby Dick, está más enredada en la genial novela. En esta novela de Moby Dick, sobre la obstinada persecución ambiguamente heroica del mal encarnado en la ballena blanca, el cachalote siendo la encarnación del mal, del viejo y bíblico leviatán, es inocentemente blanco, un ejemplar magnífico de ver cuya imagen y grandeza nos conmueve, siendo su aspecto puro y admirable, según muchas de nuestras sesgadas convenciones occidentales en torno a los colores. Pero es tan importante esta clave alegórica por la que el mal parece ser el bien y nos seduce, que Melville dedica un capítulo a la demostración de que el blanco es el color del horror, idea que comentó en su lectura de la novela nuestro admirado Borges, que además confesó que su ceguera era un horror, también, blanco, pues al ir perdiendo visión se le quedó finalmente un mundo absoluta y completamente blanco, una suerte de luz blanca que le borraba la visión de las cosas, que lo había invadido y acaparado todo. Esto, si lo trasladamos al relato Billy Budd, se relaciona con el carácter positivo y admirable con el que el mal se presenta a los demás hombres, es decir, como justamente lo contrario, como expresa la concepción medieval del demonio hilando tramas e incluso vemos que lo advierte el viejo exorcista a su joven ayudante en el famoso ritual de exorcismo en la excelente película de terror que todos hemos visto. El demonio engaña con las palabras y es un perfecto y convincente razonador.
El mal puro es inocente, como el bien, en el sentido de que brota con aparente espontaneidad y sin razón ninguna. No tiene que ver con vencer al otro o sobrevivirle, pues se trata de una inquietud antes psicológica e incluso existencial, por lo que entiendo que es un modo de ser, de estar en la realidad humana. Este fondo vital es destructivo y peligroso para el otro extremo, el del bien inocente que es incapaz, por tanto, de precaverse del mal, en la medida que no lo entiende ni puede siquiera verlo. El mal, para él, no tiene lugar, no es real. Por todo ello, el torrente de la persona mala está más ligado con el pensamiento que el torrente del bueno. El malo se ve tan impelido a actuar (y manipular) como el bueno a soñar.
La ausencia de razón que señalaría Arendt en el malo, es a medias, porque lo esencial del mal no es ni brota del pensamiento, siendo absoluta y radicalmente malo, y además se vale de razones. El mal, bíblicamente, emerge solo cuando también emerge su contrario. Ambos se presuponen, como desarrolla Génesis, 3. En todo caso, el pensamiento es, irrisoria y escandalosamente cómplice y ayuda a tejer la red que sirve a la ejecución del mal. Dicho de otro modo, el mundo es de los malos y siempre vence la maldad, el odio y la envidia sin más, aniquilando (pero necesitando) al justo.
Si se lee el relato, todo el ropaje de los malos contrasta, de manera espantosa, con la víctima que ni siquiera comprende que lo es y por qué lo es. No se justifica, no utiliza a la razón para su "bien", porque el bien está ya, resplandeciente, en la Creación. Tan solo se precisa un vivir sereno. No adivina el tejido del mal y hasta el final Budd resulta paradójicamente fiel a la razón y al Derecho que lo han condenado (a la imagen pública del Derecho y la ley, que él asume, en su inocencia, como algo puro y verdadero lleno de buenas intenciones y legítimo). Ha borrado o filtrado su injusticia de origen, asumiendo su superficie y las justificaciones morales en que se basa. Pero de hecho toda esa máscara de razón y fama, que cruelmente va a continuar destruyendo incluso la memoria de la víctima inocente, está precisamente para esto, para que, y señalo la teoría extrema de Melville, para que los malos y el mal la utilicen a su favor. El mal, como tanto señalara el Jesús de los Evangelios, es profundamente hipócrita. Por eso, aun siendo también originario y existencial, sin más determinaciones racionales o metafísicas, el mal se liga mejor con la moral y el dar razones. El mal sí es capaz de razonar diabólicamente, de tejer sus estrategias frente al desamparo del bueno y teñir de razón sus máscaras. De nuevo simbolizado por la imagen bíblica de Satanás, como gran razonador.
Desde luego, la idea del Derecho y la razón de la gran Arendt no es esta razón de quien malignamente hila los guiones para sí, lo que la Escuela de Fráncfort en los autores de su primera generación vincularían con un uso estratégico (y técnico) de la tarea (y obligación) de pensar. Por eso, la razón del malo es razón a medias, razón desligada de la verdadera moral (que se identifica en la Biblia con Jesucristo, que en el cuarto evangelio exclama: "Yo soy la razón, la verdad y el camino") y del mayor alcance del pensamiento filosófico. La razón que el suboficial encarna es un mero instrumento y agua en que lavar su imagen. No tiene tampoco una explicación y es original en cuanto basamento donde se sitúa la existencia y el modo maligno de ser. El combustible que su odio gratuito le proporciona, le anima a vincularse con “falsas” razones que seducen y engañan a los demás. Por eso, en la historia y la memoria humana, en sus ejemplos y figuras más prestigiosas, el mundo parece ser de los malos, que siempre vencen. Quizás Melville crea que el hombre solo puede salvarse de esto teológicamente, es decir, con la razón teñida por el bien, por una aspiración básica y previa, por una apuesta sin más a favor de la inocencia de la que brotan las cosas. Porque el malo llega a torcer diabólicamente la imagen del bueno, de manera que convierte en maldad y defectos lo que precisamente hace bueno al bueno.
Todo lo que he leído de Melville parece ostentar esta temática de fondo. Diría que, por ejemplo, Moby Dick en gran parte la alude y hasta cierto punto la desarrolla. Sus enigmáticos relatos de Bartleby o Benito Cereno también la invocan del modo que puede invocarse, en su radicalidad, el bien y el mal, es decir, antes teológica y bíblicamente que jurídica y filosóficamente. Porque el carácter de lo moral es radical y no racional. Al menos esta es la idea que Melville, hondamente religioso, expresa. Quede aquí sin responder la pregunta subsiguiente que esto nos plantearía y que se formularía de esta manera: ¿Por qué los estadounidenses han considerado a Moby Dick una suerte de novela fundacional de su gran literatura, que en la universidad se estudia como tal? ¿Qué tiene que ver con el modo de ser en la modenidad? ¿Y, en cuanto mito, con el liberalismo? ¿Hay una ingenuidad en la pretensión de la razón, el diálogo democrático y el Derecho? ¿Propone Melville, en relación con esta problemática, una cuestionable vuelta a la religión o incluso al mito? Dejémoslo ahí, tan solo sugerido.
Marcos Santos
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Educación y filosofía
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La religión pitagórica.
La admiración ante el carácter sobrecogedor del universo, que promueve el conocimiento pero también nos deslumbra, el asombro ante lo que en un baño de luz a la vez nos salva que nos devuelve a la pura nada, es constitutiva de quien transita el orden. Todo puede ser sacralizado por lo que es, pero también por lo que de un modo oculto y misterioso parece albergar. Es esta devoción la que, por mucho que no lo parezca en una primera aproximación a la ciencia, constituye el requisito indispensable para que ella sea. Esta obsesión por los seductores enigmas que en una cansina sucesión de horizontes van desplegándose ha de arrebatar necesariamente al científico. O, como señalábamos en una entrada anterior, es la condición de la cientificidad que hace al buen científico, el que es capaz de, contra viento y marea, adorar el trabajo que le consume. No podemos escindir la ciencia de la evidencia de que investigar es postrarse ante un invisible abismo, como lo hace el devoto en su oración, acaso ensalzando bellas geometrías que hasta el vértigo se multiplican y bifurcan como en el bosque de sobrios arcos y columnas de la Mezquita de Córdoba o en la filigranas de yeso que se prolongan en los muros de la Alhambra. Un despliegue de teorías y hechos que parecen apuntar a una clave divina y secreta. Un cántico cósmico como el extenso y bello poema de larguísimos versículos que Ernesto Cardenal ha trazado para expresar la magnífica religación del universo.
Es la naturaleza matemática del mundo la que se extiende en su agotador despliegue empírico. Una clave que, como las claves secretas de la vida en el genoma o las proteínas, no podría haber sido de otro modo. Lo que interesa es que su aplicación cuando tratamos de leer el mundo científicamente, o sencillamente cuando queremos leer el mundo, considera a este como lo consideran las distintas religiones del Libro, como un libro (abierto antes los ojos del cálculo y el álgebra, decía Galileo). Una devoción que seguirá siendo posible mientras se halle irradiante el mundo que sucede tan distante de uno como inquietantemente dentro. Por eso no importó la prohibición del inquisidor y según la leyenda lo murmuró Galileo entre dientes cuando hubo de asumir su obligado silencio, pero exclamó para sí y para todos que en la “nueva” religión no importaba afirmar o no ante los hombres que la Tierra fuera el centro del universo, porque ella seguiría moviéndose ignorante de los hombres, surcando el vacío, el frío y el silencio inhóspitos del cosmos. El hombre para la ciencia es menos que el glorioso universo y, por fortuna, ahí fuera hay otras cosas que muda y regiamente suceden para nadie.
Asido pues a la nueva religión matemática, el hombre puede venerar de otro modo el mundo, lo que no deja de ser veneración, pero al estilo pitagórico, la que se topa con ese alma del número que nos compone. Sin este componente no hay, no puede haber, ciencia; es decir, sin el impulso mítico hacia un puro admirarse de la naturaleza que halla números como antes buscó dioses, la búsqueda del alma que se despliega con monotonía en las brillantes geometrías del cristal o del carbono que se sublima en el diamante. Un mundo que se siente fuera de uno y aparte, aunque nos constituya. Este canto mustio y exultante es, en cierta medida, la Modernidad, la religión de empiristas y racionalistas, de la inducción y la deducción. Un canto cósmico que lo es hacia un mundo que por fortuna nos supera y desborda, al que queremos atrapar como a un inagotable océano. Por mucho que lo estudiemos, nunca vamos a dejar de venerarlo con la más antigua y humana de las devociones, con el carburante del mito tiñendo sus heladas facetas. Una bella frialdad la del vacío inmenso que tratamos de describir. Un raro equilibrio que tratamos de crear ante lo lejano y platónicamente perfecto de las últimas regiones del universo y la incendiaria máquina de sacralizar que somos.
Quedan, pues, la ciencia y los libros, como si orásemos en un solitario templo de piedra, como si dialogáramos con la más inverosímil, majestuosa y arriesgada de las hipótesis, la de que existe, que hay, un centro con un Minotauro postulado por el breve trasiego del hombre en su biblioteca, vagando en el laberinto del universo.
La ciencia, pues, es la más refinada e irónica de las artes, la más excelsa, la que indaga en la eternidad donde somos y nos disolvemos.
Marcos Santos Gómez
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Educación y filosofía
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El inquietante relato de los hechos. Esbozo para una somera descripción del pensamiento revolucionario.
Marcos Santos Gómez
Hay varios hechos recientes que me han producido la extraña necesidad de entenderlos. Como si ciertas noticias removieran la inteligencia y la memoria mucho más que lo suelen hacer habitualmente los acontecimientos en su forma noticiable en las redes sociales o en la decadente televisión de toda la vida. Uno, para empezar, ha sido la controvertida decisión que se ha querido comprender como privada de Pablo Iglesias e Irene Montero de hipotecarse (y digo bien: “hipotecarse”) para desarrollar su “privacidad” en un chalet con piscina, en el campo, acompañados de buenos vecinos y relativas comodidades, sin demasiados problemas sociales que sufrir directamente y un ambiente sano para sus futuros hijos, cuya educación demanda, dicen, esas condiciones sociales excelentes a su alrededor, que por supuesto desean para todo el mundo y de hecho lucharán, insisten, para que así sea.
Esto contrasta con lo que comenté, antes de saberse esta noticia, acerca de la vida de García Rúa, histórico pensador y militante anarquista perteneciente a la ya longeva tradición ácrata del sindicalismo español, en un barrio obrero de extrarradio, en un piso de un horrendo edificio clónico y lejos de las bondades del centro y otras zonas menos humildes. Sin piscina, con vecinos llenos de problemas, parados, buscavidas, modestas “clases medias” e incluso con la marginación más extrema muy cerca. Pisos llenos de ruidos y con una estética en el vecindario lejos del buen gusto del centro urbano o las hermosas zonas residenciales con piscina y jardines donde sembrar el mundo futuro. Algo habitual y nada raro para muchos que viven de esta manera, en este tipo de pisos, y me refiero a las “clases medias”. Pero situarse en una zona deprimida, donde apenas llegan ni los autobuses, donde se invierte menos, donde hay más inseguridad, no es, en efecto, agradable. El caso es que esta realidad marginal y obrera, bien estudiada y conocida por la sociología, es lo que, cuando se deja de ser sociólogo o político, se elude, como si se quisiera no estar donde están los que uno “defiende” como voz, líder o representante político. Uno quiere lo mejor y resulta que lo mejor es no ser como tus votantes. Algo llamativo en la mencionada pareja de líderes políticos, pues además no es el caso de Rúa el único que conozco de personas muy involucradas con la política o el sindicalismo que tomaron la decisión expresa de que sus hijos vivieran y se educaran en barrios obreros. La cuestión es si uno debe estar en el lugar de sus preocupaciones (políticas) o puede adoptar la postura, sin contradicción, de distanciarse simbólicamente y fraternalmente, diría incluso, del lugar social de tus preocupaciones. De todos modos, no se pide hundirse en el horror de una barriada de chabolas, solamente vivir como la grandísima mayoría de los españoles, es decir, como obreros. Esto lo tuvo muy claro, por ejemplo, Simone Weil, que dejó su puesto de funcionaria para ir a trabajar miserablemente en una fábrica que acabó mermándole la salud. Quizás algo heroico y extremo que no se debe pedir a todo el mundo, pero no acepto que por eso se tache a esta pensadora de loca, extravagante, etc. Aceptemos, desde la comodidad de nuestras butacas, que ella tiene razón y nosotros no.
Además, me ronda desde hace tiempo, la famosa frase del Pablo Iglesias de hace ya años: “vamos a tomar el cielo por asalto”, llena del fuego de la santidad. Una frase bella, pero temible para muchos, que creó lógicamente su eco de críticas, porque, de hecho, es una frase que solo puede entenderse dentro de un pensamiento revolucionario. Y sobre la revolución hay mucho que decir y muchos miedos que quitar. Ser revolucionario, se sabe, es incómodo, peligroso, perturbador y hace que uno pueda precipitarse en la incomprensión e incluso la persecución. Generalmente es difícil que nadie quiera cambiar la comodidad de un mundo conocido, aunque malo y dañino, por un salto en el vacío. Por eso, afirmar esta frase cuyo hondo sentido muchos no entienden, sacando a relucir no sé qué de guillotinas y violencias, fue valiente. El problema es que, voy a tratar de justificar, esta atrevida idea no casa con ese modo “privado” de vida en el que uno educa a sus hijos lejos de la pobreza que uno pretende erradicar. ¿Es, pues, necesario, ser uno de ellos, de los pobres, para ser su voz y representación en la política?
Del 15 M me quedó además un triste recuerdo en particular. A decir verdad, el único recuerdo triste de todo aquello. Y es, sin entrar en detalles, la utilización de lo empírico, por parte de algunos sociólogos que trataron de describirlo y entenderlo in situ, para hacer obvia una cosa que es obvia, antes y después de cualquier observación concreta de lo que sucede en una asamblea: que como sociedad, como comunidad, portamos lastres, que nos cuesta organizarnos, que hay dominio y sumisión, que hay quien emplea discursos demagógicos, tácticas incluso de manipulación de quienes deciden qué votar, seductores de la masa, y que en nosotros habla el mismo mundo que combatimos, porque el mundo social es complejo, poliédrico, contradictorio, dialéctico… y vive encarnado en habitus, capitales e inercias de todo tipo. Es lógico. Estábamos en el temible ámbito de lo nuevo, de lo que emerge dolorosa y costosamente, de una libertad que nadie ha aprendido. Así que dichas constataciones empíricas, observaciones y bien trabados artículos no decían nada ni nuevo ni relevante al señalar los modos en que la desesperación y la miseria de nuestro mundo intenta expresarse. Antes bien, su propósito era mezquino: moralizar, sermonear.
Lo que ocurre es que a estos sesgos sociales y educativos de los miembros de las asambleas, se le quiso poner, por parte, ya digo, de ciertos científicos sociales, un contrapeso formal, es decir, político. El ámbito de la política se creyó capaz de contrarrestar el mundo molecular e inasible del pueblo. Es decir, tales observaciones, acaso interesadas, justificaron, para algunos, la necesidad de mantener aquello que justamente se estaba no tanto cuestionando, sino intentando pensar. Al final, todo aquel cúmulo de ciencia social y observaciones devino en que había que dejar a la estructura, con sus partidos clásicos tal como estaba, por formar parte de un cierto orden y razón de las cosas. El orden de la regulación que vivimos como democracia se establecía capaz de curar y contrarrestar, contra la evidencia de la corrupción, por decir algo, el turbulento océano de lo social.
Digo todo esto porque detalles tan inocentes en apariencia como son el que uno viva o deje de vivir en un barrio determinado, en un piso de extrarradio o en un chalet, esconden una polémica teórica, pero muy práctica, entre la perspectiva reformista y la revolucionaria en la política. Mi hipótesis consiste en que la pareja de líderes del partido Podemos han escogido, según manifiesta esta elección que prolonga el invento de una privacidad impermeable, a espaldas de lo público en definitiva, actuar en flagrante contradicción con un impulso inicial revolucionario que por este mismo signo, ya están proclamando que han abandonado. A su favor tienen que en esta contradicción vivimos la mayoría, por supuesto. Su posición es una decisión y afirmación viva, de hecho, que entiende que el mal puede arreglarse desde sí, y que todos podrían, en lo que yo personalmente creo un sofisma y un imposible, vivir como ellos dentro de las reglas del actual sistema económico y político. Están afirmando tácitamente que la estructura, como lo nombraba Rúa, es buena.
Y todo esto se mezcla no ya en mi cansada cabeza, sino en mi permeable espíritu, con dos perturbadoras lecturas. Vuelvo a leer historiografía y vuelvo, como nunca, a mi querido Rousseau. Respecto a la historia, ando leyendo el libro Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871, de John Merriman, ed. Siglo XXI. Busco seguir esclareciendo, si es posible, el hondo nervio que explica el fenómeno (o acontecimiento) revolucionario, aunque pretender saber lo que verdaderamente pasó en aquel lugar y momento es, por naturaleza, imposible.
Y por si fuéramos pocos, parió la abuela. Es decir, que me encuentro unos Diálogos de Rousseau, publicados por Pretextos y prologados, en su edición original, por Foucault. En ellos Rousseau, al final de su vida, halla lo imposible de precisamente narrar la historia, la historia de uno mismo, que es historia, al fin y al cabo, y que por tanto no resiste a cualquier intento extravagante o sarcástico de mostrar la naturaleza estética del propio relato. Así, Rousseau al toparse consigo mismo, en esos raros diálogos publicados póstumamente, se topa con esa nadería que somos, en palabras de Borges, esa falacia que es la identidad que no aguanta el embate de sus propios “datos”. Se acribilla, literalmente, a sí mismo, en un texto rarísimo, extrañísimo, donde Rousseau es, como aquel endemoniado de los evangelios, multitudes. Al tratar de encontrarse o de releer a San Agustín, va y precede en siglos a Foucault. Pero es que, también aquí arrojo otra hipótesis, precisamente es todo ello, este valiente movimiento en torno a su propia nada, lo que lo convierte en cabalmente revolucionario, llegando mucho más lejos que Voltaire, por ejemplo, en su rebeldía.
Hay algo inquietante en la puntillosa descripción que despliega datos, hechos (que son comportamientos entendidos como datos) por parte de la historiografía. Algo inquietante y divertido. Una ironía compartida por la mayor parte de las ciencias sociales. Porque me da la impresión de que cuanto más objetivo se pretende, el historiador más disuelve el propio objeto de estudio, disolución que afecta incluso a los propios datos y hechos en cuanto tales. Yo, en el otro extremo, he llegado a leer historia como si fuera una novela, algo no muy lejano de la ficción. He tenido que elegir entre un turbulento mar de datos o eso. Y he preferido engañarme.
Pero es que el relato objetivo de la historia nunca deja de ser relato y, por tanto, mirada particular y orden (estético) que narra los hechos. O si nos quedamos con la profusión de observaciones y datos empíricos de una tesis doctoral en historia, por ejemplo, dejamos de ver la realidad como, por lo menos, la vemos cuando estamos inmersos en ese mar de datos que dicen que somos. Por ejemplo, como he señalado, actualmente estoy inmerso en la lectura de una monografía sobre la revolución de la Comuna de París en 1871 y a ratos, por muy terrible, real y serio que sea todo lo que cuenta el libro, me parece que leo una novela. Es lo que tienen los datos. Que no podemos mirarlos sin relatos de por medio. La Historia nunca va a dejar de ser un cúmulo de historias y el arte del historiador el de un novelista que no supiera que lo es y que pretendiera invocar en la realidad sus propios argumentos y tramas. Dar vida, a golpe de dato, a sus criaturas. Así que muchas veces, el recurso al dato, curiosamente, acaba terminando en la condición ficcional de lo humano y de la historia. A todo dato o, aún peor, “hecho”, en su lectura, acompaña una tensión extrínseca que lo conecta con las ideas del historiador que desde ellas ve unos pero no ve otros hechos, y de los que ve, les pone la forma y les insufla la mecánica vida y movimiento de un autómata. Como si les diera cuerda.
La objetividad resulta imposible en la historia, en la complejísima amalgama de acciones personales, institucionales y colectivas, guerreras, artísticas, políticas, pacíficas, culturales, económicas que constituye el relato que cuenta un momento y espacio de lo humano. Lo reconocía también Rúa en el escrito que comentamos días atrás, señalando esta tendencia de lo real histórico a deshilvanarse hacia lo incomprensible o, peor aún, ocultar sesgos en su relato, todo lo cual hacía necesaria una segunda mirada no del dato, aunque se conecte con ello, sino de lo más especulativo. Esta es la ironía de la objetividad, que a fuer de perseguirla (y yo me cuento entre sus devotos veneradores cuando hago de profesor universitario) se disuelve a sí misma.
Aunque late siempre, huidiza y fugaz, una cierta sombra de verdad en todo el proceso deconstructivo del revolucionario. Esto puede compararse y matizarse en relación con las recientes filosofías de la deconstrucción, es decir, si prevalece solo una estructura donde estamos inmersos mundo y “sujeto”, que crea los paisajes de la verdad y de la que solo puede huirse suplantándola por otra posición o estructura. Este exceso, mucho más allá del perspectivismo, considera toda verdad (en la historia) una construcción. Así visto, la historiografía al uso se cimentaría en un puro fantasma. Pasando de una a otra jugada, barajando las cartas infatigablemente, sin hallar nada más, nada definitivo en ninguna de sus disposiciones para jugar cada juego. Por esto mismo Foucault no es un historiador, porque aunque se apoya en lo empírico, lo usa desde aproximaciones siempre nuevas, lo tuerce, lo retuerce, lo aniquila, lo presiona, disolviendo tanto la verdad del historiador convencional como la propia verdad del dato, del dato historiográfico, de los demás y el suyo mismo, en una autodisolución que fascina.
Así, un uso a la larga irónico de lo empírico, como el de Foucault, produce una superposición de imágenes, de paisajes, de sombras, de perfiles, de los cuales nada más puede decirse que son formas, formas de algo que arranca de la vida y que sustenta la acción humana, que coincide, según el francés, con el poder. Sólo cabe una gestión del mismo, una precaria captación de cómo sucede. Todo parece desde esta concepción deconstructiva (no revolucionaria) una continua e inagotable transformación y acumulación de más y más maneras de ser y hacerse lo “humano”, y de decirse, y, en suma, de negarse.
Desde luego los atinados estudios de Foucault hallaron importantes “claves” para, desde un punto de vista práctico, liberarnos de ciertas trampas o figuras del poder, que nunca es poder, sino micropoderes, en una estructura antes reticular que monolítica o piramidal como ocurre cuando se funden todos esos micropoderes, toda esa acción e influencias mutuas en el gran aparato del Estado. Una forma de abordar todo ello sana, saludable, como si el pensamiento consistiera en acumular las bocanadas de aire fresco que nos liberen de antiguos venenos que aunque muy viejos y compartidos no dejan de ser venenos. Pero después, no hay mucho más que hacer. Se oscila, se disuelve lo social, ácidamente, y a menudo según métodos empíricos, como hacían los susodichos sociólogos con las asambleas del 15 M. Pero a la hora de la verdad, la política acaba racionalizando todo ello y erigiendo sistemas formales que por muy originales que sean, vuelven a desembocar en el fantasma de un pensamiento político universal, compartible, organizador, que decida las figuras que van a gobernar el mundo social.
Para quien se sale de todo esto, en la imposible medida de lo posible, la historia recupera su espontaneidad, su libertad, inabarcables en última instancia por las teorías de la historia o sociales. Pero, de un modo soterrado, hay verdad y verdades. En este sentido una posición revolucionaria no llega lo lejos que llega, en su ataque a la razón tradicional e ilustrada, Foucault, porque debe mantener, por muy inefable, lejano, ficticio y sombrío que sea, un cierto horizonte, un sentido que aunque se niegue a la historia en su globalidad, hay que postularlo para lo ético y lo social. Un orden en el cual apoyar lo político y sin que lo político lo suplante. Una razón socrática, que no sofística, podemos decir simplificando un poco las cosas. O, una vez más, recordar lo que en esto tuvo que decir el pensamiento ardientemente revolucionario de Rousseau. Digámoslo de otro modo: en la política al uso hay una falta de concordancia entre lo social y lo político, que como dos esferas, existen impermeables y arrancadas la una de la otra. La política actual no introduce la razón en que ella misma se funda en el todo social, ni la sociedad puede hallar su espejo y cabal representación en la esfera política. Lo que pretende el pensamiento revolucionario es vincular una y otra, para que cuando se hable de libertad, justicia y derecho a la vivienda, esta libertad y derechos se den realmente en la sociedad y bajen del etéreo cielo de los ideales perdidos. La política no está para corregir las zonas muertas u oscuras de la sociedad, si la sociedad no se ha fundado previamente en un pacto, en un orden, en una razón espontánea, es decir, desde sí misma. Es lo que diferencia al revolucionario del socialdemócrata.
Hay que presuponer ciertas cosas, como la obvia evidencia del daño, que sugiere, aunque sea negativamente, un positivo. Ese inefable y jamás visto positivo es la verdad. Con lo que estamos en el campo de una teología negativa. Esto es lo que encontramos en Benjamin. Una verdad conmovedora y horrible que de algún modo, explica o interpreta la historia, pero a contrapelo. La constante presencia de un mal irreductible a otros males, ni a interpretación, ni a juego de ficciones. Un mal inapresable por la razón de la historiografía convencional que ha de acudir a estilos forzados, rupturistas, fragmentarios, doloridos, sombríos, para contar balbuceando la historia. Pero acaso un mal que tampoco acaba de asir y entender el pensamiento denominado “postmoderno”. Estamos describiendo otro de los rasgos propios del pensamiento revolucionario, cuya clave nos da, en esta ocasión, el último Benjamin. Algo que pudo captar en su voluntario exilio de la riqueza familiar heredada, en su incertidumbre económica, sus huidas, la persecución, la incomodidad y los retazos que en una poliédrica unidad constituyeron su vida.
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Educación y filosofía
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Walter Benjamin, escritor revolucionario. Lectura de Susan Buck-Morss.
Marcos Santos Gómez
Seguimos tratando de comprender en qué consisten exactamente una filosofía y una pedagogía revolucionarias. Para ello nos centramos ahora en el a menudo críptico y difícil pensamiento de Walter Benjamin, tal como lo fue desarrollando en sus obras postreras, con especial atención al voluminoso y desconcertante Libro de los Pasajes. Como es sabido este consta fundamentalmente, en un setenta u ochenta por cierto, de citas extraídas de las más variopintas fuentes de mediados del siglo XIX, cuando el esplendor del mundo burgués y su cultura en el París que abrió sus “pasajes” era aún incipiente en algunos de sus desarrollos culturales, aunque era ya dueño definitivo de la civilización. Es decir, Benjamin se fijó en un momento concreto de la historia de París que expresaba el ascendente predominio de una cultura y civilización burguesas, que daba las pistas de lo ya que estaba instalado en la sociedad o todavía en parte quedaba por venir. Podemos entender que el final de todo aquello sería el tiempo quietoque vivimos, en el que ya no avanza la historia, salvo la tecnología que crea en su avance la ilusión de movimiento, de cambio de aquello que en realidad permanece siempre igual. La crítica histórica de Benjamin compondría una de las variantes de la denuncia de un horror tecnológico que distintas perspectivas filosóficas del siglo XX han emprendido, el terror de una idea de progreso que parece cubrir con oropeles el espanto que sucede a su paso. Se trata del tiempo muerto, como es evidente, de la actual sociedad de consumo, en el que todo cambia para permanecer igual.
Pero vayamos por partes, procurando un imposible afán de sistematizar lo que Benjamin entendió que solo puede decirse fragmentariamente.
En París se dieron a lo largo del siglo XIX varias revoluciones importantes (1830, 1848 y 1871) y era el prototipo de la ciudad y la cultura burguesas. Ese momento, hacia mediados de siglo, anterior a la Comuna de 1871 y correspondiendo con el Segundo Imperio de Napoleón III y las reformas urbanas de Haussman, inventó lo que hoy sería para nosotros los centros comerciales o los parques temáticos. Entonces, como hoy la idea del centro comercial, el invento (nacido realmente en la década de los años 20 del siglo XIX aunque su esplendor llegaría, como hemos dicho, hacia la mitad del siglo) consistió en la construcción de espacios urbanos que proporcionaban una suerte de sedación narcotizante mediante la sobreestimulación de los sentidos, en los que se vendía de todo masivamente. Con la saturación sensorial procedente del mundo de las mercancías, lo estético conducía a lo anestésico, en palabras de Buck-Mors, lo que dicho de otro modo encarna una paradoja curiosa: la misma estructura social que impedía la satisfacción de una vida lograda, es decir, la que despojaba y despoja a los hombres de la oportunidad de realizarse, administraba, como si fuera una droga, más de sí misma, apoyándose en los sentidos pero para crear una irrealidad con visos de doble realidad. Es decir, los sentidos, instrumento de la captación sensible del mundo y base, por tanto, del realismo, eran la vía de entrada de un descomunal espejismo que acompañaría a nuestra percepción del mundo hasta los días actuales. Paradójicamente, un mundo añadido, sombra y reflejo del mundo real, asumiría mayor consistencia ontológica para los hombres. Un ficticio mundo de placer que como una ensoñación constituiría las veces del mundo por el que las personas ayer y hoy paseamos. Un mundo doble cuya verdad se basa en el engañoso placer capaz de proporcionar y en la construcción a partir de esta seductora y apetecible red de estímulos de una ingente y colectiva falsa conciencia. Falsa conciencia porque torna real lo que es de origen irreal, es decir, la sombra o el espejismo por el modelo, y porque produce también la ilusión de realización mediante aquello que, justamente, nos priva de una realización auténtica.
Los pasajes parisinos, de los que hoy no queda ni rastro (aunque recuerdo haber visitado algunas galerías de ese tipo en la ciudad de Milán, como lugar comercial y turístico), eran calles en las que lo privado se hacía público, pues ellas mismas eran calles de libre circulación peatonal (no entraban los carruajes) a las que se había cubierto con cristaleras y soportes de hierro proporcionando una sensación de interior e intimidad. En ellas paseaban tanto burgueses como vagabundos, prostitutas y maleantes, en un ritual voyeur de contemplación de cuantos objetos se exponían en tiendecitas, superpuestos, ajenos ya prácticamente a toda función que no fuera su estatuto decorativo, su existencia destinada a ser mirados e imaginados adornando el propio hogar. Allí el tiempo quedaba en suspenso, como reflejó la moda de sacar a pasear grandes tortugas (lo que en el centro de las ciudades actuales tomadas por la prisa y los automóviles, sería imposible). Eran estas galerías callejeras además una suerte de personificación de cómo lo estructural, lo público, lo que se da en las relaciones entre los seres humanos, se introducía en un mundo privado de sensaciones amenas y se transmutaba en ello. La estructura se internalizaba y subjetivaba.
Benjamin se fija especialmente en las personas que llama flaneurs, que eran quienes, como los mendigos o vagabundos, pasaban allí sus días intentando trapichear o simplemente caminando sin rumbo, sin tiempo, en una rutina de contemplación puramente ociosa. De algún modo Benjamin pensaba que allí el mundo capitalista se contemplaba a sí mismo, en el apogeo de la ensoñación que le es propia, pero al mismo tiempo las mercancías, captando la atención como fetiches, idealizadas, erotizadas (se daba una intensificación de las sensaciones, una saturación de los sentidos, como por ejemplo las impresionantes perfumerías allí presentes, los buenos restaurantes que ya estaban de moda, la ingente oferta de placeres sexuales que vendían los numerosos prostíbulos o las eternas ristras de telas y sedas de infinidad de texturas que podían tocarse infinitamente), más allá del mero valor de uso y adquiriendo por tanto nuevos precios basados en el puro valor de cambio, sugerían, en lecturas a menudo inconscientes, el carácter de ensoñación de todo aquello.
Quizás uno era atrapado en aquel juego, pero al mismo tiempo se ofrecía la posibilidad en ciertas circunstancias de vivirlo conscientemente. Uno podía darse cuenta de que lo expuesto tenía una utilidad de la cual se había despojado. Y quienes antes percibían esto, el dinamismo del llamado por Marx “fetichismo de la mercancía” por el que las mercancías nublan y ocultan con su glamour lo que verdaderamente hay tras ellas, es decir, el mundo del trabajo y la producción o incluso su simple utilidad directa, eran los vagos, los ociosos, los vagabundos, los pobres, las “busconas”, que desde su desafiante ocio vital, fuera del horrible mundo de la esclavitud laboral y por tanto como seres marginalmente críticos, percibían mejor el carácter de fantasmagoría de todo aquello. Ellos flotaban, literalmente, en el sueño colectivo, como sonámbulos. Seres que no querían ni podían comprar, fuera de los circuitos de la economía, que, contra la idea de Marx respecto al lumpen (proletarios fuera de la cadena laboral, como excrecencias o sobrantes sociales sin función ni visión ninguna que, según Marx, no podían encabezar ninguna transformación revolucionaria), para Benjamin eran la clave, justamente por su libertad en relación al mundo del trabajo.
Quizás Benjamin mantuvo esa especie de simpatía por los más excluidos entre los excluidos, por los seres totalmente marginales y los desechos sociales que ni siquiera se integraban como eslabones de la cadena de la producción capitalista. Irónicamente, me atrevería a decir que su estatuto era, y es acaso hoy, el de una aristocracia invertida, ociosa y con la posibilidad de desarrollar valores y perspectivas que quienes vivimos dentro del sistema, no tenemos. Saben del horror, lo padecen cruelmente y son por él desfigurados, por supuesto, pero pueden mirarlo desde fuera, cosa que la mayoría no podemos hacer, aunque de una manera intuitiva, como si presintieran la trampa. Acaso un raro y odioso privilegio, encarnado en la más pura y rabiosa negatividad del punky actual. En este mundo al revés, como señala la verdad bíblica y cristiana, los últimos son los primeros. Y la conciencia, en su trabajosa constitución, emerge incipiente y dudosa antes en ellos que en nosotros, por eso mismo, por ser quienes están fuera de la oleada consumista que nos mantiene atrapados material e ideológicamente al resto.
Como por arte de magia aparecía en las mercancías expuestas de los pasajes un valor simbólico, ideal, que no era el que correspondía a su uso. Es decir, en aquellos pasajes el burgués y el obrero entraban, literalmente, en una misma ensoñación que constituía el sumun de la cultura capitalista-burguesa. Recordemos que los sueños tienen para Benjamin una doble característica, de expresión de deseos frustrados o de sufrimiento y pesadilla por el malestar sufrido en el mundo capitalista. La primera y más obvia es aquella expresada por gran parte de la literatura burguesa a partir del Renacimiento, desde las utopías como género literario, por la que el mundo tendría un carácter sublime, pero ficticio, en el que lo más real sería lo que habita entre las ideas, en el mullido confort de la cultura, que va superponiéndose a las relaciones reales, materiales, entre los hombres. Hay una especie de segundo mundo superpuesto, edulcorado, en el que se viven sueños que el mundo burgués no puede lograr. Es decir, lo propio de la burguesía es soñar aquello que sabe, inconscientemente, que no puede ser invocado en la realidad y que por tanto jamás va a obtener. Quizás algo semejante a lo que veíamos en entradas anteriores que García Rúa achacaba a la literatura utópica del Renacimiento, es decir, el constituir una fábrica de sueños (curiosamente así se ha llamado algunas décadas más tarde al cine) que no afectan al mundo real, porque se parte de un hondo desdoblamiento fundamental entre los hechos y la historia, por un lado, y los ideales y los sueños. Algo así como el monstruo de unos ideales, que por cierto yo tanto he elogiado como horizontes para la educación, pero unos ideales que no tocan en este caso, ni afectan, a la realidad, porque no están conectados con lo que en ella puede hacerla cambiar. Estos planos ideales no incluyen lo que básicamente produce la necesidad de trazar dichos sueños e ideales, es decir, su causa, su origen social y estructural. Les falta su materia y se han estrechado a un nivel formal.
Así el misticismo y la presencia de una cultura vaporosa, sin pies en la realidad pero gratificante, donde el burgués y el obrero pueden consolarse de su miseria “juntos”, impregna nuestro mundo. Algo que, miedo nos da, parece también representar a la escuela y al mismísimo ideal de la escolarización. Una suerte de amalgama social que es homogeneizada desde un loable afán de justicia y libertad, pero que, como señalan los estudios de Bourdieu, no afecta en absoluto a la realidad dividida que existe fuera de sus muros, con sus juegos de intereses. Aun más, supone una ilusión que refuerza el carácter escindido de la sociedad humana, que incluso lo fabrica cubriéndolo con un neutro velo de equidad y justicia social.
Según la teoría del fetichismo de la mercancía que explicara Marx, vivimos en ese sueño por el que las cosas valen a partir de fenómenos sociales de explotación o especulación que escapan a su valor real, a lo que él llamó, en El capital por ejemplo, “valor de uso”. Contra lo que también hoy se nos hace creer, que las mercancías valen realmente el precio estipulado, basado, supuestamente en su utilidad y el trabajo empleado en hacerlas, su mera presencia y su precio ostentan sin embargo la condición de fantasmagoría, es decir, se basan en una mistificación por el que la mercancía se tiñe de simbolismo, erotismo y virtudes que son las que de verdad están detrás del atractivo que ejercen para nosotros. Nos atraen sin saber siquiera qué nos traemos entre manos, como ocurre con los narcóticos o el opio. Repito, apelo a la fascinación universal por los grandes y suntuosos centros comerciales cuyos clientes en su mayoría son hoy pequeños empresarios a un paso de la pobreza, asalariados y obreros. Así que, incluso el precio de la mercancía en el centro comercial (hoy para nosotros) oculta lo que la mercancía es, de verdad, es decir, su auténtico coste en dolor y sufrimiento, subsistiendo invisible en ella el mundo de opresión y relaciones humanas de dominación y explotación. Pero se da la circunstancia de que es en este mundo evitado y reprimido que nadie procura mirar donde realmente ocurre la historia y es el lugar donde la conciencia crítica imbuida y dinamizada por el sufrimiento es capaz de adivinar la “verdad”.
Un mundo que se ha desdoblado en un bello espejismo que constituye el ámbito de lo superestructural, es decir, la cultura. Las relaciones humanas impregnan la cultura, pero a menudo como negativos que dan la vuelta a las cosas, tornando bueno lo originariamente malo. Así, aunque parezca lo contrario, también en la dimensión cultural se nos priva de una vivencia que corresponda claramente con el modo de relaciones y el modo de vida al que se nos aboca. Si vivimos en y por ella, vivimos en la pura ilusión, en un ámbito fantasmal.
La realidad de tanta fantasmagoría es, en última instancia, la dominación, un modo de dominación social definido, que llega a constituir la verdad de las cosas, y que entre otros efectos ostenta el privarnos del carácter de libre acontecimiento de la existencia humana. Esta es restringida, puesta entre moldes y forzada a detenerse, a ser de un modo particular. Estamos lejos, claro, de concepciones que a fuer de comprender el poder, en cierto modo, lo naturalizan (aunque decir esto suene a barbaridad y sacrilegio, el aludir a lo natural entre quienes lo disuelven deconstructivamente); es decir, concepciones que convierten al poder en un fenómeno generalizado que la vida del hombre siempre va a padecer, ora para mal, ora para bien y que es cuestión de cómo se gestione en el microcosmos de las relaciones humanas y sociales, o en el macrocosmos de la razón política. Acaso también disuelvan estas ideas fuertes y monolíticas del poder, llenándola de matices, rasgos y circunstancias. Desde luego, estas corrientes filosóficas cercanas al postestructuralismo pueden acusar a la idea anarquista acerca del poder de ser la propia de actuales sectas gnósticas que no acaban de comprender y reconciliarse con la realidad humana, con lo fáctico, con lo que las cosas son. Y el anarquismo en su vertiente práctica, sobre todo, no puede aceptar bondad en poder alguno, en toda sus manifestaciones fenoménicas o incluso ontológicas. El poder es, como la estructura del Estado, un añadido que tapa la espontaneidad humana, la cual se opone, por tanto, a cualquier forma de dominación. Una especie de cobertura artificial que el hombre ha creado, sin estar determinado a ello. En fin, aludo a todo esto de un modo somero y rápido sin entrar por ahora en matices.
El materialismo de Benjamin parece suponer que el vínculo con el ser del concreto ser humano, entendido como “modo de ser” o “existencia”, se realizaría desde una perspectiva que está teñida de capitalismo. Su “definición” (o "humanización" en el término habitual de la pedagogía) se realiza en la historia que en la medida que se cosifica, cosifica al existente. Una invasión entificadora de lo ontológico, podemos adivinar titubeantes, que encorsetando y determinando a la historia, encorseta y cristaliza al hombre concreto. Una invasión en la que entran en juego factores como la tecnología (por ejemplo hoy asistimos a una redefinición del hombre, de lo humano, traída por internet, que implica un nuevo modo de ser aquello que llamemos “lo humano”). Este es, precisamente, el lado espantoso del mundo capitalista, la profundísima coacción a la libertad para que el hombre se autodefina entre lo espontáneo individual y colectivo.
Si trasladamos todo esto a la escuela, según Benjamin esta sería un entramado de ideales que ni se realizan ni estarán jamás realizados, que crea, literalmente, ese segundo mundo de la cultura que se enseña y que como una cortina va tapando de los ojos de los hombres lo que hay detrás de ello. Sería una función, como la que Marx atribuía a la religión, opiácea, por la que la escuela actuaría como una adormidera que nos haría creer que su mundo, el expresado en sus ideales, rituales, contenidos, pedagogías, es el verdadero, el bueno, y que el universo de los hombres se halla plagado de buenas intenciones y de justicia. Así, la escuela contribuiría al gran engaño del mundo capitalista, eliminando de sí todo elemento que responda a la realidad del trabajo y las relaciones entre los hombres en el mundo capitalista. Algo que comparten las explicaciones más pesimistas en torno al origen burgués e ilustrado de la institución escolar. En definitiva, un lugar donde se crea en gran medida al hombre desdoblado, mutilado y parcial que todos somos en la sociedad capitalista y que las experiencias socialistas en los antiguos países comunistas trataron de remediar, con mejor o peor fortuna, pero de manera sugerente y creativa que aún hoy deberíamos tener muy presente en la pedagogía (pronto nos dedicaremos a ello por aquí).
Este universo cultural de las ideas y valores es muy seductor y engancha, pues en él se vive como si fuera real la ilusión de un mundo diferente, justo, humano, altruista, generoso, pacífico. Pero el materialismo histórico de Benjamin trata de hallar una pedagogía alternativa que destaparía esta ideología, para dar la vuelta a todo, poniéndolo patas arriba, con el fin de que se visualice lo otrora invisible, es decir, la realidad, lo que ocurre de hecho en la historia y en la sociedad capitalista. En su libro sobre Benjamin, Susan Buck denomina a esto justamente una pedagogía materialista, que sería la que Benjamin emprende y aborda en muchas de sus obras, quedando expuesta en las Tesis sobre el concepto de historia. En ellas trata de “explicarse” (al modo críptico, asistemático y fragmentario que para Benjamin ha de asumir el lenguaje que trata de captar lo real) el proyecto del Libro de los Pasajes, mostrando esas verdades o realidades ocultas para nosotros, paseantes y compradores en un mundo ficticio cuya consistencia es apenas la de un sueño.
La verdad de la historia es, para Benjamin, la de la dominación y el final cruel de todos los sueños y utopías. Hay esta anticipación en la cultura burguesa que en momentos como los vividos en los pasajes parisinos puede manifestarse con estridencia en su naturaleza onírica. Es muy obvio que en el mundo ideal mostrado en ellos, se suspende el trabajo, la utilidad, el desdoblamiento entre lo público y lo privado, la explotación visible y que todo ello exulta en su carácter mítico. En el mundo capitalista se vive, como en la infancia, en un mundo de sueños, pero por mucho que estos parezcan ser sueños individuales de realización personal, la verdad es que no hay redención individual, salvo en un hipotético cielo de fantasmas, y que toda redención y origen de los deseos frustrados es histórica y colectiva. El niño capta en sus juegos el valor simbólico, mítico, que pueden adquirir los objetos, y juega con ello, lo presupone, lo inventa.
La importancia de las cosas menores para los niños imita lo que ocurre entre los adultos, es decir, la imposibilidad de limpiar de mito a la mirada. Así, en su exceso mitificador, el niño denuncia, inconsciente, lo que el mundo de los adultos está haciendo también con las cosas tornadas mercancías y objetos de deseo. El niño capta lo aurático y lo mítico con facilidad, en el paisaje urbano, por ejemplo. Alude Susan Bucks a textos autobiográficos de Benjamin en los que va señalando esto al hilo de sus recuerdos infantiles en Berlín. Pero el niño, en realidad, no inventa esto, sino que descubre el mito que con disimulo se desliza ante nuestros ojos en cualquier recoveco urbano del mundo capitalista. Un movimiento interpretativo que representa el primer paso para la redención. Es decir, en Benjamin hay un esfuerzo constante por desempolvar de mito a las cosas y desvelar, al mismo tiempo, la naturaleza de los sueños, su origen.
Lo que más difícil resulta de seguir en Benjamin es el modo en que, concretamente, se desarrolla esta pedagogía materialista, en palabras de Susan Bucks. Aquí una clave estaría en el mencionado Libro de los Pasajes. El esfuerzo filosófico del mismo estriba en destapar, justamente, lo onírico, haciendo que los objetos y las citas extraídas tanto de la gran literatura como del más variopinto universo de los textos desechables, prospectos, anuncios, informaciones útiles, edictos oficiales, periódicos, etc., al modo de fragmentos, si son puestas en relación, es decir, mostradas junto a otras citas de ya pasada y caduca utilidad, como relámpagos, iluminen constituyendo lo que Benjamin llamaba constelaciones, una imagen dialéctica en la que muchas veces se muestra lo oculto que a menudo contradice el propio significado de las citas tomadas individualmente. Así, las cosas y los mensajes encierran, oblicua y dialécticamente, su contrario. Se despierta el verdadero sentido de las citas, opuesto al significado literal. Una suerte de juego cabalístico (o incluso freudiano) tomado por Benjamin en su dimensión materialista, no teológica al modo de Scholen. Así, el saber al que podemos aspirar, acerca de nosotros mismos, irrumpe en lo fragmentario devastando la ilusión de la identidad o el mensaje directo, supuestamente, de las cosas.
Un fragmento da, pues, la clave, si se descontextualiza y se coloca en un nuevo universo compuesto por otros textos y fragmentos. Así, esforzadamente, se puede ir mostrando lo que está ocurriendo, abriéndose paso entre los sueños y fantasmagorías del mundo burgués. Y lo que hay detrás de tanto sueño vaporoso es la imposibilidad material de su realización. Es decir, una estructura que impide que todos los hombres se realicen es la que desata el deseo y su satisfacción simbólica en los márgenes irreales e inconsistentes de lo onírico. Los sueños van a constituir este universo ideal que solo se realiza en lo cultural y en las ideas. Pero al mismo tiempo hablará, aún más oculto, según una clave freudiana que Benjamin me parece que seguía, el carácter de pesadilla de nuestras vidas. Nuestros sueños son, pues, de dos tipos: ideales falsamente realizados como cultura y, también calladamente obvios, los que son pesadillas que expresan nuestra miseria como clase, es decir pesadillas de “barriga llena” o de “barriga vacía y de hambre”, señala Buck-Morss.
Mientras permanezcamos en este mundo burgués y en sus trampas, no habrá redención posible. Es lo que expresan sobrecogedora y contundentemente las Tesis sobre el concepto de historia. La historia, una vez se supera su modalidad onírica e ideológica, que es la que Benjamin denomina el “continuum”, no constituye un progreso ni una línea, no hay una única dirección, contra lo que estudiamos y leemos al intentar saber algo de ella, sino que también está teñida por lo fragmentario. En palabras de Benjamin, las "ruinas". Por eso, la historia que late por debajo del sueño del progreso, la historia real, es horrible, pues desarrolla antes bien el dominio, el engaño y la opresión, dejando como sedimento un vasto reguero de víctimas. Esto es lo que se ve por debajo del relato de los hechos. Así, Benjamin parece apuntar a algo semejante a lo que las deconstrucciones posestructuralistas de la segunda mitad del siglo XX y la actualidad llevan a cabo. Pero hay que percatarse bien de que el marxismo de Benjamin apunta a una verdad, una realidad que puede ser alcanzada y diferente ontológicamente del universo onírico y la falsa conciencia que se están disolviendo con cierto tono deconstructivo.
Hay, pues, en Benjamin un trabajo que hacer en lo cultural que, si tiene éxito, nos muestra una verdad. Pero para ello, y de ahí el genio revolucionario de Benjamin, hay que obrar un ruptura, llenar de grietas el continuum de la historia y el bien engarzado mundo onírico que, como en la película Matrix, todos creemos vivir como algo bueno, razonable, real, justo, obvio, etc. Un sueño al que contribuyen desde las leyes y el Estado, a, como hemos señalado, el relato de la historia (la historiografía y el historicismo) o el simbolismo onírico de las mercancías y toda la cultura que es propia de la sociedad de consumo. Es esta concepción pesimista y fragmentaria de la historia la que resulta propia de una aproximación revolucionaria a la misma, frente a las ideologías que de un modo u otro, incluida la socialdemocracia, justifican el carácter razonable y justo del todo, la posibilidad de una redención sin abandonar la estructura que constituye el infierno materializado al modo de la síntesis hegeliana, por ejemplo. Estas supuestas superaciones que se plantean desde la estructura de dominación y sin abandonarla, acaban confundiendo mito con realidad, igual que lo hizo el pensamiento ilustrado que se decía lo contrario de lo que era, y en la política actual, el liberalismo, la democracia cristiana o la socialdemocracia. También el marxismo clásico, a su manera continuista, del comunismo y del antiguo mundo soviético. Benjamin, como Freud, se va a fijar en los actos fallidos, en las asociaciones libres del pensamiento, en los sueños y su materia, para descifrar el mundo real que en ellos se insinúa oblicuamente y que ante estos ojos exentos de mito del historiador materialista, se alza como algo brutal, donde prácticamente nadamos en sangre y cuyos parciales bienestares, incluidos el disfrute de la alta cultura, presuponen un odio ciego y una dominación espantosa. La lectura de las famosas Tesis causa esta conmoción. Dicen algo impresionante, como una tormenta que de pronto revelara energías ocultas en la historia, discrepancias dialécticas existentes en el buen tiempo, apacible, de unos instantes antes de que estallara el relámpago. Pero esta pedagogía impregnada del sufrimiento (cuya memoria es mantenida, según expresa Benjamin en la conocida primera tesis del autómata que juega al ajedrez, por la teología, que da su “sentido”, de este modo lleno de negatividades y al estilo impugnador de la teología negativa, al materialismo histórico, obrando ella bajo él, y no al revés) es la única posibilidad de redención, colectiva, no individual, que, a un paso del abismo, de manera incierta y precaria, aún tenemos los seres humanos sin que nada esté garantizado. Hablamos de un saber negativo, como la teología. Los muertos siempre “estarán ahí”, clamorosos; y la historia, tal como la conocemos, no admite resolución alguna definitiva respecto a la carga de dolor que porta ni es posible tampoco aspirar a que sin más lo que ahora hay se supere algún día con una transformación cualitativa desde sí. Este es el "significado" oculto y silenciado de las víctimas.
Bibliografía:
Buck-Morss, S. (2014). Walter Benjamin. Escritor revolucionario. Buenos Aires: La Marca editora.
Se trata de un libro que contiene varios artículos de la gran estudiosa de Adorno, Benjamin y la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Fueron publicados en torno a la primera edición crítica del Libro de los Pasajes a principios de los años ochenta, obra póstuma e incompleta de Benjamin que en español han editado recientemente Akal y Abada editores, que yo sepa.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (y V). Notas sobre el pensamiento revolucionario.Marcos Santos Gómez
Si algo nos mueve para dedicarnos con toda seriedad a la lectura de los textos de Rúa, si bien no de un modo exhaustivo por el momento, es, además del parco esbozo de una melancólica semblanza de alguien que vivió admirablemente, responder o comenzar a responder a la pregunta sobre lo que define en esencia un pensamiento y una praxis revolucionarios. Nos preocupa el tema porque para ciertas concepciones del mundo que vivimos, profundamente marcado por el capitalismo, es posible que haya algo patológico intrínseco y que, como un sistema cerrado, impida la superación de este daño sistémico o estructural a las personas o, dicho más filosóficamente, la dignidad de las personas. Que el capitalismo tiene mucho de nocivo se ha dicho de muchas maneras y desde perspectivas incluso antitéticas, que van desde las críticas personalistas- cristianas, por ejemplo, a las que entroncan de un modo u otro con filosofías materialistas, bien sean las que Rúa denomina “utópicas” (utilizando el apelativo marxiano, pero no con sus connotaciones peyorativas) o de índole marxista. El propio pensamiento utópico o el marxismo no deben, tampoco, reducirse a un solo estilo, pues hay una enorme pluralidad de concepciones y matices dentro del pensamiento tanto utópico como marxista.
Para Rúa, el daño ocasionado por la “estructura” capitalista resulta invencible. Hay en ella una poderosa inercia que conduce a los hombres a sufrir una dominación sofisticada, perfecta, que jamás va a, como dice él, suicidarse. Una estructura no puede negarse ni desestructurarse, aniquilarse a sí misma. Como el pensamiento estructuralista indica, en una estructurase da una autonomización de un modo de relación entre los hombres que actúa fatal y ciegamente siempre sirviéndose a sí misma, como algo cualitativamente distinto a la suma de los individuos, de los concretos seres humanos, que participan en ella. El mero hecho de este engendro o leviatán sobre las vidas de los seres humanos, produciendo su lógica, su funcionamiento, como una bestia que es la máquina de la dominación exteriorizada, como una anónima “personificación” del mal que sufrimos, resulta una imagen espantosa y una irracionalidad. Irracionalidad porque no es una situación natural, para Rúa, creemos; es decir, no es lo que los hombres, en su comportamiento espontáneo tenderían a crear. Este macroentramado responde a leyes propias, lo ha generado la dominación en algún momento histórico y ostenta sus particulares exigencias que como un inmenso Moloch ha de nutrirse de la savia humana.
El Estado se confunde con esta estructura de dominación y también resulta algo artificial que se eleva por encima de los propios hombres y actúa en contra de una cosa que para Rúa caracteriza al hombre, cuando no ha de servir a sus propios engendros que cristalizan en una suerte de exterior. Rúa opone a esta artificialidad un concepto que define el modo natural de desenvolverse las relaciones humanas y, también, la historia. Un modo que, insiste, no sigue leyes absolutas ni responde a teorías simplificadoras, de índole metafísica o científico-positivista o modos de pensamiento ya teñidos por una cierta parcialidad de antemano como sería el pensamiento político. Se trata de lo que él denomina “espontaneidad”. Los actos del hombre, pues, obedecen a este principio de la imprevisibilidad propia de aquello que se mueve a partir de dinamismos singulares, locales, particulares, como las épocas en la historia que sólo pueden explicarse desde sí mismas, pues se han producido a partir de fuerzas que eluden cualquier réplica o predicción. Rúa estudia esta idea, vinculada a la libertad (la cual ya no es el conocimiento y consciencia de la ley que nos rige fatalmente, sino el conocimiento cabal del momento particular en que nos hallamos, absolutamente particular, o sea, no asociado a ninguna cadena que lo explique en una relación de continuum con el resto de las épocas y la historia general humana), esta idea, decimos, la estudia muy detenidamente en Proudhon. A este autor utópico, Rúa le concede un enorme valor, considerándolo una de las grandes fuentes del pensamiento anarquista contemporáneo. No tengo previsto parafrasear su larga disertación y exposición sobre el socialista francés, pero baste señalar que parece responder en gran medida a ideas que seguramente Rúa asumió con seriedad él mismo. Defiende, de hecho, su elevada categoría no solo como pensador teórico, sino como alguien que partió con escrupuloso rigor de lo empírico, negando así las acusaciones de idealismo de que fue objeto por parte de Marx. La verdad es que las reflexiones de Proudhon, y sobre todo en sus obras posteriores a la conocida ¿Qué es la propiedad?, la mayoría difíciles de encontrar, son estudios muy meticulosos sobre tópicos de la sociología y de la crítica al capitalismo que vienen a desembocar tanto teórica como prácticamente, en el rupturismo propio de los revolucionarios.
Proudhon, en su hondo análisis del capitalismo, resalta que la cohesión de este es tal, junto con la impregnación en las mentes de una ideología hegemónica que sirve y refleja a la estructura (según Rúa, es muy posible que Marx tomara esta idea de Proudhon), que es imposible esperar una suerte de autodestrucción, como decíamos líneas arriba, del capitalismo. Hay un eficaz y complejo proceso de reajuste por el que, y se decía esto ya en el siglo XIX, se crean ilusiones o mejoras que cierran otras posibilidades. Por eso, tras su largo análisis, Proudhon concluye que solo un movimiento rupturista que elimine la trama estatal y dé curso a las relaciones humanas que emanan de un mundo industrial que ha de organizarse, sin que sea el principio de autoridad el que lo rija, sino la gestión y la mera organización, podría ser lo que fuera construyendo un nuevo modo de sociedad. Creo que aquí habría que pensar a fondo la bondades o maldades que tiene nuestra forma de organización política por medio de partidos. Desde luego, los socialistas utópicos, padres de la sociología contemporánea, no niegan la sociedad y sus complejos modos de relación “espontánea”, pero sí niegan que la organización partidista conserve dicha espontaneidad, pues significa el comienzo de la alienación del hombre en sus instituciones. Lo que la actual sociología, que no politología, ha de estudiar es si es posible ese ser social ajeno a la organización estatal y política, que es capaz de desenvolverse y desplegar sociedades sin el ya viejísimo recurso a las instituciones. ¿Es posible una sociedad organizada que mantenga el modo de vida industrial contemporáneo sin el Estado o las demás instituciones? La discusión, por tanto, está en la posibilidad o la imposibilidad de una humanidad libre de instituciones sociales o políticas. Sin ser yo en absoluto experto y ni siquiera aficionado a estos temas, entiendo que es este uno de los grandes puntos cuya discusión es propugnada por la utopía anarquista. En principio que el hombre actual inmerso en una forma técnica y complejísima de segunda naturaleza pueda prescindir de los modos pautados, burocráticos, jerárquicos que con propios de la instituciones, puede parecer un disparate, pero aun así, me parece que hay que aceptar el envite de esta perspectiva de la sociología revolucionaria para que, en el mejor estilo de la razón, de la vieja razón, nos replanteemos si seguimos un curso ineludible y fatal en la historia o podríamos aunque sea imaginar con cierta seriedad otro modo de ser las cosas, de ser las cosas sociales. Los utópicos, en cualquier caso, no han especulado en el vacío, como tanto hemos dicho, y desde los clásicos a Rúa se han esforzado, por el contrario, en aproximarse lo más posible a la realidad de los “hechos” sociales, por ser empíricos, por describir con la mayor fidelidad y neutralidad posible a la sociedad.
Respecto a la idea de una estructura jerárquica, tan natural para nosotros, Proudhon, así como Saint-Simon o el propio Rúa, entienden que las mismas no tienen mucho sentido ni son, hoy, necesarias. Podría prescindirse de ellas si primara la razón, en lugar del dominio. Según ellos, en las instituciones se da antes una cristalización de un modo capitalista, en la actualidad, de dominación, antes que una necesidad organizativa. Curiosamente, con mayor fuerza en Saint-Simon, es una especie de ideal de la eficacia el que, contra el tópico que justifica la organización capitalistas de las fábricas y empresas, ha de superar la vieja estructura jerárquica.
Creo que es además el concepto o la idea de la “espontaneidad” tanto personal como en el movimiento de la historia, lo que podría acercar el anarquismo práctico, o anarcosindicalista, a ciertas formas de anarquismo epistemológico o teórico de la actual filosofía. Pero es cierto que incluso en Rúa parece existir una forma de racionalismo que, en contacto y rectificación constante y estrechos con la experiencia, con lo empírico, sí puede hallar explicaciones asumibles en lo real, desde un provisionalidad que, dijimos en otra ocasión, no es la del racionalismo crítico popperiano, sino, de nuevo, la que se va dando como saltos o rupturas (lo que recuerda, desde luego, a las teorías más críticas con el realismo científico tal como se han dado en Kuhn o Feyerabend). El hombre sí tiene un instrumento que ha de ir ajustando explicaciones en el mundo y que le sirve ciertamente para hallar claves o pistas sin pretensión de llegar a nada absoluto. Es este dinamismo de la razón que tantea y siempre se queda corta, que apenas llega a comprender en su complejidad a la historia o a la sociedad, la que parece gustar a Rúa y la que van ejerciendo los llamados utópicos del XIX, en especial, según la opinión del filósofo asturiano, los mencionados Saint-Simon y Proudhon.
Precisamente el rupturismo epistemológico de los paradigmas, en la reciente filosofía de la ciencia, es el que concuerda con la teoría y la práctica revolucionaria. La realidad, inabordable de manera última y total, que se desliza y parece realizarse siempre en el espacio que queda fuera de toda pretensión de incorporarla cognoscitivamente a las propias ideaciones, porque obedece a pautas circunstanciales y parciales en inalcanzable transformación, es la misma realidad y situación de la sociedad humana. Lo que sí queda claro, a partir de Rúa, es que con ejercicios de una razón apriorística, esencialista y teorizante, sin incorporar lo empírico, no llegamos muy lejos y, aun peor, ni siquiera empezamos a comprender nada. Al contrario, estas teorizaciones en sí mismas sí provienen, contra aquello que se jactan, de la propia experiencia y de la sociedad que, en un juego similar a una danza, según lo explica Proudhon, van generándose una a otra. Lo que esto quiere decir es, como imaginará el lector, que estamos ante ideaciones ideológicas, es decir, cómplices con una determinada estructura social a la que se blinda mentalmente para impedir cualquier cambio sustancial.
Es tal la cerrazón y la adhesión ideológica a un mundo social concreto, que al revolucionario solo le resta un salto, una ruptura, según Proudhon. De hecho, por volver a nuestra primera intención al iniciar estas líneas, como elemento fundamental del pensamiento y la práctica revolucionaria está la ruptura. No hay, para el revolucionario, mediación posible o reconciliación al modo de una síntesis hegeliana. Siempre van a generarse negatividades imposibles de asimilar, lo que podría, hipotéticamente, iluminar la conciencia de los oprimidos, pero por diversos juegos también de la propia ideología que explica Proudhon anticipando explicaciones del siglo XX, esto no ocurre. De todos modos, en el siglo XIX había una cierta esperanza en que, paradójicamente, la desesperación de los oprimidos obrara como un resorte infundiendo la intuición de que, en la conocida imagen de Walter Benjamin, el tren hubiera que pararlo y bajarse de él.
Las estructuras de poder imponen de un modo fatal la perpetuación de este poder, a menudo anónimo, y tiznan la conducta humana que se realiza dentro de este contexto. No es posible, diría Benjamin, el ideal conciliador de la socialdemocracia, según el cual, sería posible una especie de regulación por la que el capitalismo se tornaría “humano”. Esto es imposible por definición, pues la estructura en sí, actúa, hemos dicho, como un inmenso y monstruoso Moloch. De manera que el Estado sería una aberrante excrecencia del mundo capitalista que ha tomado vida, que se ha tornado más real que los propios hombres, anulando su espontaneidad.
Por eso, otro rasgo del pensamiento revolucionario es que se dirige a lo social, y no a las estructuras políticas. Es pensamiento social, no ciencia ni filosofía política. Y es aquí donde Rúa resalta el papel crucial de Rousseau que justamente personifica esta mirada socializante frente a sus amigos reformistas, los enciclopedistas ilustrados, que ideaban formas políticas de existencia de las sociedades. Ellos apuntaban a problemas vinculados al Estado, que pasaban por reformas o reconsideraciones del modo de gobierno de los hombres, bien fuera republicano, democrático, etc. Rousseau apunta a una dimensión más básica que coincide con la dimensión de lo social, es decir, con el trato realísimo y directísimo de los hombres entre sí, sin mediaciones cosificadas y cosificadoras como el Estado.
Aquí es donde este pensamiento ha de rizar el rizo de la explicación de cómo se puede organizar la vida humana sin organizaciones. El propio Rúa, en un panegírico póstumo o elegía a su amigo García Calvo afirma recordar las larguísimas discusiones que mantuvieron en torno justamente a esta idea de la necesidad de mantener o no organizaciones como lo son los sindicatos, aun basados en la democracia directa. En cualquier caso, el anarquismo opone cualquier tipo de formalismo a lo que ellos designan como lo “espontáneo” o, en el caso de Rousseau, lo “natural” que no es tanto o totalmente una naturaleza humana o esencia, sino un desenvolvimiento espontáneo, anti-institucional, dinámico, creativo, de las relaciones humanas que sí puede ser recogido por la razón en una teoría contractualista que es, hemos dicho, antes explicación de la sociedad que justificación del Estado, como lo era para Hobbes o Locke.
Señala Rúa, nada menos: “Rousseau es el primero que hace ver que la esencia profunda de todos los cambios estructurales auténticos no puede radicar en las transformaciones superestructurales del mundo político, sino en auténticos cambios de las estructuras sociales. Él es, pues, quien descubre que el problema fundamental se riñe abajo, en el seno del pueblo; ahí es donde tiene que radicar la revolución. Rousseau hace esta afirmación, justamente cuando sus compañeros de Ilustración estaban pensando en la transformación de las instituciones en un sentido pura o eminentemente jurídico. Son, pues, dos posiciones totalmente diferentes” (pp. 196-197).
En todo caso, los ilustrados promovieron, como señalamos días atrás, una revaloración de la experiencia que en el siglo XIX se transformaría en la importancia de la praxis. Pensar incluye de un modo lo más fiel o cerca posible, en un reajuste mutuo, a lo empírico. Precisamente, este parece ser otro rasgo típico del pensamiento revolucionario. En esto, notables autores posteriores han ido siendo más o menos fieles. Pensemos, por ejemplo, en el valor “cognoscitivo” que la negatividad “empírica” del dolor y el daño, del sufrimiento acarreado a la vida humana, experimentado o vivenciado por ella, tiene para Adorno. Hay una procedencia “externa” a la razón que va a orientar su signo, en la medida que quiera atenerse a la realidad y no a especulaciones ideológicas en las que sigue estando la realidad pero como fantasmagoría y justificación inconsciente del cauce de la misma.
La idea del pensamiento social rupturista, que es capaz de detectar una quiebra en lo social, por ejemplo entre su materialización concreta y el ideal al que aspira, es decir, el pensamiento que atiende a la contradicción, a las incoherencias del todo sistémico y consistente, será lo que dote a este de potencia revolucionaria. Dicho de otro modo, y sintetizando algunas notas ya apuntadas, será el daño real, concreto y las fisuras por las que se sugiere una inconsistencia esencial en lo que se reajusta para ser imposiblemente consistente, será, decimos, lo que convierta al pensamiento en pensamiento revolucionario. Si alguien entiende que hay un daño connatural al sistema, que la estructura en sí es el problema y que solo pueden abordarse las heridas radicalmente, es decir, impugnando el todo que se nos presenta como lo único, sin mediaciones ni posibilidad de ellas, nuestra “solución”, nuestra praxis, se tornarán revolucionarias. Pero en continuo contacto con los hombres, inmerso en el mundo de las relaciones, en la interacción directa con los demás.
BibliografíaGarcía Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’estudis llibertaris.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (IV). Teoría, praxis y melancólico panegírico.
Marcos Santos Gómez
La clave que va a orientar la interpretación que José Luis García Rúa va a esgrimir acerca de las utopías de la Modernidad tiene como elemento principal la exclusión de toda concepción idealista de la cultura. Para él, la potencia cultural que pudo tener la Antigüedad clásica, la seducción que ejerce, no explica por sí misma su atracción y revitalización en el Renacimiento. No hay ideales separados de su sustento “terrenal”, de manera que aunque el mundo clásico ejerza un intenso magnetismo sobre nosotros y reaparezca o, mejor dicho, se encuentre soterradamente presente en todo tiempo, su estética está siempre reelaborada, nunca reproducida tal cual fue. Resulta imposible que sea de otro modo, pues como el propio Rúa señala en algún momento, no hay repetición posible en la historia ni simplificaciones abstractas en torno a ella y, por tanto, tampoco pueden extraerse de la misma conclusiones o consejos para el futuro. El movimiento en que consiste la historia es singular y por tanto solamente explicable en cada época por sí mismo, desde sus propias fuerzas e inercias y por tanto no hay explicación que agote dicho devenir inabarcable.
Sería un trabajo interesante, en este sentido, tratar de conectar a Rúa con los distintos “anarquismos” teóricos de la actual filosofía para hallar su afinidad, si la hay. En cualquier caso, para él, el anarquismo es esencialmente práctico, no teórico, y ha de desembocar siempre en lo que en definitiva justifica los esfuerzos de la razón teorizante, o sea, la praxis. Esto implica que el conocimiento cabal de la historia, de la realidad histórica donde respiramos, se ha de ejercitar más allá del propio “despacho” y que su campo dinamizador ha de ser la práctica revolucionaria. Es solo en esta, en cuanto ruptura real, vivida y vivenciada con un mundo que no es capaz de resistir a la menor impugnación de la razón, donde se prueba el pensamiento y donde el pensamiento ha de medirse en la pugna con lo real que a su vez orienta el curso del propio pensamiento. No tiene, por tanto, sentido pensar al modo de un acto solitario y formal, sino, tal como la propia actividad y vida de Rúa expresan, el pensamiento válido es aquel que interviene y transforma el mundo, que lo dinamiza, rehace, so pena de que simplemente estemos ejecutando una razón encubridora o, empleando la terminología y el sentido marxista, ideológica. Exactamente la visión que de la teoría de la educación y la propia educación ostenta nuestro querido Paulo Freire.
Aunque uno crea que su particular labor teórica funciona de manera inmune a lo político, al modo de discursos perfectos, cristalinos y acabados, sí mantiene, aunque sea de manera implícita, poderosos e ineludibles vínculos con la praxis. No hay ejercicio neutro de la razón, lo que no resta valor ni potencia a la razón. Simplemente la ubica, la comprende en su circunstancia y fermento. Este vacuo teoricismo es igual que la pretensión de que la educación no haya de implicar siempre una cierta política, por muy neutra que se diga. Todo ocurre en la realidad, no en el cielo entre los ángeles. Incluso las renuncias y las fantasmagorías del ascetismo. Si el “pensador” no es abiertamente “hombre de acción”, la razón, hay que suponer, queda mermada en algún aspecto; la razón y la vida a la que se refiere.
Así que, tras meses de ensalzar elitistas miradas teorizantes, académicas torres de marfil con altares de marmórea belleza donde la secta de los iniciados en la cultura alambicada pudiera detectar, en su aislamiento, los peligros que amenazan a la vida común, no puedo dejar de admitir el tirón de orejas que supone un intelectual que quiso realizar en su razón y en su existencia el ideal emanado de la vida truncada del obrero, el que se forja en la vida revolucionaria y que resulta práctico por necesidad. Creo que no está mal bromear un poco y tomarse todo esto como lo propio de la tempestad en que nos hallamos, las corrientes que uno sufre, a veces inesperados huracanes en una borrasca que no tiene nada de nuevo y que viene prolongándose y sucediendo desde que el hombre es hombre, o sea, desde Grecia. Uno se toma en serio la filosofía, la verdad, el hombre, y entonces le azotan tales vendavales que ha de mitigar una miaja la seriedad que todo esto merece. Rúa, que jamás utilizó la academia y sus clases, doy fe de ello, para adoctrinar burdamente, de elevado preciosismo en su dicción y lenguaje, y menos aún propenso a escalar en una escala social que sabía profundamente irracional, es el mismo que vi, hace unos tres años, con más de noventa cumplidos, acudir a la protesta, como siempre al final de la manifestación, lejos de la oficialidad, contra la reforma laboral. En la calle, donde siempre quiso estar. Y, por cierto, es la última ocasión en que lo vi en persona.
Un ejemplo elocuente de su consideración con los demás, era que nos dio a sus alumnos de filosofía en Granada clases de alemán gratuitas, en un local subterráneo que por entonces era la sede de su sindicato, sin hacer el menor comentario político ni proselitismo. Nunca. Su respeto a los demás era exquisito. Respeto, también, a la cultura, a la que soñaba con entremezclarla con el mundo que crecía abandonado por ella. Hay una anécdota también de él que ilustra la ruptura que es propia a toda vida revolucionaria, ese abismo que marca la praxis del invocador de utopías y órdenes racionales que contravienen nuestro desorden injusto, abismo que ha de postularse para la refundación revolucionaria del mundo. El otro día me puse a recordar, digo, y evoqué cuando, en esas mismas clases de lengua alemana, a sus alumnos nos embargó el estupor primero y la risa después, en el momento en que nos dejó unos instantes en medio de la lección para atender al teléfono en otra habitación, con el fin de hablar algo relacionado con la lucha sindical. Entonces, expresaré sin entrar en detalles, su vocabulario y tono fueron ostensiblemente, digamos, más ásperos. El mismo profesor exquisito (aunque de zapatos raídos, bella melena blanca y nunca vestido de traje y corbata) que minutos antes nos había emocionado con versos alemanes o griegos, con su amor inmenso por los clásicos, con la sublime belleza de ritmos sibilantes en la palabra, con la excelencia de la paideia, debía ir al lugar urgentedonde todas esas bellezas clásicas han de vivir en la jerga de la calle y del combate.
Así, lo verdaderamente valioso, diría que incluso propiamente el mundo como tal, está, vive, en el combate por un mundo mejor. El mundo brilla allá donde se lo juega uno. Acaso una obrera versión del conocido verso de Hölderlin, sobre el peligro y la salvación. Una vida y una cultura obrera que lo son porque son, esforzadamente, conscientes de su miseria. En este terreno es donde el pensamiento, decíamos, ha de curtirse. Nunca tuvo sentido para Rúa un trabajo intelectual o una filosofía ajena a ello. De algún modo, al encarnar estos ideales que uno puede palpar en los chocantes, estridentes y siempre muy punkies rasgos de un anarcosindicalista, en la ruptura que obraba en el mundo donde todos nadamos como mudos y desmemoriados peces, Rúa era pedagogo en el mejor sentido de la palabra. Enseñaba con el ejemplo y sin pretensiones.
Recuerdo otra anécdota cuando lo invitamos sus estudiantes y algunos venidos de otras universidades, en la primera mitad de los noventa, a que explicara su opinión sobre el supuesto fracaso de la Modernidad. Y él desarrolló su discurso con un exquisito cuidado en no nombrar siquiera su día a día revolucionario y menos al sindicato al que perteneció gran parte de su vida, la CNT. Pero tras haber compartido su diagnóstico, hubo muchos que le preguntaron por posibles vías de recuperación de los valores y la vida perdidos en este proceso de degeneración neoliberal en que nos hallamos. Es decir, como preguntaba Lenin, pero por supuesto a años luz de Rúa: ¿qué podemos hacer? Y entonces, mencionando su vergüenza por hablar de ello, pues no quería aprovechar su posición privilegiada de orador para hacer el menor proselitismo de una organización, aceptó contarnos algo sobre historia y funcionamiento de este longevo sindicato anarquista español. Bueno, pues acabamos aclamándole, de pie, con algún puño en alto y él, titubeante, levantó también el puño y dejó escapar algunas lágrimas por la intensa alegría que acaso sintió.
Es difícil, en nuestro mundo, imaginar a alguien como fue Rúa, sin aspirar en absoluto a bienes materiales, poder, cargos, prestigio. Nunca quiso vivir en otro sitio que en un pequeño piso de extrarradio, lejos del centro, el único lugar, parece que dijo alguna vez, al que podía aspirar a tener como casa cualquier hijo de un minero como él era. Alguien que renunció a competir, a hacer jugadas sucias en el trabajo, a utilizar la cultura como ornamento o símbolo de status. Quien acaso le achaque haber ostentado, supuestamente, un cierto ego y poder simbólico, debe reparar en cuánto se perdió, si esto fuera cierto, rehusando extender estos poderes más o menos presentes en todos nosotros, repito, en todos nosotros, a los ámbitos donde redundan en buena ropa, trajes, coches, hoteles de lujo, tropel de gente rindiendo pleitesía, capacidad de incidir mediante un cargo político o académico en la vida de los demás, de infiltrarse en ella institucionalmente, halagos en forma de grandes honores y premios o apariciones públicas, etc. Fue un ser marginal hasta la médula. Un verdadero punky, habría que decir. En cualquier caso, hoy su recuerdo parece ser como el de Sócrates, que según lo vea uno, se está definiendo a sí mismo.
En alguna charla escuché otra anécdota significativa. Parece que, en el tiempo de la Transición, o quizás antes, algún agente de policía enseñaba su foto a los suyos, a los subalternos, y les repetía: “miren a este hombre. Mírenlo bien y quédense con su cara, porque allá donde lo vean, hay lío”. No conozco la veracidad de esta anécdota, pero creo que es divertida y elocuente. Casa con aquello que recuerdo sobre el lío que montó en uno de los campos de concentración que en Francia se organizaron para “ingresar” a los huidos españoles tras la Guerra Civil. Lo montó solamente traduciendo del francés y colocando en algún panel una noticia de la prensa francesa que precisaba el dinero que el gobierno republicano en el exilio daba al Estado francés para la manutención de los prisioneros republicanos. No fue difícil que todos los “internos” hicieran la cuenta de la diferencia entre lo diminuto del coste de lo que recibían en manutención y lo que realmente estaba gastando en ellos el gobierno en el exilio. En medio el dinero desaparecía. Y hubo una revuelta que hizo que las autoridades francesas lo mandaran a otro lugar peor.
Lo que como educadores mejor nos aprovecha de todo esto se entiende si nos encaramos con una de las paradojas que él planteaba con su mera existencia, en el mejor estilo del viejo cinismo griego. La cultura, por mucho que sea necesario suturar el abismo entre ella y el proletariado, haciéndola auténticamente cultura, cultura universal, valía inmensamente para él. Nunca quiso decir que hubiera que despreciarla o rebajarla. Al contrario, era lo elevado del ideal, su convencimiento de que en la cultura estaba lo que él soñaba, lo que orientó, justamente, su praxis coherente y valiente. Aunque la cultura debía ser puesta en marcha, puesta en circulación por la faz del mundo. De nuevo, hemos de insistir en su idea de una cultura viva, en confrontación constante con el mundo, en alegre interacción con él. Fue en ese terreno de la creación, de la poesía, en el sentido más griego y etimológico de la palabra, donde Rúa vivió. Una relación con la cultura exenta de hagiografía como la que tiende a ejecutar el torpe y melancólico autor de estas agradecidas líneas.
La cultura… un caldo de cultivo universal, del que disponemos, y al que el espíritu cosmopolita del estoicismo dio voz. Este ideal que se perdió durante siglos, aunque latente en el cristianismo, y que retornó en el Renacimiento, con las grandes utopías de los humanistas. Lo que se había dado en el Derecho, en la teología, en la filosofía helenística, ahora es presupuesto por esas teorías de lo que está por venir, lo que aún no ha encontrado existencia, pero ya se acerca. Y es obra, tal presentimiento, de la razón. Es el afán de ideal, de ideales, el que destila de la propia época lo que desde Tomás Moro se han denominado utopías. Este, Tomás Moro, “Es, pues, el hombre que, respondiendo a las necesidades de la época, aparece como contestatario de lo estatuido vigente, y que responde, además, a todos los planteamientos críticos del sistema que están soterrados en el movimiento burgués desde el siglo XIII y que están, afanosamente, buscando soluciones de convivencia” (p. 190). Algo muy real, tan real y ligado a las luchas de clase del momento, entre burgueses y nobles, que a Tomás Moro, como es sabido, le costó la cabeza.
La profusión de literatura utópica en el Renacimiento es asombrosa. Rúa cita todas las obras, deteniéndose especialmente en Utopíadel mencionado Tomás Moro y en Campanella, autor de la Ciudad del sol. Es preciso ver en todas ellas, señala, la relación de cada ideación utópica con el momento en que nace. Nunca son especulaciones inocentes precisamente por eso, por el vínculo, las complicidades, las relaciones más o menos visibles, con los patrones ideológicos e históricos de la época. No surgen, como nada humano, en el puro vacío especulativo, sino en el trato sucio con el mundo.
En general lo que se va gestando es una necesidad de la burguesía, que es la de una revolución a su medida, la que ella demanda. Se trata de la búsqueda de una seguridad jurídica que posibilite el libre mercado y comercio sin cargas, la propiedad privada, la competencia, o sea, un mundo de individuos, que no estamentos, que en una situación inicial ideal puedan negociar entre sí, producir y vender cosas sin trabas. Será, en este marco, una conquista de lo político (no de lo social, donde la desigualdad de hecho, la originada en la clase social, seguirá existiendo). Es lo que se expresa en el Leviatánde Hobbes, señala Rúa. El hombre, al racionalizar su vida política según la teoría contractualista, no comprende, por los condicionamientos de la época, un pacto válido sin una autoridad que lo respalde. Esta autoridad emerge como un bíblico leviatán, o monstruo, pura encarnación del poder que se eleva sobre todos, capaz de garantizar las vidas de los ciudadanos, pero también de prohibir tajantemente cualquier iniciativa que no se base en él mismo, que no lo tenga en cuenta. Así, el Estado es una suerte de fabricación, de objeto o creatura necesaria, no natural, sino justificada por la razón a partir de lo que son los hombres, es decir, un artificio imprescindible para la unión de seres racionales pero propensos a abusar unos de otros. Puede constituirse en objeto sagrado o digno de veneración y santidad, pero en su origen no están los dioses, sino la razón. Porque, a juicio de Rúa, se comprende como parte de una búsqueda por parte de la burguesía del estatuto jurídico que necesitaba para existir. Así, la especulación racional es, en el fondo, justificación de los ideales de la propia clase social que ha de tejer un Estado a su medida, un Estado que la dote de seguridad jurídica.Nos detenemos hoy en este punto, tras haber vagado entre la exaltación y la desmesura, pero prometiendo continuar en cuanto nos repongamos. Será objeto de nuestras próximas melancolías el gran, el egregio, el digno de todos los odios, y por eso uno de los más inmensos pensadores revolucionarios del periodo ilustrado, Rousseau. El que fue infinitamente más lejos que Voltaire y toda la tropa de los enciclopedistas. Veremos cómo Rúa descubre algo que el ojo del historiador puede no haber visto, algo que esclarece la pataleta y enfado que Rousseau mantuvo con los que frecuentaban el salón de las Luces en París allá por los años 50 del siglo XVIII, enfado que reiteró algo después con Hume, en Escocia. Entonces, en El Contrato social y Emilio hubo de abordar lo que los demás ilustrados no fueron capaces de abordar, porque todos, incluido el rabioso Voltaire, no dejaron de ser reformistas. Pero en Rousseau, en Rousseau, late el genio sublime y bestial del revolucionario… hablaremos, pues, o leeremos y escribiremos, sobre J. J. Rousseau, de nuevo y al hilo de la exposición de García Rúa.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Llibertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (III). Razón y empirismo.
Marcos Santos Gómez
Según se desprende de algunos escritos sobre historia del pensamiento revolucionario (utópico) que elaborara José Luis García Rúa, una característica del pensamiento revolucionario sería la voluntad de ser fiel a los hechos, lo que en su concepción implica acudir y ceñirse a lo empírico, a aquello que primeramente ocurre como elemento fáctico, vivido o histórico, y a lo que toda posterior teorización debe atenerse. No creo que esto conduzca fatalmente a una estrecha concepción positivista de este pensamiento “obrero”, sino a la necesidad de ajustarse a la realidad, en el modo de comprenderla y abordarla, contra algunos formalismos o logicismos excesivamente expurgados de aquello que fuera justamente su origen y fin. El pensamiento social, aun manteniendo su capacidad analítica y crítica, debe actuar teñido por el mundo, en estrecha relación con la sociedad y el momento histórico. La pretensión de que pensar sea una tarea de ángeles es, para los autores revolucionarios que va a ir presentando Rúa, tan bella como peligrosa, pues tienen la pretensión de emprender un esforzado acercamiento del pensamiento con lo pensado, frente al ideal de una ciencia pura y apriorística en las ciencias sociales. Esto se traduce, en la dimensión de la transformación social, en la búsqueda constante de un camino de ida y vuelta entre la teoría y la práctica social a la que se aplica.
Esto es algo que, para Rúa, perfila en la Modernidad sobre todo, casi por primera y más completa vez, Saint Simon, frente al cientifismo formal de su discípulo Comte, tachado de “científico burgués” por el filósofo asturiano. En el pensamiento y la ciencia burguesa se da una desconexión de la ciencia con su objeto y la imposición del pensamiento sobre lo pensado, como si el pensamiento reprodujera la escisión que existe en la sociedad en su retirada ante lo empírico, desconexión nunca resuelta por las bienintencionadas ideas de libertad de la burguesía. Una escisión que también se da en la existencia del burgués, como grieta entre sus elevadas y bellas ideas y su práctica contradictoria y a menudo negadora de las mismas. Por ejemplo, dice Rúa que la muy alabada división de los tres poderes de Montesquieu funciona sobre el papel, en el mundo ideal, pero no en la realidad, cuando los poderes, por muy separados que estén, nunca llegan a hacerlos efectivos miembros de las clases sociales desfavorecidas. Es decir, de hecho lo que ocurre en la sociedad es que la clase dominante burguesa, nunca los obreros, ocupa los puestos de mayor responsabilidad en cualquiera de los ámbitos en que dividamos el ejercicio del poder.
Pero la crítica de Rúa a la ciencia social sin verdadero vínculo con lo que estudia, que opera más como una casilla o corsé externo que determina en la sociedad aquello que quiere, o sea, una ciencia de “rebajado” o filtrado empirismo, llega también a las teorías de algunas perspectivas supuestamente críticas y revolucionarias. De aquí viene el cuestionamiento que hace de la filosofía de la historia hegeliano marxista, que a juicio de Rúa, fuerza lo real estrechándolo en los corsés de una razón elevada e imperativa sobre la realidad de la historia. Esto se logra porque se parte de una idea de ciencia ya estigmatizada por la pretensión de abordar la realidad según el ideal de la geometría. En varios momentos Rúa manifiesta su aversión a la conocida tríada hegeliana que Engels formulara como tesis, antítesis y síntesis, como algo reductor en extremo, como una simplificación lógica o abstracta que parte antes del propio pensamiento que de la realidad. El pensamiento, así, consistiría en colocar una suerte de plantilla gruesa, sin matices, en el desarrollo histórico, forzando su comprensión en un sentido que no casa en absoluto con el desarrollo real de la historia. Es lo que, indica Rúa, conlleva la conocida afirmación hegeliana de que lo real es racional.
Esto puede sorprender que lo escriba alguien como Rúa porque se cree normalmente que todos los autores de carácter revolucionario son fabricantes o constructores de sistemas racionales que se tratan de imponer a la marcha de los hechos, como prueba la batalla sangrienta (y frustrada) con la realidad por parte del luctuoso gobierno revolucionario francés de Robespierre. Pero, si seguimos con atención tanto la exposición de autores utópicos por parte de Rúa como el propio pensamiento de este que se va desvelando en su exposición, lo que de hecho desarrollan las utopías es precisamente lo contrario, como hemos comenzado señalando, es decir, la necesidad de organizar lo real pero desde ello mismo, con un orden que en cierto modo está presente ya, aun en la forma de las ideologías o contradicciones que, hemos dicho, se dan en la propia historia. Hay que pensar dichas contradicciones dadas en el ámbito de lo ideológico, que Rúa sí entiende en este caso en un sentido marxiano, es decir, como ideas y creencias que contribuyen al engaño del oprimido, de dos maneras: como ideas comunes y hegemónicas que responden a los intereses de una clase dominante y lo que más adelante se llamaría “falsa conciencia” de clase, que son las ideas sobre sí y el mundo que engañan al proletario sobre su verdadera situación, que le impiden expresar en su juego de creencias e ideales su sufrimiento y la injusticia de que es objeto, el pavoroso cierre fatal de su existencia. Esto Rúa lo va a desarrollar con cierta amplitud explicando a Saint Simon, que ya apuntaba a estos conceptos y, más adelante, abordará directamente los grandes planteamientos sociales de mediados y finales del siglo XIX, empezando por Marx, a quien dedicará numerosas páginas en un concienzudo análisis.
Bien es cierto que lo utópico tendrá un carácter más o menos idealista en función de la época. Las utopías renacentistas, por ejemplo, son todavía arreglos que la razón pretende hacer en el mundo en función del ideal de libertad burgués sin que el análisis de la sociedad llegue a ser verdaderamente revolucionario. Carecen del elemento analítico que tendrá la ciencia social revolucionaria del siglo XIX. Están en una cierta dimensión teórica que no conecta ni describe bien las posibilidades que encierra la propia época y la sociedad.
Rúa alude en abundancia al carácter auténticamente transformador del trabajo intelectual, en lo que, en el nivel ya de la teoría revolucionaria, y como los planteamientos materialistas y marxistas tanto han puesto de relieve, se ha señalado como vínculo entre la teoría y la praxis. Estamos pues en la dimensión donde se da el pensamiento y la teoría en relación con lo práctico. En un pensamiento que ha de vislumbrar los órdenes que se dan, realizados o todavía imaginados, es decir, las posibilidades, en lo real, que para este tipo de pensamiento, es sobre todo la historia o lo social.
Rúa, desde luego, concede una gran importancia a la reflexión, pero, como lleva ya implícito el propio término “reflexión”, esta opera a partir de la materia proporcionada por lo práctico y lo fáctico en la conciencia. Esta no debe perder su vínculo, su carácter de reflejo, por muy distanciado y científico que sea, con la realidad histórica. Es lo que va a estudiar especialmente en los grandes padres de la sociología burguesa, por un lado (Comte, Durkheim, Spencer) y revolucionaria. Así, hay en él una gran valoración de la ciencia y de la razón en cuanto instrumento capaz de destilar verdades a partir de lo empírico, de desbrozarlo, de pulirlo y tornarlo idea, para ir desbrozando el camino. En esto basa, de hecho, el término “utópico” que al referirse a los llamados por Marx “socialistas utópicos” no va a tener el carácter peyorativo que Marx les daba. Pero esta tarea de desbroce de lo real ha de constituir el norte, la orientación y el horizonte de verdad de la tarea de pensar, o sea, que lo que se piensa (incluso en las formas más idealistas y espiritualistas de pensamiento) básicamente es la historia o, por lo menos, se piensa en ella y con ineludibles efectos en la misma. Algo que conecta a Rúa con diversos planteamientos críticos de índole materialista y empirista, antiguos y contemporáneos.
La razón que surge en la Modernidad como potencia capaz de desafiar un determinado sistema o estructura social, en su utopismo, puede servir a la transformación, desde luego, y de hecho Rúa estudia este pensamiento utópico en el escrito que estamos comentando, pero es fácil que escape del contacto firme con la historia. Justo para que esto se entienda bien, Rúa ha preferido comenzar su análisis con un relato histórico, sin añadidos teóricos, del movimiento obrero y situar en su contexto y circunstancia el pensamiento que va a funcionar a partir de estas transformaciones en la historia.
La razón moderna emerge desde el momento que el pensamiento trata de pensar sin presupuestos teológicos, sin la dirección que la tradición religiosa y teológica la había estado dando durante la Edad Media. Pero en este esfuerzo de Ilustración que Kant va a caracterizar perfectamente en su opúsculo sobre la Ilustración, tan conocido y comentado, lleva un desarrollo y matices distintos según estemos, por ejemplo, en el siglo XVII o el XVIII. El primero, marcado por el pensamiento racionalista que parte de principios y a partir de ellos, operando deductivamente, va intentando explicar y descubrir órdenes en la realidad empírica, manifiesta su incapacidad para ajustarse a la enorme complejidad que escapa a cualquier corsé ideológico, propia de lo que acontece. Así, la razón ilustrada, supone un encuentro de la tarea de pensar con la diversidad inabarcable de lo empírico que, para ser verdaderamente captado, no debe abandonarse ni pensarse en el cielo de una razón desnuda y reducida a principios y orden deductivo. Se trata del movimiento del pensar que acaba glorificando a la ciencia y deviniendo en estilos ya más decididamente empíricos de abordar el mundo. De hecho, Rúa señala el origen de la Ilustración en la ciencia inglesa (Newton), cuando llega a Francia. No basta con desnudarse de la vieja materia teológica, sino que es preciso alcanzar, libre de ella, el mundo y la materia donde se dan los hechos y donde sucede, más allá de las elevadas elucubraciones de los hombres, la historia.
Es preciso matizar que, como puede imaginarse, Rúa opone su “realismo” entendido como su atención a la historia, con el “realismo” de quienes afirman que las cosas son como son y que por tanto no puede plantearse ningún cambio u orientación de la historia desde la razón. Es este racionalismo utópico ostentado por el filósofo anarquista el que, contra lo que se dice y parece, mejor se atiene a la realidad pues desde el mismo se capta, salva y visualiza lo que contiene la propia historia. Algo que relaciona con la famosa paradoja de los estudiantes del mayo del 68: “sed realistas, pedid lo imposible”. Quizás hay que dar la vuelta a lo cotidiano, a lo que parece más evidente, al sentido común, para hallar el germen de lo cotidiano, con sus contradicciones y posibilidades. No se capta bien el lugar donde uno se halla inmerso si solamente se atiene a las propias inercias irreflexivamente, dándolas por sentado y considerándolas fatalmente toda la realidad. No todo se agota en lo evidente. Es aquí donde, como señalábamos antes, la razón interviene, la razón utópica.
Para que la razón sea utópica, y el racionalismo no sea un mero racionalismo crítico al estilo de Popper, ha de partir de la ruptura con lo dado y no del continuum que este en el fondo tiene como base. “(…) la utopía se manifiesta con un lenguaje radicalmente disyuntivo, donde la ley no pueda negar el eros, es decir, donde la dialéctica racional se vea constantemente acompañada de una dialéctica erótica y donde la racionalidad del signo pueda ser superada por, o vaya acompañada de la racionalidad del símbolo (…)” (p. 183). Anteriormente, Rúa ha señalado “Lo importante es que la utopía se mantenga siempre como utopía, como constante motor de cambio, de forma que sea siempre la fuerza imaginativa garante de la libertad, por constituir, sin mediaciones, un medio de conocimiento destinado a exhibir diáfanamente las debilidades sociales y las peculiaridades de la falta de libertad de la época. Es así como se conforma un proceso ilustrador y una metodología analítica” (p. 183).
De la lectura de Rúa, además, se va perfilando algo que él constata en los autores estudiados y que ya se da en Platón: el abordaje de lo social como el lugar donde se han de corregir ciertas perversiones y errores sistémicos dados y multiplicados por la dimensión racional-política. Es justamente esta mirada dirigida antes a lo social que a lo político la que diferencia al pensamiento revolucionario de un Rousseau, del pensamiento reformista y liberal de los enciclopedistas ilustrados, incluido el muy crítico y radical Voltaire. Así, el proyecto de La República de Platón presupone esta idea por la que es preciso construir en lo social lo que después ha de organizarse políticamente. Algo que, traído a nuestro terreno, quiere decir que la educación va antes que lo político, y, dicho en otros términos, el hombre antes que el ciudadano. Un proyecto para unos de transformación revolucionaria o, para quienes lo critican, de índole totalitaria en la medida que se echa mano de la educación para preparar al sujeto previamente, lo que convierte su constitución como protagonista en la vida política en una subjetivación sentimental y emotiva que se dirige antes al carácter que a la razón. ¿Exceso de racionalismo en unos o exceso de sentimentalidad y pedagogía rousseauniana en otros? En cualquier caso, la ciencia social va a derivar en ciencia política en un caso, o en sociología o teoría social utópica, en el otro.
Por ejemplo, y yéndonos casi a los orígenes, señala Rúa que el Platón de La República maneja una racionalidad geométrica y abstracta para escapar de las inercias sociales que acabaron causando la muerte de Sócrates, es decir, los intereses, amistades y enemistades dentro de un contexto social no gobernado. Los males sociales, las inercias injustas y terribles son eludidos con la geometría. Mientras que el Platón de El político y Las Leyes vuelve a conceder un papel a lo social e incluso a lo afectivo como materia de lo político, a lo material frente a lo formal. En La República es la eficacia el criterio de la jerarquización, por la que gobiernan los filósofos en cuanto son quienes más lúcida y conscientemente pueden constatar las fuerzas que guían a los demás y sobre todo quienes pueden anteponer el interés común a sus intereses personales. En las obras y estilos posteriores de Platón, será la búsqueda de la felicidad antes que la eficacia lo que, sin embargo, obligará a “diseños” diferentes.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Llibertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (II). Historia y movimiento obrero.
Marcos Santos Gómez
En comprender lo que hacen otros se le va a uno la vida. Lo cual es una tarea que requiere un gran esfuerzo y atención, que, como la lectura, va al mismo tiempo impregnándolo a uno de noche y amargura, pero también de los esplendores y la inefable belleza que nos transmiten los seres marginales. Esa es la razón, o sinrazón, que desde hace décadas me ata con mayor o menor secreto a los anarquistas. Estos viven, como acaso vivía José Luis García Rúa, absolutamente fuera del sentido común y la mesura, esas trampas que hacen que las ovejas entremos sumisas en el redil. Un vagabundo, un mendigo echado sobre las sucias lozas de una acera, es la puerta que, clara y horrible, nos conduce a otro mundo. Y es en ese mundo donde, creo, vivía Rúa. Hombre, como todos los anarquistas, lleno de ese otro sentido común que nuestro mundo al revés ha desplazado. El verdadero sentido común.
Cuando se va leyendo su libro, el anarquismo sindicalista se va mostrando al hilo de la historia, como su nota a pie de página. Su mirada abarca con mayor detenimiento los últimos siglos, los de la Modernidad y la Ilustración, hasta aquel año 1977 de la serie de cursos que impartió en Granada. Resultan interesantes algunos elementos destacables a partir de su relato. Porque, como cualquiera que hace o divulga historiografía, en gran medida cuenta un cuento que para él, como para cualquier otro historiador, trata de ajustarse a los hechos. La vocación de Rúa concede una enorme importancia al relato, precisamente, de lo sucedido, que ha de combinarse con el modo teorético de aproximación a la realidad propio de la filosofía. Ambos momentos nos aclaran, siempre de manera parcial, quiénes somos y dónde estamos. El primero trata, hemos dicho, de ser fiel a los hechos, pero como él mismo admite en el prólogo, no puede librarse de manipulaciones, como la tan reconocida que señala a la historia como un relato hecho por los vencedores. Así, la ideología puede teñir lo que se cuenta sin que el narrador acabe de saber por qué flanco le vienen los disparos. Por esto mismo, hay que combinar con este sano empirismo, con esta apelación al mundo, una prospección que del propio presente y sus sensibilidades, trata de hacerse de un modo elevado, teórico, distanciado, con lo que acaso por debajo de lo empírico va determinando no solo el propio hecho en sí, sino su captación historiográfica. Se trataría aquí de combinar los sucesos con las grandes teorías del hombre, la historia, la ciencia, la razón, la política, para ir desvelando pistas en los hechos, para dotar de una cierta organización a la mirada.
Para Rúa ambos caminos son legítimos e indispensables. Y emprende los dos en el escrito, de origen oral, que estoy leyendo. Todavía inmerso en la parte histórica, encuentro destacables algunos puntos. No me referiré a todo, a su relato, por ejemplo, de la Antigüedad o el Medievo, sino que, como él mismo hace, me centraré sobre todo en cuestiones más cercanas cronológicamente. Porque es en el mundo Moderno donde surge, realmente, el fenómeno social e histórico del capitalismo y el burgués, que todavía se está desarrollando. Este surgimiento no lo explica ninguna gran teoría o, aun peor, filosofía de la historia. Rúa constata que la historia humana es un movimiento y su relato, aun siendo de lenguaje algo seco, áspero, aparentemente exento de bellas explicaciones o poesía, irradia sin embargo una visión poética de la historia. Espero no interferir demasiado por culpa de mis amores, pero la imagen del río de Heráclito, en su absurda existencia, es la que me parece que sostiene su relato. Rúa, lo sé porque lo conocí como estudiante y compañero en alguna manifestación, y porque mis estudiantes en algunos casos le entrevistaron e incluso se planteó la posibilidad de realizar una tesis doctoral sobre su pensamiento, que resulta inseparable de la práctica sindicalista y obrera, un pensamiento en este sentido anti-intelectual y anti-académico, Rúa, digo, llegaba a emocionarse con la lectura de Antonio Machado o las tragedias y la poesía griega. Podía hacerlo, además, porque era filólogo clásico y románico además de filósofo. Frecuentemente aludía en público a su formación, que estuvo, por fortuna, llena de grandes maestros a los que se refería con gran cariño y que comenzaron enseñándole el valor y la belleza del lenguaje, en medio de sus trabajos para poder pagarse los estudios o de las vicisitudes de una infancia de huérfano pobre al que en la Guerra Civil le habían robado el padre.
Pues bien, orador de dicción bellísima que sabía adaptar a la academia cuando le tocaba hacerlo (su castellano era el castellano oral más bello que he escuchado nunca, de una armonía serena, clásica, en su pronunciación y en la construcción de frases o la elección del léxico), poeta él mismo, cuando relataba la historia y en las conferencias más ajenas a la academia donde lo vi (hay bastantes en youtube, de sus últimos años), elude todo solaz y regodeo en lo considerado usualmente bello si trataba de ir al grano. Sus contenidos políticos y sociales eran siempre claros, directos. Pero de la incluso algo seca exposición de la historia que le estoy leyendo, se desprende el viejo halo de la poesía y los filósofos griegos. En su cruda exposición están, repito, Heráclito, Machado. La poesía que emana, decía Antonio Machado, del despojo de todo ornamento y de la sincera pronunciación del mundo. Mundo que es, necesariamente, en el tiempo, como la palabra, como el hombre.
Así, el despojo de ornamentos que realiza en su exposición, incluye la evitación de teorías de la historia como la marxista clásica. Él mira al hombre actuar y solo ve un flujo similar al de un gran río que sucede entre remansos y rápidos. A veces, el río, sin saber bien por qué, salta en cascadas o cambia sustancialmente al cambiar de paisaje. Eso es, acaso, lo que sucede cuando el hombre lleno de posibilidades y de movimiento, fluye hacia el mundo burgués. Es este mundo el que Rúa describe, el del capitalismo, que consiste básicamente en el predominio de una nueva clase de hombres de negocio, de empresa, de comercio, de finanzas, que intentan superar las restricciones legales del mundo feudal con una libertad que van a idealizar y soñar a menudo.
Tanto el mundo feudal como el burgués, y toda la historia desde la creación de los primeros Estados, han sido formas de dominación. La historia se hizo así, se creó de este modo, y en esto andamos todavía. Sin embargo al corsé que el Estado y, en la actualidad, la burocracia y el orden capitalista imponen, un corsé que se extiende incluso a la lógica, al modo de pensar, al sentido común a que aludíamos en nuestro primer párrafo, se opone, en su margen, en su detritus, otro modo de razón. De hecho, la lucha obrera, como mucho sindical y nunca partidista, es la del lugar social donde emerge la razón. Entendiendo por razón un sentido por el que esta equivale al modo de trato práctico con el mundo que, opuesto al burocrático, se materializa en la autogestión de las empresas, una autogestión por el que la creación humana, el trabajo, la relación entre los hombres, se organiza consciente y desinteresadamente. Es una forma de creación. No hay más interés en quien de este modo teórico y práctico razona, que hallar un orden distinto justo y diferente del burocrático.
Se puede decir que esto es imposible o que es un sueño, pero como ideal, es válido, como meta o valor. Porque de lo que se trata es de realizar todas las posibilidades de libertad y calidad de vida que su razón le regala al hombre. Así, el anarcosindicalismo es la manifestación de un hondo racionalismo que trata de hallar un orden racional, y no irracional, como es el orden de la burocracia o la propiedad privada. Es en este campo donde se juega nada menos que la humanidad. Es decir, por muy ligada al mundo de la lucha obrera y el trabajo que esté la praxis anarcosindicalista, hay una poesía y un bello horizonte que está presente en ella, en su realismo sucio, en su espíritu punky. Lo que ocurre es que el modo en que el hombre se piensa y al mismo tiempo modula o modela la realidad, ha de ser en el intento de superar la dominación capitalista. Por eso, para Rúa, como prueba su vida, no tiene sentido el intelectual de despacho, desligado de la acción obrera. Esta, además de una demanda ética, sentimental, fraternal, es una demanda de la propia razón y del pensamiento que se desarrolla al hilo de la acción que ellos llaman “directa”, es decir, la lúcida y consciente transformación del mundo por el hombre, o, mejor dicho, de la historia.
Tan poderosa es esta voluntad de “orden” racional que tampoco sirven las grandes mistificaciones en las que el ser humano se ha engolfado para nada. Aquí reside la teología (y la razón por la que Bakunin creía que debía superarse), pero también las explicaciones metafísicas al uso en las que Rúa incluye el determinismo histórico del marxismo clásico. El pensamiento anarquista trata de ser rigurosamente empírico y fiel a los hechos. La pretensión del intelectual de aprehender su mundo desde su “despacho” no es posible, y eso solo conduce a ilusiones. Hay que mantenerse en la realidad, en la marcha hacia una toma de conciencia colectiva del poder que tiene el hombre para dirigir, hasta cierto punto, su historia. Pero, insisto, su idea de dirección es profundamente antiestatalista. Del relato de Rúa se desprende, sin que él lo exagere poéticamente, que al lado del hombre ha estado siempre una suerte de leviatán, de creación monstruosa, de Moloch al que las vidas de millones de inocentes se sacrifican, en todas las dimensiones imaginables. Incluso el obrero bien cuidado de los antiguos Estados del Bienestar ha sido despojado de parte de su humanidad, pues se le ha castrado intelectualmente para que no se formule las preguntas más indebidas.
Es esta silenciosa censura y mutilación la que, en el caso de las rebeliones juveniles de la época en que dijo estas lecciones, ha hecho brotar una cierta indignación y un espíritu revolucionario en los jóvenes estudiantes. Señala el cambio que en la Universidad se estaba dando, en el año 1977, por el que la rebelión estudiantil se constataba en un llamativo crecimiento de las carreras inútiles (humanidades y letras) frente a las que el sistema del neocapitalismo basado en la cualificación de la masa obrera, demandaba. Anteriormente, las carreras estrella fueron, sustituyendo a la vieja Universidad del pensamiento puro, las ingenierías y en general las de ciencias. Era lo que el capitalismo requería. Así, la rebelión estudiantil de finales de los sesenta y los setenta se tradujo en la demanda de una Universidad no impregnada por los intereses del capitalismo y las empresas. Esto, y lo decía Rúa en los setenta, este capitalismo de la cualificación, invertía a mansalva en la investigación. Es lo que originó el tan cacareado lema actual de la Investigación más desarrollo (I+D). Lo que los estudiantes de hace décadas advirtieron es que este lema en la neo-universidad albergaba una peligrosa trampa, es decir, nacía de una pura ideología capitalista.
En su análisis de los sesenta y setenta del siglo pasado, Rúa se refiere por encima a Marcuse, que tan presente estaba entonces entre los estudiantes. Señala, frente a él, que los estudiantes han reaccionado no por sentirse o ser seres marginales, como los mendigos o las minorías étnicas, sino por haberse percatado del camino que tomaba la Universidad y haber querido afirmar otro tipo de Universidad que no se doblegara al capitalismo.
Aún me resta leer bastantes páginas más de un texto que como casi todos los de Rúa es para la acción y tiene sentido si toma un papel en ella. El libro, este tomo IV de sus “Reflexiones para la acción” terminará, tras un repaso de la historia de la filosofía, con textos más actuales que incluso conducen su análisis al 15 M, en cuyas asambleas, nonagenario, participó.
Bibliografía:
García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’estudis libertaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Leyendo a José Luis García Rúa (I). El valor de la Historia.
Marcos Santos Gómez
Detrás del ímpetu de muchos de los grandes educadores y educadoras que han pasado a constituir una especie de canon en la Pedagogía, es decir, que se les cita, menciona e incluye en los tratados de historia de la educación o historia del pensamiento pedagógico, se da siempre un elemento tanto filosófico como educativo. Mejor dicho, su praxis y también su teoría, o sea, sus obras escritas, presuponen una discusión que es propia del campo de la filosofía. Porque un modo de abordar la educación como asunto universitario, es decir, como asignatura o disciplina para conformar cursos y planes de estudio superiores, es el que se sitúa justamente entre la Filosofía y la Educación, en la medida que en la Universidad se trata de pensar lo que nos traemos entre manos. Si queremos aprehender lo que implica y significa educar, es preciso ir más allá de lo meramente descriptivo o técnico y dar cabida a una reflexión más amplia y generosa respecto a los "fenómenos" educativos. Enfoque que puede corresponder tanto con una Filosofía de la Educación, como con una Teoría de la Educación, en el sentido alemán de esta última, que la entiende como un pensar la formación y la cultura, es decir, como “Pedagogía”.
Así que podemos matizar y distinguir la ciencia de la educación que investiga con distintas metodologías y técnicas elementos asociados a la educación, del enfoque que es más propio de la docencia o de la escritura de manuales y ensayos, que pone en marcha la reflexión sobre la educación. Ambas necesarias: ciencia y reflexión. El prurito del rigor y la sistematicidad, de lo empírico y descriptivo, no exime ni reniega del afán de ahondar en los lugares más “personales” de la educación, donde esta opera y de donde esta emerge, como es la conciencia. Solamente acudiendo a Paulo Freire por ejemplo, sin necesidad de ir, aunque se puede y debe ir, a los enfoques más hermenéuticos o fenomenológicos (sobre un tratamiento fenomenológico de la educación acaba de publicarse una obra magnífica de Vincezo Costa, en la editorial Sígueme, que ya nutre mi biblioteca personal), solo con Paulo Freire, digo, cuya filosofía de la educación trata especialmente de la conciencia y la concientización, es ya preciso volar hacia la dimensión de la filosofía.
Digo esto al hilo del texto de José Luis García Rúa que estoy leyendo, su cuarto tomo de la serie Reflexiones para la acción. Una lectura libertaria de la Transición. En gran medida este tomo esboza (como casi todos los anarquistas el género que parece serles propio es el “esbozo” o lo fragmentario de sus borradores) desde una doble perspectiva, histórica y filosófica-teórica, una lectura “teórica” de la civilización a la que preocupa lo que sucede, para captar lo singular sin sacrificarlo en una pretensión de totalidad hegeliana. Creo que Rúa aspira a mirar y comprender en su globalidad las épocas y lo que en el tiempo va siendo el hombre, pero sin que este afán comprensivo agote al hombre y lo suplante. Esta es la clave anarquista frente a la marxista clásica, según su propia explicación, frente a la que fuera ideología en el llamado “socialismo real” de los antiguos países comunistas; aunque ahondaremos bastante más en esto más adelante. Lo que ahora nos interesa es la relación que para Rúa ostenta el pensamiento con los quehaceres, en plural, del hombre.
Ardo en deseos de llegar a la sustanciosa parte en la que el filósofo asturiano recorre el pensamiento, pues me hallo aún en el desarrollo de la historia que parece fue el texto de un curso y charlas que impartió en el año 77. Su idea de la historia trata de no ser fundamentalista o metafísica como, según él, lo es el evolucionismo mecanicista hegeliano según el cual la historia seguiría el conocido esquema de la tesis, la antítesis y la síntesis. Para Rúa no hay un plan escrito, un destino, un final, en la historia humana. Lo importante es un presente que aunque exulte de horizontes, es lo único real, es lo concreto de que puede propiamente hablarse y pensarse y desde lo cual todo más allá en la historia se postula para su transformación.
Así, Rúa constata, como efecto de fuerzas ancladas en el tiempo o época que les son propios, no en ningún cielo teórico, que ha ido sucediendo una cierta transformación de la dominación. Es decir, puede aproximarse a quien se atreve a desarrollar teorías de la historia, pero no hace una filosofía de la historia. Esto quiere decir, llevado a su extrema consecuencia, que la dominación, fenómeno en la historia que le preocupa principalmente, sería como mucho una constante propia del paréntesis que es la historia humana. Asunto tan antimetafísico como liberador, ya que para él es entonces tan posible la dominación como el mundo sin dominación. Ambas posibilidades son reales, posibles en la historia. Yo diría con un lenguaje que él no creo que empleara jamás: ambos sueños son ese sueño que es el hombre. Nada, ni siquiera la dominación o la utopía de libertad social, pueden considerarse esencias existentes en el hombre o la historia. Sí, tampoco la libertad, que para Rúa es buena, forma parte de una cierta bondad, pero nada más. La historia puede tanto salvarnos como engullirnos. Tener esto presente es, para él, creo y muy en el fondo, la lucidez.
Hay, pues, un evidente materialismo en Rúa, pero carente de predeterminaciones. Justamente por eso es materialismo. En el materialismo de su comprensión de la historia se dan las relaciones de los hombres entre sí y con su medio, los distintos tipos de dominio de la historia y, lo que es muy importante, la cultura. Rúa se fija en los elementos culturales pero escapa con firmeza del idealismo culturalista. Afirma el tipo de intelectual que es él, volcado en la acción y cuyo pensamiento solo tiene sentido en sus repercusiones prácticas, lo afirma, digo, contra lo que llama en alguna ocasión el “intelectual de despacho”. La tarea intelectual que se agota en sí misma resulta impotente para captar bien su mundo, pues el mundo no se deja captar en el mero esfuerzo teorético. Así, el pensamiento siempre tiene que ver con una forma particular de relación de los conceptos con la vida de los hombres, lo que, dicho en nuestro campo, quiere decir que no hay teoría o ideología neutra, en abstracto, como si pudiera pensarse en un cielo etéreo. Desde el principio parece estar teniendo en cuenta la crítica de Feuerbach a los espejismos que constituyen todas las formas de idealismo o esencialismo.
Al margen del mayor o menor acierto de este filósofo en su concreto tratamiento e interpretación de grandes filosofías como la hegeliana (tratamiento que en su prólogo reconoce insuficiente), hay que captar bien cómo representa un enfoque “educativo” de la en apariencia solitaria tarea del pensar. Por educativo entiendo, casi como sinónimo, “transformador” y “creativo”, o, “poético” a la griega. Él fue un vivo nexo que buscamos entre la filosofía y la educación, ocupación esta segunda que, para el pensamiento anarquista, quiere decir asunción de la propia vida para transformar, consciente y lúcidamente, la historia. El “educando”, no hay ahora que explicarlo mucho, se ha “inventado” en occidente como persona que se hace consciente de su repercusión histórica, de lo que lo liga a los demás, para acometer su acción, o sea, en el juego del tomar distancia y al mismo tiempo sumergirse en ella. Un concepto básico en el anarquismo (anarcosindicalista, por lo menos), como es evidente, y, tal vez, en cualquier teoría revolucionaria. Aunque la historia no es más que la anécdota, o la nota curiosa, de ese hirviente caldo de caos, sueños, mito y materia que acaso constituyó a la opaca prehistoria. En este sentido, nace la educación como el proyecto de hacerse con el propio destino, de adueñarse del mismo, conformándose como sujeto de la historia, y por tanto, dentro del tiempo histórico y más aun, del tiempo epocal marcado por Grecia, diría yo. De esta agonía que somos, la agonía de la historia, Rúa quiere conocer, y comprenderse en la historia en cuanto lugar de la dominación y de la libertad social. Se fija en ello porque esa es la historia donde vive y la historia que es él, que vive en él. Su realismo pasa por ello.
Yo suelo comparar este modo de hacerse con la realidad, al mismo tiempo intelectual y práctico, en la dimensión científica y espistemológica con la técnica de investigación que los antropólogos denominan “investigación participante”. Así, para Rúa, no hay otro modo mejor de captar bien la realidad que no implique un toma y daca con la misma (de este modo definía Neill su tratamiento teórico de lo que sucedía en la praxis educativa de su escuela Summerhill, por cierto, como un “toma y daca”, en las traducciones a menudo horribles de sus obras). Pensar es un quehacer. Una acción o, por lo menos, conlleva como algo inherente una obligación o deber de actuar.
Sobra decir que figuras enormes de la reciente pedagogía, como Paulo Freire, han realizado precisamente esto. La conciencia, según el educador brasileño, solo puede emerger en el tiempo, nunca como algo estático o ya dado de antemano, sino que es pura aprehensión en movimiento y, además, dialógica, de lo que es. El diálogo, en Freire, indica que el pensamiento o la conciencia que uno trata de adquirir tanto de sí mismo como de su medio (histórico), pasa por una especie de perspectivismo orteguiano que, a su vez socráticamente, no rechaza el horizonte de una “verdad” sin agotarse en una única perspectiva. Según esto, ninguna metodología científica, si es que hablamos ahora de ciencia, tiene la exclusiva de la verdad, como se encargó de llevar a un extremo (acaso insostenible y excesivo) ese anarquista de la ciencia que fue Feyerabend. Aun más, para este, la ciencia en sí misma es una perspectiva que debe coexistir con las demás. Debo puntualizar que yo prefiero mantenerme en los márgenes de esa perspectiva de lo considerado “científico”. Aunque sin que esto deje de tener cierto elemento de fe o creencia en su base. Fe en la cual ha consistido este paréntesis en la historia, o mejor dicho, en la no historia, que es la historia o, llamada de otro modo, la civilización. Demasiado tiene uno con bregar dentro de su casa, como para pretender salir a bregar con lo de fuera.
Así, el estudio de algunos textos urgentes de Rúa, subraya y evidencia que no puede haber ciencia sin afirmación de un mundo ni sin la puesta en marcha en un sentido determinado de su transformación. Pero también, que el estudio de la educación tiene que echar mano de la historia y la teoría. No vale un educador o maestro entendidos como meros técnicos o “artífices” del mundo actuando a ciegas. Para Rúa pensar es hacer mundo, inexorablemente. Y “hacer” mundo es ya, también, y se sea o no consciente, pensamiento. Hay una doble dirección en la vida que, para el anarquismo, circula entre la teoría y la práctica.
Bibliografía:García Rúa, J. L. (2013). Reflexiones para la acción (IV). Badalona: Centre d’Estudis Lliberbaris Federica Montseny.
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Educación y filosofía
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Ayer me encontré con el futuro.
Marcos Santos Gómez
Tal vez puedan suscitar recelos en los demás, que los consideran una viva desmesura, una extravagante y perturbadora rareza. Pero no son en absoluto tan ajenos a cualquiera de nosotros como parece. Porque constituyen una derivación o mejor dicho, una pura manifestación, de algo que la civilización lleva siglos planteándose. Se trata de esa gente que adora el color negro y la música punky, que además lee con profusión a Antonio Machado o a Feuerbach, pero que también detestan descripciones estereotipadas como esta que yo mismo estoy trazando ahora. Viven en el ímpetu revolucionario, aspirando a formas canónicas y universales de ser. Son, por supuesto, los viejos anarquistas que como un contrapunto van acompañando a la historia, a la que tratan de agarrar por los cuernos mientras se les escapa a ellos y a todos para aplastarnos. Está su opción de vida y estilo de pensamiento en el corazón, en el alma misma, de occidente, solo que, desgarradoramente fieles a ella, realizan un proyecto de racionalización de la vida política, para helenizarla y apartar la barbarie de la falta de ideales. Su lema es completamente opuesto, como vamos a resaltar, al maquiavélico “el fin justifica los medios”, pues el fin ha de exultar gozoso como una melodía infinita en cada estación de la historia, en cada decisión política, en la completa existencia del individuo.
Podemos decir que el alma de occidente, la estela de los primeros filósofos, vive, pero vive en esa alma colectiva que llamamos cultura, un alma que se ha desgarrado del mundo, para dejar abandonado al propio mundo. Así, en el mismo proceso por el que la filosofía pronto se hizo académica y escrita, nuestra civilización, por razones históricas muy complejas y también propias del logos como tal, que ahora no podemos resumir, acabó haciendo cristalizar el conocimiento en una suerte de ente cuya relación con la vida se hizo ambiguamente distante. La distancia lograda por el hombre en la cultura fue, en lo bueno, la que posibilitó un cierto grado de autoconciencia y reflexión, y que emergiera un trato crítico con la vida. Pero, como hemos indicado a menudo en este blog, el flujo del pensamiento a la hora de responder a problemáticas vitales y prácticas, se acabó encorsetando un tanto en los conceptos y explicaciones que se forjaron en él. Un proceso complicado al que solo aludimos en pocas líneas que, dicho con brevedad, implicó que la filosofía y la sabiduría dejará de constituirse como forma de vida, como razón encarnada o pensamiento instalado en el centro de la propia acción.
Esto ya lo sabían los antiguos y de hecho durante muchos siglos la figura educadora del sabio era una figura que aunaba lo teórico con lo práctico, es decir, que todo él, la persona completa, debía ser gobernado por la razón, en una coherencia semejante a la del cosmos (el orden natural del universo, idea muy griega). Así se unificaba la originaria quiebra entre la vida y la cultura (que siglos después preocupara a nuestro Ortega y Gasset). Este enfoque solía entender al hombre como microcosmos que debía reproducir el orden universal, tanto en sus emociones bien temperadas como en su conducta. Fue esto una idea reincidente que adquirió en la historia distintas figuras y que fue principio no solo para filósofos sino para corrientes esotéricas y mágicas que sustentaron protociencias como la alquimia árabe. La idea, antes de naturaleza mítica y religiosa que puramente lógica, de un orden secreto que recorre íntima y calladamente el mundo, una armonía que, como la teodicea cristiana, habría de acabar justificando y salvando al mundo. El griego aspiró siempre a esta armonía que incluso al obstinado y terrible escepticismo de los más radicales sofistas acompañó como una armonía sin palabras en el mar de los argumentos enfrentados como corrientes y olas en el ponto por el que navegaba Ulises. El escepticismo, como bien señala Antonio Machado y los escépticos del periodo helenístico expresaron, deviene antes calma que enardecimiento, al relativizar los peligros y afirmar que en última instancia, por suerte, nada importa demasiado.
En realidad, la imagen del mundo como cosmos, como orden, tan griega, parte de una imagen, creencia o intuición cuya naturaleza primera no es racional y de hecho puede estar presente abundantemente en los mitos. Y puede, por tanto, haber sido antes una creencia, por tanto un fundamento irracional, que, paradójicamente, estuvo en la base de la racionalidad inventada por Grecia. Desde este principio orgánico, el orden recorría la médula de la civilización. El mismo anarquismo recoge esta discusión filosófica y de hecho hay un anarquismo teórico en la filosofía actual en el que la “diferencia” frente al dogmao mito de la identidad y del orden metafísico ha ido ocupando como “alma” el antiguo lugar de la identidad. Pero lo que nos interesa en este artículo no es esto, un asunto crucial, actual y que ha derivado en creativas filosofías, originales y complejas, sino la idea o ideal de un orden cósmico que ha de irradiar y gobernar el orden humano. Idea que late en el anarquismo comtiano, decimonónico. Orden que si uno se toma en serio, ha de conectar con esta cósmica llamada. No puede haber incoherencia si uno vive bien y si lo bueno rige el mundo, lo bueno ha de ser modelo y salvación para el hombre. Dicho con otras palabras, el anarquismo clásico, es decir, el de los anarcosindicalistas (pues hay muchos anarquismos), ha de esbozar y contemplar la realísima existencia de una “verdad” que, como entre los estoicos romanos, se sitúa en el horizonte de la propia existencia singular y social que justamente se orientan por ella, tal como desarrollan los modelos utópicos de la Modernidad. Es un anarquismo aun con cierta sombra de positivismo y metafísica.
La materia y el ser son buenos. Como diría Rousseau, las facultades naturales del hombre son virtuosas. Lo que habría por tanto es una diferenciación no tanto del cristianismo o el estoicismo, con los que por el contrario comparte lo que hemos indicado, sino de las versiones gnósticas de uno y otro. El gnosticismo, gran corriente filosófica y esotérica que deriva en parte del neoplatonismo, se dio con fuerza en plena expansión cristiana, es decir, en el siglo II. Su imagen del mundo y la materia es justo la contraria a la anarquista, grosso modo y por mucho que haya también algo del salvajismo angélico de los gnósticos en la rebelión anarquista. El mundo está teñido, tiznado de pecado, de carencia, de caída. Ha habido una degeneración o un abandono de la materia por parte de lo espiritual, quedando apenas un resto puro que es preciso preservar aislándolo del mundo. Este es el meollo del gnosticismo que responde, creo, a algo muy antiguo y humano, diríase que también a su manera realista y casi de sentido común, responde, digo, al pesimismo, a la idea que uno se hace del ser y la existencia cuando experimenta la vida como algo doloroso y la historia como una tenebrosa Babilonia.
Es este pesimismo al que el anarquismo, tan rousseauniano, responde con la imagen o idea contraria. El mundo y el hombre son buenos. La materia no es solo materia, sin más, siendo neutra y amoralmente, sino que hay en ella una bondad que puede vivenciar por ejemplo el artista o el místico. Aunque hemos de diferenciar los dinamismos ascéticos de los místicos. El asceta renuncia al mundo para hallar la bendición de un encuentro puro y privilegiado con la Divinidad en el desierto o la cueva del anacoreta. El místico recibe el don, gratuitamente, de dicho encuentro, como un exceso, como una sobreabundante desmesura. Son, por tanto, dos formas de ser, dos estilos de ética. Claro que para el místico dejan también de tener valor ciertos aspectos del mundo relacionados con el poder, la riqueza, el prestigio, pero lo que se le dona sin haberlo ni siquiera imaginado es el mayor de todos los tesoros en cada gota de agua o brizna de hierba.
Retornando a la idea anarquista decimonónica, esta desea impregnar al mundo de razón y devolverle algo perdido, pero sin apartarse del mundo e irradiando puro amor por él, bañándose en el dorado estanque de la materia, o, mejor dicho, en el eterno y pasajero río de Heráclito al que, no obstante, recorre algo que hace que podamos llamarlo río y considerarlo una misma cosa. Esta idea aparece a menudo en el Juan de Mairena de Antonio Machado, poeta que el filósofo anarquista José Luis García Rúa adoraba y al que alude frecuentemente en sus textos. Hay un elemento intangible que permite ordenar la existencia, pero que no se opone al constante y eterno flujo del gran Amazonas que es la misma.
Este punto arquimédico desde el que entender el mundo y, todavía más, recomponerlo, marca el horizonte de un orden natural que es bueno y que puede también gobernar al hombre, a la sociedad y a la política. La salvación estriba en dejarse impregnar por este orden, lo que en la teología cristiana será la presencia misteriosa y callada del Espíritu Santo. De hecho se ven teologías y formas de vivir el cristianismo que asumen este optimismo nuclear por el que la Creación es buena. En realidad, es un principio básico en el cristianismo, y uno de los elementos que, contra lo que muchos dirían, incluyendo a anarquistas y cristianos, les une. Por poner un ejemplo de esto, recuerdo que alguien en la prensa, en los noventa, definía al activista jornalero Sánchez Gordillo como expresión del atávico anarcocristianismo del campo andaluz, del ideal sencillo y orgánico que recogen ambos idearios anarquista y cristiano.
Desde luego esto hay que corroborarlo trayendo a colación y estudiando detenidamente los textos anarquistas, lo cual es tarea también futura para quien escribe estas líneas. Digamos que nuestra aproximación está siendo en el campo de la educación donde la imagen básica del anarquismo que vamos describiendo está en muchas teorías educativas que entendieron la educación a partir de Rousseau. Nos referimos a un tipo de anarquismo de impronta aún moderna e ilustrada, frente a otras derivaciones que, como he dicho, hoy no nos ocupan en estas líneas.
Un anarquismo que entiende la buena existencia como aquella que se deja teñir por la razón. Lo que viene a ser la conformación de la vida en función de ideales en una cierta regulación ética, los cuales, lejos de permanecer inmutables en el cielo, son el dinamismo que ya llevamos dentro, que portamos, y que representan, empleando otro lenguaje, las posibilidades (buenas) que nuestro mundo y la historia ya albergan.
Tengo en mente, según voy hilando estas ideas, el famoso debate en los setenta entre Foucault y Chomsky, que sobre todo versaba de esto, al menos en su parte más interesante. Si mal no recuerdo, y a falta de verlo una vez más en youtube, Chomsky destacaba, enfrentándose a Foucault, la necesidad imperiosa, o sea, para la ética y la política, ambas ligadas, como también lo consideraba Foucault, de que se aspirase a una cierta claridad en lontananza, un horizonte donde el espejismo nos va revelando lo que vamos siendo. Hay un horizonte de deberes que amplían y tiran del propio ser, que lo ponen en marcha, como un principio esperanza por el que se pone uno en movimiento para movilizar a la propia época. Tal vez todavía una imagen ligada levemente a la metafísica de la identidad y sus fantasmas, le replicaba Foucault a Chomsky.
La expresión que en estos momentos no recuerdo bien si atribuir a Rudolf Rocker o a Bakunin de que “la anarquía es la máxima expresión del orden” afirma implícitamente esta verdad: que existe una organización de la vida que es natural y buena, sita en la propia materia, exactamente como lo expresaba Rousseau en el Emilio, un cierto orden en el cosmos cuya asunción consciente, si se orienta el orden humano hacia el mismo, de algún modo nos salva. Son viejas ideas estoicas y cristianas, como hemos señalado, aunque hemos de matizar con contundencia que el caso del cristianismo en su plasmación eclesiástica más fuerte nos ofrece la pista para señalar una cierta aberración por la que el ideal que rige la vida logra ser de nuevo rebajado y sometido, despojándolo de su peligroso potencial, ese peligro que nos asusta y adivinamos en el admirable modo de ser de los bellos anarquistas.
Bajo la égida de la “prudencia” el anarquismo resulta una desmesura y una virulenta actitud vital que vive en la confrontación y el conflicto antes que en el erigir puentes y nexos que lo conecten con la cultura y la política habituales o reconciliadas. En apariencia, claro, porque cada vez me parece más evidente que quienes andan por la realidad son ellos y nosotros nos perdemos en la niebla de las fantasmagorías y constructos de nuestro mundo burgués. El anarquismo tiene que chocar, es de cajón, con el capitalismo; y con el capitalismo, para vencerlo, no se puede pactar. El ideal de la socialdemocracia es un ideal ya rebajado y mezclado con la falta de ideales capitalista. Así, el anarquismo presenta a la mayoría esa cara violenta, no violenta porque sean violentos, sino porque su superficie, lo que muestran, fricciona y no encaja con casi nada en el mundo de la mayoría.
En este artículo, fragmentario como todos los artículos o entradas en un blog, voy a destacar solo una idea más, como siempre, apuntada con lamentable vaguedad y premura. Consiste en la intuición, a desarrollar en una hipótesis, como futura pista de trabajo, consistente en que es el desarrollo de la “prudencia” eclesiástica basada en un mandato de Jesús a sus discípulos que les recomienda ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas al ir a predicar la Palabra, el que ha podido estropear la dosis de verdad que pudiera haber en el mensaje y la religión cristiana y en cualquier ideal como el ideal anarquista. De hecho, el anarquismo es la reacción, como hemos dicho, contra el maquiavélico “fin que justifica los medios”. El cristianismo tiene, desde luego, un fondo revolucionario que como todos los fondos revolucionarios consiste en la aspiración a recomponer el mundo humano, desde la subjetivación o reconstrucción del sujeto a la reorganización de la vida política y a la refundación desde cero de la mismísima humanidad (¡Por eso los anarquistas han valorado tanto la educación!).
La interpretación de esa “prudencia” como razón estratégica, al modo de lo que uno pone en juego cuando medita sus jugadas en el ajedrez, y, aun peor, su absolutización, es lo que ha derrumbado todo el orden y el edificio del mundo nuevo cristiano. Es lo que las organizaciones sindicales anarquistas y su comprensión de la política intentan eludir. La “prudencia” ha implicado, en el caso de la Iglesia, el sometimiento de todo el aparato institucional a una razón de Estado o mediación que a la larga se convierte en su propio fin. Así, como todas las instituciones, la Iglesia puede acabar sirviéndose a sí misma por encima de todo, lo que estaba prefigurado en el extraño consejo de Jesús a sus discípulos al recomendarles ser astutos como serpientes y puros e inocentes como palomas. Y digo extraño porque el propio Jesús fue muy poco prudente. Aún más, no se logra realizar un proyecto revolucionario como el de Jesús, sin un inevitable choque y conflicto con la realidad. De hecho es lo que sucedió con los muy desmesurados mártires del primer cristianismo, que horrorizaban la mentalidad “prudente” del paganismo y del culto oficial romano o el Derecho. Es que debe hacerse así. Por mucho que imperen los ideales, bellos y excelsos como los que movilizan a la razón cristiana, estos son no ya sacrificados provisionalmente en aras de la conquista de estaciones intermedias en el largo camino hacia ellos, sino pervertidos. Y esto es lo más insoportable. Que un elevado ideal capaz de enriquecer cualitativamente, es decir, en el ser, al hombre y a la historia, sirva para ocultar con toda esa tramoya de bondad, los verdaderos fines y justificar lo que el propio Jesús jamás justificaría.
En su discurso, el Gran Inquisidor del relato de Dostoievski es esto mismo lo que argumenta: que a la vista de que el hombre no resiste la libertad (o sea, la más explícita y burda renuncia a los ideales cristianos y a la posibilidad de un orden humano natural), es preciso edificar (ese verbo metafórico tan empleado en los tratados de espiritualidad y moral cristiana) aquí en la Tierra, para que la libertad del viejo estoicismo se torne servidumbre, evitando más problemas al hombre. El sentido común y el pragmatismo son en este caso una franca renuncia a todo horizonte y la vertebración de mundo, sociedad y sujeto con un orden terrenal. Se renuncia al cielo y por eso, el antiguo y bondadoso e idealista beato que como don Quijote lucha con denuedo por un mundo mejor, al tornarse práctico, ha renunciado a todo ello. A un paso de su muerte, don Quijote dirá, “debía haber sabido que nunca hubo caballeros andantes en el mundo”. Sin embargo, a punto de morir, su creador, Cervantes, afirma, en la dedicatoria de su obra póstuma Persiles estar con un pie en el otro mundo. Cervantes vivió seguramente, toda su vida, con un pie en el otro mundo.
Desde esta perspectiva, el cambio por el que un cristiano “madura” dejando atrás los viejos ideales de juventud puede ser descrito sin tapujos como el cambio de quien sustituye a Jesús, el Jesús idealista y joven, por Satán, el viejo demonio. Este, como expresa el dicho, sabe más por viejo que por diablo, lo que quiere decir que ha olfateado y palpado bien el mundo, pero el mundo sin ideales, y es sobre todo un estratega, alguien que domina el arte de la prudencia y el vivir astuto, un mago de la conciliación que por limar asperezas ha renunciado al espíritu.
Pues bien, es lo que hay de matanza de los ideales en el dicho de que el fin justifica los medios, lo que, al rechazar esta moral mezquina, convierte a los anarquistas en esos seres excéntricos, marginales y conflictivos que tanto tememos. Tienen algo, o mucho, de quijotes. Y participan de su locura en tanto han renunciado a la razón mediadora, o estratégica, que estamos denominando aquí “prudencia”, sin acometer aun un necesario análisis pormenorizado del concepto de prudencia en la filosofía desde Aristóteles que seguramente impregnará las interpretaciones teológicas del mencionado pasaje evangélico. Ahora solo establecemos una pista, como hemos señalado, para futuras indagaciones. Una pista que emana de la percepción misma que del anarquista tiene quien vive integrado en la sociedad. El anarquista busca conscientemente, como parte de su racionalización de la historia y del hombre, extrañarse, ubicarse en un punto tensamente exterior, lo que no se puede lograr a fuerza de prudencia. Les pueden achacar vivir en un delirio purista, en un forzado “estado de naturaleza”, en una fatigosa e imposible búsqueda de una hipotética bondad natural rousseauniana, incluso en el rigorismo moral, pero es que puede que no exista otra opción para ser revolucionario, o sea, para la transformación del mundo que afecte al propio ser cualitativamente. Si aceptan ser estrategas, lo pierden todo, como ha pasado con la Iglesia. Esta, por no salir de un mundo que ya empezaba a gustarle demasiado, tras su conversión en la religión oficial del Imperio Romano, apoyándose en una dinámica metafísica anterior, hubo de crear su paraíso en el cielo, para que, escandalosamente, desde allí el ideal justificara lo que las vergonzosas mediaciones estratégicas y prudentes de la Iglesia ya estaban provocando. Ni más ni menos que la corrupción del propio cristianismo.
Así, ayer, entre todas las casetas de la Feria del libro de cierta ciudad española, sentí muy real, obvio, que de las dos o tres pertenecientes a editoriales o librerías anarquistas, se abría una posibilidad nueva. La novedad absoluta, la exultante vitalización de la historia, la irrupción marginal de un retazo de mundo posible, la existencia coherente, la sabiduría sincera. Fue algo sentido, no pensado, y, de hecho, he escrito estas líneas para tratar de pensarlo un poco. Pero encuentro muy difícil expresar lo que eran con sencillez pero visible estruendo, la honda humanidad que desprendían, la rabiosa sinceridad, la honesta rebeldía en la que el mismísimo corazón de la humanidad se estaba ofreciendo. No hallo mejor lenguaje para hablar de ello y describirlo salvo el lenguaje religioso. Habría que pensar por qué. Quizás lo que se palpaba era tan serio, tan radical, que faltan las palabras, aunque no una intención lógica de hacerse con ello que ha de remover en lo sagrado y en el mito. Razón y mito se alían en las fundaciones.
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Educación y filosofía
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El Juan de Mairena. Filosofía, educación y poesía en Antonio Machado (I).
Marcos Santos Gómez
Lo que Machado expresa en su poesía, la temporalidad desde la que, en aparente contradicción accedemos a la eternidad del instante o a su mayor valor, es “elevado” a ejercicio pedagógico en su Juan de Mairena. Pero, a diferencia de la pedagogía al uso, lo que sea que haya que enseñar, los tan adorados contenidos y verdades de las clases, no resisten un irónico poner en jaque su propia firmeza; y la buena clase retratada por sus aforismos lo es porque logra disolverse y mirarse ella y al mundo, como parte de un mismo vértigo. Juan de Mairena sitúa con su guasa a sus alumnos flotando en lúcida levedad sobre la superficie del tiempo, para poder asistir asombrados a la trama de lo real constituida ahora en simple tramoya, como una sólida pero grotesca pretensión de ser algo cierto, en medio del arrollador paso de lo que hace que todo sea incierto: el tiempo, las facetas, la carencia de solideces y firmes cimientos. De nuevo la fascinación helénica por el cambio que para unos es constante y dramático despeñamiento de los entes en el no ser y para otros, entre los que hay que contar a Machado, es el modo de darse el puro ser, antes ondulación en esa extraña sustancia, que no es sustancia, que es el tiempo, lo que salva al asunto de todo tinte trágico o pesimista. Y también, como desde hace dos mil y pico años, el viejo y siempre nuevo asombro griego, la capacidad de asombrarse como lo que pone en marcha el pensamiento y nos salva:
“El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez” (p. 79).
Las esencias, las cosas, lo firme, constituyen la vana pretensión del hombre de acceder al ámbito sin tiempo, pero en el tiempo, desde el tiempo y abocado a vivir y a perecer como ser temporal. Hay un bellísimo aforismo del libro del poeta que estamos comentando, que cuenta la brillante y poética metáfora kantiana de una paloma que notando la resistencia del aire al volar, se imagina equivocadamente que volaría mejor en un espacio vacío. Esto es, precisamente, lo que sueña el hombre, sin darse cuenta que todo él, y todo lo bueno a lo que puede aspirar, incluidos sus sueños de intemporalidad, se traza dentro del tiempo y solo se entiende en la medida que es dicho, pensado o soñado en el tiempo. Saber esto es ya el inicio del pensamiento que trata de educar, del Juan de Mairena, de manera que la clase en el instituto consiste en una especie de disolución ingeniosa y a veces tierna, de todas las certezas. Y es pedagogía, o filosofía que ha de ser poética y pedagógica, porque solo puede desarrollarse esta fluidificación del hombre en el trato, educativo y dialógico, que el hombre hace consigo mismo cuando trata de compartir saberes y esfuerzos por asir o danzar la realidad o, por seguir nuestro hilo de las precedentes entradas, la cultura. Por cierto, en un aforismo se muestra con obviedad esta posición cercana a la Institución Libre de Enseñanza que atribuíamos a Machado recientemente, en la idea de una universidad no de especialistas sino lo que hoy llamaríamos “generalista”. Es el contacto vivo con la totalidad de la cultura lo que salva la vida del hombre, lo que nos justifica y eleva a ser algo y no nadie:
“Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Ésta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!” (p. 56).
La del especialista, señala el poeta, es una forma de ignorancia, de renuncia a la atmósfera, con todo su juego y proporciones de gases distintos, que nos insufla vida. Como vaticinaba Weber, la ciencia del especialista, su saber, es ciencia sin espíritu.
El pensador que es Antonio Machado, o su alter ego Juan de Mairena, es duende travieso al que el abismo le produce un grato hormigueo en el cuerpo, un goce lúdico. Machado vence al espíritu trágico, que resulta desenmascarado y derrotado por la risa. Muestra las cualidades y reverberaciones de las cosas, acaso formas sin sustancia, con juegos poéticos y sofísticos (que en él comprobamos que son lo mismo, es decir, lo poético y lo sofístico coinciden, como sabía el arquitecto Platón al condenar a los poetas en La República), en una broma (pensar y reír también es lo mismo) que parte de la sospecha ante todo lo firme, para lograr una licuación de la clase misma, con sus breves y aforísticas lecciones. Sentimos manar el caudal de la verdad que aniquila las verdades y a la propia verdad, para ser gozosamente arrastrados por esa desvariada corriente. Es la temporalidad la que parece deshacerlo todo y es la palabra juego que trata de captar la realidad en una inagotable dialéctica que lo es todo y que huye de cualquier tipo de freno ni síntesis.
Se despliega en el libro del poeta una curiosa forma de entender la lección y la clase, en un ficticio instituto donde su alter ego enseña asignaturas como “sofística” o “retórica”, y otras más que nunca se han enseñado verdaderamente en la enseñanza secundaria, pero mucho menos al estilo con que este profesor de provincias lo hace. Y es que para adquirir plena consciencia de lo que implica realmente saber y de algo tan raro como una clase escolar, hay que tomárselo, literalmente, a broma. Esa conciencia es el producto donde comienza y termina el pensamiento. Se piensa, así, para obtener lucidez, pero no para hallar verdades. O en cualquier caso, la verdad opera como el daimon socrático, de una manera negativa y un tanto nihilizante (¿las gotas de sangre jacobina que el poeta decía tener, como un pathos de verdad impulsándole en denodada lucha contra la verdad?). Tanto es así que en las primeras páginas del Juan de Mairena lo que desarrolla el maestro es broma tras broma, lo que no se aleja mucho tampoco de Sócrates y de sus discípulos estoicos o sobre todo cínicos. Como en todos ellos, sí hay una voluntad de llegar a algo, y, en los textos del Mairena, se llega de hecho a algo, en cada uno de sus aforismos. Aun ofreciendo una continua sensación de estar en el aire, como una pluma o semilla de diente de león flotantes, el lector va percibiendo que es él quien está con plena lucidez en el mundo, en la clave que aniquila todas las claves y que también se aniquila ella misma, feliz y exultante. Nótese dicho con extrema concisión, que concentra burla, ironía y pensamiento, en el primer aforismo que abre el libro:
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.Agamenón. – Conforme.El porquero. – No me convence.” (p. 53).
Son precisamente los que guardan y aguardan la verdad, quienes más se alejan de ella, pues tapan las dobleces y bifurcaciones con que nuestros corazones buscan, se aproximan y hasta cierto punto alcanzan algo así como la verdad. De manera que los más blasfemos son justamente quienes combaten y castigan la blasfemia, y los que profieren en amargas bufonadas sus blasfemias son quienes mejor se acercan a la verdad y sobre todo, más la respetan:
“La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ¿se dejará engañar? Antes perdona Él –no lo dudéis- la blasfemia proferida, que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma, o, más hipócritamente todavía, trocada en oración” (p. 55).
Por eso, con suave sarcasmo, erige Mairena al Diablo como profesor de Blasfemia en una Facultad de Teología, y le concede tener razones, aunque no razón. Razones que hay que atender siempre y que son y viven en el discurso, sin pretender que esta vivificación de la palabra deba apoyarse en la Razón. De hecho, Satanás puede estar equivocado, pero no es eso lo que importa. Porque haya o no haya una Razón, el hombre vive, respira y se mueve entre razones. Son ideas que podrían acercar a Antonio Machado en una demasiado fácil interpretación a los sofistas, pero no acaba de ser en ningún momento, propiamente, un sofista. Está casi a la vuelta de Nietzsche, tal vez, como para caer en la trampa de la fácil dicotomía que a todos nos enseñan acerca de la verdad empleando la parábola de Sócrates y los sofistas. Machado está en otro juego. Para él, sí hay una seriedad en la filosofía, en la existencia, en la vida humana y el ser humano, pero una seriedad a la que se accede solamente con el juego y la oblicuidad sofística. De hecho, mezcla a ambos, sofistas y Sócrates. En gran medida algo ya presente en Sócrates que siempre tuvo algo de sofista y no en vano fue metido en dicho saco por el comediógrafo Aristófanes en Las nubes, como es bien sabido. En cierto aforismo señala elocuentemente:
“Contra los escépticos se esgrime un argumento aplastante: ‘Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción’. Sin embargo, este argumento irrefutable no ha convencido, seguramente, a ningún escéptico. Porque la gracia del escéptico consisten en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie” (p. 57).
Los argumentos están para otra cosa… y no precisa Machado mucho más. Quizás sean, me atrevo a sugerir, una forma de masaje, de incursión en aguas termales o una cálida sauna donde sudar y hallar cierto relax, como si crearan un ámbito sereno en el que desplegar las ideas. Una cierta organización, el entrenamiento para un deporte o la milicia (típicas metáforas estoicas, por cierto), una regulación del cuerpo y el alma. Pero sin nada más allá de esta puesta en orden y salud. Bastante de todo esto hay en la lectura de Foucault de la Grecia y Roma clásicas, también.
Tampoco nos acerca a la verdad-no verdad machadiana la complicación en el discurso, los claroscuros barrocos, las tramas enrevesadas y el lenguaje retórico. Su lenguaje es como el sencillo gesto con el que de manera práctica, pragmática diríamos, el niño caza a la mariposa con su cazamariposas. No se alude a la turbiedad del mundo y a la vieja academia reproduciendo sus oscuridades. Su lenguaje es muy claro porque pretende situarnos en una claridad. Uno escucha casi físicamente, junto a nosotros, la fuente que tanto nombrara en sus poemas y erigiera en sonora metáfora del agua que baila y multiplica sus destellos, como luz en la luz. Y esta amena fuente está arrojando su limpia agua en cada aforismo del Mairena.
Todo lo demás, lo que transmiten las lecciones graves, la gran tragedia de la historia, los metálicos preceptos de la estilística y el Barroco literario, la precisión de las ciencias y, por supuesto, la trama política y moral en que todo se halla, incluido en un gran sistema teológico como las tragedias morales de Calderón, es vencido por la gracia o incluso gracejo de un Lope de Vega que salva, nos salva, de tanta gravedad con una broma como de algodón o fino terciopelo. Pero todo esto es comentado por el poeta porque realmente le interesa llegar a algo, o estar, mejor dicho, en el intelectual y moral camino de algo. Sí es obligación del hombre formularse preguntas y si hablamos, por ejemplo de la religión, esta ha de consistir antes en duda que en creencia.
“- Dios existe o no existe. Cabe afirmarlo o negarlo, pero no dudarlo. - Eso es lo que usted cree.” (p. 57).
Porque para Machado si nos tomamos la escuela en serio, como agente de lucidez y consciencia, hay que recurrir, un tanto freudianamente, a lo cómico. Es lo cómico o, mejor dicho, la burla, lo que verdaderamente eleva a los hombres sobre el fatalismo de su inexorable desgracia. Desgracia que el hombre encara y sabe, como única verdad, o sea, su propia muerte, así que podemos concluir, el hombre es, retomando el testigo burlón que nos cede Antonio Machado, el animal que más en serio se toma la verdad, o la mayor y peor de todas la verdades con la que vive, aunque hubiera sido mejor saberla. Esta conciencia y lucidez nos eleva por encima del resto de la Creación. Algo que, muy en el espíritu del Mairena, impregna todo lo que hace el hombre y atraviesa el experimento pedagógico del libro… no podemos saber salvo que morimos y salvo nuestro no saber, mucho más:
“Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. (…) Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos” (p. 81).
Pero alguien debe ayudarnos a sacar la cabeza del fondo removido del gran océano inefable y hacernos tomar aire, respirar, y sentir que hay más espacio, otro espacio para el hombre, para el filósofo, un espacio inaugurado por el curioso hecho de que podamos reír. Seguramente si no pudiéramos reír los seres humanos, no habríamos sido capaces de pensar. Y Machado se toma esta intuición muy en serio en su Mairena. De un modo que, hasta cierto punto y con tonos y estilos diferentes, hace lo de Borges, cuando comprueba que precisamente todo lo grave, todo lo firme, lo que aparenta mayor seguridad, es justamente lo menos real, lo más cobarde, lo que tapa y oculta la esencia del mundo que es contraria a todas las esencias.
Bibliografía:
Machado, A. (2004). Juan de Mairena. Madrid: Alianza. Edición primera 1936.
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Soledad y libertad: pensando la Universidad con Emilio Lledó.
Marcos Santos Gómez
En los días pasados hemos ido intentando perfilar un modo de entender lo educativo como fue el modo de la Institución Libre de Enseñanza, aunque a falta aún de que nos adentremos con mayor detenimiento en el análisis específico de la pedagogía de aquel bello proyecto educativo. Una pedagogía que también se palpa en plena acción en la
ficción real del
Juan de Mairena machadiano. Esta obra merece no menos, sin duda, que le dediquemos a su vez otra serie de entradas y, sobre todo, debería constituir un curso monográfico para futuros maestros en todas las Facultades de Educación. Aunque no sea ahora el momento de desarrollar este curso poético en el marco del extravagante blog que entre la melancolía y la exaltación componemos, sí es preciso recordar que hay cierto aspecto fundamental que podemos nombrar a partir de la citada obra del egregio poeta y filósofo. La traigo a colación porque en gran medida creo, y sigo en esto la explicación de Emilio Lledó en el libro que estamos leyendo, que la pedagogía machadiana expresa y desarrolla
de facto el flujo heraclíteo, el caudal, que ocurre y discurre cuando nos educamos. Educarse es la incorporación a un camino que se hace al andar. Y es esta incorporación a la gran corriente del río humano lo que, en la perspectiva humanista que defendemos para la educación, principalmente ha de hacer la escuela. Una idea que Machado recoge, señala Lledó (pp. 119-130), de la Institución Libre de Enseñanza, cuya pedagogía consiste también, justamente, en que el educando aprenda a nadar en el gran flujo de la humanidad inmensa.
La idea de humanidad que los autores de la ILE presuponen debe ser, sin embargo, discutida. De hecho, con todos los temas que tratamos en este blog, no hacemos más que eso, disolver lo anterior en la entrada presente, con el fin de fluidificar el razonamiento y aclarar lo único que está claro: que casi siempre nos equivocamos. O, dicho de otro modo, alegar traviesas objeciones a lo que nosotros mismos hemos afirmado el día anterior dando golpes en la mesa con el puño y dilatadas las arterias del cuello. Algo que seguramente complacería a Antonio Machado. Y en este tránsito afloran emergiendo como encarnadas amapolas en el follaje verde de una primavera lluviosa, los que más en serio se han tomado la pedagogía en España. Amigos en la pedagogía de Antonio Machado. Son, por supuesto, el gran Giner de los Ríos y Cossío, quienes ya adivinamos que habrán de ocupar próximas estaciones en este recorrido digital. Nos inspiran desde su radical amor a la cultura, aunque al modo idealista que puede derivar etéreamente en abstracciones y, en el torpe caso de quien esto escribe, en no menos reprobables divagaciones.
Es a su ideal de humanidad realizada en el caudal de la cultura, a lo que el vitalismo orteguiano va a responder. Ortega y Gasset mitigará ese ideal un tanto vaporoso de la cultura tal como lo mantienen los herederos hispanos de las concepciones sobre la Universidad de los pensadores idealistas alemanes, con Humboldt destacando y su Universidad Libre de Berlín. Va a advertir contra el inadvertido derrape que podemos hacer hacia un emotivo romanticismo. Este, que como todos los romanticismos, ama la niebla y las ambigüedades de los ocasos y amaneceres, no acaba de gustar al pensador que se sitúa antes en la “vida” con lo que esta tiene de cuerpo y materia, con su razón situada y radicada en el curso histórico y concreto del hombre, en una visión más íntegra de lo humano. Cultura, sí, pero en la carne y hecha carne. De manera que tras algunos capítulos que en el libro de Lledó juguetean con una concepción idealista o en todo caso culturalista de la educación, banquete que hemos devorado con gusto, este deviene y nos hace devenir en el terreno del vitalismo orteguiano.
En su equilibrado realismo, Ortega incide en la naturaleza institucional de la Universidad y en el modo en que el gran río de la cultura ha de ser canalizado y domeñado en acequias, acueductos y presas. Los ángeles cantan para nosotros bellas arias en nuestra alma común y eterna, pero han de entonar sus melodías con armonías y partituras inteligibles, lo que implica su historización, su modulación histórica, epocal. Los pedagogos del idealismo alemán tratan de ser, también, consecuentes con su tiempo y con el tiempo humano, desde luego. Aunque habían promovido una Universidad que alguien tacharía de elitista. Un elitismo que lo es porque prioriza la serena embriaguez del néctar destilado por la humanidad, más real y anterior al propio hombre. Un néctar cuya transmisión y maceración ha de ser la primera misión de la Universidad.
Así que no importan las profesiones, los planes sistemáticos de enseñanza y de exámenes, sino que adquieren plena categoría las totalidades interdisciplinares en singular armonía. Para que fluya esta música, ha de dirigirla un puro afán de ciencia, en el sentido de “Exigencia de una continua investigación y, por consiguiente, la aniquilación del saber como algo inacabado, vivo y creador” (p. 135). La totalidad, más real que el mundo tangible, debe imbuir el comportamiento, o sea la ética, del profesor y el estudiante, para tornarse en el ideal de vida de estos. El buen científico, sobre todo, se realiza en este ideal al que se entrega de manera absoluta.
Como es evidente y ya hemos ido desarrollando en entradas anteriores, esta concepción romántica e idealista se opone frontalmente al ideal burgués de una universidad vertebrada por el pragmatismo, por las profesiones y, en definitiva, por la utilidad. Confieso, por si el lector es la primera vez que se topa con mis textos (¡pobre desafortunado!), haber bebido abundantemente de este cáliz romántico y haber sido románticamente ilustrado en mi denodada e infeliz batalla por salvar la Universidad. Pero más allá de apetencias personales y razones que acaso sean antes preferencias estéticas que verdaderas razones (lo puedo confesar ahora que no nos escucha nadie), llega el gran Ortega para detener este exceso, esta tropelía sentimental, que en mi caso ha llegado a ser casi obscena.
En la confesión que estamos trazando en las presentes líneas (y en todas las líneas que escribimos, de hecho, pues incluso aventurarse a abrir la boca para pronunciar una palabra es ya confesión de quien uno es), ha de quedar claro que de todos modos el ideal que hemos defendido (y seguiremos haciéndolo) es el de la ciencia. Alguien que me conozca quizás pueda extrañarse, pero así es. La ciencia entendida, como en la pedagogía universitaria humanista de la Alemania decimonónica ideada por Humboldt; la encarnación del más puro y desinteresado afán de verdad, que antepone a todo la búsqueda infatigable de razones y respuestas. Por muy elitista que se considere esta moral del buen universitario, hay que admitir su radical carácter antiburgués. Hoy mismo podemos oponer este ideal puro del científico al ideal contaminado de los oficios y competencias requeridos por el entorno privado y parcial de las empresas que invaden la imprescindible paz y soledad universitaria. Desde luego, tal cual, dudo que nunca nadie en esta bendita institución haya encarnado realmente este ideal que, como todos los ideales, tiene algo de naturaleza angélica, o sea, de mensaje procedente de otro mundo. Ciertamente, vivir según ideales es lo más realista que podemos asumir en cuanto a forma de vida, pero teniendo en cuenta que para ganar dicho realismo y a contracorriente sentido común, hay que permanecer en constante éxtasis con un pie en el más allá.
La receta, pues, de la Universidad para liberarse de la miseria burguesa ha de ser el mantenerse aristocrática y tocar el mundo, desde luego, sí, pero con los guantes de seda del verdadero científico. Toda ella ha de ser, en nombre de lo público, un laboratorio donde se aprenda sobre el mundo y hasta se lo transforme, pero en un necesario aislamiento que hemos de preservar a toda costa. Es la soledad que Lledó considera condición esencial en la Universidad. La soledad requerida por la libertad. Esto era lo que, generalizando y sin entrar hoy en matices como hemos dicho, llevaba a cabo la Institución Libre de Enseñanza. Esta suerte de, es cierto, elitismo idealista y en gran medida romántico. Aunque en el caso de esta institución, se dará también un serio esfuerzo por tocar la vida. En el sentido, sobre todo, de que la educación transforme cualitativamente (e interiormente, podríamos también decir) al educando,
a su persona. La educación es, por tanto y en especial, una formación ética, lo que, dicho de otro modo, supone una “construcción” del propio ser en constante edificación (es decir, en perenne modificación, ¡cuidado!) al incorporarse al Amazonas de la cultura y la civilización. De nuevo, acaso, la idea machadiana de situarse en el camino que se hace al andar, en la búsqueda, en la alegre incertidumbre, pero al engolfarse también de manera imprescindible con el rastro de las generaciones que se han ido incorporando al mundo para en unos pocos años dejarlo.
No fue esta la idea de la famosa ley Moyano, en opinión de Lledó (p. 138), la primera ley que diseña el sistema educativo en España, en 1857, ley que estuvo parcialmente vigente hasta 1970 (¡120 años!), cuando la Ley General de Educación la derogó. Estos artificios y caminos legales, burocráticos, quizás necesarios e inevitables, no partieron de una honda reflexión sobre lo que verdaderamente queremos y perseguimos con la educación (p. 138). Según Lledó la universidad y la escuela española se fueron anquilosando y apartando del ideal científico. Pero, indica este filósofo, esto no es propiamente culpa de la escuela, porque, contra ese idealismo escolar que deposita, con pretencioso optimismo, en la escuela la clave del desarrollo (científico, económico y cultural), no es la escuela o la propia academia la que marca la mayor o menor mediocridad científica y cultural de un país. Así lo expresa el filósofo y filólogo: “Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota, que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros” (p. 140).
Desembocando de una vez en Ortega, Lledó expone las ideas fundamentales de su escrito
Misión de la universidad, que por cierto ya comentamos
aquí hace un tiempo. Ortega reconoce de hecho un doble papel en las universidades españolas existentes en su tiempo: la profesionalización y la investigación científica. Algo bastante semejante a la concepción actual. La diferencia con este modelo y, por tanto, también con nuestro presente, es que lo profesional se forma con la adquisición de una cierta mirada total y globalizadora acerca del propio magma cultural y epocal en que se halla el futuro profesional. En este sentido, Ortega está señalando que para cumplir bien con las tareas y destrezas (hoy diríamos competencias) de un oficio, como el de profesor de instituto al que va destinada la inmensa mayoría de universitarios de letras, hay que haberse imbuido de la altura de los tiempos (concepto este de altura de los tiempos, por cierto, que Ellacuría retomará en su análisis de la historia y de la función liberadora de la filosofía). Y esto se logra añadiendo a la formación técnica una formación general en lo que denominaríamos “cultura general”. Aún más, para el genial filósofo hispano, este tipo de formación generalista habría de ser el primer objetivo de la enseñanza universitaria. Después, vendría la enseñanza de una profesión y por último, solo para una minoría, la investigación científica y la educación de los nuevos hombres de ciencia. Contra nuestra perspectiva, Ortega concede un papel elitista y minoritario a la formación del científico que es a lo que, por el contrario, se encamina actualmente la formación universitaria. En ella, al menos en la época de Ortega, se impregna al alumno con una actitud teorizante y analítica, con la adquisición de las pautas y destrezas requeridas por la investigación científica o, mejor dicho, con los planteamientos teóricos y básicos que exclusivamente atañen, según el filósofo, a los escasos investigadores que salen de las sucesivas promociones universitarias.
La verdad es que Ortega, tal como además lo expone y destaca Lledó, da la impresión de estar también defendiendo un fuerte componente elitista. Más aún, diría yo, que el de los grandes idealistas alemanes cuando se referían a la enseñanza superior. Porque el acceso a lo que yo he ensalzado tantísimo, es decir, al ideal y a la moral de la ciencia, a la adquisición en el carácter de una cierta ética científica, lo que era también propugnado por aquellos excelentes alemanes del siglo XIX, es echado por tierra en el libro de Ortega. Al menos él separa algo que yo, repensando ahora este asunto de la mano de ambos, Lledó y Ortega, he mantenido unido, en estrecha interconexión, como es la formación de tipo generalista e interdisciplinar, con el contagio de un cierto prurito de verdad que es imprescindible, siendo su alma, en el investigador u hombre de ciencia. Ambos, la persona que da clases en un instituto y el investigador, necesitarían para comprender bien lo que hacen el mismo tipo de afán y seriedad. Algo que en la Universidad, todavía hoy, sigue existiendo como los dos aspectos, docente e investigador, que ha de ostentar el profesor universitario. Es bueno, he creído siempre hasta ahora, que coexistan en la misma persona la docencia y la investigación, con facilidades y buenas condiciones para ejercer bien, con el suficiente tiempo, ambas actividades. Diría que la una nutre a la otra.
Para Ortega, no obstante, con esto en la Universidad se aspiraría, cree, a un ideal imposible de hacer efectivo en la inmensa mayoría de los estudiantes y acaso también en los profesores. El elevado templo de la ciencia pura no es para todos. Hemos de ser, por tanto, realistas en este sentido. Y Ortega lo concreta en un nuevo tipo de Universidad que empezara con unos cursos generalistas para todas las profesiones y que situara al profesional a la altura de los tiempos, al impregnarlo de lo mejor de la cultura y dándole así la visión cabal del horizonte y las posibilidades. Esto, añadido a la enseñanza profesional. Así se cumpliría un práctico ideal para todos, el común acceso a la sustancia del propio tiempo y de la historia que engrandecerá las vidas y visión de la realidad.
Para Ortega la pedagogía no puede ser un vacío enseñar a investigar y a crear, sino un enseñar lo que se ha investigado y creado. La formación universitaria no debe aspirar a formar científicos. Antes bien, ha de ejercer el trato fruitivo con las creaciones humanas. Lledó cita el ejemplo del profesor de Historia que ante todo es y debe ser un profesor de Historia y no un historiador. Para el filósofo son dos cosas distintas. Pretender que todos los licenciados o graduados en Historia sean historiadores resulta un utopismo evanescente. Si el científico es necesariamente especialista, señala, el profesor debe ser esencialmente un buen conocedor de la integridad de la disciplina.
Esta idea sobre la Universidad desdice la que defendiera el propio Ortega algo más de una década antes, bajo la influencia de la Institución Libre de Enseñanza. Ese nutritivo zumo de problemas y objeciones que requiere absorber el investigador y el creador para activar sus preguntas, no importa ni viene bien a todos. Antes que esta atmósfera de hechos más dudas buscando o mendigando certezas, sorprendentemente, interesa, para Ortega, el sistema de ideas desde el cual el propio tiempo vive, bien lejos del especialista que investiga. El científico es, para él, un pragmático nadador en los hechos que solo de vez en cuando, en su carácter crítico y revulsivo, ha de acercarse a la enseñanza con el fin de que esta no acabe en un desierto de escolasticismo.
Nos guste o no esta salida del gran Ortega, podemos aprender una cosa de él. Que es precisa una reforma universitaria que ha de darse, sobre todo, en la pedagogía. Hay que replantearse qué se enseña en la Universidad, de qué modo y para qué. ¿Cuál es el tipo de trato respecto al conocimiento que requiere el hombre medio?, parece preguntarnos. Y para ello hay también que pensar qué es o qué debe ser un profesor. Señala Lledó que en esto sigue el Ortega a Becker (1876-1933), responsable de algunas reformas y propuestas hechas a la Universidad alemana con la que estuvo muy vinculado, ejerciendo una cierta influencia, gran parte de su vida. Este, aun respetando la idea de Humboldt de cultivar un rico fermento cultural y humanista que sobre todo consista en azuzar la formulación de preguntas y el sano espíritu crítico requerido por la ciencia, o, dicho de otro modo, la libertad de plantear problemas, de investigar, para conocer bien lo que se conoce, este, digo, señaló como el ideal del profesor la personificación de una síntesis propia del saber. La consecuencia para la Pedagogía es que esta debe consistir en la pautada adquisición de este poder sintetizador, cuya síntesis (cultural) habrá de vivificar en el aula.
Claro, como señala Lledó (p. 148), esto no parece diferenciarse demasiado de la Universidad romántica. Volvamos a recordar que la concepción romántica se basa en la unión entre la ciencia y la formación moral, humana. Llevo ya años y varias decenas, acaso cientos, de páginas propugnándolo para nuestro presente. Cuando señalo, por ejemplo, que la Universidad solo se salvará y nos salvará cuando haga del ideal de la ciencia su moral, es decir, cuando retome lo que lleva en los genes. Resulta que los creadores alemanes del modelo humanista de universidad (decimonónica) lo pretendieron con mucho mejor estilo, acierto y fortuna que el desesperado autor de estas pronto anacrónicas líneas.
En cualquier caso, la reflexión en torno a la Universidad, además de ser muy necesaria ayer y hoy para la propia institución, nos obliga también a la reflexión sobre asuntos fundamentales de nuestro mundo, sociedad y tiempo. Hay que pensar la universidad. Esta es la enseñanza del hilo de autores que han venido haciéndolo mucho más en Alemania que en España, a pesar del libro de Ortega. Lledó extrae de aquí la conclusión de que no se resuelven los problemas específicos de la universidad acudiendo y apelando a su ideal autonomía y “soledad” nada más, sino engarzando a esta con la vida. En esencia, es adonde el artículo de Lledó conduce, en forma de un comentario al libro de Ortega sobre la Universidad. Según él, y también como algo anticipado por el gran filósofo, esa torre de marfil de la universidad romántica manifiesta una cierta tendencia a determinados tipo de degeneraciones. Nos advierte del peligro del ensimismamiento de la institución al que puede conducir el ideal de una soledad mal entendido. Pero ha de hallarse el equilibrio con la dosis justa de aislamiento para no claudicar ante los intereses privados que pululan en la sociedad.
Lledó señala finalmente los distintos centros problemáticos en torno a la institución de enseñanza superior que Ortega ayuda a mirar, ayer y hoy, sin que tengamos que adoptar necesariamente sus soluciones. Hay que pensar los problemas concretos a que apuntan estas. Por ejemplo, la idea de un profesor con un plano claro y ordenado de su disciplina que propone se enfrentaba al exceso de imprecisiones y ausencia de rigor de los devaneos creativos de quienes anteponían lo supuestamente original a la formación de quienes tenían delante. Pero compruebo, respirando con cierto alivio, que Lledó termina con una crítica a Ortega en lo que yo ya he presentido hace tiempo: la necesidad universal, o sea, para cualquier estudiante universitario tenga después la profesión que tenga, vaya o no a ser investigador, la necesidad, digo, de imbuirse no tanto de la ciencia en sus contenidos siempre provisionales y estigmatizados por la sospecha y las preguntas, amenazados constantemente por huecos y debilidades, sino de la ciencia como actitud vital (p. 153). El profesor debe, como tal, mantener una relación inquisitiva y de sospecha ante su conocimiento, incluso a la hora de programar, aunque después no deba transmitir solo incertidumbre. Esto es, debe encarnar el espíritu que en Grecia asociaríamos, más o menos, con un logos (sobre todo en el modo del
daimon socrático), para encauzar y comprender bien la
paideia. Se educa con orden, pero se educa y ha de existir dicho orden porque antes hubo y hay la sospecha de que nada está asegurado con firmeza. Esto es lo que debe fijarse con hondura en el carácter del profesor, igual que en el del científico.
Nos remitimos, pues, al mismísimo meollo de nuestra civilización, una vez más, cuando hemos de pensar la educación y en particular, la Universidad. Y aún más, embargado por la emoción y henchido con mi propio
pathos, cito a Lledó para volver a ensimismarme: “
La ciencia, lo científico no es sólo un resultado, sino una actitud. (…) Puede haber científicos sin cientificidad, porque la ciencia es la manera de abordar los conocimientos como algo que emerge de una lógica ineludible, de una pasión por el saber, pasión de la que tiene que ser maestra la Universidad” (p. 153). ¡Científicos sin verdadera ciencia! ¡Qué insultante contradicción! ¡Qué inmoralidad! Desgarrado entre lo trágico y lo cómico de todo esto, arrojo como el duelista arroja su guante, mi aciaga sospecha: actualmente predominan y prevalecen los científicos sin cientificidad. Y terminamos riendo para no llorar.
Bibliografía:Lledó, E. (2018). Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía. Barcelona: Taurus.
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Educación y filosofía
La Universidad, lo humano y lo eterno. Marcos Santos Gómez
Lo que ancestrales bardos acumularan y rehicieran, al proferir sus versos crípticos y sombríos, o bien luminosos y terribles como el sol al que los druidas sacrificaban la quejumbrosa carne de los hombres; lo que constituía su sabiduría henchida de sagas y mitos con los que asir un breve pedazo de pan del cosmos inefable; lo que en hondos trances niños y adultos escucharan extasiados, los fuegos eternos, la voz sentenciosa de feroces divinidades; todo lo que, en definitiva, añadía más vida a la vida, más tiempo al tiempo, era memorizado y repetido por bárbaros que poblaban los hoy verdes prados de Irlanda (entonces negros bosques), paganos que albergaban en su memoria tres veces más de lo que puebla hoy nuestras cabezas. Todo aquello les habitaba como su propia carne, para que el extático oyente inmerso en el fatigoso rito pudiera simular que era mucho más que él mismo y que podía prolongarse en el tiempo. Todo habían de guardarlo como abriéndose las carnes, en sus propias vísceras. Y todo ello personificaba el esfuerzo por ser más, que todos los hombres de cualquier lugar y tiempo han emprendido como una honda compulsión. Ser más de lo que son sus vidas precarias.
Pero esta eternidad arañada en la sabiduría oral es hoy más poderosa y abismal en la palabra escrita. Es en el saber conservado como un incalculable tesoro en el cofre del texto escrito donde la humanidad se mira y acierta a vislumbrar, balbuciente, su nombre. Quizás los dioses que pueden salvarnos anden por ahí y no sean más que una sobreimpresión de formas de ser, de posibilidades, en las que lo humano, lo real, queda escrito, mientras los humanos singulares, los de carne y hueso, como los viejos bardos y druidas, morimos. Fue esta enseñanza, esta religión de la escritura, lo que iniciaron las letras en la disolución del tiempo. En ellas late la clave, proferida siglos o milenios antes de mi nacimiento por quienes sabían más de mí que yo mismo. Es en ese profundo pantano como un inmenso charco del negro betún que brota en los páramos y sierras de Oriente Medio, donde está, engarzada con los muertos, mi alma. Y es ahí donde la busco, donde la buscaré siempre, incansablemente. Donde más allá de mí mismo, en el inasible horizonte, me hallo.
La lengua española sugiere el desdoblamiento por el que una vida, en su mera permanencia animal, puede llegar a ser más que ella misma, sobredimensionándose como en una transformación interior. Así, todos “estamos”, en el sentido de que somos en la mansa placidez del estar ahí, de ubicarnos y enclavarnos en nuestro presente, en la inmediatez del instante. Pero eso nunca basta. Puede el hombre requerir antes “ser” que “estar”, y esto significa, siguiendo a Emilio Lledó (p. 37), “(…) la intuición de que la existencia humana radica en una transformación interior. Una transformación abstracta, teórica, hecha de un tejido casi inaprensible y que constituye, sin embargo, el sustento de la cultura” (p. 37). El hombre, pues, aspira antes a ser que a estar, a eternizarse antes que a dejarse cegar y deslumbrar por el intenso fuego del instante.
Es la toma de conciencia de esta extraña cualidad de la existencia humana, de prolongarse para ser más, cualitativamente, tomando conciencia de su temporalidad, lo que iniciara el milagroso nacimiento del logos griego. Una suerte de hacer consciente, meditado, mirado desde la distancia, lo que en sus trances sibilantes los oráculos proferidos por vírgenes posesas intentaban expresar.
Desde Grecia, la Grecia posthomérica, este proceso de “clarificación” fue organizado en ásperos rollos de papiro que comenzaron a poblar las bibliotecas. Un proceso, ciertamente, anterior, pues no inventaron los griegos la escritura, que anteriormente había existido en caracteres cuneiformes sobre tablillas de arcilla. Del mismo modo, tampoco inventaron la escuela como centro de aprendizaje de la escritura para funcionarios escribas. La escritura, en Oriente Medio, fue el medio donde poco a poco el hombre se fijaría, como en un soporte extraño a la balbuciente carne humana, como si se objetivara lo que otrora habitara en la viva lengua del chamán o el anciano. Sería la escritura el comienzo de este mundo ideal, o segundo mundo (o, más acorde con la terminología de los tiempos actuales, el mundo 2). Un mundo que acabaría en gran medida siendo más que sus propios creadores y que como un inmenso Golem portaría todo el sufrimiento en las letras del alfabeto que el engendro de barro, en la sinagoga, portaba impresas en su frente. Un mundo más real que el mundo originario y un mundo exclusivamente humano, como un paisaje donde solo nosotros, en todo el reino animal, andaríamos, y que permanece en su inmensidad invisible a los ojos del perro fiel al que echado junto a nosotros acariciamos. El mundo de los significados que el ser humano pare apenas con abrir la boca. El mundo del animal racional y político que lo es, ambas cosas, porque es antes animal semántico.
El hombre es, pues,
lo que dice ser. Pronuncia su ser. Su existencia es hoy texto que se engarza en otros textos. Desde los inicios de la escritura, o sea, de la civilización, es esfuerzo principal de cualquiera de nosotros, lo sepa o no, decirse, engarzarse en ese gran texto que señalamos con veneración como la “humanidad”. Una humanidad de símbolos y caracteres donde nos instalamos y somos. Solamente desde ella, sumergidos en su seno, llegamos a ser individuos, en una aparente broma paradójica. Tenemos que caer en brazos de la noche de los tiempos para ver la claridad del ahora y aspirar a la existencia.
Como tantas veces he señalado en este blog, es solamente en ese momento de lucidez y conciencia, cuando propiamente nace la educación. Desde los matices y punto de vista que estamos adoptando en el presente escrito, la educación de los filósofos apuntaba al lenguaje como el lugar de la existencia humana. Algo que distintas tradiciones filosóficas contemporáneas recogen, sobre todo la hermenéutica. Somos, para esta, o para ciertos estructuralismos, apenas un texto que se va escribiendo a partir de lo que otros hace siglos han escrito misteriosamente sobre uno. Este juego por el que nuestra semilla aguardaba en un inconcebible pasado mil veces muerto, en épocas que ni siquiera vislumbramos, con estilos de vida exóticamente perdidos, es el juego de la única forma de eternidad a que podemos aspirar. La eternidad de dar la mano a quienes no podemos ver, para actualizarlos, hacerlos presentes, y al mismo tiempo, nosotros sobredimensionar cualitativamente nuestro momento actual.
Es, pues, un cáliz difícilmente soportable el del educador y el de la escuela. Porque, como señala bellamente Hannah Arendt, los padres y los adultos que ayudan al niño a traspasar el umbral hacia esta eterna urdimbre, son la humanidad que se presenta encarnada en ellos, vivificada en su aliento y sangre. Los faraones, las tablillas de barro, los primeros códigos de leyes, las ciudades estado, el regadío y la agricultura, el largo y misterioso Paleolítico, poblados todos de símbolos y héroes, todo ello, entra en el dormitorio del niño cuando sus padres entran a acunarlo. E igual que ellos lo aúpan y elevan en sus brazos, lo auparán más tarde sus maestros y la escuela.
Pero no debemos comprender esta presencia de la vasta humanidad, sobrecogedora, en la mente del niño que se impregna de ella, como algo estático, como una presencia igual a un bloque de hormigón. Si atendemos a los escritos sobre pedagogía de Kant, refiere Lledó (pp. 42-43), la educación es puro dinamismo. Ya desde Grecia era entendida como una vida paralela y añadida a la vida natural, contagiada del mismo afán o pulsión de ser más, de ir más lejos, como una fatal tensión presidiendo la existencia de cada hombre. Pero, todavía más aún, tampoco debe entender este proceso natural y artificial como un recorrido lineal hacia una meta estable y asegurada, sino que lo realizado por la educación al hacer que la cultura toque al niño, es abrirle un panorama de posibilidades. El trato con las épocas pasadas tiene este efecto en la propia vida, como si nos sumáramos, en silencio, a una vasta comunidad de muertos que nos invitan a vivir mejor. Así, se cumple el precepto de la Pedagogía sobre la aspiración a una mejora de la existencia. Y a esto se refiere también Kant, en su conocido opúsculo sobre educación (
Pedagogía, publicado en Akal), a que la educación ha de ser ilustrada “no basada en la información sino en la creación, en esa disponibilidad interior, por la que el hombre es principio y sentido de su mundo” (p. 44).
Pues bien, el espacio donde hoy propiamente emerge y es fundada esta humanidad “ideal” es la escuela y la Universidad. Aunque la Ilustración manifestó dos concepciones casi opuestas de la Universidad y su función. La primera, que hoy predomina, es la de una deriva del saber hacia lo técnico, que en la Pedagogía personificó Herbart. Así, tanto la educación (universitaria) como su estudio en la Pedagogía científica copó esta forma de Ilustración que determinó a la Academia desde la Ilustración. Pero la segunda concepción es la humanista que personificaría Humboldt y que concede a la Universidad el honor de ser el fértil terreno donde se cultiva la tradición cultural que es, hemos dicho, propiamente la humanidad. Así, lo que diferencia a ambas maneras de entender la universidad será la utilidad, como tanto hemos resaltado en nuestras entradas anteriores en este mismo blog. Para unos la universidad se agota en lo útil, para otros comienza precisamente en lo inútil.
Si nos centramos de nuevo en Humboldt, como hicimos
aquí, hallamos que al modelo de la Universidad humanista le son asociados dos principios, señala Lledó (p. 48): la soledad y la libertad. Por soledad se entiende el aislamiento, precisamente, de lo útil, la impermeabilización respecto a los afanes pragmáticos que rigen fuera de ella. Hay que establecer, en una suerte de celda monacal, un ámbito bien diferenciado desde el cual pueda darse la reflexión desinteresada. Señala Lledó (p. 48): “Con la idea de soledad se opone Humboldt a cualquier concepción pragmática y utilitaria en los años de formación universitaria. En lugar de ofuscarse con las urgencias utilitarias que la sociedad propone al estudiante, los años en la Universidad deben fomentar, al lado de la reflexión sobre la ciencia y los distintos conocimientos, la creación de una
cultura moral (Sittlichkeit) que, en principio, aleje al joven de los corruptos ideales de lucro con que la sociedad
utilitariale encandila. Lo cual no quiere decir que sea exclusivamente abstracto e
ideal el tipo de conocimiento con que tiene que enfrentarse. Pero todo saber ha de estar alimentado de principios teóricos y filosóficos que lo organizan y fecundan, y ese suelo imprescindible a todo saber posterior ha de roturarse y sembrarse en la Universidad”.
Así también lo entendió Schelling. Con él, de manera un tanto provocadora, se puede afirmar que la Universidad requiere aristocratizarse para poder cumplir bien su misión pública y democrática, su compromiso ciudadano. Porque la actual reforma amenaza esta elevada misión con un fenómeno contrario: la proletarización de la Universidad, de su profesorado y estudiantes; lo que implica la reducción de la Universidad a lo útil que, como un boomerang, se vuelve contra estudiantes y profesores, al lograr también la reducción y dominación de ambos. Flaco servicio se hace así a ninguna democracia. Esto es lo que advirtió Schelling, dice Lledó (p. 49), en pugna con el modelo de universidad ilustrada volcado hacia lo útil. Le unía con Humboldt la misma visión de la Universidad que acabaría llenando de gloria a la gran universidad pública alemana hasta nuestros días. Se trata de la defensa de la cultura ideal y moral que debe presidir lo universitario por encima de su reducción a lo útil.
Así lo expresa otro gran alemán, Schiller, citado por Emilio Lledó: "Es lástima que por las presiones utilitarias el hombre, con instrumentos tan nobles como la ciencia y el arte, no tenga, en su manejo, otros horizontes que convertirse en jornalero de la miseria" (p. 49). La Universidad no debe ceder al chantaje de valores ajenos, como tanto hemos señalado en este blog, ajenos al conocimiento puro y, en definitiva, a la tradición que es el lugar, propiamente, de lo humano. Frente a la deriva técnica y utilitarista de la Universidad a partir de cierta lectura de la Ilustración, es preciso retornar al otro modelo ilustrado de Universidad humanista. Lo cual también quiere decir, como señalaba Fernández Liria en el libro que comentamos días atrás, que la Universidad debe volver a ser pública, o, dicho de otro modo, inmune e impermeable respecto a otros intereses privados que no sean el de la cultura ideal, el conocimiento puro y la teoría. Si se pierde esto, se viene abajo el carácter público de la institución. Se trata, siguiendo a Humboldt, de que el saber permanezca independiente, de que los científicos se den en total entrega a la ciencia y a la cultura intelectual donde vive lo mejor del hombre, donde somos más allá de cualquier ofuscación e interés transitorio. Porque, curiosamente, sólo se sirve a la cultura material si se sitúa el conocimiento en lo ideal. Esta es la clave de la universidad humboldtiana. De este modo, la Universidad se aleja de la vida burguesa.
Ni los mencionados autores decimonónicos ni nadie hoy pretende con esto defender un modelo de enseñanza añejo y rancio, sino que, como ellos señalaron y se ha ido desarrollando en la Universidad alemana, el centro del proceso educativo es la biblioteca y el profesor que transmite su amor por la cultura, acompañando al alumno en su propio pensar (como quiso también decir Kant). No estamos defendiendo un ideal anquilosadamente escolástico, académico en el peor sentido, sino la presencia viva y bullente de aquel viejo caldo que hemos comenzado señalando como el palacio donde la humanidad se hace eterna. Lo que requiere un contacto fértil, gozoso, vivo con los textos. La Universidad sería, propiamente, el lugar donde reside lo humano, donde el hombre, el estudiante, se eternizan. Para estar cabalmente en el mundo, ha de estarse en
otromundo. Este es el principio que atraviesa todo el cuerpo universitario, como su alma.
Y, por realzar que no estamos elucubrando con ninguna rara abstracción, insistamos en que esto fue, precisamente, el ideal de la Institución Libre de Enseñanza en España, el de una absoluta independencia del saber que era cultivado en ella con amor. Una independencia que protege de intereses espurios, los de las élites que con su pragmatismo se mofan de todo esto y que, siendo la verdadera aristocracia social, la de quienes detentan dinero y poder, echan por tierra el divino espacio donde habita lo más excelente que la humanidad ha ido dejando en el tiempo. Menciona Lledó una cita de Antonio Machado, del libro en que justamente desarrolla su pedagogía, que es el Juan de Mairena (sí, Antonio Machado es un clásico de la pedagogía y sería preciso estudiarlo como tal en las facultades de educación): “De Platón no se ríen más que los señoritos, en el mal sentido, si alguno hay bueno, de la palabra” (p. 52). Son los nuevos feudalismos y señores quienes pretender imponer su interés privado, como los antiguos aristócratas, para dominar, rebajar y desactivar la auténtica excelencia, el bendito néctar que, más allá de horrores y mezquindades, destila el hombre (o la palabra) en el tiempo.
Bibliografía:Lledó, E. (2018). Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía. Barcelona: Taurus. Normal 0 21 false false false ES X-NONE X-NONE /* Style Definitions */ table.MsoNormalTable {mso-style-name:"Tabla normal"; mso-tstyle-rowband-size:0; mso-tstyle-colband-size:0; mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; mso-style-parent:""; mso-padding-alt:0cm 5.4pt 0cm 5.4pt; mso-para-margin-top:0cm; mso-para-margin-right:0cm; mso-para-margin-bottom:10.0pt; mso-para-margin-left:0cm; line-height:115%; mso-pagination:widow-orphan; font-size:11.0pt; font-family:"Calibri","sans-serif"; mso-ascii-font-family:Calibri; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Calibri; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-fareast-language:EN-US;}
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Educación y filosofía
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Caminos de John Dewey. Marcos Santos Gómez
John Dewey ha sido absuelto finalmente. En este veredicto han influido las tesis sobre el mismo desarrolladas por su abogado Brubacher. Recaía sobre él la sospecha del fiscal, quien sugirió que el norteamericano ha sido una de las vergonzosas fuentes para legitimar y desarrollar el tipo de pedagogía que la denostada reforma actual de la educación y la universidad esgrime como base. Según la interpretación de este, Dewey sería cómplice de la aberración monstruosa de renunciar a la verdad y sustituirla por una suerte de obsceno cónclave de opiniones que no ocultan su preferencia por lo útil, lugar donde quedaría exiliada la “verdad” destronada. Así, Dewey disuelve la ciencia y los logros de la razón en una constante provisionalidad incurriendo, fatalmente, en una relativización de cualquier final hallado para un problema. Siempre queda camino por delante en un infatigable horizonte de posibilidades donde proseguir eternamente la búsqueda de una verdad precaria y fantasmal erigida en sierva de la acción y por tanto infernalmente próxima a la opinión, que para los griegos era la denostada
doxa.
Sin embargo, sospecho que Dewey es de los grandes. Un clásico. Esto implica que tenemos el deber de leerlo con mucha atención porque expresa de manera perfecta una cierta perspectiva filosófica y educativa, lo cual desde luego no nos obliga a darle la razón por las buenas. Como todos los grandes, alberga sutilezas que nos hacen afinar bien para captarlo en sus líneas generales y, sobre todo, en los matices. Porque suele ocurrir que en los matices se está jugando lo principal.
Yo, debo confesar, lo juzgué en un artículo (
aquí) profuso en citas y en bibliografía. Entonces esgrimí, usando el método del contraste, como lo usara Shakespeare, pero también los actuales periodistas (por supuesto yo pertenezco más a estos segundos, por mucho que Shakespeare pueda ser la razón de mi existencia); un método que consiste en desarrollar un contrapunto trazado entre dos líneas melódicas que se resaltan unas a otras por ser opuestas (lo cómico del bufón contrastando enérgicamente con el trágico destino del rey, en obras como
El rey Lear). Esgrimí, digo, evidenciado por el contrapunto retórico entre él y Paulo Freire, que la bienintencionada teoría deweyana podía albergar insuficiencias de las que se achacan a la perspectiva liberal de la razón y la política. Es decir, su concepto de método científico o de ciencia (social), así como de razón (operativa como hipótesis y contraste de esta con la realidad) sería demasiado formal, abstracto, para entender lo educativo, así como reduccionista, lo que se puede también expresarse acusándolo de ser un método en sí poco consciente de su propio ingrediente histórico al enarbolar experiencias, datos y causas. Aunque para Dewey todo se realiza a la luz de una “experiencia” que aúna la teoría que ha de ser aplicada y la respuesta hallada en el trato práctico con la realidad. Hay en él el mismo esfuerzo por ajustarse a la realidad que existe en cualquier científico. Pero manifiesta que la solución hallada sería siempre provisional y su consistencia ontológica no iría más allá de su eficaz servicio para desenvolverse el hombre y el ciudadano en el medio. Es lo que en filosofía se denomina “pragmatismo”. La verdad es verdad porque nos sirve y funciona.
En cualquier caso de lo que se trata es de que lo descubierto por el científico nos sirve y esto se logra, sorprendentemente, aplicando el mismo principio de la democracia a la resolución de problemas: debate de las ideas y propuestas de hipótesis (¿o programas políticos?) y confirmación empírica de lo que nos ayude a salir del paso en ese único momento, sin aspirar a que dicha respuesta sirva para otros futuros trances ni siquiera semejantes. El científico no es dueño jamás del futuro. La verdad, como los replicantes de
Blade runner, brillaría exultante y poderosa apenas unos minutos, para morir joven. Esto es porque la complejidad de lo real se resiste a ser tratada de un modo simplista con dos o tres reglas o protocolos. Lo real cambia constantemente, junto con el tiempo y las circunstancias, y de algún modo hemos de adaptarnos a ello como la cambiante piel de un camaleón. Hay, pues, un déficit en el saber humano que Dewey reconoce y recoge en su perspectiva epistemológica y ontológica, sin abandonar por ello su fe científica y empírica, su pretensión de rigor descriptivo y explicativo.
Resuena con estruendo, no obstante, la airosa voz del fiscal acusando a nuestro bigotudo pedagogo de que este modo de reflexión debilita de muchas maneras una auténtica transformación de lo real que además visualice los elementos históricos y sociales que están interviniendo, como hemos dicho. Un mero contraste de hipótesis y experiencia, como si la razón fuera un árbitro capaz de operar diseñando y comprobando respuestas en una experiencia guiada y consciente parece eludir el componente histórico que requiere otras vías para su visualización. La razón aplicada de Dewey, por muy aplicada que sea y sometida a lo real, no elude un cierto formalismo metodológico.
La fiscalía insiste, llenándonos de sagrado horror, en que el americano incurre en la torpe reducción de la pedagogía a lo metodológico, como hemos criticado nosotros en anteriores momentos, creyendo que la exploración intelectual y teórica que la pedagogía debe emprender no puede ceñirse a señalar un método, plantilla o protocolo para andar en pos de lo útil en aulas libérrimas. Aún más, nuestro pedagogo ha sido asociado al vergonzoso tropel de los autores posmodernos.
Pero un buen fiscal al que mueve el interés virginal y exclusivo por la verdad está obligado a ser quisquilloso incluso con las propias ideas. Y tratar de comprender al acusado, hasta el punto de reabrir el caso, como estamos haciendo en este agitado juicio. Por eso es preciso además repensar algunas cuestiones.
La primera es que todos los reformistas devotos de una educación “útil” parten de una dolorosa evidencia que se nos hace patente al constatar la aberrante degeneración del modelo disciplinar y magistral de la “vieja” academia. Clases tediosas a las que no se halla el menor sentido, que no muestran el meollo de lo que se dice, que no despiertan interés de ningún modo porque aburren hasta al profesor y que se alejan del ideal científico al dar por hecho que la ciencia es un rosario de dogmas incuestionables que una vez cayeron del cielo. Es verdad, y admitámoslo a favor de Dewey como eximente, este lóbrego panorama de la “vieja” escuela o, como la nombran en otros libros, la escuela “tradicional”. Y Dewey critica esto, lo cual está muy bien hecho. Hemos, sin embargo, de puntualizar que retomaremos esta horrible imagen de las escuelas más ominosas donde los profesores vampiros, como encorvados Nosferatus, beben la sangre vital de sus alumnos robándoles la ilusión, para argumentar que, aun reconociendo esta lacra execrable, ni siquiera así, se justifica el desmantelamiento del edificio de la Academia. Este, podemos defender y defendemos, no era en sí el culpable, por naturaleza, de las lecciones magistrales aberrantes y tediosas que se han sufrido en él. Se podría criticar esta desviación constructivamente, sin culpar a la escuela o la Universidad en sí mismas. Por lo menos esto es lo que, recordemos, ha defendido Liria en el libro que hemos comentado en anteriores entradas de este blog.
En cualquier caso, el afán del bueno de Dewey puede entenderse por esta situación atroz en la escuela, a la que replica con una pedagogía que activa el interés del niño por aprender valiéndose de la puesta en acción en el aula de la diosa utilidad. Es el mismo principio del Aprendizaje Basado en Proyectos, del cual Dewey, como bien señalaba Fernández Liria, es casi uno de los inventores. Lo útil consiste, para Dewey, en una adecuada vinculación de la escuela con la sociedad. Para Dewey la escuela ha de constituirse como un entorno democrático de vivísimos ciudadanos que intercambian sus planes para intervenir en su medio y adaptarse bien a la carrera de obstáculos de la vida y de la precaria existencia humana. El ambiente proporciona los problemas que el niño habrá de resolver interesadamente, porque dichos problemas parten de situaciones que le involucran vitalmente y a las que quiere responder con acierto. Son cuestiones la mayoría prácticas, cercanas y tangibles. No se extraen los problemas, como en la escuela más tradicional, del interior de libros de texto o de las discusiones teóricas dadas en las propias ciencias o a partir de un mero desarrollo formal de los contenidos. Antes bien, estos son puestos a funcionar en la práctica educativa. Para Dewey resulta inseparable pensar y tantear el mundo. Así que las disciplinas tradicionales quedarían reducidas, en principio, a meros instrumentos para resolver esos problemas concretos y prácticos, reales, que se van presentando al niño. Lo que a su vez implica una conexión del saber con el hacer, una inteligencia que es teórica y práctica a la vez, en la que la práctica va tirando de la especulación teórica, como en la idea de investigación de Stenhouse (investigación-acción).
Dewey parece admitir el valor de algo tan separado del resto de la Creación y específico como es un aula. Pero, sin dejar de ser educación y escuela, la achacosa institución abre sus muros y deja pasar lo exterior, que resulta incluido en los tanteos cognoscitivos y experienciales del niño. Además, la escuela sirve para romper la barrera del individuo y ponerlo en situación de pensar y hacer el mundo con otras personas.
Será este orden de la inteligencia puesta en marcha en la resolución de problemas dentro de un contexto comunitario, no solitario, el que otorgue al niño la convicción de la importancia del prójimo, convicción que no aprende de ningún sermón, sino que es vivida de hecho y sentida en su gozosa plenitud. Porque todos dependemos de la ayuda de los demás para hacernos más sabios y en definitiva, felices.
Los niños se movilizan en pos de fines que en el contexto educativo y social se les presenta. Aquí el cuidado de Dewey es exquisito. No puede haber fines ajenos a los intereses y curiosidad del niño. Deben estar insertos en su actividad. Lo que continúa sucediendo, sin gran diferencia, en un mundo realmente democrático, fuera de la escuela. La democracia es para nuestro héroe un método para hallar verdades, lo que la convierte no solo en un sistema político, sino en un requerimiento epistemológico. Solo en ambientes y situaciones democráticos, marcados por el libre y alegre intercambio de iniciativas, ideas y soluciones, la persona da lo mejor de sí. Es decir, somos democráticos en esencia, o por lo menos, la democracia es lo que mejor se ajusta a nuestro carácter social, creativo y libre (algún pedagogo también añadiría el adjetivo “educable”).
Como defensa, el abogado de Dewey alude a que este trata de superar una posición aristotélica que se encontraba demasiado inscrita en la pedagogía y por la que el niño se entiende como alguien que va desenvolviendo sus potencialidades, como la semilla da lugar a la planta que portaba, de algún modo, dentro. Es decir, que habría algo previo que se despliega y florece en el curso de la educación. Es lo que expresa la conocida metáfora de la semilla y la planta o el jardín de infancia de Froebel. Dewey aporta para su defensa que al escoger un modelo pedagógico no aristotélico como el del viejo Froebel, sino darwiniano, sí es posible captar en su cabal dinamismo el crecimiento y la educación del niño. Brubacher expresa así su argumento, como esforzado defensor del norteamericano: “En un universo en evolución constante, el desarrollo debe tener un fin dinámico y no estático” (p 285). Dewey parece próximo a una cosmovisión darwiniana, en el sentido de que remarca el carácter evolutivo, es decir, cambiante y adaptable, de los seres humanos y la vida en general. Trata de superar, desde ese supuesto relativismo que se le achaca no sin ira por rabiosos acusadores, el sustancialismo y la noción de “potencia” aplicados a lo educativo. En realidad, esta intención no era del todo mala, podemos susurrar en su defensa algo cohibidos ante la ferocidad del fiscal.
Pero el argumento principal de cargo de este obsesivo fiscal contra Dewey, su posible relación con la fatídica disolución de la escuela en lo técnico que llevamos meses denunciando a raíz de las reformas universitarias, es, en un impresionante giro final, echado por tierra por el abogado Brubacher (2013, p. 288); de manera que el longevo y plácido pensador americano parece eludir la peor de las acusaciones que contra él recaían: la de ser inspirador y cómplice de la actual destrucción de escuela y universidad a que estamos asistiendo. Resulta que también él acaba venerando la rancia cultura y la gema del conocimiento teórico. Cito parte de la alegación que Brubacher aporta:
“Si la importancia dada anteriormente al valor instrumental del programa parece desechar el estudio directo de las disciplinas, la omisión es solo aparente. La experiencia, en particular, bajo su aspecto de prueba, tiene una dimensión estética. Sufriendo las consecuencias de sus actos, el niño adquiere cierto sentimiento acerca de ellas. Las aprecia o las desprecia. Cuanta más atención directa e intensa concede a la apreciación o a la depreciación, más interés otorga a los valores estéticos. Para Dewey ese interés no se limita, en el programa, a las bellas artes, sino que se extiende a las artes industriales, domésticas y liberales. Se aplica, pues, a la historia, a las matemáticas y a la ciencia tanto como a la música, la pintura y la poesía. Dewey llegó hasta afirmar que, al menos que cada asunto sea apreciado, en algún momento, por su propia cuenta, se encontrará en situación muy desventajosa cuando llegue la hora de estimar su pertinencia o utilidad en alguna situación concreta” (p. 288).
¡Albricias! ¡El bueno de Dewey no era tan malo! En este golpe final de la defensa, ha dejado boquiabiertos a todos. A unos, que le acusaban de despreciar esa seducción de la verdad y el conocimiento en sí mismos, tan elitista, acaba de desmontarles tal difamación. El sofista aquí resulta ser más platónico, poéticamente platónico, de lo que creíamos. Es decir, se trata también de un devoto de lo bello y respetuoso asceta que cultiva admirado las ciencias como quien pinta un cuadro. Así que, la alegación de su abogado parece haber dejado sin palabras a quienes lo señalaban como un indigno sacerdote del Templo del Saber y burdo artesano.
Pero, implícita en las palabras de Brubacher, se encuentra algo todavía más sorprendente: que también les da la vuelta a cuantos devotos de las actuales reformas educativas le tomaron su método y enfoque a ciegas, degenerando en un practicismo técnico que nuestro acusado sabía
inútil. Porque no se sirve a la verdad, por muy rebajada que se la presente, buscando una utilidad que sea principio y fin de la misma, en una búsqueda que da vueltas a la noria, encarrilada y conducida por seducciones y teorías incapaz de visualizar. Dewey es un clásico. Y esto quiere decir que supo el valor de la teoría y el conocimiento mejor que muchos de sus seguidores. Resulta que nunca se había evadido del todo de esa santa veneración por la paciencia acumulada de miles de estudiosos que se preocuparon de hilar conceptos y cultivar disciplinas inútiles y que se regían por la belleza de la vieja verdad, aunque venida a menos y vestida con harapos.
Finalmente, parece que Dewey rompe las paredes del aula, pero no las de la cultura. Es hijo de una tradición que respeta y a la que, aplicando su método democrático, trata de pulir y perfeccionar, para que si no la verdad, al menos el esfuerzo de su búsqueda, persista como la labor más bella que puede orientar la existencia de un ser humano. La emoción casi nos lleva a vitorearlo junto a Emerson y Walt Whitman.
¡La democracia no puede equivaler a una devaluación de la cultura! Al menos, parece que Dewey le concede, a la cultura, a la teoría, un alto valor estético, es decir, la capacidad de atraer poderosamente a las personas. No deja de prevalecer aquí (alguien diría que muy a la posmoderna) una preferencia por la seducción y el carácter artístico de las disciplinas, antes que por su valor de verdad y su cierta descripción del mundo. Pero no olvidemos que por muy desterrados que estaban los poetas de la República platónica, nadie, empezando por Sócrates, era arrastrado a la afanosa búsqueda de respuestas a cuestiones en apariencia solamente teóricas, si no concordaba, en su cuerpo y en su alma, como la cuerda que vibra en la guitarra cuando se aproxima esta a una fuente de sonido similar, con el universo. Hay un prurito griego, remoto, estetizante, en esta sorpresa final de Dewey, que lo sitúa, con justicia, en la gran tradición fundada por los griegos. Nos enseña en algunos pasajes de sus escritos, a pesar de su énfasis en el interés práctico, que hay otro interés que justifica la existencia de todas las disciplinas del saber, las más teóricas y básicas incluidas. Un interés que, admite, hace de motor imprescindible para que el niño, y el adulto, se decidan a dedicar mucho tiempo, acaso su vida entera, a la ciencia. Así, Dewey se nos va alejando de esa reducción de la Pedagogía a lo meramente útil (equivalente a la reducción de las matemáticas a la contabilidad) que nos torna caricaturas y meros fantasmas o sombras grotescas.
El fallo ha sido, por tanto, absolutorio para Dewey. Y aunque podríamos y deberíamos terminar aquí esta farsa, empeñémonos en citar otro nuevo alegato del abogado que, con denuedo, nos obliga a repensar quién era verdaderamente Dewey y lo que quiso decir:
“[Dewey] consideraba estúpida la idea de que el maestro no debe sugerir a los niños lo que han de hacer, porque equivaldría a violar ilícitamente el recinto sagrado de sus individualidades. Impedir a la persona de la clase que tiene más experiencia, que haga sugestiones sobre el modo de guiar ésta, constituye una pérdida del entendimiento y por consiguiente
ipso facto algo estúpido” (p. 291).
¿Estará Dewey, finalmente, también reivindicando la anquilosada y rancia idea de la “autoridad” del maestro? Seguimos otro día…
Bibliografía:Brubacher, J. S. (2013). “John Dewey (1859-1952)”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa en 1956).
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Educación y filosofía
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W. von Humboldt: la concepción humanista de la universidad. Marcos Santos Gómez
La institución universitaria, con todos sus fallos y patologías, ha supuesto un hito imprescindible en la civilización. Porque no es que la haya protegido, sino que en gran medida ella misma ha sido la propia civilización. Quiero decir que ha plasmado su núcleo espiritual, que en ella, en sus edificios, aulas, laboratorios y bibliotecas, ha cobrado un carácter palpable, como aquello que nos distingue de los mundos culturales fatalmente inmersos en el mito. Se trata de un espacio social atravesado por esa noble veta que se le presupone: el irresistible prurito de saber. Responde a la atracción de una música majestuosa que en las pacientes tardes pasadas en el laboratorio o entre legajos en un viejo archivo o en simposios donde desgarros y placeres son invocados mágicamente por la palabra, ha justificado su propia existencia y necesidad. En tales labores muchas veces inútiles, desinteresadas y ajenas al “mundanal ruido”, constituyendo una especie de aislada torre de marfil, ha favorecido que sus habitantes se hayan podido permitir el lujo de pensar. Esa ha sido la clave. Que más allá de intereses ajenos nos haya convocado para el estudio como lo más valioso en sí mismo, a que, incluso en medio de las soberbias, delirios o mitificaciones también propios de la vida académica e inseparables de lo humano, continuemos recogiendo un fruto que vale por sí mismo como un sabroso manjar.
¿Es posible que esto haya podido cuestionarse? ¿Que alguna vez el hombre, la civilización, puedan renunciar a su alma o, como Fausto, venderla a diablo? Debo concretar esto algo más, susurro mientras me siento para reposar y moderar mi exaltación, para tratar de captar con ánimo mesurado ese halo que pasó de los monasterios, anteriores escuelas y fecundos huertos del saber, a la institución que, según resaltaba la filósofa Amelia Valcárcel en una entrevista de hace algunos años, nos permite a quienes no conocemos nuestro linaje más allá de los abuelos vivir como príncipes. Un palacio fundado no en otra herencia ni prestigio que el amor por la ciencia y sus teorías, símbolos, planos y fórmulas, la tradición que porta y transmite, para ungir con su docto óleo al pueblo. Al menos, esa es la idea que, retocando su antiguo estatuto eclesiástico, introdujeron entre sus piedras los reformistas ilustrados. Un lugar donde la más azul de las sangres azules, la del conocimiento, se inyecta, como en las asambleas atenienses, a todos y los torna, democráticamente, aristócratas.
Mas es un palacio para el pueblo, es cierto, pero reservado y protegido de la intemperie, porque si quería ser un bien
público hubo de impermeabilizarse frente a los vendavales de los intereses particulares, frente al modelo elitista y feudal del Antiguo Régimen y seguir sus propios fueros vigentes detrás de las cadenas que rodean sus vetustos edificios. Y durante los últimos trescientos años la universidad ha sido esa viva paradoja: selecta y universal.
Así que la universidad ha significado para nosotros el ámbito en el que dedicarnos de manera exclusiva a ese gusto que crearon nuestros antepasados griegos del saber por el saber, dando rienda suelta a la
puracuriosidad. Una suerte de oloroso jardín en el que emplearnos en lo que, en caso de existir, cabría imaginar que devotamente se emplearían las ánimas en lo que fuere su Cielo, un paraíso en el que los mejores momentos de la humanidad se guardan y perpetúan, para que palpemos efímeramente la eternidad. Un retazo de eternidad para quienes somos arrastrados, generación tras generación, por el río inasible del tiempo, para los que labramos nuestro precario yo individual como semillas de diente de león zarandeadas por la brisa y ante la amenaza constante de la disolución definitiva. Para los que no somos más que fantasmales sensaciones y memoria. El hombre ha forjado este remedo del paraíso en el que eternizarse, no como individuo, pues todos morimos y se acabó, sino como el sedimento que la corriente de ese río del tiempo va depositando en la orilla y que esperamos que, igual que antes de nosotros consolara de la contingencia e insignificancia de sus vidas particulares a los que nos precedieron, consolará a tantos otros que vendrán. Y nosotros, cada uno de nosotros, somos apenas lámparas incandescentes que brillan cuando la sangre eléctrica que surca el circuito se vierte en ellas. Nuestra importancia es siempre relativa, derivada. Basta pasear los cansados ojos, tras una larga jornada de estudio, por los polvorientos anaqueles de una biblioteca. Sabemos, debemos aprenderlo, que las nadas que se sitúan como extremos inconcebibles, la oscuridad y el vacío que tanto se teme, antes y después de nuestras efímeras existencias, se pueblan de seres ajenos cuya principal función es, a la larga, haber sido granos de ese desierto inmenso, de esa soledad, que ora con reverencia, ora con espanto, hemos llamado la “humanidad”.
El vuelo de la memoria ha de conducirnos hoy hasta uno de los seres que más quiso a esta noble academia que trató de tornar pública pero también, como hemos señalado unas líneas antes, selecta, elevada, eterna. Nuestro hombre es
Humboldt. Coetáneo de Goethe, entre la Ilustración y el idealismo clasicista de uno de los más sabrosos periodos de la cultura alemana. Un mundo todavía exultante, muy diferente de lo que se presentaría con las guerras y atrocidades del siglo XX, de la impugnación que estas iban a realizar de los sueños anteriores y del humanismo. Pero, soñemos con que todavía es posible la universidad y el mundo que soñó Humboldt. Detengámonos en ello.
Estamos recorriendo un camino esbozado unos siglos antes con el humanismo renacentista, al que se le va a dar un nuevo ímpetu acorde ya con el espíritu científico del siglo XIX que se desplegaría durante todo el siglo XIX en las grandes universidades. Humboldt creía, con Rousseau, que antes de emprender cualquier actividad lucrativa, era necesario cuidar de la propia alma, es decir, formarse, educar a la persona que somos, crearnos poéticamente, en serena armonía con la cultura. Cualquier otro negocio habría de esperar.
El platónico ideal de un alma bella había de ser, antes de nada, lo primero para el individuo. Y, como era tópico de la época recogido en el
Emilio, había que forjarla no solo leyendo, sino viajando. Por eso, nuestro filósofo y pedagogo marchó a recorrer Europa y a aprender todas las lenguas que pudo. Los alemanes de aquel momento tenían verdadera devoción por el francés. Pero a diferencia de nosotros, no buscaban en una lengua el fin práctico de la comunicación inmediata y para salir del paso con quienes la hablan, sino impregnarse de la perspectiva filosófica implícita en su gramática, en su estructura, metáforas y conceptos, además de en su estética. Eso buscaban cuando querían aprender un idioma. Esto conlleva dar una gran importancia a la literatura escrita en esa lengua, como el verdadero caudal del que debía beberse al aprenderla. Yo mismo, tengo que decir, debo de haber estado por aquellos siglos sobrevolándolos en sueños, porque no he conocido todavía a nadie que busque sumergirse en un idioma extranjero por su literatura, que es justo lo que para mí es el aliciente para dedicarme a aprender un idioma nuevo. Bueno, la verdad es que sí que hay más seres así como uno mismo, tan excéntricos y afortunadamente fuera de lugar, pero no pululan por las academias de idiomas, ni suelen realizar los cursos que se ofrecen, ya que la idea del idioma extranjero que orienta su enseñanza hoy es tristemente funcional y va encaminada a superar exámenes muy técnicos basados en la gramática (aunque raramente se piensa ni comprende la gramática en esos cursos, la lógica o canon estructural que en esa lengua organiza y determina la relación con la realidad). Después diríase que también se dedican a un superficial contacto, como el del turista, con los países y personas que la hablan. Como mucho un trayecto didáctico plagado de trucos para la supervivencia en tierra extraña. Mas nadie enseña en la moderna oferta de cursos y academias (quiero pensar que la universidad es una excepción en esto) el espíritu, la hondura y la poesía de la lengua en cuestión, como lo más importante, lo que requiere saberse ante todo, lo primero. La comunicación en el día a día corriente y cotidiano vendrá después, casi como un efecto colateral. Pero lo que importa sobre todo es el componente estético del idioma que se vierte en especial en su literatura. Aún recuerdo el pasmo de quien me atendía al matricularme en una academia de francés, cuando me preguntó mis razones para hacer el curso y le respondí que lo hacía porque el francés es bello. Sí, debo ser extraterrestre o primo lejano de Humboldt.
Estas motivaciones para aprender, no solo idiomas, sino cualquier disciplina, era lo normal en tiempos de Humboldt.
La motivación era antes la curiosidad que la utilidad. Lo cual no puede echarse para atrás con la descalificación de ser elitista y burguesa. Hay un valor universal en esta tendencia dada en ese animal curioso que somos por naturaleza. Me da igual que esto suene burgués o proletario, pues la excelencia debe ser, y de nuevo topamos con la paradoja, tan elitista como democrática. Hay que exigirse todo y más, y para ello, no basta la utilidad. Lo que hace distinto al hombre es, precisamente, la inexplicable e insaciable curiosidad que le despierta la realidad, como una especie de enamoramiento al captar su irresistible belleza, al caer en la conmoción estética que produce, anterior a la conmoción intelectual.
Pues todavía me pueden tachar con más ímpetu, indignación y saña de trasnochado al traer esto a colación: que cuando se destaca la importancia de las lenguas y su literatura estamos refiriéndonos también a las lenguas clásicas. Y para la cultura alemana de la época de Humboldt, la lengua que presidía esta relación estético-intelectual con los idiomas, era, por supuesto, el griego antiguo. En el caso de Humboldt no ya el estudio del griego, sino el helenismo en su amplia extensión, no consistía en una tonta y por otro lado imposible imitación del mundo clásico, sino que “El helenismo se le antojaba el antiguo estado de una humanidad que ya no era accesible, pero que continuaba siendo un estímulo y un modelo por su misma ‘forma’. ¡Un modelo por su forma, y no por su contenido! La imitación directa de la Antigüedad no es posible ni deseable; lo que importa copiar es el modo en que ciertas condiciones naturales e históricas sirvieron de punto de partida a una humanidad ejemplar. Las naciones modernas no deben remedar a los griegos, sino elevarse a la ‘verdadera humanidad’ conservando su originalidad propia, como hicieron los griegos en las condiciones en que se hallaban” (pp. 220-221).
Dicho de otro modo: la enseñanza que cabía tomar de Grecia era su espíritu, en el cual va incluido un modo teorético de aproximación a la realidad para captar en las cosas su “verdad”, y por tanto, era clave la cuestión de la verdad y el precio que hay que pagar por la misma, la virtud y la excelencia como objetivos de la educación y sobre todo el ideal del sabio o, mejor dicho, del aspirante a sabio que dio en denominarse “filósofo”. Todo ello viene a ser una manera concreta de situarse frente al cosmos, de abordar la existencia, de leerse y de leer el mundo. Una manera que a diferencia de otras civilizaciones, ha seguido un trato especial con sus propios mitos, cuya contemplación distanciada y serena ha fundado lo que nosotros denominamos la objetividad y la ciencia. Pero todo ello inspirado y propulsado por la seducción de una cierta belleza, es decir, por un interés estético, al cual se supeditaba lo intelectual.
Sin entrar en matices de lo que realmente entendía Humboldt y buscaba con su aproximación directa a la Grecia clásica, hoy todavía nos valen algunas razones para retomar este admirado acercamiento a Grecia. Y yo lo fundo en que, valga el tópico, conocer a Grecia es reconocernos. Reconocernos en su forma, en su ideal, en su más íntimo nervio y ánima, pues todo ello está vivo en nuestro mundo. Tanto las mejores posibilidades que todavía hoy se nos ofrecen como las peores degeneraciones, proceden del espacio que ellos abrieron para nosotros. Nuestra época, nuestro mundo, son griegos, y si, por volver al tema que nos ocupa ahora principalmente, queremos comprender, por ejemplo, el ideal universitario, hay que acudir al momento griego de emergencia del logos.
La universidad es hija de aquello. Se fundó como cristiana, desde luego, pero antes, en su ser profundo, era griega (como, por cierto, el cristianismo tras la teología de Pablo). Más en particular, la universidad es hija de la teoría, o sea, de la invención de una distancia inmune a otros intereses que no fueran el hallar lo que de manera universal podía decirse de algo y diferente a la mera opinión (la verdad). Hija de la fe en que además esto podía hacerse, en que era posible pensar, discutir y criticar los mitos y dejarlos atrás (cosa nunca absolutamente lograble).
La universidad tuvo también como mérito el colocar como referente el ideal de una “humanidad” eterna. Un fantasma, quizás, pero un fantasma que ha funcionado. Algo que habita, a pesar de la importancia que le estamos dando a lo teórico, racional y científico, en la literatura. Así lo he destacado en algún artículo en el que traté de presentar la necesidad de una educación a través de lo literario (pinchar
aquí). Me gustaría, además, destacar que acabo de descubrir, en el libro que refiero al final de este trabajo, que la figura de Goethe fue, por el tiempo de Humboldt, quien expresó este ideal de la
humanitas, del hombre en diálogo con su cultura, poeta y naturalista (me gusta más emplear para Goethe el término “naturalista” que “científico”). Justo lo que escribíamos
aquí y
aquí hace unas semanas.
En general, señala Flitner en su capítulo del libro de Château (2013), los intelectuales alemanes del momento habían tomado una senda más o menos romántica que al racionalismo kantiano añadió un cierto culto a lo bello del conocimiento, que es, hemos visto, algo que reaparece en la tradición occidental desde Platón. Se entiende al hombre como ser racional pero también espiritual, que se realiza en una especie de añadido al mundo donde habita al modo de un cierto ideal de lo humano. Es el planteamiento del idealismo que, como escribimos ayer, supone una de las dos ramas de la Ilustración que se va a desarrollar con ímpetu en el siglo XIX junto a la otra, la científica y positivista. Es esta primera rama la que forja las humanidades que se van a estudiar en los gimnasios de la Alemania decimonónica y que hemos remitido más lejos aún, al humanismo renacentista. Hay en la cultura algo que nos conduce (educa) a superar la vida particular de cada uno, la cual se ceñiría, si no es por ello, a las estrechas condiciones particulares que la determinan.
Es la “idea” de la humanidad lo que ha de dirigir la formación. La historia sería la forja de esta idea en lucha con las circunstancias y con la realidad (p. 224). No puedo aquí dejar de referirme a nuestra lectura del Quijote en el pasado mes de diciembre y que protagonizó una serie de entradas en este blog que precisamente desarrollaban esta noción de la guerra del mundo con sus propios ideales. Lo que Cervantes expresó como nadie lo hará jamás. Digamos ahora que, respecto a la historia, no interesa esta, en la formación que propugna Humboldt, como consejo o advertencia (el viejo propósito de Herodoto), sino como figura o forma de lo humano.
Flitner, a quien sigo de lejos, señala: “la cultura (
formatio hominis) es una transformación progresiva del hombre, de ese ser viviente tal como se da con sus sentidos y su historia, en un ser espiritual que participa del ‘Espíritu’ creador del mundo proyectando en un individuo la copia integral de este último” (p. 224). Lo que conecta ambos mundos, el del individuo y el del ideal o la cultura, es la lengua. Esto vale para todos, no solo para los intelectuales que tratan directa y expresamente con el espíritu. Porque la lengua es expresión general del espíritu (p. 225). De ahí que el espíritu que reside en el individuo, en su trato más o menos consciente con la cultura, se amplía cuando se aprenden nuevas lenguas. Como señalábamos antes, y frente a la actual enseñanza de idiomas, la razón que Humboldt daría para aprender una lengua extranjera sería así de sencilla: para ampliar su espíritu. Señal de la franca decadencia de la universidad hoy podría ser la incomprensión y la burla que esta respuesta originaría en muchos. Aquella época, sin duda, era infinitamente superior a la nuestra.
Así, el aprendizaje de lenguas extranjeras pasó a ser “una de las exigencias de la verdadera cultura humana” (p. 226). Es una de las características del humanismo, semejante al renacentista, que constituyó un nuevo estilo tanto para la universidad como para la educación, diferente del ascetismo de la universidad medieval, más, podríamos decir, pitagórica. Por supuesto es esta veta humanista la que generó la gran corriente hermenéutica del siglo XIX.
Pero el carácter formativo de la educación vincula a Humboldt con Rousseau. Es decir, la educación no ha de servir a un fin pragmático (¿educación por competencias, diríamos hoy?), sino humanístico. Este fin hace que se centre en preparar, primero, el carácter. La formación del hombre que precede a la del ciudadano. Es su base. Esto, junto con la liberación del fin pragmático, constituirá el núcleo de las reformas educativas emprendidas por Humboldt, que fue el creador de la prestigiosa universidad alemana decimonónica. La formación entendida no como mera instrucción, sino como educación.
El ideal formativo se vincula, también, con Rousseau en otro aspecto importante, como señala Flitner: “Aquí es la propia naturaleza la que cuida la organización de los estudios y su progresión formativa: gracias a una armonía preestablecida entre la naturaleza humana y ‘el orden natural’ de una verdadera cultura” (p. 230). El plan de estudios es ideado a partir de este principio formativo. Hacer o procurar la perfección de lo humano en el individuo que es, a su vez, la perfección natural (pp. 230-231). Este es el sentido que tiene la enseñanza de cada una de las asignaturas, tanto de letras como de ciencias. Pues la ciencia, como la literatura o la música, forma. De manera que lo que se busca es una impregnación en el propio ser de este “orden” y su naturalización en el sujeto, lo que conduce a metodologías de enseñanza de carácter activo, que impliquen la incorporación efectiva de las materias en el educando. Hay, pues, una conexión con esta derivación ilustrada de la pedagogía que tuvo su mayor impulso en el Emilio de Rousseau y que como es bien sabido, llega hasta la actualidad. La diferencia con la pretensión de las reformas actuales en la enseñanza y universidad, que voy analizando poco a poco en este blog, es que en la actualidad a las materias se les impone una ley ajena (su utilidad práctica y, sobre todo, mercantil) que sofoca y asfixia su propio ímpetu y esencia, lo que las despoja de su capacidad formativa.
BibliografíaFlitnet, W. (2013) “Wilhelm von Humboldt”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México:FCE, pp. 219-233.
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Educación y filosofía
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La pedagogía moderna o el sueño de Pestalozzi
Marcos Santos Gómez
I.
Lo singular de la conducta humana es que, por muy mecánica que parezca, siempre expresa una relación implícita con algo “exterior” a la cadena de las causas y los efectos, con el espacio donde sucede, con el éter en el que se despliega la opiácea red de los estímulos y respuestas a que nuestra condición animal nos obliga. No nos libramos de ese páramo presentido ni siquiera tomando el café de sobremesa en una tarde de primavera, en la que, como decía Bécquer, los terrores no pueden asaltarnos. En realidad, ese “desasosiego” jamás nos abandona. Ni siquiera con el estómago bien lleno, con el cielo sin amenaza de tormenta, disfrutando de una temperatura amable y mientras vemos algún episodio de una adictiva y absorbente serie televisiva que nos haga creer la victoria de la razón más desnuda y raquítica sobre la maldad del universo. A pesar de tales victorias de esa razón pretenciosa del dato y el cálculo, la de un Sherlock cocainómano y arrogante (aunque en la serie, obedeciendo al pudor puritano de nuestra época, que consiste en ocultar lo que inquieta y molesta como en una cárcel de seda, la cocaína y el tabaco se han sustituido por discretos parches de nicotina), hay algo de lentitud y pesadez en el aire que respiramos y que como un lastre coarta nuestros deseos y alegrías. Para el hombre, a diferencia del niño y el animal, la paz jamás puede ser plena.
Aunque mejor detener este hilo de observaciones o reflexiones. Me paro sobresaltado por albergar estos pensamientos amargos y me increpo a mí mismo, como un oficial arengando a la tropa (lo que quizás sea, en definitiva, la mejor imagen tangible de ese “guía interior” al que Marco Aurelio tanto se refiere), para retomar el nervio de vivir como hombre, como filósofo y como soldado, o sea, como quien también aguarda a morir sin el menor pábilo de agonía en el rostro, sin mover un solo músculo de la cara, del modo en que lo hizo aquel pagano romano, hermano de secta del egregio emperador, que, un siglo antes, fue el mayor pedagogo de todos los tiempos.
Miro a mi alrededor en el prado apacible y veo al animal que vive saltando de estímulo en estímulo y cuya respuesta es una reacción mecánica a la cadena natural donde habita ciegamente engarzado, en la clausura de un presente espléndido. No puede haber existencia más inocente. Retoza y sufre sobre la brillante superficie del lago de la existencia, sin tener la experiencia, como un hormigueo o sudor frío, como un raro presentimiento, de que la realidad guarda un secreto.
Ese secreto solo puede insinuarse en las preguntas. Se cree que la ciencia ofrece respuestas y ocurre justamente lo contrario, que lo que ofrece son nuevas y más perturbadoras e irresolubles preguntas. Desde luego el hombre puede vivir una existencia inocente, en un simulacro, pero la condena del hombre, su caída, lo que perdió al ser expulsado del Paraíso, es esa bendición que sí le fue concedida al resto del reino animal. No hay pues tarde ni sobremesa inocente, porque, del mismo modo que el animal vive inserto en su cadena causal, el hombre se halla fatalmente ligado a lo incomprensible que le remueve por dentro y al lastre del pasado y del futuro. No hay ya para él tranquilidad posible y se ve forzado a incluir, en el caso de las existencias verdaderamente lúcidas, el turbio presentimiento de que la nada, su no saber, su insignificancia, impugnan cualquier felicidad que no sea el tranquilo recostarse en dicha insignificancia, propio del sabio estoico.
Resulta clamorosamente falso que pueda darse una construcción de lo humano que no sea al mismo tiempo advertencia de su precariedad, insinuación de su final y presentimiento de que hay algo desbordante, glorioso y terrible, que cerca nuestras sobremesas. Así sucede con cualquier hecho o institución. Toda esperanza y horizonte lo son porque partimos de un vacío y una nada esencial más próxima a la desesperanza y la angustia que a los exultantes coros angélicos que traza nuestra imaginación. El estoico puede actuar, y es de hecho muy activo, porque su resignación, esa pasividad que se le atribuye, es solo el efecto de la más desoladora lucidez. Es a esa lucidez, la del vivir sin otro fondo que el puro ser, a la que la razón, en última instancia, conduce al hombre. La pedagogía de la razón, porque la razón nos educa, nos sitúa en el mayor trono que puede disfrutar el ser humano, el de su soledad y la pregunta.
Por todo esto, no hay posibilidad de una educación y pedagogía inocentes, es decir, sin un último y fatal apoyo en la pregunta. Si la Pedagogía debe centrarse en el estudio de las metodologías de enseñanza y cuestiones didácticas relacionadas con la educación, es en la medida en que estas son la superficie del abismo de preguntas elementales que fundan lo humano. Así, la pedagogía, la educación, las máscaras, se fundan en la pregunta. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo se forma? ¿Cómo ayudar a su formación? No se debe abordar estas cuestiones como simples cuestiones técnicas, sino en lo que las conecta con la antropología y la filosofía, con el sombrío ámbito donde el hombre se sabe incierto. Tras la aparente plenitud y placidez del curso habitual de las cosas, cuando la educación nos ha marcado el camino, está la posibilidad de desmontarlo todo. En saberlo y en incorporarlo al propio ser estriba la mayor madurez a que cabe aspirar.
El nervio íntimo de la pedagogía, pues, es filosófico o, a lo sumo, antropológico. Y por ahí debe andar, y de hecho ha andado, el pensamiento pedagógico. No la técnica pedagógica, el arte de crear la máscara, sino la teoría que se pregunta por lo que hay detrás de ella, si es que hay algo.
II.
Hablando ayer de Rousseau ha sido evidente que es preciso no centrarse tanto en sus desarrollos didácticos, algunos válidos que resuenan aún hoy y otros cuestionables y anticuados que no nos sirven. Hay que aspirar, por el contrario, a captar el manantial exacto desde el que se despliega todo el Emilio, su perspectiva, su nervio. Lo que en el Emilioestá más allá de su utilidad. Este punto es un posicionamiento filosófico y antropológico que siempre se halla, del modo que sea, a la base de cualquier teoría o práctica educativas.
De lo que señalamos, resulta obvio el componente ilustrado de Rousseau y su adscripción, contra lo que parece, a un modelo más próximo a la ciencia y las matemáticas que al humanismo. De hecho, Château (2013) concluía su exposición sobre el ginebrino resaltando este íntimo formalismo de la pedagogía rousseauniana que nosotros vinculamos al recurso estoico de tomar la ciencia y la lógica, o las matemáticas, como un asidero firme en el que agarrarse para sobrevivir a la tormenta. En este sentido (quizás en otros no) tenía razón este comentarista en que frente a un Voltaire, por ejemplo, Rousseau no es exactamente un humanista. La ironía respecto a la tradición, que es elaborada y releída sonrientemente por Voltaire, el saberse obligado a tratar con un océano de textos que van agarrándose unos a otros hasta sugerir la divertidaeternidad sin fondo a que hemos comenzado aludiendo en este artículo, es lo que Château considera la versión humanista de la Ilustración, la voltaireana, la que se desplegaría en los filólogos del siglo XIX. Rousseau es más grave, como un profeta bíblico, y con esa aspiración estoica a la armonía última del mundo como íntima y única certeza. Ambos, pues, ilustrados y, en este sentido, uno de espíritu estoico y el otro más humanista y proclive a caminar sobre pantanos.
Aunque yo diría que sí podemos considerar humanista al ginebrino en el sentido de que el Emilio es también el intento de realizar la encarnación del ideal humano, ideal que es el de la razón, o logos, que dirige la orquesta de la naturaleza (y que el cuarto evangelista confundió con Dios). Esa última razón o paz que irradia toda la pedagogía rousseauniana es un remedo de la paz y la razón del estoico, reinantes en el cosmos, como vimos.
Es decir, Rousseau constata la serena, amplia e infinita presencia de lo humano (o lo natural) en la cultura, como lo que nos forma (la “forma” en la terminología filosófica es la figura concreta que adquiere la materia), es decir, que educarse es adquirir un modo particular de ser lo humano que habita en la cultura. O animar la idea con la carne, la sangre y el hueso de los individuos vivos que no serán propiamente individuos ni libres, en una paradoja que no entienden los simples, hasta que se impregnen de lo general. Estamos ya con esto anticipando la Bildung en el idealismo alemán. Es lo que la pedagogía denomina “formación” y lo que, en efecto, constituyó la base de la concepción pedagógica humanista que se fue trazando en Europa, sobre todo en Alemania, después de la Ilustración y en coexistencia con otro derivado pedagógico del movimiento ilustrado que cobra especial importancia en la actualidad: el modelo técnico. Este nace como una reducción de la formación a la enseñanza y adquisición de saberes técnicos, los requeridos por los oficios o los nuevos estudios promovidos por las monarquías ilustradas, los enciclopedistas y la Revolución francesa: ingenierías, agricultura, cálculo y matemáticas. Será esta versión técnica de la Ilustración el germen de las escuelas, academias y facultades técnicas en la reestructuración del currículum universitario que se prolongaría todo el siglo XIX.
Hemos de admitir, a esta altura, que ambas versiones son Ilustración, aunque nos tienta extender la metáfora de la luz y la sombra para referirnos al luminoso mediodía de la cultura humanista (burguesa), cuya sombra serían los muy “proletarios” saberes técnicos. Sin ambas facetas la Ilustración está incompleta y nos desplazaríamos por otro paradigma civilizatorio y epocal.
Adscrito a la concepción de la cultura como el lugar donde habitan los ideales en espera de tornarse carne y hueso, que vamos a ver inigualablemente expresada por el gran reformador de la universidad del que escribiremos próximamente, Humboldt, emerge la figura de Pestalozzi. Este es el primer diseñador de la pedagogía contemporánea. Es prácticamente su creador. La idea básica de las actuales teorías pedagógicas más “nuevas”, tienen su epicentro en este autor que, a diferencia de su compatriota suizo Rousseau, es ya propiamente un educador y no tanto un filósofo. El primer educador y pedagogo contemporáneo. En varios sentidos, pero sobre todo en que es quien primero, más allá de escribir un tratado como Rousseau, pone en práctica la idea de que es preciso educar antes que instruir, lo que se puede valorar como un avance en la comprensión y emancipación del hombre o, como hace Fernández Liria en el libro que hemos comentado días atrás, como un movimiento típicamente totalitario. Y aunque tememos reconocerlo, nos parece que Liria tiene algo de razón en esto tan perturbador. Hay que educar, o sea, formar a la persona y el carácter antes que transmitir saberes y conocimiento, o información. Este es el principio de Pestalozzi, pero también el principio de la Revolución francesa en sus momentos más, digamos, totalitarios, cuando se pretendía crear un mundo nuevo mediante la destrucción del anterior en la historia y en el alma de cada uno de los “ciudadanos”. En otra obra que comenté hace algo más de un año, se afirmaba algo parecido, cuando se insistía en que Pestalozzi significa el giro “educacionalista” de la civilización, o sea, la pretensión de transformar o incluso re-crear el mundo desde las “interioridades” del sujeto. Una suerte de querer colarse en el alma de los hombres para reconstruirlos a ellos y a la historia.
Así, este giro será el que mejor protagoniza el bueno y sentimentaloidede Pestalozzi. Entre otras consecuencias tiene la de sustituir lo verbal y reflexivo por lo afectivo que, en la figura de la madre, logra la formativa encarnación en el niño de los grandes ideales y valores de la cultura. Por eso Pestalozzi insiste tanto, y con páginas tan inflamadas, en la importancia de la educación maternal. A él le interesa el proceso de creación de la persona, que es, primero, como señala claramente el Emilio, afectivo y emocional. La madre encarna esta imprimación del ideal en el inconsciente del niño. Un proceso que, además, Pestalozzi califica y considera como “integral”, por esto mismo, porque alcanza todas las facetas de la personalidad del niño. Se dirige a todasu persona. Así que este inventor de la educación moderna y contemporánea, es también el creador de la educación integral.
El niño va ejercitando su razón emergente, pero al mismo tiempo, funciona su corazón y su mano, dice el suizo. Y todo ello, como ocurría con Rousseau, se comprende como la plasmación en el individuo de la cultura humana que debe ligarse con el último y mayor bien de la naturaleza y, en definitiva, con Dios. Dios es, para él, la fuente del bien y de lo humano, por lo que coinciden, al estilo de Rousseau, lo humano con la virtud y el bien que, en última instancia, reposan en la bondad de la Creación, garantizada y personificada por Dios (de nuevo, quizás, el Prólogo de Juan).
Dios sería una especie de emanante alteridad fontanal que funda lo que en el mundo humano se ha de producir con procesos donde se hallan presentes el amor y la vocación. Estas ideas aproximan a Pestalozzi, como ya está adivinando el lector, a los filósofos personalistas del siglo XX. Pestalozzi esgrime una concepción de la persona como el continente en el que la educación convierte el “deber” en el “querer”, lo que “debo” en lo que “quiero”. El suizo realiza una especie de traspaso de la ética a la psicología evolutiva, a la cual él también anticipa e inventa. O sea, que no andamos lejos de aquellas preguntas básicas a las que me refería al comenzar estas letras y que nos retrotraen a lo antropológico, es decir, ¿quiénes somos?, o ¿qué es el hombre? Pestalozzi trata de ubicarse en ello para responder con un cierto idealismo por el que la materia humana ha de vertebrarse y nutrirse con la forma que le infunde la cultura. Es el estudio de este proceso de formación el que obliga a Pestalozzi a esforzarse por comprender de qué materia estamos hechos los seres humanos y cómo esta, que es ciega vida animal, emerge y cobra una vida superior cuando absorbe los bienes e ideales que pueblan la cultura. Es lo que, en una próxima entrada, veremos que va a constituir el núcleo del pensamiento pedagógico y de las reformas universitarias de Humboldt.
Al considerar las cualidades de esa materia humana, con cuyas características se va encauzando esa impregnación cultural en el individuo, ha tocado Pestalozzi el campo de la psicología, en un salto definitivo a lo óntico que anticipa a esa ciencia del alma o del espíritu que será la psicología evolutiva. Pero también algo que anticipa la crítica a la concepción racionalista e ilustrada del hombre por esa otra forma de disolvente ilustración con pretensiones frustradas de ser positiva y empírica que constituirían Freud y el psicoanálisis. El bien y la buena conducta, el altruismo, la bondad, son derivados del amor a la madre. La moral se fraguaría, entonces, en la relación del niño con la madre. Es esta vinculación afectiva la que obra la realización y encarnación de los ideales de la cultura, en torno a los valores, por ejemplo, en la persona del niño y por supuesto antes de la escuela. Es su medio, su camino, el amor que liga a la cultura y a lo normativo (la figura freudiana del padre), que la dulcifica y llena de afectos. Todo esto tuvo, también y por la relación que señalábamos entre las concepciones filosóficas y las metodologías didácticas, una consecuencia a nivel metodológico: la pedagogía se empezó a entender como un tanteo experimental con la realidad educativa, que implicaría la constante necesidad de ir perfeccionando las metodologías educativas en una suerte de irrupción de lo afectivo y (en la ideología y terminología de Pestalozzi) lo “maternal”, en la escuela que fuera otrora lugar de la pura instrucción en historia, gramática y latines. Esto ocurre, decíamos, en el contexto por el que lo instructivo comienza a entenderse y practicarse como lo educativo. “Instruir” va dejando paso a “educar”. La disciplina deja paso al cariño y la ciencia y el saber, o la erudición, llegarán cuando tengan que llegar, al estilo de Rousseau, sin forzar su irrupción en la vida infantil. Sólo se aspirará a tratar con lo que requiere ser pensado, cuando la facultad de pensar esté plenamente preparada.
Así pues, en Pestalozzi tenemos las mismas ideas que se dieron en distintos momentos de la Revolución francesa (que lo halagó y llenó de honores); en especial, como imaginará el lector, en las memorias escritas por Condorcet, filósofo y diputado girondino de la Convención (publicadas hoy en español por la editorial Morata), para establecer los principios de un futuro sistema público educativo (aunque en la época aún lo denominaban, como todavía ocurre en algunos países, “de instrucción pública”).
Por último, si queremos interpretar lo que quiso expresar con el título de una de sus obras, El canto del cisne, el apremio de este educador, su pasión, su prisa, que lo llevaron a pérdidas millonarias (en alguna época de su vida, cuando paseaba, es fama que era confundido con un mendigo) y a la construcción compulsiva de centros educativos admiradísimos en Europa (entre otras personas, por Madame de Stäel, la cronista y crítica de la Revolución francesa), se dio porque entendió que todo lo humano con lo que trataba era algo que no podía librarse de la sombra de la muerte. Pero dejemos esta especulación sentimental cuyo único fundamento es su belleza o, tal vez, mi deseo de que este artículo adquiera una forma circular, en un eterno retorno que lo llene de paz e impugne, a su discreta manera, el fantasma de la innovación en el mercado de las novedades. Quizás lo retomemos, ampliando el círculo, y emprendamos un análisis menos impulsivo de todo esto para cuando el frío que me cerca ahora, pasada la medianoche, arrecie menos, si es que alguna vez puede dejar de arreciar.
Algunas ideas y datos han sido extraídos del siguiente libro:
Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE. Primera edición en francés 1956.
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Educación y filosofía
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La clave estoica en el Emilio de Rousseau
Marcos Santos Gómez
Rousseau es un pensador controvertido. Tan pronto es odiado, como levanta pasiones. Pero en general siempre inquieta e incluso conmueve, arrastrando al lector aún hoy a extremos de ira o amor casi desinteresado. Tendría que contrastarlo, pero no acabo de tener ganas en estos momentos de levantarme de esta plácida mesa de trabajo y además ando algo cansado. Tendría que contrastar, digo, si es cierto el vago recuerdo que albergo de haber leído en alguno de los tomos de la Historia de la filosofía de Copleston, o acaso en la de Guillermo Fraile, que por mis estanterías andan, una paráfrasis del pensamiento del ginebrino, con valoración final, en la que se notaba el odio contenido e incluso la rabia que al autor de la misma parecía provocar el muy leído y excéntrico viajero que en tiempos de la Enciclopedia anduvo arrejuntado con los malotes librepensadores responsables de dicha obra ante Dios y las autoridades. Una verdadera obscenidad de la Modernidad, un delirio de la más pulcra y organizativa de las razones que el corazón del hombre ha producido. Así que poco podía esperarse de esta víctima de la manía persecutoria que acabó rompiendo con sus amigos enciclopedistas a gritos en una escena difícilmente superable, que narra Philip Blom, el historiador de Encyclopèdie. Un Rousseau acuciado por molestias urinarias y que rehusó la amistad del gran David Hume, quien en su casa de Edinburgo tuvo que dejarlo escapar furioso del amable hogar escocés, no sin asombro ni, cuentan, poca lástima para acabar muriendo solo por algún camino de la vieja Europa. El mismo pícaro ginebrino que puede resultar fructífero comparar en los asuntos serios, o sea, en su obra y pensamiento, con el aún más pícaro Voltaire. A gusto del lector dejo sentenciar con cuál se queda. Así que como quien deja el mundo dando un portazo, Rousseau se fue, con o sin peluca, y ahora tenemos una legión de personas que no lo leen y lo odian, y quienes tampoco lo leen y lo adoran. A esto hay que sumar la legión de quienes lo leen (y casi nunca lo entienden) que derivan entre una incondicional aprobación de su bello anarquismo o el profundo odio de haberse constituido, como escuché en un congreso, en, y cito literal: “el fundador del patriarcado moderno”.
Pero dejémonos de tonterías y vayamos a lo que importa, que es la especificidad de lo que aportó, para mal o para bien, a la Pedagogía. Él es uno de los autores que se han dado que siendo esencialmente filósofos han tocado tierra en el continente de la educación y, en su caso particular, ha llegado a ser hoy conocido como uno de los referentes en el pensamiento pedagógico. Creo que muchos de los recelos que despierta se deben a un problema básico, que consiste en que con su estilo ameno y sencillo, está desarrollando sin acabar de formularlas, con espíritu de filósofo y mano de escritor, ideas difíciles de entender y que es preciso captar dentro de la discusión intelectual de la época y sobre todo en el contexto del pensamiento ilustrado. Resulta tentador detenerse ante lo anecdótico como yo acabo de hacer en el primer párrafo del presente artículo lo que, en el caso del Emilio, significa apenas ver más allá de las concreciones didácticas que se van desarrollando en la ficticia educación de Emilio por parte de su preceptor. El brillo de su prosa, su entusiasmo, su tono literario acompañan en este libro a una larga exposición de la educación ideal que entra a menudo en detalles y en la que resulta tentador perderse a la primera de cambio. Voy por esto a tratar de dilucidar lo que por debajo de todo ello son los principios que realmente nutren el aspecto más didáctico del libro. Porque como todo buen libro y autor, todo él obedece a una certeza, idea o intuición básica que como un diamante irradia su brillo y esplendor a toda la obra. Así, es preciso hallar la gema que nos guarda el suizo (como también hacen hoy los bancos de su patria).
La primera pregunta que nos acucia es por qué un pensador político y filósofo se dedicó a escribir cientos de páginas en un tratado sobre educación. Cosa en absoluto nueva, pues desde Platón varios filósofos lo han hecho. Pero lo interesante es averiguar por qué, en particular, él lo hizo. Ya hemos escrito en abundancia sobre las relaciones entre la filosofía y la pedagogía, pero ahora queda detallar cómo se imbrica esta conexión en el genial ginebrino. Y una pista la da el hecho de que el Emilio fuera escrito y publicado casi al mismo tiempo que El contrato social. Ambos responden a una misma problemática que no es sino algo tan ilustrado y también, como voy a resaltar, tan estoico y senequista, como la racionalización del mundo social y a partir de ello de la política (no otra cosa expresa el contractualismo), que a su vez reposa en una forma de racionalización de la vida. Este dotar a la vida, al propio genio y cuerpo, de razón, o sea, en el modo ilustrado y estoico de verlo, de orden es, precisamente, lo que denominamos “educar”.
El preceptor no va, contra las malas interpretaciones del tópico rousseauniano de la bondad natural, a abandonar a su discípulo a un espontaneísmo falsamente ácrata, sino todo lo contrario, lo va a ir induciendo sin forzarlo a adoptar el orden de la naturaleza que es preciso, en los seres humanos, aprender. O sea, que “bondad natural” o incluso el constructo irreal del famoso “estado de naturaleza” no indican que el niño pueda “construirse” solo, sin educador ni sin sociabilidad. Son factores ineludibles lo social y la necesidad de que entre en juego precisamente aquello que en la humanidad ha recogido la armonía de un todo que, si se engarzan bien las piezas, funciona bien, bien para las personas, un bien que es virtud y orden. Rousseau, ni ningún educador rousseauniano, han podido creer la insensatez de que el niño nace sabiendo, dispuesto al altruismo y la solidaridad, sin sombra de egoísmo. Nada de eso. Todo el Emilio es la conducción muy bien trazada e invisiblemente reglamentada hacia la incorporación y la toma de conciencia por el educando, de un orden superior a las pasiones desbocadas que si las controla, las convierte en virtudes.
Para que esta materia prima de lo humano logre hacerse virtuosa, tiene que escuchar la llamada o propensión que hay en el cosmos para ello. Se nace con esa posibilidad e incluso ese instinto. Tanto es así que Emilio no sufre ni se reprime, en un sentido maligno o patológico, sino que se percata de que será más él, si se integra en el cosmos. Claro, esto presupone que también está la posibilidad de un cosmos desintegrado (paradoja tan lógica como real), un desorden en el orden, lo que en la vida práctica del educando implica que ceda al febril incremento incontrolado de las pasiones, de esas pasiones que tienen potencialidad para el bien, pero que sin ese ajustarlas al cosmos, producen daño, para el propio educando y para los demás. Este cosmos que acaso lo fue, ahora no es cosmos. El cosmos social, me refiero. La sociedad está desordenada y contagia su caos al niño. Por eso Rousseau desarrolla la célebre idea, expresada en el mismísimo comienzo del Emilio, de que todo está bien hecho, a priori, es decir sale bueno de las manos del Hacedor. Pero, pronto, “todo degenera en las manos del hombre”. Rousseau no parece entrar a dar una explicación de este desajuste ocurrido en la historia, pero sí trata de sugerir la terapia. Una terapia que presupone que en condiciones “naturales” todos tenderíamos al bien.
Este bien consiste, pues, en saber casar lo espontáneo con la regulade la educación. La educación, en este sentido, es mucho más o, mejor dicho, otra cosa, que instrucción, como lo era la impartida por los preceptores o colegios de la época, a juicio de Rousseau. Si en las instituciones académicas prima un afán cognitivo y erudito cuya interiorización forzada se espera acabará produciendo bondades, para el Emilio, es superior la construcción del propio carácter y una educación destinada a regular bien primero los afectos y emociones, el vínculo con la naturaleza y el propio cuerpo, y después llegará, casi a los veinte años, la instrucción. La edad de la lectura, la erudición, la moral, la religión y todo lo que requiere un pensamiento maduro, ha de ser, por tanto, la madurez. El principio rousseauniano es que todo lo que se imparta antes de la edad de la razón, se enquistará en el individuo como dogma inmune a la crítica, como verdad absoluta e impermeable a su estudio y análisis sosegado y objetivo. Será materia cognitiva, por así decirlo, pero ajena al trato con la razón. Y se puede afirmar que todo el largo proceso educativo de Emilio es una conducción y preparación para que, escuchando a la naturaleza, cuando llegue verdaderamente la posibilidad de cribar lo que uno aprende, entonces se estudien las materias que requieren de esta habilidad crítica. Es la diferencia, en la parte del Emilio conocida como la “profesión de fe del vicario de Saboya” en la que el ginebrino desarrolla las teorías ilustradas sobre el deísmo o la religión natural. Viene a explicar, en un texto largo, apologético y entre lo narrativo y lo argumentativo la idea de que la religión es producto de la razón y tiene que ver con el pensamiento y la búsqueda de una respuesta razonable a las preguntas que el hombre se hace acerca del mundo y su origen. Si no es así, en realidad no tenemos, como ocurre con la mayoría de la gente, religión, propiamente. Es, a juicio de Rousseau, puro dogma asumido sin saber ni siquiera lo que se asume, justificándolo en un inasumible fideísmo que la tradición ha conocido como la “fe del carbonero”.
Pero no quiero dejar de resaltar algo que se resalta muy poco cuando se habla de Rousseau. El evidente y muy potente vínculo de su filosofía y pedagogía con la gran y noble secta filosófica del Estoicismo. Diría más. En Rousseau, por lo menos en la obra que nos ocupa en este escrito, la clave de bóveda es el Estoicismo, herencia de las ávidas lecturas que el pensador suizo llevó a cabo, sobre todo de Séneca. Me sorprende que no sea frecuente hallar resaltado esto en las obras sobre su pedagogía o filosofía de la educación, pues sostiene todos los tópicos usuales de Rousseau, como son, hemos dicho, su visión del mal como producto de una degeneración (desorganización) social y la bondad natural que emana del propio orden íntimo del universo. Las funciones del cosmos, incluidas las cualidades humanas, propenden a la virtud, que es el nombre del bien incorporado a la conducta y el carácter por obra de la educación que, como hemos indicado, es antes afectiva que instructiva. No obstante, por si no se ha percatado el lector o yo lo he resaltado insuficientemente, no creamos que la instrucción y el conocimiento más elevado no tienen importancia. La tienen, pero cuando la naturaleza ha designado, en las edades de la vida, que debe entrar en acción.
Así, el preceptor será, como el filósofo que escucha el melodioso canto del universo, quien habrá sobre todo de escuchar a Emilio. Esa es la mayor cualidad que ha de manifestar un educador: la escucha atenta y constante, infatigable, de su discípulo. Esto se traduce en mostrar la necesaria receptividad a las distintas edades del ser humano. Aquí es conocida la bellísima defensa que Rousseau emprende de la etapa infantil como una forma sustantiva de ser el hombre, que se justifica por sí misma y no como preparación o sacrificio en pos de las etapas futuras. El niño, si muere, y el ginebrino recuerda la alta tasa de mortandad infantil de la época, ha de haber vivido feliz, sin haber sido forzado a comportarse y vivir como lo que no es. Esto es, también, una forma de la muy estoica racionalización de la vida humana que no consiste, como muchos han malinterpretado, en una rigorista llamada a la represión, a la negación de los instintos y demandas corporales, a la implantación en el propio ser de un asfixiante corsé (abunda la metáfora del cuerpo oprimido por los pañales y vendas en la infancia más temprana para resaltar el carácter nocivo de las ataduras sociales). El insuflar razón a la vida no es en absoluto negarla ni reprimirla, sino que es dar al cuerpo y al alma según su medida, la cantidad, trato y elementos que demanda la naturaleza que, en la concepción estoica, deja de serlo, se desnaturaliza, en la sociedad humana tal como la conocemos, y oscila entre extremos de exceso y carencia. Lo que ocurre entre los seres humanos es una suerte de desequilibrio que chirría y genera disonancias con el equilibrio del cosmos en el que el todo armónico (no dialéctico ni portador de negatividades, a diferencia de la concepción cristiana o hegeliana) es lo propio y lo que cada elemento o parte de ese todo debe hacer es incorporarse como nota de la sinfonía celestial. Esto implica que el ser se da en los seres que nacen y mueren, un ser mayor que cualquier suma de sus partes y cuya laboriosa pero serena contemplación es la que puede salvarnos del vértigo y el miedo.
Creo que estas ideas estoicas son el diamante que alberga la extensa obra del Emilio. Es su clave. Rousseau, en gran medida, mira con ojos estoicos. Por lo menos, del estoicismo ya tardío de Roma, en su amado Séneca pero en gran medida muy próximo a Marco Aurelio o Epicteto. Y me atrevo a decir, a pesar de mi cansancio, el frío y el pobre rigor de no indicar fuentes o lúcidas lecturas sobre el tema, que también la clave estoica anda paseando por El contrato social. Es la sociedad reconciliada con su orden perdido, su orden natural pero que en la dimensión de la libertad y la razón humana, exige la hipótesis de un contrato. La metáfora de un contrato entre partes iguales que deciden de manera consciente elegir una vida común para que, de nuevo, un todo armonioso y bello, embellezca y armonice la vida del individuo. Pero para que esta sociedad ideal superadora del caos actual generado por la irreflexión y la ceguera, pueda darse, es preciso hacer emerger la posibilidad y sed de ello en la persona del individuo que firma y toma parte en el hipotético contrato. La educación es el proceso que prepara para ello acostumbrando sin corsés a Emilio a vivir según una cierta regla (¡la regula benedictina, que diría el sociólogo Lerena fastidiándonos este manso resplandor pagano!), evidenciando a Emilio las maravillas de una vida ordenada interior y exteriormente según el mencionado ideal estoico. Una vida sin dolor ni miedo a la muerte, en el caso de los grandes sabios de esta vieja y noble escuela de la Antigüedad. Pero, en esa regulación, insisto, ha de entrar el otro, no es vida solitaria el ideal que cuando algunos leen en el Emilio lo del apartarse de la ciudad, confunden como si implicara una renuncia a la condición social del hombre.
El resultado de todo esto no deja de parecerme una especie de teodicea pero próxima al Oriente budista que acaba disolviendo la gota en el océano para relativizar el dolor. Los vaivenes de la historia cristiana dejan aquí de sentirse y el mal se convierte en parte de una cierta falsedad o inestabilidad que es preciso mirar como algo que en el fondo no existe, aferrándose, el alma estoica, a la eternidad de los astros, las estrellas y el majestuoso, silencioso y helado éter. ¿Hace esto justicia a las víctimas? Aquí no puedo extenderme, nos iríamos hacia otra disertación, pero señalemos un punto flaco en todo este entramado de orden… sin progreso, pero quizás también, y justo por ello, sin víctimas o sin la mirada cabal capaz de contemplarlas. No obstante, este prurito armónico genera también una ética del amor, del saberse volcado a los demás y de actuar inspirado por el deseo de realizar esa armonía e invocarla entre los hombres.
Se ha señalado en este tipo de educación rousseauniana un fondo demasiado próximo a los planteamientos totalitarios, que emergerían casi un par de décadas después de manera explosiva en el Terror jacobino, por la pretensión de anteponer la familia a la escuela. Quizás era la visión del libro de Fernández Liria que comentábamos ayer y en esto tendría razón. Este tipo de pedagogías que priorizan lo educativo frente a lo instructivo, o, la familia ante la institución escolar pública, tratan de fabricar al individuo en su más profunda intimidad y en un proceso que antepone afectos e influencias a la razón y la crítica. De todos modos, hemos indicado que no solo no carece de ese momento de lucidez crítica la pedagogía rousseauniana, sino que toda ella es producto de una gran madurez crítica que, tan solo, comprende que cuando el hombre aprende latín o matemáticas, está también de manera inevitable, removiendo sus afectos. Lo instructivo también remueve lo afectivo y es este principio el que Rousseau recoge escrupulosamente para elaborar en coherencia su proyecto de ciudadano maduro que ha aprendido a escoger bien, a medir y sopesar antes de decidirse por un modo de vida y sociedad natural. Este concordar con el bien, que a su vez emana de concordar con lo natural, es lo que puede hacer felices a los hombres. De hecho, el fin último de todo esto es, más cerca ahora quizás de Epicuro que de la Estoa, la felicidad del individuo. Esta pasa por la felicidad de su comunidad. Es lo que Emilio, sin necesidad de sermones, ha aprendido, que debe vivir, lúcidamente, con los demás y procurar la felicidad de estos porque la suya no se concibe sin dicha felicidad común. Todo, de nuevo, parece girar en torno a ese orden que vertebra, secreta y calladamente, el inmenso universo que todo lo abarca y del que nada queda fuera.
Y muy estoica es también, señalemos para finalizar, una fe rousseauniana en la ciencia, en la lógica, en la verdad formal que pasa antes por el cálculo que por las humanidades. Una fe estoica y bien ilustrada que, en ambos casos, se justifica como el asidero del alma, como el punto seguro, el cimiento fuerte, en el que anclarse en medio del viento de la eternidad. De nuevo, nos sorprende Rousseau. No solo no es en absoluto un crítico de la racionalización matemática o científica, sino que esta opera como el faro del espíritu. El supuesto abogado de lo afectivo y, desde lecturas más positivistas, ajeno a un raquitismo de la ciencia, ha hecho justo de esta, de la ciencia, la daga de su ética. No lejos anda tampoco Pitágoras y el número como ánima de las cosas, y las cosas como lo que, irritante y desconcertantemente para quienes han visto en Rousseau un romántico, nos salvan del naufragio. Y Platón.
Pero bueno, ya está bien por hoy, ha sido un día largo. Mañana más.
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Educación y filosofía
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Defensa de la Pedagogía, a pesar de todo (comentario del libro “Escuela o barbarie” de Fernández Liria).
Marcos Santos Gómez
El libro Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda de Carlos Fernández Liria, recientemente publicado, denuncia una cuestionable labor que sería atribuible a la actual Pedagogía en España. Esta, afirma, se ha reducido a un saber técnico-metodológico fundado en las teorías que justifican la actual reforma educativa y universitaria que él critica, por lo que nos encontramos con una Pedagogía que ha renunciado al componente teórico que debería orientar sus investigaciones. Una de las irónicas consecuencias de esta tesis de Liria consiste en que para adoptar hoy una perspectiva crítica en la Pedagogía, es preciso parecer que uno defiende una posición intelectual trasnochada y conservadora frente a quienes defienden los últimos y espectaculares avances metodológicos. Se tacha, curiosamente, de conservadora a la idea de una Pedagogía que no se redujera a un mero papel de consejera técnica o “fabricante” de nuevas metodologías más o menos extravagantes que, como ya hemos argumentado en abundancia en este blog, son más bien soterrados cómplices de la actual transformación de la enseñanza, que se está remodelando a partir de los principios de la ideología neoliberal.
Pero no deja el profesor Liria una posibilidad, que ni siquiera sugiere, de salvación para la Pedagogía, y es esto lo que vamos a discutir en las próximas líneas, mostrando nuestro desacuerdo. Tanto es así que declara respetar antes a la Didáctica que a la Pedagogía, porque lo educativo no puede, según él, pensarse como tal, so pena de derivar necesariamente en ideas peregrinas en torno a la escuela y a las metodologías de enseñanza, ideas supuestamente “progresistas” pero que en definitiva no son más que fantasmagorías sin un verdadero objeto de estudio en la realidad. La deficiencia epistemológica de base que él está presuponiendo para afirmar esto consiste en que el supuesto objeto de estudio de la Pedagogía no existiría. Para él no puede haber un objeto de estudio claro y definido en una ciencia que hace del formalista enseñar a aprender, en abstracto y sin trato previo con los contenidos, su principal objetivo. Es una ciencia vacía, o sea, una pseudociencia. Se estudiaría el proceso como tal, en su aspecto formal, del puro aprender, escindido del contexto. De este modo, la Pedagogía derivaría en monstruos, siguiendo la visión de Liria, como la actual enseñanza por competencias que precisamente constituye un tipo de pedagogía que da la espalda al antiguo valor concedido a los contenidos, al plan de estudios y a las asignaturas. Esta “nueva” pedagogía reduciría la educación al proceso mismo del educarse (no tanto el proceso de instruirse que es el que Liria atribuye a la escuela), que se centraría antes en la formación del carácter, las emociones y los afectos, sin tener cabida los contenidos que se asocian a las distintas épocas o tradiciones culturales.
Sin embargo yo sí creo que existe una posibilidad distinta para un pensamiento pedagógico consistente que no elabore extravagantes castillos en el aire en torno a una realidad que, según Liria, ni siquiera conoce de primera mano. Es posible idear una Pedagogía de contenidos, como la he llamado en otros escritos, que trate de ofrecer ideas para una síntesis y tratamiento de los contenidos en la escuela, es decir, que piense el papel y la necesidad dentro de los planes de estudio, de las materias que, para ello, el pedagogo ha de conocer bien. Pues es solo a partir de la auténtica comprensión y conocimiento de las mismas, de donde pueden derivar las cuestiones relativas a su transmisión (entre otras, las orientaciones metodológicas).
Cabría imaginar, en la línea de una Pedagogía de contenidos, a las actuales facultades de Ciencias de la Educación como vivos hervideros de fértil cultura, como un inquieto templo de intelectuales que pensasen asuntos como los valores, los fines (sociales y políticos) del currículo, la historia, el modelo de persona o antropología y el carácter político de lo que se va haciendo en la escuela. Pero sobre todo un profundo y serio trato con las grandes disciplinas o materias de la civilización. Las Facultades de Educación habrían de ser, según este ideal, un caldo de cultivo para la efusiva, grata y formativa recreación de la cultura y la encarnación de sus más elevados elementos. Algo así como podemos imaginar a la famosa Residencia de estudiantes de Madrid en los años veinte o el antiguo ideal de los colegios mayores universitarios. Se aprendería no solamente ideando proyectos y proyectos, sino para discutir exigente y seriamente todo lo relacionado con la escuela pública, incluida la crítica a las reformas y últimas leyes educativas. Una crítica que obligaría de manera paralela a formarse con rigor desde una perspectiva humanista y no orientada a fines exclusivamente prácticos ni por la utilidad de lo aprendido, lo que incluye aprender la ciencia básica (¡no solo sus aplicaciones técnicas!). Hablo de matemáticas puras o Física de alto nivel, y de lenguas clásicas y de una amplia erudición en Historia. A lo que nuestro amigo Liria añadiría necesariamente la Filosofía, por las razones que vamos a exponer más adelante. Una Facultad de Educación así sería un foro donde reinase el saber por el saber y donde el mayor requisito tanto para profesores como alumnos de los grados en Educación, sería el amor por la cultura y los hitos de la civilización. Porque cuando esto se cumple, lo demás ya viene por añadidura.
Es más, todas las carreras universitarias, no solo los Grados en Educación, serían en una tercera parte por lo menos de sus planes de estudio, un contacto de veras con las distintas artes y ciencias, una suerte de formación general que tendría el fin no solo de enseñar contenidos, sino de cultivar el gusto por los mismos que solo profesores que amen sus disciplinas pueden transmitir. Esta Pedagogía de contenidos no solo no sería cómplice de Bolonia y del neoliberalismo que nuestro autor describe y que hoy arrasa en las facultades de Educación, es decir, no sería un instrumento de las reformas, sino todo lo contrario, un foro libre de crítica audaz a las reformas educativas del gobierno de turno. El compromiso del maestro y del pedagogo es con la cultura y con nadie más, así como el del investigador es con la verdad y nada más, ¡aunque se hunda el mundo a su alrededor!
La educación se ha pensado siempre en estrecha ligazón con la filosofía (la pedagogía y la filosofía se inventaron juntas), como hemos dicho ya tantas veces. La planificación, objetivos y realización de la transmisión racional de la cultura ha sido pensada desde que emergiera en la civilización el logos griego. Este pensamiento pedagógico temprano como occidente asumió la forma de una filosofía de la educación en Platón, por ejemplo, o adoptó estilos más próximos a las ciencias en la Modernidad, o enfoques posmodernos ahora, pero siempre ha tenido como objeto algo más que enseñar a enseñar. El raquitismo metodológico, que he criticado a menudo, con Liria, es producto de una ideología y de la propensión de la Pedagogía (esto sí hay que decirlo) a concebirse como una técnica del poder y el Estado. En este sentido, los distintos gobiernos necesitan a los pedagogos como artífices de sus ideologías. A lo que yo añado la posibilidad, que Liria no parece compartir, de que existan pedagogos coherentes que cuestionen, como el filósofo, hasta su propia sombra.
Aquí es preciso detenernos para aludir a las pedagogías metafísicas, o sea, productoras de sentido, de naturaleza humana o de “verdad”, que en realidad cubren y se anticipan al movimiento de lo real. También estas van cargadas de ideología y en esto se basa la defensa de una pedagogía formalista de las competencias, por cierto, en la desactivación de las teologías y metafísicas encubiertas que imponen un innecesario corsé a las valoraciones, investigaciones y hechos en la escuela. Es uno de sus principales argumentos, contrarrestar los sesgos de clase, etc. también insertos en la cultura y los contenidos (el currículo) de la escuela. Pero es preciso distinguir entre ellas y una Pedagogía a la que se adscribirían autores fuertemente críticos e incluso revolucionarios que han destacado la indefinición antropológica (la Pedagogía lo ha llamado “neotenia” o “educabilidad”) y el carácter de construcción propio de todo lo humano, inspirando lucidez en quien se forma y comprensión acerca de nuestro carácter inacabado y por definir, que conduzca al educando a esa apertura que somos y que nos sitúe de un modo poético en la persona.
Entender bien esta doble posibilidad de la Pedagogía (metafísica y antimetafísica) es difícil, pero una cosa es clara. Si un pedagogo decide realizar la posibilidad crítica, llamémosla de nuevo así, ha de ligar su disciplina con la filosofía. Porque la Pedagogía es construcción y organización, pero también es lo que conduce (la “conducción” está presente en el significado etimológico del vocablo de origen griego “pedagogía”) al niño hacia donde ya no necesite ser conducido. No porque haya interiorizado una norma que lo limite, como pensará más de un irónico lector, sino porque el paso por la norma lo ha situado en el sedimento vivo de la humanidad, que será el lenguaje con el que va a ir re-creando y creándose. Para ser libres tenemos que partir de algo determinado, pues la libertad no se realiza en el vacío y la pura abstracción.
Hay en el texto de Liria una tesis valiosa que sí compartimos plenamente. Hasta ahora, como habrá comprobado el lector, le hemos dado en parte la razón y se la hemos quitado también en parte. La tesis a la que me refiero es la que señala la necesidad de continuar la reforma ilustrada de la universidad y del sistema educativo (de hecho este fue inventado o imaginado como tal en el siglo XVIII). La clave de la reforma de la Ilustración fue sencilla y al mismo tiempo un paso de gigante que hay que preservar: la asunción del carácter público y estatal de la enseñanza, lo que implicaba el definitivo despojo a la Iglesia y a sus órdenes religiosas del monopolio educativo. Pues la universidad había sido hasta entonces una institución concebida dentro de la Iglesia, de carácter eclesiástico (los estudiantes hasta el siglo XVII, como aparece en el Quijote, por cierto, vestían hábitos religiosos, por lo que los confundían en ocasiones con clérigos). La misión del nuevo sistema educativo laico y público era, pues, una sistemática propagación y recreación de “contenidos” mediante el trato regulado y organizado con los mismos durante varios años de la juventud que elevara a la ciudadanía a una considerable madurez crítica.
Frente al carácter religioso de las instituciones educativas y sobre todo de las universidades, la reforma ilustrada del siglo XVIII trató de despojarlas de la connotación “privada” de las mismas, para obligarlas a su control por parte de Estados que en el siglo XVIII se comprendían a sí mismos como instancias diferentes y separadas de la Iglesia (el despotismo ilustrado, con Carlos III por ejemplo en España). Así, se inventa la educación “pública” definiéndola como una gestión de la escuela ya concebida como un bien común y asunto de Estado, independiente de los intereses de la Iglesia. Esta fue la lógica subyacente a la invención de los modernos sistemas educativos, por los cuales el Estado irrumpe en las “almas” de los educandos, en el lugar que antes ocuparan las órdenes religiosas. Esto, por supuesto, y no es algo que Liria indique en ningún momento pues parte también, a mi juicio, de un excesivo platonismo de la verdad, tiene también su obvio peligro. En este sentido, es necesario preguntarse si estaríamos sustituyendo una Iglesia por otra, como advirtió el Iván Illich de los años setenta. Cada cual nos estaría formando en sus prejuicios. Pero Liria es tan entusiasta defensor de la idea de un sistema educativo público regido por la verdad que, en su denodada defensa del mismo, ha eludido la obvia posibilidad del inevitable adoctrinamiento bajo el disfraz de esa verdad eterna que convierte en faro de la escuela, y que también se hace desde lo “público”. Tropezamos aquí con algo que la filosofía sobre todo debe resolver, en particular la amplia corriente analítica y las teorías de la verdad pero sin olvidar los planteamientos de las filosofías más críticas dentro de la llamada filosofía continental que generalmente hemos “empleado” en algunos escritos.
Comprensible es, de todos modos, que Liria provisionalmente se aferre a su idea fuerte de una verdad inmarcesible y universal reinante en la escuela pública y su currículo, que pueda constituirse en garantía de una efectiva ilustración de la ciudadanía. Comprensible digo porque es el modo más sencillo para empezar a plantear su contundente y necesaria crítica a la reforma educativa que básicamente es, y dice bien, una vuelta al reino de lo privado en la enseñanza. Su defensa del ideal de la educación pública es tan apasionada que en varias ocasiones en su libro cuestiona las escuelas “libres” como Summerhill, de las que señala que suponen un retorno a lo privado en la institución que solo puede salvarnos siendo y permaneciendo verdaderamente pública.
La universidad se comenzó a concebir como algo “público” que garantizaba la mayor independencia en las ciencias, con cambios en el currículo tratando de superar la vieja ordenación medieval y un progresivo abandono de las humanidades, equivocadamente asociadas con lo conservador y lo religioso (prejuicio ilustrado que todavía hoy sufrimos). Sin embargo, curiosamente, el educador más crítico suele coincidir con quien defiende una mayor presencia de las humanidades que, como indica Liria, son, con la filosofía, aquello que mejor “bucea” en las “insondables profundidades” de lo humano que dan la clave a las propias ciencias. Porque, como él señala con sumo acierto, sin humanidades y sobre todo sin filosofía, el científico opera a ciegas, desubicado. No solo porque haga falta una filosofía de la ciencia, que la hace, sino porque la propia filosofía en general nos sitúa lúcidamente en relación con el propio camino que de hecho vamos caminando. El carril por el que circula cada ciencia es solamente iluminado en su extensión y sentido por la razón filosófica. Y quien dice aquí filosofía, dice la contemplación desinteresada y distanciada del propio acontecer, es decir, la teoría. La perspectiva teórica. Es la teoría la que nos aporta la mirada exteriorizante capaz de comprender en sus principios, fines y claves metafísicas, a las ciencias. Sin esta presencia de lo teórico, señala, el matemático por ejemplo no llegaría jamás a conocer lo que se trae entre manos. Sin teoría ni filosofía, las ciencias, y las letras, caminarían a ciegas, sin saber qué son, en qué consisten y desde qué perspectiva filtran y acceden a la realidad. Un científico, aun sabiendo mucho de operaciones, fórmulas, procedimientos, cálculo, etc., no llegaría nunca a conocer su ciencia. Sólo la mirada teorizante es la que accede a dicha “verdad” o ánima de su saber científico. Por eso, señala Liria, hay que salvar a la teoría, el punto de vista de lo teórico, en los planes de estudio de las universidades, como algo urgente. Aun más, porque al desaparecer la teoría, desaparece el modo de aproximación a lo real que se requiere para ser críticos.
En definitiva, Liria comprende la actual reforma acarreada por el Plan Bolonia introducido e implementado en España por el gobierno socialista de Zapatero, como un ataque al necesario carácter público de la universidad, es decir, al carácter ilustradode la misma, a lo que en el siglo XVIII se convirtiera la institución universitaria. Para Liria, los promotores de la ideología que ha justificado todo esto han sido cómplices de una reforma que él tilda con gran razón de neoliberal, pero lo asombroso, señala, es que han sido pedagogos autoproclamados progresistas. Cómplices de idear una escuela absolutamente incapaz de promover una ciudadanía madura y que incluso en la asignatura estrella de Zapatero “Educación para la ciudadanía” lo importante fue, señala Liria, adoctrinar o dar las “verdades” sin su investigación, antes que generar el espíritu crítico fundado en lo objetivo despojado de intereses, que es donde sí debe cimentarse la ciudadanía y superar las atávicas injusticias y desigualdades. Primero hay que desarrollar el espíritu crítico y después vendrán las transformaciones. Pero sin una ciudadanía crítica, no puede haber ni libertad ni igualdad. Este raro fenómeno del apoyo de los políticos y pedagogos progresistas a las reformas neoliberales lo remonta a la crítica anti-institucional que la izquierda ha hecho suya desde los años sesenta del siglo pasado. Liria encuentra que por aquí se ha ido colando la mentalidad que ha propiciado el brutal ataque a una institución que, ni siquiera cuando ha cuajado en lecciones magistrales, lo ha hecho mal, según Liria. Se ha ido creando, con ayuda de esta sospecha de la izquierda, el terreno para que todo el mundo apoye el desmantelamiento de la universidad pública que conocíamos y que nos garantizaba la protección frente a intereses y corporaciones privadas. Sin embargo no encuentro en su libro un tratamiento bien fundado y serio, antes de despachar autores y filosofías, o pedagogías como la de Freire, que no merecen ese tratamiento ligero y demandan ser consideradas muy en serio. Al menos podía haberse referido a estas discusiones en la actualidad filosófica y citar fuentes para que el lector decida. No se trata, tal como él lo plantea, de establecer una dicotomía ingenua entre defensores de la opinión (doxa) y defensores de la verdad.
Pero continuando con su exposición, señala que la Pedagogía habría contribuido al fatal desmantelamiento de lo público propagando el recelo ante los profesores, considerados todos demasiado teóricos y academicistas y malos enseñantes. Es aquí donde la profusión de metodologías supuestamente más participativas y lúdicas estaba servida. Es la contribución que, según Liria, los pedagogos hemos ofrecido al neoliberalismo. Para Liria la clave es justamente lo contrario, si se quiere frenar la revolución neoliberal: fortalecer una enseñanza basada en el conocimiento y el trato profundo con los “contenidos” que describíamos al principio y no centrarse en el frenético e incesante cambio de metodologías docentes que se está creyendo que es la clave de la mejora educativa y que se impone saltándonos la libertad de cátedra. Porque con el ataque a la institución, afirma Liria, se ataca también a la figura y dignidad del profesor que ha de supeditar, ante su supuesta incompetencia, lo que hace a constantes evaluaciones externas y a los métodos o contenidos que se le imponen desde fuera. Algo que viene bien a la privatización de la enseñanza, que, recordemos, Liria entiende como la pérdida de su función pública que garantizaba la independencia en la investigación científica que genera el progreso, es decir, la investigación libre y solo motivada por el afán puro de conocimiento y verdad.
Al tornarse privada, la universidad ya no cultiva el saber por el saber, o la ciencia como conocimiento válido en sí mismo, sin someterse a fines ajenos (empresariales). Ahora es preciso enfocar los planes de estudio, guías docentes e investigaciones según los requerimientos del mercado y las grandes empresas y mecenas. Esta peligrosa reducción de lo científico puede ofrecer ventajas y beneficios hoy a los empresarios, pero a la larga es, y tiene Liria toda la razón, suicida. Acabará no dando ni siquiera beneficios ni productos, patentes o buenas inversiones para las empresas, pues es el primer paso para destruir la creatividad que justamente el avance de la ciencia básica produce.
En esta misma dinámica privatizadora y neoliberal se entiende el fomento del “emprendedor”, de las balsámicas tácticas para, regulando lo afectivo, sentirse mejor en un mundo brutal sin que se nos pase por la cabeza ni siquiera cambiarlo (en sus estructuras, por supuesto, no con cambios “interiores” o “espirituales”), el menoscabo de la instrucción frente a la educación, lo que en el lenguaje empleado por Liria esto equivale a la sustitución de los contenidos por lo meramente afectivo que designa el término “educación” para él, un término vinculado a la construcción del carácter y las emociones pero no de la razón, explica en el libro. Esto también, hemos de señalar, es muy cuestionable pues resulta imposible separar ambos extremos (la instrucción que él señala, por un lado, y lo que él denomina “educación, por el otro). Pretender la mera función de instruir a secas por parte de la escuela es otro fantasma. Es irreal, como la tradición pedagógica ha señalado, la que no puede despacharse como él hace en dos minutos y que incluyen desde Platón a Comenio, Locke, Rousseau y muchos de los que podríamos considerar ilustrados. Al instruir ya se están activando y construyendo afectos, como él en ocasiones reconoce. Así que tan irreal y nefasto es suprimir lo instructivo en la escuela, como suprimir lo emocional y afectivo. De nuevo nos parece que ha desarrollado una dicotomía algo simple con fines quizás divulgativos y como un primer paso en estos asuntos, pero una dicotomía que ahora habría que matizar y pulir mejor. Es este pensamiento, precisamente, de lo educativo, que pule y matiza, lo que yo entiendo por Pedagogía. Justo eso es su tarea. Pensar la educación.
A nivel de teorías pedagógicas, lo que sustenta las tesis de Liria es el ataque que emprende, aunque apenas lo explica ni desarrolla, al constructivismo pedagógico cuyo origen ubica en Rousseau y Dewey. Tengo que expresar que lamento haber echado en falta un buen análisis de ambos autores, cuyos matices y pensamiento no pueden despacharse con dos frases. Son autores muy serios. No obstante no le falta alguna razón a lo que indica en el siguiente párrafo: “La aspiración a alcanzar verdades objetivas resulta incómoda y puede afectar negativamente al pensamiento positivo de los ‘esclavos felices’” (p. 221). Esto encaja con la vigorosa defensa que el profesor Liria hace de la Modernidad, de lo mejor de la Modernidad (pasando de un modo fugaz por la crítica foucaultiana a la misma a la que alude también denostándola, pero este es otro tema que no vamos a tratar ahora). Esta Modernidad vinculada a las instituciones educativas públicas que significa un avance y mejora respecto a modelos “feudales” (la palabra es de Liria) que son en realidad “privados” (de nuevo, la vinculación de lo feudal con lo privado, creo que con acierto, es de Liria). Según esto, no solo no estaríamos superando el tan cacareado feudalismo universitario sino que, gracias a Bolonia, estamos cayendo de bruces en él, como en plena Edad Media.O sea, la dirección y organización del conocimiento en función de intereses privados que tiñen, así, el “progreso” y la investigación científica (así como el deterioro de las humanidades) con los fines de sectores privados (las empresas) de la sociedad.
Por último, tenemos que lanzar otra crítica a Liria, a pesar de que compartimos lo esencial hasta cierto punto y que ha tenido el gran mérito de poner en marcha precisamente el pensamiento pedagógico (me consta que su libro se ha leído y comentado en reuniones y seminarios sobre educación en alguna Facultad de Ciencias de la Educación que me es bien cercana). Si retornamos a una vinculación de la Pedagogía con los contenidos, como hervidero para el pensamiento y la transmisión de los mismos, sin reducirla a un saber técnico de “asesores” y “expertos” en aprender a aprender, sí existiría una salvación para la misma que Liria no parece contemplar. La pista para haber sido más optimista se la habría dado el estudio de la tradición (histórica y teórica) de la Pedagogía que nació, como tanto he señalado en este blog y en líneas anteriores, de la mano de la filosofía. Es decir, es la Pedagogía desligada de la reflexión filosófica la que deviene en el modelo que él está criticando. Pero, como he defendido en abundancia, si la Pedagogía recupera su prurito original filosófico y, aun más, su alma filosófica, ya no la tendríamos reducida a un frenético trasiego de innovaciones buscando la irreflexiva alegría y la “utilidad” de lo que sucede en un aula despojada de la figura y dignidad del maestro. Porque la Pedagogía, en realidad, ha sido de contenidos siempre, aunque ligara como es obvio la transmisión de los mismos a la confección puntual de planes de estudio y formas de organización de la enseñanza y el currículo o didácticas y metodologías de aprendizaje (por decir uno, Comenio). Ha pensado la transmisión racional de la cultura y la formación del educando dentro de un trato directo con la misma. En esto ha consistido la tradición pedagógica que tengo el honor de cultivar. El esfuerzo por generar pensamiento y no dogmas en los espacios escolares y en la universidad.
Y para finalizar deseo solamente apuntar que la pedagogía de Paulo Freire que Liria afirma en algún pasaje de su libro que nunca “le ha dicho demasiado”, sí merece ser tenida en cuenta, precisamente por su carácter crítico y racional, no porque como a él le parece, participe de la disolución de la idea de conocimiento y de verdad que es preciso esgrimir para transformar el mundo y sobre todo para hacer personas libres y críticas. Todo lo contrario. Freire es la realización más perfecta de lo que Liria defiende y no es razonable zanjar su teoría como si el brasileño estuviera justificando, como señala nuestro autor, el aniquilamiento de la verdad por la opinión. Pero lo de Freire da para mucho y como es un tema muy serio lo dejo para más adelante. Solo deseo adelantar que su pedagogía representa precisamente ese estilo de Pedagogía de contenidos que implica la asimilación de los mismos, su puesta en acción, su vitalización, evitando el peligro dogmático que se le achaca a la pedagogía de contenidos por parte de quienes abogan por educar en competencias. Es decir, Freire se toma muy en serio la cultura, su transmisión y su recreación más allá de intereses espurios. Esta es su clave. La desideologización. Uno de los más efectivos esfuerzos que la Pedagogía ha hecho por realizar los ideales educativos que tanto Liria como yo defendemos y que es, por cierto, profundamente racionalista e ilustrado. Aquí nos detenemos hoy para explicar más adelante con mayor precisión, justificándolas bien, estas afirmaciones con las que termino mi ya larguísima entrada.
Bibliografía
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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Teoría, verdad y educación: actualidad de la Pedagogía socrática y platónica.
Marcos Santos Gómez
Explicar por qué hay que estudiar a los griegos antiguos para comprender el presente de la escuela tiene su dificultad; aun más, explicarlo a futuros educadores en una de las numerosas facultades de Educación (o de Ciencias de la Educación) que en España han asumido un sesgo técnico en detrimento del enfoque teórico propio de la universidad anterior al Plan Bolonia. Pero es precisamente la reflexión en torno a este camino intelectual escogido masivamente por los planes de estudio y guías docentes en los Grados en educación el que puede aclararse en sus consecuencias y alcance acudiendo a los griegos. Porque resulta imprescindible remontarse al origen de la educación en occidente, tal como hoy la conocemos, para hallar su nervio actual más profundo. Un origen que, tanto histórica como teóricamente, nos sigue determinando, pues seguimos dentro de los márgenes de Grecia que dispusieron lo que hoy somos.
En particular, lo que nos caracteriza hoy en su aparente novedad es el rechazo de lo teórico y su suplantación por lo técnico en la investigación y la docencia. Pero esto es, aunque muchos no lo sepan, viejo como occidente, y ya ocurrió en Atenas, la Atenas de Pericles, los sofistas, Sócrates y, metidos ya en el siglo IV a. C., Platón. La pura posibilidad del dilema entre lo práctico-técnico y lo teórico es ya algo que se fraguó entonces en la discusión de Sócrates y Platón con la sofística, y ya se dieron respuestas e inquietudes parecidas a las que hoy podemos formular.
Lo esencial de lo que pasó (y nos pasa todavía) es descrito por Jaeger en su monumental obra clásica Paideia. Recordemos que la tesis principal de este ingente trabajo del conocido helenista es que la necesidad de educar de un modo consciente y ya no relegado al mero aprendizaje espontáneo y vivencial de la tradición, del puro impregnarse de ella, emerge al mismo tiempo que en la cultura se obra la racionalización que la escinde de lo natural, que la desnaturaliza, obligando a una relación distanciada y consciente con la misma. Lo hemos ya escrito y publicado en numerosas ocasiones. A partir del momento en que el saber no es lo que se da por cierto en los poemas, o sea, que no es lo que los poetas (primeros educadores de Grecia) transmitían seductora pero irracionalmente, emerge un “todo” que se empieza a mirar como un algo aparte, como un conjunto definido y separado del individuo, compuesto por los “nuevos” saberes que es preciso estudiar y no solamente interiorizar de manera inconsciente. Se ha superado, por tanto, el modo espontáneo y entreverado en la propia vida y placeres, de insertarse el individuo en su universo cultural o tradición, como por encanto, míticamente, atraído por el canto de las sirenas.
Como excelente compendio de esta perspectiva que ya había intuido a partir de la lectura de la obra de Jaeger, acabo de enfrascarme gratamente en un capítulo magistral de un libro colectivo y antiguo, un clásico del pensamiento pedagógico del siglo XX, y que ha reeditado la editorial FCE. Se trata de:Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa 1956).
De manera sintética y genial, el autor de este capítulo (hay otro dedicado a Juan Luis Vives de García Hoz, por cierto) ha expuesto perfectamente la idea básica que a lo largo de mis recientes artículos y entradas en el blog de hace ahora justo un año, había querido mostrar. Parte del siglo V a. C., ¿cómo no?, porque en él ya ocurre algo fundamental, por lo menos en Atenas pero vinculado a lo que un siglo antes Jonia ya había desarrollado en torno a la Phisis o mundo natural.
Tras la desnaturalización de los saberes, con la distancia que con la razón (logos) el filósofo había creado ante los mitos y la tradición, se habían dado dos procesos. Uno consistente en la necesidad, ante el desarrollo de las técnicas de las distintas artes y oficios, de enseñar y aprender todo un caudal de conocimientos relacionados con el saber-hacer, es decir, de tipo práctico, relacionado con las técnicas empleadas por los artesanos. Lo que hoy denominaríamos una formación técnica sistemática y polivalente. Y otro fenómeno, que nos interesa mucho, fue la creación de la teoría, como hoy también la poseemos. Lo teórico era algo que aunque nacido históricamente después de lo técnico, sin embargo fundamentaba y dotaba a lo técnico (como un primer paso para la epistemología) a través de la reflexión en torno a la verdad y universalidad o particularidad residentes en el conocimiento. Era la búsqueda (y desde entonces educarse e investigar es precisamente buscar) de algo firme, de una relación de aquello que se sabe con la realidad en su íntima esencia y eternidad, por encima de los mitos y la tradición y fundamentando todo el edificio del conocimiento. La presunción de una verdad desnuda y formal que dotara a los contenidos de un carácter universal y objetivo. Un invento griego que por muy arriesgado que nos parezca es el que propició la aparición, siglos después, de la ciencia. Se colocaron con esto los cimientos para que una idea de lo verdadero, de la verdad desnuda e incluso a priori, de los conceptos, artes e ideas, fundara la posibilidad de explorar y explicar el mundo de un modo ajeno a los intereses que no fueran la mera certeza, la seguridad epistemológica mucho más poderosa que las certezas impuras y relativas que nos ha transmitido la tradición.
Así, en Grecia, la TEORÍA tiene nada menos que el cometido de hallar lo cierto y lo falso en todo lo que se nos presenta, incluida la tradición y los saberes. Hemos de recordar que esto, es decir, la capacidad de la teoría o del pensamiento distanciado para dotar a lo bueno, al bien, o sea, a los valores, con la categoría de lo verdadero y por tanto con su universalidad, se aplicó al análisis de la tradición y del comportamiento racional (ética). La discusión (teórica) en torno a lo universal o relativo del currículo que enseñaban los sofistas, se fue aplicando al campo de la ética.
Vayamos por partes. En primer lugar la sofística tuvo dos modos generales de darse. Uno, casi ya lo hemos formulado, fue el punto de vista de los saberes estrictamente técnicos, el de los ingenieros y artesanos, saberes que en la universidad medieval apuntarían al Quadrivium y que desarrolló Hipias entre los sofistas. La idea de una formación práctica basada en lo útil y en el operar dentro de las cosas naturales. Así, un sofista sería un profesor, o sea, cobraba a alumnos que pagaban por sus clases, que enseñaba un compendio de saberes prácticos, relacionados muchos con oficios, como una especie de enciclopedia del conocimiento acumulado por los artesanos, un conocimiento útil y apto para sobrevivir con tino en el mundo. En esta primera acepción, no existía ni valoraba la teoría y por tanto lo que hoy denominaríamos “currículo” era detentado por saberes prácticos.
Hubo otra forma de sofística que se situó en el lenguaje como paradigma y en la figura del abogado, o sea, del saber propio de los abogados que estos ponían en marcha en su actividad pública. Esto fue además lo que compuso, por cierto, en la universidad medieval el Trivium o artes relacionadas con el lenguaje y la persuasión. Se consideraba que el conocimiento residía en el habla y los textos que podían ser hábilmente empleados para aquello que fundamentalmente era el fin, creían, del lenguaje, que consistía en conducir a los demás hacia los propios fines. También, como en el modelo técnico, se pretendía el éxito en la sociedad, una vez comprendidos y asumidos sus valores. Aquí aparece algo que hoy tiene mucho sentido en la Pedagogía: los valores. Un valor sería lo considerado bueno, lo que hay que hacer propio, y en función de ello, moverse estratégicamente para acomodarse en la sociedad. Respecto a la tradición esto implicaba una utilización de la misma que no iba más allá de su supeditación al éxito social, es decir, no se formulaba la pregunta sobre el grado de verdad de lo bueno, de los valores que se asumían como fines. Esto quiere decir que tampoco se integraba en esta enseñanza una teoría que fuera capaz de “mirar” o buscar con pretensión de certeza, lo verdadero. No se pretendía la verdad de los valores de la tradición que eran incluidos en la enseñanza de un modo irreflexivo. Los valores eran los fines asumidos de hecho para orientar las estrategias retóricas enseñadas en una relación comercial al alumno que pagaba (y mucho) por ello.
En ambas versiones, señala el capítulo que estamos parafraseando, no podemos establecer un cabal conocimiento científico. No se da siquiera la pregunta por la verdad, o sea, por el valor universal, por el rango que, extraído de las matemáticas, hacía a un saber o a un bien, verdadero a priori y en toda nación o circunstancia. En la medida que hoy la ciencia pretende “hablar” de este modo acerca del mundo, tiene que partir de esta idea de verdad en un sentido formal, matemático y universal. Algo opuesto por completo al relativismo de Protágoras que Platón expone en el diálogo con su nombre y que se nos antoja un texto fundamental para entender la educación. Un relativismo el del sofista en torno a la ética y a la ley. Según este enfoque la virtud no podría enseñarse porque, sencillamente, no existe. No existe la virtud como verdad a la que apuntar con la conducta. “La educación ética, tal como la concibe Protágoras, descubre así su fragilidad y su indigencia crítica. ¿Cómo restaurar la moralidad, instruir a los individuos en la virtud, guiar la conciencia colectiva, sin un efectivo conocimiento de los valores y de los fines? El relativismo de Protágoras no conoce otros valores que los que emanan de la opinión, expresada en la ley de cada ciudad; no dispone de ningún principio que permita juzgar la opinión, verdadera o falsa; (…) si la moralidad no descansa en un saber, carece de fundamento sólido; y la acción educadora, cuando no está dirigida por otros principios que la distinción puramente pragmática de lo normal y de lo patológico, cae fatalmente en el oportunismo” (2013, p. 21).
La consecuencia para la educación y la pedagogía es clara. No puede haber una educación en lo universal y lo máximo que puede regirla es aquello que una sociedad establece como lo bueno y en función de lo cual regirse tácticamente para vivir bien en ella. Se ha eliminado la teoría de la educación y se ha optado por una técnica de la educación que prima el saber hacer como básico recurso que el hombre educado debe adquirir. Un saber hacer que en el lenguaje actual llamamos “competencias”. Las competencias, como todo lo que se reduce a su aspecto técnico, implican o enseñan un actuar eficiente, pero ciego, sin la distancia y el desinterés con que la teoría “miran” a lo que uno mismo o los demás hacen.
Pero la conducta de un sujeto puede ser movida por lo que para Platón, en cambio, son ya valores, valores que encierran un bien que atrae y que, sobre todo, es verdadero. Hay una razón no meramente estratégica en lo que mueve al sujeto y esa razón se basa en que el fin buscado es verdadero, corresponde con una verdad. Dicho de otro modo, hay razones universales para determinados comportamientos, que así pueden fundarse con firmeza. “En esta determinación de la voluntad por el conocimiento descansa la posibilidad de la educación ética; la acción recta procederá infaliblemente, en efecto, de un juicio lúcido. Ahora bien, cualesquiera que sean las incertidumbres de la conciencia colectiva, las variaciones de la opinión, la subjetividad de las preferencias individuales, es posible llevar al sujeto consciente hasta reconocer que existe un ideal que se impone incondicionalmente a la reflexión, a la voluntad razonable, que hay valores independientes de la prevención individual o social, de los prejuicios o del egoísmo, y que responden a la más profunda aspiración del ser que piensa” (2013, p. 22).
Fue Sócrates quien apoyándose en esta cierta fe en la posibilidad de “verdad” y de una absoluta certeza del Bien, quien desarrolló otro tipo de pedagogía que ya no era aprendizaje de saberes técnicos o prácticos o retóricos y que además podía implicar la crítica a la tradición. Se ponía el cimiento para lo que hoy denominaríamos “espíritu crítico”. Esto, metodológicamente suponía que “aprender” o formarse no era tanto una incorporación, al modo de una suma, de un “currículo”, sino el penoso, esforzado y constante cuestionamiento y puesta a prueba de lo aprendido espontáneamente al absorber la tradición. La postulación de una verdad o universalidad posible de alcanzar en los valores, como una consistencia o rango ontológicos inscrito en ellos, era el motor para los diálogos socráticos que consistían en el hallazgo de este tesoro oculto que había que desvelar por vías antes negativas que afirmativas. Si emergía lo afirmativo, o sea, lo que era verdad en medio del desecho de las no verdades, sucedía como en un parto (mayéutica). Esto implicaba un modo socrático de concebir lo universal como algo inscrito en el hombre y posible de reconocer (reminiscencia) aunque generalmente se vive sin dicho reconocimiento, como en letargo. El bien sería este tesoro que rige la conducta y funda la ética, a diferencia de los sofistas, pero cuyo conocimiento en sí es el fin más elevado de la propia ciencia. En el proceso dialéctico de la paideiasocrática hay, pues, al mismo tiempo el sentimiento de una carencia y el sentimiento de que es posible adquirir la certeza sobre algo o, en términos de la ética, sobre el bien. “La educación moral halla en la reflexión acerca de las condiciones de la objetividad, en la exigencia de la autonomía espiritual, su fundamento genuino; la virtud puede ser enseñada, porque se reduce a una ciencia; la moralidad descansa en un conocimiento objetivo de los valores” (2013, p. 28).
Es este concepto por el que lo teórico es lo universal, lo que capta la verdad en que lo técnico o la costumbre pueden o no apoyarse, el que puede ser llamado, desde entonces, “ciencia”. Pero, subrayemos, la ciencia se ubica en la hoy tan denostada por muchos pedagogos, “teoría”. “Teoría” es la capacidad de observar distanciadamente lo real, mediante la escrupulosa eliminación de cualquier otro interés que no sea el del saber en sí mismo. Como de manera concisa pero excelente se expone en el libro de Carlos Fernández Liria aludido días atrás, suprimir la teoría implica la condena a ceder de manera ciega a cualquier otro interés que se sobrepone a la verdad. Desde un punto de vista técnico incluso puede llevar a perdernos, pues lo técnico no halla verdades ni mentiras, solo acepta sin cuestionarlo el mundo, la tradición y los valores que hemos heredado o que imperan en la sociedad o que desde instancias jurídicas o políticas se imponen. Y la teoría es el conocimiento que postula y busca una verdad que corresponde de un modo cierto con el mundo, como un íntimo nervio, que puede presentarse de maneras engañosas, inciertas, esquivas pero que siempre reside como una última posibilidad de certeza universal. Desde el punto de vista del científico y la ciencia, esto quiere decir que la TEORÍA es el imperio del saber buscado por el mero afán de saber, en pos de lo verdadero como algo en sí valioso que no se supedita a nada para valer, en la denodada y desinteresada investigación que busca la verdad. El teórico lo es porque se ha elevado sobre lo útil, lo técnico, lo comercial, lo tradicional e incluso sobre los propios mitos. Esto fue el hallazgo griego que, como decía más arriba, nos ha hecho, aun hoy, ser como somos y cuyo estudio es necesario para comprender, por tanto, nuestro más inmediato tiempo presente.
Así la metodología socrática presuponía una teoría que a su vez es lo que hoy posibilita que haya ciencia. Si apelamos a la Historia de la Ciencia, comprobamos fácilmente que lo que ha movido su progreso, el alma de los grandes científicos, ha sido este amor puro por el saber en sí. Fue lo que Platón, en diálogos posteriores a los denominados “socráticos”, pensó sistemáticamente y a fondo, es decir, cómo había que ser y cómo hacerse (educarse) para esa búsqueda incondicional y desinteresada de la verdad. Como señala Moreau, autor del capítulo dedicado a Platón, este fue el primer filósofo de la educación, de la educación como aquel proceso que nos sitúa en la posibilidad de responder a la verdad y buscarla, lo que quiere decir, de emprender un camino teórico para hallar el íntimo nervio del mundo, lo que lo sostiene, lo que no cambia y siendo universal es, también, válido a priori.
La verdad, expondrá el Platón maduro, ostenta un esplendor en sí misma capaz de enamorar y hacer del proceso, como hoy señala Recalcati en su controvertido libro, algo eróticamente incentivado, en la medida en que es esa verdad o su posibilidad y búsqueda lo que dinamiza el proceso educativo en la escuela al modo de la atracción amorosa.
Por último, es necesario puntualizar algo controvertido en relación con la filosofía de la educación platónica, Platón reconoce que no todo el mundo puede alcanzar la verdad por estos medios trabajosos que sitúan a quienes buscan en el abismo de la duda respecto a lo previamente asumido. La filosofía no es para todos. Pero como la verdad es el presupuesto imprescindible para actuar bien, en la medida en que la verdad en sí atrae, resulta necesario crear una cierta propensión por ella previa a la razón. Utilizar a la poesía y sus artes seductoras en contra de la propia poesía. En esto consiste el proyecto de La República, una educación que favorezca la presencia de la verdad en el carácter y por tanto prepare para buscarla o ser receptivos a la misma, aunque estemos hablando de una educación que no es al modo racional que pretendía Sócrates con sus interlocutores. La verdad, y en esto consiste el proyecto pedagógico y filosófico del mencionado libro, ha de reinar en la sociedad, bien sea mediante la educación racional de quienes pueden (los filósofos) o la educación del carácter de quienes no pueden entregarse a la búsqueda racional de la misma, a su hallazgo a través de la dialéctica y el pensamiento. “Esta forma de educación es la única que conviene a los más y al mantenimiento de la moral pública; se impone necesariamente respecto de la infancia, cuando el sujeto que ha de ser dirigido no posee aún el uso pleno de la razón. Pero si no conduce a la autonomía moral, por lo menos no obstruye el acceso a ella; la opinión que inculca no es un prejuicio del que será preciso librarse; coincide con lo verdadero; el que la haya acogido dócilmente, si llega un día a reconocer en ella la razón, ratificará las enseñanzas recibidas cuando niño; descubriendo en ellas, por la reflexión, los valores ideales, recuperará, por decirlo así, viejos conocimientos; reconocerá en su verdad unas nociones que le eran familiares desde hace tiempo (…)” (2013, p. 30).
Es un adelanto de lo que también Rousseau proyectará en Emilio, la creación de un carácter proclive y sensible a la verdad que en el momento de la razón, responderá con gusto a su búsqueda racional y a su disposición en el mundo social. No en vano, el ginebrino menciona como el mayor libro de educación de todos los tiempos a La República. Se trata de una educación que motivada y regida escrupulosamente por lo verdadero (y lo bueno verdadero, o sea, la verdad presente en los valores que como fines han de orientar la conducta del educando), no llega a realizar todavía la autonomía moral, careciendo de racionalidad en cuanto que no es descubierto o elegido por el educando en un proceso reflexivo como eran los diálogos socráticos. Pero aun de un modo previo, actúa despertando el sentimiento y la atracción por lo verdaderamente bueno. Una vez el niño esté en condiciones de razonar y pensar su vida, descubrirá como universalmente bueno aquello en que fue educado. Su vida, antes y después de su autonomía moral, habrá respondido al esplendor de la verdad, porque la verdad es bella y de por sí atrae y produce admiración.
No creo que haga mucha falta subrayar cómo toda esta presentación de la educación en Grecia, sofística o socrático-platónica, nos aclaran circunstancias actuales. Lo hemos subrayado a menudo y seguiremos con ello, pero señalemos ahora, para terminar, el vínculo con una idea sofística de la educación que subyace en la actualísima pedagogía de competencias e incluso en el Aprendizaje Basado en Proyectos, en cuanto estos asumen las valoraciones de hecho existentes en la sociedad, sin ponerlas en cuestión. Se trataría de un modelo técnico tanto de la escuela y la universidad como de la formación de los futuros maestros. La erradicación de la teoría de los estudios, amparada bien es cierto en el mal hacer de la enseñanza académica del pasado, se nos presenta como algo muy peligroso pues, como ocurría con los sofistas, se elimina la posibilidad y el ejercicio de un distanciado análisis de lo que nuestra cultura y sociedad nos presentan como bueno. En realidad lo bueno es lo útil, lo que sirve para el mundo laboral, y es esta misma conexión la que si eliminamos un enfoque teórico como el de Sócrates, la que estamos dejando de poder cuestionar. Hace falta un claro enfoque teórico, sólido, con fe en su propia labor, para que de nuevo el magisterio, las facultades de Educación o de Ciencias de la Educación cumplan aquello que la Ilustración, con sus más y sus menos, designara a la Universidad. Hay que superar la concepción de la formación de maestros como algo regido por lo técnico y por tanto reducido a las didácticas, así como retomar para la Pedagogía una tarea más allá de la consistente en pensar y crear metodologías de enseñanza (en una confusión con la didáctica) o la que se ciñe solamente a describir lo dado, recuperando su carácter teórico, es decir, crítico y socrático.
Bibliografía:
Château, J. (2013). Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa 1956).
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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Pedagogía e ideología en la actual reforma educativa.
Marcos Santos Gómez.
La inmediata y urgente actualidad de la reforma educativa nos recuerda que es preciso acudir a lo teórico de manera ineludible para comprender la escuela y el sistema educativo. Se hace preciso llevar a cabo un prudente distanciamiento que nos facilite la percepción cabal de lo que está ocurriendo, es decir, recuperar una cierta objetividad en el análisis y la valoración de todo ello. Me refiero a la necesidad de poner en marcha una sospecha “metódica” acerca de las supuestas obviedades que tenemos entre manos y, como señalamos en nuestra entrada anterior, aplicar el principio de una Teoría Crítica a la hora de pensar las actuales reformas. Es la Pedagogía, que en realidad poco se diferencia en esto, creemos, de la Teoría de la Educación, la portadora de esta “mirada” que puede realizar un análisis imparcial movido por el exclusivo interés de descubrir la verdad. En realidad, la Pedagogía (y la Teoría de la Educación inextricablemente ligada a la misma, así como la Historia de la Educación) ha de optar si finalmente es esta la misión que escoge o, por el contrario, va a dejarse arrastrar por un interés ajeno a la pura investigación de la verdad capaz de desvelar el trasfondo neoliberal de la reforma.
Esta encrucijada, expresada en forma de tesis, se formularía del modo siguiente: la Pedagogía puede optar, por una parte, por contribuir a la ideologización que legitima lo que se está haciendo en escuela y universidad, o, por el contrario, puede ser capaz de disolver la ideología que obstaculiza el ejercicio de la crítica. Primero precisemos que entendemos por ideología un modo de pensamiento clausurado que se ha cristalizado dogmáticamente en unas cuantas “verdades” acerca de la realidad. En este sentido, la pista de que el espíritu crítico destaca por su ausencia es que las interpretaciones, comprensiones y explicaciones de lo real han dejado de constituir un vivo y permanente tanteo con la realidad. Esto es así cuando la inconfesable y a menudo inconsciente misión del pensamiento y ciencia pedagógicos es precisamente clausurar y detener toda posibilidad de pensar la realidad para que esta no cambie.
En esta línea, nos referimos en la anterior entrada a la posibilidad de una Teoría Crítica de la Educación cuya labor partiera de la historización de los conceptos, o sea, que acometiera la “devolución” a los mismos de su carácter histórico, o, dicho de otro modo, dispuesta a hacer patente la vinculación de conceptos y teorías pedagógicas con el modo interesado y parcial de “ver” las cosas acorde con su tiempo y circunstancia. Al poner en juego los conceptos y las teorías al uso, se dan unas consecuencias prácticas que hay que observar escrupulosamente, y que nos pueden asombrar mostrando que de hecho una teoría que se dice de una forma determinada, sirve justo para lo contrario. O podemos detectar que tales conceptos no describen nada real aparte de ideas por encarnar o todavía por desarrollar. Esto es lo que la Escuela de Fráncfort, en su primera etapa, pretendiera para la teoría en las ciencias sociales y la filosofía. Es decir, desnaturalizar los conceptos y evidenciar su vínculo con la historia, con la carga ideológica y axiológica que contienen, con los intereses a los que sirven.
Pues bien, en la presente entrada deseamos ampliar estas razones a toda la Pedagogía, entendiendo por ella el estudio amplio de la realidad educativa, cuyo aspecto técnico son las didácticas, y que en un nivel teórico se va apoyando en las llamadas Ciencias de la Educación que proceden de saberes científicos generales (fundamentalmente psicología y sociología). Aún más, la pedagogía aúna tanto una comprensión teórica y científica, como una aproximación histórica a la educación. Es este conocimiento básico y general de lo educativo y sus formulaciones y “prescripciones” el que puede ser crítico o ideológico. La más inmediata actualidad educativa nos sirve en bandeja la percepción de esta doble finalidad, cómplice o crítica, de la pedagogía. Y es que nos duele especialmente que la tradición pedagógica que tratara en su fase moderna de constituirse como un modo de pensar la relación (formativa) del individuo con el legado humano que en la cultura le es transmitido, esta noble tradición ilustrada, decimos, se haya acabado materializando en la peor de sus posibilidades, la que elude su aspecto crítico y emancipador y cae en brazos de la pura apología de lo que el político y el empresario, en última instancia, le estaban exigiendo. Cabe preguntarse, pues, por la idea (de persona, de sociedad, de relaciones humanas) que están verdaderamente invocando y “trayendo al mundo” la escuela y la universidad actuales, amparándose y justificándose en una Pedagogía tornada ideología.
Esta función cómplice con un determinado statu quo de la pedagogía es, ciertamente, una de sus posibilidades desde su nacimiento (en la Grecia del siglo V a. C., con Esparta y Atenas como modelos totalitario y liberador del pensamiento, o por otro lado, en la discusión entre Sócrates y los sofistas en Atenas que es bien reflejada en el Protágoras o La República). Porque, queremos decir, si la educación se entiende, como en el caso de La República platónica, como construcción del sujeto previa al ejercicio de la razón política, la pedagogía se ocuparía de pensar y favorecer que la educación incorpore de un modo ordenado, pautado, al sujeto un carácter social, mediante los afectos y sin mediar más razón que la del diseñador de los “planes de estudio”. Los estudios de Foucault, por mencionar a alguno de los que mejor lo han dicho, aludieron a la necesidad que tiene una sociedad o un régimen de fabricar, moldear y constituir un tipo de sujeto que garantice la supervivencia del modelo o estructura sociales. La pedagogía, nos dice el francés, ha estado involucrada como una de las principales tecnologías de la vida en la Modernidad, aunque se ejercería en la constitución de sujetos de un modo afirmativo, no necesariamente punitivo o represivo (en esto consisten los matices que supusieron para su teoría anterior los famosos cursos postreros en el Collège de France a principios de los ochenta). Es decir, la pedagogía se ha ocupado de idear una educación apta para fabricar y constituir los sujetos del régimen moderno de organización de la vida. Además, previamente Foucault había señalado el aspecto negativo por el que la pedagogía y la escuela habrían también actuado como instrumentos represivos (invocando un orden a costa de definir y fabricar lo anormal) para cohesionar y perfilar las relaciones de poder de la Modernidad. La educación haría emerger un orden (segregador, como todo orden) que sería legitimado y justificado por la ciencia pedagógica.
Claro, esta función atribuida por Foucault a la teoría educativa o la pedagogía pinta muy mal. Implica una disolvente crítica a las instituciones educativas, por lo menos en el Foucault de la etapa de Vigilar y castigar. Nos haría cómplices no solo a los pedagogos sino a toda la escuela, al sistema educativo y a cualquier docente de ser funcionarios de una “racionalización” equivalente a la burocratización, regulación y organización sistemática de la vida, que se concreta a partir de sus sombras, márgenes y reversos. Dicho con brevedad, lo normal es en función de lo anormal.
Podemos argumentar, y habrá quien así lo crea, que de hecho no existe otra posibilidad para la pedagogía que esta complicidad, mientras perduren las instituciones educativas de la Modernidad (crítica que ya hizo en España el sociólogo Lerena en los años ochenta del siglo pasado con su conocida obra Reprimir y liberar). Lo que tiene el riesgo, insiste hoy el pensador marxista Liria, de coartar y frenar una reivindicación de las instituciones educativas que como el Estado de Derecho, suponen una vía de liberación y salvaguarda de los ideales democráticos de la clase trabajadora. Es, afirma, esta posición foucaultiana en la izquierda la que está, paradójicamente, dejando sin instrumentos para su lucha a la clase obrera, cuyo objetivo tendría que ser reivindicar y salvaguardar la escuela y la universidad pública, universal, barata y accesible para todos. Las instituciones educativas, en su imperfección, son, no obstante, el único modo de que el fértil caldo de cultivo de la gran cultura llegue a las clases sociales menos privilegiadas. Por mucha violencia simbólica con que opere y aun albergando ocultos e invisibles sesgos que continúan e incluso consagran la división de clases (Bourdieu), Liria parece decantarse por que la lucha por una sociedad más justa deba pasar por atribuir un papel válido para ello a la escuela.
La crítica institucional que en gran medida la izquierda progresista hizo suya, ha circulado por otros derroteros que han acabado, argumenta Liria, destruyendo lo que era una posibilidad real de transformar y hacer más justa a la sociedad. Entre estas críticas a la institucionalización de la educación mencionemos al curioso y denostado pensador Iván Illich (en su etapa de los setenta) o a algunos movimientos (anti)pedagógicos como el controvertido movimiento de la Desescolarización e incluso el actual Home schooling. También el amplio enfoque que se resume en la denominación de “escuelas libres” o “pedagogía no directiva” se podría incluir en una suerte de “reblandecimiento” de la escuela que la despojaría de su vigor intelectual y por tanto, paradójicamente y contra lo que pretenden estas escuelas, de su capacidad para cultivar el espíritu crítico y la utopía.
Pero para enfocar el asunto sin la necesidad de cuestionar a la propia escuela, como sugiere la perspectiva ilustrada de Liria, creemos que parece necesario y útil retomar el modo de pensar lo educativo de la corriente norteamericana denominada “Pedagogía Crítica”. Sus análisis y argumentos tienen la ventaja de que “salvan” a la escuela, es decir, no se hunden en un pesimismo fatalista que haría de la escuela un fatal instrumento de la opresión. Aun más, todo lo contrario, recalcan que la institución escolar puede tener un importante papel, todavía, en la emancipación de los individuos y sociedades. Es esto, sin entrar en los detalles de su enfoque particular y el trasfondo marxista-freiriano que comparten sus autores (Apple, Giroux, Mc Laren, por ejemplo), lo que nos vale como pista para desarrollar una mirada distanciada, pero al mismo tiempo consciente de la historicidad de lo que mira y de la propia mirada, que sea capaz de ver más allá de ciertas apariencias a la escuela y a la universidad. Una pedagogía crítica y no ideológica, o sea, que sirva a la “verdad” por encima de otros intereses espurios y ajenos a la ecuánime descripción, análisis y explicación de lo que está pasando.
Esto resulta hoy imperioso, si la pedagogía pretende ser algo más que mera ideología para legitimar las sucesivas reformas educativas que el poder político y empresarial va lanzando. Porque en España se han acompañado las reformas de un discurso pedagógico y de unas aparentes evidencias que han ocultado que las reformas eran justamente lo contrario de aquello que parecían ser. Lo que se nos ha vendido como una liberadora revolución educativa, señala Liria, en realidad se trata de una reconversión neoliberal de universidad y escuela. Resulta innegable (e inolvidable, en aras de una cierta memoria histórica), por ejemplo, la decidida responsabilidad del gobierno socialista de Zapatero en la implantación del Plan Bolonia en la universidad.
Lo más sangrante que una pedagogía crítica o de la sospecha nos puede demostrar (sin ir más lejos emprendiendo un recorrido histórico por los datos y documentos que han ido creando la mentalidad Bolonia en los profesores universitarios y la sociedad) es que el verdadero objetivo de las reformas educativas ha sido una astuta privatización de la educación pública. Se ha llevado a cabo su depauperación para ponerla al servicio del interés de las grandes empresas y corporaciones.
Por ejemplo, señala Liria que uno de los objetivos vinculados a este plan ha sido eliminar la sobrecualificación de los trabajadores. Hoy las grandes empresas necesitan, dice, una mano de obra que acepte feliz y acríticamente su situación precaria, flexible, volátil y, añado yo, inhumana, en el mundo laboral. Un mundo en el que se trata de hacer desaparecer a la vieja clase obrera con la individualización de los sueldos (que significa el final de los convenios laborales), la competitividad y rivalidad de los propios trabajadores entre sí y la destrucción de la conciencia de clase y sindical para convertir a los trabajadores en emprendedores. De hecho, por apuntar un ejemplo, explica Liria basándose en un documento empresarial que lo admite sin reticencias, en las entrevistas laborales no cuenta la cualificación profesional que aporte el entrevistado, sino que este no declare su intención de vivir, como es lógico y humano, con ciertas certezas en torno al salario, las vacaciones y el horario de trabajo. Debe estar disponible en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, para su empresa, que trata de convertirse en una especie de familia donde reina la alegría, la motivación constante y la identificación afectiva de los empleados con la marca. Y el propio empleado ya no vende su mano de obra, sino que se convierte en su propia marca, que debe defender adaptándose continuamente a las veleidades y corrientes del siempre incierto mercado con la educación permanente (o sea, reciclando sus competencias hasta que se muera, pero sin importar su profundización en conocimientos).
Está claro que una universidad basada en el conocimiento en sí mismo, como algo valioso porque sí y nunca rebajado a su utilidad, una universidad para todos, que enseñe materias como griego antiguo o Física fundamental, no vale para los empresarios en este contexto neoliberal. Hasta ahora la universidad tenía la doble función de preparar para una carrera profesional (el viejo y medieval título de “licenciado” se llamaba así porque en los comienzos de la institución universitaria facultaba para dar clases en ella y tenía por tanto ese fin que podemos considerar práctico, lo que tras la Ilustración ya ha sido uno de los principales cometidos de la universidad) y también la importante función de preservar vivificándolo el gran caudal del pensamiento y la ciencia, en su sentido más valiente, puro y noble.
Pues bien, la gran revolución neoliberal que está sucediendo ante nosotros a una velocidad que casi impide asimilarla e ir pensándola, insiste en eliminar este segundo objetivo que las reformas ilustradas habían mantenido en la universidad para asegurar el librepensamiento y priorizar el objetivo de inserción y preparación para el mundo laboral. Un segundo cometido por el que tenían sentido y presencia valores que ahora se volatilizan sin que nos demos ni cuenta, como era el derecho constitucional a la libertad de cátedra. Este derecho pertenecía, desde luego, a otro mundo. Porque el profesor funcionario, que ostenta la estabilidad requerida para ser libre (es por cierto un invento de la Ilustración que las reformas ilustradas de la universidad en el siglo XVIII introdujeron), para no depender de poderes privados o gobiernos de turno, ahora se “proletariza” y se torna un empleado con su puesto de trabajo legalmente en el aire. Y ante la amenaza de un persistente acoso por parte de evaluadores, rankings, procedimientos estandarizados, burocracia, que le va mermando tiempo y dignidad. La antigua densidad del conocimiento se ha convertido en un aparentar que se investiga mediante el astuto uso de los escaparates que para ello prescribe el sistema. No importa que la verdadera calidad decaiga y que, a la larga (quizás no ahora a corto plazo), nos atrevemos a vaticinar que ni siquiera los nuevos profesionales e investigadores van a generar conocimiento útil y beneficios para las empresas. Tiempo al tiempo y ya veremos.
La tesis de Liria, que comparto y he defendido desde 1999 contra viento y marea, es que todo el discurso de la “nueva” (pongo comillas porque en realidad no es nueva, ya que en gran medida se basa en revolucionarias pedagogías del pasado que han seguido supuestamente la onda de Rousseau pero que realmente lo han traicionado) pedagogía universitaria es evitar escrupulosamente la formaciónnecesaria para convertirse en hombres y mujeres auténticamente libres. Eso ya no interesa porque es peligroso y encima a corto plazo no da dinero ni genera mercancías.
El empresario neoliberal prefiere un empleado que se haya entrenado en la adquisición de competencias a uno formado al estilo anterior hoy considerado caduco. Antes se estudiaba de verdad, profundizando, con suficiente tiempo; y los años de formación quedaban reflejados en un único título universitario que expresaba que durante ellos el estudiante se había adentrado realmente en una disciplina, que había catado la gran cultura y la ciencia.
Hoy, con la reducción y depauperación de la enseñanza llevada a cabo en los Grados, se elimina la idea de una formación e incluso de la instrucción bajo la ilusión de un autoaprendizaje sin la figura ya caduca de un profesor que ofrecía otrora la síntesis viva de una disciplina que él mismo era, en persona. Todo ese “lastre” de años y dedicación al estudio riguroso de un campo del saber, de una tradición epistemológica, no le sirve a la “sociedad” (al mercado y a la producción de beneficios y patentes) que ahora demanda que los trabajadores demuestren, por el contrario, haber pasado de un modo fugaz y ligero por distintos saberes. Así, el currículum se torna lo “flexible” y técnico que requieren los grandes empresarios, los bancos, las corporaciones multinacionales, etc. Es lo que hay detrás de la próxima reforma, aun peor, del 3+2. Un robo del conocimiento a la clase obrera, ya despojada definitivamente de aquello que podía contribuir a su mayor lucidez con vista a mejorar la vida. La conversión de un derecho en una inversión (que por eso ahora justifica que las matrículas cuesten más del triple a los alumnos).
A este fin exclusivamente “laboral” sirve ya la universidad española. Ya no es fértil caldo de cultivo de la cultura viva, como en el viejo modelo, por mucho que este también tuviera grandes fallos. Liria atribuye, además, a la nueva universidad un carácter aun más feudal, entendiendo por feudal un carácter privado, frente al ya denostado y superado carácter público que la Ilustración le había otorgado. Y, por volver a nuestra tesis inicial, es esto lo que han ido con su propaganda y “teorías” fomentando algunos pedagogos que, a diferencia de otros pocos entre los que me incluyo, choca con una idea verdaderamente crítica y liberadora de la pedagogía. Tiene un sentido necesario y vigente, hoy más que nunca, la pedagogía, pero para situarse críticamente ante lo que está pasando, bien sea desde la labor de un orientador de centro a la de un profesor universitario e investigador. Hay que promover una pedagogía crítica que nunca sea cómplice… de nada, que no se case con nadie y que solo responda a la verdad, la justicia y la libertad. Aunando rigor y libertad, y búsqueda de la verdad por encima de lo útil. Una pedagogía lúcida capaz de mirar más allá de las trampas ideológicas del presente, historizando los discursos de las otras pedagogías cómplices que por ahora están ganando la batalla, desvelando su trasfondo neoliberal. Y una pedagogía que haga suyo el elemento de autocrítica que ha caracterizado a nuestra civilización desde sus orígenes para realizarlo en las instituciones educativas.
Bibliografía:
Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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El sentido actual de la Teoría de la Educación: valoración del Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP)
Marcos Santos Gómez
Como el lector habrá comprobado en la entrada anterior que trataba del sentido de una Teoría de la Educación actualizada, esgrimimos una perspectiva de lo teórico que no coincide con muchos prejuicios que desde los saberes técnicos se han albergado en relación con lo teórico. La teoría corre el riesgo de incorporar ideología, como dicen, es decir, de constituir una particular visión del mundo que no se explicita y que determina el abordaje y la concepción sesgadas que se tiene de lo educativo. Si aunque sostenga el teórico que tiene en cuenta el dato y la acción real y concreta que se asocian a un fenómeno educativo, su concepción se basa en una estructura cristalizada que como un protocolo universal es capaz, en apariencia, de abordar en su inmensa extensión y complejidad lo educativo, no se estaría llevando a cabo una buena aproximación teórica a la realidad educativa o escolar. Como una plantilla conceptual a la hora de emprender sistemáticas investigaciones científicas dentro de la metodología y técnica requeridas, esta teoría acrítica, esencialista, formal, solo podría aplicarse repetidamente a realidades que abordaría de un modo abstracto y lineal con vagas resonancias matemáticas. No se daría en este caso un verdadero toma y daca con el objeto del que ha tratado de distanciarse el teórico aunque para no perderlo de vista, es decir, para contemplarlo en su plenitud.
Sin embargo, aunque la captación de la realidad pueda darse de este modo cartesiano que estamos describiendo, es decir, formal, rígida, unilateral, objetivante, para entender la estructura de lo educativo, hay otro modo de entender la teoría. Un modo que cuestiona estos elementos de la Modernidad más matematizante y positivista, que sin abandonar por completo a la Modernidad elabora una crítica o rectificación de la misma. Aquí, en esta segunda forma de la Teoría de la Educación, estaríamos hablando de lo que la Escuela de Fráncfort (Horkheimer) denominó “Teoría crítica”. Y así, la Teoría de la Educación ha de abandonar la rigidez cartesiana de que hablamos para asumir formas de pensar y “describir” lo educativo que traten de visibilizar lo que en su más íntima raíz y esencia es histórico. Quiero decir que el primer modo, considerado por Horkheimer ideológico, de entender la Teoría de la Educación, trata el hecho educativo como si fuera un hecho natural propio del mundo de los fenómenos naturales, como los estudiados por la Física.
Así, en el segundo modo, el crítico, de entender la Teoría de la Educación, esta consistiría en un permanente ejercicio de la sospecha que intenta comprender en su historicidad, y por tanto en su vínculo con un modo capitalista de producción, con su época y sus estructuras económicas y sociales, todo lo relacionado con la educación, sobre todo la escuela o la universidad, es decir, la educación formal. Habría que comprender lo educativo no como un compendio de verdades o instituciones y relaciones acabadas, plenas y perfectas en su forma actual, y empezar a comprenderlo como consecuencia de un mundo y estilo de vida concretos. Esta teoría crítica por tanto trata de “mirar” mejor su “objeto” fluidificando su estudio y aplicando una variedad de aproximaciones, métodos y perspectivas al mismo. En su base estaría una cierta relación con el paradigma hegeliano marxista que, como es sabido, Horkeimer y en especial Adorno, quisieron vincular con la impugnación y la detección de negatividades antes que con lo afirmativo o la síntesis. La escuela y la educación no se agotan en los modos en que de una vez por todas son estudiadas por la teoría formalista y, antes bien, demandarían un constante trabajo interdisciplinar que captara su inserción en la historia.
Curiosamente, estoy leyendo un libro de autores próximos a la teoría marxista que retoman, frente al pesimismo francfortiano, la Modernidad cristalizada en la necesidad imperiosa de una escuela y una educación fuertes, frente a la actual destrucción de las mismas. Se trata del libro cuya referencia es: Fernández Liria, C., García Fernández, O. y Galindo Ferrández, E. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
Estos autores recalcan que frente a la disolución de la vieja estructura escolar, hay que salvar ese originario proyecto de la escuela, que, bien es cierto, ha sido asediado casi desde su origen por teorías que han tratado de mermar el papel de los contenidos. Me refiero, claro, a la dicotomía que yo mismo utilizo a menudo para comprender el presente escolar, que en un extremo sitúa una “pedagogía de contenidos” y en el otro, una “pedagogía de competencias”. Es un modo no demasiado perfecto de abordar el asunto, porque de hecho, en la educación siempre están presente contenidos y competencias, so pena de no poderse ni plantear educar a nadie. Pero digamos que el énfasis se hace en una perspectiva de lo curricular en el sentido de la constitución un currículo fuerte y definido por una serie de temas y autores “canónicos” que han de estar presente como vigas y claves de bóveda siempre en la escuela, estudiados como tales, en sí mismos, por causa del valor en sí que desprenden. Para Liria hay que reforzar el aspecto de la instrucción hoy denostado en aras de una educación en gran parte reducida a lo afectivo y emocional. De hecho, la implicación de la escuela y el Estado en este campo de la personalidad del niño es, juzga, nada menos que la típica de un régimen totalitario. Lo regímenes totalitarios no forman o instruyen, sino que educan, defiende este autor, es decir, se preocupan por generar a nivel emocional sobre todo un tipo de personalidades o caracteres básicos (¿lo que Erich Fromm denominaba “carácter social”?).
La pedagogía subraya el resplandor que en sí mismo tiene, en sus diferentes matices, el currículo tradicional que trata de presentar la cultura y la civilización de un modo pautado, didáctico, ordenado, al niño. Se torna imprescindible también el trabajo del propio niño que estará más o menos motivado para aprender en función de su vinculación erótica y no utilitaria con el conocimiento (Recalcati). Es decir, en esta pedagogía se procura una suerte de atracción y seducción que la cultura en sus grandes hitos y expresiones, lo que podríamos de un modo un tanto idealista denominar “espíritu” humano donde habitamos, ejerce sobre quienes tratan de aproximarlo a sus vidas. La humanidad sería un enorme horizonte, una otredad, por la que el individuo ha de pasar para mejorar de un modo cualitativo su existencia.
Señalemos que aquí se ha visto, por parte de quienes defienden las competencias, una potente y peligrosa carga ideológica, tanto en los propios contenidos que se asumen canónicamente, como en el modo de hacerlos propios y presentarlos, previamente al interés del niño y sin contar, en apariencia, con sus necesidades inmediatas (o sea, la crítica rousseauniana, indica Liria). Pero, hemos defendido en otro momento, es precisamente esta artificiosa alteridad y distancia propias del currículo tradicional, la que garantiza la independencia respecto a las utilidades ideológicamente dirigidas en la vida corriente que nos atrapa y arrastra. Esta independencia, como la de lo teórico, es necesaria para ampliar el abanico de los propios intereses por parte del niño y descubrir lo que la mera resolución de problemas prácticos no puede descubrirle. Así, en la pedagogía de las competencias existe un fatalismo por el que el conocimiento se reduce al contenido que sirve en la aplicación formal de procedimientos flexibles, pero limitados que tratan de resolver problemas prácticos. En esto se basa el llamado Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP).
Solo una Teoría de la Educación no atrapada en formalismos como el de la teoría de sistemas o referencialista (que postula una correspondencia perfecta del lenguaje con el mundo y los hechos que está a la base de una linealidad comunicativa por la que el contenido que corresponde con la realidad puede decirse plena y objetivamente), puede ser capaz de hallar elementos de sospecha en todo esto. Digamos que la Teoría Crítica va haciendo emerger desde el campo de lo posible y visualizando las condiciones para una autocrítica de la civilización y la postulación de horizontes utópicos que rescaten del fracaso y lo no logrado un modo mejor (justo, libre) de civilización. Recordemos que esta perspectiva crítica señala el factor histórico de lo que parece natural. Se da una captación dinámica que se va retroalimentando y modificando al ritmo que su “objeto” también presenta su dinamismo y deja, por tanto, de ser tan “objeto” o, mejor dicho, tan “cosa”. Para que nos entendamos, esto estriba en que lo educativo y la escuela no pueden mirarse como miramos una piedra que está ahí inmóvil y en apariencia acabada en su forma, así como la vemos, para siempre. Para ello la teoría, siguiendo a Benjamin o Adorno, ha de rescatar las sombras que acompañan a lo que se nos da en la forma de dato o hecho. Estas sombras coinciden con lo que en el movimiento que es la “piedra” no ha llegado a emerger. Para Adorno, y así se planteó el conocido Instituto de Estudios e Investigaciones Sociales de Fráncfort, es preciso aunar los esfuerzos de ciencias como la psicología y la sociología, con la historia y la filosofía (marxista). Se les puede achacar, por tanto, una cansina permanencia, por mucho que se haya fluidificado el saber o tornado piqueta, con un cierto paradigma objetivista que resucitará con fuerza en la generación de Habermas como razón comunicativa e intersubjetiva, aunque este trate de continuar la rectificación de la modernidad ilustrada.
Es desde este trabajo interdisciplinar que lo que hoy en la Pedagogía se presenta como un prodigio de flexibilidad, creatividad y desideologización del currículo que es disuelto en función de la utilidad, se tornaría en lo contrario. Simplemente, creemos, es preciso pensar con cierta desconfianza y reticencias, que es lo que desgraciadamente se ha hecho muy poco ante la pedagogía de las actuales reformas educativas. La tesis de Fernández Liria, que comparto, es que todo ese caudal de pedagogía “feliz” y respetuosa con el niño es, aunque se base en teorías progresistas y autores críticos, como Dewey o Rousseau, pura ideología neoliberal. Esto quiere decir que independientemente de que las actuales reformas se presenten como algo nuevo, lúdico y posibilitador de pensamiento crítico, justo fomentan lo opuesto, y sirven para crear la ilusión de cambio, libertad y transformación donde no los hay.
Por ejemplo, el pretendido formalismo de las competencias que se presenta como algo neutro (un saber hacer, o sea, un saber práctico) que puede hacer de instrumento para la expresión y adaptación creativa y comunitaria (en el ABP) del niño, tiene un sesgo. Este sesgo consiste en la ocultación de una enorme parte del considerado viejo currículo basado en contenidos que es filtrado y desechado en aras de la utilidad práctica. Los defensores del ABP subrayan, por el contrario, que este implica un sano ejercicio del tanteo (Dewey) que va obteniendo fórmulas prácticas o mejor dicho, que emprende un reajuste estratégico para ir adaptándose el grupo de alumnos a su realidad circundante. Estas fórmulas se irían transformando alegre y vivamente en la feliz aceptación de lo que el mundo nos presenta. De hecho esta flexibilidad es considerada por estos teóricos una prueba de que el niño aplicaría su creatividad para superar condiciones previas y para pensar de este modo al estilo crítico, sin la molesta interferencia del antiguo modelo del profesor que ahora se limita a facilitar lo que se le pide y va haciendo falta en la resolución de los problemas planteados por un proyecto práctico.
Un estudio desde distintas disciplinas de lo que ocurre realmente en el aula que se supone que ahora barre sus barreras y límites, un aula antes gris y mortecina que se convierte en una suerte de idílico paraíso de la libertad, nos indica que se está aplicando un concreto estilo de creatividad consistente en la reformulación de estrategias que aun modificándose constantemente para aplicarse a la realidad, no dejan de ser estrategias. Se da en esto, para empezar, un obvio sesgo instrumental que reduce la razón, la ciencia y el pensamiento a medio para fines inmediatos relacionados con la resolución de los problemas prácticos que un medio social, laboral o cultural nos plantea con el fin de adaptarnos y sobrevivir en el mismo. Esto, tal cual, fue ya señalado como una estructura de la Modernidad en su aspecto más cuestionado por Adorno y Horkheimer, que consiste en la confusión de la razón con una razón técnico instrumental. O la conversión del saber en técnica. De hecho, todo en el colegio, cuando reina la metodología del ABP, adquiere esta forma de lo instrumental.
Lo instrumental, como lo son las competencias aplicadas al ABP, parece algo neutro, objetivo y aséptico, pero en la reducción de la razón y el mundo que implica, ya hay un estilo capitalista de vida. En este contexto neoliberal desaparece todo lo que en el viejo modelo de escuela, aun arrostrando el lastre de una enseñanza en ocasiones pesada y pasiva, posibilitaba no ya el ejercicio de una inteligencia creativa capaz de hallar en constante movimiento nuevas formas de resolver los nuevos problemas de un mundo que requiere justo eso de nosotros (los trabajadores precarios), sino que era capaz, a partir de la inmersión en el puro movimiento humano motivado por el valiente afán de saber en sí mismo, de voltear la estructura de lo real. Es decir, hacía posible la autocrítica.
Que la pedagogía de contenidos muchas veces no funcionara, no es óbice para desecharla por las buenas. Sin abandonar el principio de un canon imprescindible en la cultura y por tanto en el currículo, se podía a través de un tacto pedagógico que remitía al arte del maestro encarnando el néctar de lo humano, llevar a cabo “lecciones” divertidas y atractivas que despertaran el interés por el conocimiento inútil. Y este interés producía, como el amor, la aproximación del educando a nuevas maneras, antes impensables, y nuevos intereses en su vinculación con la sociedad y el mundo humano. Es decir, era el único modo posible, la escuela, de abandonar lo inmediato para, en la independencia de la institución escolar, tomar distancia de ello y poder cuestionarlo imaginativamente. O sea, solo abandonando lo inmediato y ampliando la educación con nuevos intereses y necesidades más allá de la imperiosidad de la resolución de proyectos prácticos, el niño podría ir aprendiendo a voltear su mundo y, por tanto, a ejercer el difícil y arriesgado arte del espíritu crítico. Sin este abandono teórico de su mundo cotidiano jamás puede nadie ser auténticamente crítico. Algo parecido a lo que Adorno acabaría también señalando como condición para pensar lo real, es decir, una defensa de la figura del intelectual que, paradójicamente, pensaba mejor su mundo emprendiendo un relativo apartamiento del mismo. Esto en nuestra sociedad era justamente lo que significaba la escuela y por eso mismo, esta no puede nunca ser total y exactamente la vida. Ha de situarse en otro mundo, si pretende mejorar el mundo.
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Educación y filosofía
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Superioridad del estoicismo pagano frente al cristianismo.
Marcos Santos Gómez
Para el filósofo Marco Aurelio el mal consiste en un daño hecho a sí mismo o a otros porque se ha desequilibrado la armonía que reina en la naturaleza (cosmos) con la del espíritu, con la de uno mismo en cuanto porción de esa misma naturaleza. No hay más secreto que ese. Es decir, no se recurre a una historia dramática en la que los torbellinos de la humanidad tienen un sentido, como recogería Hegel pero sobre todo como es introducido en Occidente por el cristianismo. La cuestión de fondo para el estoico es sintonizar con esa música del ser de las cosas, siempre mayor que uno pero siempre mundano, para que en medio de las infinitas porciones que nacen y mueren, seamos todo. No hay, de hecho, más “cielo” que ese. Ni otra perduración que el puro ser donde las diferencias terminan anegadas pero se van sucediendo los seres. Cuando el pensador romano se refiere a “los dioses” lo hace en unos términos que recuerdan a lo que siglos después entendieran por ellos, creo, Hölderlin y Heidegger. Los dioses, como lo sagrado que amplifica y dignifica la existencia humana llevándola a su excelencia que consiste en el existir lúcido, valiente, y que no se aleja demasiado de esa música universal que el filósofo debe tratar de escuchar.
Y no hay más religión que esa. En esto se basa un trato digno, humano con los demás que, junto con uno, han de florecer en el jardín del universo. Muy semejante al concepto oriental, budista, del altruismo y el buen obrar. Desde la perspectiva cristiana esto puede parecer frío, lo cual es comprensible a la vista del ingente aparato dramático que el cristianismo añade a la vida. A la cual además se añade la idea de un dios personal, de una vida eterna y, se diga lo que se diga en las teologías más inmanentistas, un mundo superior, sublime, más allá, trascendiendo el mundo que conocemos. Esto genera una disputa implícita o explícita con la existencia, una tensión por la que se quiere y ama lo creado pero al mismo tiempo se presupone que no está acabado y por tanto se ha de prolongar en un extraño horizonte que ni siquiera los mejores teólogos, papas o cardenales han podido explicar, describir y ni siquiera concebir. Así, por muy frío que parezca, el amor estoico rinde tributo más plenamente al universo y a lo concreto como parte del universo, que las fantasmagorías cristianas. Por muy anclado en la creación que diga concebirse un cristiano, no lo puede estar, o bien, presupone un cosmos con la amenaza de la fealdad, la mentira y el pecado. También, su supuesta aceptación de la muerte tiene trampa.
Nada de esto es razonable ni mucho menos natural, pues incluso desde una perspectiva ética, nos complica la vida y oscurece el manso discurrir de la existencia que han de postularse, y hasta el muy católico Chesterton lo sabía, para ser buenos. Paradójicamente, al buen cristiano le horroriza tanto el mal, que procura no verlo y lo oculta con sus tramas dialécticas y teológicas. Lo que en el nivel de los fieles sencillos se traduce en una constante lucha consigo mismos y, especialmente, un burdo y dañino autoengaño. Autoengaño y ceguera.
Sin embargo, el estoico pagano elige mirar. Mirar bien, a la cara, tomando al toro por los cuernos. No pone un velo en lo real, no necesita presuponer almas inmortales o dioses, en el sentido de lo absolutamente trascedente que desborda el mundo. Pero siente, con mayor agudeza, ese plus por el que el mundo se desborda en sí mismo, a sí mismo, en una constante autopoiesis. Esto, en la historia de las religiones, acaso pueda denominarse panteísmo, que es una bella forma, entiendo, de existencia, una manera esencialmente filosófica de ser “religioso” (en el sentido de religare, de saberse ligado al inmenso abrazo que es el mundo). Y muy al contrario que el cristiano, el estoico es filósofo puro, el pensador consecuente con el atrevimiento de pensar. Bien es cierto que el cristianismo añade interesantes mitos para postular los fantasmas que su ingenioso estilo de pensar requiere y una imagen del mundo que es preciso admitir en el tribunal de los filósofos. Pero, a la suma, después de dos mil años, pesan más los equívocos y guerras producidas por tan elocuente religión que sus aparentes bondades.
Los buenos cristianos, los poquísimos que tratan de ser coherentes, consideran al estoicismo resignado, fatalista, o, como expresó Hegel, impotente y escindido de lo real. Pero si algo hay en el estoicismo de ello, es en el modelo cristiano de estoicismo, pues en sus albores, como es bien sabido, el “pensamiento” cristiano se nutrió de fuentes griegas (sigo al irónico Borges que entendía, con razón, que al “pensamiento” nunca puede adherirse un adjetivo y que por tanto el llamado “pensamiento cristiano” nunca puede ser ni ha sido pensamiento como tal). Porque el estoicismo, ya presente en Pablo de Tarso, no llega puro a la mente cristiana, en la que adquiere una extraña forma por la que un modo de pensamiento que por naturaleza es pagano, panteísta a lo sumo, materialista, monista e inmanentista, se transfigura justo en su contrario. Y así, las incoherencias e incongruencias en la razón del cristiano y en su comportamiento están servidas. Se ha creado el material perfecto para la hipocresía.
Así, el creyente se miente a sí mismo y miente a los demás. Obtiene, además, su fuerza misionera y caritativa (en los pocos casos de cristianos heroicamente coherentes) de una debilidad esencial, como bien supo advertir el muy agudo pensador Nietzsche. Tiene que imaginar el mundo y la existencia como un drama o cuento, un bonito cuento, con principio y final, con un triunfo apocalíptico del bien cuando la más mínima empatía con las víctimas y el menor sentido de la realidad, nos ponen delante de los ojos la victoria del mal entre los seres humanos. Aun diría más, y lo explicaré con mayor detenimiento en otro momento, el entramado ideológico del cristiano de a pie sirve, por muy buena persona que sea, para que pueda obrar mal, actual como cómplice y ejecutor del peor mal y daño a los demás, con buena conciencia y gracias a esa buena conciencia de estar en el círculo de los justos.
Claro que el discurso cristiano posee una notable excelencia lingüística, llena de sueños y de bellas palabras que expresan ese hondo anhelo de justicia que Horkheimer reconocía que podía explicar y justificar a la creencia religiosa y cristiana en particular. Pero toda esta tramoya mental tiene un precio demasiado caro que, por seguir a Nietzsche, podemos simplificar con la idea de que nos debilita, de que minusvalora la vida.
No solo no resulta útil el credo cristiano, sino que crea nuevos dolores que han castigado con dureza a occidente. En el mundo pagano, por mucho que se le achaque brutalidad y la esclavitud (que hoy siguen, por cierto, vigentes en todo el Globo) hubo una grandeza que cuajó en el ideal estoico y a cuya altura no estamos desde entonces. Quizás pueda elegirse entre una religión u otra como quien elige creerse una u otra historia y cerrar los ojos. Pero esto no lo debe hacer jamás un filósofo. A este le puede bastar para desmontar toda la trama algo tan práctico y ostensible como es el comportamiento, o sea, las obras, de la mayoría de los cristianos. Llenas de grandeza y una belleza que sobrecoge, en el canto gregoriano y las catedrales, pero al precio de pensarse desdoblado.
No hace falta esa tensión para hacer el bien o actuar correctamente. Para el cristiano, el sentido de la vida es obra de un chantaje por el que los dioses, o Dios, exigen un bien sustancial y absoluto, apartarse para ligarse a ellos, frente a un mal que, casualmente, depositan en quien se queda fuera de la merienda o se halla en la porción de mundo por evangelizar. Se es Iglesia porque existen infieles y así, frente al estoico pagano, el género humano queda, como el universo y la persona, desdoblado.
Esta mentalidad eclesiástica ha generado y genera terribles dolores en los más débiles. Como he resaltado, emerge de una ceguera patológica, de una incapacidad para aceptar la vida (de nuevo, Nietzsche). Su virtud y excelencia, frente a la estoica, son paradójicas y negadoras de lo real, es decir, la virtud, o cualidad del ideal del hombre bueno es más intensa cuanto menos mundana. Justamente lo contrario de un Marco Aurelio al que, por cierto, no han parado de desprestigiar por no abolir la esclavitud. Desengañémonos, el cristianismo es origen y cómplice de peores esclavitudes que la terrible, sin duda, opresión de unos hombres sobre otros hace dos mil años. Cuando la prudencia lo demanda, la Iglesia lo ha autorizado todo.
El pensamiento cristiano, para inventar su trascendencia, fabrica límites y llena, como una gran cárcel o monasterio, el mundo con ellos, con las celdas de los ermitaños. O bien, puede creerse que es posible ser cristiano sin nada de esto, y que por ejemplo la tolerancia es una virtud cristiana, incluso específicamente cristiana (en un autoengaño monstruoso). Pero esto es contradictorio y absurdo. En esencia, no puede haber bondad donde no hay aceptación real, fáctica, sin trabas, de la pura inmanencia. Por eso ha habido tantos buenos cristianos que siendo además buenas personas, han abandonado la fe ante la horrenda visión de la incoherencia del cristiano entre su bello cuento y sus obras. Han necesitado hacerse agnósticos para continuar siendo buenas personas.
Así el estoicismo se tiñe y pervierte en la mente cristiana. No es la sosegada y muy racional inmersión en lo real, la pura aceptación del ser, propia de los auténticos estoicos. Es, por el contrario, una lucha que genera una represión en el cuerpo y el alma, o sea, que solo en el caso de este estoicismo falso, mal entendido, se puede decir que un estoico se reprime o que niega la realidad o su propio cuerpo o la carne o lo natural. La mayor coherencia de saberse parte del mundo, anclado en el ser que todo lo impregna pero que es, solo, en su forma mundana (lo cual como mucho supone un panteísmo) lo tenemos en las Meditaciones de Marco Aurelio. Además, decía que no puede haber pensamiento cristiano, como aseveraba lleno de ironía y razón Borges. Esto es porque pensar es vivir en la pregunta, problematizar lo real, lo que no significa necesariamente verse abocado a un absoluto nihilismo suicida o ácido escepticismo. Es decir, que somosrealmente, pero somos en la pregunta, al menos en esa madura y lúcida forma de existencia que se ha llamado filosofía, pero también ciencia o Ilustración. No hay mayor expresión, por esto mismo, o afirmación de la filosofía, que no solo manejarse con los terrores y maldades ciertamente presentes en el mundo sin perder los papeles, sino morir como agnóstico. El filósofo no puede, nunca, ser creyente, so pena de estar también él engañándose. Pensar se opone a la creencia, la desintegra. Y por tanto no hay mayor virtud en el vivir y en el morir que hacerlo sin el lúgubre recurso a “otro mundo” o a un Dios personal. La vida filosófica, así como la muerte, han de desarrollarse valiente y coherentemente en el agnosticismo.
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Educación y filosofía
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El sentido actual de la Teoría de la Educación: crítica de la “Pedagogía de las competencias”.
Marcos Santos Gómez
El sentido y la enorme importancia de la Teoría de la Educación en la Pedagogía y en las Ciencias de la Educación estriba en que la teoría educativa representa el modo de pensar lo educativo que nos posibilita ejercer la crítica y el análisis distanciado respecto a los sesgos ideológicos latentes en las didácticas y pedagogías “prácticas” o descriptivas al uso. Se trata de un modo de aproximación a lo educativo que puede (aunque no siempre lo sea) ser crítico, ya que crea la distancia teórica o teorización, el movimiento en la “mirada” al “objeto” que englobamos en el término “educación”, con una pretensión de universalidad e intemporalidad que, con todo lo que tenga también ello de problemático, salva del excesivo apego a lo que se nos presenta en la educación como algo “natural”, “bueno”, “progresista”, “transformador”. Es decir, la buena crítica ha de fabricar esta suerte de espacio impermeable a la ideología garantizado por el ecuánime dar razones y argumentos discutiendo sobre la propia tradición, con una mínima pretensión de verdad, que desborde el objetivo de lo meramente útil o pragmático (aquí nos desviamos del gran Dewey, aunque no se le deba despachar en cuatro líneas ni mucho menos). El mismo espacio independiente que, por muy fantasmal que sea e inexacto que parezca, hemos defendido reiteradamente en este blog para la institución universitaria.
Así se explica que la Teoría de la Educación no sea a veces muy querida. Se aluden dos razones para este desamor. Una sería que su armazón de cristal significa una rancia y conservadora celda para el alegre y vivo discurrir de la práctica educativa, en el “aula feliz” y lúdica que hoy todos pretender realizar. Se vincula con posiciones ideológicas tradicionalistas, incluso de derechas, próximas a modelos teológicos cristianos y con una fuerte impronta academicista y escolástica, en el peor sentido de estos adjetivos. Y su corsé además de ideológico y por tanto cómplice de una cierta manera de ser y estructurarse la sociedad, frenaría el dinamismo de la realidad educativa a la que por querer mirar de tan lejos y fríamente, no llegaría a observar apropiadamente, echando mano de prejuicios miopes a la hora de seguir el concreto, espontáneo y feliz acontecer del aula. Se dice esto como una de las razones que sus detractores esgrimen para ir marginándola en eventos educativos, planes de estudio, publicaciones, etc.
Digamos que si esta objeción manifiesta parte de razón, sospechamos que en no pocas ocasiones en que la teoría “amenaza” con desbordar este peligro de albergar ella misma, como conjunto de “contenidos” y “verdades” previos y universales sobre la educación un prejuicio de tipo ideológico e interesado, sucede todo lo contrario y por tanto es temida de manera más o menos inconsciente precisamente por suponer un modo de abordaje crítico, desafiante y socrático de lo educativo. Si engrasamos la estructura un tanto fósil de ciertos modos de entender la Teoría de la Educación, nos topamos con un saber que aunando reflexión con observación, sea capaz de lanzar todo por los aires.
Es esta presencia potencial de lo socrático en ella, la que más se teme y contra la que el actual gremio pedagógico (curiosamente más por parte de pedagogos “progresistas” a pesar del sesgo neoliberal que estas novedades encierran, como veremos), se está armando con conceptos como el de “competencias”. Por comodidad, intereses personales y partidistas, ignorancia, miedo, o por todo ello a la vez, el latente riesgo de la pregunta y la impugnación se erige como lo que realmente exilia a este modo teórico de abordar lo educativo del reino de las ciencias de la educación. Se asume con excesiva ligereza que la función de estas ciencias y de todo saber en torno a lo educativo es de un modo u otro una asunción del contexto educativo en el que nos desenvolvemos, una asunción miope y clausurada en sí misma, que empieza y acaba en lo que la realidad práctica de la escuela nos presenta. Incluso esto se justifica como un modo de acercar la reflexión pedagógica al campo donde se desarrollan las lides educativas. Y todo el mundo asiente con complacencia. Lo que no se ajuste a estos márgenes de lo existente, de lo dado, de lo que de hecho pasa en la escuela y los datos que lo acompañan, es tachado de retrógrado e inservible, porque se presupone que es la utilidad lo que ha de dinamizar a la escuela y a todo lo relacionado con la educación. Una utilidad que estriba en acoplarse adaptativamente al medio social, lo que se expresa en los términos de “acercamiento de la escuela a la sociedad”.
Y con lo teórico, en el ámbito de las ciencias de la educación, cae también el currículo “tradicional” basado en contenidos. Igual que la teoría es suplantada (que no complementada o puesta a discutir) con saberes no ya científicos, muchas veces, sino técnicos, en el currículo ya no se estila el viejo abanico de asignaturas y materias, que ahora se sustituye por un aprender a aprender vacío, como destreza, como clave de lo que se van a llamar “competencias”. Todo esto se justifica como una forma de eludir, decíamos, el sesgo ideológico de lo teórico y de la tradición, del conocimiento básico acumulado. Las competencias que es lo que ahora hay que enseñar en lugar de los antiguos contenidos (temas, autores, etc.) vienen a constituir un saber técnico y formal, una especie de destreza que se aprende para aplicar, flexiblemente, a distintos contextos. Así, al niño se le enseña a “leer” su realidad, aunque jamás en el modo de Paulo Freire, que implica una lectura crítica y transformadora, sino como una captación de los problemas prácticos que emanan de nuestra interacción e integración en un contexto (social, cultural, laboral) determinado. Hay que enmarcar bien el problema, definirlo, y resolverlo, para lo cual se echa mano del ingente paquete de contenidos que se encuentra depositado en internet (para esto se enseña hasta la saciedad un buen uso de las TIC). Pero nótese bien que sólo se acude a buscar lo que precisa, de manera directa y exacta, la resolución de nuestro problema concreto, que es además la fuente de los muy cacareados “intereses” del niño. Se enseña al niño a buscar y utilizar solo lo que le sirve y le seduce por su presencia preponderante y llamativa, como problema, en su realidad inmediata. A esto se le llamó “aprendizaje significativo”.
Diré solo una objeción a todo ello: Si se problematiza solo lo que el medio nos presenta como problema práctico, encajándonos bien en sus márgenes, leyes y formas, asumiendo sus reglas para interactuar exitosamente en el mismo y que este nos premie, no hay lugar en un saber competencial para problematizar al propio medio en sí. Es decir, se elude no ya la posibilidad de ceder a las ideologías presentes en el medio, sino la posibilidad de impugnar críticamente el medio, el momento, la inmediatez de lo dado. O sea, no solo no nos evadimos de lo ideológico, sino que nos incapacitamos para captar lo ideológico en cualquiera de los contextos (cultural, laboral, social) en que nos hallemos inmersos. Porque, paradójicamente, los contenidos hacen falta para aprender a aprender y sobre todo para aprender a crear ese espacio impermeable y distanciado de la teoría, que por mucho que tenga de ficticio (asunto complejo que aquí no podemos abordar y que nos llevaría a la discusión sobre la verdad y las teorías de la verdad en filosofía o epistemología) resulta imprescindible para crear la necesaria y salvadora distancia con el “objeto”. Sólo en el océano de la tradición es posible aprender a nadar. En seco, en mitad de un desierto, es imposible ni siquiera comprender en qué consiste pensar. Y el agua que nos sacia y deslumbra no es solo la del pequeño arroyo más cercano, sino la de ríos inmensos que aun estando cerca no sabemos ni siquiera mirar o la del mar inconmensurable e inabarcable que se adivina.
O sea que no nos remitimos tanto como lo hace Fernández Liria, en el libro que nos inspira estas reflexiones, a un cierto platonismo de la verdad inmarcesible, sino, dentro de planteamientos críticos con la Modernidad, seguimos empeñados (como casi todos los autores denominados erróneamente bajo la etiqueta de posmodernos) en que es posible pensar, ser críticos y propugnar una mejora de la vida e historia humana. Incluso sospecho que el tan cuestionado pragmatismo de Dewey al que Liria vincula con estas teorías pedagógicas anti-teóricas, también nos llevaría a ello, porque no es la seriedad de pensadores como Dewey o Rousseau lo que está a la base de la auténtica destrucción del conocimiento que estamos viviendo. Tampoco se sabe nadar en esos mares.
Sería necesario, es verdad, mucho más trabajo y espacio para justificar esto que estoy diciendo. Bástenos por ahora con haber infundido una micra de sospecha en la férrea trama de la actual pedagogía de las competencias que solo una Teoría de la Educación consistente puede desafiar.
Libro citado:
Fernández Liria, C., et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.
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Educación y filosofía
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La muerte de Stephen Hawking, materialismo y agnosticismo Recordando a Marco Aurelio.Marcos Santos Gómez Podcast de programa dedicado a Marco Aurelio de "Música y pensamiento"de Radio Clásica Habiendo atravesado cierta
moderada tiniebla esta semana y pensando en la noche donde se ha internado el físico Hawking días atrás, he recordado bellísimos pasajes de las
Meditacionesde Marco Aurelio. Pasajes que, como una melodía serena, melancólica y noble, han acudido sorprendentemente a ese lugar que es fábrica de nuestra precaria identidad y que, como aseveraba David Hume, liga en una fantasmal ilusión sensaciones y recuerdos de las mismas. La memoria, pantalla del “yo” u holograma de la identidad. Una música que he evocado o rescatado de mis simas y que el gran romano interpretó, para concordar con la gran sinfonía del universo. Una grave partitura que es en sí el único cielo posible, el único paraíso al cual razonablemente aspirar, la única realidad en la que disolver esa ilusión tenaz contra la que argumentaba Hume y por la que perdemos el tiempo en luchas inútiles.
Así, mi sensibilidad, o aquello que yo sea, parece haberse abierto como una enorme flor tropical estos días de reunión con la carne y el hueso, míos y de otros. Son esos ratos extraños donde parece que algo se revela en el silencio, en medio de toses y broncas aspiraciones de oxígeno embotellado, donde emerge, raramente, algo semejante a una música secreta, una música que acaso es el universo que inconmensurable y discreto se cuela entre los escalofríos y la fiebre. En tales desvaríos, en la noche, supe que Hawking ha muerto, por supuesto agnóstico, como debe ser, como quizás yo también lo haga, cuando en el inconcebible momento de la muerte abandone todo lo que soy para disolverme en la misma nada que habitaba antes de nacer. Ciertamente, la especulación con un cielo y una vida eterna es infinitamente más compleja y absurda que sencillamente aceptar que retornamos a ser nada en el todo del universo.
Así, confío que como es razonable y él bien sabía, Hawking se ha acabado en una última religación con sus adoradas estrellas, para que continúe el silencio y el misterioso, inasible y bello ciclo de la materia. Porque es este el “cielo” pagano en que creían tanto él como el romano, la única fe razonable entre todas las fes (poco puede probar el deseo humano ni nuestra manía de crear mitos más allá de sus fantasmas); pero es el “cielo” que, al modo ciertamente de una religión, justificó su existencia y lo “salvó”. La clave de cómo esto puede suceder, es decir, de cómo desde el agnosticismo materialista o el panteísmo más o menos velado se pueden vencer miedos atávicos como el de la muerte, puede residir en fragmentos de las
Meditaciones del filósofo romano. Como es bien sabido la Antigüedad pagana se ocupó con mucho mejor tino que nuestra era de esta opacidad que tiñe nuestra existencia y que llamamos “muerte”. Lo hizo de un modo noble y simple, lejos de esa absurda perduración fantasmagórica de lo que ni siquiera somos ni podemos concebir en lo que se denominó, en una fragrante contradicción, “vida eterna”, vida eterna del Yo, se entiende, de eso que muere en cada segundo que vivimos y que no puede ser comprendido sin su carne.
Lo que sin embargo sí apoya y consuela en la perspectiva estoica, acaba siempre arraigando en la insólita facticidad de que el mundo sea, y de que sea posible religarse al cosmos, pero al tiempo que el cosmos es percibido como algo ajeno, distante y superior que así crea una distancia con el yo y lo relativiza. Todavía más, el estoico, como quizás Hawking, integra la muerte en su vida, aproximándose a una cierta visión del hombre lúcido semejante a la del
Daseinheideggeriano que es dueño de su muerte, que la rumia, la incorpora y la tiene presente como circunstancia
y no como dato. Vivir sin la extravagante osadía de creerse inmortal. Porque la muerte, para el estoico o el existencialismo (dejando ahora al margen el hecho de que ninguno de los llamados
existencialistasquisieran serlo), forma parte de la misma ley que crea y sostiene las inconmensurables gemas y nebulosas que pueblan el hondo cielo de enero. Hay, pues, que saberse mortal porque se es parte de una grandeza en cuyo orden las cosas nacen y mueren, porque ello es, aunque cueste llegar a este punto de auténtica lucidez, reconfortante.
La clave de una vida humana lograda, según la biografía de Hawking que en estos días ha quedado definitivamente sellada, es que lo cósmico (que es el modo en que él entendió esa inefable plenitud cuyo orden buscó toda su vida) tenga presencia en uno mismo. Que uno tome conciencia de que el universo está ahí plantado, sin que sepamos nada de él, grande, callado, sin sentido ni explicación, pero tanto
fuera como
dentro de ese fantasma que somos. Para el estoico, el hombre y su conducta han de traslucir el universo que portan. Estamos desbordados por inmensidades cósmicas miremos donde miremos.
Hawking decía que su vida era muy simple, pues solamente le había interesado una cosa nada más, y añadía con sorna que esta cosa era la pregunta por el fundamento del universo. De otro modo, aseguró que su clave existencial había consistido en mirar a las estrellas y anteponerlas a todo lo demás, aconsejando a los demás hombres no mirar tanto el suelo. Hay algo desorbitado, propio de titán o gigante, en esta actitud vital. Podríamos incluso con algo de irónica exageración considerarlo un Prometeo, clavado a su silla de ruedas como el otro Prometeo a su roca, castigado por los dioses por haber querido desafiarlos y elevar a los hombres. Una elevación de los demás que es ya la propia de un maestro, como he ido explicando en recientes entradas, es decir, lo que realiza el maestro que alza al discípulo más alto que él mismo. Prometeo podría ser, por tanto, un símbolo de la educación que pretendemos ir pintando a lo largo de este blog, del tipo de educación formativa que vamos describiendo. A diferencia del modelo del maestro facilitador, guía, orientador, etc. nuestro maestro formador alza más alto que él mismo a su alumno, más allá de una función de mediación que no eleva a nadie. Esa es la clave, pero ya la iremos desarrollando más adelante. Es tema para otras entradas, aunque siempre lo tenemos en mente.
La admiración que el físico despertaba prueba que todos percibimos que su apuesta vital es la que ciertamente dota a la vida de mayor grandeza. Igualmente, el emperador estoico acude a un visionario viaje hacia lo alto y lejano del cosmos para comprender su concreto existir y relativizarlo. Mirando a lo alto se sabe ligado a ello, formando parte de ello, y, en cierto modo, habitando en ello. La mera observación de los astros, en la soledad y la noche, ya lo sugieren.
Se ha podido decir que esta focalización existencial en lo grande, esta suerte de ejercicio espiritual o meditación (de hecho, la obra de Marco Aurelio se traduce como
Meditaciones) no aparta del mundo, como parece, sino que, todo lo contrario, mantiene al filósofo en una
mansa tensión, o mejor dicho, en una relación
equilibrada, entre el mundo cósmico y su orden y razón, con, por el otro lado, el mundo bajo los pies, el suelo, la tierra y, por ende, el hombre y la historia. Marco Aurelio anduvo entre ambos polos y pudo por eso, cuando se requería, pertenecer lúcidamente al suelo que pisaba. Seguramente estuvo mucho más presente, de manera más real, en la tierra, en Roma, en las campañas militares y en las orillas del Danubio, que ningún otro. Vivía con una inimaginable intensidad, en un
torbellino de serenidad. Miró su circunstancia y su momento con la paz de saber que él era mucho más que las pequeñas rencillas y trampas que suelen atrapar a los hombres. Porque era dueño de sí y coherentemente libre. No veo, por cierto, otro modo de serlo en medio de la terrible borrasca de los hombres. Todavía hoy, por supuesto. Su serenidad partía de una reflexión que le conducía en todo momento a saberse ligado a una suerte de orden o razón que también estaba en los astros.
Con cierto anacronismo, podemos recordar la conocida idea de Carl Sagan de que somos polvo de estrellas, pues nuestro carbono, el ladrillo de la vida, elemento esencial para ella, nació en alguna estrella. Esta bella idea, poética por la dimensión estética que abre en la vida, manifiesta implicaciones éticas, para formar un carácter y un comportamiento (
es decir, que nos educa). Como la vieja idea de Dios, aquí también hay una paz que ayuda a mirar con alguna distancia, a reflexionar y a vivir mejor. También a aceptar la muerte. La muerte de uno mismo llega a carecer de importancia desde tales latitudes estelares, pero esta relativización nos hace dueños de ella, como quizás ni el cristianismo ha sabido hacerlo. Nos hace libres y nos conduce a una vida excelsa.
Se dice que el distanciamiento estoico respecto a la corriente de la vida y las pasiones ligadas a la misma (a la corriente) convierte a esta secta filosófica en una filosofía conformista y resignada, que políticamente frena cualquier tensión necesaria para infundir transformaciones políticas. El estoico sería como un Buda ensimismado, meditativo y pasivo. Pero cualquiera que lea bien los textos de los grandes estoicos de época romana (Epicteto, Séneca y Marco Aurelio), sabrá que esto no es así. Precisamente esta distancia garantiza una mejor ponderación de las circunstancias y el tomar decisiones justas. El estoico trata de llenar de razón el mundo, de rumiar razón, de visualizar el logos vertebrador, de invocarlo en lo que hace y, por tanto, de reconstruir el mundo.
Un paciente activismo y en definitiva una soterrada ética de la resistencia. Así, se pone al servicio de las estrellas para ser práctico. Es su paradoja y lo que resulta difícil de entender de ellos, el hecho de que están situados en lo terrenal, porque arraigan, como árboles al revés, en el fértil Paraíso de los astros.
Hablamos, pues, de cielos paganos, agnósticos, panteístas. Ni Hawking ni Marco Aurelio necesitan al Dios personal. Porque Dios es para ellos esa razón universal que se alza inmensa cuajada en silenciosas y lejanísimas esferas. Eso basta. Saber que eso te precedió millones de años y que seguirá otros tantos, cuando incluso la humanidad haya muerto. Ser cabalmente consciente de que no hay más eternidad ni inmortalidad que esta es un gesto de valentía y talante filosófico. Ser capaz de vivir, eso sí, y morir, en la pregunta. Sin respuestas y, lo que es más difícil, sin necesitarlas.
Estos son unos efectos “salvadores”, muy conocidos y quizás mal explicados por mi parte, de la “elevación” estoica que percibo en la vida de Hawking.
Una salvación que consiste en no necesitar de salvación. Pero esta elevación importa sobre todo por la calidad que insufla a la vida cotidiana.
Sabemos digno de admiración a quien se ordena y rige por las estrellas, pero paradójicamente, sentimos una suerte de envidia o incomprensión hacia ellos que incluso los puede tornar objeto de burla. Hawking es ciegamente admirado, pero no se vive según dicha admiración, en coherencia con lo que de él nos admira. No se acaba de entender estas vidas en su grandeza y rareza. Una excelencia que consiste en regirse, “dentro” y “fuera” de lo que uno es, por lo que se pierde, bello y lejos, sobre nosotros. Invocarlo y traerlo al mundo en nuestro comportamiento, de manera que, como era para Hawking, eso sea lo más importante en nuestra vida, lo primero, lo que se antepone a todo lo demás, absolutamente a todo: intereses egoístas, dinero, poder, prestigio, alabanzas, afán de ser incluido en la sociedad, de vivir acorde a las modas y, sobre todo, a los miedos que nos esclavizan.
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Educación y filosofía
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Ser productivo en la universidad de la mano de Goethe.
Marcos Santos Gómez
Escuchar y ver a Goethe en acción, gracias al relato de Eckermann, nos va, en la línea de lo indicado en mi anterior entrada, pintando un tipo de intelectual que llevado a la universidad actual sería lo contrario del que se promueve y más abunda. Resulta curioso que precisamente sea un diálogo con su amigo y discípulo en torno a lo productivo en un hombre, donde Goethe con mayor evidencia muestre este ideal arraigado en lo formativo, que él representó como artista y científico. Para él, decíamos, la escucha paciente e inocente es la cualidad que debe ostentar un filósofo; incluyendo aquí a cualquiera que sin dedicarse expresamente a la tradición filosófica ni su enseñanza, se considere lo que el término griego en la etimología de la palabra señala literalmente: aspirante, solo aspirante, a sabio. Porque en nuestro diagnóstico de las actuales reformas ya hemos hecho patente el vuelco que se ha dado al ideal del sabio y cómo ya no hay siquiera tal ideal, o sea, no existe el sabio o la sabiduría como referentes, hoy, en la universidad española.
Y Goethe, precisamente, fue eso: un sabio, o, cabal aspirante a sabio, a conocer, pero un conocer reverente y poético. Como decía, la palabra a partir de la cual él diserta sobre esto, siglos antes de nuestras reformas universitarias, y en el más puro espíritu de la ilustración alemana, es “productivo”. Aquí nosotros, en la lengua española, pues desconozco el término exacto en alemán empleado por el escritor, tenemos que centrarnos, en los sentidos de la palabra “productivo”. Pues, sorprendentemente, lo que hoy se promueve también como ideal es ser productivo. Un investigador productivo es, según nuestra acepción generalizada, quien desarrolla, en una carrera frenética, una vasta producción caracterizada, según el gusto de las evaluaciones a que somos objeto, por la cantidad y la extensión. Hay que difundirse en todos los aspectos, es decir, hacerse visible. Hacerse muy conocido y citado, presente en las más importantes revistas, con un lugar reconocido en la lengua inglesa, por ser esta la lingua franca en la ciencia. Además, las connotaciones actuales señalan la necesidad de que lo productivo lo sea si redunda en patentes objeto de inversión económica y de beneficios mensurables en la economía o en el mundo empresarial. Hay que inventar y para ello aplicar una racionalidad de tipo estratégico que vaya indicando lo que hace falta inventar (que te lo suele decir quien te paga) para colocarlo en la forma de buena mercancía en la sociedad. Hay que vender y venderse. Esa es la estrategia, y para ello, es preciso adquirir una presencia predominante en el gran escaparate de la empresa.
No voy a repetir las objeciones que desde la propia ciencia, desde aquello que la mueve íntimamente, el interés incondicional por el saber en sí mismo, se puede hacer a esta idea de lo productivo, ni tampoco recordar mi pronóstico de que todo esto pronto hará de la ciencia y la universidad un erial, un lago desecado y mustio, un terreno donde campe la más espantosa mediocridad. Pero continuando con la elocuencia de los propios términos, indicaré que producir es para nuestro mundo igual a fabricar, hacer, en un sentido de extender y multiplicar cuantitativamenteel mundo. No es tanto crear, sino ampliar y añadir. Se trata de fabricar muchas cosas (por ejemplo, artículos científicos colocados en las revistas de prestigio bien indexadas). Porque las cosas devienen fácilmente en mercancías y en última instancia lo que inspira a todo esto es la mano de los inversores.
Lo que Goethe explica acerca de la productividad, nos sitúa en una absoluta antítesis de lo que acabo de describir. Él comprende la noción de lo productivo como lo que señala directamente a lo poético, una suerte de grandeza del espíritu que, para empezar, se sitúa en la dimensión cualitativa del ser, en la autenticidad. De ahí que lo primero que sugiere es que no es más productivo quien más cosashace. Porque, frente a la técnica sin alma, el alma de lo auténticamente productivo nos pone en conexión con la íntima raíz de donde brota nuestra existencia. Así, señala: “La productividad más elevada, esa iluminación significativa, esa invención, esa gran reflexión que aporta frutos y es rica en consecuencias, nunca obra en poder de nadie y se sitúa por encima de todo poder terrenal” (p. 763). Es decir, resulta irreductible a nada que no sea esa ley por encima de nosotros, una ley que no es reglamento, sino pulso grave y hondo de lo real. Parece como si lo productivo fuera guiado por una música que la persona productiva escucha, obedece e interpreta para el mundo.
Las personas con un cierto genio que pueden profesar cualquiera de las artes y oficios, desde militares a médicos o profesores, se caracterizan por vivir en la escucha de esta ley y fieles a ella. Ellos son, según Goethe, productivos. Su tiempo, como lo era antes en la universidad, es otro, su regula, es otra. Viven verdaderamente en otro mundo y pertenecen a una tierra distinta. Ya en el tiempo de Goethe, este indica que una clave de lo que en términos psicologistas llamaríamos “liderazgo” es reconocer a este tipo de personas y rodearse de ellas. Es lo que hacen los buenos gobernantes, de los que Goethe destaca entre otros a Napoleón. Napoleón tuvo un fino olfato para tener siempre cerca, de manera estimulante, no aduladores o mediocres, sino personas con genio, sensibles, que, dice el escritor alemán, le ayudaron en todo momento. Porque solo así elevamos, con los demás, nuestra vida.
La iluminación que rige a lo productivo, al hombre productivo, es gratuita, y se ofrece, en principio, para todos. Sus frutos llegan como regalos inesperados que generan veneración y honra. Por eso, Cervantes pintó a don Quijote como velador, como alguien que guardaba, vigilante, las armas, en el momento de la noche en que todos duermen, aguardando su bautismo, su elevación a caballero. Don Quijote vela, y Sancho Panza, duerme.
Pero quien vela y escucha paciente, elevado, hace, como expresa Goethe, lo que le viene en gana. Es daimónicamente libre. Solo obedece a una ley y a ella se abandona. “En casos así, bien podemos ver al hombre como la herramienta de un poder superior que rige el mundo, como un recipiente al que se ha considerado digno de contener un fluido divino” (p. 763).
Un único y fibroso interés es lo que mantiene en vilo al hombre productivo. A menudo, apenas una idea leve que se adentra en el mundo como una gota de aceite impregnando la cultura. Solo eso. La aportación, si la hay, de la paciente y larga escucha en silencio, es solamente eso. Una mera idea. En el caso de genios como Shakespeare, ciertamente, su productividad se dio, también, en la extensión, en la cantidad de obras producidas, en su pluma poseída por la idea. Pero lo que nutre a cada obra concreta es algo concreto, nada más, su idea, y todo lo demás, fluye en ellas a partir del mismo nervio.
Respecto a las consecuencias de lo productivo en la creación artística, Goethe aconseja no forzarse: “De ahí que mi consejo sea no forzar nada, y mejor desperdiciar o pasar durmiendo todos los días y horas que se presenten improductivos antes que empeñarse en hacer algo que más adelante no nos complazca” (p. 765). Es decir, la creación, la verdadera productividad, es lenta, sin prisas, sin que pueda forzarse. Como es obvio, esto contrasta notoriamente con la actual dinámica universitaria por la que los que antes “paríamos ideas”, o sea, los intelectuales y profesores, ahora reproducimos histéricamente una nada infinita que, como la nada que devora el reino en La historia interminable, de Michael Ende, va a acabar devorando a las personas y a la institución. Goethe incluso rechaza, respondiendo a una objeción de Eckermann, que el vino, a veces usado para obtener la inspiración, sirva, salvo si se trata de uno de los modos en que reluce el diamante que tenemos en el centro. Si no se alberga ese diamante, no hay forma de invocarlo. De ahí que, pienso, el mediocre, aun reconociendo un cierto don en quien no lo es, no lo comprende e incluso se burla de la verdadera productividad. Creo que es como si coexistieran varios mundos dentro del nuestro y a ambos se destinan los distintos modos o acepciones de lo productivo: intensivo y extensivo. Dicho de otro modo, está el mundo desde la óptica y el pathosdel mediocre, que se impermeabiliza hacia toda revelación y que tiende incluso a invadir y tratar de destruir el otro mundo de los soñadores inocentes y serenos que responden a a la verdad.
Goethe esboza una regula que rige la vida del verdadero productivo. En general alude a las situaciones y lugares de la escucha, el contacto con la naturaleza (profundamente venerada por el genio alemán), el aire, el ejercicio (Goethe era conocido como “el caminante”, en varios sentidos, pero uno muy ostensible que era el hecho de que emprendía grandes caminatas por el campo y entre ciudades), el agua. En todo ello uno recibe un cierto hálito divino.
Además, según Goethe, la producción se agota, la productividad tiene un límite incluso temporal que en las personas de gran genio en la historia, los grandes artistas, los ha segado en mitad de sus vidas. De manera que parece que lo productivo forma parte de una misión, que se cumple o no, pero que es el gran proyecto de una vida, la búsqueda de un valioso diamante por el que se relativiza cualquier espíritu emprendedor y ostentoso. Así, las personas productivas no sirven ni están para los escaparates. Eso restaría seriedad y el necesario recogimiento que invoca a la verdad ansiada. Pero aún más, el intelectual productivo, pues estamos aplicando las razones de Goethe a los dos modelos básicos de profesores que hoy vemos en todo el sistema educativo en general, todos los educadores e investigadores, incluyendo artistas, el intelectual productivo, decíamos, antepone su misión a todo lo demás. Y es esta la que vertebra tanto su docencia como su investigación científica.
Si acudimos a nuestros viejos referentes en la universidad, podemos hallar algunos ejemplos, además del mismo Goethe. Tenemos a Heidegger que parte y explora su gran y única intuición: la diferencia ontológica. Tenemos a Tomás de Aquino que, en bastantes momentos parece centrarse en uno de los polos de dicha intuición heideggeriana, haciendo del ser fundamentalmente el orden de la realidad. Tenemos a San Agustín para quien se tiene conciencia de algo (la verdad) a partir de su carencia (el pecado). Para Hegel esto ocurrirá a partir de la negatividad aplicada al mundo. Tenemos a Buda, que diluye la gota del sujeto en el océano del todo que se asemeja a una nada afirmativa (nirvana). Tenemos a Jesucristo y su tradición judaica, para quienes la humanidad es un drama, una historia con principio y final.
Incluso, retornando a Goethe nos podemos fijar en la tarde que fue visitado en su casa por Hegel. Nada menos. Ambos dialogaron y es una pena que se haya perdido casi todo de aquella conversación, acaso porque Eckermann no fue capaz de seguirla bien. Lo poco que recoge de tan monumental tertulia en casa de Goethe fueron las dos ideas que rigen vida y pensamiento en ambos genios. Para Hegel se conoce aplicando o generando negaciones, a partir de lo negativo, y de ahí emerge su lógica dialéctica. En esto, aquella tarde, discrepaba un Goethe para el que, al estilo estoico y contemplativo, la naturaleza es una pura afirmación caracterizada por la sencillez, por la simplicidad, y quien pretenda conocerla y desde ella manejar la propia vida, ha de ejercitar la paciente escucha de la misma y sintonizar armónicamente con ella. Son las dos ideas, o diamantes, que relucen en cada uno de tan egregios contertulios.
Pero, sin irnos a las altas esferas de la genialidad, cualquiera, en la universidad, puede tomar su referente de ellos. Es decir, nos podemos situar en la onda de una productividad consistente en fijarse, adherirse y dar todo en torno a una idea, solo una, un único diamante de plurales reverberaciones, una intuición básica gracias a la cual nuestras obras darían lo mejor de nosotros mismos y responderían a ello. Así, investigar sería sobre todo asunto de una realización personal basada en la pregunta básica que nosotros hacemos a la realidad. Algo propio de seres que viven preguntando y que problematizan lo aparentemente obvio y que, en este sentido, serían radicalmente críticos, socráticos.
Esta misión por la que el hombre productivo pare la idea en el mundo, la invoca, la da a luz, la presenta, es lo que caracteriza a su ciencia y a su magisterio en la universidad. Se sabe el hombre que busca menos que la propia idea, que sus obras, que los textos, que lo que va dorando con las esporas que brotan de su centro magnífico, y, como Sócrates, apenas se considera un efímero adorador de lo auténtico, de lo cierto. Sintoniza con su idea y todo su cuerpo y vida los rige, los regula, por ella. Es esto lo que podríamos llamar una pedagogía de la idea que ha de ser, como tanto hemos dicho en el presente blog, encarnada. Así, lo que en entradas anteriores y también de la mano del gigante Goethe, llamábamos “lo grande”, se instala en el mundo y lo mejora cualitativamente, le añade ser, realidad, no cosas ni mercancías. El hombre concreto, que lo es todo en este proceso pues sin él no cabe esta sobreabundancia de lo real, vive menos que su idea, y, acaso por ello, cree hondamente que su alma es esa idea y que la precaria forma de inmortalidad reservada a la humanidad, su dulcísima esencia, su néctar, es ese poso donde reside lo grande, lo que más prosaicamente llamamos “cultura”, “historia”, que va quedando como la última reverberación de lo humano. Una sombra del hombre vivo, es cierto, pero una sombra que vive más que quien con su paciente y trágica labor la ha creado.
Libro citado:
Eckermann, J. P. (2005). Conversaciones con Goethe. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Una amistad formativa: Goethe y Eckermann.
Marcos Santos Gómez
Para formar a educadores, si concebimos la educación escolar o social como una cierta ilustración del individuo y de la sociedad, se puede y se debe echar mano de toda la literatura, pero cobran especial relevancia las novelas de formación de la tradición decimonónica alemana. Este género, nacido con Los años de formación de Wilhelm Meister, de Goethe y con la propia autobiografía o memorias de la época formativa del gran escritor (Poesía y verdad), culmina con otra impresionante novela, una de las más valiosas del siglo XX: La montaña mágica, de Thomas Mann. En este artículo me voy a referir a ambos polos, inicial y final, de este subgénero literario que consiste en desarrollar una narración de las transformaciones de alguien que va creciendo y ampliando sus horizontes vitales con la educación recibida y con las cosas que le ocurren. Del protagonista de estas novelas interesa la reelaboración de su mundo interior, para ir mostrando la riqueza que llega a adquirir su vida cuando lo va educando su entorno, para mejorar cualitativamente, para dotar de matices a la personalidad. Esto está, como se puede imaginar, en relación con el ideal educativo de la Bildung alemana que, prolongando el ideal griego de la paideia, pretende desarrollar una esmerada formación del joven para que sea vivo receptáculo que encarne, invoque y reelabore la gran tradición cultural.
En mis anteriores entradas he tratado de ir argumentando que este ideal formativo de la educación no es necesariamente de índole burguesa o conservadora, aunque la paradoja de que quien piensa “mejor” es quien menos problemas materiales tiene, acompaña a la sociedad de entonces y de ahora. Lo bueno es que, como vamos a constatar en la figura de Goethe, hay algo en la riqueza cultural que aunque sea contradicho por la propia vida del estudioso, mantiene su irradiante grandeza. En este sentido, creo que estudiar una biografía es relevante para asistir en directo al proceso puro de la ósmosis por el que un maestro o maestros contagian el afán de saber al discípulo prendiendo un fuego espiritual. Aquel tesoro cultural de por sí desborda a ambos, incluso al maestro. Es más que ambos. Se trata de lo que a veces Goethe denomina “lo grande” que él mismo sabe que tiene más realidad que él mismo y que es el origen de toda excelencia. Es curioso cómo las grandes figuras del pensamiento, de las artes y, sobre todo, de la ciencia, saben, desde su más honda profundidad, que están en contacto con algo egregio, con un caudal cuya fuerza es tal que nos pone en peligro y puede incluso aniquilarnos (¿Fausto?), pero solo a cuya sombra se es verdaderamente capaz de crear.
Así pues, en una novela de formación es importante la transformación del héroe, pero debe dejar relucir que “lo grande” nos atañe a todos y a nadie en particular. No veo mayor objetivo, irreductible a la adquisición de “competencias” que hoy se nos vende. Es difícil explicar esto. Quizás resulte útil señalar que tiene algo que ver con la religión aunque se puede padecer esta conmoción sin que haya por medio ningún tipo de credo. No demuestra nada en torno a la existencia o no existencia de ningún Dios. Se trata más bien de que para que haya conocimiento, el hombre ha tenido que ser receptivo a una oscura pero exultante cualidad del mundo: la de no agotarse en sí mismo, en ninguna de sus formas y ni siquiera en lo que es. El hombre ha sabido que había mucho más en aquello que veía que lo que veía de hecho. Ha sentido una exuberante efervescencia en lo real, una especie de sobreabundancia, como si siempre se escondiera algo tras la apariencia, una suerte de fuente primigenia o, sencillamente, la respuesta al irresoluble misterio de que el mundo sea. Dicho de otro modo, el hombre ha sentido desde su origen una fascinación por la existencia que ha solido ser, primero y en las civilizaciones más antiguas o en la prehistoria, una fascinación por la naturaleza. Esta rara vivencia de nuestra especie, podía no haberse dado si fueran posibles formas de inteligencia que se agotaran en la mera presencia de lo real, en la apariencia en sí, sin resonancias ni inquietud por lo que sea realmente el mundo. Pero nosotros, los seres humanos, no somos así. Somos animales de horizontes y preguntas.
Es esta sensibilidad ante lo misterioso del mundo en sí, la que late en el hecho de que hayamos creado culturas y civilizaciones, de que el homo sapiens haya sido viajero, navegante, descubridor y, tristemente, guerrero. Pero reside también en todos los ámbitos de la vida carnal, de nuestro modo de ser, en las relaciones que trabamos, en el cuidado de niños, ancianos y enfermos (parece que esto es un rasgo ya muy probado en la humanidad prehistórica). Todo ello implica que existir consiste en un dinamismo por el que lo estático no permaneció estático durante mucho tiempo, aunque todo volverá a serlo cuando el universo muera en la estabilidad de la muerte térmica.
Diría que la buena pedagogía debe conducir a esta conmoción por lo misterioso. Porque sin que nos vaya a garantizar un mundo bueno, en términos morales, una suerte de imposible triunfo del bien o nuestra propia bondad, es lo más preciado de nuestro paso por el universo. Ha de llegarse a una sintonía de los seres humanos con esta inquietud que enriquece, matiza, irriga y ennoblece la existencia. Me atrevo a aseverar que este es el único objetivo que debe procurar cualquier educador o el más importante. Estamos a años luz de la fábula o la moralina de las moralejas (que sin embargo encantaban a Chesterton por razones que ahora no vienen al caso), de lo edificante que construye una personalidad. No. Esto que tratamos de señalar como “contenido” básico de la educación (formal o magistral) llega más lejos y viene de antes. Estamos hablando de una vida excelsa que solo en el caso de que Sócrates llevara razón, ha de ser también una vida buena en un sentido ético. De lo que no cabe duda es de que esta vida excelsa es, también, una vida bella.
Pues de todo esto va La montaña mágica. De esto y de la honda crisis que lo acompañó en los albores de la Primera Guerra Mundial. La educación construye, ciertamente, y tenemos al maestro ilustrado Settembrini, que trata de edificar pero desde un desbordante incendio que estalla al lado de ambos, discípulo y maestro: el del viejo jesuita renegado (Naphta) que prolonga los elementos más nihilistas y destructores de la civilización, prefigurando las guerras que venían, las del siglo XX, las más atroces de la historia. Todo ello, en una tensión irresoluble, trágica, educa al joven Castorp. Por aquel entonces, más o menos, Rilke en sus elegías había cantado la perturbadora ambigüedad y belleza de los ángeles. Belleza, vida exuberante, terror y muerte es lo que ha acompañado al hombre que busca.
La novela de Mann plantea con acierto dos polos del occidente moderno: ilustración y romanticismo. En el caso de Goethe su sensibilidad parece ser, salvo algún periodo de juventud (Werther y los Himnos), una apenas leve inquietud, una curiosidad amable, activa, pacífica pero insistente e inagotable, por todo aquello que alberga las limpias aguas del misterio. En realidad, me ciño no tanto a sus obras, sino a un largo libro de un discípulo que entabló con él una relación pedagógica. Eckermann escribió sus Conversaciones con Goethe (ed. Acantilado, 2005) como un diario que recogió lo que hacía Goethe, junto con lo que decía y lo que ambos discutieron. Eckermann, y el lector de su obra, captan pronto el poderoso nervio que se agitaba en Goethe y se sitúan a su sombra. Goethe, por su parte, supo que al joven le unía un mismo pathos, una vivísima pulsión por sublimar su paso por la existencia en pos de la permanente búsqueda de la verdad. El afán del discípulo era auténtico, incondicional y algo trágico. Goethe le proporcionó la majestuosa serenidad y la calma que le hacía falta.
Aquí la clave es que un maestro no sea de tan esplendorosa exuberancia que deslumbre y paralice al discípulo. Este problema existe, claro, con genios del calibre de Goethe, cuando uno trata de respirar a su vera. Eckermann, que no quiere protagonizar su libro, va mostrando cómo trata de sintonizar con el maestro, de comprenderlo y sobre todo de captar bien lo que tenía que decir. Le fascinaba su persistente curiosidad y que esta no se constituyera en un sentido trágico, como un dolor. Algo poco común en los años del Romanticismo.
Goethe parece ser una suerte de timonel (la vieja y gastada metáfora, por cierto, pero es la mejor imagen para describirlo, creo) al gobierno de un navío en el que explora el mundo y sus entrañas; y quienes aprendían de él, se tornaban, con él, navegantes y descubridores. El espíritu de Goethe halla alegres preguntas por todas partes y las trata de responder pacientemente, con una suerte de poética escucha de lo real, que le diferencia, según su propio parecer, de la escucha pautada y matematizante de la ciencia de Newton. Adivina, en su teoría de los colores, una sencillez primordial en el mundo, que se despliega y va matizándose con suavidad. La mayor cualidad de quien busca en la naturaleza es la escucha serena, no tanto la monstruosidad faústica del insaciable protagonista de su libro que exige respuestas aguijoneado por la interrogación atroz.
Amaba la cultura como amable creación del hombre, como tributo a su naturaleza, como admiración por la existencia. No creía que lo importante fuera él, realmente, ni lo que sucedía en su mundo interior, sino lo que una subjetividad volcada hacia lo otro, sí era capaz de apreciar y captar en la naturaleza. Le fascinaba más lo de “fuera” que lo psicológico o subjetivo, aunque lo natural nos educa y se va interiorizando en la educación. El individuo es pura captación y respuesta a su medio natural y espiritual, y es lo externo el centro irradiante que asombra al hombre concreto. Las estrellas sobre su cabeza…
Su actitud vital era, pues, la de una conexión emocional, sentimental y racional con el exterior. En esto fue temperamentalmente estoico y de un decidido estilo clásico. A Eckermann le fascinaba la serenidad que hallaba su maestro en todo y en el estudio, lo que contradice el espíritu fáustico y nerviosamente insaciable de las famosas últimas palabras que se le atribuyen, al parecer falsas. Dicen que exclamó, cuando se moría, “luz, más luz”. Y en cierto modo la leyenda retrata lo que había sido su vida, con la salvedad de que en el pacífico remanso existencial donde se situó, no había razón para una muerte atormentada. En este sentido la anécdota la falsea. Para él daba igual que atrás quedaran preguntas sin respuesta, lo importante era que atrás quedaba el mundo, por fortuna, y que seguiría estando muchos siglos y milenios más para ofrecer su, a pesar de todo, plácido viaje a la humanidad. Pero los misterios tenían que seguir siéndolo, sin que hubiera en esto nada trágico, nada carencial, para el hombre que se pasó la vida preguntando y, como todos nosotros, moría sin más respuesta que el mero existir del mundo en un sentido próximo al panteísmo, porque esto mismo ya era, en sí, gratificante.
Fue esta amable relación del hombre con el mundo y con la existencia lo que Goethe enseñó a Eckermann, en sus largas conversaciones sobre los colores, sobre la obra del propio Goethe, sobre los románticos, sobre la antigüedad clásica y las tragedias griegas u homero, sobre el teatro de Shakespeare, Calderón o Molière, sobre la idea de hacer un canal en Panamá y otro en Suez, sobre la abundantísima colección de dibujos, pintura y grabados que guardaba y veneraba, sobre Lord Byron, sobre los mapas y la geografía, sobre Newton, sobre arquitectura (diseñó edificios), escultura y pintura (trató de ser pintor en su juventud pero cuando vio que no tenía genio para pintar, abandonó mansamente todo inútil esfuerzo, para volcarse en aquello que supo que sí podía hacer mínimamente bien), sobre Mozart y los estilos musicales, sobre las obras públicas en Weimar, sobre la ópera, sobre la educación, sobre la poesía (de cuya creación ofreció excelentes consejos), sobre la botánica y las metamorfosis de las plantas, sobre Napoleón y lo que denominó el daimon o las personas daimónicas, sobre la virtud en la Roma clásica, sobre los recientemente creados Estados Unidos (cuya historia posterior, que él ya no vio, predijo asombrosamente), sobre Voltaire o Rousseau y Diderot, sobre la lengua francesa, sobre su amada Italia, sobre los climas, sobre la potencia aniquiladora de la pura negatividad en Mefistófeles, sobre lo religioso y la Reforma protestante. Todo ello con una fascinación que, como hemos dicho, fue su propuesta para una existencia lúcida, el mayor proyecto para la historia humana.
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Educación y filosofía
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Del canon literario al canon en el currículo.Marcos Santos Gómez
Cuando se entiende la función del maestro como quien solamente ha de enseñar o guiar en la práctica y aprendizaje de destrezas, dotando al niño de los recursos necesarios para desenvolverse inteligentemente en el mundo, se está apuntando como mucho a la mitad de la cuestión. Porque si se preguntara a alguien que deba lo mejor de su vida al paso por la escuela, no manifestaría que el beneficio recibido solamente se ubica en lo que la escuela le ha
enseñado, que puede olvidarse rápido, sino
a la dimensión humana a la que lo ha elevado, a su transformación cualitativa, a su modo de ser más pleno y lúcido. En nuestros tiempos se está pasando por alto esto que hace no demasiado tiempo, e incluimos a la universidad, se entendía que era lo esencial. Bien es cierto que en la rara bifurcación, antinatural, de las carreras en científicas o humanísticas, parecía que el reducto de la visión formativa de la universidad y la enseñanza en general eran las cada vez más denostadas humanidades. De hecho, la reivindicación de las humanidades no tiene que ver con la suprema estupidez de descalificar a las ciencias, sino que la defensa de las humanidades es realmente, en el contexto de nuestro momento presente, una manera de defender el papel formativo de la educación reglada. De hecho, a poco que se conozcan las ciencias, más allá de lo meramente técnico, es decir, de sus aplicaciones más útiles (o productivas para el mercado), se sabe bien que este espíritu educativo, por el que el contacto con la ciencia es capaz también de formarnos, existe en ellas. Porque más allá de las materias, disciplinas o asignaturas concretas, sean de ciencias o de letras, lo fundamental es que, acaso por la vía del aprendizaje de algunos contenidos o competencias, se llegue a interiorizar algo mucho más grande y elevado.
Primero el niño puede no estar en condiciones de captar esto. Pero si persiste, si la escuela le va seduciendo para que persista, pronto va a percatarse de que lo que hay en juego es, nada menos, la esencia de lo humano, que se destila en la historia y cuaja en tradiciones que van marcando unos caracteres específicos para lo humano que le dan una mayor calidad, que lo transforman y enriquecen, que lo surten de más y mejores posibilidades para realizarse. Para esto la humanidad ha ido estableciendo una serie de hitos que, siguiendo la idea del canon literario de Harold Bloom, podemos entender como rasgos definitorios de lo que en el momento concreto, en la época que estemos, va a ser el hombre. Este crítico y estudioso de la historia de la literatura aplica, si mal no recuerdo, pues lo leí hace unos quince años, en su conocida obra
El canon occidental una teoría que recupera, para la comprensión de lo que la literatura va modificando (y amplificando y enriqueciendo) en la experiencia humana.
La experiencia humana, la vida de cada uno, no es nunca totalmente original. Nos debemos a otros, que son los que antes de nosotros han determinado una serie de horizontes estéticos y teóricos en que apoyarse. Por eso, trasladando esta teoría literaria al campo de la educación, resulta que tendríamos en la vida humana también un canon o rincones básicos que servirán para configurar la propia vida, limitándola pero dotándola de claves para su “perfeccionamiento”.
La idea que suena algo trasnochada de que la educación “perfecciona”, o dicho en otras palabras, “mejora” al educando, podría entenderse por aquí. Se puede afirmar que la escuela, mediante la progresiva asimilación de los contenidos de un currículo dota al niño de las claves por las cuales, en edades algo más avanzadas, va a ir proyectando su experiencia vital, es decir, sus valores, aspiraciones y horizontes. La educación escolar debería activar estas claves epocales, culturales, en la vida del niño que a partir de ellas va a ir dirigiendo progresivamente su vida. El ciclo escolar sería como una puesta en marcha, progresiva y adecuada a cada edad y a cada niño, de estos dos movimientos básicos de la sinfonía que somos los seres humanos: el de la pura asimilación de materias y el de la reorganización del espíritu a partir de la activación vital generada por ellas.
Porque, añado y sigo en esto lo que pobremente recuerdo que leí a Bloom (a pesar de su estilo algo grandilocuente y antipático), no se puede vivir de espaldas a las figuras u obras canónicas. No existe, defiende lleno de razón, la plena inocencia ni el ingenuo adanismo de quien pretende refundar la humanidad, al estilo de Rousseau. Es más, toda refundación y redefinición del hombre dan por sentado lo que en el momento en cuestión rige para el hombre. La pretensión de Rousseau fue racionalizar la existencia humana (en un sentido muy semejante al de Erich Fromm), lo que para él, podría parecer que era que no daba importancia a lo establecido anteriormente. Esto no es del todo cierto, ya que en el
Emilio aparece la cultura, nuestra cultura y civilización, pero, al puro estilo de su adorada novela, un
bestsellerde la época:
Robinson Crusoe, lo que la educación desarrolla en el joven Emilio es una recomposición, una nueva organización, de la vida, del conocimiento y de la cultura (puro ideal ilustrado en el fondo, contra lo que también se dice a veces).
Lo que estos autores vienen a resaltar es la obviedad de que el hombre, por sí mismo, es decir, el individuo (¡contra otro bulo muy extendido en torno a Rousseau en el
Emilio) no es nada sin los demás, y que ha de ser con los otros para ser plenamente él mismo. Es aquí donde opera la escuela. Pero, téngase bien en cuenta, que la meta última de la misma no es la adquisición concreta de unos saberes y destrezas. Esto es, en realidad, el medio.
Lo que pretende la escuela, en un sentido parecido a lo que pretendían proyectos pedagógicos como las Misiones pedagógicas de la Segunda República Española o la Institución Libre de Enseñanza (que hoy se muestra en el maestro que protagoniza la película La lengua de las mariposas), es promover el contacto del niño y del adulto con la esencia que, en su tiempo, define al hombre como proyecto, como tensión y como esfuerzo por dotar a la vida de dimensiones elevadas.
Esto suena un poco aristocrático y, de hecho, comenzó en Grecia, como explico en el siguiente artículo: (pinchar
aquí), al estilo de una transfiguración del modelo heroico de las sociedades de la Grecia homérica (siglo VIII a. C.) a posiciones culturales ejemplares y “elevadas” que justamente era lo que había que aprender en las “escuelas” de la época (hablamos ahora ya del siglo V a. C. en Atenas). Este nicho de lo aristocrático ha sido, de hecho, una suerte de espejismo, de zona “exterior” o exterioridad fabricada en el seno de la cultura, para, según las épocas, ir ubicando en ella los ideales de cada momento histórico y de cada sociedad. Se edifica una altura social, un nivel superior, como si se construyera un rascacielos. Y sería bueno hacer una historia de la civilización siguiendo este esquema pormenorizadamente, en un estudio de tipo histórico. Pero mientras tanto, pienso que puede avanzarse al menos la idea o hipótesis del lugar esencial de lo “elevado” dentro de la sociedad. Sobra matizar que esto elevado en el mundo burgués ya no es, necesariamente, la caduca aristocracia, sino que se va rellenando de otra serie de valores que, por estar donde están, marcan una diferencia, una “distinción”, en palabras de Bourdieu, que va a ir dinamizando el ascenso social o la simulación del mismo. Sí es cierto que en cierto modo, el halo de lo aristocrático permanece. Quizás en este marco habría que entender cómo ha funcionado la idea de “verdad” a lo largo de la historia del pensamiento, por ejemplo. O el “bien”, la “virtud” e incluso el “ser”. Desde aquí se puede también abordar el surgimiento de la metafísica, etc. Pero lo que me interesa a mí, como pedagogo, es la dimensión de lo educativo y lo escolar.
La escuela ha sido la fábrica de “virtuosos” que inventó Grecia. Para asegurar la buena posición social o el ascenso, había que transmitir un saber ornamental. Lo hemos ya señalado a menudo, siguiendo la tesis de
Paideia de Jaeger. Pero la otra cara del elitismo, la compuso Sócrates, que ubicó lo distintivo como lo contracorriente, como el sacrificio social del individuo en pro de una “verdad” o “virtudes” que se postulaban acaso inalcanzables pero dinamizadoras y, sobre todo, “limpias”, ajenas a los intereses sociales o de clase. Y en gran medida pensar, desde entonces, con todo lo bueno que ha aportado, la reflexión y análisis de los propios mitos, prejuicios, tradiciones, ha estado concebido como una cierta elevación sobre la propia contingencia. Institucionalmente, la escuela (aunque habría que matizar en un recorrido histórico los tipos de escuela que ha habido, siendo uno de ellos la escuela propia de los sistemas educativos nacionales inventados por la Ilustración y el liberalismo) y hasta ahora la universidad han sido los nichos que la sociedad ha reservado, en su aparente y figurada pureza, para pensar y activar la cultura.
En efecto, desde el siglo XVIII esencialmente es en lo escolar donde el individuo se encuentra con lo esencial de su tiempo y de su cultura. Y así era hasta las actuales reformas que mundialmente está sufriendo la enseñanza. Porque hay que comprender, y esta es la idea que deseo resaltar en el presente escrito, que la educación no es tanto memorización de unos contenidos concretos, o aprendizaje y ejercitación de destrezas,
sino que todo ello, que es requerido y debe estar presente, es sobre todo el medio para sintonizar con el propio tiempo. El currículo debe aportar, y en este sentido debe constar obligatoriamente, bien lo elabore un profesor o se negocie con alumnos, debe constar, digo, de las figuras o temas canónicos que constituyen al propio tiempo. Pero, es más tarea del profesor que de los alumnos, ya que aunque lo elementos esenciales del propio tiempo estén presentes implícitamente en la vida del alumno, este no ha tomado todavía plena conciencia de ello. Se trata de algo que debe presentarse al alumno, del modo que se quiera, pero hay que
darlo. Quizás esto no sea bien entendido o encajado actualmente por parte de muchos educadores y pedagogos, pero hasta el momento, es algo a lo que todos asentimos si nuestra propia experiencia en la escuela haya sido
formativa.
Hay que haberse modelado con lo esencial de un tiempo para saber de las bondades y oportunidades de realización en él esbozadas.
Y desde esta costosa y progresiva elevación, que no puede basarse en la devaluación de la cultura, sino al contrario, en la elevación del niño hacia ella, uno detecta que lo más importante en cuanto a la propia definición, se debe a que la escuela y la universidad, nos ha situado ahí. Un buen ejemplo es el aprendizaje de la música, de sus reglas esenciales y, sobre todo, de la técnica para tocar un instrumento. No soy músico, por desgracia, y sé que por ello me pierdo seguramente lo más
grande que puede haber dado la humanidad, pero intuyo, como mero “público”, que nadie aprende bien a tocar el piano, sacándole todo el partido al riquísimo instrumento musical, si no es escuchando y memorizando, fruitivamente, las grandes piezas que se han escrito para él en la noble tradición de la música. Es decir, en dicha tradición hay unas figuras señeras por las que hay que pasar, aunque pertenezcan ya a épocas y estilos y gustos muy distintos de los que existen en la actualidad. Porque ellos marcan el canon, y aquí retomo el hilo anterior. Un canon que es una propuesta de excelencia, de máxima virtud (y virtuosismo) en el arte musical. Igual que en la literatura.
Pero es que además, si alguien aprende a tocar el piano sin pasar por la música clásica, lo sepa o no, esta no le es indiferente. Está en la dimensión musical de la cultura, aun en la forma de sombra o carencia. Hay cientos de elementos del propio tiempo que están presentes sin que lo sepamos y que han decidido, fatalmente, un destino, una orientación en el arte o, incluso, en la civilización. Pues bien,
son estos elementos canónicos aquellos que han de vertebrar la educación escolar y la universidad, siendo lo esencial de ella.
Esto ya de por sí significa una crítica a la muy concreta deriva pedagógica de nuestras décadas más recientes. Porque todo esto ha desaparecido de la pedagogía. Ahora la educación escolar es filtrada por una dimensión de la sociedad que no es toda ella. Se trata de
lo útil, o dicho en los términos usuales, lo
productivo, lo beneficioso para las empresas que se rigen por el mercado de
cosas que se venden y se compran. Esta reducción hace del curriculum, como bien vaticinara el Illich de los setenta, o Freire, algo que se tiene, como un objeto. Se cosifica el saber, se lo convierte en mérito o, como en pleno auge de la Sofística ateniense del siglo V a. C., en ornamento para la promoción social (económica). No se encarna, se tiene. No es forma o figura viva, sino cosa muerta que sirve y que vale un dinero. Mercancía. Dentro de otro elitismo que modernamente se denomina meritocracia y que extrae de la cultura (¡y de la civilización!) solamente lo que sirve para algo práctico o técnico. Es en este contexto de grave crisis e incluso enfermedad civilizatoria, en el que se está erradicando lo teórico, lo básico en la investigación científica.
Ahora, por primera vez en la historia, la escuela no mejora o perfecciona, ni se preocupa por el modo de ser del hombre, sino que está castrando a la humanidad. Algo que se puede comprender en la deriva técnica que tantas filosofías de todos los colores en el siglo XX han profetizado, o en el contexto de una virulenta reacción en la civilización burguesa y capitalista, dentro del actual momento neoliberal. Se podría comparar, por ejemplo, lo excelente o la excelencia (también llamada “virtud” a partir del término latino que traduce, más o menos, la
areté griega) en la civilización que creó la escuela o sentó las bases para que se recreará muchas veces, o sea, Grecia, con lo que hoy las universidades y leyes educativas están considerando la excelencia.
La universidad y la escuela no son ya los nichos sociales donde el hombre se pensaba y se autodefinía, sino que son los templos de un saber dogmático que parte, sin ser consciente, de respuestas ya dadas muy discutibles, pero que no se discuten. Es decir, ya no hay discusión en la academia o, mejor dicho,
los márgenes de la discusión son los suficientes para producir una ilusión de innovación y cambio constante que en lo fundamental no se mueve. Se innova, sí, pero para una misma cosa. El teórico tiene que rendir cuentas ante las aplicaciones de su teoría, según sean rentables o no rentables. Ha perdido la autoridad que le daba el haber dedicado su vida a, en el estrecho reducto social de la enseñanza, vitalizar las imágenes y cánones de lo humano. Ahora debe obedecer y ajustarse a un ideal que no es ideal porque no consigue ninguna elevación sobre lo que viene dado en la sociedad. Se le pide explicaciones y se le exige que o piense para las empresas o se autocondene al exilio en la academia. Si alguna vez salimos de esto, nos estudiarán los futuros historiadores y filósofos con asombro, considerándonos sin la menor duda una época banal y oscura, muchísimo peor que la Edad Media (que no fue realmente tan mala como la pinta el mito moderno) y absolutamente opuesta a la libre creación y la
poesía.
Así, concluyendo, es la materialización y encarnación, la presentación viva, de los momentos estelares o canónicos de la civilización lo que, nada menos, pretendía el currículo y la escuela. La escuela ilustrada y sus instituciones educativas, no se concibieron solo para la transmisión de los nuevos saberes científicos, sino para difundir, en palabras de Kant, un espíritu de librepensamiento. Algo necesario para “escapar”, en una tensa paradoja, a la propia época. Algo que nos da los límites que necesitamos para ser y para poder
extralimitarnos.
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Educación y filosofía
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El ideal formativo y los maestros.
Marcos Santos Gómez
Todas las materias tradicionales, bien sea tanto en su versión de campos o pasos a tener en cuenta en la resolución de un problema práctico o teórico (aprendizaje por proyectos) como en su tratamiento tradicional compartimentado, y más allá de nomenclaturas y sus respectivas significaciones, como “objetivos” o “competencias”, lo importante que aportan es, a mi juicio, la toma de contacto en sí misma, por parte del niño, con los “contenidos” de la cultura. Es decir, no es tanto la adquisición de destrezas y de las “gramáticas” y reglas correspondientes a cada parcela de conocimiento (asignatura, materia) lo que educa, sino el contacto en sí con el ideal de la ciencia o, más directamente, con el arte o las humanidades, el que debe imprimir una huella duradera en la persona/personalidad del niño.
Entendemos por “cultura”, en el presente artículo, todo el conocimiento, científico y artístico, que se halla aparte del aprendizaje “natural” del niño (que no se aprende en casa, en la familia, por medios no formales) y que es preciso presentarle, mostrárselo como una realidad externa que requiere su vitalización y encarnación en las sucesivas generaciones. Si la cosa se hace bien, y no es mi función entrar a discutir distintas técnicas didácticas, lo artificial y artificioso de la “alta” cultura, del saber externo que el niño se encuentra como algo aparte y con una larga historia anterior a su propia vida, se naturalizará. Claro, esto lo hará la escuela con las características propias de la institución que no son, por ejemplo, las de la familia.
Habrá diferentes modos de situarse ante el “curriculum” que derivan de la posición social de la familia del niño, por ejemplo, o de los rasgos generales de su educación no formal. Y esto implica que existen unos límites al poder “absoluto” de la escuela y a un ingenuo optimismo pedagógico rousseauniano, es decir, que aunque en esta entrada nos expresemos generalizando y simplificando, sobra indicar que en los momentos concretos que se dan en la escuela, con cada niño en particular, habrá matices singularísimos que lo serán, en realidad, todo en dicho proceso educativo. El educador deberá atender a estas singularidades como, por otro lado, es preocupación constante de la pedagogía desde los inicios del sistema escolar. Hay una tensión entre el carácter ineludiblemente uniforme del curriculum y su “disolución” en las didácticas más avanzadas, para aplicarlo a realidades concretas que le den su configuración (el aprendizaje por proyectos o las distintas formas personalizadas de enseñanza). Pero en cualquier caso, más allá de la discusión entre modos más innovadores de “llevar una clase” o tradicionales, en esta entrada deseo enfatizar, una vez más, lo que está siendo en los últimos tiempos para mí una preocupación constante: el papel “innegociable” del maestro, de una figura adulta con el claro y bien definido rol de educar y el prestigio de una auctoritas (en la medida en que represente auténticamente el néctar que la humanidad ha ido destilando en su pavorosa pero maravillosa historia). Esta idea la he leído muy bien enfatizada en Paulo Freire que se esfuerza en matizar y rectificar algunos equívocos a los que condujo su “horizontalidad” educativa. Nunca, nos señala, habló de suprimir el rol del maestro. Su función debía quedar bien clara en los círculos de alfabetización.
Un maestro puede hacer mucho. Es crucial. Resulta, de hecho, una verdadera bendición tener un buen maestro, siempre que este sepa dejar crecer a sus alumnos, claro. Si no interfieren motivaciones y afectos extraños, como la envidia, el poder o la necesidad de adulación, el maestro es para el niño la cultura viva, encarnada, personificada. Esto es, más allá de la didáctica, lo fundamental, lo que debe impregnar a un educador en la escuela. Y para esto, lo primero es que este, como es lógico y tanto valoran nuestros alumnos, se crea lo que enseñe, es decir, que se encuentre afectado por el conocimiento, la disciplina o la “pesquisa” o búsqueda de “verdades”. Esto quiere decir que se trabaje con seriedad y veneración ante lo enseñado. Lo que paradigmáticamente han representado en la historia del saber las figuras ejemplares, canónicas o señeras en la ingente búsqueda de certezas, aunque esta búsqueda no termine nunca. Los gigantes, al tiempo que representan una suerte de faros o pasos en la humanidad, son educadores de hecho, pues impulsan a la transformación personal en el sentido de concretos modos de ser.
Pero debemos resaltar ahora este dinamismo trágico, tomado con mayor o menor estoicismo, como el propio de toda persona bien educada, a mi juicio. Ser bien educado es situarse en la perspectiva de la historia, de lo temporal y lo relativo, que limpian la mente de dogmatismos. Que hablemos, polémicamente, de “verdad” solo quiere decir que se desarrolle en la ciencia o en general en el conocimiento el esfuerzo que sería necesario desarrollar de haber verdades. Esto suena irónico, y ciertamente lo es, porque en sus etapas más superiores, la gran conclusión que todo “curriculum” debe aportar y transmitir es justamente esta, la volatilidad del propio curriculum. Que hay que esforzarse muchas veces para nada, es decir, que es preciso tomarse la molestia de sopesar hipótesis y contrastar para a menudo no avanzar demasiado ni abandonar el fértil campo de una duda universal. El hombre educado aprende, así, coraje, coraje por la verdad, lo que fue un viejo descubrimiento griego. Porque todo lo que planteamos en la escuela y los problemas con los que nos topamos hoy son, en grandísima medida, idénticos a los acaecidos en la Atenas del siglo V a. C.
En este blog ya se ha señalado, y sugerido como importante línea de investigación en la actual Pedagogía, que las claves esenciales de la educación más actual son en realidad griegas. Porque es profundamente cierto eso de que nunca hemos abandonado Grecia. Recuerdo que en Grecia se da, junto al advenimiento del logos, la escisión y alienación del conocimiento que, desacralizado y desnaturalizado, ha de ser ahora interiorizado y encarnado por los educandos mediante un orden y organización consciente y bien pautada que generó ya en el siglo V a. C. los primeros tratados de didáctica, los primeros planes de estudio y los primeros profesores y escuelas regladas cuya misión era dar al alumno pagador el conocimiento que le hacía falta para ascender socialmente. Solo que esta deriva “competencial”, funcional, del curriculum, ya tan en los albores de Occidente, se opuso al magisterio socrático-platónico, o más tarde aristotélico, que situaban la verdad no tanto en el campo del relativo orden y prestigio social, entendiéndose cada vez más lo curricular como aderezo y ornamento, sino en el campo de lo formativo. Así, la idea de educación como formación, bien entendida y exenta de sesgos clasistas, es la que entiende que la persona bien educada por buenos maestros es la que ha ido progresivamente, en un proceso de erotización respecto al saber que define el reciente y famoso libro de Recalcati, incorporando a su “figura”, formando, plasmando una imagen ejemplar, el fondo de la cultura que naciera con la costosa búsqueda de la “verdad”, es decir, entendiéndose como tarea seria en la que el buscador se juega el tipo. Fue el evidente caso del maestro Sócrates. Aunque, ya en Platón, la deriva sacralizante (que el pitagorismo había representado con estridencia) se deslizó por el peligroso derrotero de una educación, en la República, como plasmación previa a la razón de los valores de una cultura. Sobre este basamento asumido por mera imitación y seducción, se iría formando, jerárquicamente, un mundo o ciudad racionales. Sin embargo, frente a Platón, tanto Sócrates como Aristóteles, se percatan de que justamente lo que define a la educación, en Occidente, es el papel previo que el logos ha emprendido, pulverizando e incluso aniquilando los mitos. La pertinaz pregunta y pesquisa de Sócrates, poniendo como meta la verdad que sería lo que tras caer los mitos y los prejuicios queda de la realidad desnuda pero difícilmente accesible al hombre, sí nos sirve de buen modelo. En la base de Occidente está la crítica de su propia base, o sea, la autocrítica.
Hoy día, al margen de los derroteros didácticos del maestro, lo importante sigue siendo el contagio (y aquí sí puede haber un modo previo a la razón de acceso a la verdad) de algo que hallándose primero en el exterior, en lo otro que no es el niño, obliga a este a reconocer su radical vinculación heterónoma con ello, a admitir su necesidad y el poder de amplificar y mejorar su trato con la realidad y su modo de enfocar la existencia. Pero primero el niño debe comprender que todo no son sus intereses, que lo mejor del mundo no se da por la mera extensión narcisista de uno mismo. El maestro es quien hará ver esto al niño, en el momento oportuno. Es decir, el conocimiento presupone distintas formas de la humildad y, de nuevo tenemos aquí el referente de Sócrates, el amplísimo e infinito vacío que hay en uno, y en lo que conoce, siempre creciente y que no agota ni llena ningún saber ni años o vidas de estudio. Sólo cuando el niño percibe esto, si no interfieren narcisismos que lo tornarán en lo contrario, o sea, en un pedante, reacciona vivamente a la cultura, se enamora de ella. Algo así como la grandeza de resistir en pie cuando todo a tu alrededor se viene abajo en un terremoto.
Y es bajo esta seducción que incluye un momento de racionalidad y análisis, que es emoción inteligente, como el niño llega a necesitar, ya toda su vida, el conocimiento. Si una escuela no procura esto, estamos ante una escuela mediocre, es decir, nos topamos de bruces con la mediocridad, que consiste en no haber sujetado el propio ser, desde lo más hondo, a la perturbadora y conmovedora belleza de la inagotable tarea de buscar la “verdad”. Es el momento que en Grecia representaron las tragedias, la gran tragedia ática del siglo V a. C., precisamente en la Atenas de la razón, la sofística, Pericles y, tardíamente, Sócrates.
Las tragedias nos sitúan en este abismo del que emerge nuestro mundo actual. Podemos ignorarlo, como de hecho ocurre hoy día y a lo que se está ya tendiendo peligrosamente en las actuales reformas y derivas educativas, pero mientras seamos la civilización “occidental” lo tendremos a nuestros pies. La desgarradora fuerza de estas antiguas piezas teatrales evidencia esto mismo, lo pone ante nosotros: que hemos escogido un camino noble, valiente, heroico pero trágico, o sea, conminado a no tener fin, a no resolverse nunca, a la eterna problematicidad. Por eso, llegados a esta era postnietzscheana, cuando hablamos de “verdad” le ponemos asterisco, de manera que su búsqueda ha llegado a tal lucidez que la sabe un fantasma, que ha señalado el carácter fantasmagórico de la idea de “verdad”, aunque esto es algo que ya se cuece y gesta en los albores de la Modernidad o que el viejo escepticismo y, después de todo, la Sofística intuyeron.
Es preciso situar en este vértigo al educando para que toque el nervio de nuestro modo de ser civilizatorio, siempre en edades no muy infantiles, pues la mosca socrática que nos acribilla se resiste difícilmente, es muy duro soportarla aunque en el mundo anglosajón tanto en la pedagogía como en la filosofía se han hallado interesantes aplicaciones de la filosofía socrática a la educación de niños. Soy consciente de que el proceso primero, por muy presente que se halle el espíritu de asombro y pesquisa en la educación, será más una inevitable naturalización del saber que primero ha de cristalizar en el niño. El adolescente tiene, por esto, respuestas rápidas, fáciles, porque aplica unas pocas ideas sin muchos matices. Pero esto avanza y no es sino la base para que la propia base haya de matizarse y horadarse. Como hemos dicho, será sobre todo el contacto con un maestro que viva estos enigmas y tensiones en su propia carne lo que le eduque. Lo que no quiere decir que no deba diseñarse un curriculum o planearse una batería de proyectos para que el niño active su capacidad de búsqueda. No entro en qué sea mejor o peor, aunque en anteriores ocasiones he albergado ciertas sospechas, pero sí quiero resaltar el papel que la presencia viva de la tradición ha de operar en el niño.
Curiosamente, escribiendo estas líneas no se me ocurre una “forma” occidental, sino que acudo a una civilización diferente que sí parece haber tenido muy presente el carácter fantasmagórico tanto de lo real como de la “verdad” o de todas las identidades, incluido el Yo. Claro, su posición existencial, su modo civilizatorio de ser, es diametralmente opuesto o, en otras lecturas, más genuinamente occidental que los propios occidentales (esto sería ahora muy largo de explicar). Este sano escepticismo puede ejercitarse mediante el progresivo aprendizaje o formación de la sensibilidad que requiere la inteligente y sensible captación de la forma poética japonesa Haiku. Trabajar con haikus en la escuela, y en general con la poesía, es sano, viene siempre bien. Aunque parezca que nuestros tiempos ha desterrado las formas poéticas del mundo del niño o del hombre común, no es cierto. En la medida en que estamos, sin verlos, en los abismos iniciados en Grecia hace milenios, respondemos a aquello que nos otorgue la lucidez de saberse situado en dichos abismos, interrogantes y misterio. Aquí la paciencia y la habilidad del maestro, su intuición, su tacto pedagógico, han de obrar. Quizás cueste al principio. Tal vez la lectura bien declamada, emotiva, en voz alta de haikus, combinando palabra y silencio, haciendo epojé del tiempo que nos devora en el mundo degradado de los rankings y planes Bolonia que vivimos, todo eso, con algo de suerte, puede conducir (todo método es etimológicamente, eso, una conducción para la captación de la verdad de algo) al disfrute y cultivo de los haikus. El buen lector de haikus sabe en qué grado estos brevísimos poemas, despojados de toda retórica, simbolismo o explicaciones, pueden llevarnos a una experiencia primigenia de la contemplación pura, del asombro que es goce y es suave desintegración de las estructuras racionales. No es que no se piense, sino que se va a lo previo, a lo que requiere ser vivido antes que entendido. La belleza de la no respuesta, de una cierta armonía inexplicable que se origina en el breve y suave desconcierto ante una mutación, ante un brusco y breve cambio que perdura como eco en la armonía finalmente retomada. Se trata de una relación pura, si es posible, con lo natural, que en su inocencia y temporalidad, sobrecoge.
Estas vías del haiku conducen, como es obvio, al cuestionamiento del Yo, porque para lograr un buen haiku o leerlos bien, hay que partir de que no se trata de expresión de una subjetividad, de experiencias del Yo, de deseos, de anhelos o las usuales explicaciones o justificaciones a que solemos recurrir. Está más allá de todo ello y cuando somos conducidos allá, es verdaderamente grande, en el sentido en que lo grande es lo que, con su mero contacto, educa y transforma. Es el contacto con lo grande, la pedagogía que de ello emana, precisamente el mayor logro al que un educador puede conducir al educando. Presentándoselo. Y esta mediación de alguien que presenta la cultura al niño y que en sí mismo, en su persona, es ya una síntesis de la cultura que le ofrece, significa la principal e insustituible, y menos aun robotizable, función de un maestro en la escuela. Ni internet, ni los blogs como este, ni las plataformas educativas virtuales, ni las redes sociales, ni las discusiones en foros, ni el autoaprendizaje virtual, ni wikipedia (todo lo cual me ha interesado en extremo en algún momento de mi carrera) educan. Resulta imprescindible la persona de carne y hueso. En los posts que siguen analizaremos otros “contenidos” que pueden obran en la dirección educativa que hemos señalado en la presente entrada y que justificarán esta idea con la que hoy termino mi entrada.
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Educación y filosofía
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Educación y formación. Hacia una hermenéutica “crítica” de la propia vida.
Marcos Santos Gómez
"La temeridad, frescura y grandiosidad de Byron, ¿acaso no son formativas? Tenemos que guardarnos mucho de pretender buscar la educación sólo en lo que sea manifiestamente puro y moral. Todo lo que sea grande educa nada más percibirlo".
Goethe, en Conversaciones con Goethe, de Eckermann.
La lectura de El nombre de la rosa en mi adolescencia me confirmó lo que ya algunas clases en el instituto donde estudiaba B.U.P. (el bachillerato de la época) me sugerían. Que había algo grande, incluso inmenso, una belleza y una posibilidad de vida que desbordaban los pobres cauces de una adolescencia en una ciudad de provincias fuertemente castigada por la pobreza y la droga, en los años ochenta. Supe que tales posibilidades las abrían los libros y el estudio, pero también la influencia de maestros, de personas que encarnaban, más o menos, lo que había en los libros, que me suscitaron la sospecha y la esperanza de que había vida mucho más allá de mi vida.
Así, desde que mi profesor de filosofía en el instituto me presentó a Sócrates, he sabido que al hombre y a la existencia humana más excelsa, más lograda y bella, le corresponde un dinamismo trágico por el que se busca casi a ciegas y siempre con la única certeza de que no vamos a resolverlo todo, de que, desgraciada y afortunadamente, el mundo y el ser se prolongan mucho más allá de nuestras existencias particulares.
En estos días recuerdo algo de eso, del papel fundamental de los maestros que añaden ese tono trágico, pero bello, a la existencia del discípulo, leyendo las Conversaciones con Goethe de Eckhermann, editadas en Acantilado. Aunque el gran alemán no fue ni quiso ser en gran parte de su vida un romántico, y se mantuvo en una estética y ética tendentes a lo clásico y equilibrado, el hecho de ser él mismo un pozo sin fondo de sabiduría e inquietud intelectual y artística, ya expresaba lo no logrado como el carácter esencial de un sabio. O sea, que la paradójica certeza de la propia ignorancia que subrayó Sócrates como salud, también aquí, por nombrar un solo ejemplo, se manifiesta. Y fue, en estos días voy recordando, la clave del profundo impacto que me causó la lectura del libro de Eco.
Paradójicamente hay en el que busca saber (etimológicamente, casi, el “filósofo”) un trasfondo negativo (¿Mefistófeles en el Faustode Goethe?) y frustrante que le va a acompañar siempre y que aunque suponga una permanente carencia e insatisfacción en el hombre docto, resulta por otro lado participar de una rara belleza que no me explico realmente cómo ni por qué, me sedujo. Aunque la pista la da una cita del propio Goethe sobre Byron en la que señala que es el contacto con lo genuinamente grande lo que ya, al modo de un contagio, nos educa, es decir, nos forma, nos realiza, sin que sea, matiza, necesaria una moral, es decir, sin reverberaciones de ninguna ética particular o sentido de lo bueno o moralmente malo. Sencillamente, se trata de algo que siendo ético, trasciende lo moral y se expresa como algo antes estético, creo. Dicho de otro modo, la educación obra por la capacidad de una vida bella (¿trágica?) para impulsar, a modo de contagio, al discípulo su búsqueda también personal. Sin esto, una existencia humana está aún más falta de algo, incompleta y deficiente. Es lo que sin explicarlo así mis maestros en la EGB y el BUP, junto con otros adultos cercanos, y la novela de Eco me sugirieron. Abre tu minúscula existencia a lo que puede contagiarle su grandeza, que es lo que en términos de la pedagogía, no sin sesgo positivista y devaluado, se llamaría curriculum pero que yo denomino sencillamente “alta cultura” o “conocimiento”. Me refiero al poso que la humanidad va dejando a lo largo de su historia, lleno de errores y horrores, pero también nutrido por una suave iridiscencia que lo torna grande. Para ello la vida debe incorporar el conflicto y entonces estalla, llena de insatisfacción y fracasos, su salvaje belleza.
Un Grado en cualquiera de las especialidades de la Educación tiene que obrar de esta manera. Debe incorporar la cultura como magisterio que amplifica la propia vida y la hace inquisitiva, reflexiva. Además esta incorporación de lo grande que educa, va a generar la elección de un ideal por el que el sujeto se alza sobre su propio suelo y es capaz de pensarlo. Así aunque la pedagogía es introducción de una norma y regulación de la vida del niño o adolescente, será esta fijación de límites lo que hará superar al niño, explicaría un freudiano, su narcisismo, su ceguera a todo lo que no sea su particular y mezquino universo de deseos pulsantes. En este sentido, la buena pedagogía, aunque tienda a situarnos en el límite del abismo y en la pregunta, comienzan con la limitación y lo normativo. Algo que hoy se ha olvidado por completo o que si se alude, se hace para entenderlo con un fuerte componente peyorativo, como si por esto estuviéramos justificando que masacremos a los niños.
Lo que una vida bella y magistral transmite es eso, la poderosa necesidad y acción de ideales que tiren hacia arriba de la propia existencia y que, por ende, nos impulsen mucho más allá, a los cielos inimaginables que se alzan sobre la egolatría y el narcisismo. Estos ideales valen, son buenos, cuando producen el dinamismo trágico al que me refería, el de saberse pobre, el de estar en permanente movimiento, con un prurito constante, sin poder ya reposar en el suelo y el opio de una existencia autocomplaciente y conformista. Es la vida que había escogido el protagonista de la novela de Eco, Guillermo de Baskerville, una vida inquieta e indigente. Una vida, decía unas líneas más arriba, trágica, situada en la falla, en la fractura, que rehúsa todo dogmatismo y se vertebra desde la pregunta y la casi ausencia de respuestas. No acabo de explicarme por qué, pero esta vida seduce y atrae, quizás porque evoca horizontes, porque en ella está el espíritu inconformista y preguntón que diferencia al hombre del resto de los animales. Es como si intuyéramos que es el camino para la auténtica y diferenciada realización humana. Y que, por tanto, el otro camino, el de la permanencia en un todo sin fisuras, sistemático y plagado de respuestas y clichés, empobrece al hombre, lo aleja de la actualización de su principal potencia.
Así, la cultura que educa no es tanto la de un llenarse de datos, como intuyó la pedagogía hace casi dos siglos y, si nos remitimos a Sócrates, hace más de dos milenios, sino la de llenarse de vacíos y tensiones, la mayoría irresolubles. Este es el efecto que causan en una persona los ideales y los contenidos, que no los datos, de una cultura “escolar”. Es la cultura que aporta el abono para que emerjan los ideales que tirando de la propia existencia, la conducen, como el tábano socrático, a la pretensión de superarse. O sea, frente a concepciones conservadoras de la Bildung, estamos ante un dinamismo en la educación que desde la visión de lo que uno no es y no tiene, conduce a la propia superación o, como quizás ha querido indicar cierta pedagogía, a la propia y nunca lograda perfección. Cuando el educador mejora a su alumno, no puede ir más allá de esto, si educa bien, o, si educa mal, a provocar el autocomplaciente retiro en los dogmas y clichés de un pensamiento fosilizado.
Una vida sin examen, pues, siguiendo la afortunada expresión platónica, no merece ser vivida. O, en cualquier caso, es menos vida, bastante por debajo de lo que podía ser en un sentido cualitativo. Se reduce. Y la pedagogía tiene que tener mucho cuidado con esto. Es decir, no puede crear la falsa ilusión de que todo vale, de que todo en ella consiste en la extensión del narcisismo infantil, de los “intereses” del niño, cuando hay intereses muy suyos que no puede conocer el niño todavía y ni siquiera imaginar hasta que un maestro, o una buena novela, se los presenta, los invoca para que se encarnen ante sus ojos. Esto es educar en el sentido de formar. Porque esto es lo que produce la alta cultura en el hombre.
La “alta” cultura (la historia, las ciencias, las artes, la filosofía, las lenguas y literaturas) muestra los horizontes y las posibilidades de mejora de la propia existencia que el niño no puede soñar por sí mismo, a solas. Necesita esta presencia estimulante del otro, y por tanto, es radicalmente heterónomo, lo que quiere decir que para crecer necesita adquirir la convicción de que los demás están ahí, de que estaban mucho antes que él, y de que seguirán estándolo siglos y milenios después de que muera. Esto, como parece claro, implica que educar no pueda ser solamente un entrenamiento y adquisición de competencias, sino en el osmótico contacto con lo más excelso, al estilo de la benéfica influencia de Goethe sobre Eckhermann. Las novelas de formación, género literario de la lengua alemana iniciado precisamente por Goethe, destacan esto. El niño va recibiendo influencias y enseñanzas que lo liberan de su narcisismo, de la exultante permanencia en sí mismo, al modo de socráticos y negativos acicates que le hacen ir pensando su vida, los cuales habitan, simbólicamente, en la cultura. No veo por tanto que podamos concebir una educación sin contenidos, los cuales van a originar sus propios caminos y métodos a posteriori, no al modo de destrezas o métodos a priori. Por el contrario, lo que produce la verdadera formación es, hemos indicado, el prurito de saberse en permanente falta de algo en la propia existencia, como si en lugar de adaptación la inmersión en las tradiciones produjera, contrariamente, una constante y fatigosa inadaptación. No nos vale, pues, que inmediatamente alguien nos relacione la formación con un culto sagrado a la tradición como algo cerrado, sin aperturas, que repite lo añejo, rancio o carca. Esto no es la cultura ni la tradición que fecunda el mundo del hombre de transformaciones y búsqueda. Es una versión conservadora asociada, en efecto, al modo de vida burgués, y por tanto peculiar y sesgada de lo que es la tradición y de su efecto en el hombre y en la educación. Por cierto, no anda esto, que puede discutirse en la pedagogía, lejos de parte del debate filosófico en torno a la hermenéutica que se ha dado en el siglo XX.
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Educación y filosofía
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¿Una escuela útil?
Marcos Santos Gómez
En espera de leer el libro de Ordine sobre el valor de lo inútil en lo educativo, tengo algunas ideas al respecto que me urge compartir. Todo parte del recelo que me causa que toda la revolución neoliberal en la actual enseñanza se sustente ideológicamente en uno de los grandes dogmas de la pedagogía más progresista e incluso revolucionaria. Pienso en cierta interpretación de Rousseau por la que la lucha contra el ogro de una educación fósil, conservadora, fiel, en su época, al Antiguo Régimen, ha de orientarse desde la adopción de métodos y contenidos que sean útiles al niño, que sirvan a este para desenvolverse prácticamente en la vida o manifiesten un arraigo real en ella, un vínculo empírico con la existencia concreta del educando. Todo lo que no sea esto sería oscurantismo, la fabricación de una inútil zona de saberes muertos u ornamentales que, se dijo posteriormente a Rousseau, tendría la inconfesable finalidad de servir a una jerarquización social y naturalización de los desajustes sociales, para fabricarle su culpa al niño y gestionarla para que sirva al mundo horrible que se nos presenta. Pues bien, si esto reconozco que es cierto, habría que puntualizar algunas cuestiones y matizarlo, so pena de incurrir en una generalización mal pensada.
La pedagogía más aparentemente rousseaniana, en la actualidad, instaura un régimen también de cierta violencia soterrada, de “invisible” castigo a las voces críticas y de una opresión diabólicamente revestida y vendida como liberación. Esto ocurre porque esta pedagogía pseudo-liberadora hace una lectura del mencionado principio rousseauniano de lo útil y del activismo pedagógico que priva de poder verdaderamente crítico a la cultura, debido a que la nivelación que procura erróneamente consiste en una descafeinización de la misma. Si solo atendemos a lo útil, entendiéndolo como lo que vale operativamente y además es demandado por el propio niño y sus intereses y etapas, estamos filtrando de un modo peligroso y tendencioso la cultura. La cuestión es que si el niño no puede conocer, lógicamente, ese mundo humano que se le va presentando antes de su presentación, no está capacitado aún para escoger sus contenidos a ciegas. Ha de haber una mediación que filtre y encarne, dando humanidad, a la cultura y el saber, que es lo que hace de hecho un buen maestro.
Pero en la pedagogía aparentemente progresista pero involuntaria cómplice del entramado socioeconómico que nos devora como Moloch (como en el viejo culto mítico del extraño dios Moloch, para el que se daba todo, sacrificándose los hombres y ofreciéndose como su alimento), hay otro malentendido más básico, de origen también pseudorrousseauniano: el conocimiento estaba de algún modo en el niño, es decir, es algo que lo llena y que hay que extraer de él. A mi juicio, este algo del niño es un algo, pero un algo vacío, sin contenidos. Como Kant señala, la necesidad humana de preguntas, de realizarse y hacerse en su inacabamiento y de adquirir su libertad sin la cual no hay justamente educación, son, por así decirlo, una suerte de categorías, por seguir un lenguaje de reminiscencias kantianas, o necesidades, por seguir a Rousseau, que es preciso llenar, que no se actualizan hasta que no se expresan en los contenidos aportados por la cultura. Es decir, educarse es formarse, al estilo de la Bildungalemana o la paideia griega. Nutrir histórica y culturalmente estos vacíos que es el niño. Y formarse presupone esa segunda verdad que la actual pedagogía autodenominada complaciente y erróneamente “progresista” o incluso “socialista” o de izquierdas (y lo digo situado personalmente en una honda mirada crítica, combativa y visceral e intelectualmente unida a los excluidos que constituyen, por cierto, lo que poética y un poco provocadoramente he denominado mi "linaje", o sea, yo mismo, mi "esencia", lo que hondamente soy o he llegado a ser, la circunstancia que es ya mi propia carne) no ha comprendido o pensado lo suficiente. La verdad de que la cultura no está en el niño, que este es una oquedad que espera recibir los contenidos de una cultura. Su ser es cultural y por tanto, íntimamente, heterónomo y relacional. Según esto, el profesor y el maestro habrían de ser (y siempre lo son de hecho) quienes median entre el niño y la cultura, encarnándolas vivamente y presentándolas al niño. Solo así el niño dispondrá de los elementos que lo harán libre o esclavo. La pedagogía debe, esta es mi tesis, volver a este planteamiento.
En principio la idea de formación, que es cierto que la ha utilizado una derecha que presuponía un elitismo que aun siendo de origen social así lo tornaba natural, el elitismo de colegios y universidades para las clases altas que lograban así disponer de lo excelso y detentarlo, es decir, excluir a las otras “clases” y situaciones sociales del mismo, no es solamente esto. Este es el gran prejuicio de la izquierda conservadora en España. Yo me baso, sin embargo, en la tradición de una izquierda que se nutre, pedagógicamente, de la herencia de la Institución Libre de Enseñanza o, más radicalmente, las Misiones Pedagógicas de la Segunda República Española. Si nos fijamos, el activismo y el populismo bien entendido de estas no consistía en privar de los contenidos de la cultura a los educandos, a los niños, sino, por el contrario, ir operando en estos ya la transformación social que en sí significan el que sean transmitidos, sin perder hondura ni rigor, a las clases desfavorecidas. Lo que vengo a decir es que no se cambia nada en el sistema productivo o social falsificando la cultura. Y la cultura y el currículo se falsifican cuando se esgrime como criterio su “utilidad”, lo útil para el niño, para desenvolverse técnica o competencialmente en su mundo.
La consecuencia es que la didáctica debe nutrirse a fondo de un serio contacto, en primer lugar en las escuelas de magisterio, con la cultura, entendiendo estas, al estilo de la Institución Libre de Enseñanza, como un caldo vivo de re-creación de la cultura o, dicho en otras palabras, que los maestros y profesores han de ser primero y sobre todo, intelectuales, buenos intelectuales, que son aquellos que veneran y encarnan la cultura que ha servido para que el hombre se vaya, precaria y trabajosamente, definiendo y optando. Algo que requiere de nivel y rigor en el conocimiento y de la idea de lo no logrado, del socrático saber que no se sabe nada, o que hay todavía y siempre mucho por aprender. Y por esta “cultura” entendemos aquello que cuando nacemos y aun en todas nuestras vidas, nos supera, nos desborda, porque es más grande y duradero que nosotros, pero que no es otra cosa que la sedimentación de la vida humana, de su historia. Rechazar esta idea convierte a los pseudoprogresismos pedagógicos en falsos y peligrosos o miopes, incapaces de ver lo que tienen a sus pies en su pretensión de no “elevarse”.
Un primer botón de prueba de que un maestro o profesor están en esta noble onda es que antepongan el conocimiento, la verdad como búsqueda eterna e inacabada, y la ciencia a sus intereses más mezquinamente particulares. Es decir, que en su paideia personal se hayan identificado con la cultura, creyéndosela y encarnándola en sus vidas, carácter y actos. Se trata de personas que, al modo de don Quijote, pueden ser vistas como locos (cualquier profesor de la primera época de la Institución Libre de Enseñanza lo sería, entonces, ya tachados de burgueses en su momento por quienes partían de los mismos prejuicios que estamos aquí señalando) porque sus criterios y ética personales parecen desvariar, alejarse incluso del aparentemente justo egoísmo por el que cada uno de nosotros iría “a lo suyo”. Es no ver esto mismo ya un signo de la mediocridad abrumadora en la sociedad y en quienes han de dar ejemplo, empezando por los políticos de izquierdas y derechas.
Así, un centro educativo se va pareciendo cada vez más a un “taller” (sintomática es la proliferación de “talleres” como alternativa supuesta pedagógica) o, con la complicidad de la izquierda más oficialista y conservadora, a una fábrica con rendimientos de cuenta, evaluación constante y aumento de la producción de un conocimiento útil que dará buenos empleados a los empresarios. Lo que lejos de suponer una mayor aproximación del maestro a lo útil verdaderamente, supone una proletarización del mismo, cada vez más perseguido y castigado con instrumentos de tipo burocrático. O sea que el tan cacareado acercamiento a la realidad de la pedagogía pseudoprogresista es una forma de desprestigio y descalificación social de la vieja figura del maestro. En este contexto, se desconfía cada vez más del mismo, de su criterio y, como es lógico, se empieza a mermar la libertad de cátedra en pro de una estandarización supuestamente favorecedora a… no sé a quién, la verdad. Una peligrosa nivelación diría yo, que de la chistera de la igualdad ha sacado todo esto. Salimos del feudalismo para arrojarnos en brazos de un mundo kafkiano cuyas jerarquías son más eternas y sagradas aun que las del mundo feudal.
Luego hay, creo, que combatir esta transformación sibilina que se está dando en las instituciones educativas para que se comprendan como centros vivos de formación y cultura. Un activismo pedagógico bien entendido, a mi juicio, lo que trata es de que la cultura tenga un sentido vital, transformador y no constituya una suerte de barniz clasista (esta es la concepción conservadora de la Bildung). Pero jamás debe entenderse como una supresión de la cultura, de sus contenidos, un olvido de su importancia para cumplir con esas “categorías” o “necesidades” con las que nacemos y que requieren ser llenadas. Justo la buena pedagogía y la buena didáctica son las ciencias y saberes que tratan de hallar, a nivel teórico y a nivel técnico, una forma específicamente educativa de revitalizar la cultura, de tornarla democrática, sin descafeinarla.
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Educación y filosofía
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El optimismo de Dickens y ChestertonMarcos Santos Gómez
Lo más cercano a una representación de la eternidad, esa suerte de inconcebible suspensión del tiempo que constituye un antiguo anhelo de los seres humanos, es el ámbito "sagrado" del arte. Sólo en las imágenes, historias y personajes arquetípicos de la épica, la más universal y vieja forma de literatura, se puede intuir una cierta noción de lo eterno. Esta intuición y aspiración es una constante en el escritor inglés de entresiglos G. W. Chesterton, quien la expresa muy bellamente en su ensayo “Dickens, el creador de mitos”, publicado recientemente en español en el libro Ensayos escogidos. Seleccionados por W. H. Auden, por la editorial Acantilado. A continuación nos referiremos a él, pero además quiero recordar que es esta intuición también una de las que vertebran (no la única) el Quijote. Por eso, he denominado a mi reciente serie de posts dedicados al mismo “El Quijote y la poesía”. Quería resaltar en ellos, entre otros asuntos, que la reflexión o puesta en marcha “realista” de los mitos (de la poesía) supone para Cervantes la inserción de la literatura en la realidad, trayendo a nuestro mundo ese otro mundo ideal, para mostrar tanto su fricción con lo real como su necesidad. Don Quijote trata con seres arquetípicos que pueblan el ámbito propio de lo arquetípico: el arte. Y decir arte y arquetipo es, también, decir mito, como supo considerar Borges. Se trata de una representación de lo excelso, de lo que prolonga y culmina un ideal, que en el Quijote vuelve a pisar tierra.
Puede argüirse que no todo el arte, no toda la literatura, presenta este ultramundo idealizado y atrayente, que irradia un potente magnetismo en el lector y que ha fascinado universalmente a los hombres. De hecho, la aspiración de gran parte de la novela moderna, salvo el muy autoconsciente Quijote, es la curiosa pretensión de aparecer como si retratara fielmente la realidad del lector viviente, pero, ya digo, no al modo maduro y reflexivo del Quijote (o también el Ulises de Joyce), sino de una manera incauta, como si la realidad corriente pudiera aprehenderse por la literatura. Estas reflexiones, centradas en Dickens, que compuso Los papeles del club Pickwick, llamado el Quijote de Dickens precisamente, son las que desarrolla el chispeante ensayo de Chesterton.
Chesterton parte de una simpleza que, señala, de manera inaudita nadie parece hoy ver. Se trata de que lo universalmente artístico y lo que quieren todos los hombres, consciente o inconscientemente, es la literatura confundida con el mito. Esto quiere decir que todo el mundo, sobre todo los niños que para Chesterton son los guardianes del sentido común, del realismo (filosófico) que los adultos han perdido, pide disfrutar y admirar personajes arquetípicos en historias que no suponen un crecimiento ni desarrollo de este personaje, por muy principal que sea. Si tomamos a Pickwick, vemos que es una perpetua caricatura de sí mismo, unos cuantos rasgos encantadores que nos encandilan, y que es lo que de algún modo, se salva en la literatura, o sea, ingresa en esa especie de remedo de la eternidad que son los libros, pero que en ningún caso debe confundirse con la complejísima y caótica red de la realidad, que nunca sigue un curso, ni un desarrollo, ni una trama.
En Pickwick, el protagonista es exactamente igual al principio que al final. Pero esto, lejos de ser lo aburrido que alguien puede pensar, es lo que queremos leer, verdaderamente, los seres humanos, es decir, un tipo que encarne una especie de rasgo barnizado por la virtud, por lo excelso, que se repite y que, contra lo que parece, nunca aburre. Es como los niños que piden a los adultos que les lean la misma historia muchas veces, siempre la misma. Porque lo que se quiere no es emular el tránsito incierto y turbio de lo real, sino extraer de lo real un elemento para contemplarlo, que se eleva y sitúa dentro de un ámbito de eternidad.
Para Chesterton, y lo dice muy bellamente, con palabras que me llevan rondando años (¿palabras eternas?), la eternidad es como una noche de cena y copas con buenos amigos, amigos de verdad, en la que se hablan de temas profundos en una conversación intensa y amena, en la que los contertulios se entregan y llegan a ser, más que nunca, ellos mismos, como si sacaran de sí una cierta bondad, algo precioso como un diamante que brilla solamente en esas ocasiones. Esas noches que querríamos que no acabaran nunca, son, según Chesterton, el remedo de lo que pasa en el “Cielo”. El Cielo, según él, es como una de esas tertulias amistosas en las que ni las viandas ni el vino se acaban nunca y que ellas mismas, nunca terminan. Ese sentimiento de profundo agrado y placer, que genera gratitud ante la existencia, que arraiga en el mundo y las sensaciones, pero se continúa en un ámbito que es un para siempre, el para siempre de los cuentos infantiles, es la vida eterna. Pero no me resisto a citar al propio Chesterton, que es quien dice esto eternamente:
“Dickens está ahí, como las personas corrientes de todas las épocas, para crear deidades; está ahí, como he dicho, para exagerar la vida en la dirección de la vida. En el fondo, el espíritu que celebra es el de dos amigos que comparten una botella de vino y se pasan la noche hablando. Aunque, en su caso, se trate de dos amigos inmortales que hablan en una noche interminable y se sirven vino de una botella inagotable” (p. 71).
El relato realista refleja lo contrario, dice Chesterton. En la medida que se aleja de lo mítico, sus argumentos y personajes aparecen veteados de precariedad, de muerte, de cambio. Solo que eso, a la mayoría de las personas, ni les interesa ni se les ocurre relacionarlos con su vida, por muy naturalista o realista que sea la historia. De hecho, la vida corriente, su vida, no les interesa. En la literatura buscan, exactamente igual que los niños, participar de los eternos arquetipos que han hecho vibrar a la humanidad durante siglos. Toda la literatura infantil es así, dice nuestro autor inglés. No interesa regodearse en lo indigente y precario de la propia existencia.
Alguien puede replicar fácilmente a todo esto. Se puede contestar que parece latir un peligroso no ya conservadurismo, sino espíritu reaccionario en Chesterton y en estas ideas que defiende. Pero eso no es cierto, si se le entiende bien. En relación con Dickens, acusado precisamente de esto, lo señala:
“Esos optimistas más elevados, de los que Dickens formaba parte, no aprueban el universo, ni siquiera lo admiran: se enamoran de él. Abrazan la vida con demasiada fuerza para criticarla o verla siquiera. Para los hombres así, la existencia tienen la arrebatadora belleza de una mujer y quienes la aman con mayor intensidad son los que menos motivos tienen para amarla” (p. 63)
Es decir, se trata de activar la capacidad de gratitud, de extático maravillarse, de aceptar y gozar la existencia como un don que incondicionalmente, la persona “enamorada”, no cuestiona. Son vínculos primarios y antiguos como la humanidad que, aunque sean más o menos sofocados por las circunstancias, existen en todos los seres humanos y son la base de toda ética o política, si es que hay que pensar, al leer una novela o un poema, en ética o política. Es el apego mínimo al hecho de estar vivo, a la grotesca y divertida, pero también bellísima y mágica circunstancia de haber nacido. Y, insisto, esto opera a un nivel mínimo de la existencia, sin esto, no hay forma de justificar ningún proyecto de vida o de transformación social. Chesterton apunta a esta función primordial y amoral del arte, y yo cada vez estoy más convencido de que tiene razón. La dimensión estética, en la que reside lo mítico, es amoral. No quiere decir que no obedezca a un modelo concreto de sociedad y que hable de ella, pues ese es su material, sino que para que sea arte, para que hable artísticamente de esa misma sociedad, tiene que darse por debajo esa suerte de aprehensión primordial y maravillada del existir.
“[…] en mezquinas callejuelas y tienduchas lóbregas, vigilada y humillada por la policía, la humanidad prosigue con su oscuro tráfico de héroes. Mientras en todas partes, en todas las épocas, de forma más valerosa, bajo cielos más despejados, prosigue la misma narración eterna y el mundo de los mortales se convierte en la fragua de los inmortales” (p. 69).
El objetivo de Dickens, pues, no es mostrar los efectos del tiempo, sino intentar, imposiblemente, situarse fuera del tiempo. Y esto lo ha deseado el hombre siempre. En realidad, más bien diríamos que Dickens prolonga un rasgo, da igual si es virtuoso o no, de un personaje cruel, despiadado o de un verdadero santo, y lo eleva a esencia que en su narrada eternidad (¡!) se despliegue siempre igual a sí misma. Es como si la novela fuera para él una pantalla, la eternidad, donde el hombre es reducido a caricatura pero en dicha reducción es plenamente él. El hombre, para Dickens en sus novelas, es lo que con nuestros actos terrenales postulamos que habría de glorificarse, de sacralizarse, ya conseguido totalmente en “otro mundo”. Eleva los rasgos que merecen la pena elevarse para definirnos con nitidez. En esa suerte de tiempo más allá del tiempo, los personajes hacen cosas y sienten con agrado una temporalidad que logran aprovechar dando lo esencial, lo mejor de sí. Es tiempo eterno donde se plenifican, atándose los cabos sueltos, donde se terminan de hacer y de completar. Esta es la belleza de los textos de Dickens, el callado anhelo de eternidad que late en ellos.
“Su objetivo era mostrar a los personajes flotando en una especie de vacío feliz, en un mundo al margen del tiempo, sí, y en esencia apartado de las circunstancias, aunque la frase suene extraña aplicada a las divinas payasadas de Pickwick” (p. 69).
El elemento absurdo, cómico e incluso grotesco de Pickwick es otro modo de apuntar a la eternidad. En él se da un chispeante florecer que me recuerda a la rosa de Silesius, que “florece porque florece”. Es decir, no hay una justificación, explicación o grandeza en los términos de los bienes y valores sociales en los personajes. De nuevo, estamos en el ámbito amoral, previo a toda metafísica, por el que lo que existe se da gratuitamente. Aunque se presente de un modo intemporal, el raro platonismo que estamos exponiendo, apunta a algo más hondo y serio, que es el darse por el darse, la gratuidad del ser y de la existencia de cualquiera de nosotros. Es como un divino absurdo que se capta desde esa nada teológica (teología negativa) del Maestro Eckhart, cuyas obras completas, sermones y tratados, en su momento, por cierto, devoré y quizás acabaron devorándome a mí también.
Con lo dicho me parece que quedan excusados Mr. Chesterton o Mr. Dickens de ser una suerte de horrendos reaccionarios o conservadores a los que no interesa el sufrimiento injusto de los pobres o los oprimidos. Yo digo, en cambio, que no puede haber amor ni revolución si no se vibra en esta dimensión mística del ser y la existencia como tales, como dones que recibimos sin merecerlo, pero tampoco no mereciéndolo, por la que el mundo resulta algo tan cómico y grotesco (elementos omnipresentes en Dickens y Chesterton) como trágico y doloroso. Por debajo hay una mansa e incondicional aceptación, por parte de estos autores, de la existencia y de la Creación, en la concepción católica de Chesterton. Así, en otra de sus aparentes bromas y paradojas, ¡¡¡lo arquetípico es lo que nos pone en contacto con lo real!!! Necesitamos la especulación con lo eterno, y ceder a su belleza, para entender bien el mundo terrenal en el tiempo. Por ejemplo, señala en otro ensayo Chesterton que Dickens trata el mal o los personajes malos con esa aureola de aparente complicidad o edulcoración, mejor dicho, que de algún modo los justifica. Pues no es así, aunque lo parezca. De nuevo Chesterton da en la clave. El mal ha de ser presentado de una manera heroica o mítica, o arquetípica, para que los hombres lo veamos y podamos detectarlo y combatirlo si es preciso en la vida “real”. Un mal eterno, claro, que muestre las cualidades personales del mismo, lo que supone de voluntad y de razón demoníaca. De hecho, Chesterton cree que es lo que para el católico significa el demonio, una personificación de lo maligno que señale su naturaleza personal, concreta, aun bajo la aparente imagen de un mito, el diablo. Si se hace de un modo “realista”, con figuras “reales” no se capta bien nada de esto y no se percibe su presencia real, paradójicamente. Pues bien, esto es lo que hace el arte arquetípico con la realidad y el modo en que sí está más en el mundo, y lo mueve más, que cualquier obra realista comprometida, a juicio de Chesterton.
La vida, en estos dos autores ingleses a los que nos estamos refiriendo, no es, no puede ser, en su esencia, un valle de lágrimas, sino una alegría que se afirma en la repetición y caricatura que ellos hacen de sus elementos más bellos. No creo que, después de los últimos posts en este blog, haya que esforzarse mucho para relacionar todo este movimiento intelectual y artístico con el Quijote. De hecho, la gran obra que, como nunca se ha hecho, logra este ideal artístico con la mayor excelencia, es el Quijote. Aunque, pensándolo bien, el Quijote amplía la visión cómica de los dos ingleses, siglos antes de que nacieran, con lo trágico, con la dimensión no lograda y el fracaso de los rasgos eternos o arquetípicos cuando han de realizarse en el tiempo y en el tiempo del hombre que es la historia. En cualquiera de ellos, sin embargo, la rigidez arquetípica, platónica, existe para, irónicamente, provocar auténticos estallidos vitales, festines y florecimientos en la existencia “real”.
“Cualquiera tiene un día u otro la ocasión –es de esperar- de reunirse con sus amigos más fascinantes en torno a una mesa una noche en la que la singular personalidad de cada uno se abre como una gran flor tropical. Entonces interpretan su papel como en una obra teatral deliciosa e improvisada en la que cada cual es más él mismo de lo que lo ha sido nunca en este valle de lágrimas y en la que todos son una maravillosa caricatura de sí mismos. Cualquiera que haya vivido una noche así entenderá las exageraciones de Pickwick. Quien no las haya conocido no disfrutará de Pickwick ni (supongo) del cielo” (p. 70).
Bibliografía citada:Chesterton, G. K. (2017) Ensayos escogidos. Seleccionados por W. H. Auden. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (6) Conclusiones finales
Marcos Santos Gómez
En el Quijote queda clara la conexión que Cervantes establece entre el universo de los ideales y de lo excelso, como lo hemos denominado anteriormente, y la realidad idealizada y sublimada por el arte, transformación ya operada en su tiempo. En el arte, en la literatura de la época, tanto culta como popular (hasta cierto punto los refranes de Sancho, por ejemplo) se daba con fuerza un mundo “desmundado”, es decir, paradójicamente fuera de lugar, pero que funcionaba como espejo deformador de lo “terrenal”. Un ultramundo seductor, no conceptual, sino imaginativo y poético. Sin embargo, el Quijote también señala la violenta e insuperable quiebra de este mundo ideal y la vida corriente, producto de la evolución histórica específica de Occidente. No sucede en la Europa del siglo XVII como en los pueblos que viven sin fisuras en el mito, sino que, en el occidente heredero de la razón griega, existe desde su origen un desdoblamiento entre la vida “corriente” y la vida “excelsa”. Seguramente algo paralelo a los distintos modos de distanciamiento entre clases sociales y la búsqueda de la distinción dentro de la sociedad y su expresión poética, es decir, la cultura. En el imperio del mito, cuando rige él solo la totalidad social, se da la amalgama por la que se puede vivir una vida exultante acá, en una dimensión real que el hombre pinta y ensalza, extrayendo de ella los “espíritus”, pero de la que no puede escapar. Una paradójica trascendencia inserta en la vida que, no obstante, es también cierre y acabamiento del mundo. Quizás un contacto duradero y constante, acaso frenético, con otras lenguas y pueblos fuera capaz, como en gran medida lo fue en oriente medio y sobre todo en Grecia, de exorcizar estos demonios y ejercer una función liberadora, racionalizante, que engrasara las ruedas de la cultura.
El Quijote es un hito que en nuestra civilización responde a la nostalgia por un mundo embellecido en el que se pueda vivir en compañía de los dioses. Lo que la obra viene a mostrar es que esto es imposible y que dicho embellecimiento, el contacto con lo excelso, ahora debe ser conquistado, como la libertad, y no está exento de problematicidad. No todos los hombres ya funcionan, en este sentido, al unísono y los proyectos de vida a menudo pueden perderse en distintas direcciones. La figura de don Quijote seduce, sin que sepamos lo que realmente Cervantes pensaba de ella, por su querer vincularse con una realidad exaltada, sublime, en la que en nuestro discurrir nos topásemos con los ideales. Los ideales son valores o modelos ejemplares de vida buena, que tratan de justificar la existencia del hombre y tornarla semidivina. En nuestro mundo, para que funcionen así, han de ser en gran medida producto de una elección, de una cierta voluntad que los detecta, los quiere y los busca, independientemente de la presencia que lo educativo haya tenido en la adquisición infantil de los mismos y de su obvia potencia para producirlos. Hay un momento, y sobre todo motivado por el conflicto con una sociedad que hipócritamente, de hecho, les da la espalda, en que el sujeto tiene que decidir si los quiere, implicándose por entero, en su ser, en ellos. Por tanto, hay un momento más allá de la simple adquisición educativa, en el sentido de la educación no reflexiva ni crítica, que sí alcanza hasta un espacio y posibilidad de la autocrítica de la propia paideia.
Don Quijote parte al encuentro con su mundo, con el paisaje, para poner a prueba dichos ideales, en el ejercicio de una vida plena. Los quiere sin pacto alguno con el mundo, se halla tanto iluminado como cegado por ellos. Y el paisaje responde, no los hombres, porque acaso dichos valores tengan más que ver con algo tan esencial y al mismo tiempo tan perdido que solo puede palparse en el mundo silencioso, en la austeridad del clima y la vida a cielo descubierto, en el trato con bosques, meseta, lagunas, serranías o con el caudaloso río Ebro y, no digamos, la luminosa playa de Barcelona en un tiempo en que el mar, incluso el Mediterráneo era aún una suerte de bellísimo monstruo no del todo domeñado a pesar de los descubrimientos. Así lo ve, por ejemplo, Sancho, como algo sobrehumano que le asusta, porque siente que no es del todo para el hombre, que manifiesta el desbordamiento de su propio ser, su abisal sobreabundancia.
La naturaleza y el viaje del hombre tenían entonces un tiempo mucho más sosegado, ambos en contacto estrecho, pues el hombre viajaba a la espera casi de lo que el paisaje, la atmósfera y el clima (alegremente primaveral y el sofoco veraniego) le iban proporcionando. Había algo todavía primario, se marchaba sin grandes prisas, trabajosamente, andando o sobre bestias que tenían su tiempo y necesidades biológicas (no eran máquinas) y se hacía, de hecho, como la humanidad, o en el viejo mundo al menos, se venía haciendo desde hacía milenios. El Quijote transmite muy bien esta sensación y el lector acaba marchando también al paso de hombres y animales, estando como ellos a la espera tranquila, en un paseo contemplativo. En aquel paisaje en gran parte deshabitado, el hombre afloraba a veces como otros viajeros sofocados, inmersos en la lentitud de su desplazamiento, en la escasa orientación, en lo precario de los caminos, a expensas del hambre y el sueño, de la solitaria y terrible oscuridad de la noche en aquella época. Incluso en la tecnología, había un contacto con el medio, un factor natural, que la ligaba con el entorno y que hoy también hemos perdido.
Por todo esto, en cierto modo, el Quijote son sus paisajes, sus rutas. Porque eso era lo que buscaba un caballero andante, una suerte de retorno a la vieja escucha que quizás, podemos imaginar, el hombre primitivo llevaba a cabo inmerso en el tiempo y los ciclos de la naturaleza. De ella extrae, implícitamente, sin que Cervantes lo diga así, don Quijote gran parte de su fuerza. Es como si el caballero andante buscara el espacio de sus sueños, donde invocarlos, que había de ser bajo el cielo abierto y caminando sin un destino claro, dejando transcurrir el ciclo natural, el lenguaje de plantas, animales y minerales y, en definitiva, el propio tiempo (la temporalidad) que se tornaba música, la música inaudible por los hombres pero que en la filosofía neoplatónica de aquel momento se postulaba y se presentía en el más profundo silencio, en el más profundo estar en camino.
Sale, pues, don Quijote a buscar algo perdido. Pero por muy deseable que lo estamos pintando, su propuesta estaba llena de riesgos. Para empezar, su sobrehumano querer ser lo que debe ser, por encima de su cuerpo débil y cansando, de lo flaco de su rocín, de lo prosaico del escudero y, sobre todo, del resto de los hombres, era una empresa que llevaba implícito el fracaso. Su proyecto de vida que quiere retornar a la exultante vida heroica de otros tiempos, ensalza su vida, pero lo condena. Como decíamos en el post anterior, don Quijote vive en una brutal soledad, en el aislamiento de verse como una isla rodeado de una inundación descomunal, que amenaza por doquier, que le reta a dejar su aventura, que refuta sus “teorías”. Es loco lúcido porque nadie ha sido más lúcido y consciente que él a la hora de a fuerza de voluntad decidir su vida. Pero su vida nueva tropieza con lo que se resiste a morir. Emprende, pues, un duelo con la realidad, y el Quijote viene a señalar algunos nexos entre ambos mundos, el modo en que calladamente, el arte sí está más vivo y presente aquí de lo que creemos.
Su elevado proyecto de vida, además, parece tirar de su antítesis: Sancho. Un hombre que sentimos mucho mejor dibujado y más cercano porque se corresponde con el extremo donde generalmente nos situamos. Se trata de la vida sin superación, sin trascenderse, sin horizontes, que genialmente, ya casi al final de la novela, en un diálogo entre ambos, don Quijote describe también como sueño, en su escudero, pero un sueño que es oscuridad, opacidad y el agradable olvido y sopor, incluso muerte, que Sancho alegremente confiesa que es su ideal. Sancho vive como hundido en la tierra, aunque peca, como su amo, de una proverbial inocencia. La inocencia de decir exactamente lo que piensa, la de una especie de guardián de la verdad incapaz de mentir. Así, se expresa como lo que es, y vemos que su mundo es también, para nosotros, ameno y apetecible. Pero fracasa en su intento de lograrlo. Siente poco a poco algo excelso sobre sí, personificado en el caballero al que sirve y sigue, pero no acaba de vislumbrarlo. Simplemente acaba aceptando que está ahí. Sus anhelos son más comunes, pues son los anhelos de hoy, los anhelos de los hombres apegados a su suelo. Gobierna bien su ínsula, aplicando una justicia sincera, sin dobleces, a partir del pensamiento reflejado por los refranes y los chascarrillos populares y un hondo sentido de la justicia. Su buen gobierno se basa, por tanto, en su inocencia, en la fe que tiene en la justicia heredada por los hombres en los cuentos, en el saber más práctico. Pero su espíritu práctico acaba ahí. Tampoco es capaz, como el amo, de mirar bien y percatarse de la trampa mezquina de los duques.
Sólo una broma podía darle, en la novela, su deseado gobierno a Sancho. Una broma que se prolonga a todas luces excesiva, cruel, desmesurada y vergonzosa. Leyendo el Quijote se llega a sentir lo soez del ensañamiento de los duques. Los duques, miembros de la clase social que era aquella aristocracia que encarnó siglos atrás lo excelso, protagonista de los sueños épicos y los mitos de sus admirados siervos, expresa la mentira de todo aquello. Nunca hubo caballeros andantes, ni los habrá. No saberlo fue la locura que don Quijote confiesa, en las puertas de la muerte, haber tenido. Nunca el fuego del que se alimentaba incendió realmente el mundo de los hombres. Sólo eran quimeras.
La fina ironía del narrador contrasta con la gracia burda y desquiciada de los duques. Su farsa llega a ser cada vez más vergonzosa. Carecen por completo de inocencia y viven en la distancia social, de dicha distancia y privilegios, pero sin fe en su propia ideología. Un modo, también, muy civilizatorio, occidental si se quiere, de vivir lo aristocrático, porque presupone la ya mencionada fisura llevada a cabo por el pensamiento en el mito. Los duques son plenamente conscientes de su juego, de lo que hacen, pero se ríen, sin saberlo, de ellos mismos, pues su juego desmesurado, su vida de placer y comodidad, los sitúa en un nivel de imbecilidad aun peor, y ya sin dignidad ninguna.
Así, el Quijote se va manifestando también como un juego que consiste en mostrar el lugar de los ideales en la vida y en el pensamiento de los hombres, tras la quiebra entre la razón y el mito. Hoy esto lo entendemos mejor como el vivir en la permanente conexión, mostrándola, de lo humano con lo excelso, conexión que acaba derivando en la disolución del “mediador” que lo señala, aniquilado y pulverizado por la rosa que quiere mostrar, con el fuego que se atreve a traer, como Prometeo, al mundo. Además de este cierto aniquilamiento del yo, o plena inmersión de este en el mucho mayor caudal de su ser donde habita lo excelso, donde se realiza idealmente (en el modelo de vida distanciada del Quijote), traer el cielo a la tierra no funciona ni gusta a la mayoría de los hombres. La inocencia y credulidad del caballero es duramente castigada y choca con la realidad de los hombres (no con la grandeza del paisaje y de la propia existencia como tal), con lo que los hombres han construido. Los hombres que tratan con don Quijote han dado la espalda a lo que él viene a traer de nuevo. Su artístico y ético embellecimiento de la realidad no es comprendido más que en los libros. La vida no puede ser ya una pintura lúcida y libre del propio modo de ser. Occidente es, en este sentido, inercial, rastrero, porque además se sabe rastrero, no como ese otro inocente que anda por los suelos que es Sancho Panza, tan entrañable y adorable como su amo. Se ha perdido justo aquello que más caracteriza a la pareja: la verdad, el afán de ser auténtico, de reflejar o encarnar la verdad que se profesa ya solamente, exiliada del mundo, en las obras de arte, en la literatura. Así, para los hombres, el ámbito donde están verdaderamente, es un ámbito a medias entre la tierra y el cielo: el del “objeto” literario. Sólo que este, a su vez, deriva en otro laberinto donde resulta fácil perderse. Es la mentira donde ha de vivir, excomulgada, la verdad. Y es la atmósfera que durante años, en su provinciana aldea, solitario, ha ido respirando el viejo hidalgo Alonso Quijano, llamado, ya al final del libro, el Bueno. Su bondad estriba en querer, seriamente, lo bueno, en pretender resucitarlo, en, cual nuevo Prometeo de lo excelso, recuperarlo para los hombres y para la existencia.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (5)Marcos Santos Gómez
La rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik
Lo excelso que los hombres aman salva, pero quien se juega el tipo por ello, quien lo encarna trabajoso e inocente, corre el riesgo de perderse exiliado de la tierra y de los hombres. Así, la vida de Alonso Quijano es una vida aislada en dos modos diferentes:
Primero. Es hidalgo venido a menos que siente cómo los nobles de mayor rango ponen en duda su nobleza, mientras que tampoco el pueblo llano acaba de admitirlo en su seno. La suya es una vida que ha de encarnar los ideales que profesa por una obligación social, es decir, su aislamiento como miembro de una clase social aislada, le obliga a vivir lo aristocrático como algo artificial, desnaturalizado, en lo que el elemento educativo manifiesta su necesidad para alcanzar los valores que no recibe como herencia de sangre. De un modo semejante a otras clases ascendentes en otros tiempos, Quijano, el hidalgo, se ve obligado a elegir quién quiere ser y, además, a desdoblarse entre quien elige y lo elegido; es decir, entre la persona que aspira a ser más desde su inanidad social y lo que constituye su segunda persona o máscara, puesta como algo aparte frente a sí, con fuerza ejemplar. El hombre previo y latente que intuimos en don Quijote y que aflora en algunos pasajes muy relevantes (cuando es más autoconsciente y reflexiona, de manera distanciada, sobre la caballería manifestando su elección y voluntad de resucitarla en nuestros tiempos) se complementa con la máscara que ha de ganar en un costoso y largo bautizo. Se sitúa el hidalgo en una zona límite que solo la educación y la aventura pueden salvar, lleno de indigencia existencial, pero que es la zona donde es posible emprender la crítica y ejercitar la voluntad de utopía. Una suerte de fisura, de sima donde se va abriendo, y transformándose, la historia, cuya transformación parece requerir, generalmente, de estas crisis.
En segundo lugar, don Quijote (ese más allá de Alonso Quijano) vive una libertad que experimenta en lo más profundo como soledad y delirio. Esta situación de pender en la cuerda floja, que es, propiamente, la nuda condición existencial del hombre y que es justamente lo que lo fuerza a pensar, lo que le hace tomar conciencia de su modo de ser abierto y procesual, se encarna en el hidalgo que habita entre varios tiempos y mundos. Su posición social, su desconcierto entre las cosas, lo fuerza a intuir y olfatear el sustrato de su apertura ontológica. Sin saber vivirlo y experimentarlo de otra manera que como una tarea solitaria.
Nostálgico de una edad de oro cuya ausencia el provinciano hidalgo manchego es capaz de sentir más que nadie, alejado pero próximo a la eufórica agitación de un inusitado e inimaginable horizonte extendiéndose mucho más allá de la Península, quizás incluso por ello, su misión vital ha de ser retornar a dicho periodo áureo. Parece que olfateaba algo grande muy cerca, que su imaginación debía dibujar, pero algo inefable y acechante, tan amenazador y terrible como elevadamente prometedor. Es como si hubiera caído en la cuenta, en un sublime ataque de cordura: "no, no me la cuela esta realidad mundana mediocre y olvidada. Esto es más, mucho más". Y don Quijote fue el precario intento de mostrarlo.
Significativamente el caballero ya se hallaba, hasta cierto punto sin saberlo (porque en la segunda parte don Quijote es ya lector de don Quijote y ha comenzado su metamorfosis hacia esa broma que llamamos inmortalidad), inmerso en una edad que, sin él saberlo, acabaría siendo llamada el Siglo de Oro. O, mejor dicho, en una novela de ese periodo áureo de la literatura en lengua española, en la primera novela de la modernidad como tal, que al mostrar esta guerra del hombre con lo real ya embelleció y enalteció lo real. Cervantes nos muestra nuestro mundo actual, enriquecido por el esfuerzo de un personaje literario cuya ingente tarea y esplendor acabarían brillando más que la Mancha, más que el propio lector actual y más que él mismo, que como su coetáneo inglés, sería disuelto por su propia obra. Porque crear, y ni siquiera hay que ser un genio como ellos para experimentarlo, es, contra la creencia usual, disolverse, desaparecer en la propia obra que nos roba realidad e incluso llega a matarnos. Por eso, el arte antes que donar, como se creía, la inmortalidad, antes que garantizar una forma de supervivencia del yo creador, aniquila dicho yo. La verdad es que este "yo" no existe y la prueba de ello es la realidad, mucho más obvia, densa y elocuente, de lo que ha creado, en lo que algo se prolonga y vive, pero no siendo ni siquiera nuestra sombra, sino otra cosa que, contrariamente, nos ensombrece a nosotros.
Don Quijote existe a fuerza de voluntad consciente, desde la distancia y sabedor del esfuerzo que hay que hacer por recuperar lo que se había perdido, lo que se admira próximo pero inalcanzable. Dicho de otro modo, su estado social, o sea, su vida, su ser ahí, le fuerza a pensar, a situarse de un modo racional en el mundo y a educarse, a adquirir lo que a otros les viene dado, lo que murió con la muerte de los dioses, lo que acaso nunca había existido. Su manera de sentir el mundo es la nostalgia por los perdidos dioses que un par de siglos después tan bellamente prolongaría Hölderlin, y la melancolía. Porque, recordemos, el caballero tiene lo que al burgués le falta, pero no llega a tener lo que tienen los nobles y, aun más arriba, los dioses. Por eso ama la verdad, porque es inalcanzable y está fuera de lugar. Por eso se agita en él un afán, un amor y un vivo deseo. Pero amando fantasmas, sin tierra bajo los pies, se vive en el desconcierto. Su sino es estar abocado a la desubicación, a la nostalgia. Así, don Quijote surge por el esfuerzo de Alonso Quijano por comprender su mundo, por realizarse de un modo meditado y voluntario, en la plena conciencia de quién quiere ser, de elegir su ser. Pensar y verse abocado a tener que hacerse son un solo movimiento.
Mas el movimiento por el que una voluntad trata de apropiarse de lo excelso, cuya concreción manchega y renacentista fue Alonso Quijano, es también aquel por el que cualquier vida decide afirmarse de un modo consciente. Dicho de otro modo, nos referimos al movimiento por el que la propia vida se erige en vida lúcida, la que se sabe cabalmente en la necesidad de definirse, como lo nunca logrado del todo. Lo que deseo resaltar es, apuntando a este halo por el que don Quijote es más que un mero afán de afirmación social (que lo convertiría en Sancho), que don Quijote es alma que opta en el empeño de ser libre, lo que caracteriza a cualquier hombre realizado en cualquier tiempo. Que su condición fuera de noble nostálgico y empobrecido, hasta cierto punto, es lo de menos. Lo que le pasaba nos pasa a todos. Esto equivale, en su tiempo y en todos los tiempos, al hombre que se realiza, aquel que halla y piensa su lugar exacto entre los seres, capaz de adivinar su apertura esencial, su indefinición y la consecuente necesidad de decidirse acerca de su existir.
En don Quijote se pueden pensar dos dimensiones de la existencia humana. La óntica, por la que el hombre es determinado y situado entre los entes, siendo él mismo un ente que responde a las leyes de lo óntico, a sus causalidades y progresiones. Pero en la medida que se da en su existir concreto y determinado la paradójica necesidad de ser radicalmente libre, de hallarse como una cierta voluntad en medio del abismo y pender constantemente en la cuerda floja, don Quijote está expresando algo mucho más universal que la mera condición de su hidalguía. Es en esto en lo que deseo fijarme. En el trasfondo ontológico que se da en lo antropológico, por el que el hombre es ser consciente de que debe ser, de que requiere ser acabado, como han subrayado los existencialismos. En el plano educativo, diríamos que para que lo óntico del educarse que nos entiende como construcción y fabricación de una cierta identidad, aunque dinámica y tensa, está la mayor concreción del ontológico tener que hacerse como condición existencial, como la condición “humana” (frente a “naturaleza humana”).
Esta lucidez de que hablo es la que el hombre logra, en su contexto socio-histórico, con la tensión incorporada en su vivo existir hacia un frente a sí, como la encarnación de esa posibilidad básica de libertad que nos caracteriza. Se trata de una vida lúcida que es a la vez máxima expresión de lo “humano” y que trasciende lo educativo reificado. Así, el hombre concreto toma las riendas al saberse contingente y es esta libertad la que los proyectos éticos y políticos liberadores presuponen. El retorno a ella. Si no es así, todo es una mera ilusión, si la libertad no nutre y se entrevera en nuestros ideales, que emergen de ella y en ella subsisten, no habrá liberación sino, en palabras de Paulo Freire referidas a la educación, “educación bancaria”, o cosificación del juego vivo de la existencia. Una libertad que es saberse en la pura indefinición esencial, en la precariedad de la persona, y, justamente por ello, sacar el máximo esplendor a la vida. Esa libertad es la edad de oro que don Quijote busca, la que, al buscarla, ya invoca y realiza.
La rara forma de lucidez (cordura) a que me refiero es, también, la lucidez de don Quijote. Una lucidez que a los hombres procura ambiguos sentimientos, como recuerda Erich Fromm, que nos sitúa en el mismo filo de la nada, que disuelve, que relativiza, pero que en dicha nada y desde ella, frente a los demás seres, nos conmina a sabernos abocados a la existencia. Un infierno celestial. O hacer de este infierno un cielo. Esto es y esto quiso acaso decir, en los albores de la modernidad, en un tiempo de crisis, cuando el vértigo que somos hoy irrumpía en la historia, el viejo soldado, vencido, Miguel de Cervantes. Porque don Quijote existe en ese desfondamiento por el que el ser se da la mano con la nada, con lo indefinido, con la falta de fundamentos anunciada siglos después por Nietzsche y llevada a cabo por las derivas hermenéutica y deconstructiva del pensamiento. Cervantes acaso intuyó esta sima en nuestro corazón y esta sima en la modernidad. Una maldición que trastoca la vida del hidalgo pero que, como una bendición, la torna divina. Hölderlin también deseará, en cierto famoso poema ("Empédocles"), haber vivido solo un día, al menos un día, como los dioses, y después, ya no importará la muerte.
Don Quijote ha optado por una vida buena (¿divina?) y la vive. Pero a solas o con la constante antítesis del escudero, mejor dicho. Y esta soledad que es tensión y apartamiento entre los hombres, puede también ser una carga, una insuperable consecuencia de su modo de ser que no sabe vadear. Como tanto se dice en el texto de la novela, don Quijote es ambas cosas: loco y cuerdo. Es cuerdo, efectivamente, más, infinitamente más, que ninguno de los otros personajes con quienes se cruza. Pero su apuesta por un modo de ser que resucita a posta, con conciencia de lo artificial de este proceso que solo llega a través de lecturas, con la forzada invocación de los viejos ideales de una edad de oro que han dejado de tener lugar en el mundo, lo aproximarán a la locura. Un movimiento de la razón, que lo desquicia.
Es cuerdo que empieza a pensar bien, pero se queda a medias. Pensar lo distancia infinitamente de un mundo al que comprende mejor que los demás hombres, pero cuya comprensión no es capaz de hacer llegar prudentemente hasta ellos. Justo porque es capaz de acceder al corazón irradiante y precioso de la realidad, no acaba de comprender cómo este se desenvuelve. Abre los ojos más que nadie, en la mayor de las corduras, pero es cegado por aquello que descubre, en la mayor de las locuras. Su locura da certeras razones de las cosas, pero es una sabiduría inocente. Él y Sancho son sobre todo, veridictores, o sea, inocentes señaladores y decidores de la verdad. Y se sitúan de tal manera en la órbita de esta, que acaban quedándose fuera de lugar.
Su denodada defensa de una nobleza sin sentido exiliada al lugar de las ideologías, que vivía idealmente en la fantasía grotesca de las novelas de caballería o en los salvajes sueños, el pasmo y la sangrienta tenacidad de los conquistadores de América, pero también en la hipócrita fachada de aristócratas que hacía siglos dejaron de encarnar en sus obras los ideales que los fundaron, su querer ser auténticamente noble resucitando el muy lejano vínculo del aristócrata con lo excelso, fue su locura, a la que no faltaba un ápice de razón.
Así, la diferencia de don Quijote en relación con los demás aristócratas de mayor rango es creerse el ideal y tomarse más en serio que ellos su nobleza. Desde su clave indigente, profesa los ideales perdidos y vive en permanente tensión hacia ellos. Pero, hemos dicho, el don Quijote concretísimo y libérrimo que elige voluntaria y reflexivamente lo que quiere ser, o como quiere ser, resulta, paradójicamente, un fantasma. Su apuesta por los ideales y modelos ejemplares en los que nadie cree, pero que siguen causando admiración en la fantasía de los hombres, su afirmación vital épica, su densificación poética de lo real, abierto a una dimensión cualitativamente superior, bella, excelsa, que trata de regular y acoplar, inútilmente, al mundo, lo va aislando. Por eso, don Quijote, en la novela, da la sensación todo el tiempo de ser él, solo él, en la manera de una isla que ha ido resistiendo mientras la inundación se iba apoderando de todo. Su esfuerzo, y esto resulta dolorosísimo de admitir por el lector enamorado del personaje del caballero andante, finalmente parece ser completamente inútil, una equivocación, un mero conato de rebeldía absurda, jamás secundada por nadie, un torpe juego de solitario francotirador. Su deseo, su voluntad y su libertad son admirables, pero fallan.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (4)
Marcos Santos Gómez
El proyecto de Cervantes en el Quijote solo es equiparado, creo que puedo afirmar aunque sin desplegar mi memoria en demasía, por el Ulises de Joyce. Es decir, emplear en una narración recursos como la incorporación de distintos géneros y, sobre todo, meditar en ella poniendo en juego el arte dentro de la realidad, la sublimación que obra el arte en sí como una gran vidriera y cada género en su correspondiente perspectiva de la realidad, todo ello dentro de otra obra literaria mayor que las contiene, lo han conseguido pocos. Una gran obra que fingiendo ser la realidad acaba adquiriendo autoconciencia de no serlo, de su insuperable brecha con ella. Todo ello convierte a la genial obra de Cervantes en la pionera y fundadora de esta suerte de literatura autorreflexiva o metaliteratura, como tanto se ha dicho.
Pero las sorpresas o, en palabras de Borges, magias, que guarda el Quijote no se agotan en ello. Aun más, resultan infinitas, lo cual ya era también anticipado por el propio Cervantes, quien inicia un juego abisal de reverberaciones, de una suerte de bromas en las que nos perdemos sin acabar sabiendo del todo si lo que se cuenta es, supuestamente, un intento de Cervantes de contar una historia realista o, en el fondo, él sabe bien y deja entrever que su historia no tiene nada de realista. En la segunda parte, por ejemplo, Sancho se sorprende de que los duques le hayan preparado agasajos (empezando por hacerle cumplir su sueño de gobernar una ínsula) en función de sus íntimos deseos como si conocieran sus secretos personales. Pero, claro, es que resulta que el narrador de la primera parte, en su omnisciencia, relata lo que para Sancho formaba parte de su conocimiento secreto, que en la segunda parte conoce todo el mundo porque han leído la primera. Esto ocurre en algunas anécdotas que tomando el relato de la primera parte sobre miedos, ambiciones, dudas del escudero, los hace “públicos”. El lector lee el “mundo interior” de Sancho recogiendo con naturalidad esta omnisciencia del narrador, lo cual acaba resultando un imposible que la literatura ha hecho verdad. Y así lo muestra la segunda parte del Quijote, cuando el propio Sancho se asombra de ello, de que todo el mundo conozca sus intimidades, porque incluso los demás personajes ¡han leído la obra!
Así pues, en la segunda parte, los personajes se salen de la narración y toman distancia reflexiva de la misma, en la autoconciencia de ser personajes de una obra literaria. Estamos ante un juego que la literatura más culta explotaría en los siglos posteriores y que en el siglo XX ha reaparecido en numerosas obras maestras de su literatura. Sin ir más lejos, el testigo de Cervantes lo tomará Unamuno que en su novela (“nivola”) Niebla saca al protagonista de su historia, dentro de otra historia, en la que están ese mismo personaje autoconsciente y extrañado frente, nada menos, al autor, que se convierte en personaje de su propia novela. Todo es como un conjunto de esas muñecas rusas que se van incluyendo unas dentro de otras.
El camino emprendido por Cervantes en la primera parte, que estriba en una aglomeración, decíamos, de géneros y cuentos dentro del gran cuento del Quijote, insertados en una trama “realista”, con naturalidad, como quien no quiere la cosa, siendo historias que jamás ocurrirían en nuestra/la realidad, este camino cambia, pero solo en apariencia. Se ve que, como confiesa el propio Cervantes en boca de alguno de los distintos comentadores, personajes o escritores-traductores ficticios de la obra, esta profusión de microrelatos dentro de una trama general, había sido criticada tras la publicación, por romper el hilo de la trama principal. Cervantes hace caso a los lectores, pero sigue jugando. La broma de Cervantes es tal, que en la segunda parte sigue haciendo lo mismo sin que apenas se note, sin que el lector lo detecte. A mí me habría colado, por ejemplo, una, cuando uno de los capítulos que sitúan a don Quijote enfermo tras la broma de los gatos en la casa o castillo (¡¡¡Cervantes juega además con esta ambigüedad y nos deja, ahora, elegir qué realidad queremos, si finca nobiliaria rural o castillo, sin aclarar dónde están los duques y don Quijote “realmente”!!!), en el que es de nuevo vapuleado, él y una dueña que parece ser de las pocas personas sinceras (junto con el canónigo que al principio de la sarta de humillantes bromas pesadas de los duques protesta contra ello en una comida) resulta que es, a nivel de contenido y estructura un típico entremés cervantino. Y lo sé gracias a una nota de Francisco Rico, si no, me la cuela Cervantes.
Así pues, la segunda parte está igualmente plagada de literatura dentro de la literatura, pero fingiendo todo un supuesto realismo mayor que el de la primera parte. Gran parte del gobierno de Sancho en la ínsula son chascarrillos muy populares en la época, que se contaban más en entornos sociales propios de Sancho que en la literatura culta (de caballerías, pastoril, etc.), la cual se leía en entornos más cultivados. Cuando uno se aproxima así al Quijote, resulta que nos percatamos de que es tan exuberante y mágico como cualquier novela del realismo mágico de la América Latina del siglo XX.
Pero gran parte de la clave del Quijote está en sus personajes principales. En esos dos polos, en apariencia antitéticos, que son Sancho Panza y don Quijote. En ambos, quizás más en quien la fisura con lo real es mayor (si es que a cierta altura del Quijote nos aclaramos con lo que Cervantes entiende por lo real), o sea, el caballero andante, parecen darse dos niveles de realidad. Si tomamos la figura doblemente triste (según desde qué mundo es visto) del hidalgo convertido en caballero andante, aparentemente fuera de lugar, adivinamos un sustrato de carne y hueso, muy humano, que llevaba una vida de típico hidalgo de pueblo. Los hidalgos eran el sector más bajo de la aristocracia, que no era considerado noble, y que no podían utilizar el “don” en su nombre. Constantemente, cuenta Hugh Thomas en su primer volumen de la trilogía sobre el Imperio español, se veían forzados, por un cierto complejo, a demostrar que encarnaban lo que los demás nobles ubicados por encima en la jerarquía ya ostentaban de nacimiento. Tenían que ganarse su nobleza y el historiador inglés cuenta cómo en la guerra de Granada algunos cometían hazañas temerarias y absurdas para ganarse dicho halo social, el reconocimiento cabal de la nobleza de su sangre. Se situaban, pues, a nivel social, entre el pueblo llano (labradores, los que profesaban oficios, vendedores, etc.) y la nobleza que sin dudas encarnaba “de verdad” los valores “nobles”. Por tanto, hay que suponer ya de partida una tensión dentro del ser (social) del hidalgo manchego y el sentimiento de no lugar, de estar sobre una cuerda floja.
¿Qué representan, entonces, las novelas de caballería para el humilde hidalgo (la famosa descripción con que comienza el Quijote enfatiza precisamente lo humilde de su condición, su forma austera de vida, su porte sencillo, demasiado moderado como para ser un noble)? Quizás aquí haya que retomar el asunto que nos había movido a destinar esta serie de post al Quijote: lo épico que, en lo más fundamental del hombre, equivale a lo poético (nomenclaturas al uso aparte). Parece contrastada la universalidad de la condición poética o del anhelo épico del hombre. Algo que relacionábamos también con los mitos, en la medida que todo ello apunta a la incorporación de una tensión al modo de perturbadores horizontes (axiológicos, ejemplares) que excitan el deseo frente al sujeto. Lo que llamamos “cultura” o ideología los porta. Todos los pueblos sienten esa necesidad humana de tirar de sí para delante. El hombre podría ser pura permanencia, inmutable mutabilidad y tender en exclusiva a ser una constante repetición de sí mismo. Pero tal hombre es inconcebible, resulta imposible imaginarlo. Todo en nosotros, desde los sentidos a la inteligencia, porta esta suerte de tendencia a desplegarse y a hacerlo situando un modelo ejemplar frente a sí. Dicho en otras palabras, el hombre, salvo patologías como la actual en nuestro inicio del siglo XXI, los seres humanos se anteponen ideales.
Mas los ideales y el modo en que estos se expresan se ha de encarnar con todo lo que somos, incluido ese elemento fundamental que consiste en que somos sociales. Aludir ahora a una historia de los ideales, de su plasmación cultural y de sus contenidos, es por supuesto tarea imposible, debido a la extensión y rigor que haría falta. Ya se ha acometido esta empresa en varios frentes y por mejores estudiosos. Yo tan solo puedo apuntar algunas impresiones y esbozos acerca del ser social e histórico del hombre.
Desconocemos prácticamente la enorme franja, para siempre ignota, de la Prehistoria. Unos doscientos mil años sin agricultura ni ganadería, de nomadismo, de recolectores, cazadores y pescadores en una tierra virgen y desconocida en su inmensa plenitud. Las pinturas rupestres tienen una antigüedad mucho menor, y apenas queda más rastro que los sílex y huesos, muy pocos, del homo sapiens durante lo que ha sido su forma más longeva y “normal” de existencia. Desde luego, tampoco conocemos el futuro ante nosotros. Así que resta que nos centremos en lo que podemos averiguar directamente, en la pequeña franja de la historia, acerca de la pulsión de los ideales en el hombre.
En la llamada “civilización” a menudo los ideales se han situado, vivos, en las castas superiores (veíamos cómo indica esto Jaeger al referirse a la Grecia del siglo VIII a. C.). Ha habido un estrato “aristocrático” que, en decenas de transformaciones, ha ido siendo el depositario de lo excelso. Naturalmente, el modo en que esto ha ocurrido y el nicho social concreto que ha gozado de este privilegio, ha ido cambiando con las formas de sociedades hasta nuestro mundo burgués. Digamos que, no obstante, la cierta sombra de una vieja casta noble ha permanecido, como lugar admirado, como objeto de deseo, como prohibido lecho de rosas cuasi divino que sólo en muy pocas ocasiones era alcanzado por el populacho. Pero, para este “populacho” (y que me perdonen los sociólogos por esta forma tan simple y generalizadora de expresarme) el mayor deseo, lo que se imitaba o se tenía por forma ideal de vida, aquello a lo que todo el mundo quería parecerse, aun renunciando resignadamente a lograrlo jamás, era lo que ha representado el ideal “aristocrático”. Así, en la civilización, la fisura que los ideales abren en la realidad se ha encarnado en una fisura social, palpable, constatable entre los hombres. Y la fisura, en general, variando a veces en su localización (dentro de un mundo burgués o estamental los abismos sociales se expresaban y ubicaban de modo diferente), se ha configurado como insalvable.
De manera impresionantemente actual, también el Quijote puede ser visto, aunque esto guarda una obvia relación con la necesidad de lo épico en el hombre que llevamos varios posts resaltando, puede ser visto, decimos, como una reflexión narrativa acerca del ascenso social en la época y, todavía hoy. Si las primeras cincuenta o hasta cien páginas de la segunda parte se destinan a situarnos bruscamente en el nivel de la literatura autoconsciente que va a florecer en las siguientes, con las discusiones entre don Quijote, el barbero, el cura y el bachiller Sansón Carrasco, tras ello se relata el pasaje de la discusión entre Teresa Panza, mujer de Sancho, y su marido. Lo que ella desarrolla es un auténtico tratado del sentido común (que para Sancho se expresa en su modo de “sabiduría” basada en los refranes populares) y que a Teresa le hace expresar la imposibilidad que ellos tienen de lograr de veras un ascenso social. Es lo que explica, la imposibilidad de ascender socialmente en su tiempo, como algo imposible (aunque esta reflexión en sí y tan lúcida y distanciada toma de conciencia apunta ya a un mundo feudal que se estaba empezando a quebrar). Son páginas que cualquier persona “razonable” habría de suscribir. Señala que de hecho, resulta imposible ascender socialmente y, aun más, que puede ser castigado el intrusismo social ascendente. Es impresionante como, casi como un sociólogo actual, Teresa Panza expone y describe con gran lucidez el modo en que este rechazo se daría y cómo impediría una vida tranquila y bien acoplada a su nuevo escalón social por parte del arribista. Sorprendentemente, asevera que el dinero no es la clave para definir el nicho social que uno ocupa, sino lo que siglos después Bourdieu llamaría “capitales” (de los cuales el económico es solamente uno más y no de los más determinantes) y “habitus”. El intrusismo de alguien que no se ha socializado en las reglas de un campo de juego social determinado (y Bourdieu afina y matiza mucho más la tradicional teoría de las clases sociales, término que rehúsa emplear) produce una cierta distorsión vital en el intruso. Y esto es lo que Teresa trata de explicarle a su marido que se encuentra cegado por su deseo de ser gobernador.
Asimismo, el propio don Quijote es acusado de intrusismo social, cuando los hidalgos y nobles del pueblo manifiestan su incomodidad con el “don” que se ha añadido sin merecerlo socialmente, lo que en la época significaba mucho. Pero don Quijote se lo añade porque los caballeros de las novelas que leía lo ostentaban y él quiere hacer realidad el sueño que eran, en cuanto ideales deformados, paródicos, las novelas de caballería.
Seguramente, una vía de ascenso social paralela que sí era reconocida fue la universidad, a medias entre el estamento eclesiástico y el nobiliario. El hombre cultivado y estudioso ya se preguntaba por todo esto e incluso lo cuestionaba. Tenía cierto permiso social y la posibilidad de hacerlo; lo que se conseguía leyendo o yendo a la universidad, como el bachiller Sansón Carrasco. La figura medieval del intelectual universitario se incorporaría hasta nuestros días en una institución, la universidad, que iría transformándose según la sociedad le iba asignando misiones o funciones adecuadas con los cambios históricos y estructurales. El nicho universitario ya era en la época el lugar donde la ideología se iba acoplando a los cambios sociales e históricos. Una suerte de fábrica de ideología que, por eso mismo, implicaba el distanciamiento crítico muy a menudo y un notable carácter, también, de fábrica de contraideología. Seguramente hizo, y ha hecho hasta hoy, falta este ámbito de pensamiento “libre”.
A nosotros, por volver a un ámbito menos descriptivo, menos historiográfico, lo que nos interesa es que los ideales son formas de lo poético o, como también lo hemos llamado y hecho casi sinónimo, de lo épico y lo mítico. Son estos ideales los que procuran su brillo al estamento noble. Para don Quijote los ideales se le habían presentado efervescentemente vívidos, más que en su pobre realidad social y en las novelas de caballerías. Tampoco puedo hablar aquí con detalle y conocimiento de causa, ya que no he estudiado el género (habría que leerse algún día, sí o sí, el Amadís, por lo menos), pero baste la general convicción de que los relatos épicos, con distintos matices, plasman lo deseado en un contexto social, es decir, lo excelso, el contenido de lo bueno que en este momento equivalía a lo que garantizaría, supuestamente, el ascenso social e ingreso en la élite social aristocrática. El género caballeresco idealizaba algo que nunca ocurrió tal cual y que funcionaba como imagen o espejo en que mirarse, aunque deformándolo grotescamente para divertir, con tramas apasionantes y recursos fáciles de suspense y acción, lo que convertía al mismo en una parodia del ideal nobiliario-épico. Me tienta comparar lo que suscitaba con lo que hoy sería para nosotros la serie televisiva Juego de tronos.
Hay que recordar además que un género literario de la época que yo apenas he nombrado pero que también está presente, mucho más velado, implícito, en el Quijote, era el género picaresco. Lo esencial del mismo, dentro de la problemática a la que estamos apuntando, es la absoluta imposibilidad de ascenso social que mostraba. El pícaro viaja, como los héroes de las novelas de caballería, en peculiares formas de lo que hoy serían road movies, o también novelas de educación (de mala educación), como el Lazarillo. Pero de todas sus aventuras y esfuerzos no resulta cambio cualitativo de ningún tipo. Es decir, el pícaro permanece esencialmente miserable toda su vida e incluso puede terminar lleno de satisfacción su andadura con la mayor deshonra, con el envilecimiento personal autocomplaciente, como es el caso del Lazarillo. Pues bien, don Quijote es lector expreso y consciente de las novelas caballerescas e, implícito, de las picarescas. Es decir, emprende un viaje con tintes de ascenso, como si un pícaro o alguien de bajo rango social se atreviera a creer que era posible terminar de “emperador de Trapisonda” o “gobernador de la ínsula Barataria”. Lo que era imposible para el pícaro o los hidalgos de su tiempo, don Quijote lo va a emprender, desafiando las reglas del juego.
Detengámonos por ahora en estas reflexiones. En el próximo post de esta serie dedicada al Quijote, matizaremos cómo vive cada uno de los dos extremos ejemplares (caballero y escudero) de un mundo que no acaba de conciliarse con sus ideales. Cómo para uno el ideal es salida absoluta de la realidad pero en una locura cuerda, por la que los ideales son pensados y la necesidad de verlos encarnados forma parte de la peculiar racionalidad del hidalgo. Don Quijote se toma en serio lo que en el nivel discursivo ideológico o fantástico caballeresco se manifestaba como bueno y grande, y deseo verlo en el mundo (de hecho en varias ocasiones reconoce su afán de resucitar la vieja y olvidada caballería andante). Sólo que lo implanta en la realidad a la fuerza, sin mediación ni estrategia de ningún tipo empleada para ello.
Sin otro referente en esta suerte de conciencia desubicada que el polo de la inserción en el mundo sin ideales, en sus inercias ciegas, no discursivas, producto de una falta de pensamiento, que es el polo representado por Sancho Panza. Pensar bien consistiría en superar estas polaridades y el Quijote, quizás, es el intento de enfocar el asunto, de tratar de situar el pensamiento en su centro, en su equilibrio, en la integración, quizás, de los dos opuestos del caballero y el escudero. Esta gran obra muestra los dos movimientos respecto a lo real (socio-histórico) que precisa hacerse cuando se piensa lo real (socio-histórico). En un tiempo que estaba produciendo las primeras utopías de la modernidad. Las reacciones que ambos personajes van mostrando, sus razones y su vida “interior” son estaciones en este esfuerzo por pensar la realidad histórica cabalmente, de manera que a lo largo de la novela van educándose entre sí y en su interacción con el medio en su viaje-aventura. Ambos quieren ser libres, liberarse de ataduras sociales y no acaban de lograrlo. Se hallan presos de dinámicas fatales y trágicas, condenadas a no hallar una salida razonable. Porque proponerse ser libre vale como propósito, pero así, en el puro vacío, no funciona. Iremos detallando esto en próximos posts.
A la altura de la novela en que estamos, dentro de nuestra relectura, que es la parte del gobierno de Sancho Panza, es este personaje el que se nos antoja más complejo e interesante, curiosamente, cuya famosa “quijotización” supondrá el abandono de su cerrado “ideal” de ascenso social basado en una extensión de la necesidad de supervivencia. Asimismo, el pensamiento de Sancho se irá haciendo más complejo en estos momentos, a partir de su ubicación en esa forma de clichés (de no pensamiento) que son los refranes hasta el autocuestionamiento que hará que él, y también su amo, se vayan dibujando mejor, redondeando, mostrando de nuevo su realidad de carne y hueso. Literariamente, van pasando de ser ellos mismos meros clichés (personajes planos) a redondearse (personajes redondos). En principio esto es algo que funciona, al parecer, en la percepción del lector que gradualmente va viendo en acción a ambos desde un inicial casi desconocimiento. Pero coincide con una cierta riqueza y transformación progresiva de los mismos. Don Quijote abandona su aldea en la primera salida como un mero cliché que se ha llenado de matices y humanizado ya al final de la obra.
Antes de la culminación de este proceso, amo y escudero permanecían atrapados en formas de pensamiento alienadas, en el caso de don Quijote, en un giro hacia lo excelso de ideales sublimes donde la realidad aparece mistificada y desmaterializada (un modo de ser platónico) o sumergido en el fango que es el resto, la escoria de la materia, lo que le queda a Sancho por el vuelo hacia lo excelso del caballero, un Sancho que se halla atrapado en la no salida de su condición existencial, que siempre es, fatalmente, condición social. Y el pensamiento que oscila entre ambos polos antitéticos no logra superarse, no se patentiza como efectivo, no alcanza a tocar la realidad salvo dando saltos de uno a otro extremo.
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (6ª parte) La parresía III.
Marcos Santos Gómez
- La escuela cínica.
Foucault, como era de esperar, dedica un largo estudio a la escuela cínica de la antigua Atenas, que hizo precisamente del ideal parresíaco, su máximo fin. Así lo señala Álvarez Yagüe, cuyo estudio del último Foucault estamos siguiendo, en su hilo conductor que más o menos corresponde con la cronología de los trabajos del último Foucault, del tercer tomo de Historia de la sexualidad y, en estos pasajes, sobre todo sus cada vez más leídos y admirados cursos del Collège de France, que en español está publicando desde hace unos años la editorial Akal. Son de lectura indispensable para comprender los primeros modos y transformaciones de la paideia, de lo que se entiende por buena educación u hombre educado.
Por un lado, tenemos lo que se fue forjando en distintos ámbitos que seguían la corriente de las escuelas de retórica y sofísticas, la posterior sistematización y aumento de lo que hoy llamaríamos el primer curriculum que se conoce, los primeros tratados de didáctica y pedagogía; pero, no pasemos esto por alto, conceptos filosóficos como la parresía, y el desarrollo de la filosofía en sí, inciden todo el tiempo en un ideal educativo que cuestiona la educación más “convencional” desarrollada en dichas escuelas y reubica la educación en la senda de la verdad. De hecho, lo que estamos viendo alrededor de este concepto griego de parresía, es un retorno de la teorización (o del saber erudito y la tradición) a la vida, de manera que impregne y module real y efectivamente al sujeto.
Esto es lo que sobre todo encarnan dos escuelas. El estoicismo y, la que ahora va a ocupar a Foucault, el cinismo. De hecho, no va a cometerse en ningún momento la tontería de despreciar el conocimiento teórico y la tradición de saberes. Los estoicos, por ejemplo, se van a apoyar en ella, la van a proseguir, solo que encontrarán su verdadera conexión con la existencia, con el hombre, es decir, su repercusión en la ética. Es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre lógica que emprendieron o los libros de filosofía natural de Séneca y otros.
En el caso del cinismo, el punto principal de esta educación filosófica se va situar en la vía de los ejercicios de endurecimiento, de autodominio, que será la askesis, frente a un logosdescarnado o saber teorizante. Al poner aquí el acento, el “método” educativo por excelencia va a ser los ejemplos vitales estimulantes, los relatos biográficos, las anécdotas. Es decir, se va recurriendo a otra forma de tradición, una tradición menos visible en los tratados, pero que constituye, a su manera, otro corpus “pedagógico” y filosófico (insistamos una vez más en el vínculo inextricable que en este tiempo y para los cínicos se da entre lo que hoy tiende a verse como dos saberes distintos, filosofía y pedagogía-educación). “Una forma de tradición, pues, de esquemas de vida, matrices de conducta y no de cuerpos doctrinales, que constituye una diferencia más con respecto a otras tradiciones como la que liga a los platónicos, aristotélicos o estoicos. En esta tradición cobra una relevancia especial la figura del héroe filosófico. Este encarnará emblemáticamente un modo de vida, que es un modo de pensamiento” (p. 239). Un tipo de heroísmo que retomará el cristianismo con la figura del asceta cristiano. Señala Foucault que los primeros padres en la Patrística, manifiestan en varios momentos su admiración por Diógenes de Sínope y la escuela cínica que, en un tiempo en que se era más valiente pensando que en la actualidad, disfrutaron durante siglos de una profunda y recurrente admiración que reflejan un par de anécdotas muy conocidas sobre el encuentro famoso de Alejandro Magno con Diógenes de Sínope. Incluso ya en la Edad Media, los monjes cultos y los filósofos de la época nunca denigraron la figura y el heroísmo del mencionado filósofo cínico, por muy chocante y grotesco que hoy nos parezcan algunas de sus anécdotas. Porque, repito, se era más valiente en el trabajo intelectual que hoy y, sobre todo, en relación con el tema que ahora mismo nos ocupa, la educación, se reconocía su veracidad, su relación cierta con la verdad, el poner su cuerpo y su vida a disposición de esta odisea del espíritu que fue en la Antigüedad la búsqueda de la “verdad”. Como señala lúcidamente Álvarez, una figura literaria y muy posterior que encarnaría la separación del espíritu y el trabajo intelectual respecto al sujeto y su vida corriente, es Fausto. En él, la formación filosófica y literaria hace aguas, se quiebra, al no poder resistir la nuda afirmación vital y las necesidades y pretensiones del sujeto.
Frente a esta patología occidental, el cínico ya no va a dedicar su vida a indagar la verdad sobre el mundo, sino va a hacer de su vida propia una manifestación de la verdad. Se entiende, una verdad en la que absorberse pero, también, en la que constituirse como sujeto, que irradie en la acción, que sea sus obras. Lo que el cristianismo más platonizante entendería como un cierto sacrificio del sujeto que se sabe menos que la verdad y tendente a diluirse ante ella (la figura del ángel o el santo señalando con su dedo más allá de sí, a lo verdaderamente importante como algo fontanal y externo, el carácter de infinita otredad inasible y desbordante lejanía del ser que lo desintegra y pulveriza en el éxtasis), los cínicos lo van a encarnar vivamente, van a bajar a la tierra esa fuga de la misma que era ya en su tiempo y en el platonismo la búsqueda, un tanto quijotesca, de la verdad, de lo excelso, del ideal. Van a invocar a la verdad con sus acciones. Ahora el ideal trata de reconciliarse, como Sancho progresivamente transformado por la locura que sigue, por su amo Don Quijote, al que sin darse cuenta va a ir reconciliando con el a menudo adusto e infértil secano del existir, en lo que se denominado la “quijotización” de Sancho.
El cínico va a “representar” situaciones un tanto límite que resulten en espejo de la verdad, en situación donde patentizarse el sesgo teorizante que la filosofía empezaba a adoptar. Obrará anticonvencionalmente, pero viviendo como sus conciudadanos. En realidad, va a mezclar la familiaridad de una vida corriente en apariencia, con la extrañeza que ante esa misma vida va a ocasionar, incluso la hostilidad. Su manera de ejercer el coraje por la verdad es esta, el vivir contracorriente. El coraje que había sido la ironía socrática, que destapaba la verdadera ignorancia con su humilde ignorancia, ahora va a enloquecerse y tratar de involucrar todos los resquicios del existir más cotidiano. El hombre que piensa tiene que vivir en viva confrontación su día a día. Su ironía consistirá en vivir según los valores que en el contexto de la dicotomía entre cultura y vida, se decía mantener pero que no se podía permitir conducir a la realidad del comportamiento humano. “El coraje cínico no es tanto declarar una verdad incómoda, o argumentar una posición a la que las gentes se resisten, es la afirmación de una verdad a través del actuar mismo” (p. 243). Un logos hecho bíos, indica certeramente Álvarez.
Pero el logos será lo que, a pesar de esta tormenta social que acarrea, salva y justifica la propia vida. Una vida racional será para los cínicos una vida paradójicamente segura. Una vida que será verdadera, o sea, no-disimulada, independiente, recta y soberana (p. 244). El cínico será implacable con el mal, y como perro, ladra y muerde. “Sus enemigos son ciertamente los males del alma, y en ese sentido su combate es espiritual, pero también contra los vicios coagulados en las instituciones, en las leyes, en las costumbres, convenciones sociales. El cínico combate en general todo lo que juzga un estado real de enfermedad de la humanidad” (p. 248). Algo que el pensamiento crítico, que problematiza y pregunta, va a representar en muchos momentos de la historia de las ideas y de la civilización, hasta hoy, y, en gran medida, algo que fue el propio Foucault. De aquí se desprende, también, otra bellísima característica del filósofo-educador: la idea de misión en la vida. Los cínicos se entenderán como soldados o monjes militantes, en duro combate hasta el fin (p. 250). Esto, que tan fuerte pueda parecer a temperamentos más calmados o tranquilos, ha sido y es una de las matrices del propio Occidente que aparece en la mismísima Iglesia en la forma de las órdenes mendicantes medievales y en todo el pensamiento revolucionario del siglo XIX. Son formas de vida militantes, que se proyectan, conscientemente éticas. Todo ello consecuencia del acto y ejercicio de pensar, en su sentido más intempestivo.
De todos modos, recalquemos que para Foucault, con razón, hay una diferencia esencial entre el cinismo pagano y el cinismo cristiano. En este último, la verdad no puede nunca manifestarse plenamente como algo terrenal. Siempre mantiene su tensión intrínseca, su carácter de fuga exteriorizante y jamás lograda. Dicho en otras palabras, el cristianismo va a resaltar y ahondar en el elemento más trascedente que implica sujetar la propia vida a la verdad, al modo inaccesible, misterioso y celestial de ser la verdad. Este halo de la santidad, es en la inmanencia, pero es más que la propia inmanencia. Para los cínicos paganos, todo se juega, sin embargo, en esta tierra y sus tensiones y guerras son en la más estricta inmanencia.
Para el cristianismo, el magisterio es obediencia, como un reflejo del sometimiento total a Dios, del situar la verdad fuera de sí. Esto suavizará el espíritu antiautoritario del cinismo y convertirá en gran medida al cristianismo, en la versión que presenta Foucault, a menudo en cómplice de la autoridad política. En este contexto, volviendo al concepto de parresía, la clave de esta será una humilde y total apertura al confesor y a Dios. Un mostrarse veraz y una confianza incondicional en Dios.
Señala Foucault que, en realidad, ambas formas de parresía se han dado en el cristianismo. De hecho, la encarnada por los primeros mártires era una parresía que implicaba con claridad el no sometimiento a las autoridades terrenales. Pero lo cierto es que ha predominado un estilo espiritualizante y ascético que prima la obediencia a las autoridades terrenales. De algún modo esto mismo, señalará Foucault, ha sucedido con la filosofía que traicionó su más originario cinismo con su conversión en profesión académica. De todos modos, en el siglo XX y en la actualidad, tanto en la Iglesia como en la filosofía reaparecen intentos de “salvación” de estas mediante el realce del elemento mundano, inmanente, que operaron y operan en sus críticas, el modo en que tanto el pensamiento crítico exteriorizante como la trascendencia cristiana implican transformaciones en la realidad dentro de los “márgenes” de la inmanencia donde han de concebirse y en los cuales únicamente, de hecho, pueden concebirse sus planteamientos.
Bibliografía
Álvarez Yagüe, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (5ª parte) La parresía II.
Marcos Santos Gómez
1. La parresía en el cristianismo antiguo
El momento cristiano de la subjetivización y la relación con la verdad añade una diferencia fundamental respecto al precedente paganismo. Si este modulaba el como de la satisfacción del deseo, sin inquirir en su naturaleza, el pensamiento cristiano tiende a preguntarse, de un modo más básico y esencial, por la naturaleza en sí del propio deseo. Es decir, se problematiza este mismo. Y se hace desde una lógica binaria por la que existiría en el mismo tanto una posibilidad de bondad como también una naturaleza mala, reprobable, y en este sentido, la relación con el mundo de la libido ahora consistirá en un examen del propio deseo en sí que alberga el sujeto, con vistas a discernir y destilar los elementos salvables de lo malo y pecaminoso. Para emprender este autoexamen será también necesario regular la autoridad del “pastor”, del otro que escucha, interroga y orienta, investido de una autoridad incuestionable a la que hay que obedecer. La virtud se convierte en obediencia y la sumisión ante el otro es asunto de toda una vida, no un mero proceso o camino intermedio, provisional, para el autogobierno del virtuoso, sino, en sí misma, esta obediencia es el camino. Como señala Álvarez, “El dominio de sí, meta en los griegos, es sustituido, entonces, por un estado permanente de dominio del otro” (p. 188). Este otro nos gobierna no desde la autoridad que en el viejo paganismo tenía quien ostentaba una mayor competencia en algo, sino desde una autoridad absoluta y esencial. Sobra decir que, en lo que se refiere a la pedagogía, este elemento introduce un cambio notable, como indica Álvarez: “La características de la relación monacal son, por tanto, radicalmente distintas de las que observábamos en el mundo griego. Es fundamentalmente ese elemento de la obediencia el que hace añicos el modelo pedagógico griego de la relación entre maestro y discípulo” (p. 189).
Foucault estudiará lo que denomina un “poder pastoral” que va describiendo en sus matices y diferencias con la relación magistral en el paganismo anterior. Ahora, hay un peso grande de la cadena de obediencia y de la relación entre servicio y servidumbre, por la que servir al otro, por parte del pastor, requiere una servidumbre, una cierta dependencia. Esta relación, indispensable para ir adquiriendo una cierta iluminación acerca de la verdad, acaba implicando todos los aspectos, externos e interiores, de la vida cotidiana, es decir, la regulación del modo de vida y a su vez, de la propia conciencia. Aquí la idea de auto-gobierno es definida por la asunción de una regla y reglamento, que van a garantizar el acceso a la virtud y a la verdad. Así, el comportamiento ha de ser moldeado en todos sus aspectos, lo que implica una vigilancia externa, y en la conciencia se dará el examen de conciencia. Por este, será ahora, contrariamente, el discípulo quien deba ejercitar la parresía, el decir veraz, el expresar la verdad sobre sí mismo.
El poder pastoral será, pues, un nuevo modo de enfocar la relación pedagógica y la subjetivización, que conecta salvación, ley y verdad. Ahora la individualización es subjetivización en el sentido no tanto de adquisición de una verdad externa, sino de generación o pronunciación de una verdad interna, acerca de uno mismo. Se trata de una suerte de autoconstrucción desde sí, pero dirigida externamente, que Foucault relacionará con su concepto de gubernamentalidad.
Desde luego, se ha ido formando un tipo de relación con la verdad y de la propia interioridad muy diferente al del paganismo. En este, se trataba de un mero autodirigirse, sin una moralización o culpabilización del propio Yo. Ahora, se introduce este elemento, específicamente cristiano, dice Foucault, en el monaquismo. El problema no son ya las pasiones y su control, sino la ilusión con que muchas se presentan a la conciencia, su naturaleza oblicua, borrosa, traicionera. Como señala Álvarez, “Oscuridad diabólica del alma y limitación intrínseca del lógos para dar con su verdad. Ahí residirá la urgente necesidad del examen y la confesión, y, en consecuencia, la insuperable heteronomía o subordinación permanente a un otro” (p. 203). El cristiano ha de ir a su pensamiento, a su análisis, no tanto al trabajo estoico con la memoria y la acción. Y dentro del pensamiento, no pesa tanto su verdad, sino su origen mismo, es decir, no importa que me traiga de fuera una verdad, sino su carácter verdadero en sí mismo. Es decir, se da una sospecha acerca de una cierta contaminación en su misma fuente que conduce al autoengaño, que lo torna ilusión, y, aun peor, que porte el mal. Un mal situado en la propia naturaleza del mismo y que va a requerir un tipo de examen de tipo hermenéutico, que discierna el sentido del pensamiento. Y es esto lo que requiere un consejero externo, porque la propia razón puede estar sesgada, aunque será el mero acto de la confesión lo que produzca este discernimiento. Se trata de una verbalización para esclarecer, que en sí misma, ya purifica, ya extrae de lo oculto y supuestamente expuesto a la perversión y al mal, en el fondo del sujeto.
En realidad, una dinámica, esta y otras introducidas por el cristianismo, muy diferentes del carácter poético, estético, del hacerse a sí mismo en el paganismo anterior. El individuo ahora, en el momento cristiano, introduce una suerte de nuevo abismo, de quiebro, en sí mismo, dentro de sí, y una autorealidad mucho más sombría, ambigua, recelosa, que ha de considerar la existencia bella, la poética de sí del paganismo, un modo de existencia sin Dios, alejada por tanto de la verdad. La educación adquiere ahora tintes de proceso de destilación, de una suerte de purificación que extrae el metal y elimina la escoria. Para el cristianismo, la verdad empieza a ser el producto de una cierta autonegación, en la que la actividad moral es además conocimiento de uno mismo, de búsqueda en sí mismo, tornado una suerte de ambiguo y equívoco sagrario de la verdad a menudo oculta y cubierta de inmundicias. “No se trata ya de una verdad referente al universo, al lugar del hombre en el cosmos, o a los efectos de los distintos factores y circunstancias que intervienen en la obtención de placer, o a la trayectoria del individuo en el cumplimiento de los propios objetivos. Es otro tipo de verdad: la de sí mismo; pero no tanto el conocimiento de los propios actos, como el de los deseos, el de las oscuras fuerzas que nos habitan y determinan” (pp. 215-216).
2. Sócrates.
Así pues, la idea de parresía evolucionó y, además de su nueva concepción paralela a la concepción nueva del poder y la verdad (y la educación) por parte del cristianismo, se fue problematizando. A partir de una visión más obvia, diríamos, asociada a las asambleas y la democracia, como hemos tratado en el post anterior, fue manifestando una serie de escollos, como es el de su ambigüedad fundamental. Ya en el mero contexto político de la democracia ateniense o, sobre todo, en su versión platónica como virtud del consejero de un Rey o tirano, se daba la paradoja de que siendo indispensable para el ejercicio del poder y el buen gobierno, implicaba un evidente peligro y solía ser de nula efectividad.
A nosotros nos interesa destacar, como estudiosos de la educación y la Pedagogía, su progresiva conversión en una tarea ética y, en la misma medida en que se trataba de forjar un carácter, educativa. Será el momento de la parresía ética, posterior a la política. Lo que antes era un requisito en las asambleas para el buen gobierno, ahora se encarna en una cierta regla que dirige la totalidad del sujeto. Va de la orientación en relación con unos actos o consejos concretos, a su adensamiento como transformación del alma del individuo (p. 226). Y, continuando esta evolución, será el filósofo el parresiasta por excelencia, y, al mismo tiempo, el educador por excelencia, como estamos mostrando. Es decir, la parresía se va tornando más seria, más profunda, involucrando más dimensiones o elementos en el sujeto y vinculándose estrechamente a la búsqueda de la verdad. Dicho de otro modo, evoluciona de la retórica a la filosofía. Y, respecto a la política, representa además un giro desde esta al sujeto de la política, el propio hombre, el sujeto que se educa y que de esta manera inscribe en lo real o encarna la verdad y el ideal filosófico de búsqueda desinteresada de la misma. Esta realización del ideal filosófico convierte a la filosofía, en la medida que se involucra educativamente en la transformación del sujeto, en una forma de vida (p. 228). Procura un ethos iluminado por la verdad en todas sus actividades: relación con el poder, pedagogía y autogobierno. La parresía será, pues, la cualidad que tiene la verdad de teñir aquello que la toca, de mostrarse en el actuar mismo del sujeto que la busca, de regir y moldear la conducta que ha de ser veraz, veridictoradesde sus primeros movimientos.
Esta verdad o logos presente en la conducta del filósofo se hizo elocuentemente conmovedor en la figura de Sócrates o Aristipo, para el que el provecho principal de la filosofía era el poder hablar libremente a todo el mundo. Y por supuesto, los cínicos, cuya vida era mostrar su perpetuo vínculo con la verdad. Es esta relación del sujeto con la verdad la que preocupó sobre todo al último Foucault y en lo que se detuvo en sus últimos años. Un vínculo y un estilo de parresía que, como hemos señalado en los primeros párrafos de este post, cambiaría fundamentalmente con la concepción cristiana que Foucault ya no tuvo tiempo de estudiar extensamente.
Señala Álvarez, en su exposición del postrer Foucault, que en las primeras elaboraciones, la parresía, la veridicción tradicional, adquiría dos maneras: la profecía y la técnica. En la profecía hay una ambigüedad por la que el profeta dice una verdad a la que desvela y vela al mismo tiempo. Hay un poder y prioridad de la palabra que Sócrates va a cuestionar y será la verdad de esta misma palabra la prueba que habrá de cumplirse y no consistirá la veridicción en una expresión turbia, que oculte, que diga oblicuamente la verdad o que renuncie en definitiva a decirla en su esencia. En el otro caso, la veridicción propia de la sabiduría, también el sabio busca ocultar, tiene en su esencia ese decir escondiendo o, sencillamente, el enigma y la ocultación de la verdad. Sócrates rompió con estas tradiciones y su veridicción adquirió el estilo de una pura transparencia, una verdad que se mostraba, o tenía voluntad de mostrarse, al salir al encuentro de los otros en la plaza pública e interpelarlos. Pero sobre todo, como es bien conocido, el saber socrático apunta a la conducta del sujeto, y no tanto al mundo.
Frente a las primeras pedagogías que se habían desarrollado, como saberes reglados, formales, ya codificados y heredados, el maestro ateniense va a fundar, en cierto modo, el saber en cada acto de búsqueda del mismo, no tanto como exposición, y partiendo, necesariamente, del reconocimiento de la propia ignorancia como punto de partida.No es esto, y hoy cualquiera lo puede comprobar si lo asume, una “enseñanza” tranquila, en calma, segura, sino todo lo contrario, una educación que requiere en los participantes un particular coraje. A menudo, en mis años de docencia, he llegado a percatarme de que para profundizar en el conocimiento y aprender verdaderamente no hace falta tanto inteligencia como, especialmente, una gran valentía, como quien surca abismos caminando peligrosamente en la cuerda floja. Así, la vida filosófica y la propia filosofía, aunque ciertamente hoy requieren, también las ciencias, una mínima inteligencia, que se haya trabajado la misma, sobre todo necesitan que seamos valientes. Es este arrojo el imprescindible para cualquier avance en el conocimiento y para ir moldeándose o dejándose moldear por la “verdad” al estilo griego y socrático. Para pensar hay que ejercitar o disponer desde luego de una mínima capacidad inteligente, pero si no hay valentía, cualquier inteligencia quedará agostada en sí misma y consistirá en una vulgar redundancia y sometimiento a las verdades de lo que hoy llamamos “pensamiento único”. Adentrarse en aquello que nos adentra el pensar, demanda, en sus distintos momentos y peligros, de valentía. Una valentía que hay que asumir incluso al educarse, al ejercitar la lógica, la ciencia, la filosofía, que debe existir para llenar de matices y complejidad el necesario ajuste de la razón con una realidad difícil y hasta espantosa en el momento que se la aborda. Para los estudiosos de la educación, por supuesto, también opera esta necesidad, pues lo educativo nos conecta con lo abierto, lo abisal, lo opaco y lo candente del propio ser (“humano”).
Es este coraje el que es exigido por el pacto parresíaco. El sujeto busca o se expone a ser interrogado (o a la interrogación) en todas sus consecuencias. Será el logos, o dimensión “expresable” de la verdad la única verdad incondicional, es decir, el único interés de quien la busca. La busca rigiéndose por ella, anteponiéndola, éticamente, a lo no pensado, a las falsas verdades. Pero, como se estará apreciando, aquí no hay tanto una concepción metafísica de la verdad, sino una estética de la existencia. No estamos en un plano técnico del saber y ni siquiera metafísico, sino, siglos antes de Nietzsche y a pesar de algunas críticas de este al socratismo, nos situamos en un plano poético, estético, en la dimensión del saber en cuanto belleza, en cuanto tiñe (educa, transforma) al sujeto creándolo como algo bello y sobrecogedor. Es esto, creo, lo que Foucault supo ver y quizás le sedujo de estas figuras griegas de la filosofía antigua. La verdad como aquello que baña, que dora y cuya adquisición o búsqueda convierte al sujeto en obra de arte. Vivir en la verdad como un vivir, hasta cierto punto, poéticamente. En otro contexto, será este uno de los núcleos fundamentales de esa reflexión narrativa (o sea, novela) que es el Quijote, como estamos también analizando en este blog.
El sujeto dice la verdad, se somete a ella y se constituye en esta medida como libre, filósofo (eterno aspirante a ser sabio), bueno, prudente… pero sobre todo, “bello”. Es esta forma de vida la que Sócrates agradece al dios que cura, Esculapio, en sus últimos momentos, agonizando, el haber disfrutado del privilegio de haber vivido sin olvido de sí, sin dejarse llevar por las opiniones y de haberse atenido solamente a la verdad y a lo que esta implicaba para el propio ser y ethos. Con sus últimas palabras, recomienda a sus discípulos y recuerda la importancia vital del cuidado de sí y de conducirse en una forma bella de existencia. Por tanto, será la educación, la educación que nos torne buenos, veraces y bellos, la última y definitiva palabra de la filosofía.
Bibliografía
Álvarez Yagüe, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Matar es fácil.
Pero aun así,
aunque matar es fácil,
por raro que parezca,
no todo el mundo mata.
Aun siendo necesario,
aunque resulte justo,
incluso hasta a pesar
de que se esgrimen fines
muy dignos y oportunos,
hay quien no quiere hacerlo.
Todo un contrasentido.
Porque ellos también pugnan
y quieren imponerse,
y vencen y conspiran
y hasta se pronuncian
y no digamos de a quién votan.
Si pudieran lo harían.
Son tan materialistas
como lo es cualquiera.
Se deben a los suyos
son fichas en el juego
y carecen de escrúpulos,
como todos, como todos, como todos.
Exactamente igual
que todos nosotros.
Ellos también lo harían.
Porque hay que matar
y matar es muy fácil.
O tú o yo.
Resulta imprescindible.
Pero no.
La verdad
es que no matan a nadie,
que no quieren matar,
que no saben, que no pueden, que no sienten la necesidad
o que son tontos
y se dejan matar,
y son matados
por nosotros
aunque nunca nos hicieron daño.
Marcos Santos Gómez
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (3)
Marcos Santos Gómez
Quizás, en el principio estuvo una inmensa, descomunal, fuga mundi. Parece ser lo que de manera reiterativa y universal compartimos todos los seres humanos. Piénsese que aunque nos parezca natural, las preguntas esenciales, los horizontes y el dinamismo hacia un futuro aun no logrado, o mejor dicho, el colocarse en frente ideales o, en sus formas más universales, mitos, podrían, digo, no existir. El mono inteligente y astuto podría ceñir su clarividencia a lo que es, sin que en lo que es existiera, ni vislumbrara, una tensión para trascender lo presente. El mundo del hombre podría no tener futuro, y constituirse en un remanso sin necesidad de preguntas, en un ahora sin misterio. ¿Sería posible una tal inteligencia y un tal estilo de ser humano? Casi en el esfuerzo que he llevado a cabo por pintar este mundo ya se manifiesta su imposibilidad. Al escribir he notado la contradicción y cómo forzaba lo que jamás puede sino vivir poéticamente, es decir, el hombre.
No se puede vivir sin horizontes y la humanidad se caracteriza, precisamente por ello, por constituir ese mismo movimiento colectivo, histórico, hacia lo que no es todavía, por la necesidad de anteponerse “algo” frente a sí, por escapar preguntándose, por un dinamismo, en definitiva, del que carecen los demás animales. Tal como lo conocemos, pues, el animal humano es aquel que vive en constante crisis y que experimenta una tensión hacia “fuera” inexistente en ningún otro modo de concienciainteligente que conozcamos en el reino animal. Quizás sea el dinamismo de la vida y del ser temporal lo que impulsa tales derroteros de la conciencia, pero el caso es que solo el hombre parece vivir en esa constante agonía, en la metamorfosis diaria, acaso en la medida en que es consciente de la pulsión por ser que manifiesta el ser y de su temporalidad.
Pues sobre esto versa en cierta medida la reflexión del Quijote. Y lo emprende con dos figuras ejemplares que dibujan el resultado de una humanidad que se sitúa en dos extremos: la humanidad que no se trasciende, que no eleva su momento y circunstancias, por un lado. Es obvio que esta humanidad en el Quijote tiene el nombre de Sancho Panza. Se trata de una humanidad inercial, no dinámica y menos aún poética. Y, por otro lado, la “triste” figura del hombre abandonado a sus altos ideales y que es, de manera contraria, la mera elevación de estos, o los ideales en cuanto que trascienden de manera absoluta su momento.
Ocurre que en la realidad tenemos ambos extremos que Cervantes situó en una misma pareja por ser dos caras de la misma moneda, dos excesos de una misma condición humana que para realizarse debe integrar a ambos. Lo primero, la idea originaria del genio hispánico, fue dibujar el resultado de bajar lo ideal, lo arquetípico y lo axiológico, desde una cielo puro, desde su cielo de esferas, a la tierra. Responde su personaje y todos los quijotes del mundo a aquello que he sugerido en mi primera frase: a la universal necesidad de postular un mundo mejor que dé la espalda a las muchas “incorrecciones” que tiene este. Es un afán de esperar y aspirar a que esto no sea lo último de la realidad y a crear un mundo hecho en función de nuestros sueños. Son sueños muy poderosos que, ciertamente, movilizan universalmente a los hombres, que lloran con ellos y los desean pero, paradójicamente, tornan a vivir su mundo prosaico sin enclaustrarse en ellos, sin desubicarse. Porque dicho cielo, en su inmensa apertura, constituye una cárcel, un absurdo, el de un mundo que no es, etéreo y hecho de puros deberes ser. Una suerte de palacio de los arquetipos, de una belleza inconcebible, irreal pero con más potencia y fuerza que lo palpable, que la realidad que afrontamos día a día. En este sentido, puede confundirnos, como a Don Quijote.
Porque este andar por las nubes es la locura de Don Quijote. Durante años ha vivido y bebido de historias de exuberante color y fantasía, que lo han situado en un cierto afuera de vivo magnetismo y que contrasta, en la novela de Cervantes, con la prosaica realidad de la Mancha, con su paisaje y personajes. Son personajes tanto el caballero que encarna lo que quiere ser pero no es, en una especie de caricatura, o, también, los rudos aldeanos forzados a vivir exiliados del mundo del caballero y por eso mismo, constituidos también en personajes, o caricaturas. En ninguno de tales extremos se es, cabalmente, persona.
Si uno se propusiera narrar la realidad con la que contrasta don Quijote, tendría que asumir un relato de lenguaje mesurado, con cierta equilibrada elegancia, como es el cervantino. Y la idea del genio, decíamos, es situar ahí, en un experimento literario único, el mundo de las novelas de caballería. Un mundo encarnado en alguien que debía situarse en ese afuera que llamamos “locura”. Así, siguiendo esta idea originaria, los primeros pasajes y una lectura también primera subrayarían este divertido y disparatado contraste del hidalgo y su universo celestial con la más adormecida realidad del paisaje manchego en el mes de julio (primera y segunda salidas del hidalgo, en la primera parte del libro), con alguna que otra caravana o rebaño atravesando el páramo acalorados. Un paisaje de sudor, fatiga y mezquindad. Don Quijote inserta su ultramundo en este y el resultado es una broma ridícula, en apariencia.
Es curioso que Cervantes probara todos los géneros y que cuando abordó la novela de caballerías hiciera el Quijote. Le debía irritar la irrealidad del mundo que pintaban y sobre todo la fascinación hipnótica y adormecedora en sus paisanos, lo que suponía de peligrosa mentira para un viejo soldado que había vivido el contraste de los ideales castrenses, su épica, con la realidad bestial, inhumana e injusta a que conducían. El supo llevar dicho hipnotismo a la estepa, en un principio solamente para reírse de unas cuantas payasadas del hidalgo enajenado.
Pero pronto se dio cuenta de que su “reflexión” narrativa daba para mucho más. El mismo paisaje real, la Mancha, Sierra Morena, el norte de Andalucía del primer libro, estaba preñado de mitos. Esa sobreabundancia de sentido es lo que Don Quijote cree, es su fe. En algunos pasajes se sabe extrañamente loco y parece querer serlo a posta. Su locura parte del razonamiento de que todo a su alrededor puede ser más y de que el mundo que él trata de resucitar es mejor. Tiene que ser así, como en las novelas. Es mejor el antiguo mundo de la caballería andante, dice, en dos sentidos que acaban entremezclándose en la novela de Cervantes: ético y estético. Lo bello acaba resultando bueno y lo bueno conmueve y resulta superior porque es bello. En el fondo, el viejo soldado que era Cervantes no acabó nunca de desistir de tan altos como fantásticos ideales y como siglos después le pasaría a otro genio literario, Dickens, acaba enamorándose de sus personajes.
En el lado estético de esa realidad quijotesca se trataría de un mundo imbuido de poesía, de la mirada sacralizadora de la buena poesía. Pero sin mediación, sin reflexión, don Quijote se comporta irrealmente, con una suerte de cabezonería andante, y fuerza lo que hay haciendo quijotadas, que consiste en chocar una y otra vez con la brutal realidad. Un soldado que se crea demasiado su ideal no funciona. Hay esa ambigüedad en lo que queremos ser.
Sin embargo su “triste figura” va adquiriendo matices, representados en el mismo juego de sentidos por el que el adjetivo “triste” que aplica Sancho a la figura de su amo vista de perfil y en las sombras, en un sentido de lamentable, ruinosa, se convierte pronto, en boca del caballero, en una condición noble, bella, que el propio escudero acaba creyendo, como si olvidara su origen miserable. Es decir, de la pura fatalidad, del fracaso y de la imposibilidad de ser mejor, extrae don Quijote su ser mejor, en un juego de manos axiológico. El adjetivo “triste” se transforma, junto a la figura del hidalgo, en una tristeza y una figura heroicas. Ridículamente heroicas, pero heroicas. Aquí es donde Cervantes vuelve a ceder ante sus viejos ideales no logrados, al parecer.
Pero no es don Quijote el único loco en esta empresa. La contrapartida es, decíamos, su contraste en Sancho Panza. Para este los ideales y horizontes no lo son. No hay otra posibilidad de fugarse del tedioso y miserable presente, de la propia ínfima circunstancia, del tiempo atroz que lo refuta y carcome, otra posibilidad que prolongar inercialmente sus valores hechos carne, los de verdad, lo que se palpan. Su trascender no trasciende nada y se halla preso en una inmanencia desprovista de la posibilidad de mejora. Una tierra sin Cielo ni ideales que incorporar a la misma y desde los cuales también se ha de mirar cabalmente a lo real para comprenderlo. Por eso, Sancho tampoco es capaz de comprender nada. Y así, también el escudero, a quien solo vaga y oblicuamente mueven los ideales de su amo, está también loco y es objeto de la burla y parodia de la novela.
Y en esta sencilla presentación de dos formas de locura, que son realmente dos extremos de esa natural tendencia del hombre, en el caso del caballero, a trascenderse, o esa otra, en el caso del escudero, a aferrarse a lo dado, podía haber empezado y terminado la novela. Sin embargo, la narración se va tornando por momentos una proeza artística, una auténtica novela, quizás la primera de la modernidad que es, de hecho, inventada como género por Cervantes. La narración muestra otras tensiones, imposibilidades y conciliaciones, pero además, la vorágine reflexivo-narrativa de Cervantes o su genial intuición, introducen la tensión en el propio texto, en su novela como tal, en la narración en sí que poco a poco, como los personajes, van matizándose unos a otros y la propia narración tornándose autoconsciente.
Del paisaje manchego emergen mitos, así que resulta no ser tan prosaico como parecía, y, sobre todo en la segunda parte, los personajes van interactuando hasta que lo que comienza a resultar es una bella narración sobre la presencia y la ausencia, ambas necesarias, de lo poético en el hombre. Ya en la primera parte Cervantes ironiza cuando los mismos personajes, el cura, el barbero, el canónigo, nada menos que dos cuadrilleros de la Santa Hermandad, los enamorados, el boyero, los labradores y dueños y trabajadores de la venta, los mismos personajes que son cuerdos, en la medida en que son capaces de mirar y entender el contraste de ambos, amo y escudero, con la realidad y saberlos por tanto locos, de una locura fuera de lugar y motivo de risa y algo de preocupación, ellos mismos aceptan el impresionante tropel de novelas dentro de la novela, que se despliegan a lo largo de la trama.
Aquí Cervantes introduce en la mansa realidad manchega todas las fantasías literarias y poéticas de la época que para el lector y para los personajes resultan naturales. Nadie sospecha de ellas ni del juego cervantino. Se suceden historias pastoriles de enamorados bellísimos y jóvenes, de sangre azul, pero disfrazados de pastorcitos, como en las Églogas garcilasianas, en medio de la solana brutal. En un momento, lo que parecían rudos pastores son llorosos amantes que purgan penas que no existen y sufren por celos y amores prácticamente inventados. La realidad manchega parece volverse loca, como el mismísimo hidalgo.
Incluso el propio género inventado por Cervantes en sus Novelas Ejemplares (“El curioso impertinente”, que se inserta como un cuento que es leído dentro de otro cuento sobre el que moraliza e ironiza el cura) y, lo que ya es el colmo, incluso el género bizantino y morisco, con historias inverosímiles que la capacidad narrativa de Cervantes torna tan verosímiles como la vida misma. Pero es que además, anticipando a Unamuno en la novela Niebla, de algún modo él mismo, como autor y poeta, se introduce, su halo y presencia difusa, en su propia creación. Su nombre aparece en dos ocasiones en la primera parte, junto a Lope de Vega, Garcilaso y otros. Se permite incluso disertar, con la voz del canónigo, sobre estética y decir, en el colmo de su mucha guasa y cinismo poético, en su elevación irónico-cómica, que la realidad no cuenta, que lo que cuenta es lo verosímil, lo que no siendo real, parece más real que la vida misma, más consistente que el universo físico que rodea al lector de la novela. Cervantes inaugura, por tanto, un vértigo que ya acompañará a la historia de la literatura hasta el presente y que culminará, en cuanto autoconsciencia del propia arte, con las vanguardias y que, en el caso de Unamuno dentro de su propia novela, como autor personaje, será tan solo el ideal cervantino de novela llevado un poco más lejos. Unamuno, Borges, Cortázar, Sabato y un largo etcétera.
Así, la poesía y el arte en su naturaleza épica, arquetípica, recogida en la poesía más antigua, cumple la paradoja de inventar otro mundo y vivir en la mera fantasía de los hombres, pero, justo por eso, por el propio magnetismo y amor que genera en sus creadores, se va tornando más real que lo real. Lo que en un principio era una locura digna de una franca carcajada, ahora se hace serio, ahora nos atrapa y pilla de repente, casi sin esperarlo, en la novela de Cervantes. Lo que eran cabreros ahora son llorosos amantes de sangre azul y poetas refinados.
Así Cervantes manifiesta la poderosa seducción de la literatura, que entronca, decía Borges, con el mito y siempre con lo épico (lo lírico y sentimental en el sentido romántico o actual es muy posterior aunque se inventa en Grecia con la poesía de Safo y similares, como consecuencia de la irrupción de la razón y la política). Ese universo sin los matices de la interioridad, sin la mediación de conceptos, que seduce y nos persuade, en su mero mostrarse, de su grandeza intrínseca, es, parece, lo más antiguo y universal, así como un rasgo ineludible de los seres humanos. Algo que, muestra Cervantes, necesitamos poner en lo real para humanizarlo. Se trata de una dimensión propiamente humana de lo real. Humanizar es, primero, mitificar o poetizar, lo que significa poner un “frente a sí”, una apertura, en lo real. Implica al hombre existente, pero también al hombre poeta y al hombre ético y político. Es por ello, por esta sima en el corazón del hombre, por lo que hay cultura, civilización e historia.
Mostrar la tremenda y sobrecogedora sobreabundancia de lo real, el plus que solo vemos los hombres en lo que existe, la veneración ante lo grande y bello de inasibles e inefables facticidades, como la temporalidad, es misión del arte. Y además, resulta que somos hombres en la medida que lo “percibimos”, o sea, en la medida en que poetizamos que es el modo de visibilizar, vaga e imposiblemente, todo este trasfondo de lo real que se escapa a los sentidos, a la astucia y a la mera supervivencia. Como supo el gran Borges, el hombre es, fundamentalmente, hacedor, es decir, creador de mitos y arquetipos que tensan su mundo, y, etimológicamente, ya sabemos que hacedor equivale, en la lengua griega, a “poeta”. El hombre es así el animal que da más de sí, que trasciende, que busca, que amplía y multiplica las dimensiones de su mero existir, tornándolo conciencia; lo cual no prueba nada más que eso, nuestra necesidad de ser más y nuestra capacidad para que los abismos silenciosos, como “desaforados” gigantes dormidos que nos cercan, en su ambiguo estar más allá del bien y del mal, donde lo ético se torna poético, nos sobrecojan.
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Educación y filosofía: dos caras de la misma moneda en el corazón de nuestra civilización.
Marcos Santos Gómez
La mayoría de los grandes autores tanto de la tradición específicamente filosófica (por ejemplo Sócrates, Platón, etc.) como de la pedagógica (Paulo Freire) o incluso quienes se sitúan expresamente en ambas (John Dewey) muestran el inextricable vínculo entre lo que, además de ser consideradas disciplinas o materias, yo denomino a menudo “dimensiones” de nuestra civilización: la educación (y la pedagogía o la didáctica), la filosofía y la política. Las tres dimensiones han de presuponer, cada una en particular, la existencia de lo que abren las dos restantes. Este aparente embrollo puede demostrarse con apenas tomar a uno cualquiera de los grandes autores mencionados y estudiarlo a fondo, comprendiendo su alcance. Ellos demuestran en su producción o actividad intelectual la honda relación de los vértices de este triángulo. Aunque también, como se ha hecho en ocasiones, adoptamos la tesis tanto expresada en la historia de las ideas y que hemos captado en el voluminoso libro Paideiade Jaeger, de que en el origen griego de lo que somos, emergen y se “inventan” estas dimensiones, como campos donde se piensa y “produce” mundo, consciente y “creativamente”, con un lenguaje que trata de emanciparse de la emotiva amalgama del mito, alma mater de Occidente.
Es esto lo que vine a esbozar en mi comunicación presentada al reciente Congreso Internacional de Teoría de la Educación (CITE 2017) celebrado en Murcia. Algo que hay que recordar y explicar. En realidad ya lo he ido ampliando en algún escrito en prensa que espera su pronta publicación. El desarrollo de la tesis, en gran parte extraída, como digo, del gran libro de Jaeger es el siguiente:
En el mundo de campesinos y de una élite distinguida de aristócratas, en el siglo VIII a VII a. C. en Grecia, la explicación de la realidad se entendía como dar realce a la realidad y, en términos más humanos y concretos, a la propia sociedad y al modo de vida de aquella época homérica. Se trataba de señalar de un modo apofántico, mostrando antes que explicando, que lo que hay “es obvio”, de sentido común, su valor intrínseco. Es decir, que el mito, modo de conocimiento en estas culturas, muestra y persuade mediante seductoras imágenes antes que demostrar (aunque ya se den en él largas cadenas causales que secularizadas constituirán el pensamiento jonio, según Jaeger). Una mezcla, pues, de lo que hoy son la razón y el arte, lo racional y lo estético; en gran medida, una forma de razón, acaso, pero todavía inconsciente, anónima, colectiva. Un vibrante nervio que aún hoy opera soterrado en la civilización, aunque ahora no matizaremos sobre este asunto.
Este “pre-logos” (ya preñado de logos, anticipándolo) se presentaba como una actividad que teñía de gloria y dolor al mundo, como algo conmovedor y excelso, al modo de un súper-mundo ideal que justificaba el que hay a nuestro alrededor acoplándose al mismo y que por tanto salvaba este alrededor por la fuerza de un encanto (igual que el fatal atractivo de las sirenas). Y justamente era ese “encanto” implantado en el mundo el que impedía otra noción de lo educativo que no fuera la transmisión sobrecogedora de dicho universo mitológico tal cual, en su grandeza, por acción de una potente osmosis seductora, que, sin embargo, también impedía la distancia necesaria para pensar en el sentido actual. Estamos ante esa forma mítica de adscripción a lo que hay desde el corazón, la muda admiración por lo que uno es y ante lo que es en su irradiante sobreabundancia, en su valor no explicado. Una admiración mucho más propia de lo artístico, de la sensibilidad y la genialidad artística, que muestra y ensalza precisamente dicha sobreabundancia, que de la razón en un sentido analítico y objetivo.
La tradición, entremezclada con sus mitos, lo era todo en aquel mundo homérico y acaso siga siéndolo todo, en el cuasi infinito juego de interpretaciones, relatos o cosmovisiones que nos constituyen y atrapan en la cárcel de oro de una civilización y sus cambiantes culturas. Quiero decir que en asuntos como la búsqueda de un sentido global y un proyecto colectivo cultural-existencial todavía se pueden detectar numerosos elementos propios del mito, cuando se intenta justificar lo que en gran medida resulta injustificable e inexplicable, como son las formas de vida, las naciones, los estamentos sociales, lo heroico, lo valioso en definitiva. Cuando aquel mundo homérico se miró a sí mismo, se topó con la potente pregnancia del mito en su corazón.
Esto se quebró a partir del siglo VII a. C. y sobre todo el VI a. C. Esos siglos fundan nuestro espacio civilizatorio, que se ubica, como decía Jaspers, entre dos enormes inmensidades ignotas, la del hombre de antes (el amplísimo tiempo de la Prehistoria, de unos casi trescientos mil años, según la reciente datación del Homo Sapiens) y el de después de nuestra civilización o la eternidad hueca que nos sucederá. Este hombre ancestral del que no hay apenas rastros vivió acaso inmerso en su propio magma, en fértil caldo de vivas emociones, sensaciones, intensidades y comuniones que son lo propio del existir humano, en un todo sin fisuras. La cristalización de este magma es lo que llamamos cultura. Ésta, en ese tiempo ignoto, se adhería al naciente en un proceso mudo, constante, que la naturalizaba. Así, el ser humano es animal que lo es en el modo de un tener cultura, pero esta era, en definitiva, en aquel tiempo como una segunda naturaleza que replicaba los rasgos de la primera. Lo que estamos diciendo es que en esta untuosa amalgama no podía haber, ni hubo, educación. Porque tampoco hubo la distancia y brecha que son precisas para que la palabra capte su mundo en la distancia salvadora del concepto, del logos, como razón desnuda. El proceso por lo menos formal de la educación, su entificación en un saber académico, curricular, institucional, no existía, y menos aún, por supuesto, la pedagogía o la didáctica. Había, seguramente, transmisión chamánica y el aprendizaje de ciertas técnicas, pero lo crucial es que se daban sin la mediación racional que hoy se da explícita e implícitamente en los procesos propiamente educativos, sobre todo, por supuesto, en la enseñanza institucionalizada.
Dicho de otro modo, la educación como elección progresivamente consciente, libre, analítica, del propio modo de ser, en la perspectiva de una libertad fundamental, ontológica, era una posibilidad del hombre, pero solo eso. Una posibilidad que para actualizarse requería de lo que llegó en los albores de la civilización y, concretamente, en la Grecia de los inicios de la filosofía. Sólo entonces, mediando el pensamiento, pudo mostrarse, se verbalizara o no, nuestra educabilidad (en términos de la actual pedagogía y teoría de la educación) que es una manera de nombrar el carácter abierto e inacabado de nuestra esencia, o mejor dicho, que nuestra esencia es no tener esencia y ser constitutivamente históricos. Somos antes historicidad que naturaleza. Pero, como digo, solo pudimos comprenderlo y actuar en consecuencia tras el amanecer griego sobre todo o con los albores de la civilización con escritura algo antes, en Oriente Medio, Egipto y quizás ciertas regiones de India, China y tal vez, al parecer, África, algunas ya casi tan olvidadas y perdidas como el inmenso páramo de la Prehistoria anterior.
Hay que puntualizar que aunque nos empeñamos en que pensar y el pensamiento deben definir, bajo el paraguas de la identidad, las cosas no fueron ni son así. El mundo es infinitamente más rico, matizado y rizomático que el corto espacio y tiempo de un momento histórico, una “nación” o incluso una época. En el esfuerzo griego por captar esta cuasi inabarcable diversidad filosóficamente se fundaron varios caminos y ya en ellos se entrevieron las miserias del pensamiento de la identidad o la metafísica del ente y sus fundamentos, que algunos de sus más originales exponentes perfilaron. Como muchas otras civilizaciones, quizás intuyeron los peligros que esto inauguraba (baste todavía hoy explorar desde la antropología etnológica lo que distintas lenguas y pueblos, en sus auto-explicaciones culturales o cosmovisiones, han forjado, en cuanto a modos más próximos a lo diferencial en el ser que a lo idéntico, en el abordaje pre-conceptual o imaginativo de la realidad que llevan a cabo).
La propia realidad cultural, en su sustrato vital, es antes tensiones y vínculos, que aglomeración de “pequeñas identidades”. Lo que resulta en una dinámica continuidad entre espacios y tiempos diversos, civilizaciones que eran en la medida que se perfilaban otras y que devenían en otra cosa, en una explosión de posibilidades culturales (nunca ha habido, realmente, pueblos aislados, señalan los antropólogos y leíamos este verano en el gran filósofo Jaspers, como escribimos en el presente blog). De hecho, una civilización se da básicamente en la grieta que la tensión del propio hombre, la tensión que es ya, en el mundo, el propio hombre, abre en el manso ritmo de la vida mineral, vegetal o incluso animal que están también en él. El hombre estáen un suelo, al modo de las piedras y las plantas; se mueve en ese suelo al modo de los animales; y desborda y supera dicho suelo, como sólo él puede hacer, al modo de la cultura, como hacedor de su propio modo de ser, como lo que consiste en trascenderse.
Así que nuestro sustrato cultural es antes escape y extensión que cimento, como contrariamente suele imaginarse. Abona su propia fuga, o sea, es alimento para la aventura. Resulta un oxímoron por tanto (y aquí solo puedo apuntar a este tema que no puedo desarrollar en estas breves líneas) hablar de “identidad” nacional, porque eso o no existe o si existe a la fuerza nos sitúa por debajo de aquello que podemos ser, privándonos del carácter trascendente del ser humano. Por eso los discursos que apelan a “identidades nacionales o culturales” constituyen no ya mitologías, sino todavía menos, un mero sustrato inorgánico donde nos anclamos para, si persistimos en dicho anclaje, acabar muriendo.
Pues bien, en el “nutriente” que hemos escogido, sin los debidos matices y revisiones de otras civilizaciones, en el “centro” que todavía late en nosotros, en la maravillosa civilización griega, se tornó consciente lo inconsciente, por emplear la analogía con el psicoanálisis. Es decir, sus fuerzas, comenzaron a operar como tensiones creadas, sobre todo, en el giro sobre sí, en el pliegue interrogativo sobre uno mismo.
Se abordó la totalidad de la naranja por medio de su piel desgajada como clave. Esto quiere decir que tanto el lenguaje como la realidad a la que hacían referencia estas incipientes operaciones del intelecto cultural eran “mundos” resecos, una suerte de esqueletos o estructuras lógicas que pretendían sustituir a la realidad, para matematizarla o tornarla conceptos o ideas. Desde estas lógicas y estructuras “ajenas”, en un pensamiento que se esfuerza por erradicar sus imágenes, se podía disponer del mundo con calma. Es un proceso en el que yo no puedo precisar mucho, por mi carencia del necesario conocimiento filológico de la lengua griega. Solo puedo hasta cierto punto apoyarme en argumentos de quienes sí la han conocido bien, como fue Jaeger, señalando su progresiva “filosofización”, en el cuerpo filosófico, en el esquema, que fue emanando de los poderosos vocablos e imágenes impresionantes, terribles, sobrecogedoras, del mito.
Por supuesto el mito nunca desapareció. De hecho, el prestigio de la filosofía entre los griegos, la seductora presencia de la retórica en su cultura (palabra tornada “útil” por su belleza y capacidad persuasiva), el amor por la belleza y la poesía, fueron fantasmas del mito que aún hoy nos acompañan. Están presentes siempre que se requiera de un plus de irradiante magnetismo en los conceptos y teorías, en el mismo halo y admiración que podamos sentir ante la ciencia, en su evidente fuerza estética. Porque nos movemos a fuerza de mito. Los mitos proporcionan un horizonte que añadimos los seres humanos a nuestra existencia, como si tuviéramos la innata necesidad de proyectar o de poner frente a nosotros algo. Es lo que explica que el hombre tienda a crear religiones, pero también arte y, por supuesto, ciencia, lo que le hace dinámico, moviente, aventurero. Su innata voluntad de trascendencia que parece contradecir la otra cara de los mitos como pegamento social, como lo que da cohesión e impermeabilidad a un pueblo. De nuevo, carezco aquí de conocimientos, pero sería interesante discernir ambos elementos, en su aparente contradicción, conservador y trascendente, en distintas mitologías.
Esta cultura griega que de manera insólita pretendió escapar de sus mitos, se giró sobre sí misma, para “mirarse”. Postuló una suerte de distancia entre el pensamiento y quien piensa, que sin adquirir todavía en muchos casos el tinte de dos polos bien diferenciados, como en la Modernidad, trata de alzarse sobre lo propio, sobre lo que uno es, de generar una separación para mirar mejor, sin escindirse todavía como haría siglos después la filosofía cartesiana. El efecto de este movimiento que, propiamente, ya es “pensamiento”, fue, si seguimos el relato de Jaeger, la cosificación, la objetivación de tres dimensiones ónticas que otrora permanecían en profunda ligazón. Estas dimensiones, que ahora obran lúcidamente, es decir, conscientes de su propio obrar y de sus fines, son las que señalábamos al principio: logos/razón/pensamiento o filosofía, por un lado, educación/pedagogía/didáctica, por otro, y política, finalmente. Esto ocurre cuando pensar resulta, en los albores de la filosofía, una tarea que aspira a despojarse de los viejos caldos y hervores del conocimiento chamánico, que se presupone “fría”, palabra que tiende a ir enfriándose, aun cuando en los hombres que la producen no desaparecen las más viejas razones del corazón, o formas más intuitivas, a-lógicas o emocionales de conocimiento. El hombre se despoja de lo que le da miedo, de lo que parece superarle, de las poderosísimas inercias del mito, y solo en alguna medida lo logra, o funda esta ilusión de haberse emancipado de sus mitos.
Pero primero, esta desnaturalización del pensamiento había creado una nueva dimensión existencial y ontológica: la historia. El hombre “crea” la historia y se sabe, desde esa recién nacida capacidad de mirarse postulándose en un punto externo a sí mismo, temporal, cambiante hasta lo más íntimo de sí, como ser ligado al tiempo. Descubre su historicidad. Vimos este pasado verano que así lo señalaba Jaspers. Emerge como animal racional a la vez que histórico. Pero la historia significa mucho más. Su presencia, la historicidad una vez es asumida cuando van “aclarándose” los mitos, opera una desnaturalización de los pregnantes procesos por los que los niños iban encarnando los valores “eternos” de su cultura, su apasionado heroísmo, sus lances, su épica.
Por esta necesidad de tenerse que creer y naturalizar “a la fuerza” unos contenidos culturales alejados, ajenos y humillados en su historicidad, desnaturalizados en su incorporación a los hombres y mujeres, tornados históricos, relativos, la pulsión de re-naturalizarlos que pende sobre nosotros creó en el mundo otra esfera existencial: la educación. Pensar fue la condición para que pudiera darse la educación. Una dimensión otrora natural, también es ahora histórica, es decir, tornada un “algo” aparte y ya relativo, no eterno, y en esa historización, emerge, nace. El proceso automático, inconsciente, natural, se ha convertido en esfuerzo, planificación, vinculación consciente con los contenidos y el conocimiento guardado por la propia cultura.
Nace el hombre educable que es el que ha “fabricado” su libertad al tomar distancia del (su) mundo cultural, adquiriendo conciencia de su relatividad. Ahora se sabe necesitado de valores y mitos y de que, en su indigencia, ha de absorberlos. La paideia es el producto de esta cosificación de la cultura, que al desnaturalizarse, obliga a un proceso racional educativo para su re-naturalización o encarnación en el sujeto. La educación se torna “racional” y manifiesta una cualidad deliberadamente formativa. Nos hemos de dar forma “racionalmente”, a posta.
Todo lo que antes se daba de un modo no consciente, implícito, automático o inercial, ahora debe pasar el tamiz del logos, debe pronunciarse ese proceso, debe mirarse, y por ello pensar crea la necesidad de ser educados. Se presupone, en el caso griego, un orden que nos ordena, que debe ordenarnos, y educarse consiste en ordenarse según dicho orden cósmico. Dewey va a desarrollar certeramente esta relación por la que este modo de existir como persona libre, o sea, educable, equivale al modoen que se piensa distanciada y libremente el mundo. Educar es ir incorporando este orden y la aspiración al mismo en el niño, un orden que desde el pragmatismo del norteamericano, lo es porque funciona, porque ayuda a mejorar la existencia en todas sus dimensiones, no solo las materiales, porque mejora la vida en definitiva.
Paulo Freire vinculará también educación y pensamiento, pero de un modo mucho más pormenorizado, con nuevos matices que el pensador norteamericano, que hoy deberíamos recuperar en la pedagogía. Pero en realidad, esta conexión entre pensar/conocer y educar-se (ponerse en disposición de pensar/conocer, realizar y actualizar al ser pensante en una especie de inversión del cogito cartesiano por el que la existencia es lo primero y desde lo que se llega a lo que llamamos conocer o pensar), es algo implícito muchos filósofos, el hecho de que pensar ya nos modula y forma en su actividad, dispone las condiciones (existenciales y metódicas, ambas) para educarse o incluso forja un carácter equilibrado y racional. Pensar será una forma de ser (la de toda una civilización), una forma de ser que hay que conseguir a conciencia y que en el caso de Freire vendrá dada primero por la pura existencia de los hombres, por su vida, y en su momento epistemológico, por la puesta en común mediante el diálogo de los puntos de vista hasta adquirir un lenguaje común (científico) capaz de explicar (conciencia crítica, concientización) la propia forma de vida.
Es decir, Freire, entre otros, nos enseña que hay una conexión entre pensar y modificar la propia existencia, que necesariamente ha de darse dialógicamente, porque si permanecemos en el sujeto individual no podemos superar las estrechas fronteras de un pseudopensamiento subjetivista. Pensar es hacer mundo, conocer el mundo (“leerlo” primero y verbalizar, tornar consciente lo cultural; tomar distancia dialógicamente con la ayuda del “otro” que nos aporta sulenguaje; y explicarlo desde la esforzadamente lograda “objetividad” de la ciencia ahora ya vivenciada). Frente a esto, el pensamiento desconectado de su mundo crea la ilusión de una falsa objetividad ante cuyas inercias el sujeto no se muestra consciente. Aunque al sujeto las “verdades” le parezcan inmutables (en una fatal vuelta de lo histórico a lo natural pero sin la mediación del pensamiento o la educación en un sentido liberador que forme al hombre de un modo lúcido y cabal), eso no pasa de ser una mera ilusión, porque en realidad lo que sufre es la ceguera por la que no puede ver las realidades subyacentes u ocultas bajo la máscara de una falsa objetividad. La pedagogía de Freire es, de hecho, el arduo esfuerzo que al educarse hacen los hombres por “conquistar” el/su mundo y vincularse a la realidad conscientemente, por ser dueños y hacedores de su conocimiento, por ir pensando lo que se va haciendo; el sujeto y su mundo en consciente interrelación. O, dicho de otro modo que nos evoca la base también existencialista y fenomenológica de Freire, al educarse/pensar la conciencia ilumina su dirección, hace visibles los intereses que la movilizan, por qué “mira” y “comprende” de tal manera el mundo.