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Educación y filosofía
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Efecto social de la discusión generalizada y del constante cuestionamiento de los presupuestos. La tragedia de Eurípides y la comedia de Aristófanes.
Marcos Santos Gómez
Si para Sófocles el mundo griego, en cuanto cosmos, no estaba aún amenazado, para Eurípides, contemporáneo del apogeo de la Sofística y de Sócrates, se expresa un sentido ya moderno de lo trágico. El hombre no es tanto víctima de un orden inapelable que causa su desgracia, aunque, en la teodicea de Esquilo, también, ésta es compensada con la mera contemplación de dicho orden, sino que es víctima de la disolución del cosmos de la tradición e ideología griega por efecto de una poderosa ebullición del nuevo logos. Ya hemos escrito anteriormente que la difusión, tanto en las clases superiores como en las más populares, de la nueva “costumbre” de discutirlo todo, generó una profunda crisis de la cultura y de los valores tradicionales, horadados por el permanente cuestionamiento de lo establecido en que consistió la razón. Entonces, como hoy, fueron carcomidos los pilares que durante siglos habían sostenido el criterio “correcto”, el sentido común exaltado y transmitido por los mitos y poemas aristocráticos-heroicos. Este ambiente, que en lo político generó la democracia y las constantes asambleas para discutir y decidirlo casi todo, así como una nueva modalidad de simposios (banquetes) en los que al anterior hedonismo se añade ahora la conversación seria y analítica sobre los temas políticos y vitales de la actualidad ateniense, donde se ponía en juego esta razón griega-ateniense, supuso desde luego la mayor aportación y novedad que dieron al mundo aquellos hombres y lo que todavía hoy puede humedecer los ojos de quien de manera sensible y piadosa camine por las ruinas que aún pueden apreciarse en la Hélade actual como restos visibles de aquellos gloriosos tiempos que durante siglos han admirado a los hombres. Somos hijos de aquellas discusiones cuya prolongación ha sido, entre otras circunstancias menos gratas, la historia. Y el producto de aquel frenesí indagador y dialógico fue una paradoja que bien señala Jaeger y que referimos a continuación.
Se supone que el proceso descrito abrió una brecha en el homogéneo universo ideológico y cultural en su aspecto “exterior” como “interior” (constitutivo del sujeto y en él presente) que ofreció el caldo para una nueva libertad. Las antiguas cadenas de la tradición y sus determinaciones, en la trama causal que constituía la realidad, quedó desafiada y absolutamente cuestionada. Mas este espacio de nueva libertad que se experimentaba “dentro” y “fuera” de uno mismo, estas grietas en el alma de los atenienses, mostraron que en realidad el hombre era ahora víctima de profundos desconciertos, de indecisiones, de inseguridades que también lo esclavizaban, que llenaban la existencia de un terror diferente, de una amenazante nada que, al modo del viejo destino causal, era ahora la fatalidad que surgía para amedrentar a los hombres. Es esto mismo, esta ausencia desconcertante de certezas en un cosmos deshecho, por la destrucción del orden que vertebraba anteriormente al universo para los griegos, lo que genera el pathos específico de la tragedia de Eurípides. Es decir, éste refleja a la perfección lo que estaba sucediente justo en esos momentos en el alma de sus conciudadanos.
Cita en especial Jaeger la tragedia Ifigenia en Áulide, en la que el choque con la tradición y la fatalidad mítica, entre aquello y las nuevas razones que lo cuestionan, provoca la insufrible tensión del drama, su agónica cadencia. ¿A qué deben obedecer los hombres? ¿Queda algo por obedecer? Son preguntas que superan y actualizaban la antigua tragedia ática de Sófocles y no digamos Esquilo, para quienes el hado era, en el fondo, lo que además justificaba hasta cierto punto el sufrimiento en una suerte de teodicea, como vimos, el peso de un orden inapelable que desbordaba las expectativas humanas, pero que era, felizmente, un orden.
Esta novedosa lucidez del ateniense en el apogeo de la democracia creó la otra cara de la moneda. Por un lado el trágico Eurípides, precedente de Platón y crítico-continuador de la tradición mítico-aristocrática, y por el otro el comediógrafo Aristófanes. Que existiera la comedia sólo pudo ocurrir y permitirse en medio de este maremágnum de críticas y discusiones que era la Atenas del momento. Es justamente esto, que desde la perspectiva de la paideia consistía en la guerra entre la vieja y la nueva educación (sofística) lo que constituyó el tema y argumento de bastantes comedias, como la conocida Las nubes. La comedia se ríe de los absurdos producidos por el reinante escepticismo, por su potente efecto disolvente del “sentido común”. Esto tenía, según Aristófanes, “serias” consecuencias éticas, como era el triunfo de lo injusto, gracias al poder de los discursos, sobre lo justo. Es como si el ciudadano en las comedias se diera un respiro de alivio respecto a tanto ajetreo acarreado por la nueva razón. En realidad, matiza Jaeger (p. 339), Aristófanes no llega a ser un reaccionario, sino que su actitud es la del esperable desconcierto de los atenienses ante los vertiginosos cambios “espirituales” que estaban viviendo. Expresa su desazón cómicamente. El presentimiento de que el nuevo logos pudiera también ser usado para dominar (en las asambleas, por ejemplo, es decir, en la política). Contrapone, pues, la Sofística a la tragedia y la música (herederas en gran medida del mundo aristocrático que intentan reflejar, con el que juegan y que, en el caso de Esquilo y Sófocles, tratan de salvar hasta cierto punto o conciliar con los nuevos tiempos). Resulta curioso percibir la dependencia que, en este sentido, la comedia tenía de la tragedia, representando el anhelo de ésta, de su mundo, cuando ya no era posible vivirlo en la vida real. La comedia es, señala Jaeger, en este sentido esencialmente educadora, pues toma conciencia de estos conflictos, de la necesidad de la tragedia que los atenienses habían exiliado de sus vidas, en cuanto grandeza mítica y confrontación heroica (y racional) con el destino (p. 344). Es decir, la comedia escoge y ostenta la responsabilidad por afrontar los nuevos tiempos y las necesidades, desconciertos y anhelos que estos producían en las personas, tema que también entraba, hemos visto, en el universo de la tragedia de Eurípides, mucho más evolucionada y actualizada que la de Esquilo y Sófocles.
Obra citada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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La Sofística: la paideia como proceso consciente y programado.
Marcos Santos Gómez
Más allá del tópico, cuando se estudia seriamente lo que sucedió en Grecia a partir del siglo VII a. C. y sobre todo en Atenas en los siglos V a. C. y IV a. C., resulta de una intensa y conmovedora evidencia que, de algún modo, todos nacimos allí y, como alguien dijo, todos somos griegos en el exilio. Comprender aquellos tiempos es comprendernos aquí y ahora, todavía, pues son sus categorías y dinámicas culturales las que nos mueven, en las que somos y sin las cuales todo sería de otra manera. No soy partidario, en este sentido, de que la escucha que un Occidente lleno de sangrantes “pecados” deba emprender respecto a lo que su razón ha silenciado tanto tiempo, nos conduzca a olvidar que precisamente toda lucidez consistente en ser capaz de trascender los propios prejuicios e intereses y por tanto, de escuchar al otro, proviene de lo que sucedió tras el denominado “milagro griego”. Es decir, el logos, o camino “racional” de acceso a la realidad, se construyó, para mal y para bien, allí, y su característica fundamental y liberadora consiste en que a pesar de que ha justificado muchas veces la opresión y la invisibilización del otro, permite, por otro lado, que esto mismo pueda ser criticado, en la medida en que el logosemergente que construyeron los griegos tenía, como una de sus facetas o modos, el actuar como un disolvente que horadaba y examinaba a la propia tradición. De hecho, ya dijimos que su efecto, el efecto de la racionalización operada en la cultura, vida y política de los hombres de aquellos siglos, fue la desnaturalización del universo cultural que, de algún modo, se pudo objetivar y adquirió, por primera vez, ese carácter extrañamente ajeno, convirtiéndose en lo que hoy los alemanes llaman “Bildung” y los pueblos latinos “cultura”.
En este proceso, señala Jaeger que fueron clave los sofistas. Es en la Atenas del siglo V a. C y IV a. C. cuando se fabrica, realmente, algunos elementos fundamentales de lo que hoy llamamos educación. Una educación que ya sí, por primera vez, es proceso consciente (y programado) de formación del hombre, lo cual no apareció así por las buenas, sino que fue una necesidad social y política, pues estamos en un mundo en fuerte crisis, o sea, en movimiento, en el que definitivamente, el mundo homérico se derrumbaba y era sustituido por las democracias de corte ateniense en las polis influenciadas por Atenas. La paidea fue, por tanto, una necesidad directa del régimen democrático que se vio forzado, en un tiempo acelerado, a fabricar al hombre capaz de gobernarse, al hombre político. Esto implicó, desde luego, el fin de un mundo en el que la religión lo aglutinaba todo, dotando de gran coherencia y sentido al todo que, como efecto de estos nuevos tiempos, se iba desmembrando y del que se desgajó, hemos dicho, lo que hoy llamamos “cultura”. El hombre, así, debía definir quién quería ser, el tipo de individuo adecuado a su nuevo mundo, un mundo cuyos veloces y cuasi dramáticos cambios, lo situaban en la tesitura de decidir y pensar. Pensar era ser capaz de juzgar, precisamente, el mundo, la cultura objetivada y hacerse con ella, artificialmente y sin la automatización propia de las sociedades cohesionadas por la religión y el mito. Era algo, desde luego, prefigurado y preparado desde hacía tiempo. Leyendo a Jaeger es obvio que la poesía que hemos estudiado en anteriores posts de esta serie dedicada al libro Paideia de Jaeger, ya había una clara actividad y finalidad paidética o diríamos hoy, pedagógica, en la misma, en los líricos y sensuales versos de Safo, por ejemplo, o no digamos Píndaro, a pesar de su aire reaccionario, anteriores a este periodo de apogeo democrático. Sólo que ahora esa construcción de la interioridad del sujeto y su ethos vienen relacionados con el tipo de Estado, pues en la mentalidad griega pre-cristiana no hay separación clara, como ocurre en nuestro universo axiológico, entre la ética individual y la política. La una implica a la otra.
La sofística responde plenamente a estas dinámicas de la historia. Parte de la escisión de la cultura que hemos mencionado y de la necesidad de construir, de un modo forzado y sin el viejo automatismo del mundo impregnado de lo religioso, un modo de ser hombre “a libre elección”. Fue, sin duda, ciega a algunas necesidades de la época y a grandes carencias que acarreó, en cuanto a la renuncia a pensar, precisamente, eso, lo religioso, los problemas del fundamento y la metafísica, que muchas veces incluso podía operar ciegamente en sus propios “libres” vuelos. Su libertad y autonomía respecto a una razón que fundara las sociedades, más allá de la naturaleza donde, para algunos de ellos, podía residir el principio que había de regir la conducta (la ley del más fuerte, por ejemplo, en Caliclés), una racionalidad específica del mundo político de los hombres que no se viera empañada por una vinculación de la “nueva” naturaleza humana a la naturaleza general del mundo natural, los convirtió en exponentes feroces del nuevo individualismo, en su aspecto más disolvente de las viejas tradiciones, del antiguo nomos, y de la cultura, que fue despojada de todo halo sagrado y desnaturalizada, de manera que se pudo programar su asimilación consciente, producto de la decisión, al “educando”.
Los sofistas idearon, por tanto, por primera vez en la historia algo que perdura hasta hoy, como uno de los principales rasgos del mundo parido por Occidente: la enseñanza “reglada”, formal, académica. Ellos fueron los primeros en separar el conocimiento que requería el manejo de la cultura cosificada en las disciplinas que, más o menos, perduran, asombrosamente, hasta hoy y que sentaron las bases de la paideia helenística, cristiana y medieval. Es su escepticismo que despojaba de fundamento al nomos (salvo el de su reducción a un mundo natural, a una physis, que siendo mundo sin hombres, paradójicamente, aplicaban como ley o fundamento de la ley, al mundo de los hombres), su escepticismo, digo, el que creó la idea y la praxis actual de la educación, de la pedagogía como saber destinado a la programación regulada y consciente del proceso educativo.
Señala Jaeger que el mundo homérico que aparentemente había sido herido de muerte con estas transformaciones, y a pesar del extremo que representan los sofistas en cuanto culminación del movimiento de disolución emprendido por el nuevo logos griego, perduraba implícito en la paideia, en cuanto nuevo origen de una nueva aristocracia basada en la adquisición de la areté o virtud, o sea, de un carácter que irradiara el esplendor que antiguamente irradiaban los nobles en quienes no lo eran y habían de dedicar su vida a trabajar embrutecidos la tierra. Además, indica, la vieja nobleza de sangre se transforma ahora en una idea que tendrá, también, enorme vigencia: la naturaleza humana, el fondo común y espiritualizado (como “sangre” espiritualizada) que compartimos todos los hombres. Una naturaleza humana que, ahora, es preciso “cultivar”, idea que llegará hasta Plutarco, mucho después, quien por primera vez empleará o, por lo menos, popularizará hasta hoy, la metáfora del jardín o la planta cuyo cuidado y crecimiento es la educación. No olvidemos, por cierto, que Plutarco dedicará un escrito específico a la educación.
El modo de cultivar esa materia que somos, materia, bien es cierto, al modo de espíritu, será la administración e interiorización gradual de la cultura objetivada en la que apenas quedan rastros (aunque los hay) de la antigua fe ciega y la confianza propia de lo religioso. Es decir, ahora, la nobleza se fabrica, la vieja aristocracia y la grandeza homérica, se puede inyectar en los hombres mediante la adquisición pautada de la conducta templada y la relación reflexiva con el entorno cultural. La moderación del hombre noble que se transmitía por la sangre, ahora es la moderación de una prudencia que cada hombre puede desarrollar en su relación con el mundo de la enseñanza.
La relación de este tipo de educación sofística, con su trasfondo fuertemente escéptico, y que renuncia a una búsqueda de lo verdadero, de una supuesta clave secreta que oculta la realidad, que la alberga en su seno, torna la relación con la política de la misma de una gran ambivalencia. Por un lado, se forma a una nueva nobleza de dirigentes y demagogos que llevarán la voz cantante en las asambleas, pero, por otro, se disgrega al Estado. Se cumple una función política y acorde y adecuada con la nueva democracia, que, sin embargo, conducirá a ésta a su colapso y a la propagación de un fuerte y ácido individualismo de tintes egoístas. Es el precio que tendrá la renuncia a una formación y a una cultura que sean acicate para una búsqueda de su propio fundamento, dicho en otras palabras, a una fundamentación del nomos que vaya más allá de la ley del más fuerte imperante en la naturaleza salvaje.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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La paideia como lúcida asunción de la levedad de ser en la tragedia de Sófocles.
Marcos Santos Gómez
Jaeger va mostrando en su libro una estrecha interconexión, no muchas veces admitida en la filosofía, entre poesía y educación. Bien es cierto que en la poesía que hemos tratado hasta ahora, en los posts precedentes desarrollados al hilo de la lectura del libro Paideia, es decir, Homero, Hesíodo, Arquíloco, Teognis, Safo y, sobre todo, el trágico Esquilo, no había existido una voluntad consciente de formación del hombre, como misión expresa del arte. El arte poético era un pensamiento vivo en torno a cuestiones esenciales, en especial, la pregunta por quiénes somos que implica, a su vez, una cierta objetivación progresiva de la propia tradición, como tanto hemos ya señalado. Pero las fuerzas de la tradición y del genio poético permanecían hasta cierto punto indomables y “descontroladas”. No había tanto una lucha, sino un sufrir la inmensa y majestuosa corriente de la realidad (un sentimiento muy griego, por cierto), sobre todo en Esquilo. En éste, la fuerza arrolladora del coro, lo dionisíaco, empleando la idea nietzscheana, pero entendiéndola como lo inasible que nos constituye, lo que todavía ni queremos ni podemos captar ni debe ser aprehendido, impera sobre el hombre que, por eso mismo, no toma de manera consciente la tarea (la respuesta) de formarse (de una paideia consciente, lúcida). En el post anterior comentábamos esto a partir de Prometeo encadenado, de Esquilo, que mostraba la incipiente percepción de que en la vida lúcida o en la vida humana, siempre, hay un dolor, dolor que somos, en el que consistimos. La respuesta de Esquilo, pre-filosófica es hacer de esto una suerte de teodicea o justificación del mismo, porque sí, sin que la razón pueda doblegarlo. Claro, Jaeger tiene en mente un desarrollo, una cierta evolución del genio griego, que va llegando a la filosofía que es, y esta es su tesis, al mismo tiempo formación, paideia, del tipo de hombre que queremos (porque hace falta para el nuevo mundo de vertiginosos cambios que llegaba).
Así, Esquilo puede concebirse como más primitivo que Sófocles. Pero su solemnidad hierática en la que explota la eterna y doliente corriente no es, no tiene que ser, primitiva, y puede expresarse, que no aprehenderse, como lo hizo, por ejemplo, Nietzsche. Este carácter inconcebible de lo real, su espanto, lo grotesco, lo singular y extraordinario de ser, es lo que nos estalla en la misma cara cuando leemos a Esquilo. Quizás era ya una época en la que el hombre, lo que había sido el hombre normal, heroico, del mundo homérico, era parte de una concepción problemática. Lo heroico había estado fuertemente presente en las guerras recientes contra los persas, ganadas por Grecia, pero la misma guerra, acaso, había evidenciado que el mundo ni era ni podía ser ya el mundo de Homero. Esta es la tensión inmensa y sobrecogedora que casi revienta en la poesía trágica de Esquilo.
El arte de Sófocles, sin embargo, es ya un pacto con este mundo en transformación que revelaba algo esencial, algo subterráneo que nos constituye a todos los hombres siempre. Expresa una respuesta más próxima a lo que generalmente hemos entendido, y Jaeger entiende, por filosofía, es decir, una voluntad de pensar el mundo y su maremágnum, ofreciendo la respuesta de una poesía que es ya voluntad, también, formadora, una paideia, por primera vez, consciente, en la época de los primeros sofistas y de Pericles, ya más alejados de las guerras persas. Es decir, la clave de Sófocles, siguiendo la pista que da Jaeger, consiste en que ante lo inaprehensible y escandaloso y caótico del ser que impregna al hombre (y la sensibilidad de la época era propicia a ello, pues se percibía, seguramente, que el hombre tradicional se derrumbaba) puede optar por una construcción “programada” del mismo en lo que hoy no hay ningún reparo ya en definir como una auténtica pedagogía o educación, lo que propiamente, puede ser ya denominado como paideia. Curiosamente, la quietud que presuponen las llamadas constantes de los coros en las tragedias de Sófocles a la moderación expresan todo lo contrario, en una suerte de ironía y desdoblamiento que desde entonces ha acompañado a occidente, el de una razón que es domesticación (educación) pero cuya razón de ser es la ruina y el derrumbamiento de todo lo real y la insoportable evidencia de que somos un mero vacío. Así que, también en Sófocles, reaparece quizás duplicada, por esto mismo, la conmoción de ser y además de un modo particularmente intenso, como bien señala Jaeger. En efecto, leer a Sófocles es experimentar la fuerza inmensa de su poesía como meditación constante por el hecho de ser, por situarnos como una facticidad en gran medida arrojada y que se desarrolla en el abismo, en la constante tendencia al exceso, a que el hombre se contagie de la hybris que es ya su mera existencia. Es curioso, recuerdo, que haya yo leído muy recientemente una llamada a la “cordura”, al “nada en exceso” délfico y muy griego, no en Sófocles, sino en Esquilo, en otra de sus grandes tragedias: Las suplicantes, la que pasa por ser quizás la más antigua. El coro o el corifeo, no recuerdo bien, resumen la sabiduría en esa máxima que será la que de manera persistente vertebre el arte de Sófocles posterior. En esta tragedia de Esquilo se deja caer la máxima, casi al final, en medio de un océano de dolor, pero en Sófocles ese esfuerzo por la moderación tensa, vertebra, todo el desarrollo de su tragedia, en la que los personajes, y la trama, adquieren una forma y es aquí donde reside su fuerza (y su modernidad, para nosotros).
Finalmente, en lo que señala Jaeger que acaba también derivando Sófocles es en la evidencia, que se hace patente a cualquier conato de lucidez, de que el dolor es algo constitutivo y esencial del hombre. Ambos, Esquilo y Sófocles, dice él, son respuesta, la primera más primitiva y propia del mundo pre-filosófico y la segunda es ya, casi, filosofía, y pedagogía al mismo tiempo, o filosofía que deviene, que se ve forzada a tornarse, ante tanto dolor, en pedagogía. De manera que la pedagogía es una suerte de consecuencia práctica del mismo dolor que hizo emerger la potencia de la mesura que llamamos filosofía, el nous de la filosofía griega por lo menos, su rostro apolíneo, y que acompaña a occidente como un producto del mismo esfuerzo de lucidez, de preguntarse quiénes somos y qué es lo que es. En Sófocles vemos ya la respuesta metafísica. Y señalemos, que no nos quede en el tintero, que donde esta humanitas explosiva se hace más patente es, señala Jaeger, en Edipo en Colono, donde el hombre, Edipo, es la encarnación de este destino trágico de dolor y asombro, este mismo destino convertido en persona, en la forma de hombre singular.
Referencia bibliográfica:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Homero, de C. M. Bowra.
Marcos Santos Gómez
He terminado de leer Homero, de Bowra, autor del que disfruté en sumo grado hace unos años su excelente La Atenas de Pericles, libro éste que me parece altamente recomendable, de muy grata escritura, una buena síntesis de enorme rigor y que yo leí en pleno apogeo del 15 M cuando mi interés por estudiar y pensar la democracia era, en medio de tantas asambleas y como para muchos entonces, bastante elevado. Queda pendiente mi lectura, que promete ser muy entretenida, de su Introducción a la literatura griega.
El libro sobre Homero se trata, al parecer, de una obra póstuma, no del todo acabada, y que quizás por ello adolece de cierta mayor monotonía en el texto, en especial en la primera parte. Creo que este estupendo estudioso podía, y seguramente lo habría hecho, haber compuesto algo bastante mejor planteado sobre, nada menos, que el padre de Occidente, el gran, enigmático y controvertido Homero, del que se duda incluso, como es sabido, su existencia. Homero se estudia como un mitógrafo, es decir, como alguien que fijó o por lo menos recogió y sistematizó y compiló una tradición oral sobre la religión y los mitos. En su caso, al parecer, aunque fijó el texto, Bowra habla más bien de la tradición oral en torno a las leyendas que relata y que en cualquier caso quedaron tal como hoy las conocemos y como las cultivara Grecia y las posteridad, en el siglo VIII a. C.
Homero se refería en gran parte a unos mitos heroicos de un mundo que, señala nuestro autor, cultivaba los valores y era transmitido por la educación entre la clase de guerreros que en su época, en el siglo VIII, y en los restos que habían llegado del mundo micénico muy anterior, constituían la clase gobernante. Era un mundo, el del siglo VIII, ya no tanto de reyes, cuyas monarquías de tipo micénico habían entrado en decadencia, sino de una casta de señores que vivían en palacios rurales, en un contexto de casas y granjas en el campo que prácticamente no era todavía el universo urbano de las ciudades estado posteriores, y que vivían de sus tierras y de los botines de guerra y el pillaje. La guerra, encuentro explicado en varios libros que he manejado sobre historia antigua, sobre todo tenía el atractivo, por cierto, de la riqueza. Era un negocio muy lucrativo y por eso Roma conquistó Italia, señala, por ejemplo, Mary Beard.
Así que estos señores, como los que retrata la Odisea que demandan a Penélope en matrimonio en la larga ausencia de Ulises en la isla de Ítaca, ocupaban grandes fincas rurales, con numerosísimos esclavos y empleados (muchos menos que en época micénica), que junto con el ejército y las profesiones especializadas, constituían la sociedad y la economía de la época en Grecia. En Jonia podía haber influencias algo diferentes de tipo asiático, pero en la Grecia europea, el tipo de mundo del siglo VIII era éste. Aunque los textos homéricos se estudiarían en las escuelas y en los centros cultivados de la Grecia posterior urbana e ilustrada, justificándose por su valor educativo, lo cierto es que, según matiza Bowra, no fueron textos para educar masivamente a los griegos, sino a esa pequeña parte que constituía la élite, al menos cuando fueron escritos. Ellos, los señores, sí verían retratados y ensalzados los modelos que trataban de regir su comportamiento, el del mundo heroico. Un mundo que Jaeger dirá que se extrapolará, sin embargo, al nuevo mundo y a las clases nuevas que cultivarán el heroísmo en el siglo V tanto en la escultura como en el deporte, por ejemplo. El deporte, de hecho, de gran prestigio y valor educativo para la Grecia clásica, será un remedo del mundo heroico de la antigua nobleza del siglo VIII e incluso micénica. Esto sustenta la idea que venimos intuyendo en este blog, a lo largo de los más recientes posts sobre la paideia griega, de que la educación clásica tendría su más primario y antiguo modelo en el mundo de la aristocracia. El conocimiento acabaría siendo una suerte de gimnasia para el espíritu y la educación deportiva sería el intento de regular el cuerpo para lograr esa vieja y envidiada excelencia del mundo heroico, para encarnar la virtud que ya no sería de la sangre, sino que sería el producto de la voluntad por adquirirla y del esfuerzo. Es, sin duda, lo que da origen a la pedagogía y lo que todavía hoy la caracteriza. Se trataría de emular a una aristocracia que era admirada y vagamente recordada, en el contexto de las polis, siendo tan solo realmente el modelo espartano el que habría logrado la plena “democratización” de este ideal de la sangre noble, como ya consideramos y estudiamos en el post oportuno.
El texto es en sí un texto tan arcaico como rico y mejorado en relación con la épica anterior y muy posterior que se ha cultivado, también en la forma de grandes poemas, en distintas culturas (preparo con grata expectativa mi próxima lectura del Gilgamesh, del cual tengo una excelente edición en la editorial Akal, junto con otros textos sumerios, babilónicos y asirios). Su conocido verso, el hexámetro dactílico, es, dice Bowra, una específica invención griega, que copiarían los romanos, a partir de su tipo de métrica cuantitativa propia de las viejas lenguas indoeuropeas, basada en la alternancia de pies compuestos por sílabas largas y breves (que en nuestras lenguas actuales se ha sustituido por otros modos de la repetición o la simetría que está en la base de toda poesía, incluido el verso libre, por supuesto). La poesía pretende musicalizar o remusicalizar (¿quién sabe?) el lenguaje, para dotarlo de mayor potencia expresiva y dar densidad a sus partes. El lenguaje se concentra en su forma para que ésta sea parte activa en la expresión del contenido. En este sentido la poesía, también hoy, intenta reforzar o revitalizar el lenguaje, convertirlo en un instrumento expresivo más capaz y potente para designar elementos de la realidad (sí, digo bien, de la realidad, no se trata de fantasmas, salvo que comprendamos que la realidad también se compone de sus, o nuestros, fantasmas). Se intenta depurar nuestro modo de acceso a la verdad, podríamos afirmar en este sentido, la fuerza denotativa del lenguaje a través de lo connotativo.
Pues en tiempos de Homero esta musicalización de la palabra de gran fuerza persuasiva y denotativa (¡Sí, digo bien, “denotativa”!!) la hacían los aedos (en griego antiguo se suele nombrar con este término, cuya raíz está en el verbo “canta”, ya en el primer conocidísimo verso de la Ilíada, tanto a los poetas como a los músicos). La poesía, como la mayor parte de las tragedias, se cantaba y se cultivaba además una tradición musical muy elaborada y compleja de la que, por no escribirse, no nos ha llegado absolutamente nada. Esto era así en los tiempos de Homero, que con estos recursos embellecía fundamentalmente la guerra y el heroísmo. En la cultura del héroe, por ejemplo, se entiende la famosa “cólera de Aquiles” que era producto de un serio agravio infligido a los códigos de la moral consuetudinaria, no escrita, y las leyes que regían las relaciones entre héroes y su remedo mundano, entre los nobles. Se ensalzaba, pues, un honor y los modos de restituirlo en el que el mundo guerrero fundaba su conducta y sus relaciones, sus pactos y sus reconciliaciones, evitándose el excesivo derramamiento de sangre y las venganzas demasiado cruentas. Homero, de hecho, es bastante realista y toma elementos de, no sólo la tradición, sino del mundo que tenía ante sus ojos y del que podemos saber algo por pasajes tan elocuentes como la famosa descripción del escudo de Aquiles representando escenas corrientes de la vida de entonces (marcadísima, por cierto, por el pillaje y la guerra). Como dato curioso, la escritura apenas existe en la sociedad y periodo que nos pinta Homero (la llamada Edad oscura de Grecia, entre el desusado alfabeto micénico y la invención del actual alfabeto griego).
Como es obvio, el libro de Bowra abunda en otros muchos aspectos pero no deseo que mis posts se alarguen demasiado, además de que los voy componiendo de un modo selectivo, en función de aquello que más pueda interesar al estudio de la pedagogía y la educación en la Antigüedad que es la excusa, en realidad, para estudiar la educación en su más rabiosa actualidad.
Obra referida:Bowra, C. M. (2013). Homero. Madrid: Gredos. Edición original 1972.
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Educación y filosofía
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Las tragedias de Esquilo como la heroica lucha por comprender lo incomprensible.Marcos Santos Gómez
La tragedia representa un nivel más avanzado en la reflexión que Grecia emprende en torno a sus propios mitos, en su intento por objetivar la cultura mítica e irla desprendiendo de su “naturalidad”, de su arraigo en la physis. El mito, al tiempo que se piensa, se va desnaturalizando, de manera que este proceso por el que emerge la razón se da, según Jaeger, en varios momentos. Un indicio de que está ocurriendo esto es el surgimiento de la tragedia, de la poesía lírica y de la filosofía. A su vez, esto puede darse porque hay en la sociedad una fuerza individualizadora por la que la polis parece desintegrarse e integrarse al mismo tiempo, o, mejor dicho, sucede su “integración” mediante la paradoja de la aplicación de la tendencia a pensar el mundo, del modo nuevo y post-mítico que se está dando a partir del siglo VII a. C., que lo deshomogeneiza. O se intenta, en todo caso, nuevas formas de integración por medio de un cierto análisis distanciado que consideramos hoy “pensamiento”.
En realidad, sucede que un mundo toma el relevo de otro, y se debe arrogar la tarea de justificar lo nuevo que se avecina. Acosan nuevas preguntas que son las viejas, las de siempre, sólo que ahora aparecen como nuevas y huérfanas de sus antiguas matrices culturales. Como momento político, entre la sociedad arcaica de la aristocracia y la extrema individualización del mundo de la democracia ateniense del siglo V a. C., tenemos la tiranía, que no es sino una suerte de gobierno de una nueva élite o aristocracia que debe emplear un saber político específico en el gobierno de los hombres, una sistematización y regulación, un orden en el ejercicio del poder, que anteriormente sólo consistía en la poderosa e impresionante inercia de las imágenes míticas y el esplendor que irradiaba en sí la nobleza. Ahora hay que hacer algo distinto, que se va definiendo como logos, pensamiento, filosofía, todo lo cual constituye y es constituido por un modo diferente de ser hombre.
El momento que representa la tragedia ática, más en particular, el drama de Esquilo, será otro intento de objetivar la tradición y racionalizarla, es decir, abordar sus preguntas como el tirano debe abordar “racionalmente” el gobierno de los hombres. Se parte justamente del mito y se lo piensa, en el sentido de que se muestra la problemática esencial del hombre en la forma que adoptaba en los mitos, es decir, como quien sufre un destino impuesto desde fuera y ante lo que el mito no tenía más respuesta que la paciencia heroica de, por ejemplo, un Prometeo. Ahora, en Esquilo, se plantea lo que esto ya significa, el padecer un sino proclamado desde arriba por la divinidad, y que, en el momento que el mito se trata de superar, queda como sufrimiento desnudo e inexplicable. Es esto, más que la narración, o sea el puro sufrimiento en sí, lo que caracteriza a la tragedia de Esquilo. En la conocida Prometeo encadenado, que he releído recientemente al hilo de estas reflexiones, es eso lo que fundamentalmente se nos muestra: el hombre como ser sufriente y, aun más, como víctima de un dolor que sin embargo es el precio que le ha supuesto conocer, el poder optar a la sabiduría. Una vieja intuición de la humanidad, también bíblica, que el mito de Prometeo desarrolla y que en el drama de Esquilo aparece como acto heroico, el acto de soportar la carga o el precio de saber. Mas lo que se sabe, en cuanto al destino del hombre que es decidido y removido por los dioses, es poco en realidad. De hecho, la respuesta racional que plantea Esquilo será simplemente la de una incipiente teodicea que justifica, de algún modo, el dolor por ser lo propio del hombre, que apenas puede saber eso mismo, que su condición no le ayuda, que no es dueño de la misma pero que, dentro de lo incomprensible que le parece, tiene una cierta dirección oculta, unas razones que en su cortedad no puede vislumbrar. Sólo cabe aquí, como en el mito, un heroísmo, pero un heroísmo ilustrado que no renuncia a preguntarse, a cuestionarse las viejas respuestas y que intenta por lo menos replantear lo que los mitos planteaban en un intento de abordar el problema desde los nuevos esquemas lógicos de una sociedad que ya tiende a disolverse y es un mundo de individuos.
Así pues, la tragedia piensa el mito y lo presenta, o lo es, en un modo distinto, que Jaeger vincula con los cambios históricos que estamos viendo que van sucediendo en la Grecia del logos emergente. El logosserá, en este sentido, una nueva perspectiva, un modo distinto de posicionarse ante la existencia y de formularse las preguntas esenciales, apuntando a respuestas diferentes de las que se habían asumido bajo la seducción y el hipnotismo de las bellísimas mitologías. Ahora, continúa el hombre conmoviéndose, el espectador del drama de Esquilo, pero lo hace reflexivamente, es decir, planteando en la intensidad del dolor una pregunta y un vacío, una nueva necesidad de respuesta, una insatisfacción y el prurito de recomponer ideológicamente su mundo. Son, creo, y por eso todavía vibramos con estas tragedias, dramas que apuntan a una verdad esencial de nuestra existencia, pero que todavía no son, pues andan a medio camino, más que el escepticismo naciente, el desconcierto y el asombro que permiten que pueda darse el tipo de sociedades individualizadoras que estaban surgiendo en Grecia. Es esa suerte de meditación que hurga y horada los cimientos del viejo orden, que pone en peligro la homogeneidad que veíamos salvada en el modelo espartano (a costa de mantener vivo el heroísmo arcaico de la raza propio del mundo más primitivo), pero que introduce la grandeza, por primera vez en la historia, de quererse crear conscientemente el propio hombre, de procurar ser dueño de sí, contra el incierto y aciago destino decretado por los dioses, en la medida de lo posible y prometeicamente. Esta creación ya apunta y es paideia, en cuanto voluntad de explicarse y construirse el hombre desde sí, aunque sin el grado de conciencia que aportará el movimiento sofístico, o sea, estamos ante el germen de lo que hoy llamamos “educación”. Es esta lucha la que enseña y educa, al tiempo que conmueve, en Esquilo, este parco sentido del sufrimiento, que se torna al mismo tiempo sabiduría y por eso, se alza como la primera gran teodicea de la historia en la que se abordar la problemática del mal asociado a la existencia humana como un precio que el hombre ha debido pagar por su razón y por la civilización. Un dolor esencial e incomprensible que es, sin embargo y en cierto modo, justificado, sin negarle un ápice de espanto y clamor a la existencia, y sin que la incógnita que nos oprime ceda su peso un solo momento.
Obra de referencia:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Una educación que busca lo distintivo. La poesía de Teognis y Píndaro como educación “selecta”.
Marcos Santos Gómez
La perduración del ideal aristocrático, en medio de cambios sociales e históricos conducentes a modelos políticos diferentes e incluso opuestos, se da, con mayor o menor disimulo, en asuntos como la “perfección”, el ideal educativo al que aspira la paideia y que aparece en la poesía. Píndaro y Teognis, en la lectura que de ellos hace Jaeger, son un exponente de la fortaleza de este ideal que sobrevive y reverbera en el magnetismo y la bella musicalidad de los versos. Como ya dijimos, la primera educadora en Grecia, donde por primera vez podemos rastrear la paideia, es la poesía. Si la paideia trata de plasmar un ideal y encarnarlo, fabricando así un modo de ser hombre, la poesía se alza con una fuerza persuasiva ejemplar, herencia de las imágenes y recursos de la cultura mítica y por tanto capaz de remover hondamente a los hombres, de rehacerlos “desde dentro”. En realidad, puntualiza Jaeger, estos poetas, en oposición al final definitivo del mundo que cantan, que datamos en el siglo V a. C., fueron recitados especialmente en ambientes selectos, en círculos aristocráticos.
Resulta imposible que los poetas, como Teognis, eludan el tiempo en que viven y emerge en ellos un individualismo propio del nuevo mundo naciente de “burgueses” y de la democracia, paralelo al poder disolvente de un logos obstinado que amenaza con derruir aquello que él mismo trata de construir. El nuevo mundo es incierto y se hace de singularidades, de individuos, a los que dirigir el proceso ya semiconsciente de la nueva paideia.
Teognis transmite preceptos heredados de la tradición y pertenecientes a la sabiduría de una clase noble. Su moral, su estética, su “paideia”. Los escribe para fijarlos, pues muchos pertenecían a usos y costumbres orales, entre los cuales ya aparece, ligada a la educación, la fuerza de un eros que ha de presidirla, que la motiva y mueve. Se trata, en un principio, del eros propio de la relación de admiración y magisterio entre guerreros nobles y los jóvenes que se forman para serlo. Se persigue y ama, sobre todo, un ideal o areté, un cierto esplendor en lo que no abunda y luce de modo exclusivo. Un halo de distinción que siempre había acompañado al noble que así funda y reivindica su privilegio, como todavía hoy, en nuestras sociedades, puede verse que acompaña a las situaciones de privilegio social y a las relaciones de admiración-envidia-resentimiento entre clases sociales. Es esta areté que conmueve y emociona la que educa, la que fuerza a imprimir el modelo de hombre que la acompaña. Obra aquí, por tanto, una seducción cuyo prestigio todavía el nuevo logos no ha ido desmenuzando ni poniendo en evidencia. Pero se trata de una solemnidad que irradia y deslumbra que, sugiero, no va a desaparecer nunca de las relaciones educativas humanas tal como se irán ya dando después del “milagro griego”. Un extremo que se opone, culturalmente, a la moderación como virtud que acompañará la preeminencia de la nueva clase emergente campesina y a las tiranías. Estamos, pues, ante una lucha espiritual contra la revolución social que se avecinaba y que en su componente ideológico se impregna en el esplendor de los viejos mitos y de la cultura heroica de la vieja aristocracia. Se reivindica una tradición que peligra y la cualidad innata de lo noble, de lo que uno porta y lo distingue del resto, junto con la capacidad de valorarlo. Lo interesante es que con esto se reclama también una conducta que vierta en la realidad los ideales ensalzados del viejo mundo. El noble debe serlo en sus maneras. Hay algo eterno, perdurable, en el mundo al que se opone ahora el demos y la poesía lo canta. Así, no es esta una cultura en la que desde dentro se cree un individuo que navega, en ocasiones, contra corriente, sino que por el contrario, se trata de la poderosa atracción de una noble tradición, de un acatar los antiguos valores como mayor proeza pedagógica. Subyace en los poemas de Teognis una melancolía por lo perdido, una nostalgia que trata de responder a la afrenta de la nueva sociedad niveladora, como nivelador es ahora el dinero y rompedor de las antiguas ordenaciones sociales que representaba, en el polo opuesto, la poesía de Solón.
En Píndaro también encontramos las resonancias de lo que se resistía a morir, aunque, creo, con una mayor potencia expresiva y riqueza. Desde los himnos a los vencedores en las luchas y juegos gimnásticos, se adentra, y esto es lo que lo hace más interesante, en las simas de la existencia. “(…) Píndaro devuelve a la poesía el espíritu heroico, del cual brotó en los tiempos primitivos, y la exalta, por encima de la mera narración de los acaecimientos o de la bella expresión de los propios sentimientos, hasta el elogio de lo ejemplar” (p. 200). La mayor manifestación de la areté humana es la victoria. Es decir, la exaltación del vencedor se va sublimando y convirtiendo en la exaltación de un ideal altísimo, en la poesía pindárica, que llegará hasta la filosofía de Platón (p. 203). Jaeger emparenta, de hecho, al poeta con el filósofo, como portadores de un mismo espíritu. En este contexto, además, se da en Píndaro, como era propio de la educación aristocrática, una exaltación del pasado. Lo antiguo tiene prestigio y hay que parecerse a ello. La función del poeta será, entonces, elogiarlo, y en esto estriba su potencia y misión educadora. Jaeger trae a colación una evidente sentencia pindárica que sintetiza toda esta ideología: “deviene lo que eres”, es decir, deja ser lo que llevas dentro y te constituye (que no suele ser otra cosa que el acatamiento acrítico de la tradición que lo constituye hondamente a uno). El poeta señala con su dedo esta atractiva tradición que debe ser respetada y perdurar, la canta en sus versos conmovedores. Y en este dejar ser lo que uno es, la búsqueda y la libertad dadas a una esencia antigua y elevada, es, una vez más, casi Platón, según Jaeger (p. 207). Aunque esto es, claramente, mito, un mito que para el poeta es tan real como la realidad. Un mito que, como una varita mágica, dora y embellece lo que toca, transfigurándolo, dotándolo de una profundidad. Independientemente de las conclusiones que iremos viendo en Jaeger, no nos resistimos a anticipar nuestra propia conclusión o presentimiento de que justo esto, este elemento mágico, será el que fabrique, ideológicamente, a la universidad, pero, todavía más, a su producto: la ciencia y el pensamiento “independiente” de la nueva clase intelectual que mantendrá bastante de un mundo arcaico de la aristocracia al que, paradójicamente, quiere oponerse a menudo y superar. El problema es si para impugnar un viejo mundo hay que inventar un punto arquimédico en un supuesto o imaginado “exterior”, proceso que en mucho imita, inconscientemente, la inercia y admiración hacia el punto exclusivo y privilegiado donde habita el aristócrata y de donde emana todo prestigio social y cultural. ¿Hay, pues, nos enseña Grecia, una raíz mítica en lo que se muestra y deviene como razón y logos? ¿Hay una base irracional en el devenir de la ciencia y de los científicos? ¿Un eco de la vieja aristocracia en el nous o mente que piensa, que es capaz, de un modo poderoso y omniabarcante, de verlo todo, de ver las esencias, de captar lo que el vulgo no puede captar? Para Píndaro y su mundo, “Sólo entre los nobles existe la sabiduría. Así su poesía es esotérica en el sentido más profundo de la palabra” (p. 209).
Obra citada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Una lectura del enfrentamiento entre Sócrates y la Sofística desde la paideia.
Marcos Santos Gómez
En el debate de Sócrates con los sofistas me ha dado siempre la impresión de que no se ha comprendido del todo lo que significó la sofística, aun asumiendo los obvios peligros de las consecuencias políticas y pedagógicas que acabaron ostentando. Lo que quiero decir es que no debemos tanto demonizar a los sofistas, que Jaeger distingue de los maestros de retórica, sino entenderlos como el producto de la inercia que el propio pensamiento desencadenó en cuanto a la relación con la cultura y la política. Ya hemos señalado en postsanteriores que el primer efecto de la crítica al mito de lo que entendemos hoy por el logos griego y que en realidad jamás estuvo del todo contrapuesto al mito, pues como se ha dicho ya había logos más o menos implícito en muchos mitos, así como el logos devino en remitificaciones y reprodujo de algún modo esquemas y categorías presentes en los mitos, fue, digo, la escisión y cosificación de la esfera del conocimiento que en castellano llamamos “cultura”. Es decir, se produjo una suerte de extrañamiento en relación con aquello que anteriormente implicaba una relación “natural” y espontánea con los hombres. La producción simbólica y artística humana constituía de un modo fáctico e íntimo a los hombres, aunque hubiera “especialistas” en las cuestiones de sentido y religión o en la complejísima tradición oral cuya memorización, como en el caso de la civilización celta, constituía una ardua y elitista tarea. Lo que ocurre ahora es que el hombre ya no se ve de un modo espontáneo en su propia producción que debe encarnarse consciente y metódicamente en el sujeto, no en todos los sujetos, a través del proceso que llamamos “educación”, la educación en un sentido que continúa hoy vigente. Es decir, la relación con la cultura será a través de un esfuerzo y una voluntad de comprenderla, asimilarla y vivificarla en el propio ser.
Lo que ocurrirá es que esta vivificación o encarnación de los ideales será en muchos casos fallida, en el sentido de que no se acoplará de un modo “natural”, sino que tenderá a constituirse en un saber cada vez más artificial y académico. Esto dará, creo, la tendencia a la abrumadora erudición de las escuelas del siglo IV a. C. y se desarrollará, como conocimiento adherido y artificiosamente aprehendido por el educando-escolar como saber muchas veces vano y pretencioso, lo que llegó a su apogeo en época helenística y sobre todo en la civilización romana. Es frente a esto que reaccionan precisamente los filósofos helenísticos y lo que el estoicismo tratará de rectificar con el proyecto de una contra-paideia, que será otra forma de lucidez y educación consciente, mucho más que la de la pura acumulación memorística y la repetición erudita, en autores como Séneca. La educación se ofrecerá como algo íntimo que vuelva a implicar la vida y el ethos del educando, que lo fabrique como un todo coherente de comportamiento y pensamiento, de obra y palabra, que recomponga la vieja unidad de la cultura con el sujeto (v. g. Epístolas morales a Lucilio, de Séneca).
Esta unidad es, precisamente, la que garantiza la seriedad que se necesita para pensar en un sentido crítico e impugnador. Hay que encarnar de un modo real, vivencial, un ideal o modelo desde el cual se daría el imprescindible punto de apoyo para revitalizar el poderoso efecto analítico del logos griego exteriorizante en su movimiento excéntrico. El logos, en este sentido, supuso la voluntad de querer ser de un modo concreto, de querer ser una idea, y desde este punto privilegiado, otear y valorar el propio mundo. Para ello ha de darse un movimiento en la cultura por la que ésta se torne, de nuevo, un poco “mito” o por lo menos que ejerza la fascinación y el asidero que ofrecían los mitos para comprender el mundo.
Pues bien, este segundo momento de la razón helénica, con toda su fuerza pero también con su esclerotización metafísica es el que representan Sócrates y sobre todo Platón, en su discusión con la sofística. Ésta última supuso, por el contrario, la incapacidad de pensar, o escepticismo, siguiendo el curso, curiosamente, del logos previo, su inercia, su primer movimiento. El gesto de la asimilación de la cultura se manifiesta, en el mayor de los escepticismos, como una suerte de vestimenta, de ropaje, que adorna y abriga nuestra desnudez, que no es, en un sentido pleno, cuerpo, en una suerte de mascarada o carnaval donde se cambian, eligen y visten las prendas como prendas buscando, conscientemente, un cierto efecto por medio del ocultamiento en el modo de ser, un modo de ser elegido y exhibido irónicamente.
De este juego de la Sofística con la cultura se desprende otro juego con la política, que ya no puede ser tomada en serio, llevando, también aquí, a su extremo el impulso inicial de la democracia ateniense. Se trata del juego de las asambleas que se mostraron como ámbitos donde prosperaba el demagogo que con su brillante elocuencia, con la fuerza de la palabra erigida y aprendida del maestro en retórica que fascinaba y arrastraba al demos. Esta relativización de las ideas acaba destruyendo todo vínculo personal con ellas, lo que ahora llamaríamos coherencia personal, el ejemplo vital. Y el pensador, por haber pensado demasiado a la griega, deja de pensar, no puede ya pensar, o por lo menos, es ya incapaz de creer su propio pensamiento. Así, enseñar y educarse son tareas que prosperan en medio de esta disolución generalizada del antiguo modo de vida, hijas de una crisis hondísima, pero que en justicia debemos llamar, como a la filosofía socrática, razón y logos.
Hay que indicar y recordar que el elemento heroico de las culturas anteriores a este surgimiento del logos continúa vigente en el sentido de que precisamente la adquisición y encarnación natural, la re-naturalización de la cultura, que implicará no sólo la memoria sino las maneras personales y un ethos cultivado, serán el sello para legitimar y señalar una distinción, la pertenencia a una cierta nobleza. Del mismo modo, en el mundo de la cultura erudita y “falsamente” vivida, la principal función social de la paideia será esta misma, el servir de vehículo para ser admirado y distinguirse en el todo social. De manera que el movimiento por el que la cultura se cosifica y se torna objeto y ropaje, continúa también una onda anterior que arraiga en el latente mundo heroico de los poemas homéricos.
Dicho todo esto, podemos entender el juego socrático con la Sofística como un intento de hacer de nuevo efectivo el pensamiento y la inmersión, para pensar, en el todo cultural o en los ideales que han de ser encarnados y vividos como “verdad”. Esto podría explicar, de algún modo, todo lo que desarrollaría progresivamente en sus diálogos la filosofía platónica. De ella reluce algo evidente, que pensar, para que pensar tenga un efecto real, transformador y crítico, debe partir, en una aparente paradoja, de presupuestos no pensados, desde los cuales, como hoy recoge la hermenéutica filosófica, se hace posible la transformación perfectiva del propio mundo. Esto consiste en el redescubrimiento de una verdad, acaso lejana y oculta, como un centro secreto, que se halla en el tesoro de la cultura y de sus ideales, y que debe convertirse en uno mismo a través de una paideia religiosamente efectiva y conmovedora. No es posible el heroísmo, al que se retorna con Sócrates, su sacrificio y vibrante coherencia personal, sin este elemento de “verdad” en un sentido hondo y fuerte que el filósofo de Atenas retoma para cuestionar la ácida disolución de los valores en la Atenas de la democracia degenerada de demagogos que acababa elevando a principio la moral del tirano, en una vuelta a lo natural que era realmente la negación racionaldel nomos y de la cultura.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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El orden en la educación. El espíritu de la filosofía jónica en la paideia.
Marcos Santos Gómez
La nueva educación que surge, estrechamente ligada al proceso de racionalización dado en la Grecia clásica, asume el modo legaliforme de organizar el mundo, la ley y el orden que se encuentran en el mismo. Es decir, la educación que consistía en un proceso implícito, en gran medida inconsciente, intuitivo, como aparecía en el mito, a modo de una seducción que plasmaba “homéricamente” un ideal mediante la alabanza del mismo y el elogio del héroe, ahora se va convirtiendo en una labor organizada, programada y medida. En realidad, la paideiava consistiendo también en acoplarse a un ritmo, sólo que el ritmo del mundo “racional” emergente es el de su gramática, el de su estructura y esqueleto que trazan rutas y cadenas causales. Hay, desde luego, un cierto sentir sagrado, una escucha del elocuente silencio del mundo, pero traduciendo método y lenguaje míticos a un plano inmanente, insertando en el mismo el perfil y los trazos abstractos de lo que antes eran causas gloriosas y tremendas.
Todo parece ceder a un arrullo de bellas proporciones, al rumor del número y de la gramática que sostiene y vitaliza desde dentro las otrora imágenes grandiosas de coloridos esplendores. Una razón, pues, que ya estaba implícita e intuida en el propio mito y que surge en la medida que se descarnan las viejas conmociones de las que, quizás, permanece un extraño eco, como un mudo resonar en la materia humillada. Así, ciencia y logos son, en gran medida, una transformación del mito que mantiene sordamente vigente algunas esencias. Los dos extremos y este proceso son descritos por Jaeger de esta manera: “Podríamos decir, parafraseando la afirmación de Kant, que la intuición mítica sin el elemento formador del logos es todavía ‘ciega’, y la conceptuación lógica sin el núcleo viviente de la originaria ‘intuición mítica’ resulta ‘vacía’. Desde este punto de vista debemos considerar la historia de la filosofía griega como el proceso de progresiva racionalización de la concepción religiosa del mundo implícita en los mitos” (p. 151).
Este estrechamiento y vaciamiento de contenidos hecho al mito, supone también una transformación del viejo hombre religioso o el sacerdote en una actitud teorética, en un bios theoretikós contemplativo, descarnado como el propio mito, que ejerce y piensa la realidad como sabio, que la estudia y medita austeramente. No dudamos que esto puede haber alcanzado incluso un ámbito tan cercano como el denominado “templo del saber” de nuestra vieja universidad (anterior al proceso de Bolonia) que siendo lugar también de investigación y estudio (¡y educación, pues la pedagogía sigue estando asociada al estudio y la racionalización del mundo, la razón a una paideia!) es a la vez religión.
Centrándonos en los siglos VII y VI a. C., mucho antes de la universidad medieval que estudiaremos más adelante, lo que entonces podía verse discurrir por los senderos de Grecia eran caminantes cuya actitud espiritual consistía en dotar de ley y organización al mundo natural (estamos en la Jonia de la filosofía natural de los denominados filósofos presocráticos, los primeros filósofos de la historia occidental), seres indiferentes a los valores que movían las vidas corrientes de sus coetáneos, a los que daba igual la riqueza y que cultivaban en este sentido un cierto ascetismo personal semejante al que aplicaban a la materia. Buscaban una profundización del ser por sí mismo, una afanosa persecución de la inmanencia, el logro de una dignidad, aunque austera, para la materia, que consistía en no percibir nada más sagrado que ella misma, causa y principio de sí misma y por tanto explicada desde sí. Ajenos a la sociedad, fueron pioneros en el ejercicio de una nueva libertad que permitía, desde su excentricidad, emitir juicios sobre un mundo que escrutaban con ajena pasión. Esta pasión que podría ser tachada de inhumana o deshumanizadora, era precisamente el precio y la condición para un sobrio análisis crítico de la realidad o, mejor dicho, de las concepciones dominantes sobre la realidad. La crítica del mundo social surge en estrecho vínculo con el distanciamiento existencial vivido por estas nuevas figuras sociales, estos primeros intelectuales, quizás, conocidos por la historia. “El pensamiento racional actúa ya en este primer estadio como materia explosiva. Las más antiguas autoridades pierden su validez. Sólo es verdad lo que ‘yo’ puedo explicar por razones concluyentes, aquello de lo cual ‘mi’ pensamiento puede dar razón” (p. 154). Todo ello producto del desarrollo de la individualidad. Pero la imagen del mundo como cosmos que sostiene sus teorías es, mantiene Jaeger, una persistencia de lo religioso, o sea, ¡constituye una forma de religión! (p. 159). Esto es porque lejos de ser una mera descripción de hechos, la adhesión de una plantilla legaliforme en el mundo y en la materia es una especie de atea sacralización de la misma, como si el esqueleto ferozmente causal de las mitologías se trasplantara ahora al mundo, que se sostiene y crea desde sí.
La doble cara de este proceso de racionalización es la vivencia, por un lado, de la fugacidad y precariedad de la materia, que causa estupor a todos los filósofos griegos hasta Aristóteles y por supuesto a las escuelas helenísticas (pienso en el estoicismo ya tardío de un Séneca o Marco Aurelio) y por otro lado, la logificación, el íntimo ajuste a una legalidad que en medio de los cambios, puede explicarlos y dota de unidad y sentido al mundo erigido, gracias a ello, en cosmos. Un orden que se insertaba en la sociedad también, en la polis, con el derecho, con la escritura, fijación y estructuración de la norma o nomos que, en este sentido, sigue el mismo principio de organización imperante en la physis o naturaleza. Esta íntima legalidad en la forma de proporción y orden causal es expresada por el número que fue antes una esencia cualitativa que cuantitativa, según recuerda Jaeger (p. 162).
Respecto a la paideia, cabe indicar que la educación surge en conexión con este orden y consiste, esta es la principal novedad y gloria de los griegos, inventada por ellos, en una armonía vinculada al número. La puesta en concordancia del individuo con el cosmos que anida en el universo, con su constitutiva legalidad. Desde aquí, se erige una normatividad que regula, pautadamente, cómo hay que conformar al hombre y que se expresó, ya en el siglo VI, en las creencias órficas, tras la efusión disolvente del naturalismo del siglo VII a. C. Su desarrollo del concepto de alma fue un paso fundamental en el surgimiento de la conciencia personal humana (p. 166). El hombre se debe filtrar por el tamiz de la desmitologización y concordarse con el ritmo íntimo, con el logos, que dota de orden a la realidad. Así lo vemos en Jenófanes que desde estas ideas plantea la reedificación de un hombre nuevo, del hombre racional, en un movimiento de la razón jónica que vuelve al interés por los asuntos humanos pero que en lo fundamental sigue la línea de racionalización de la filosofía natural de los demás filósofos jónicos o el pensamiento del ser de Parménides. Esta labor pedagógica y terapéutica de la filosofía suele salir en mis primeras clases de filosofía de la educación, es decir, la poesía de Jenófanes que, como hemos dicho, aplica las nociones desarrolladas en Jonia a la crítica social y a la hermenéutica crítica y disolvente del mito.
Obra comentada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Solón: derecho y poesía. El surgimiento del espíritu ateniense.
Marcos Santos Gómez
Analizando en un post anterior el caso de Esparta, concluimos que implicaba un sesgo en la paideia específico, consistente en que realizaba a la perfección una de sus facetas, la del espíritu comunitario y su vuelco hacia lo político, la de la relación inextricable del individuo del nuevo mundo griego con su polis. Pero carecía del otro lado de la cuestión, es decir, ese espíritu individualista que dándose al mismo tiempo que la fuerza de ligazón del hombre con su polis, en la Atenas democrática, en el nuevo mundo de relaciones distanciadas con la cultura que promoviera el ascenso de la nueva razón, actuaba paradójicamente contra tal ligazón política del sujeto con su medio social. Esto era lo que podía abrir, precisamente, un espacio a la crítica social que llevarán a cabo los filósofos y que incluso ya se da implícita o incluso explícita en la filosofía jónica (Jenófanes, Heráclito). Hemos visto que el logos helénico, invento de una comunidad humana en un tiempo concreto, obra con dos fuerzas: la que fortalece y conecta dicha comunidad con una adherencia racional, con un tipo de causalidad no mítica o que trata de no serlo, y la fuerza de disolución que, como un ácido, ejerce la propia razón naciente respecto al centro de la propia vida, respecto al mundo cultural colectivo que nos constituye. En este segundo caso, paralelo a lo que Fromm denominaría el proceso de individualización, es posible el máximo distanciamiento y juicio respecto a la realidad, pero al precio de la disgregación de la comunidad y de la soledad de un mundo de individuos carentes de aquella unidad íntima y cohesión que el universo homérico del mito proporcionaba.
La paideia, o sea, la educación en un sentido muy actual, nace en medio de esta tensión y como producto de la misma, cual una suerte de hija del nuevo logos. Sólo este dinamismo que llamamos “pensar” desde entonces abrirá la brecha y la posibilidad de que la educación emerja como tarea de conformación consciente del sujeto (ciudadano) que racionalizará sus lazos con la comunidad. Pero tenemos la paradoja de que la misma racionalización que funda lo político en un logos exteriorizante, en la prudencia, moderación y buen juicio del filósofo, desde su autonomía, desde su propia esfera, produce el movimiento perturbador de la crítica, de la autarquía del sabio y por tanto, la autonomización e independencia del mismo (del individuo que piensa) respecto a su comunidad. Esto será, dirá varias páginas y capítulos más adelante Jaeger, la esencia de Sócrates, lo que explica su ethos, su particular heroísmo. Un heroísmo que, señalará al final del capítulo dedicado a este “padre fundador” de la tradición filosófica occidental, no estará exento, clamorosamente, de los elementos del heroísmo homérico, nuevamente transfigurado, como si aquel mundo primitivo y mítico persistiera en distintas formas, de manera un tanto proteica, pero siendo en esencia casi lo mismo, o consistiendo en un mismo esquema cultural que el hombre occidental aplicara, desde entonces, a la realidad. Recordemos que ésta es, de hecho, la tesis que al hilo de la lectura del libro de Jaeger, estamos tratando de mantener en esta larga serie de posts dedicados a la paideia griega.
Pero anteriormente a Sócrates, como parte del proceso de emergencia de la nueva racionalidad, Jaeger señala el poeta-legislador ateniense Solón, que encarnará esa parte comunitaria del logos que, hemos dicho, tendría su mayor y más patológico exponente en Esparta. Solón legisla para Atenas logrando un término medio, indica nuestro autor (p. 138) entre el individualismo jónico que piensa el mundo natural de manera ajena al ciudadano y a sus vínculos basados en un nomospolítico, y el comunitarismo unificador de los nacientes estados. Para Solón el derecho será algo divino, es decir, hondamente arraigado en el ser, como para Hesíodo, y lo cual, aun manteniendo un obvio elemento mítico, escapa a las mitologías tradicionales, las supera e incluso las puede cuestionar. Se erige, en su trono y en el mismísimo Olimpo, Diké, como nueva divinidad fundadora con la que contrarrestar la nueva hybris individualista. Pero a diferencia de Hesíodo, Diké ahora opera en un ámbito inmanente, en el que se dan los castigos, como consecuencias terrenales del desorden. Diké es orden, un nuevo orden, pero esta vez es un orden inmanente y mundano, por mucho que mantenga su estructura teológica, en una tensión que es ya metafísica o que anticipa a la metafísica, mejor dicho.
Son, en realidad, las nuevas necesidades de un nuevo mundo social y político las que van, de algún modo, generando estas corrientes en lo ideológico y cultural que requerirán e implicarán al mismo tiempo, como tanto hemos dicho, la necesidad de una educación organizada y consciente que se destine a la consolidación del modo de ser hombre asociado a tales cambios. Un hombre para el que el mal será la perturbación de la vida social, el conflicto desatado en un mundo que corroía los viejos lazos tradicionales con que se ataba. El sufrimiento, por tanto, tiene ahora un ámbito social, se da como algo humano, nacido en los hombres y propio de ellos, sin que necesariamente intervenga un destino ajeno o los anhelados dioses, como sucedía en los mitos y que en la tragedia será objeto de tratamiento y reflexión. La desacralización del mundo, que empieza en esta época, parece conllevar una contraria sacralización del hombre, del mundo humano, en una metamorfosis, en realidad, de lo sagrado. Es este despojo el que cantará la nueva poesía, que en este sentido, presupone además del mundo sagrado homérico, el mundo del legalismo inmanente donde los hombres pueden ser desde sí, pero al precio de la individualización y la soledad.
Aunque el sufrimiento se inmanentiza, se convierte en un mal social, en realidad, el hombre de este mundo, indica Jaeger (p. 145) siente que queda un reducto inasible, sagrado e inviolable que le continúa rigiendo y llenando, por tanto, de fatalidad el destino, por mucho que la plenitud legaliforme tendiera a llenarlo todo, a copar y desbordar su mundo. Hay, pues, un riesgo y una imprevisibilidad en la acción y en los esfuerzos humanos, que perdura en medio de la racionalización de la vida operada ya entonces. La solución de Solón, en su elegía, será adoptar la perspectiva exteriorizante de la divinidad (movimiento propio del muy posterior pensamiento estoico, que “recetará” la misma medida contra los sufrimientos inevitables de la vida terrenal), una divinidad curiosamente desacralizada, pero vigente como divinidad, es decir, como tensión trascendente, para relativizar y disminuir los sufrimientos propios de la singularidad humana, del individuo y su mundo de sentimientos, a veces opuestos a tales elevados y exteriorizantes designios.
Lo que salva al individuo, pues, lo hace a costa de empequeñecer su mundo, como si lo individual se viera obligado a recurrir, de nuevo y en otra de las contradicciones de la razón emergente, a la posición de Zeus. Este mismo juego, creo yo, por el que la aristocracia se situaba en su lejanía deseada y brutal, salvíficamente distante, como una promesa, como el privilegio de una vida lograda, que desafiara y juzgara, odiada y amada, a la vida cruel y mundana del campesino hesiódico que se ve obligado, para pensar, a recurrir a aquello que lo niega, al juego de una distancia que es preciso fabricar en el propio mundo. Habrá que superar el individualismo y lo más groseramente o sentimentalmente cercano para, de nuevo paradójicamente, permitir el libre desarrollo del individuo que aristocráticamente se erige en nuevo amo de sí mismo y da curso a un nuevo universo de sentimientos y lírica personales, a una poesía a contrapelo, creando el polo de la subjetividad sentimental que desde entonces acompañará a la estética y a la psicología occidental.
Obra mencionada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Paideia de lo íntimo en la Grecia clásica: el espacio “interior” de la lírica.Marcos Santos Gómez
La objetivación de una racionalidad comunitaria y política que hemos visto que se da en el derecho tuvo otra cara, un reverso sin el que ella, no habría existido. Lo que normalmente asociamos a lo poético, el espacio al que va dirigida la lírica que prácticamente hoy es ya sinónimo de poesía, frente a la antiquísima poesía épica o epopeya, no es algo que haya existido siempre. De hecho, ocupa un lugar muy secundario, al menos cronológicamente, en la historia del arte. Ahora, en la lírica interiorista que surge en el discurrir griego, ya no se pretende plasmar un ideal comunitario que haga al individuo fiel elemento de su grupo, respondiendo a las expectativas sociales y encarnando vívidamente un
pathos heroico, sino que la poesía abre un nuevo espacio interior y funda, de algún modo, la intimidad que veremos en algunos momentos de la
paideia como el principal objeto de la misma, ya bastante tarde e incluso en época romana. Pero ahora lo que vemos es la emergencia del individuo, hijo de la racionalización del mundo y de la sociedad, su creación o por lo menos su expresión en obras que por primera vez hablan de opiniones y sentimientos personales y de lo más subjetivo, de lo sentimental y de lo erótico. Sería este nuevo ámbito un lógico reverso de la escisión que la racionalización había producido entre el hombre y su producto cultural.
Sin embargo, advierte Jaeger que no estamos aún ante el Yo autoconsciente, autónomo y responsable desde sí que encontraremos como invención cristiana (quizás anticipada por Séneca), sino que la nueva subjetividad se engarza en un todo, muy al estilo griego, y a pesar de que el individuo aparezca como una suerte de porción propia de mundo. El Yo tiene también, como el mundo exterior, una legalidad que lo constituye y con la que la “autoexploración” lírica conecta. De algún modo, es también algo objetivo, estructuralmente similar a la realidad “externa” (o sea, vertebrado por un
logos) aunque pueda estar regido por leyes propias. Una suerte de singularización “original” del entramado racional y causal que rige la realidad, lo que apunta antes al realismo filosófico que a un subjetivismo que ubicamos sobre todo en la venidera modernidad.
Todavía, este
logos es la misma “razón” de las epopeyas homéricas, del antiguo heroísmo, indica Jaeger (p. 119) traspasadas a una esfera “interior”, de manera que el heroísmo se individualiza en las elegías del poeta Arquíloco, en una trasposición de “contenido y forma” que tinta al hombre individual como sujeto de una epopeya íntima y como portador de figuras y de un destino homéricos. Así que, de nuevo, la idea que estamos tratando de mostrar, al hilo del desarrollo del libro de Jaeger, vuelve a aparecer, o sea, la de la presencia más o menos soterrada de lo homérico en los primeros vuelos de la razón y de la
paideiahelénicas.
Hay, no obstante, pugna con la tradición, lo que define el surgimiento progresivo en Arquíloco de una cierta racionalidad, en la concepción de Jaeger. La racionalización se plantea de hecho, creo, como el surgimiento de una dialéctica, del espacio que hemos señalado entre el hombre y su creación cultural. En este desgajamiento del hombre y su producto cultural y mítico surgen la “razón” y el individuo. Y la esfera de lo individual abre, señala (p. 121) la posibilidad de una nueva libertad por la que se juzga, desde ello, también el
demos como algo aparte, en un intento, el primero tras Hesíodo, de reelaborar la propia tradición.
Además, en la poesía lírica se introducen elementos cómicos, en lo que significa un nuevo nivel de distanciamiento y reflexión. Más adelante, Jaeger señalará que la comedia de Aristófanes supondrá un cierto rizar el rizo de la reflexión que ya estaba presente, en cuanto reelaboración de la cultura y del
pathosheroico, en los grandes trágicos Esquilo y Sófocles. Todavía no hay, al estilo de los primeros filósofos, en el poeta Arquíloco, una fundamentación en una naturaleza elevada a norma u origen de la normatividad social que haya de juzgar la convención que se aparta de ella, pero sí se da la conciencia y el espacio que lo permitirá y que ahora se desarrolla al modo de la ruptura con el decoro convencional y como desvergüenza (p. 121). Incluso se da el incipiente esfuerzo no solo de la crítica a las normas convencionales, sino el intento esbozado de sustituirlas por otras. Lo importante, a mi juicio, es cómo todo esto ya ocurre de un modo que llega mucho más lejos que la adaptación hesiódica de Homero a la cultura campesina.
En concreto, en la poesía yámbica de Arquíloco, seguimos viendo la lucha heroica contra el destino (que tan importante presencia tendrá en la tragedia ática posterior, que podemos entender como una
reflexiónsobre este hecho propio del mundo homérico). Esto, en el nuevo ámbito de la subjetividad, se da como la lucha constante e imposible por ordenarse frente a un destino que marca al individuo y lo arrastra adonde no quiere (p. 126). Será el esfuerzo por acordarse con un ritmo (en palabras de Jaeger, p. 127) lo que caracterice esta suerte de épica-prerracional presente en la poesía de Arquíloco. La importancia de este detalle es que ya se intuye una legalidad en el mundo, un cosmos propio, acaso inmanente al mismo, pero que trasciende y desborda la falsa legalidad del mito homérico. “Vemos en Arquíloco la maravilla de una nueva educación personal, fundada en el conocimiento reflexivo de una forma natural y última, fundamental e idéntica, de la vida humana. Se revela una autosujeción consciente a los propios límites, libre de la autoridad de la pura tradición. El pensamiento humano se hace dueño de sí mismo, y así como aspira a someter a leyes universalmente válidas la vida entera de la polis, penetra más allá de estos límites en la esfera de la interioridad humana y somete también a límites el caos de las pasiones” (pp. 127-128). Y esto ocurre, señala Jaeger, porque los problemas propios de la epopeya son individualizados y por tanto vividos y juzgados en el individuo, que así puede darles un tratamiento diferente, en una poesía que por esto mismo debe emplear nuevos metros.
Lo importante será, de todos modos, y desde el punto de vista de la educación, que por primera vez ésta, en la forma poética y todavía primitiva, se dirige al individuo, a una formación interiorista y particular que atiende al mismo. Esta intimidad estrictamente individual, se da con gran fuerza en la lírica de Safo y de Alceo. Hay en ellos una expresión sentimental y una cierta meditación reflexiva, los elementos básicos de una existencia individual, que posee sus propios paisajes y movimientos. En ella se funde la demanda apolínea de integrarse en una sociedad que requiere la regulación, con el más puro hedonismo dionisiaco desarrollado en los symposios en los que únicamente el individuo puede ser individuo. Esta individualidad comienza a teñir, en estos poemas de Alceo y Safo, todo, incluida la plegaria y, lo más importante para nosotros, es lugar para una cierta construcción educativa y el desarrollo del eros que acompañará, sublimado, el curso de la filosofía platónica. Un eros como pasión íntima que mueve a la educación y al conocimiento, afectando a los sentidos y al alma. Un eros que siendo sensual en Safo, mueve no obstante a la totalidad del alma vigorosamente (p. 134).Aun no existiendo en ella todavía un eros de estilo platónico, sí vemos, señala Jaeger (p. 135), una inmersión en las profundidades del alma a partir del eros sensual, que entronca y arrastra a la tragedia íntima humana. Se trata de una experiencia no patética, contada con sencillez, y que precisamente por eso nos conmueve. Una exaltación e invención, pues, del amor en un sentido privado que se opone, superándolas, a las experiencias heroicas o colectivas de la épica, que va ensalzando y definiendo el nuevo campo de lo subjetivo y lo sentimental asociado a la existencia singular, única y, al parecer, no categorizable por los antiguos “saberes” o por el mito.
Obra citada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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El Estado jurídico y su ideal ciudadano en las polis primitivasMarcos Santos Gómez
Con la emergencia de nuevas clases sociales que pugnan por adquirir su preeminencia frente al viejo modelo aristocrático, surge la necesidad de fundar la ley en un centro regulador del que emane un derecho que sirva a las reivindicaciones de quienes estaban produciendo un nuevo mundo social. Se funden aquí, me parece, la idea de cosmos propia de la manera griega de mirar y entender el mundo, con la paradójicamente aristocrática de fundarse en un cierto principio sublime que es preciso desocultar y cuyo reinado hay que garantizar para lograr el bien de la comunidad. El campesino y una pugnante burguesía escrutan la realidad para ajustarla y comprenderla en función de este orden oculto que ha de regirla y que se halla en lo alto, como el trono de un juez imparcial que expande un derecho que es ley para todos. Incluso en este aparente movimiento de liberación de lo aristocrático hay un
pathos aristocrático. Se trata ahora, frente a la vieja divinidad, de una
diké(justicia, lo justo) elevada que dignifica el mundo y lo organiza, fundándose en ella, en realidad, un nuevo orden social. Algo que, matiza Jaeger, tan solo refleja el prestigio que ya de hecho tenía de largo el derecho, producto de la nueva racionalidad y que era admirado y muy considerado en las primeras sociedades que recurrieron con cierta sistematicidad al mismo. Escribir el derecho era ya parte de un prurito de racionalización que aspiraba a fijar la sociedad según un orden que trasciende el mito, más allá del mismo, aunque continúe asociada a imágenes mitológicas y en sí mantenga el halo de lo sagrado. Sacralizar será ahora, o empieza a ser, sinónimo de racionalizar, de
logificar, en una suerte de preilustración griega, o vincular lo visible con sus abstracciones en un juego inmanente que, sin embargo, imita el movimiento de la trascendencia divina que a su vez se empentaba con las viejas sociedades aristocráticas del mundo homérico.
Además añade Jaeger una importante observación, consistente en que los futuros sistemas ideológicos que promuevan una igualdad esencial de los hombres, tal vez como respuesta a sistemas de desigualdad como el platónico, mantendrán esta suerte de dignidad irradiante que en tiempos de Solón se denominaría
diké y que sustenta la esencia y la dignidad comunes de los hombres.
Vemos, pues, formas racionales y organizativas que emergen de imágenes míticas y el proceso inverso, también. Es decir, cuando se comienza a pensar no existe un único modo racional de acometer la tarea, sino que ya aparece el mito en inextricable unión con ello, como una forma de pre-racionalidad más en la forma de imágenes que de causalidades naturales, por aludir al modo jonio de razón más formal. En este caso de la racionalidad jurídica emergente se da una voluntad de justicia desarrollada en la comunidad de vida, o polis, y que funda además, siguiendo la tesis del libro en que nos apoyamos, una labor educadora. Una educación que, frente a todas las apariencias, también actúa y se funda de un modo semejante a como lo hacía el ideal guerrero de la vieja cultura aristocrática. De manera bastante clara y directa lo señala Jaeger: “El antiguo, libre ideal de la
aretéheroica de los héroes homéricos se convierte en un riguroso deber hacia el estado al cual se hallan sometidos todos los ciudadanos sin excepción, del mismo modo que se hallan obligados a respetar los límites entre lo mío y lo tuyo” (p. 109).
La sublimación operada de la vida ahora se sitúa en un ideal estatal, de la polis como fuente de valor y
areté, que reparte sus dones. Esto no llegó a ser una educación pública, centralmente regulada por el Estado, salvo el caso de Esparta, que ya hemos considerado en un post anterior, y, propiamente, no llega a teorizarse dicha necesidad pública de una educación común estatalmente regulada, hasta el siglo IV a. C. Sin embargo, en cierto modo, sí se había dado antes esta suerte de educación pública, en la educación del cuerpo desarrollada en la gimnasia y en la educación estética lograda por la música.Esta especie de educación pública consiste, básicamente, en que la polis se erige como fuente y manera de ser y de organizar la vida, en lo que entra, cada vez más el derecho, en cuanto manera objetiva de encadenarse el ciudadano (y en esta medida serlo, hacerse ciudadano) a la ley. Una ley cuyo carácter sagrado será, ahora, el de emanar y servir a la polis. La educación deberá encarnar no sólo un universo cultural sino un nuevo mundo y un nuevo modo de vida que estaba surgiendo. Una ley que “Traza límites y caminos, incluso en los asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus ciudadanos. El desarrollo del Estado conduce, así, a través de la lucha por la ley, al desenvolvimiento de nuevas y más diferenciadas normas de vida” (p. 112). Así, señala Jaeger más adelante, con la ley se ha desplazado el primitivo ideal aristocrático a una idea de hombre formulada y defendida sistemáticamente por filósofos. La ética y la educación filosófica serán, de hecho, desarrollos de la ley, de la que toman su forma sistemática e incluso el contenido, o los contenidos históricos de los que emana un pensamiento que no debemos imaginar surgiendo en el vacío, de manera pura.
La
diké, como “alma” de la polis, no sólo proviene, hemos dicho, de viejas imágenes grandiosas de una aristocracia cuyo tiempo ya había pasado, sino que se da un proceso inverso, por el que la
diké, esta reelaboración “filosófica” de la tradición, adquiere una cierta consistencia propia e imprimirá su carácter, ahora, a las distintas concepciones racionales de la cultura. De ahí la trama legalista o legaliforme que adquirirá la naturaleza en la filosofía formal jonia. Lo que había sido una re-elaboración conceptual produce, ahora, nuevos “contenidos” culturales y “científicos”. Pero, en cualquier caso, llegamos a un momento en que, de un modo u otro, la ley estaba en el centro, como lo más prestigioso y adorable producido por el mundo de las polis nacientes. Pero, independientemente de esta fundación en un ser común, tanto del nuevo individuo-ciudadano como de la colectividad de la polis, es que ahora nacen un modo de vida privado que engarza y nutre un modo de vida colectivo y público. Este modo público había sido patrimonio exclusivo de la nobleza, hasta entonces. Y una igualdad que, no solo porque se fundara en un ideal de contenidos, podíamos decir, campesinos, pero de forma aristocrática, un ideal de distinción y sublimación ascendente, no equivalió al desarrollo de una educación verdaderamente igualitaria, acorde con la venerada isonomía que había proclamado la ley. En realidad, como veremos con mayor detenimiento, pronto la educación “democrática” consistió en la adquisición de una
aretéaristocrática que exactamente igual que la promovida por la educación que Fénix enseñó a Aquiles según relata la Ilíada
, se basaba en pronunciar bellas palabras y emprender acciones nobles. Una
areté que debía impregnar al hombre entero que, de este modo, la encarnara e hiciera suya. Y que, en el contexto de la nueva polis legal, jurídicamente estructurada, además debe hacer suya la conducta (
ethos) promovida por ella, fundada en la
diké o justicia y por tanto, modular según ella sus deseos. Así, el viejo hombre noble y guerrero ahora será, con un aura semejante, el hombre político formado en una cultura general apta para servir y sobrevivir en el nuevo modelo de polis. Este conocimiento general, distinto de la especialización propia de los oficios, mantendrá, por tanto, su origen en el mundo aristocrático que, en este sentido y como venimos defendiendo al hilo de la exposición de Jaeger, impregnará la pedagogía emergente incluso en los estados democráticos (p. 116).
Obra mencionada:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Un sesgo anacrónico en la paideia: educación sin filosofía en Esparta.
Marcos Santos Gómez
Esparta, por mucho que hoy repugne a una concepción democrática del Estado, ejerció un inmenso atractivo en la Antigüedad como modelo de una paideia que por primera vez y de un modo sin paliativos, era obra directa del Estado. Es decir, organizó una suerte de educación pública, por primera vez en la historia, a la que los griegos de su tiempo veían con admiración pero que se trataba en realidad de una forma primitiva de educación, pues su fuente social e ideológica era el Estado racial, un tipo de agrupación política arcaica heredera directa de la nobleza de sangre y cuya rígido inmovilismo impedía el desarrollo de un nous filosófico independiente, como sí habría de propiciar sobre todo la democracia ateniense. Se daría, pues, de un modo diferente a la complejísima paideiadel mundo ateniense que obedecería, ésta, a un profundo cambio social y político en relación con los modelos arcaicos de sociedad. Un sutil nuevo modo racional de abordar el mundo que habría de implicar los extremos de una singularización individualista y, por otro lado, el manejo y tratamiento de lo común, tanto el funcionamiento de la poliscomo el vínculo con la tradición que consiste antes en su reelaboración que en su aceptación pasiva. Así que el pensamiento y la individualización vendrían sobre todo en el Ática, aun cuando estos se produjeran de manera paralela a la necesidad o aspiración de una cierta regulación pública de la educación en la polis.
Por tanto, el caso de Esparta es, señala Jaeger, un fenómeno “pedagógico” y social aislado que no tendría que ver con el complejísimo y rico proceso de la llamada “ilustración” ateniense del siglo V a. C., en el momento de auge del movimiento sofístico. En cualquier caso, lo relevante del caso espartano es que responde, de algún modo, a algo profundo y arraigado, como una constante, que suele aparecer en la “naturaleza humana”, una suerte de viejo anhelo quizás o ideación que, en sus aspectos lúgubres pero también ventajosos, reaparece en la literatura, por ejemplo, todavía hoy (en la ciencia ficción muy a menudo). Estamos en un tiempo en que lo moral se fundía con lo político y el nomos, las leyes, respondían a lo que hoy tratamos como ámbitos diferenciados. Señalará Jaeger, más adelante en el libro, que esta diferenciación la acarrearía el cristianismo, con su creación de una “conciencia” individual vinculada a la culpabilidad personal. Sin embargo, lo propio de la ilustración ateniense frente a Esparta sería la escisión de nomosy physis, de la normatividad y la ley, por un lado, y la naturaleza, por otro. El pensamiento, de hecho, o lo que llamamos “racionalización”, se refleja en que produce una desnaturalización de distintos ámbitos culturales, desde la moral a la ley, como estamos señalando, a también todo lo que hemos denominado “cultura” o “conocimiento” o, también podíamos llamarlo, “saberes”, que se escinden y desnaturalizan y se tornan “artificiales”.
Esta desnaturalización opera, creo, en varios sentidos. Uno es como la vive el individuo que, paradójicamente, cuando es despojado de lo que es, de lo que inercial y ciegamente lo constituye, sabe que es individuo, emerge como tal. Es un movimiento en lo cultural por el que ello se separa y se vive como algo ajeno que puede propiciar y empieza en efecto a crear la sensación de algo ajeno, que se tiene y se añade a uno, o no, y cuya adquisición, en la Atenas de los sofistas, será precisamente la obra de una educación por primera vez especializada (“formal”, la llama Jaeger). De manera paradójica, aunque emerge como preocupación por lo público, la nueva razón y la nueva paideia participan de una cierta disolución de la misma sociedad que trata de poner en relación y a la que responde. Estamos hablando de un considerable cambio en el modo de vida que vendrá relacionado con la democracia y, lo que es la tesis principal del libro de Jaeger, con la racionalización y la necesidad de crear y practicar una pedagogía consciente.
El educador “oficial”, desde la fuerza de la poesía que por primera vez es abiertamente educativa, es decir, destinada a crear un tipo de hombre-ciudadano desde su fuente en la comunidad, será Tirteo. Es decir, la poesía, con su fuerza irradiante, sella, imprime una imagen con una eficacia mayor que la del pathospersonal, pues éste se modula y concentra en la lengua literaria que es capaz de conmover removiendo hondamente las emociones y trabajando con ellas. Aquí, el arte es sublimación y pedagogía.
Como hemos señalado, se da en Esparta una voluntad de crear un ciudadano, pero no hay ni puede haber el individuo del mundo democrático, que emerge como producto de la escisión de physis y nomos por la que el mundo humano y político puede ser pensado. Es decir, no hay filosofía, en esta pedagogía que, por tanto, no elige de manera consciente su modelo de “hombre” o su “ciudadano”, y sí se ajusta a un modelo de educación en que no opera el sentido crítico y que se limita a reproducir un cierto ideal. El modelo espartano fue una aparente, y por tanto falsa, democratización basada en la extrapolación a la comunidad del ideal aristocrático en que la areté se funda en una comunidad de sangre que no responde a su organización, interpretación y cuestionamiento radicales propios del ejercicio del nuevo logos. Ni siquiera, creo, tendríamos el intento de reelaborar este modelo estático que supuso la obra de Hesíodo para dar juego y “crear” una nueva clase social o su ideología. Estamos más cerca de Homero que lo estaba Hesíodo y su mundo campesino.
Sin embargo, este fenómeno pedagógico tan antiguo y primitivo, nos debe conducir hoy, creo, a formularnos algunos interrogantes muy actuales. Si tomamos el mero efecto de una pedagogía que se vale, en este caso de la poesía, para plasmar un modo de vida, quizás no estemos en el ámbito de la paideia, de la formación ilustrada que consideraremos al hablar de Atenas. ¿Es suficiente, preguntaríamos hoy, con “educar” para una ciudadanía sin que al mismo tiempo se re-elaboren los contenidos culturales de ese mundo en lo que constituye la tarea de creación de “individuos críticos” por excelencia? ¿Es posible educar para la democracia sin que al mismo tiempo se proporcionen los elementos para un cuestionamiento que, paradójicamente, convierte en conjetura aquello que nos cimenta ideológicamente? Da la impresión de que el pensamiento “ilustrado” de la Atenas del siglo V a. C. adviene con un elemento de negativización en su seno, con una suerte de velada amenaza nihilista o disolvente, como en efecto materializará la sofística. Quizás la posibilidad de impugnar aquello mismo que te constituye, en una suerte de suicidio intelectual, sea un requerimiento sine qua nom para que, todavía hoy, podamos hablar de democracia. Con ella, en efecto, surge la incomodidad y el peligro de pensar. Como otra cara de la moneda, tendríamos el monolitismo aristocrático de Esparta. También en el caso de la tradición filosófica presocrática jónica, no ya Atenas, había albergado una figura como Jenófanes, cuya labor formativa se basa precisamente en crear esta suerte de paradoja que implica el pensar la propia tradición, lo que es, repetimos, una desnaturalización de la misma, su alejamiento de la fundación en una comunidad de sangre.
En definitiva: ¿es aconsejable hoy una pedagogía que sirva a la encarnación de un ideal con el peligro de que se torne, en este sentido, ideológica o mera construcción cómplice de un modo de vida, por muy deseable que éste sea, sin que existan huecos o fisuras de razón que lo impugnen? Esparta nos retrotrae a la paradoja, brutalmente manifiesta en ella, de que la democratización en el sentido de funcionamiento homogéneo y bien protegido de fisuras de una comunidad, y que no implica una cierta desintegración individualista de la polis, no es democracia. Se precisa de la individualización que es a su vez causa y efecto de la racionalización, del movimiento “cultural” y subjetivador en que consiste pensar. Estaríamos de otro modo, pues, ante una cierta organización del heroísmo homérico, ya nada más.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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La “nobleza” de la vida campesina como aretéen la poesía-pedagogía de Hesíodo.
Marcos Santos Gómez
Hesíodo ofrece, en la interpretación del mismo que ofrece Jaeger en su Paideia, la otra cara “cultural” de la moneda que era la sociedad de la Grecia arcaica (del siglo VIII a. C. y anterior) de nobles guerreros, por un lado, y campesinos, por otro lado, y en la medida en que estos últimos habían logrado una cierta autonomía como clase. Lo interesante y más relevante a mi juicio son dos aspectos. El primero es la corroboración por parte de Jaeger de que Hesíodo, que idea una paidea para el campesino, absorbe sin embargo la poderosa tradición e imágenes de los poemas homéricos, que aunque ya no pueden representar literalmente los valores que necesitaba y de los que vivía, en realidad, el campesino, aportan un cierto tono y lenguaje que sí necesita y de los que tiene que echar mano. Es decir, el movimiento ascendente, sublimador y que aspiraba a una cierta trascendencia en relación con la vida corriente, necesario para pensar su vida campesina, lo representaba el sello de lo aristocrático. Lo noble y egregio, en la visión homérica del mundo, les aportó el espacio en el que superar la opresión y estrechez de su dura vida y poder, de algún modo, aspirar a una cierta forma de libertad.
El ámbito de lo artístico, de lo poético, pues, que respondía a su propio mundo dividido, les ofrecía, en una aparente paradoja, como elemento propio sus categorías y el lenguaje preciso y claro con el que describirse y pensarse. Es interesante ver en tiempos tan lejanos y, en muchos aspectos todavía tan primitivos (a uno o dos siglos del “tiempo eje”, en torno al siglo VII a. C.), algunos de los movimientos básicos con los que se iniciaría el pensamiento como actividad de la consciencia que extraña y que sólo veremos propiamente, según Jaeger, con la más temprana sofística en el siglo V a. C. Un tratar de mirarse en el espejo de un mundo sublime propio de una clase “sublime”, para desde un cierto ideal lejano, transmitir su halo a la vida atroz. Una superación de la propia vileza, en cuanto apego brutal al sacrificio de la tierra en aquellos tiempos, que, justamente por ser ya casi pensamiento y no mero pasatiempo evasivo, llena las categorías de lo noble con el contenido, con la materia que debe ser pensada. Así, Hesíodo mira el mundo campesino desde el prisma de lo singular, de lo aparte, para, y este es el segundo aspecto, ennoblecerlo, de algún modo, es decir, regularlo, dotarlo de razón.
Esta racionalidad ya la halla Hesíodo, también, en Homero y el mundo homérico de la incesante y total causalidad por la que en la realidad las cosas se engendran unas a otras para diferenciarse y establecer una cierta estructura en la vida que tiende al abandono y la disolución. Será pues una dignidad de procedencia noble, la que para Hesíodo es racionalización de la propia clase, dotarla de conexión con el centro mismo de la realidad y con el ser griego que, como hemos visto, fundamentalmente emana organización (cosmos). Pero además, la vida ordenada, es ya vida noble, fuente y expresión de una aretécuya procedencia sí es específicamente campesina y no aristocrática (pp. 70-71). Una areté que lo es en cuanto aura noble, en cuanto algo dotado de prestigio y exclusividad que distingue a quien la porta, pero cuyo contenido, cuya materia, es la vida rural de quien trabaja hasta la extenuación en la tierra para asegurarse el sustento diario.
Aparte de explicaciones sociológicas o historiográficas de estos procesos, que las hay muchas y muy certeras, me interesa quedarme con lo que el desarrollo del libro Paideia me va sugiriendo principalmente, consistente en que el nivel del pensamiento está obviamente conectado con estos procesos sociológicos e históricos pero empieza a gozar de cierta autonomía, en la que una clase, como la campesina, comienza a fundar y realizar su libertad: “El conocimiento de la poesía homérica no significa sólo para los hombres del mundo hesiódico un enriquecimiento enorme de los medios de expresión. A pesar de su espíritu heroico y patético, tan ajeno al estilo de su vida, les ofrecía también, por la precisión y claridad con que expresaba los más altos problemas de la vida humana, el camino espiritual que los llevaba desde la opresora estrechez de su dura existencia, a la atmósfera más alta y más libre del pensamiento” (p. 70). Como vimos, la grandeza de Homero son los tipos esenciales e imágenes con las que plasma “verdades” acerca de la humana existencia y son estos mismos tipos, nacidos en un movimiento ascendente, los que tiran, creo, para que el hombre “simple” piense su modo de vida y lo vincule con aspectos esenciales de la existencia.
No son ya poderosas imágenes las de Los trabajos y los días, pero sí es una vida laboriosa dignificada, a la que se infunde vigor y se eleva, en un segundo movimiento ascendente, a la esfera de lo exclusivo, de lo grande, de lo que irradia su magnificencia. Pensar, así, para Hesíodo es pintar de ideal lo cotidiano, hacerlo ideal. Cuando se desarrolle propiamente un pensamiento y una pedagogía consciente, con los sofistas, este movimiento habrá conducido a una cierta racionalidad despojada de verdad, que ha relativizado el mundo y lo ha individualizado saboteándolo, habiéndose partido desde la búsqueda y distinción de una nobleza en el mismo que ahora, en la total dispersión sofística faltará, y que Platón reintroducirá en el movimiento del pensar. Una nobleza que, como esquema epistemológico y metafísico, introduce el juego de la trascendencia. Este juego circular es mencionado, casi tal cual, por Jaeger y lo consideraremos con más detenimiento al tratar el giro humanista, por poner lo cotidiano (los hombres) en el centro y dar la espalda a un cierto espejo embellecedor que lo torne exclusivo. Así, el más puro y terrenal humanismo de la sofística será el pensamiento despojado de su aura y que, paradójicamente, acabará cumpliendo una función social próxima al poder de una nueva nobleza social, la de los demagogos en las asambleas, o aristócratas de la palabra. Un pensamiento que renuncia a situarse en el punto arquimédico de la “verdad”, pero que continúa su inercia. Al especializarse y formalizarse la paideia, que como tal, comienza verdaderamente entonces, esta dispersión social democrática individualista vuelve al elitismo, se torna exclusiva.
Este ideal que ofrece una imagen nueva y ejemplar de la vida, para la sociedad campesina, será, y esto es un tercer aspecto que quiero destacar en este breve resumen, el derecho. El derecho es, para Hesíodo, lo que puede elevar la vida, dignificarla o, en la concepción estricta y literal del poeta, hacer que reine diké, la justicia. Es sabido que una de las primeras formas de racionalización de la sociedad que existe es el derecho y que éste era valorado como algo sagrado que, igual que las prescripciones rituales y los sacrificios, atraía lo divino (en lo que se habían concentrado los elementos hieráticos de la cultura aristocrática primitiva). Servía, en el imaginario quizás más profundo, para esa tarea de ennoblecimiento de la vida que acabaría siendo igual a la racionalización del hombre y de la sociedad por parte de una paideia consciente, meditada y regulada. Hesíodo funde derecho y trabajo como incipiente primer paso de esta racionalidad que Grecia, más o menos, inventaría. Es aquí donde se dan elementos entre lo noble y lo plebeyo, en un juego que va de uno a otro, parece, como el tan helénico elogio de la moderación (en la riqueza y las posesiones) que quiere establecer la prudente distancia respecto a las cosas y que alberga y aspira esta idea de la razón como mediadora, como una cierta nivelación del mundo frente a la hybris heroica y que sí es propiamente del campesino.
Del mundo homérico, sin embargo, no pudo Hesíodo extraer un elemento fundamental que, como conclusión tras el agotador trabajo pedagógico de la Telemaquia en la Odisea, es la nobleza de la sangre, innata, la aretécomo don que no es posible, por tanto, invocar mediante la educación. Hesíodo manifiesta en unos inolvidables versos precisamente su ideal, lo contrario, que la verdadera areté se busca y se consigue mediante la enseñanza y el humilde aprendizaje. Esto, podíamos aseverar, funda la pedagogía y la educación en un sentido ya más próximo y actual. Se está preparando el terreno para una paideia. En realidad, hay un prurito aristocrático, lo sigue habiendo, sólo que ahora estriba en conectarse con el centro irradiante de lo noble. Pero esto es ya, en una suerte de abstracción y sublimación, el orden que impera, que rige en lo más esencial al mundo. Y cuando la vida del campesino se manifiesta como ese orden, acorde con el mismo, entonces aparece una nueva nobleza en el mundo, la autoconciencia y el prestigio de una nueva clase social en la historia que deja de ser una civilización muda. Es esta pedagogía la obra que se plantea Hesíodo, mucho más profundamente que la de una simple poesía didáctica, la de la construcción de un nuevo mundo justo. El poeta, ahora, se introduce, interpreta y eleva las cosas cotidianas, extrayendo su sentido oculto, su sangre discretamente noble. Aparece, pues, la verdad, por primera vez en la poesía, y la misión educadora, constructora, del poeta que la invoca.
Obra citada:Jaeger, W. (1990) Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (II).
Marcos Santos Gómez
Lo que hemos avanzado en el post anterior, que compone la primera parte de este escrito sobre la más arcaica versión de la areté de la paideia, la más antigua concepción de la virtud, como veremos, es ampliamente avalado por la interpretación de Jaeger. De hecho, no se corta lo más mínimo al probar esta intuición sobre la perduración de uno de los clichés más arraigados y primitivos en nuestra civilización, precisamente en los ámbitos más refinados de la misma, donde como en un espejo, se reflejan y duplican cansinamente. Asevera de manera muy certera que “El pensamiento ético de Platón y de Aristóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica” (p. 27). Sólo que yo voy algo más atrevidamente lejos, asumiendo el riesgo de simplificar en exceso que siempre se me puede disculpar, supongo, porque en internet nada pierde su naturaleza de simple borrador: ¡creo que también parte del pensamiento metafísico, o incluso todo él, corresponde a esta ética aristocrática arcaica!
De hecho, la naciente filosofía surge como conocimiento, decía, al que se accedía de manera costosa mediante el consejo constante y la dirección espiritual, como refleja la Odiseaen pasajes muy significativos (p. 35). Es decir, mediante una educación cuasi dirigida, en un sentido cercano al actual aunque todavía muy primitivo. Así lo afirma Jaeger: “La educación, considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la personalidad humana en su totalidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo consciente de determinadas cualidades fundamentales” (p. 35). Esto exige una regulación (recordemos, la palabra que nos da la clave de la pedagogía medieval universitaria, hemos visto, regula). Es decir, surge, acaso por vez primera, el ideal formativo, la formación como manera de educarse a través de una metódica y ardua encarnación del ideal de una cultura, que constituye lo que hemos llamado areté, que en la Iliada es heroica y en la Odisea, en determinados pasajes que Jaeger asocia con el magisterio de una mujer en el héroe, alude a una belleza que se va a definir como valiosa por sí misma, en un plano diferente del de la utilidad o la guerra, y que tiene que ver con los paisajes, con las descripciones hermosamente elaboradas y con el lenguaje refinado.
Todo ello, en sendos poemas épicos, aparece como “material educativo” que emplea el paradigma o el ejemplo como método que pretende plasmar honda y sentimentalmente el ideal para que cobre vida en el hombre noble de aquel mundo arcaico que era educado consciente y tenazmente para ello, dentro del grupo reducido de su clase social. Se trata, como hemos dicho, de una regulación de la conciencia del hombre que aprende a ser como es requerido por la cultura y en la que ya se abren paso esquemas u subesquemas que van a tener una longeva vigencia en la educación y la cultura occidental, como son algunos pasajes en los que se va derivando un pensamiento más analítico que pretende superar y mirar con neutralidad las propias pasiones que suelen ir en dirección opuesta (¡asunto recurrente que logrará cierta conciliación en el ideal estoico tardío, de Séneca, siglos después). Resalta Jaeger la llamada Telemaquia, o relato de la “educación” de Telémaco para convertirlo en alguien selecto, en un alma refinada. Sin estar, advierte, con una novela de formación o pedagógica al estilo moderno, desde luego, tenemos ya los elementos básicos de la naciente pedagogía que los griegos estaban inventando: la constitución de un “corazón” y una conciencia, es decir, de un modo concreto de ser hombre, un tipo de hombre que precisa ser fabricado más allá de los procesos más “naturales” de la socialización.
Aunque hay que resaltar que esta proto-educación, en el contexto de aquel mundo primitivo, es presentada como algo inútil que no funciona si no existe en el educando la sangre noble, como si la areté mantuviera un elemento imponderable y sagrado, un origen divino. No muy lejos, por cierto, del ideal sacerdotal del monje o clérigo escolástico que ha dedicado su vida religiosamente al conocimiento, pero que los recibe sacramentalmente. La nobleza se irá convirtiendo en una nobleza del espíritu, con la educación cristiana, y en la universidad medieval, que será, junto con la Iglesia, su producto más avanzado, que se constituirá en templo del saber. No imaginará, por cierto, aquel defensor del ejemplo como lección que se aproxima en esto al método arcaico de los poemas homéricos, basados en vivir en coherencia con la propia sangre (p. 47) y por tanto con una cierta idea fatalista del destino que la tragedia ática va a reelaborar, más adelante, y a poner en pugna con una razón analítica esbozada como, precisamente, la impugnación de esa fatalidad. De estas poderosas imágenes heroicas procede, acaso, el encendido elogio que hacemos de las personas capaces de sacrificarse y de darlo todo por lo que dicen que constituirá precisamente la virtusestoica en Séneca, siglos después.
De manera muy digna de anotarse, incluso precisa Jaeger, aproximándose a la impresión de que en la epistemología y en la metafísica perdura la ética aristocrática en muchos casos, lo siguiente: “Y si se considera que, en último término, la estructura íntima del pensamiento de Platón es, en su totalidad, paradigmática y que caracteriza a sus ideas como ‘paradigmas fundados en lo que es’, resultará perfectamente claro el origen de esta forma de pensamiento. Se verá también que la idea filosófica de ‘bien’, o más estrictamente del agathon, este ‘modelo’ de validez universal procede directamente de la idea de modelo de la ética de la areté propia de la antigua nobleza” (p. 47). Para añadir, en el mismo párrafo, la importante precisión de que “El desarrollo de las formas espirituales de la educación noble, reflejada en Homero, hasta la filosofía de Platón, a través de Píndaro, es absolutamente orgánica, permanente y necesaria. No es una ‘evolución’ en el sentido seminaturalista que acostumbra a emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia” (p. 47).
Homero nos conduce también a la pregunta acerca de cómo puede un poema ser educativo, y desde luego Jaeger se apresura a puntualizar, por si no había quedado claro, hacia el final de su análisis de la educación homérica, que no tiene nada que ver con la fábula o la poesía moralista. Porque lo educativo no se dirige a proporcionar ningún barniz, salvo que dicho barniz forme parte de la afirmación de un tipo de mundo y de sujeto caracterizados, tal vez, por la escisión de un conocimiento desnaturalizado, escisión que también subyace en la vana erudición o la pedantería. Es algo mucho más serio y profundo. Lo que hace de la poesía épica de Homero una pedagogía es su conexión con la esfera más íntima, señala (p. 49) del ser humano, del tener que hacerse, de manera que aliente un ethos que sea plasmación del ideal, o modo de ser, específico de una civilización. De la poesía emana un deber pero porque arraiga en la más honda necesidad de sentido que tenemos los hombres. No es, pues, ni moraleja o sermón, ni presentación de un simple fragmento de realidad, sino conexión con esa necesidad profunda de tener que hacernos y de elegir o asumir una forma específica de estar en el mundo y de ser hombre.
Tanto la poesía “educativa” como la acción más actual y modernamente pedagógica participan de este rasgo de creación de realidad, de valoración y afirmación “ejemplar” de un modo de vida particular. Esto lo hace mejor la poesía que el pensamiento sistemático, el logos discursivo, porque plasma imágenes entre la pura fluidez inasible de la vida y la distancia contemplativa del logos. Es más logos que la vida y más vital que el logos, expresa nuestro autor (p. 50). Así, más allá que constituirse en un reflejo de un mundo de caballeros y proezas propio de una sociedad arcaica y primitiva, lo que se muestra tiene, apunta Jaeger, una cierta vigencia universal, pues toca una de esas fibras que movilizan al oyente y conectan con algo esencial, en cierto modo. Así lo sintetiza: “El pathos del alto destino heroico del hombre es el aliento espiritual de la Ilíada. El ethos de la cultura y de la moral aristocráticas halla el poema de su vida en la Odisea” (pp. 51-52). Esto que es mito, y por tanto no estamos todavía en el intento consciente de normativizar de forma expresa y configurar al hombre que “quería” Atenas o Jonia, como veremos más adelante. Se trata de un lenguaje mítico que, como todos los mitos, ejerce una función educadora aun cuando no se lo proponga, pues impresionan y lanzan a la acción. Son cantos públicos e idealizadores cuya herencia recogerán más tarde las tragedias. “Y si consideramos que las formas de prosa literaria que tuvieron una acción educadora más eficaz, es decir, la historia y la filosofía, nacieron y se desarrollaron directamente de la discusión de las ideas relativas a la concepción del mundo contenidas en la épica, podremos afirmar, sin más, que la épica es la raíz de toda educación superior en Grecia” (p. 55). En los poemas homéricos hay, en este sentido, y aunque no sean textos discursivos ni filosóficos, una interpretación creadora de la tradición, que es reconsiderada dentro del propio relato, y por tanto, creo, el germen, a pesar de todo, de una cierta conciencia filosófica. Hay una lucidez todavía dentro de un plano imaginativo, en la poesía que reverbera sobre sí misma. En algún pasaje de la Odisea, por ejemplo, que no señala Jaeger pero que me resulta altamente elocuente, Odiseo llora con disimulo, emocionado, cuando escucha cantar sus proezas de la guerra de Troya en cierta corte de uno de los reinos que lo reciben en su retorno, si mal no recuerdo, ya embellecidas y sublimadas como tradición estética para ejemplo y modelo de todos y elevada a su propio ideal que tras su kenosis siempre debe volver a ello, a sí mismo, a ser ideal. Este viaje de la vida humana dentro del arte, ya es una forma de pensarse, de ver la propia vida magnificada y enmarcada por el verso, lo cual prefigura los círculos en que consistirá la racionalización del mundo.
Los poemas de Homero presentan las consecuencias del modo de ser heroico, sus vertientes existenciales, su carácter de respuesta o de intento de respuesta a las grandes preguntas del hombre y la propuesta de una forma de vida como su resolución, como un modo de ser hombre. Este modo “heroico” estriba en la aceptación de la propia misión, con sus peligros y sacrificios, en una vida consagrada a la muerte, en la elección deliberada de un destino peligroso. Todo lo cual reposa no sobre un mero deber o convención moral, sino en la normatividad que emana del ser de la realidad, de la íntima, terrible pero justa legalidad que vertebra lo que existe. El paradigma de un ser que impone su legalidad y que fluye, dotando de un orden, a menudo incomprensible, pero orden, al mundo (p. 61). Es decir, a pesar del torrente de pasiones propio de estos poemas homéricos, de su exaltación e hybris, de su pathos, hay un dique que podríamos tildar, hasta cierto punto, de racionalidad, una incipiente forma de racionalidad o de pretensión reguladora, en cuanto visión ordenada del universo. Se trata de que en lo que hace o siente el hombre existe una estrecha conexión con lo divino (esta es, creo, la intuición básica de cualquier mito pero que al escribirse comienzan a pensarse, independientemente de que Sócrates pretenda posteriormente la liberación del pensamiento de la escritura) y por tanto, nuestro modo humano de vida arraiga en algo mayor que lo dota de su razón y de su dignidad. Y esto es ya, señala Jaeger, una anticipación del saber filosófico: “La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales” (p. 63).
Obra citada:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Arqueología de la paideia: la areté como distinción y cualidad de la nobleza en la Grecia arcaica (I). Marcos Santos Gómez
Se podrían denominar “fibras”, pero bien pudieran ser “estructuras”, “esquemas” o incluso “plantillas”, que persisten en la cultura como fantasmas de lo que fueron, despoblados de los contenidos originales que les dieron su vida y que van reencarnándose en fenómenos en apariencia diferentes, en sociedades que nadie pensaría ser tan idénticas en algunos de sus aspectos más soterrados. Pueden proceder, en su formulación y aspecto más “visible”, de discursos pertenecientes al campo de lo religioso, para ir desplazándose por distintas zonas, determinando la mirada, como gramáticas implícitas en el modo de pensar la realidad. Son patrones que aspiran a imponer un cierto orden que, sobre todo, sobreviven en el lenguaje y en la cultura. Constituyen lo que en la antropología podrían denominarse “categorías culturales”, que incluso pueden sugerir metodologías a la ciencia y fabricar ideaciones metafísicas como la causalidad que, independientemente de su correspondencia con la legalidad que subyace realmente en la
physis, quizás se hayan extrapolado por este ímpetu cultural secreto como cosmologías o metafísica más allá del mundo.
Los antropólogos han referido quizás este fenómeno, desde distintas perspectivas teóricas, pero bien podían echar mano del mismo los politólogos, los sociólogos, los historiadores e incluso los filósofos, en la medida que en los campos que estudian pueden detectarse estos modelos como fuerzas operantes o inercias en el pensamiento, presentes secretamente en los procedimientos o intuiciones de los mismísimos científicos que intentan ordenar el caos de lo que realmente sucede en estos ámbitos de la realidad. La parcelación, pues, que hacemos de la cuasi inasible realidad suele obedecer a estos esquemas e incluso diría que en una civilización básicamente hay un par, tres a lo sumo, que la rigen de manera secreta, tratando de aferrarse miméticamente al mundo que tenazmente las resiste. Casi siempre estos esquemas proceden de lo religioso, que va disipándose y transfigurándose hasta persistir en rincones simbólicos de la cultura o configurar nada menos que el modo más básico de pensarse el hombre y de pensar la-su realidad.
Los esquemas, en la medida que cumplen con una función o misión social se van amoldando proteicamente a los distintos momentos de la misma civilización, pero manteniendo un cierto aire común por el que, precisamente, los consideramos pertenecientes a la misma civilización. Diríamos, en un lenguaje aristotélico, que lo sustancial permanece, pero lo accidental varía. Y lo “sustancial” lo es porque conspira a favor de un modo social de ser que nadie ha elegido cumplir conscientemente, pero que se mantiene operativo en la complejísima trama del lenguaje y de la cultura. Una suerte de pálido núcleo inmutable en la cultura, como un andamiaje de cristal en su centro, o mejor dicho, en el centro de su cosmovisión. De hecho, estos clichés “profundos”, al modo de arquetipos que pueden partir de una imagen o de una forma lógica, sobreviven, aparte de por la pura fuerza inercial con la que se transmiten muchos elementos inconscientes de la cultura, por la utilidad, porque vienen bien, porque funcionan ajustando la sociedad a un esquema que quizás todos temen abandonar o es sostenido por el poder de unos pocos y el sueño de la mayoría.
Todo este preámbulo ha sido hecho tan solo para expresar de modo un tanto apresurado una intuición que encuentro avalada por el libro de Jaeger. Así la enuncia él mismo: “La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación” (p. 20). Según su idea, la educación, que siempre es formación o
paideia o
bildung, reproduce el esquema de la sociedad arcaica en la que un sector minoritario de la amplia población se erigía en portador de una cualidad que lo distinguía del resto y que para que fuera tal, es decir, para que dicha cualidad conservara su aura, debía preservarse del dominio de la mayoría. Esto casi es una de las dinámicas que la sociedad establece y reproduce en torno a lo que Bourdieu llamaba el “capital cultural”, dentro del cual el conocimiento cultivado, guardado y transmitido en la academia (escuela y universidad, que sin embargo lo desnaturalizan y, por tanto, sólo forma realmente parte, como capital, de quien ha sido socializado en él fuera de la academia), de enorme “valor simbólico”, es el que garantiza el selecto acceso a las claves que interpretan (o gobiernan) la realidad. Es decir, el hombre, que es animal político y social, todo lo mira social y políticamente, filtrado o teñido por una ideología que habita en un modo particular de mundo social y político. Quizás es lo que presupone Jaeger que, de un modo amplio, sostiene que el mundo nacido del milagro griego, como hemos explicado en posts anteriores, se caracteriza por la hermenéutica crítica que va realizando de su propio contenido cultural, sin que dentro de la red de explicaciones o interpretaciones reelaboradas, pueda trascenderse a sí mismo (en un mundo que mantuvo siempre el esclavismo, por ejemplo, se hablaba de la igualdad esencial de los hombres, por parte de los estoicos, o de la participación de todos en la miseria y el sufrimientos de las víctimas cuyo sacrificio nos ha dado la vida en el famosos discursos fúnebre de Pericles a los atenienses, narrado por Tucídides). Creo que esa trascendencia o superación de sus propios márgenes, quizás, la lograría aquel mundo cuando irrumpió el cristianismo en él. Esto marcó un cambio en algo nuclear, en la misma esencia de la civilización, tocando una de esas fibras esenciales a que nos estamos refiriendo. Pero este es otro tema.
La imagen básica del conocimiento como reducto al que sólo acceden unos pocos es una constante que reaparece en occidente y que subyace como la ideología específica con la que la universidad medieval se justifica a sí misma, según esbocé en otro post (
aquí). Esta ideología, manteniéndonos solamente en el periodo estudiado por Jaeger, es la que aparece en la
Ilíada y la
Odisea de Homero, obras que la presentan y ya la propugnan como modo de pensar el mundo. Lo que estos poemas épicos, que fundan de algún modo Occidente, pretenden es educar en una
aretéo ideal o virtud (entiendo aquí por
aretéo
virtus la encarnación de un ideal, en este caso, nobiliario y guerrero) que mantiene algo de eso siempre incluso a través de sus transformaciones más insólitas, como la que se da en la cueva del solitario anacoreta o ermitaño muchos siglos después. El conocimiento, pues, se entiende al modo de lo selecto, lo escogido y privilegiado que establece, por tanto, una mirada que realza claves más o menos secretas, no públicas, de la realidad a costa de disminuir esa misma realidad o su apariencia. Una trasposición al plano de lo ideológico de lo que ocurría en el mundo donde una escogida aristocracia debía justificarse socialmente. La cultura, así, se escindió, quedándose para esa clase lo más profundo, lo más real, lo envidiado y arduamente aprendido por quienes se iniciaban en el manejo y gobierno de la sociedad. Aunque habremos de matizar, más adelante, que quien opere la escisión que dura hasta hoy entre la cultura como algo aparte y el sujeto que ha de aprenderla formalmente, será un producto de la razón emergente en la ilustración ateniense del tiempo de la sofística. Mostraremos, al hilo de la obra de Jaeger, cómo pensar, en toda su amplitud, empieza a ser una tarea que, paradójicamente, nace asociada al Estado democrático ateniense del siglo V a. C., pero mantiene, aquello que sirve para pensar, es decir, la cultura, un aura como de secreto y privilegio. Es la forma en que el distanciamiento que significa pensar el propio mundo se encarna y expresa en un esquema que partió del distanciamiento social entre una clase y otra en un mundo más antiguo. Estos esquemas componen o “cosen” la realidad y conforman el meollo de una civilización, aunque puedan ir, proteicamente, variando en sus concreciones, imágenes y contenidos, con lo que, paradójicamente, un
pathos propio de la aristocracia puede operar activamente en la sociedad democrática ateniense. Nos referimos a la huella cultural y mítica de la antigua aristocracia guerrera que era el mundo al que hablaba o del que hablaban la
Ilíada y la
Odisea. Una clase social elitista que valoraba a quien encarnaba un ideal basado en la fuerza física y las cualidades propias de un guerrero heroico, de quien ha de emprender proezas a solas, pero que todavía no es, aunque quizás acabe siendo, el individuo que va emergiendo en la Ilustración griega de los grandes siglos posteriores.
Obra de referencia:Jaeger, W. (1990), Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.
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Educación y filosofía
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Educación y metafísica en la cultura griega.
Marcos Santos Gómez
Menciona Werner Jaeger en la corta Introducción de su magnífica obra Paideia el principio que aplica a la hora de interpretar lo acaecido en Grecia entre los siglos VIII a IV a. C. Su idea motriz es la existencia de una estrecha interconexión entre la educación, la cultura y la política, ámbitos que se fueron transformando y racionalizando en la Grecia clásica como proceso propio del llamado “milagro griego”. El logos griego emergente surgió imbricado a un nuevo ethos y a la polis, aunque su nacimiento ya se diera en la Grecia arcaica de terratenientes nobles y campesinos sometidos. Un logos que, junto a todo lo demás, se fue modelando, divergiendo y evolucionando durante unos pocos siglos al modo de distintas aproximaciones para captar la realidad y su “verdad”. Pero lo más destacable de esta obra para nosotros es la explicación de que la puesta en marcha de la racionalización de la relación del hombre con su cultura, con el conocimiento (mitos, religión, tradiciones heredadas de modos de vida anteriores), requirió la “complicidad” de una ingente tarea educativa entendida como una formación, como una revitalización y dinamización constante de los contenidos de la cultura que sólo podía ser obra de una pedagogía destinada, simultáneamente, a modelar el tipo de hombre que requería toda esta transformación y este nuevo modo de pensar el mundo. Estamos refiriéndonos a la creación, por medio de una empresa total educadora, de un sujeto capaz de plantearse de manera consciente su civilización y de desenvolverse en el mundo desde la relativa distancia respecto a sus saberes tradicionales. Porque la clave de la civilización griega clásica, para Jaeger, sobre todo estriba en que consistió en un esfuerzo deliberado, y en su mayor parte consciente, de construir el tipo de hombre que correspondía con los cambios políticos que se estaban dando, que fuera al mismo tiempo objeto y sujeto, paciente y hacedor de estos procesos. En particular, el nuevo modo de pensamiento y esta pedagogía van emergiendo y activándose sobre todo en la literatura (que es la gran educadora, para Jaeger, de Grecia), donde se construye esta razón que provisionalmente voy a llamar “pedagógica”.
Se desarrolla, pues, una “producción” del nuevo hombre a la que subyace un modo de relación específico tanto con la existencia propia como con la de los demás, un modo de vida que es, a su vez, un modo político. Lo educativo existe porque hay una historicidad esencial que arraiga en lo más hondo de nuestro ser y que ha de “construirse” en los términos (provisionales) de una sociedad, de una época, de una biología, que se saben o presienten, sin embargo, destinados a desaparecer. Esta capacidad material y metafísica que tiene el hombre de hacerse conscientemente, tomando conciencia de ese mismo proceso por el que va llegando a ser, en permanente gerundio y por tanto compuesto de formas intermedias de realidad o existencia, de meras posibilidades, es lo que permite que seamos seres educandos, es decir, que nos podamos educar.
No se perderá de vista este carácter, propio de lo educativo, de estar hondamente arraigado en el ser, si mantenemos la perspectiva acerca de nuestra formación como algo “gerundivo” o, dicho en términos menos rebuscados, histórico, que es otra forma de decir que nunca estamos acabados. Si el hombre concreto y personal, o un pueblo, es capaz de captar la tensión que nos constituye, el hueco o el vacío que es nuestra esencia, no cederemos a la fosilización de las construcciones que la cultura y la sociedad han hecho de nosotros, a su idolatría, sino que mantendrán su juego en relación con el existir en sí. Quizás pensar, hoy como en la Grecia clásica, sea ese modo de atisbar los abismos que nos cercan, los fantasmas que habitan las “interioridades” y su última vinculación con un ser que parece antes “nadear” lo que “toca” que “construirlo”.
Esta reflexión que, siguiendo la línea de Jaeger, sitúa a la educación y a la pedagogía en el núcleo mismo de la cultura y del quehacer humano, en el centro del teatro de la vida, es muy vieja y ya existía en Grecia, porque los griegos pensaron el ser pensando quiénes eran. Al margen de sus derivaciones concretas, que iremos tratando en próximos posts, de tipo metafísico o platónico o los muchos matices de Aristóteles, la genialidad y, a juicio de Jaeger, la singularidad de este proceso fue que los helenos emprendieron una tarea en gran medida consciente y voluntaria (de “voluntad”) de construir el tipo de hombre acorde con el mundo que querían. Para ello se sirvieron de lo que hoy llamaríamos “cultura” o “conocimiento” que en un proceso semejante a la Bildung alemana del siglo XIX y posterior, trataba de plasmar un ideal, de encarnarlo y realizarlo en cada hombre. Una construcción lúcida si no olvida su origen abisal en el peligro y la incertidumbre traídos al mundo por la nueva razón irónica, que supuso el esfuerzo deliberado con los materiales de los antiguos mitos, buscando, en el caso de Atenas, más allá de su despojo de contenidos y de la formalización de sus verdades y métodos (propios de la Grecia jónica), una reelaboración del propio hombre mediante la reelaboración de dichos contenidos y el esfuerzo hermenéutico por releerlos. Es decir, estamos ante un “uso” consciente de lo que ciega e inercialmente lo constituía a uno y constituía el propio mundo. Eso fue, señala Jaeger, el origen de la gran tragedia de Esquilo, por ejemplo. Cuando la “construcción” se torna una labor lúcida, en este sentido, ya no es simple cristalización de la realidad que tornara invisible los abismos que nos ciernen, sino todo lo contrario, es puro contemplar cara a cara lo más hondo de la existencia. Esperamos ir mostrando cómo sucede esto, a lo largo de los posts que en adelante vamos a destinar al desarrollo de la magnífica obra del filólogo alemán y a detallar el movimiento de este nuevo modo de ser y de pensar.
Jaeger matiza que esta labor constructiva o pedagógica fue política, porque todo en el animal político es político, viene teñido de política, es decir, de una necesaria forma comunitaria. Aunque hoy tendamos a interpretar la educación, cada vez más, como un aprendizaje individual, acaso de destrezas, y vayan relativizándose más el modo griego ático de pensar como un exprimir los contenidos culturales para sacar de ellos el tipo de hombre de, por ejemplo, la democracia ateniense, para adaptar la razón al logos comunitario y verbal de las asambleas, la verdad es que no hay, en efecto, educación (ya lo decía Hannah Arendt) sin el encuentro con el poso vivo de la cultura. Somos a partir de lo que hay, de lo que hallamos al nacer y de lo que nos encuentra. La educación empieza por ser la transmisión de una forma concreta de ser el hombre, de su “naturaleza” que se hace efectiva en el modo de relación y de vínculos que vamos entablando a lo largo de este proceso. Esta pedagogía o construcción regulada del sujeto de, en el caso ateniense, la democracia, presupone un cierto orden, un cosmos, que es el gran paradigma común a los griegos. El mundo es reajustable, re-ordenable, puede seguir un cierto plan y por eso la contemplación consciente que la cultura hace de sí misma en la Grecia clásica (en la labor ingente de hermenéutica ilustrada de los propios mitos que ya está presente en los mitógrafos Homero y Hesíodo) es posible, su sopeso en relación con la legalidad que se presupone rige y vertebra a la naturaleza, que emana del propio ser.
Hay aquí uno de los contenidos claves de la civilización griega que coexiste, como es sabido, con la tensión que lo amenaza constantemente, en el modo del arte o la religión dionisiaca, que son acaso manifestaciones de que el pincel que dota de orden al mundo, que identifica su orden o acaso lo fabrica, puede estar, por otro lado, desmembrándolo. Es esa fuerza erosiva, en un sentido amplio, y en cuanto a hermenéutica del hombre y de la realidad que ha de empezar siendo una hermenéutica de la cultura (en los mencionados mitógrafos), la otra cara de la moneda del llamado milagro griego. Una razón cósmica, que ordena y presupone un orden en el mundo al cual adecuar la sociedad y la “naturaleza” humana. Sin embargo, es obvio que lo apolíneo, el corsé que requiere el mundo para comprenderlo, multiplica las fuerzas y tensiones de un mundo que para recuperar su verdadero equilibrio tendría que ser o dejado ser caótico. Quizás una forma metafísica de entender lo que en los términos mucho más superficialmente positivistas aludía Freud con el malestar de la cultura, o precio de frustración que el hombre ha de pagar para civilizarse. Según esto, a la educación le acompañaría un ineluctable malestar y por tanto la constante amenaza de ceder a lo oceánico.
Y en efecto, Grecia nos conduce a suponer que heredamos, junto con la gozosa posibilidad de crearnos siempre de nuevo, un viejo malestar, una serie de tensiones, de carencias o de traumas, por emplear metafóricamente y quizás pobremente la terminología freudiana. Hay también una serie de posibilidades truncadas y de negatividades que siguen amenazando hoy a toda lucidez que trate de enfrentarse conscientemente con su cultura. Lo curioso y resaltable, si mantenemos el vínculo paradójico del tener que construirse con la lucidez de saberse o presentirse nada, es que cuando uno emprenda de manera consciente su construcción ya esté, de manera amenazante, introduciendo la posibilidad de que todo, absolutamente todo, acabe viniéndose abajo.
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Educación y filosofía
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¿Es cierto que Séneca inventó la educación? Educación, paideia y contra-paideia en la Antigüedad.
Marcos Santos Gómez
He afirmado en un post anterior, de manera algo provocadora, que Séneca “inventó” la educación. En el presente post, y en los próximos que vendrán dedicados a la paideiagriega, será preciso concretar lo que quiere decir esto, matizando que, en un sentido amplio y como es lógico, la educación existe desde siempre, aunque con rasgos muy diferentes. Es decir, podemos denominar “educación” a procesos que tienen que ver con la relación del hombre con la cultura pero que han portado, cada uno, su propia y muy particular idiosincrasia. ¿Es posible que consideremos el mismo tipo de relación “educativa” a la radiante impresión de una imagen heroica procedente de la sublimación de la moral guerrera de la nobleza por medio de la bella sonoridad de los poemas homéricos en sociedades de terratenientes y campesinos, que al proceso íntimo dirigido al espacio de una interioridad que la palabra va fabricando de amigo a amigo como oasis en medio del tumulto caótico del Imperio Romano? Séneca no “inventa” de manera absoluta, desde luego, pero lo que su palabra crea es un espacio nuevo, ampliando y trascendiendo la simple crítica a un orden social o político a partir de una cierta noción de la razón y de su uso hasta originar un ámbito para la libertad y la anticipación del orden justo en el recién esbozado “sujeto” de una asombrosa pre-modernidad. El proceso hasta haber llegado a ello fue, por supuesto, gradual y hay que entenderlo en su devenir histórico como algo anclado en la antigua paideia griega cuyo curso la magnífica y conocida obra de Jaeger, Paideia, va relatando. Su tesis es, recordemos, que la filosofía forma parte de un proceso más amplio de racionalización de la sociedad y del “hombre”, por un lado, que incluye además como medios la forma poética, el mito y el derecho; y, por otro lado, aunque de manera inextricable, un proceso de transformación y redefinición del hombre (educación, en un sentido muy amplio), es decir, de creación de la individualidad (crítica, y no meramente sentimental o subjetiva) y por tanto de un “sujeto”. Es esta subjetivación que incluye todo el esfuerzo consciente e inconsciente de lo que llamaríamos cultura y que va más allá incluso de lo que las historias de la educación al uso recogen y relatan, lo que grosso modo se puede denominar “paideia”.
Así pues, por la antigua paideia griega entendemos la plasmación y encarnación de un cierto ideal de hombre y de ciudadano que es preciso fabricar y que permite, en la medida en que incluye el momento de distanciamiento propio de la razón, la revisión de los propios contenidos de esa misma paideia. Se “inventa”, de algún modo, un tipo de hombre asociado a un tipo de ciudad (polis) y a un tipo de razón, aunque creo que los elementos específicos presentes en esta suerte de transmisión, o mejor dicho, encarnación cultural, en la obra de Homero o Hesíodo no acaban de superarse nunca. En todo caso, esto que sucede en la Grecia pagana, también por supuesto en sus mitos, nos sirve hoy para adivinar fuerzas similares en la medida en que nuestro mundo también moldea su sujeto y su racionalidad.
Desde un uso “práctico” de una razón que media entre la cultura y el deseo o el ideal, Séneca también sienta las bases de lo que más tarde el cristianismo terminará de “crear” y que hoy más o menos caracterizamos con el término “persona” que es lo que le sirve de fundamento para una ética de la fraternidad. Se funda la igualdad de los hombres desde el igualitarismo esencial, desde la dignidad que aporta eso que somos por el hecho de serlo, todos, por debajo de todo lo que la otra paideia, la del ornamento cultural, deposita como mero ropaje sobre ella. Precisamente será la oposición entre “ornamento” y “persona”, entre lo accidental de los avatares existenciales incluyendo la formación convencional recibida y una cierta esencia común, la que será creada por la educación interiorista senequiana, que también pretende “formar”, desarrollada de amigo a amigo, tal como aparece especialmente en las maravillosas Cartas a Lucilio. Una esencia común que emerge mediante el proceso educativo en el que ambos amigos, o acaso un príncipe y su consejero, la van construyendo. Todo lo cual es posible porque hay un logos común que vertebra el mundo y que se halla en cada cosa, es decir, un cierto orden o la posibilidad de un cierto orden al que mundo y persona aspiran y que la terapéutica y la pedagogía estoicas activan. El estoico aspira a ese orden porque participa del modelo cósmico, de cosmos (orden), propio de la filosofía griega, pero, al mismo tiempo, es hijo del poder disolutivo de la razón excéntrica de los extravagantes filósofos presocráticos, de los sofistas y, en el fondo, del mismo Sócrates. En la historia del pensamiento, o mejor dicho, en la historia humana, hay no muchas intuiciones o imágenes que han movilizado la trama conceptual de que nos valemos para asir el mundo, extrapolándose una misma imagen o intuición básica a menudo desde la teología a la metafísica y a la ciencia. Como señala Jaeger, en el caso griego fue la idea de cosmos, la aspiración, la esperanza, de que tras el dinamismo de la realidad que causaba pasmo y estupor a los filósofos hubiera un principio unificador que acabó traduciendo la ciencia como “causa” y que en los términos del enigma podemos considerar “clave”.
Definir ese logosunificador y explicativo y, en cierto modo, convocarlo y darle realidad mediante la regulación del cuerpo y las emociones, así como de los pensamientos e ideas, es en gran medida lo que llamamos pensar, para Séneca. Pensando, que es lo que Séneca realiza con Lucilio de un modo persuasivo, a veces empleando silogismos, en ocasiones con elocuentes metáforas, alegorías, símbolos o ejemplos, enseñando a pensar que es hacer pensar, “fuerza” a Lucilio y se fuerza él a construirse (ordenarse) como algo propio y basamental de lo que todas las eventualidades y circunstancias sociales son meros ornamentos. Y ahí se incluyen los libros y el saber académico y erudito que en su época era lo propio de toda correcta educación, la paideia convencional en que eran educados los jóvenes más privilegiados.
Así pues, Séneca parte de un conocimiento filosófico que se había cristalizado en su época, lejos del floreciente inicio de la filosofía, y ante el cual adopta la distancia (¡filosófica!) de un espacio propio interior, el del sujeto que anticipa a la modernidad, cuya autonomía se postula para que siga viviendo aquello que había sido como dinamita para la historia. De hecho, su educación será una contra-paideia, una revisión de las ideas que se han encarnado en nosotros por efecto de la educación, una dinamización de las mismas en la individualidad que habiendo nacido con la misma filosofía casi siglo y medio antes, cobra en él su dibujo más moderno, el de la interioridad que medita, rumia e imagina el mundo desde el mundo pero contra el mundo, a contrapelo. Abre el espacio de la imposible trascedencencia en el abismo que crea, como un centro o diamantino corazón, en el interior del individuo, donde se redefine e inventa una libertad que consiste en la consciente y madura revisión y recomposición de la cultura.
Si nos referimos a ello como “educación”, se trataría, frente a las transmisión conservadora de la tradición que cifra la areté (virtus, en el latín de Séneca, nuestra “virtud”) en valores, imágenes o conocimiento que han de encarnarse en el sujeto, se trataría, digo, de una nueva areté que por el contrario consiste en el sobrio análisis de todo lo dado, en una suerte de juego con las ideas que uno ha recibido, en un reencuentro de la razón más distanciada con la realidad que debe tocar, si quiere transformar. Éste era en realidad el movimiento propio de la filosofía, que había nacido precisamente emprendiendo un vuelo crítico sobre las propias tradiciones (que sin embargo llega como algo heredado y construido desde la tradición, en una suerte de hermenéutica crítica que buscaba el imposible trascender los propios prejuicios y mitos) y que ahora sufre ya, en pleno siglo I, el peligro y la angustia del vaciamiento de contenidos que mucho más adelante se achacaría a la razón de la modernidad. Quizás el modo de Séneca de resolver esta contradicción de tener que fundar el pensamiento en la guerra contra lo recibido y al mismo tiempo partir de ello, es una asunción consciente de la contradicción, en cuya consciencia, en cuyo tomar consciencia, fundaba la lucidez.
Está quedando claro a lo largo de los posts que estamos ya dedicando más específicamente a la educación, que no hay manera de pensar la educación y eludir cuestiones epistemológicas e incluso ontológicas. Séneca, a siglos de distancia de ella, nos obliga a tomar la modernidad y tratar de comprenderla o definirla. Desde luego, no es exacto del todo ubicar el origen de la modernidad como tal en lo que se ha llamado el milagro griego, y estamos obligados a matizar. Pero sí pueden señalarse elementos de lo que ocurrió en Grecia que tenían que acabar dando pie, como de hecho ocurrió, a la modernidad. Ésta, con propiedad, dio comienzo con el antropocentrismo acaecido tras la crisis de la Escolástica y el final de la epistemología de corte realista. La intuición que he venido defendiendo en este blog es que esta ruptura que dirige su atención al “sujeto” frente al viejo realismo y que, por tanto, prepara distintas formas de idealismo, no es tal, sino que no hay disrupciones en la historia de la razón, en lo que se ha ido entendiendo por pensar, y que aquélla, tarde o temprano, dejaría aflorar el germen de autoimpugnación que portaba. Quizás en la Edad Media su reducto fue la situación de una clase social que ni era burguesa, ni noble, ni campesina, sino que fabricó su propio nicho social y que justamente por ello pudo pensar en el sentido que estamos aquí describiendo, en la medida que actuó como sujeto en la distancia. Hablo, por supuesto, del origen del intelectual, nacido en y por la universidad en el Medievo, y cuya característica era precisamente ese punto de vista “imparcial” o privilegiado desde el que era posible hacer una valoración general de la cultura. Esto no produjo inmediatamente un pensamiento “moderno” ni la conciencia en torno a los procesos de subjetivación, quizás, pero procuró la autonomía “social” que requiere el llamado “pensamiento crítico” que asociamos con la Ilustración y la modernidad. Se puede decir que el germen de la modernidad, a pesar o, mejor dicho, a través, de todo el edificio escolástico, estaba implícitamente presente, en la forma de un modo tenaz de husmear la realidad en la busca de algo que, como su “verdad”, la salva. No hay que detallar mucho, creo, la teología que hay detrás de este tipo de pesquisas.
En esta historia de lo que ha significado pensar, era cuestión de tiempo que la razón vuelta sobre sí misma deviniera en puro formalismo, en la constatación de un océano de contenidos sin basamento, en la sospecha y recelo ante el alcance de lo que nos viene mostrado por los sentidos o en la más espantosa nada, todo lo cual parecía reclamar una cierta conciencia independiente que acaso comenzó siendo esa clase social independiente de los intelectuales universitarios del Medievo. Tal vez cuando el hombre piensa, cuando pensamos el mundo (o el lenguaje lo piensa), apenas quepan un par de movimientos, o tres, que hacer, como si ello implicara un cierto situarse de un modo u otro en relación con el mundo que es y que somos, como si la imagen antecediera al concepto y a la teoría. Y uno de esos “cuadros” es la fe en que la realidad alberga un secreto que la explica y que exige de nosotros dedicarle nuestra vida en exclusividad y aislamiento (por esto, yo lo he asociado antes con el ermitaño que con el monje, cuyo ideal de vida es comunitario).
Así, como hemos señalado en un post anterior que intentaba exponer el movimiento básico que está en el origen del intelectual universitario del Medievo, pensar puede consistir, y en ello se cifraría su función, en aspirar a una cierta dignidad mayor que el mundo, que, cual secreto, se hallara fuera del mismo pero contagiando de distintas formas su esplendor al mundo. Una suerte de oculta y ambigua Medusa en el centro que con su mirada hubiera petrificado la realidad, forzándola a ser su reverso, traicionando al mundo para salvarlo (la categoría gnóstica de “salvación” tendría cabida en esta cosmovisión, por mucho que luego se haya inmanentizado tanto en la filosofía como en la teología, o superado, o, sencillamente, rehusado). Una dignidad que siendo del mundo, paradójicamente, decíamos que se situaba fuera de él. En medio de épocas realistas en las que no estaba siempre clara la diferenciación moderna, hoy ya casi aniquilada, entre un sujeto y el objeto, ya existía esta tensión, este desgarro que acaso anticipaba lo que iba a venir y que con todo su dolor y espanto, fue el precio para que occidente pensara y uno de los nervios principales que nos han recorrido.
Hay que precisar que esta imagen de la realidad como secreto puede operar al modo de vacío, a manera de tensión producida por una carencia de aquella clave que se busca y necesita. Por ejemplo, si imaginamos el universo bajo el prisma de un laberinto, con la metáfora del laberinto, éste puede carecer de centro, decía Borges, y constituirse en la pesadilla de algo que reclamando un centro, no lo tiene, en una suerte de platonismo inverso. Pensar sería producir este tipo de tensiones en la realidad que se experimentan como vértigo, contradicción o riesgo. Una especie de creación de abismos, como el asumir una cierta perspectiva horrible para atisbar el mundo en lo que tiene de nada.
Séneca hereda este mundo desolado en pos de su secreto y, paradójicamente, tornado desierto por aquello que únicamente puede salvarlo. Algo rastreable incluso en los poemas homéricos, casi seguro, o en el mundo histórico que los produjo y al que servían y continuaron sirviendo en la lejanía del futuro, cuando aquel mundo se tornó pasado. Un mundo, ya el de Séneca, del que los dioses se habían exiliado pero hecho bajo su sombra (y en la sombra del secreto que lo había descarnado), y al que el filósofo romano dedicó su labor pedagógica como lo único y lo último que puede hacerse con el pensamiento y con el ingente poso de la cultura petrificada. Re-construir este mundo después de su despojo y hacerlo construyendo para él y en él el tipo de hombre, el sujeto, que puede habitarlo. Y esta labor terapéutica y restauradora en que se ha tornado el pensamiento es lo que llamamos, recordemos, “educación”, y fue la paideia específicamente estoica, una contra-paideia que requería para realizarse de un incipiente sujeto que prefiguró a aquél que postularían siglos después Condorcet y Rousseau.
Obras de referencia:
Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE (primera edición en español 1942).
García Rúa, J. L. El sentido de la interioridad en Séneca: contribución al estudio del concepto de “Modernidad”.
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Educación y filosofía
La “Pedagogía” y la “formación” frente a la “educación por competencias”.
Marcos Santos Gómez
En el libro Bildung. La formación, de Rebekka Horlacher, publicado en 2015, su autora hace un excelente repaso de los distintos sentidos que el concepto alemán Bildung ha ostentado no sólo en la tradición pedagógica germánica desde la Ilustración, a fines del siglo XVIII, sino de su recepción y “utilización” en el ámbito español contemporáneo. Es una obra breve que recoge una serie de conferencias sobre el tema, pero que apunta razones de peso y asume más o menos la defensa de una cierta tesis que nos ayuda a comprender el discurso o teoría de las competencias en educación. Desde hace tiempo he querido entender esta teoría, su naturaleza, sentido y origen, analizando lo más beneficioso de ella y sopesando los argumentos en contra. Siempre me he preguntado, y fue la primera formulación que me hice del asunto hace unos años, por qué ha suscitado tan abundantes adscripciones, hasta el punto de que prácticamente ha copado hoy el discurso de las ciencias de la educación. Un cambio epistemológico previo muy significativo ya se había dado antes en los estudios sobre la educación, consistente en el progresivo abandono de la llamada “teoría de la educación” y su pariente “filosofía de la educación” (ambas muy cuestionadas como disciplinas, según describe la autora, por su vinculación con concepciones conservadoras y “academizantes”) sustituidas por las “ciencias de la educación”. Es decir, antes de la incorporación del concepto de “competencia”, ya había ocurrido una transformación en el estudio de la educación, como si se hubiera saltado de la tradición alemana a una perspectiva más analítica (e incluso, señala la autora, a una perspectiva “postmoderna”, pensando en el pragmatismo, el comunitarismo o Rorty sobre todo).
Partimos, igual que Horlacher, de que los conceptos como Bildung tienen su historia. Esto es ya una evidencia que parece provocarle a ella sus reticencias. Porque lo primero que resalta, apoyándose en la oscilación que se ha dado en torno a su significado según quiénes y cuándo lo utilizaban, es eso mismo, que es histórico, o sea, una construcción de unos pensadores con intereses a veces prosaicos que incluyen motivos tan extracientíficos como la necesidad de justificarse como “gremio” particular.
Hay, en efecto, una historia de las ideas que lo que viene a señalar es el movimiento intrínseco del pensamiento que siempre es fuga y excentricidad, pero a partir de un concreto mundo de la vida, como si aflorara desde un centro de gravedad de la vida; es decir, pensar implica ejercer dos fuerzas simultáneas, centrífuga y centrípeta, que no deben perderse la una de la otra, para evitar el vuelo de una razón desnuda de contenidos y sin conexión con la realidad, por un lado, o un excesivo peso de la tradición, que se comprende pero no se trasciende, por otro lado. Pensar, si ha de tener algo que ver con la realidad, se hace desde la vinculación estrechísima de quien piensa con lo que Ortega llamaba “circunstancia”, la que uno debe salvar, decía, para salvarse él mismo, porque se engarza con su "yo" inextricablemente. Esto quiere indicar que somos real y ultimísimamente mundo y tiempo, o sea, historicidad, "algo" que acontece y que se re-estructura temporalmente. Esta temporalidad arraiga muy honda, en el modo de ser que le es propio al hombre. Somos en el tiempo verbal del gerundio, y no en el participio, porque no estamos nunca terminados, sino en proceso. Por eso, el hombre tiñe con su temporalidad o historicidad todo lo que produce, como las ideas. Lo que no quiere decir que no puedan darse formas cuasi universales de razón o que las ideas no respondan en absoluto a la composición de la realidad. Mas siempre ocurre que como algo previo a todo intento de conocer y comprender el mundo, se da una cierta interpretación que elige los problemas “relevantes” o detectables y ofrece el modo de resolverlos, las vías para afrontar su resolución. A veces, esa suerte de fondo previo, más parecido a arenas movedizas que a hormigón armado, determina una aproximación al mundo, un modo de conocimiento o epistemología, como lo que realiza la lógica. El mundo puede tener una cierta estructura lógica o matemática, desde luego, pero ese esqueleto de lo real, no es todo lo real, sino la parte que desde una determinada configuración del mundo e incluso desde un modo de ser “elegimos” mirar.
No es extravagante ni ajeno a lo que suele suceder con las ideas, por tanto, que en este ámbito tan complejo como son la “cultura” y el “conocimiento” nos topemos con “desacuerdos” o neblinas, y que, como señala acaso con cierto disgusto Horlacher y tal vez también los críticos de la Bildungque van a defender la teoría de las competencias, no se pueda estar absolutamente seguro del terreno que se pisa ni saber a ciencia cierta cómo nos movemos en ese universo de imágenes e ideas que la educación tratará de encarnar en el educando. Un universo que va mucho más allá de constituirse como meros “datos”. Así, el estudio sistemático que intentó entender y regular la educación en el siglo XIX ha participado de esta ambigüedad o relatividad de lo humano que, en los niveles constitutivos del sujeto donde opera el acontecimiento que llamamos “educación” es, digamos, blando, indefinido, no perfilado. No estamos en el universo firme y estable de la lógica, al que nos referíamos antes, porque hemos ascendido del “dato” a lo normativo y axiológico, a un mundo en el que uno se encuentra, denuncia Horlacher, incluso teología. Más adelante, por cierto, matizaré algo sobre este asunto de la teología en la Bildungaunque recuerdo y anticipo que también hay una metafísica e incluso una teología en torno a “datos” y “hechos” supuestamente objetivos, por mucho que esto parezca absurdo a muchos (hace tiempo en este blog yo denominaba con algún humor a esta teología positivista la teología del Dr. House).
Porque por debajo de los hechos que estudia la ciencia (incluidas las ciencias de la educación, que es el modo de referirse al término “pedagogía” por parte de la versión analítica y anglosajona, que trata de eludir este término griego de la tradición alemana cargado de dirigismo) ocurre un modo de mostrarse el ente (como concreción del ser, siguiendo el enfoque de Heidegger) o sentido en que se da el ser, la existencia de algo, de una persona, del mundo, de un paisaje, de la muerte, de un chiste, de un cuadro de Van Gogh, de una sinfonía de Mahler, etc. Cierta filosofía en pugna con la tradición analítica lo suele llamar “acontecimiento” o acontecer del ser, o manera básica de mostrarse y de estar lo que hay. Un acontecimiento es lo que es, sin ser cosa ni hecho, o anteriormente a su "conversión" en dato, que no se muestra por tanto al modo de dato. Un elocuente ejemplo del profesor Luis Sáez, que le he leído por alguna red social, utiliza para expresarlo la muerte, que es más que los hechos concretos que la constituyen (el ataúd, el entierro, el coche fúnebre, el pariente lloroso, el o la viuda, los huérfanos, la corona de flores, la marcha fúnebre, etc.). La muerte sería un acontecimiento, que engarza los hechos como una bruma, que es más que la suma de todos ellos, y que está en cada uno sin confundirse, sin embargo, con lo que se nos presenta a la mirada. Hay algo intangible pero vibrante, real, no al modo de la presencia que es pura exposición, y que late como un corazón oculto en cada fenómeno. En la medida que en cada uno se da una suerte de incendio helado, un pliegue de la nada y un abismo, en la medida que cada cosa es tiniebla, subyace en ella un acontecer, como si todo reposara sobre su carácter gratuito y floreciente.
Retornando a la educación, que tiene tanto de acontecer, como señala el profesor Mèlich, es obvio que no puede abordarse con un único método (¿qué metodología puede expresar o captar un acontecimiento?). Demandará, en todo caso, distintos métodos que como perspectivas indaguen y palpen su naturaleza de acontecer. En este sentido, la Bildung, cuyo tratamiento o consideración como hecho o conjunto de hechos estamos cuestionando, fue en el siglo XIX, relata Horlacher, una encarnación o subjetivización de la tradición, teniendo nosotros ahora más claro que por tradición no se trataría de mera acumulación de datos "culturales". Eso sería una burda reducción de la misma, la que constituye la parodia del pedante o del erudito que gana concursos televisivos de cultura general. Es más serio. Estamos hablando de la compleja “materia” que somos realmente.
Horlacher denomina a ese mundo de lo humano de donde emerge lo que llamamos “sujeto” la “cultura” (en el sentido del término castellano que se refiere a la “cultura” de una persona culta, o “conocimiento”), quizás ya objetivándolo un poco como punto de partida. En el siglo XIX había un interés en que este universo compuesto de “inmaterial” materia se encarnara para, señala ella, justificar el ascenso social, como si el capital cultural comenzara a utilizarse por la naciente burguesía como pasaporte para dicho ascenso, superando o compitiendo con otros capitales, que diría Bourdieu, o con la tradición de sangre, incluso la ley, etc. Así, nos presenta ella una idea de Bildung un tanto ornamental, como si fuera un símbolo de estatus que la asemeja a su reducción a dato o cosa que en parte también elabora Bourdieu para captarla con el aparato de la ciencia sociológica (aunque él acaso discutiría ampliamente esta aseveración que acabo de realizar sobre su proceder). Esto ya era de por sí positivo, dice nuestra autora, pues podía contribuir a romper un mundo de clases sociales férreo, un mundo estamental, el mundo del Antiguo Régimen. Pero mantiene su vaguedad. Creo que ella no ve con buenos ojos esta vaguedad, el hecho de que el conocimiento remita a una realidad difusa que tiene más de valorativo y normativo, de fines y modelos de vida o sociales, que de razón objetiva y “hecho” o “dato”. Por eso, su tesis principal (que sin embargo apenas aparece en el libro y creo que lo hace de forma velada, muy al final sobre todo) será que sólo un saber operativo de la educación como el competencial, que remite a una actividad o modo de proceder observable, puede salvarnos de dicha imprecisión, tan peligrosa por sus sesgos sociales e históricos interesados, nos indica. Al menos así justifican su perspectiva los apologistas de las "competencias" en educación, refiere ella.
Bildung, acaba resaltando, es un término cargado de ideología, pues tanto en su utilización como en su contenido se hallan presentes, afirma, los intereses de una clase social (la burguesía). Y en esto le damos la razón, como ya hemos ido mostrando. Toda “formación” o teoría de la formación que invisibiliza su historicidad, es decir, su relatividad y su necesidad de concretarse en un aquí y ahora, degenera en una tendenciosa justificación de lo que hay. Básicamente, tiene razón. Si por formación (que es como se suele traducir el término alemán en España, señala) entendemos una regulación de los cuerpos, hábitos, una construcción en definitiva del sujeto que se pretende absoluta y cierta sin posibilidad de ser cuestionada, seguramente estemos educando en relación con una concreta configuración de las relaciones sociales humanas y de la estructuración del poder que no somos capaces de ver. De hecho, la formación, o encarnación o interiorización de la imagen “universal” del “hombre”, la modulación de una forma, que autores como Humbold propugnaban como objetivo de la Bildung, era en realidad una regulación normativa de lo que debía ser el “hombre”, un deber ser cargado y teñido por los intereses gremiales, burgueses, de prestigio social, etc. Una propuesta normativa que era antes valoración que hecho, dice nuestra autora, y en el fondo, teología encubierta, pues se basaba en regular lo humano (definirlo) desde unos fines, como meta, hacia lo que se establecía que tenía que moldearse cada sujeto educado. Había en la formación una intención de dirigir al niño hacia un modelo concreto de persona, pero silenciando y encubriendo el elemento histórico y relativo de dicho modelo.
Esta intencionalidad y dirigismo del proceso educativo es lo que ella considera una especie de criptoteología que casaba con un modelo de sociedad cohesionado y conformado por la ideología cristiana. Pero esta estructura finalista teológica no sólo se utilizó por parte de la burguesía, sino por los nacionalismos que pretendían fabricar una cierta “nacionalidad” o espíritu nacional en el sujeto, añade. Siempre se trata de una esencia por construir y por tanto de una manipulación de lo que entendemos y decidimos que sea lo “humano”. Y el problema es, para ella, que no puede haber acuerdo unánime en torno a esta definición del ideal humano y su concreción en el sujeto que se educa. Estaríamos refiriéndonos con todo este proceso a una conducción pedagógica que trata de construir al sujeto en función de unos fines e intereses, todo lo cual reposa, sin embargo, en el acontecer de quienes necesitan hacerse, poéticamente, como modo propio de su existencia. Pedagogía que trata de canalizar y dirigir eso básico e impreciso al modo de un acontecimiento que llamamos educación.
Pero no todo han sido usos conservadores del término Bildung, asociados al mantenimiento de un orden burgués y teológico. En efecto, la idea de ordenar al sujeto, de dotarlo de un fondo donde comprenderse y por tanto darle un sentido (el finalismo criptoteológico que decíamos) es fundamental en la “formación”. Dar forma a un sujeto, insistimos, toda idea de la educación como subjetivización, se entiende de este modo. Mas, por otro lado, la incorporación del “conocimiento” al sujeto puede ser crítica, puede obrar en él abriendo una cierta distancia, un relativo trascender el propio mundo, una salvadora excentricidad (el momento de distanciamiento centrífugo que decíamos que era uno de los dos momentos de todo pensar o meditar el mundo). Se trata del poder crítico de la cultura, del saber en el hombre culto, un saber teórico. Esta distancia, la de un ámbito que no es del todo el de la actividad cotidiana, es justamente la garantía de que ésta pueda ser analizada. Esto sugiere la posibilidad de una “teoría crítica” (y no mera teorización elitista conservadora devenida ideología) como la desarrollada por la Escuela de Fráncfort que influyó en la pedagogía del siglo XX, constituyendo una suerte de hermenéutica crítica, dialéctica y hasta cierto punto hegeliana, que desde la vida dañada y el peso de lo negativo aspiraba a realizar las posibilidades de mejora de la propia vida, esgrimiendo un modelo de terapia como reconciliación entre el deseo y la realidad que se inspiraba en el psicoanálisis. Para esta perspectiva filosófica situada a la izquierda de la tradición de la Bildung, el conocimiento no era tanto un lastre o peso muerto, una mera teoría academicista, sino el modo en que el sujeto podía aspirar a trascender en la medida de lo posible su circunstancia, lo que, en definitiva, él mismo era. Por tanto, esta incorporación de la alta cultura en el proceso de la formación o Bildung conducía a una transformación social, desde una idea de las palabras y de las teorías como algo vivo que incide en la realidad y la reconfigura, con poder para ello.
Uno de los tópicos principales de los francfortianos de la llamada “primera generación” (Adorno, Horkheimer, Fromm, etc.), era que el saber nunca es inocente, ni siquiera la ciencia. Hay siempre, y en esto coinciden con la hermenéutica, una pre-comprensión que para ellos es encarnación de las estructuras sociales y que nos arrastra a ver las cosas de un modo determinado y a entendernos en función de unos intereses. Lo que somos como acontecer y la educación se modula y expresa en los términos de un mundo de la vida que actúa como horizonte de la comprensión y que, según los frankfurtianos y siguiendo el planteamiento crítico de nuestra autora, emerge de un modo concreto de ser social. Así, ni siquiera el positivismo más empirista resultaría inocente, pues portaría una visión del mundo, una manera de abordarlo teñida por la ideología y, por tanto, vendría obediente a unos ciertos intereses sociales y a un modo concreto de ser y sobre todo de configurarse en su sociedad y en la historia. Todo resto conlleva una carga, todo lo que hace, mira, inventa, piensa el hombre. Hay un todo al que siempre se vincula la parte y que “va” con ella siempre. Esta es la “verdad” (social) presente en las cosas.
Pero Horlacher parece abogar por una superación de la pedagogía asociada a la Bildung, incluso entendiendo ésta como la incorporación al sujeto de un conocimiento y una auto-comprensión críticos, en una lectura izquierdista de la misma. Creo que, de manera velada, no parece satisfacerle tampoco esta versión crítica de Bildung, que despacha, a mi juicio, sin dar muchas explicaciones. Se limita a constatar implícitamente que pasó de moda, sin haberse mostrado receptiva a sus argumentos o haber intentado, por lo menos, discutirlos (en realidad muchos planteamientos de esta primera generación de la Escuela de Fráncfort siguen planteándonos desafíos y creo que están en gran medida vigentes, por mucho que los maticemos). En la teoría educativa tenemos el ejemplo de todo un movimiento conocido como la “Pedagogía crítica” que se inspira en ellos, por ejemplo Giroux, asunto sobre el cual me hallo trabajando por otra parte.
Su único argumento al respecto es que la ambigüedad de lo que entendamos por Bildung permite un uso siempre interesado de la misma, aunque dicho uso sea crítico, como el frankfurtiano. Parece que no le importa que movilice a la pedagogía un interés emancipatorio, frente a los intereses basados en la dominación presentes inercialmente en el mundo capitalista y que sí que nos pueden estar afectando a todos. Lo problemático empieza para ella cuando asumimos un cierto horizonte educativo y cuando nos regimos por una emancipación que es preferible, me parece que opina, no plantearse debido a la dificultad de estar de acuerdo sobre ella. Desde luego, éste es un asunto del que hay mucho que escribir y concretar (Habermas, etc.). Yo, personalmente, exploro e intuyo vías para responder en cada momento dónde arraigar lo emancipatorio (es lo que hace la educación liberadora de Paulo Freire, por ejemplo). Pero ella prefiere creer en la posibilidad de un conocimiento sin intereses ni vinculación con las dinámicas del mundo social. De hecho, resalta que no hay manera de ponerse de acuerdo acerca del sentido en que hay que entender la Bildung y el conocimiento. No hay razones de peso para que la formación se oriente en un sentido u otro, y debido a esa falta de solidez argumentativa que empañan las concepciones de la vida, resulta ilegitimo asumir una Bildung incluso en su faceta de revisión ilustrada o de teorización crítica.
Frente a ello, Horlacher parece retomar la tradición de las ciencias naturales, en detrimento de las humanidades. Esta división del conocimiento, en el modo de oposición entre ambas que hoy conocemos, se estableció muy tarde, prácticamente en el siglo XX y buscando una cierta rectificación positivista del sesgo elitista y conservador de las humanidades. Una corrección que se inició con la incorporación de saberes científicos y técnicos al bagaje cultural y de la enseñanza oficial durante el periodo ilustrado del siglo XVIII. Bildung ha podido contener ambos conjuntos de saberes, de hecho. Ha sido un movimiento de una cierta izquierda, ciertamente, el que ha puesto el acento en lo científico y lo natural. Es el caso de Dewey en Estados Unidos en la moderna pedagogía, que ha valorado la experimentación y el método científico, no absolutizados, sino en su constante quehacer y utilidad, en su condición de tanteo con la realidad, como si así se desmitologizara una sociedad que se juzgaba lastrada por la tradición de un humanismo inmovilista. Ellos pretendían que la educación se regulara científicamente y que el saber representado por la ciencia, más por su método que por sus descubrimientos acumulados, vertebrara y orientara la sociedad. Dewey llega a vincular la democracia con esta ley de la experimentación constante y todos parten del movimiento positivista y sistemático que ya comenzara, casi en época todavía ilustrada, Herbart (aunque Dewey no es propiamente positivista, para ser exactos, sino pragmatista, como es bien sabido; y su proyecto para la pedagogía difiere de manera notoria del de Herbart, muy anterior). Una pedagogía regulativa, y en este sentido, también normativa, aunque ahora las normas busquen su legitimación en la ciencia. Aquí tenemos también una pista acerca de la miseria del momento presente en parte de las ciencias de la educación: su implícita falacia naturalista, que basa la normatividad (ética) en los descubrimientos de la ciencia, como si la última palabra para orientar la vida moral la tuvieran ahora, por citar un gremio, los médicos.
Pero tampoco el giro hacia las ciencias naturales dentro de la Bildung acaba de satisfacer a nuestra autora. De hecho, su principal objetivo parece que es justificar el actual giro en las ciencias de la educación, el cambio de paradigma que abandona la idea de formación por la de una teoría educativa de las competencias. Insisto en que es una defensa, la suya, muy soterrada, que emprende veladamente, pero que se puede apreciar con alguna claridad sobre todo muy al final de su libro.
Presupone al final del libro, como decimos, para cumplir con este objetivo, la división entre dos realidades asociadas con cualquier proceso y estructura considerados “educación”, incluyendo los actuales sistemas educativos. Estaría, por un lado, esa parte en que se ha apoyado la Bildung, asociada a una “cultura general”, o “conocimiento” que sería preciso encarnar en un sujeto, y por otro lado, las “competencias”, o saber operativo que genera una actividad, que tratadas no tanto como lo hace la psicología (que también ha adquirido el término), sino como habilidad o destrezas para efectuar tareas, se librarían de la problemática carga valorativa y normativa siempre asociada a la Bildung o en general a la discusión sobre los contenidos del conocimiento. Una pedagogía que proponga la consecución de competencias en el sujeto que aprende no se enfangaría en el pantanoso terreno de lo axiológico, no devendría en ideología y así por fin perdería el discurso y la teoría educativos su atávica y en el fondo interesada ambigüedad. Se trata del saber de competencias, dice, de una pedagogía basada en promover y enseñar algo incuestionable e impoluto, que suscita común acuerdo por su utilidad, por la eficacia, por el éxito adaptativo, sin que se pretenda fundamentar en un modo de vida o de ser. Según ella, así la pedagogía, tornada ciencias de la educación, en la continuación del giro más empírico y menos humanístico, sería práctica, eludiendo el sesgo academicista y escolar, de un conocimiento escindido de la realidad donde el niño va a vivir.
Creo entender que toda discusión sobre el modo de vida o de ser, todo intento de hacer conscientes la ontología de partida, las metafísicas imperantes y las "teologías" de fines y valoraciones, escaparían del campo de esta actual y "superior" pedagogía, según ella, que ya no puede ser pedagogía ni siquiera o sobre todo en el sentido etimológico de la conducción del niño. No hay “conducción” ni por tanto la “nefasta” influencia o proyección de un adulto sobre un niño, diciéndole cómo tiene que ser y faltando el respeto a su libertad. Se disuelven las viejas autoridades, la del maestro y sobre todo la de los modelos teleológicos procedentes de teologías encubiertas. El profesor es una suerte de maestro de taller o gestor técnico. También las pedagogías rousseaunianas, como la que fundamenta la famosísima escuela no directiva Summerhill, son cuestionadas por la teoría educativa de las competencias, en la medida que no habría en su frenesí fabril, el que habita en la idea de competencia, concepto de hombre, de un hombre modélico y abstracto. Quiere superar así la escisión que Rousseau establecería, según ella, entre el hombre y la política.
Sin embargo, en relación con Rousseau, creo que no es del todo exacto lo que explica, ya que la ficción rousseauniana del hombre en un sentido previo, “natural”, anterior a la sociedad, es eso, una simple ficción cuyo autor inventa porque le sirve para justificar su otro libro sobre la sociedad, El contrato social, que en gran medida propugna, como todos los contractualismos políticos, una racionalización de la sociedad. La razón mediaría entre lo que somos en cuanto a posibilidades (quizás no tanto “potencias”, aquí habrá que matizar en algún momento y sin duda Rousseau va a ocupar futuras entradas en este blog) y lo que nos vemos forzados a ser por las circunstancias, al modo en que para el estoico o el psicoanálisis freudomarxista la razón puede manejar y re-componer la materia en una búsqueda de la configuración social que resulte menos dañina, o que medie entre lo más egoísta y pulsional, y el principio de realidad y los sacrificios que requiere en el individuo.
Esta materia, donde el hombre se realiza, es la cultura. Es ella la que le ayuda a comprenderse y manejarse. En este sentido, es verdad que Rousseau ya anticipa una cierta noción de lo que se llamaría Bildungen el ámbito alemán, o formación. Para Rousseau, la educación es, al estilo estoico, una formación (de dar forma) del carácter, como voluntad consciente de ser y de elegir el propio modo de vida a partir de lo que uno ya es. Esta ficción imaginaria le sirve para destacar las zonas patológicas de nuestras sociedades, patológicas porque dañan, porque tuercen y destruyen la vida, o florecimiento del sujeto (para la medicina la salud también es un ideal nunca realizado pero desde el cual se cura, dicen los médicos). El sujeto se hace mediante un crecimiento regulado de la vida, mediante el en este sentido libre (¡racionalmente regulado!) discurrir de la vida. Esto es, hasta cierto punto, casi Summerhill y Erich Fromm.
Pero para Horlacher o, en general, para los defensores de la teoría pedagógica de las competencias la liberación consiste no tanto en estos imposibles o más bien peligrosos trascenderes que la razón puede obrar en el propio mundo, sino en renunciar a lo teórico y volcarse en lo práctico-operativo, como si de un extremo teorizante pasáramos al más llano practicismo. Estamos entonces en el polo de algo que tampoco garantiza ningún cambio ni la impugnación de un mundo cuando éste hace daño (¡y en este daño, decía Adorno, está la clave del interés emancipatorio al que nos referíamos antes!). Puede que el daño ni siquiera se nombre, ni se considere ni se incluya en las consideraciones del educador (¡salvo cuando se interpreta como inadaptación al medio!). Y aquí está, a mi entender, el gran peligro de la teoría de las competencias.
Puede que toda teorización de la educación, incluida la teoría de las competencias, cargada también de razones y preconcepciones en torno a fines y acarreando un mundo social que la sostiene, si hacemos algo de caso al análisis de la ciencia que hace la Escuela de Fráncfort, deba plantearse que siempre va a algún sitio. Si tomamos el planteamiento frankfurtiano, podemos estudiar esto a fondo. Adorno, Horkheimer, con ciertas limitaciones, con una visión teñida finalmente de pesimismo y cierto tragicismo, intuyeron de manera asombrosa mucho de lo que hoy ocurre. Si los seguimos, hay que destacar que no es cierto, como afirma Horlacher, que una competencia adquirida se aplique a cualquier contexto, como algo neutro y exento de pre-dirección. En realidad, ver y detectar un problema ya presupone mucha teoría, y este es el ámbito para el que se propone y enseña su determinada competencia, que siempre nace, de este modo, asociada al problema en cuestión y al mundo que lo ha creado, donde éste encaja. Eliminar esta discusión de la formación de maestros es peligrosísimo, por mucho que haya que plantear la discusión y el diálogo en su apertura e incertidumbres, en la problematicidad que siempre constituye la definición de “verdades”. Esto es justo lo que trata de hacer Paulo Freire, lo cual no equivale a imponer un modelo de vida, sino todo lo contrario. Será lo que resulte de la puesta en común de las propias concepciones lo que vaya perfilando el modo de vida de un grupo que, de este modo, lo impregna de una racionalidad dialógica, postulando sus propios horizontes en permanente reestructuración. Pues la clave, tanto en la normatividad como en la pedagogía, reside en la intersubjetividad, ese campo descubierto en gran medida por la filosofía del siglo XX y que ha constituido uno de sus tópicos.
Una tarea adaptativa o la destreza o habilidad para la misma, no es una mera actividad desnuda de valoraciones que pueda entenderse sin su contenido. Esta teoría pedagógica de las competencias presupone una reducción formalista de la realidad, su traducción a entorno manipulable y el estrechamiento del mundo a un mundo de cosas. Las competencias sirven, como tareas, a una producción concreta de realidad, que determina de antemano la dirección de la operatividad del sujeto y que lo rige sin que se sea consciente de ello.
Al hacer, como al fabricar, en el curso de una mera actividad que pretende una supervivencia eficiente en un medio social o económico dados, afirmamos un mundo y negamos otros. Pero porque se están modificando contenidos concretos hay que adquirir en el proceso educativo, más allá de lo operativo, lo reflexivo capaz de “tratar” con dichos contenidos como tales, incluyendo la carga axiológica que portan. De manera que es mejor que recuperemos una teoría de la educación, o incluso unas ciencias de la educación, que visualicen lo que inevitablemente tienen de pedagogía, es decir, de conducción hacia un modo de vida y subjetivización, procesos que se dan de manera imperceptible incluso cuando la educación se reduce a una adquisición de competencias. Afirmamos, valoramos y construimos mundo cuando hacemos cosas o tareas. No es real, creo, la escisión que Horlacher ha establecido y de la que parte para destilar una acción educativa pura y limpiamente observable, como sería el saber operacional de las competencias. Pues no hay competencias si no nos sumergimos en un concreto mundo de la vida o mundo social y cultura. Por ejemplo, pescar atunes puede no ser necesario ni siquiera entendido, como actividad, si un pueblo hipotéticamente aislado vive lejos del mar. No hay “la pesca” en abstracto, si la separamos de su medio y de sus motivos. Y de todo el inmenso saber acumulado que existe sobre ella, sobre las especies de peces, sobre el mar y los ríos. No se aprehende el mundo sólo actuando, sino también meditando, rumiándolo e imaginándolo.
Para esto sirve la Bildung, como conocimiento que ciertamente ha de revitalizarse y encarnarse críticamente en el sujeto, movilizando su razón; conocimiento cuya realidad concreta es lo que llamamos sujeto. Estudiar la educación es visibilizar o iluminar este proceso desde un punto de vista amplio, con libertad metodológica y sin restricciones epistemológicas. Y esta revitalización del ingente bagaje humano y de la cultura que llamamos formación es lo que promovería una pedagogía, o arte de mediar entre el conocimiento y el sujeto, que instaría a la subjetivización lúcidamente consciente, en la medida de lo posible. Yo he estudiado y denunciado los peligros de la escisión teorizante del conocimiento y en esto doy la razón a la autora del libro que hemos comentado; pero ahora, tristemente, adivino los peligros que vienen desde la otra cara de la misma moneda. De las competencias, por lo menos tal como las entiende, defiende y presenta, se ha eliminado precisamente la posibilidad de cuestionar a quién se sirve o por lo menos de verlo. Se trataría, entonces, de que junto con el conocimiento y su distancia, pueda darse la lucidez que consiste en iluminar, siempre precaria y parcialmente, el camino por dónde vamos. Entonces, sí detectaremos de verdad la teología semioculta, acaso sus restos, que portamos, en una lectura del mundo y de la tradición que lo explora para pronunciarlo y, en expresión de Paulo Freire, para re-danzarlo, re-crearlo, desarrollando una actividad que no sea mera producción o asunción adaptativa de lo dado, sino poesía, diálogo y creación de realidad.
Libro de referencia: Horlacher, R. (2015). Bildung. La formación. Barcelona: Octaedro.
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Educación y filosofía
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Epifanía y tragedia en la “hora de clase”. Marcos Santos Gómez
El ensayo de Massimo Recalcati, La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza, publicado recientemente en Anagrama, desarrolla unas ideas en torno a la enseñanza, con especial atención a la universidad, que ayudan a comprender lo que hoy está ocurriendo en esta vieja institución. Se hace eco de lo que denomina, desde una base freudiana-lacaniana, “complejos” de la escuela. Según él, el niño puede desarrollar un ambiguo amor-odio respecto a aquello que le restringe la plena satisfacción de su deseo primario, cuyo logro le frustra la "autoridad" o la Ley (que en el Psicoanálisis representa la figura del padre). En este sentido, la Ley sería prohibición que truncaría y obstaculizaría el desarrollo desinhibido del puro goce sensual al que tiende el niño. Estaríamos ante lo que se experimenta como torcedura de los deseos y que por tanto causa, por un lado, la infinita nostalgia edípica de su satisfacción y, por otro lado, el también edípico recelo y aversión hacia aquello que lo impide. Como es evidente, Recalcati denomina a este complejo de la escuela el complejo de Edipo, personaje mitológico de tormentosa y ambigua relación con la Ley y la verdad. Aunque este complejo en la tradición psicoanalítica se refiere en principio a aconteceres propios del núcleo familiar, Recalcati lo aplica a la situación en la que cierto tipo de escuela “tradicional” o autoritaria supone para el niño un perjuicio que le impediría satisfacer ciegamente lo que desea, una escuela que se opondría a sus inerciales afanes más primarios y egocéntricos sin favorecer su goce sublimado en el ámbito de la cultura, y que por tanto genera o bien sumisión o bien rebelión. No estamos sino refiriéndonos a la vieja escuela, al modelo más tradicional (¡y tan cuestionado desde principios del siglo XX, con especial virulencia en los años sesenta y setenta!) que utiliza para la educación la metáfora de la guía que ha de enmendar las irregularidades de la vid, para que ésta se enderece. El niño necesitaría esta corrección exterior y es justamente un entorno frío, objetivo, distante e institucional como el de la escuela el que puede ofrecerlo.
Añado una precisión. El enfoque pedagógico autoritario que está describiendo Recalcati entronca con la tradición de un sesgado estoicismo que ha nutrido la enseñanza, inserto en la pedagogía cristiana. Pero no es exacto reducir todo el estoicismo, que es un avanzadísimo modelo de pedagogía, razón y hombre, a esta lectura autoritaria que se ha hecho del mismo. Ideológicamente, este modelo helenístico-romano de filosofía pretendía la aplicación de un cierto instrumento identificado con la razón que habría de regir, desde la distancia y la objetivación, la propia conducta, y en cuyo proceso emergería lo que llamamos “sujeto”. Una suerte de principio armónico y de sintonía con el que reconciliar las contradicciones del sujeto emergente y su vinculación con el orden del universo.
Sería esta aplicación de un logos lo que facilitaría una toma de conciencia acerca de qué lo mueve a uno y lo motiva, mediando entre las emociones escindidas de la realidad y la realidad, con la cual se vuelven a conectar. Así, un estoicismo bien entendido no sólo no se opone a la buena pedagogía, sino que da la razón al psicoanálisis, que trata de obrar esto mismo en el sujeto neurótico. Es lo que la elogiada Martha Nussbaum ha señalado que hace precisamente Séneca, en su excelente trabajo sobre la filosofía helenística La terapia del deseo que yo he tenido siempre muy presente. En particular, analiza la tragedia Medeadel autor hispanorromano, su particular versión del mito, mostrando cómo en ella Séneca pone en marcha este modo de razón o de iluminación que visualiza nuestras "verdades" y motivaciones a menudo inconscientes y se apoya en éstas para ir labrando el carácter apto para responder, con su existencia lúcida, al misterio de ser.
Es la aplicación de esta regula racional la que, curiosamente, “fabrica” o posibilita la libertad humana, ya que la libertad entendida desde este esquema es la capacidad de auto regirse y auto-crearse en un proceso que torna consciente lo implícito, que intenta que el sujeto se haga cargo de la necesidad de aprehender su propia naturaleza y de este modo abordar su existencia. ¡Cuidado, por cierto, porque a pesar del sesgo de Recalcati y por tanto de todo este post, en el estoicismo (y también en el psicoanálisis) se trata de una metafísica o, más aún, una ontología de la existencia (“humana”), no solamente de psicología! Comprender los mecanismos de la concreta materialidad humana (biología, psique) nos obliga a plantearnos cuestiones metafísicas y antropológicas, que nos cercan y provocan si asumimos un cierto modo lúcido de vida. Exactamente igual que ocurre cuando tratamos de pedagogía y pensamos la educación.
El segundo gran “complejo”, es decir, modo o estructura en las relaciones que va trabando el que crece (o se educa) con la escuela (institución que para nuestro autor resulta imprescindible y plenamente justificable, sin llegar a cuestionarse algún tipo de “maldad” intrínseca asociada a la misma, más allá del exceso de algunos de estos complejos que estamos resumiendo) es el complejo de Narciso, que ya no es el tipo edípico de relación amor-odio con los progenitores que hemos visto. Para Narciso el mundo es una extensión de sí mismo, o sea, su propia imagen, un reflejo, como si la escuela, en este contexto, se limitara a ser su espejo en el que prolongar los impulsos del ego, los deseos más primarios que lo constituyen, los propios del niño, un niño que puede actuar y desear, sin la menor traba, sin que la escuela le presente una Ley, autoridad o realidad independiente. Y aquí estamos en lo que precisamente sucede en nuestro tiempo, no ya en la escuela primaria o secundaria, sino incluso en la universidad. Se trata de un modelo pedagógico en el que la figura del profesor ha desaparecido por completo, siendo sustituida por las redes sociales e internet. El alumno, sea del nivel que sea, tiene a su disposición un “saber” consistente en una suerte de océano de información fácilmente asequible que no requiere ni memoria ni elaboración, un mar de relaciones de los datos y la información como un todo que abarcando tanto, y estando aparentemente abierto hasta lo infinito, manifiesta un tipo de cierre, una clausura que impide que el pensamiento pueda trascenderlo, que el alumno vaya más allá de él mismo.
Se trata del modelo pedagógico del puro dejarse llevar, en el que bajo la apariencia de que el sujeto lo es todo, resulta por el contrario difuminado y volatilizado, como le había sucedido a la figura de la autoridad o Ley o profesor. Sobra insistir en el enorme peligro de esto, que es justo lo que hoy se nos vende como ideal, desde argumentos como la preparación para los puestos de trabajo y las necesidades del mercado. Se fomenta y estimula un constante estar ocupado en tareas para las cuales desarrollar las adecuadas competencias. En efecto, aquí vincula Recalcati el discurso pedagógico en torno a las competencias, que vienen a constituir un saber práctico y operativo, un hacer no contemplativo, un activismo sin que obre la relativización y la toma de conciencia que hemos atribuido al uso de la razón (estoica, psicoanalítica). Una simple inteligencia instrumental, un logos raquítico que renuncia a comprender-se.
La paradoja es que entonces somos menos prácticos que nunca, porque perdemos la perspectiva, la necesaria distancia contemplativa que puede reorganizar y reorientar la práctica, que tensa la praxis y la impulsa. Se trata de una pedagogía (de las competencias) que invisibiliza los propios valores que la rigen. Yo le suelo decir a mis alumnos de la universidad que hablar en clase de valores, o que un educador se plantee pensar los valores, significa que el proceso educativo a menudo inconsciente se ilustre (en el sentido de Ilustración, de aclaración, de iluminación) y se torne consciente. Se trata de una educación que faculte para la aclaración de lo que uno hace, es decir, que tome las riendas de lo que lleva a cabo en sus implicaciones y consecuencias más hondas. De manera que percibimos una cierta ceguera axiológica que ha convertido la educación (superior) en un entrenamiento para adquirir capacidades operativas y que presupone un sujeto cuya actividad sea meramente práctica, agotándose en esta actividad adaptativa, pragmatista. Se trata de la forja de un mundo de supervivencia, en el que la antigua autoridad burda y coactiva se ha borrado, ya no existe, ya es otra cosa. Pero lo que ahora hay es un naufragio, un sálvese quien pueda, por el que no encontramos una Ley que desplace nuestro deseo hacia la pregunta sin fondo y sin respuesta, pero salvadora. Al no haber una cortapisa al deseo más primario y narcisista, el sujeto no puede emerger como tal, como adulto, y se limita a seguir siendo lo que era, lo que siempre ha sido, una pulsión que conduce a la satisfacción de deseos magnificados que constituyen toda su realidad, que se confunden con el mundo y lo nublan. Es esta efervescencia la de una pasmosa soledad, ya que los sujetos no buscan ni ven a la persona del otro, tan sólo contemplan su propio reflejo, como Narciso. Al no haber, propiamente, sujeto, no hay comunicación ni interacción, por lo que se vive en una sociedad atomizada e individualista.
Así pues, la pedagogía de hecho que se está practicando en la universidad, a escala mundial, parte de un modo de ser que no se cuestiona y que se da por bueno en una implícita valoración sin esclarecer, un mundo que sólo es la extensión de los deseos del “niño” (Narciso), en el que éste no tiene la necesidad de entablar una relación erótica con un saber académico que resulta rebajado, reducido a aquello que asegura su prolongación inercial, la fantasmagórica ilusión de su instante balbuciente, y que nutre su mero impulso informe.
Vemos que de un modo eficacísimo, sin la necesidad de los viejos modelos autoritarios del mundo de Edipo, se ha logrado un control social tan férreo como líquido. Ya no hace falta una censura que defina ideológicamente lo que hay que hacer, lo que hay que enseñar e investigar o incluso las conclusiones que obtener en las pesquisas de la ciencia, sino que es el fantasma de la eficacia en sí, el fetichismo de la calidad, la moral del operar efectivo y la adaptación a un mundo cuyos presupuestos no salen a la luz, lo que nos rige en la sombra. Se ha des-verbalizado, des-logificado el quehacer universitario. En la pantalla en que se ha tornado nuestro mundo, a Narciso le resta la ilusión de adaptarse para obtener parte del goce prometido, ya que además no se presenta ni la sugerencia siquiera de que pueda existir otro modo de estar y de ser universitario.
Frente a toda esta fenomenología, para el italiano la universidad y la escuela cobran su verdadero sentido, o sea, la función educativa, cuando emerge el modelo o “complejo” que él denomina de Telémaco. Básicamente, lo que aquí pretende es una recuperación de la figura del profesor, en cuanto éste es mediador para la relación-erotización del alumno con el conocimiento. Se presupone que la humanidad, que es la porción de realidad en que nos desenvolvemos, ha cristalizado en ese poso que llamamos “cultura” o “conocimiento”, y que abarca desde la ciencia y la filosofía a las artes y la historia. En un sentido amplio, un cierto logos que dota de una relativa coherencia al mundo y que lo re-configura, que le dona su sentido. Es a este ámbito a donde el sujeto que se constituye como tal mediante el proceso que llamamos “educación” debe desplazar, entre la sublimación y la asunción de reglas propias de un principio de realidad bien entendido, su inicial erotismo, es decir, su deseo y su gozo previos al encuentro con la realidad, el otro y la Ley.
La escuela y la universidad son las instituciones que en nuestro mundo permiten y facilitan esta extrapolación desiderativa, esta transfiguración de lo fruitivo hacia el conocimiento, válido por sí mismo, no tanto como medio para la producción empresarial o la realización de tareas demandadas por el mercado laboral. La tesis, de reminiscencias psicoanalíticas del ensayo de Recalcati, es que sólo así puede emerger lo personal, o lo que en otros términos se llama “sujeto”. Es decir, nace una nueva forma de ser y de estar en el mundo del niño que era pura pulsión y tendencia auto proyectiva, que se fabrica en la confrontación amorosa con un mediador (el profesor) el cual, lejos de permitir que el erotismo se desvíe hacia él mismo o que se agote en la concreta relación pedagógica que se está dando, siga su curso hacia el tesoro cultural que alberga la humanidad. Esto es, asevera Recalcati, lo que hacía Sócrates. De modo que el profesor es quien revitaliza dicho tesoro, invocándolo en la clase con la palabra. Porque de modo semejante a Heidegger, el italiano entiende que en el lenguaje vive algo, en un lenguaje no agotado en lo estrictamente referencial y que, por el contrario, incorpore no lugares, vacíos y negatividades. De hecho, para que la relación con el saber no sea la propia del complejo de Narciso de nuestro mundo capitalista-cibernético-consumista, el profesor debe subrayar su no-saber, o sea, debe mostrar que el grato desafío del conocimiento es que nos pinta de sombras y vacíos, de preguntas y de misterio el mundo, aflorando precisamente su naturaleza enigmática, como algo vivo en el incendio de la palabra. La hora de clase sería una suerte de liturgia, de epifanía sagrada en la que se revelaría con una densidad de vértigo, como néctar o miel, lo más valioso forjado por hombres y mujeres.
Claro está que si entendemos así la universidad, caería por tierra todo el entramado evaluativo que en la actualidad copa el edificio académico y pretende ser la garantía de su buen hacer y eficiencia. No hay manera de medir esto. La evaluación que se reduce a cuantificar sin conciencia de la transformación que el propio instrumento de medida opera en la realidad que “mide”, banaliza todo este proceso de erotización de la enseñanza. Así, nuestro autor reivindica una antigua forma de educación y de universidad, cuyo origen estoy en estos momentos investigando a través de textos de pedagogía escolástica y clásicos de la educación, que cuajó hasta cierto punto en parte de lo que fue la universidad medieval (con su importancia del texto y de la palabra), y que hoy se está perdiendo, de una sana logificaciónde la realidad que la realce y eleve. No se trata del imperio de la palabra muerta, que muchas veces es simple ideología, que con justicia se ha criticado tanto que existía en el viejo modelo universitario. Eso era un saber fósil cuyo fin no era la re-activación de la vida y la existencia humana. De acuerdo. Pero tampoco es logos la verborrea procedimental que esquematiza y reduce la existencia a una red de relaciones instrumentales, y que apenas roza lo verdaderamente nuclear.
Estamos, en efecto, ante un contundente cambio paradigmático en el que la universidad que cultivaba una erótica de la enseñanza, ya va dejando de serlo, asemejándose al modelo pedagógico que Recalcati ha denominado de Narciso. Lo que éste pretende realzar es esa figura de la religación que eran los profesores dentro de un modo de entender la educación que yo he definido en algunos escritos hace tiempo y que ahora me sorprende gratamente ver corroborado en esta lectura. Esto es: la educación sería la construcción de lo personal que se realiza mediante la deconstrucción de las certezas que, como inercias, nos venían incorporadas y nos constituían. Es decir, educar-se es dejar que el otro lo disuelva a uno para, en ese mismo proceso y de manera paradójica, emerger como persona, como si el desafío de lo otro, de lo diferente, de lo que no conocemos plenamente, nos hiciera perder un poco el equilibrio para rehacernos en la conciencia del vértigo y el vacío.
Un educador, en este sentido, un buen maestro, hace de rompedor de esquemas pero para producir la actividad creativa por la que el alumno se sitúa en el mundo como persona y se vincula con el resto de los hombres y mujeres. Esto es, ciertamente, lo que hace falta, de manera imperiosa, lo que muda y angustiosamente nuestra sociedad demanda con su sufrimiento, tedio y ansiedad. Se trata de traer a las aulas un fenómeno no tanto acumulativo de vana erudición o habilidades procedimentales (competencias), sino todo lo contrario: un tiempo iconoclasta, como si hubiera de definirse el hombre al modo de una constante y demoledora teología negativa del discernimiento ilustrado, del cuestionamiento de todas las imágenes, por la que la humanidad ve liberada toda su rara belleza, como si para que entrara la luz, en la conocida imagen heideggeriana del “Claro”, hubiera que desbrozar la maleza, la espesura del bosque sombrío de la palabrería, que no logos, en la cima del proceso de la huera plenitud del mundo que se hincha como una inmensa nada.
Resta matizar que, como es obvio, el buen maestro no se caracteriza por un método particular ni por una didáctica, ni por nada mensurable o cuantificable, sino por la elocuente transparencia con que encarna el saber que transmite, al realizar una manera de educación que es a la vez valoración (entendida como poner el acento, enfatizar, afirmar, encarnar, invocar y revivir) de una concreta enseñanza que transmite, de contenidos que componen recomponiendo, o mejor dicho, descomponiendo. Es decir, unos desafíos mucho más allá de su reducción a “hechos” o “datos” son contagiados en el fuego de una madura afirmación vitalista, en el incendio del lenguaje redivivo, en el reducto sagrado de la clase. Son “contenidos” o “enseñanzas” que se tornan lo más real. El maestro, hoy, es el sacerdote de la tragedia más propiamente actual, epocal, que nos caracteriza. Se trata, a mi juicio, de hacer brillar en clase la tensión trágica inherente a la universidad de Bolonia, que es la que se da entre quienes en situación excéntrica, incluso marginal, diría, buscamos de nuevo que en la totalidad de la plena presencia del pragmatismo que puebla el más mínimo rincón de esta gravedad de imposible trascendencia, en la agotada y yerma universidad de las interminables evaluaciones, en esta inerte inmanencia sin horizonte, en lo impersonal de su pedagogía procedimental, en el inercial practicismo de las competencias, en lo esclerotizante de la estandarización y la hipernormatividad, se abran los espacios y tiempos para una trascendencia. Hay una dignidad que recuperar más allá y por encima de todo esto, como enseñaba el buen Séneca. El universitario en pos de una erótica de la enseñanza será quien aspire a ello, saltando en el peligro de la totalidad sin fisuras para buscar la salvación, decía Hölderlin, en el momento del máximo peligro.
Obra de referencia: Recalcati, M. (2016). La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza. Barcelona: Anagrama.
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Educación y filosofía
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La religión del saber: la universidad medieval como invocación y salvaguarda del secreto que albergan las cosas.
Marcos Santos Gómez
La universidad que surge en el Bajo Medievo, dentro de un contexto fundamentalmente eclesiástico (aunque ya muy en los comienzos se dieron unas pocas universidades de fundación y servidumbre regia o municipal) se sostiene en torno a una cierta idea de la verdad como aquello cuya pesquisa dignifica y eleva al que la lleva a cabo, cual si la razón última de las cosas contagiase su incierta pero poderosa presencia desde su oculto trono. Se intuye y fabricauna sublime fuente de lo real. Se la intenta nombrar hasta asirla como causa de todo lo visible o, en ciertos momentos, hasta tener que abandonarla, entre la fatiga y la nostalgia, porque el abismo muestre su carencia de fondo, en la crisis representada por el nominalismo cuando retorna el eco de Tertuliano irónicamente invocado por la desmesura de la razón que portaba el estigma de su propia impugnación.
Se manifiesta una fe en que el mundo existe por un motivo, émulo del principio o arjé buscado por los presocráticos, y se confía en que la consistencia ontológica del mundo se apoye en el esqueleto matemático que parece sostenerlo. Una X para cuya revelación organizada se había de constituir un modo de vida ascético, la orden monástica constituida por los que se tomaban en serio el problema de la verdad. El historiador Bowen sitúa uno de sus orígenes en Abelardo, que supuso un remedo parisino del viejo Sócrates, arrastrando a ingentes grupos de oyentes inflamados por una palabra cuya escucha abstraía de los quehaceres cotidianos y exigía, como en el caso del maestro ateniense, una cierta voluntad de ir a buscar la verdad apartándose de la vida común o, en los términos estrictamente lógicos o intelectuales, de las imágenes (idola) asumidas en el modo de existencia vulgar y que empañaban y apartaban de la correcta visión del núcleo de la realidad, cuyas pulsaciones era preciso escuchar, lentas y constantes, por debajo del ruido de las cosas. Se hacía hincapié, para Sócrates, en la necesaria alienación del filósofo en relación con las materialidades que movían a otros (los sofistas), en una suerte de vocación sacerdotal semejante a la de los seguidores de los cultos mistéricos. Y de un modo semejante, pensar exigía, en la universidad, la separación respecto al mundo.
En el magnetismo y la fama de Abelardo se daría una mezcla de seducción de la palabra con la búsqueda de aquello más real y más intenso que los trabajos propios de la vida corriente, un fuego que más allá del modelo racional del maestro socrático reflejaba aquél otro modelo divinizado de Jesús de Nazaret, por el que se había sufrido martirio o hecho las Cruzadas. Una suerte de sofística obsesionada con esculpir las dos o tres verdades básicas que era preciso esculpir. En las universidades nacientes, esta devoción personal se disciplinará al modo de la regula benedictina, como indica el sociólogo de la educación Carlos Lerena, con un camino pedagógico que moldearía al discípulo y lo sometería a una rutina pautada, a la asunción del necesario modo de vida excepcional. Se trataba de la fundación de una comunidad humana (a eso aludía inicialmente el término “universitas”, al concreto grupo de personas reunidos para discernir y hallar certezas) dedicada a la adquisición y encarnación de “verdad”, empleando el instrumento de una razón que Dios puso en los hombres, y definiéndose este ámbito de la pesquisa como la cima de la actividad humana, una actividad teórica, un camino de renuncia y adoración feudal de aquello que daba sentido y dignidad a la existencia tanto del devoto como, secretamente, de todos los hombres.
La universidad partía, pues, de la fe religiosa (cristiana) y metafísica (griega) en que existe un cierto plus que humilla a la realidad cotidiana al tiempo que la ensalza, una suerte de horizonte o halo donde se sitúa la verdad como clave del mundo y a la que paradójicamente hay que llegar negando el mundo, o quizás rebajando su carácter enigmático y misterioso al rango de problema, lo cual es otra forma de ascesis o mortificación. Se da una reducción y un sacrificio del propio mundo para constreñir su inasible exuberancia con un uso reposado del lenguaje y una contemplación distanciada y recelosa (meditatio). El modo de vida que fabrica y realiza esta apuesta ontológica y epistemológica hundiría también sus raíces en el modo de vida del anacoreta de los primeros siglos del cristianismo, en su forma de constituir el núcleo irradiante de su existencia mediante la veneración de un ser recóndito y refractario a toda captación, porque como gota de aceite sobre la superficie del agua, es un ser que escapa y resbala a la materia. Sólo que ahora, decimos, este vínculo existencial y ontológico con la verdad se ha tornado, al estilo occidental, en metafísico.
La razón griega había descubierto la “verdad” al escapar refractariamente del mito y de las tradiciones sociales, como el liberado prisionero del relato platónico del libro VII de La República. Existe una inaccesibilidad inmediata de la verdad, que se entiende como clave recóndita y a la que se le atribuye una impermeabilización en relación con el mundo, con el que sin embargo se corresponde. La verdad es, así, una explicación de la materia que paradójicamente la emborrona y puebla de tinieblas, que la tensa, que la somete a algo más poderoso y real que ella misma. Es necesario un rigor y un firme espíritu metódico para ascender a este ámbito donde habita la verdad, para acceder a ese templo secreto de lo real que en el desgarro gnóstico se intuirá tan próximo como lejano. Se trata de la nostalgia infinita creada por Agustín, por el que saber y pensar presuponen un deseo inexpresable de ser otro, un ímpetu de elevación en el duelo por lo real, que la universidad tratará de reglamentar entre el estilo pitagórico y el espíritu del Derecho.
El anacoreta en su austera vida, hundiendo sus raíces en el mundo fosilizado, derivaría en una variación medieval católica que intentaría recuperar el mundo y que también tuvo su eco, creo, en la naciente universidad. Acabaría convirtiéndose en el ermitaño, de manera que éste resultaría una pagana mundanización del anacoreta de los primeros siglos del cristianismo, un esfuerzo por recuperar la inmanencia. El ermitaño es, en esencia, quien dedica su tiempo a guardar con celo un secreto asociado con una porción de tierra, un pedazo de mundo fertilizado, como en los antiguos santuarios paganos de las religiones estatales o el culto oficial de la Roma imperial. Entre el secreto y el hombre se interpone el recipiente dignificado por lo que contiene, el sagrario y la imagen, en los que puede aspirar a verse lo invisible. En realidad, se trata de una mitigación del desgarro ontológico que trata de hacer universal la verdad, es decir, estamos ante un impulso típicamente católico entre el platonismo y el decidido aristotelismo, del que Tomás se sirvió en el afán de recuperar la tierra perdida y fundar e iniciar ya la salvación en el mundo.
La Iglesia se desarrolló como hija del desgarro neoplatónico, como guardián de la verdad entendida como secreto íntimo, inefable y en fuga que, sin embargo, nos es accesible ahora a través de un encuentro mundano y de la aplicación de claves lógicas y lingüísticas, dentro del edificio Escolástico. Del modo que en la eucaristía el cuerpo de Cristo está realmente presente en el pan consagrado, en la ermita se guardaba mundo transfigurado que irradia al pueblo en las romerías, donde se bebe y se danza; y en la Iglesia se anticipa una realidad que supera a la propia realidad, negándola y al tiempo ensalzándola. Pero al mismo tiempo que en este giro post-gnóstico hacia un nuevo materialismo esto rendía implícitamente un ineludible tributo a la materia que somos y nos constituye, se tensaba la materia mediante la apertura de un vacío al modo de helado corazón en su seno. Como ocurriría con los libros en los monasterios o los iconos ortodoxos o las imágenes veneradas por los ermitaños y romeros, las cosas contenían más de lo que ellas mismas eran y apuntaban a un ámbito donde situar su razón de ser. Una suerte de insufrible trascender de la inmanencia.
La materia se veía, pues, despojada de sí misma, para valorar su realidad en función de lo que no es ella misma. Ahora, lo relevante tiene que ser lo que se encuentra distante de la propia cosa pero en la misma cosa. Este movimiento y dibujo del nuevo fundamento que sostiene lo que hay desde lo otro que ello mismo no es, que introduce una tensión en la realidad, una suerte de juego dialéctico no resuelto, lo había obrado ya, bien es cierto, la razón griega constatando la variedad de mitologías y dioses que habían fundado inverosímilmente la verdad, que se habían dicho, cada uno de ellos, el secreto de los hombres; un secreto que para Jenófanes resultaba un escándalo por su vergonzoso parecido con quienes lo habían “descubierto” y adoraban. Las religiones de dioses mundanos, religiones del viejo paganismo, habían llegado a manifestarse como contrarias a la firmeza inmutable que se presuponía a la verdad, a la estructura lógica y matemática del mundo.
Hay un núcleo de lo real, clave y alma de lo mismo, un tesoro que hay que recuperar, dirá Heráclito, con un esfuerzo ingente, con un entrenamiento arduo, con la disciplina y perseverancia del atleta o la milicia. Será la verdadera esa divinidad borrosa postulada por Jenófanes que es y no es al mismo tiempo todos los dioses de tracios y etíopes que éstos habían compuesto a partir de sí mismos en la farragosa exuberancia del mito. Se aspira al prestigio y consistencia a la vez material e inmaterial, entre lo postulado y lo real, de los números. Jenófanes se ve forzado a inventar una divinidad abstracta, aturdido y conmocionado por la pluralidad de imágenes mitológicas de las religiones de su tiempo.
Pero, retornando al momento cristiano, resaltemos que la tarea del ermitaño era cuidar el secreto como aquello que pertenecía a un ámbito nuevo postulado por el propio oficio del ermitaño, por su forma de vida y el nicho excéntrico y aislado que ocupaba en su sociedad. Era necesaria una separación física y moral, la pertenencia a una élite caracterizada por venerar y valorar aquello que no puede verse. Y era esta distancia forzada con respecto al funcionamiento normal del cuerpo y la materia lo que tornaba real al propio mundo, para darle un sentido que se entendía como una suerte de significado global. Así pues, el ermitaño convoca aquí y ahora, con su vigilante vigilia, aquello que aunque viene aquí y está con nosotros, debe mantenerse en la distancia.
Pensar será, pues, una aproximación y acercamiento que ha de guardar bien, sin embargo, las distancias para que la cosa siga manteniendo su halo sagrado, su claridad como de otro mundo, y que reproducía un elitismo basado en el auto despojo y el rebajamiento que la teología y el Nuevo Testamento también atribuirán a la divinidad en el proceso de la kenosis. Un gusto aristocrático que en el ermitaño que dedica su vida a un trabajo inútil, a preservar y mantener su porción de mundo aislada y dignificada por su distancia y pertenencia a lo más allá del propio mundo, que convierte el ora et labora del monje en una relación secreta y solipsista con la divinidad, es hijo del desdoblamiento del mundo, de su mediación especular (speculum, espejo) que lo bifurca y convierte en una galería de fantasmas. Será, creo, esta tensión por él representada, esencia del mundo católico, la que funda y componga el ideal universitario, estrechamente vinculado, como en el anacoreta o el ermitaño a la veneración y salvaguarda de un secreto que exige un modo de vida a la vez distanciado e inmerso en el mundo, una dedicación exclusiva y especializada a una tarea que si en tiempos del mito era fabricación colectiva, ahora es esfuerzo especulativo-contemplativo de un nuevo intelectual ya en un sentido muy actual (que sustituye al antiguo “consejero” de los reyes y al parresiástico “veridictor” de las asambleas) que debe abandonar el mundo para comprenderlo desde la distancia que le hace superar la “caída” del mundo y salvarse dentro de una élite de iguales acólitos del libro. El camino de la verdad, que perfila cuerpos, gustos y emociones, se torna una tarea exclusiva y absorbente de una élite que lo ha robado del mito, que acaba vaciado en este proceso, como privado de su esqueleto, que rige y disciplina la forma de vida del intelectual. Su función será pensar en la celda universitaria que le garantiza la distancia acerca de aquello que es pensado, y escarbar lo real en busca del secreto que esto guarda, con denuedo, en cuya pesquisa, al tiempo que justifica y consagra lo que existe, lo horada y disuelve.
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Educación y filosofía
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El mundo despojado (II)
Marcos Santos Gómez
I.
El desdoblamiento por el que la palabra que emana de nosotros se escinde y parece cobrar vida está en el origen de una cierta patología de nuestras sociedades para la que ciertas filosofías han procurado la cura, más allá de la logificación de la realidad a la que cierta razón ilustrada se ha prestado. Adelantemos que esta “cura” ejemplar será la llevada a cabo por Séneca, como apuntaremos en los últimos párrafos de este escrito. Se requerirá un mundo bifurcado para tornar, en la próxima jornada, a un único camino. Entre análisis y síntesis, o, dicho con menos tecnicismo, entre cuchilladas y suturas, se ha dirimido occidente.
Nuestra tesis es que esto ocurre como un movimiento del pensar propio del llamado “milagro griego” que ya naciera con el germen ilustrado en su seno, el germen de su propia corrupción, con el estigma de su autodestrucción, como veremos que le sucede a la Iglesia, que es hija de Atenas. Como el estómago que descompone los nutrientes con el poder de sus ácidos, disolviendo y separando sus partes, extrayendo lo múltiple de lo que era uno, el mundo parece arrancarse y desgajarse de sí mismo bajo el potente influjo de la nueva forma de razón ilustrada. Esta razón opera añadiendo una tensión al mundo en el que anteriormente éramos, insuflando vacío y distancia en la materia. En el mundo previo a esta agonía, el mundo del eros, del amor de Empédocles, en el que todo era uno, las palabras eran, como en los hechizos y sortilegios, motores, fuegos y sustancias reales y vivas en el mundo. Eran su cemento. Se hallaban en él. Lo que aporta la Ilustración específicamente, la Ilustración griega, es un efecto radicalmente distinto, contrario, de las palabras. Ahora, pensar no es tanto introducir un cierto eros en el mundo con el lenguaje y los mitos, vitalizar el mundo, sino dividir y separar, desorganizar, privar de todo sentido a la realidad, como requisito metódico para su comprensión.
Las palabras, en este proceso, pueden aspirar a una consistencia propia, pueden aspirar a obedecer reglas y lógicas hasta cierto punto autónomas que se justifican por su aplicación en el análisis de la realidad. Sin embargo, aunque las palabras aspiren a describir el mundo y apuntar a su significado global, ya no se engarzan en el mundo que explican, sino que se hallan sobre él. El lenguaje parece rebelarse y liberarse de su propia materia, tornándose todo lo más en escueto signo.
En la Ilustración ocurre el proceso de proyección del deseo de saber, de darse respuestas firmes, de hallar claridad. El mono que para sobrevivir buscaba pasajes en el laberinto sensorial del fresco bosque o de los pantanos putrefactos, ahora exporta ese mundo propio y reducido de anhelos y temores, en el que ambos, mono y entorno están hechos a su medida, para extrapolarlo al vasto y terrorífico universo. En este proceso, la vieja palabra del mito que lo era y lo decía todo, ahora quiere saber, pero sin ser ya nada, sin ser apenas un remedo de su origen en el mundo natural o en el corazón del hombre, y careciendo, por tanto, de cierta clave imprescindible. Mundo y lenguaje se convierten en distintos ámbitos, en diferentes totalidades. Aunque es verdad que todo discurso procede y se nutre de un mundo humano, o mundo de la vida, cobra una cierta entidad propia y se autonomiza, de manera que ejecuta un salto cualitativo, que constituye un nuevo mundo. Ahora el hombre habita en este ámbito de la intertextualidad, oceánico. La palabra ha de retorcerse en un curso lleno de meandros o ceñirse fatalmente a una referencialidad de lógica o diccionario que nunca satisface, aunque seduzca y manifieste una singular belleza, la del gélido Tractatus. Cuando se las tiene que ver con el misterio del mundo ha de transmutarse, bifurcarse y replegarse vehementemente, como Proteo, sin dar jamás con la forma definitiva. Ha perdido su conexión con el mundo y por eso la Ilustración es una perpetua condena a buscar el mundo sin acabar de hallarlo nunca, un mundo tan propio y próximo como, paradójicamente, lejano e inabarcable. El desierto de lo real, hecho de espacios infinitos y esferas inverosímiles, presupone que previamente la palabra se desgajara para volver falazmente cierta a apresarlo, a helarlo y a partirlo, ocultando en el método y la fe sistemática su desesperación.
No tratamos de identificar toda la Ilustración con el proceso por el que las palabras se tornan una suerte de corteza del mundo, pues la iluminación de tinieblas, que es el movimiento más propio y básico de esa voluntad surgida milagrosamente en Grecia, mucho antes de lo que se daría en llamar “modernidad”, no corresponde únicamente con la conceptualización del mundo. La Ilustración no es sólo la madurez por la que el hombre se torna reflexivo en cuanto piensa en las palabras de que se sirve, con las que conscientemente sustituye el mundo, según advirtiera el propio Copérnico, que gracias a una esfera autónoma hecha de palabras y artefactos, puede dar la vuelta al mundo natural, y con él, a las ideas y esencias. Pues la madurez de la filosofía es la madurez de saberse un lenguaje ya viejo y gastado cuyo afán de ser mundo ha fracasado en repetidas ocasiones. ¿Qué hacer entonces con el lenguaje, cuando ya no encaja? ¿Ha de tornar éste a lo real y explicarlo? ¿O ha de constituir desde entonces el pantanoso mundo de los hombres que gira sobre sí mismo constituyendo la materia humana escindida del mundo natural? La Ilustración nació pues de una crisis y es, ella misma, la permanente crisis que desde el primer milenio antes de Cristo acompaña a la humanidad. Una crisis en la que el lenguaje y las literaturas (mitos) ocuparán un importante papel. ¿Se adentra la era de la muerte de Dios mucho antes de su elocuente enunciación por Nietzsche? ¿Es este deicidio el operado por la cristalización lingüística de lo real en un verbo estático que Heidegger llamara entificación del ser, proceso que habría de devenir en la búsqueda misional de Dios en el mundo caído por parte del católico, para el que la caída es un hecho histórico? ¿O está en el fondo de la Ilustración el desengañado desgarro y la negatividad sacrificial de Lutero, para el que la caída es una herida metafísica, en la pérdida y el desconcierto protestante como últimas palabras de un occidente horadado por sus propios acertijos? Nuestro nervio principal en estas líneas es que en efecto se produjo una caída metafísica, durante el llamado milagro griego, en la medida que el lenguaje se esclerotizó y no fue capaz ya de fertilizar el mundo y de fertilizarse con el mundo, de responder con pregnancia y “empatía” a la existencia. Es como si las palabras se hubieran hecho mudas al perder su inocencia, al adquirir conciencia de que eran palabras, como si al tornarse lúcidas, al hacerse conceptos, sustancias, hubieran dejado de plegarse mansamente a la realidad y resaltaran sobre todo las fricciones y chispas que el roce con lo real levanta en el duro metal del lenguaje consciente de sí mismo y supuestamente emancipado del caldo mítico originario, del melting pot de una materia informe.
El lenguaje tornado concepto es ahora instrumento que emerge de una tensión entre sí mismo y el mundo al que trata de referirse desesperadamente. Sirve a una problematización de la realidad que crearía a la ciencia, o sea, que parte de la agónica traducción del paralizante enigma del mundo a problema. Y hacer del mundo un problema es, en el fondo, un modo de domesticarlo. Un problema es la domesticación del enigma por el que éste dicta el hilo de Ariadna para su propia solución, siendo en las reglas que él mismo funda donde ha de cifrarse toda respuesta, las que proporcionan las llaves que abrirán las puertas que ocultan el sanctasanctorum. Pero cuando la palabra ha dejado de ser mundo, ya ha dejado de poder acoplarse al mundo. Reducirse para tratar con el mundo es traicionarse y traicionar al mundo, abocarse a proferir malas traducciones del mismo. Esta es la insufrible tensión con que nace occidente. Nada encaja en el mundo que ha hecho un fetiche del encajar las cosas.
Los fantasmas vomitados por el turbio pantano de lo real y las sombras son convocados por el pensamiento afilado que hace de bisturí para sajar los viejos mitos. El relato platónico de la caverna, en el Libro VII de La República nos describe una forma nueva, ilustrada, de concebir el mundo y el logos, la relación del logos con el mundo, en la que éste es la sustancia y el mundo, que fue su ancestro, es ahora lo que carece de consistencia y realidad. Lo real se torna verbo, y de esta Ilustración emergerá, por ejemplo, el Prólogo del Evangelio de Juan, su famoso primer verso. El verbo preexistente que se encarna en lo real. Porque la razón griega inventa que el mundo sea equívoco y sombrío, precisando del hilo de Ariadna de un lenguaje claro, de las definiciones precisas que busca Sócrates, para ser aclarado, en una ilustración entendida justo como iluminación, como si el esplendor del sol exterior a la gruta de los prisioneros hubiera de fulminar con su ostentosa elocuencia cualquier sombra de antaño.
Es preciso fabricar una desolación para que a su vez haya una sazón y una consistencia para las palabras, dotadas del prestigio de los dioses defenestrados, y que ahora lleguen a constituir religiones del Libro o endiablados ejercicios de una razón que de tan razón, de modo kafkiano, llega a la sinrazón, a su propia impugnación y anulación (Kafka ilustra, de hecho, este fracaso de toda teología discursiva y, acaso, del Talmud). La Iglesia es esa vehemencia cabalística hecha institución, en la que su propio orden aspira a su destrucción, como si naciera con la semilla de su pronta, necesaria y esperada muerte, por la que se trabaja y ora. La Iglesia se sirve, por supuesto, a sí misma, pero también sirve a otro fin, a otra cosa, que acaba siendo mayor que ella y que le da sombra hasta el punto de que se ve abocada, misionalmente, a desaparecer, a dar rienda a eso mayor que ella que la tornará caduca en el Tiempo Nuevo. Es lo que inventara Grecia y que el cristianismo, con Pablo emprende. El cristianismo, y la Iglesia, han podido, de hecho, propiciar una Ilustración que llevaron en su seno, en el encuentro de Jerusalén con Atenas que se dio desde los Padres, desde el propio Pablo. La Iglesia y la religión cristiana se constituyen veteadas de negatividad. Acaso sea lo único esencialmente negativo, antisubstancial, que ha producido el hombre en su historia, algo, a todas luces, prodigioso y único, la más formidable y vigorosa de todas las instituciones porque no hace más que recelar de su propia grandeza y se sabe transitoria, porque hace de la auto-impugnación su fe.
La ironía que Dios ha introducido en el mundo, como guiños en lo más recóndito del mismo, son las paradojas que parecen constituirnos, que se multiplican cada vez que pensamos con claridad, empezando por la gran paradoja que impregna y estigmatiza el pensamiento ilustrado desde el milagro griego: el inevitable juego de desdoblamientos que no cesan y que sólo se superan y mitigan en el mosaico de otros desdoblamientos. La navaja de Ockham, fina ironía inglesa del tardomedievo, solución para una crisis colosal del edificio escolástico, navaja que consiste en hacer consciente la irracionalidad de todo método para hacerse limpia y sistemáticamente con el mundo. Un método que es burla del propio método. No se trata ya del mundo, sino de teorías que lo expliquen, y de elegir entre ellas. Y puestos a elegir, la solución más simple. Y aquí, como viene ocurriendo desde el más hondo origen de la humanidad, lo que inicialmente es horrible y trágico, deviene cómico. Este pliegue de la realidad sobre sí misma que llamamos pensamiento, el simulacro y la sombra que denominamos reflexión, son simplificaciones que redecoran el mundo y lo llenan hasta el hastío como los recargados artesonados de la Alhambra que desde la sencilla simplicidad del número y las líneas parecen enredarlo todo en las paredes del desmesurado palacio nazarí en una exuberante sencillez matemática que tiende a un infinito simple, cuyo sentido es ser, extenderse, prolongarse pero siendo el mismo, estando tal cual, para siempre, en un sosiego que prefigura el infinito de la metafísica y del Uno y al que apuntan la geometría y las proporciones entre las cosas.
II.
Eternamente permanece la solución gnóstica, reluctante, en esta exposición desordenada e intemporal del par de esencias que constituye el milagro griego que voy desarrollando con precarias letras. Desertificación y renuncia, por un lado, y un paciente y sereno labrar que operando, salva, que trabajando, ora. Lutero y Tomás de Aquino; Sócrates, henchido todavía de fe, y el desdoblado Platón, frente a Séneca, como el máximo exponente de la lucidez cuya apología pretendo llevar a cabo. Séneca, que arroja su latín cual cargas de profundidad que, llenas de tensión y reverberaciones, estallan, para producir el movimiento de la restauración y que entonces, pensar sea de nuevo un dinámico enredo con la realidad que la are y fecunde. El acto creador como final de todos los enigmas, que respeta el silencio del mundo sin darle la espalda, el acierto católico, sin transmutar el asombro en desesperado afán de ávidas respuestas. Una nueva y definitiva Ilustración, una madurez cabal, que ora y trabaja, que ensalza y alaba insuflando de nuevo mundo y materia en la palabra, mundanizando, podríamos decir, el logos reseco, una fuga ad mundum que ennoblece la vanidad del mundo, que lo recupera y que lo inserta de nuevo en la palabra como su alma.
El estoico, o, concretando mejor, Séneca, se sirve de un logos redivivo desde la ironía de saberlo impotente en su conquistada distancia, pero precisamente por ello apto para danzar y, en palabras del pedagogo Paulo Freire, “re-danzar el mundo”, en la inexplicable alegría de adivinarse náufrago asido a una escuálida tarima en medio del océano. La suave risa fluye, escapa a la fosilización de lo real por el verbo inerme, y este soñoliento hijo díscolo de Sócrates remueve el yeso antes de que cuaje, para que pueda aplicarse de mil maneras, sin acabar de adherirse. Esta lucidez que ha de devolver su penumbra al mundo para poder verlo, esta luz tenebrosa, supone el mayor acto de madurez, el de acabar relativizando aquello que le sirvió para relativizar los mitos, en un repliegue del pensamiento sobre sí mismo, descubriendo la nada donde se apoyó la desafiante arrogancia de pensar.
Séneca, ahíto de contradicciones, moderno antes de la modernidad, partió de saberse digno en su indignidad, persona antes que aristócrata. Su pensamiento ve la realidad de la persona antes que la del aristócrata o el niño. Aplica categorías que pueden sembrarse y germinar en la fértil humanidad, haciendo saltar todo por los aires (algo muy similar acabaría haciendo el cristianismo con el mundo y la historia). Su verbo reunifica lo que se hallaba escindido, cubre el vacío entre las clases, pero no para ocultar los dolores reales existentes, no para ignorar el vacío y la distancia dolorosa que se expande entre ellas, como tanto se le ha acusado, sino para reventarlos desde ese postulado de una materia que siéndolo todo es nada, que todo lo disuelve, que contagia su eterna corrupción a los dogmas y los prejuicios, para sentir e inventar la piedad, la compasión que nace de la soledad del universo, de la que emergen los sueños. Su razón griega ya se da reconciliada con su origen, ya es saber mundano, de nuevo. La suya es una filosofía que en la medida que construye al hombre, que abre su espacio de la libertad interior, ya es pedagogía, y prefigura al Emilio, cuya tesis fundamental es que pensar es proyectar el mundo humano. Esta voluntad de incidir en la realidad y en la historia de modo que el hombre se redefina a sí mismo es, creo, en esencia lo que llamamos educación, la cual constituye una de las mayores invenciones de Séneca.
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Educación y filosofía
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El mundo despojado (I)
Marcos Santos Gómez
Hegel, en la Fenomenología del espíritu, se refiere al modo de relación estoico con el mundo como el de un extrañamiento que lo convierte en un ámbito ajeno, del que se escinde la impotente voluntad humana y por el cual el pensamiento surge precisamente como el movimiento que efectúa esta escisión, como ese modo de situar frente a sí al mundo. Pero trágicamente, lo escindido permanece en quien obra dicha separación, pues el mundo es la materia que lo nutre y constituye. Este desgarro que se vive en lo más íntimo implica la creación de un cierto vacío, la emergencia de una desconexión entre el sujeto que mira y el objeto que es mirado.
El pensamiento medieval, como el Estoicismo, en su momento de mayor crisis se supo capaz de capturar conceptualmente una realidad que, sin embargo, se le escapaba, que permanecía bellamente inasible, una suerte de apagado grito en medio de la cordura de la ciencia incipiente. En este sentido, el nominalismo obra esta fuga propia de la conciencia que esgrime el bisturí de un pensamiento lúcido y tenaz pero que fabrica una desolación semejante. Un extrañamiento que continúa en lo que se daría en llamar Modernidad, cartesiano, que expulsa de sí aquello que es pensado, y que cristaliza y entifica lo que toca, haciendo inaudible la música del cosmos, como ánima oculta en medio de esta muerte expositiva. Así, desde esta ontología propia del occidente cristiano y greco-latino, el mundo es percibido y entendido, al mismo tiempo que se lo intenta abarcar de un modo organizado, como la effroyable esfera de Pascal, en la melancólica magnificencia de una soledad abismal que asombra.
Lo que trato de defender es que esta impotencia en relación con la aprehensión del mundo, que se torna accesible en la medida en que ha de sacrificarse gran parte del mismo, es el germen de una transgresora actividad mundana, la explicación, creo, de que la tan denostada pasividad estoica ante la inconcebible esfera del erial del mundo que se piensa, la aparente resignación que se ciñe a contemplar y aceptar lo dado, no lo sea tal, sino que, al contrario, de ella emergiese una frenética acción y una voluntad de configurar la materia, con la vocación de quien se sabe pequeño como un tábano y feo como Tersites. El mundo está, para el estoico romano, irradiando su silencio, porque permanece pendiente de un hilo en el vacío, ensimismado, en una suerte de soliloquio indescifrable, vertiginosamente lejos, apenas una mota de polvo.
Al tiempo que se comprende desde los cristales de las categorías latinas, se paga el precio de la última ininteligibilidad de lo real, de que en la cadena de explicaciones no haya un final, de que el mundo no pueda contenerse a sí mismo y deba tensarse en pos de una trascedencia que lo niegue. Es lo que iniciara la metafísica, este poder meditar el mundo porque se interpone entre él y el pensador un abismo, horadando las viejas seguridades y firmezas. Ahora se hace evidentísimo lo que ocultaba la razón de Jenófanes en su seno, que fue la luz intensa de una Ilustración que ha poblado de sombras la realidad que trató de iluminar. Justo por esta desasosegante metafísica el estoico, desde ella, por ella y gracias a ella, busca frenéticamente el sosiego. Y el sosiego ya no puede ser el de la plena captación, sino el del puro acto de pensar como infatigable suma de fracasados intentos de captar, una suerte de arrullo al que el hombre debe acostumbrarse pues es lo que mejor realiza su vuelo sobre los espacios infinitos. Esto es lo único que cabe hacer, lo único posible, como el niño que repite una y otra vez la resolución de su puzzle, de un rompecabezas cuyas piezas son gélidos minerales.
Así pues, el estoico tardío, tras el delirio contemplativo griego, en la Roma de los mausoleos y acueductos, se ve abocado a restituir constantemente su forma al mundo, lo que quiere decir a racionalizarlo, a recomponerlo. La incertidumbre le fuerza a una actividad incesante en la frustrante búsqueda de equilibrios efímeros. Cura de almas es la filosofía para el estoico romano, para Séneca, en el sentido de que ésta es, ya no puede sino ser, una re-creación de sí mismo. Es la tensión revolucionaria por excelencia, el obstinado salto de Alvarado sobre la propia inmanencia. Acabar quemado en el incendio de las viejas naves, que el individuo trata de contemplar inmutable, mientras parece morir con las naves en el vacío de un mundo cosificado que desespera. Entonces no resta sino un cierto y decidido avanzar a ciegas, un hacer camino al andar.
Así pues, contra el prejuicio que ve en el estoicismo sólo el momento de estupor y parálisis, pensar es ya una demiúrgica apuesta que en la pronunciación del logos vuelve y revuelve las “cosas”. No queda el mundo idéntico ante el verbo preñado de suave alegría del latín aforístico de Séneca o tras la recia palabra de los Santos Padres, que tiende al Derecho al tiempo que lo rebasa, pues pensar es operar con una vigorosa resignación, convertirse en el ingeniero de una nostalgia infinita y perdida, en el artífice contumaz que enreda en las cosas, que las funde o divide, que las organiza, infundiendo esta misma actividad a lo real, pintando lo real con esta alocada praxis que busca, diría Jaspers, la serenidad en medio del insufrible naufragio. Una tranquillitas animi que consiste en acoplarse al caudal, como el judoka o el junco a la fuerza del viento. Asumir la tensión de pensar para, como el giróvago sufí, dar vueltas borracho de centros y de circunferencias. Poner así en marcha esa conjetura que llamamos “hombre” con su espacio interior y ese sueño que ha de tomarse en serio, entre la fina ironía y la chanza cínica de la Secta del Perro.
La inteligencia estoica consistiría en subrayar lo cómico de la tragedia civilizatoria y, como por arte de magia, todo puede dar la vuelta, todo puede ponerse patas arriba, superando una sucesión de crisis. Ver en tales crisis el momento justo, lo oportuno, el sublime reino de las transformaciones que se acoge con gozo. Un logos, el de Séneca, que evocando a Parménides y procediendo del mismo, ya sólo puede aspirar a ser el logos de Heráclito, a la sombra de Cratilo, mudo de estupor. Revertir tanto desamparo en manso gozo, porque se espera que cuando todo sea nuevamente un mismo curso, la existencia pueda sobrellevarse tan bien como de hecho ya se anticipa en el vientre preñado de utopía de la imaginación estoica, ese espacio de la libertad interior que inventa Séneca y que el cristianismo terminaría de perfilar, hasta llegar al mismo Rousseau. Racionalizar es insuflar la esperanza de que las cosas vuelvan a encajar. El estoico es un mendigo de limpias revoluciones, que cuida y espera, que realiza en el mero acto de resistir, el obrero de un pensamiento que trata de ser pensamiento vivido, es decir, vida filosófica, cabal, consciente, lúcida. Es el pathos de una razón configuradora que ha veteado todo Occidente, cuya función consiste no tanto en entender, sino en labrar el mundo y que transforma enmendando. Una contemplación que opera, que es ya, en su distanciamiento, una firme voluntad de praxis, pues lleva en su seno el deseo de recomponer lo desgarrado.
Y la bullente combinación de los átomos será, entonces, obra del hombre erigido en demiurgo de su propio entorno, peligroso consejero del tirano. Es lo que resta al filósofo en su contenida desesperación. Hacer de intelectual, cumplir esa función que abarca lo epistemológico y lo político, presuponiendo una ontología sombría de la verdad precaria que hay que realizar e invocar en el teatro del mundo. La razón es agua que hierve alimentada por el fuego del mito encorsetado. El agua para una sed insaciable. Así, la serenidad del estoico presupone una inercia de plenitud que se ordena y reconfigura haciéndola más consciente y efectiva, que decide el mundo que quiere y desde el cual mide y templa su conducta. El fantasma de un orden es el medium para convocarlo. La palabra de Séneca es ethosque se encarna, que en su sentencioso latín de plata dinamita socráticamente para esculpir el sujeto. Séneca es, pues, uno de los inventores de la educación, si entendemos por ésta una creación de la realidad personal en la tensión entre el haber sido y el estar siendo, saltando el abismo que los hombres constituyen cuando piensan, cuando se contemplan desde infinidad de precarias perspectivas, el hondo punto ciego, el espacio virginal de la libre interioridad en el que Rousseau irá fabricando un nueva realidad, como un germen, siglos y modernidades más adelante. El hombre vuelto hacia sí mismo que así retorna al mundo. El hombre que descubre la verdad forjándola en sí mismo. La educación.
Es decir, el filósofo, el estoico, quien piensa desde la separación, aspira a reunificarse, a fundirse y a rehacerse en medio del pasmo de ser. Pensar será un modo, desde entonces, de inventar mundo, desde la distancia y la desolación, desde la postulación de abismos. Es lo que su razón ostenta como inercia, lo que con la fuerza de lógica tira de él, a disolver para rehacer, al dinamismo de una primaria inercia por la que afirmar la verdad equivale a afirmar que el mundo es un error que se subsana con la mera afirmación del mismo a pesar de todo y a contracorriente. La reconciliación estoica es saber que no hay reconciliación posible y, sin embargo, el mero hecho de saber esto convierte al mundo en una suerte de orden para Séneca y, con él, para toda la modernidad. El hombre actúa como un dios cuando toma la tarea de enmendar los errores de los dioses. Ese es el punto exacto en el que comienza la aventura de la filosofía. Es la perpetua búsqueda de este simulacro que se alza como un deber lo que moviliza el ethos, desde la ontología del abismo que ha producido a la esfera pascaliana, lo que sosiega, lo que dota a Séneca de esa incisiva ironía que poniendo en evidencia lo que falta, busca completar. El escándalo de saberse casual que escandaliza al mundo y que lo estremece, de adivinarse en aquello que uno ha arrojado de sí, una calma que viene tras la tormenta pero que la ha presupuesto e incluso fabricado, que para sosegarse ha debido inventar un mundo de átomos y de vacío para que en él se insufle la acción de un pensamiento cuya lucidez es saberse sin fondo, es adivinar en sí el mismo vértigo abisal que halla en derredor y que, como el mundo de la metafísica, no puede contenerse a sí mismo sin recurrir al espanto de una cadena de simulacros. Un pensamiento que se sabe configurador y que es acción y proyección sobre el mundo, y que por eso labra mansamente el mundo que quiere, tras fracasar en el empeño de hacerse con el mismo y dotarlo de una explicación última.
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Educación y filosofía
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El fin de la educación, de Neil Postman
Marcos Santos Gómez
Libro de referencia: Postman, N. (1999). El fin de la educación. Una nueva definición del valor de la escuela. Barcelona: EUMO-Octaedro (primera edición original 1995)
Esta es una obra de Neil Postman, coautor de un libro varios años anterior: La enseñanza como actividad crítica, que incluí en la bibliografía utilizada en mis primeras clases. Este libro que nos ocupa ahora, segundo del autor que aborda directamente la educación, tiene una estructura y un lenguaje sencillos para expresar algunas pocas ideas fundamentadas en la concepción “narrativa” que Postman asume. Es decir, según él en la cultura humana se siguen distintas “narraciones” o relatos que fundan la acción (pedagógica), de un modo similar al defendido por muchas filosofías posmodernas a las que, sin embargo, intenta superar. Para él, como para el último Illich, importa mucho el discurso que nos explica y orienta, y en esto centra su atención. Se parte del valor creativo, práctico y justificativo de los distintos relatos que se dan los hombres a los que incluso llega a calificar, sin menosprecio, de “mitos”. Neil analiza algunos relatos vigentes a finales de los noventa, en la ideología escolar, que explican su decadencia, y trata de salvar una idea crítica y eficaz de la misma. El relato que no funciona como fundamento de la escuela es el mito de una multiculturalidad que se dice constituida por muy diferentes particulares inconciliables desde la que un movimiento posmoderno y relativista intenta recrear una escuela basada en la incorporación de las minorías y sus perspectivas teóricas y prácticas (al final, narrativas, relatos). Desde tal abundancia y prolijidad de perspectivas no hay una que pueda cimentar el viejo sueño de la escuela universal, como institución que pueda ir conformando unos aspectos comunes a las distintas perspectivas, en la misión de crear una ciudadanía democrática. El ejemplo de los Estados Unidos es tomado y retomado por Postman, que procura situarse entre los extremos relativista-escéptico-particularista y el de un currículo desde teorías idealistas que se imponen monocromáticamente a la realidad. Son, según él, la izquierda y la derecha desde la que podría recibir críticas que cuestionen su programa.
Porque Postman atribuye a la escuela la necesidad de fundar y “fabricar” una ciudadanía crítica en medio de la vorágine multicultural, para lo que echa mano de lo que denomina cinco grandes relatos que de un modo ejemplar y contextual determinan la posibilidad de un pensamiento y escuela universales, pero no únicos o monolíticos. No se trata de asumir las ideas de una Ilustración ingenua, sino de subirse al carro de la filosofía actual de lo narrativo constituyente, para ofrecer grandes marcos narrativos o metáforas desde las que pensar y proyectar la escuela.
La primera metáfora que trata de superar el relativismo es la de la “nave tierra”. La idea de que a todos nos une el estar en un mismo barco que, como en algunas películas y series de ciencia ficción (Star Treck) navega solitario en medio de una nada hostil. De este modo, la humanidad puede compartir el proyecto común, por constituir un requisito sine qua non para su supervivencia, de salvar la misma nave que nos acoge, en donde vamos todos. De aquí, Postman propugna una educación escolar que mentalice para el cuidado de la Tierra, con el importante matiz de que lo universal ha de ser abordado desde lo particular, de manera que cuidar la nave Tierra es cuidar el entorno más cercano al niño que aprende. Hay que transmitir, también, una idea real de cómo ocurre el avance en el conocimiento, lo que implica historizar la ciencia y la cultura, mostrarlas en su devenir histórico y no como productos inmutables. Esto se logra con la incorporación de la historia a todos los campos del conocimiento humano, que es el modo de mostrar la lucha, tesón y tanteos que lo han originado. Hay que entender la imposibilidad de una visión esencialista del hombre y de la civilización que ignore su temporalidad.
El niño debe acostumbrarse a, cuando tenga la edad apropiada, analizar y cuestionar sus más allegadas creencias. Se trata de oponer una arqueología y un estudio de la antropología al viejo sistema rígido de dogmas y verdades que siendo particulares pasen por absolutas. En esta historización puede temerse un fantasma desazonador, el del carácter débil y conjetural de todo el conocimiento. Pero Neil también trata de responder a esto y solucionarlo. Contra lo que parece, y a pesar del dolor o tristeza que el conocimiento pueda generar (Eclesiastés), con esto se racionaliza el lugar donde se está, el mundo, pensando mediante la búsqueda y elección de elementos válidos y universalizables a través de las muchas particularidades, o culturas, que el niño puede estudiar, valorar y comparar, en la búsqueda de nexos para fundar una ciudadanía democrática, sin que todo degenere en un caos de tribus y familias humanas. Será el estudio de disciplinas aparentemente alejadas de lo subjetivo, como la astronomía, como el niño aprendería a ver el esfuerzo y la mentalidad abierta y creativa que ha ido produciendo su historia. De nuevo, se debe estudiar las materias como producciones dinámicas que ha habido que ir creando. En este sentido, Postman afirma: “Podemos considerar con justicia la astronomía como una ciencia pero, cuando de lo que se trata es de estudiarla como un esfuerzo para comprender dónde y por qué está nuestra nave espacial donde está, podemos también considerarla como una materia perteneciente a las humanidades” (p. 129). Un valor humanístico que surge cuando en cada materia investigamos su historia y la vinculamos con la supervivencia del hombre.
Otra gran narrativa para fundar una escuela universal es la del “ángel caído”, que muestra y expresa la precariedad del juicio humano. Somos, según esta imagen, seres muy limitados que apenas podemos comprender plenamente el mundo, como caídos de una anterior divinidad omnisciente a una situación de tiniebla cognoscitiva. Tenemos que encajar esta característica del hombre. Contra esta realidad humana operan, por ejemplo, los libros de texto, que transmiten otro relato, el del conocimiento como aglomeración de dogmas y seguridades, lo cual es falso. Desde la asunción del ángel caído se impugna toda pretensión absoluta en el saber humano. “Los libros de texto son, en mi opinión, enemigos de la educación, y sirven para promocionar el dogmatismo y el aprendizaje trivial. Tal vez le ahorren al maestro alguna molestia, pero el daño que infligen a la mente de sus alumnos constituye un infortunio y una maldición” (p. 133). Como antídoto, Postman propone, con ingenio, una interesante opción: estudiar e identificar los errores, antes que las verdades, en los textos, manifiestos y lecciones impartidas por el profesor. Es otra forma de, en el sentido de lo expuesto con anterioridad, historizar la ciencia de manera que suceda en el aula de modo similar a como ha sucedido y progresado en la historia real. Se trata de formar “detectores de errores”, de investigadores de la sospecha, tal como me parece recordar que ya avanzaba en su anterior libro. Hay que emprender un nada fácil estudio del error, antes que de la verdad. Subyace, obviamente, una dimensión falsacionista de la ciencia a este planteamiento (Popper). El error es fácilmente detectable, tiene un carácter concreto y material, y por tanto, directamente visible, pues ocurre en la acción humana. Un error que sucede abundantemente, pero que es posible reducir (tenemos potestad para hacerlo, para tratar con el error) y se puede sobre todo, en la clase, identificar en los discursos en el aula. “Los griegos, así como –sin lugar a dudas- los escolásticos medievales, comprendían bien algo que parecemos haber olvidado, a saber, que todas las materias son modalidades de discurso y que, por consiguiente, la práctica totalidad de la educación es una forma de aprendizaje lingüístico. El conocimiento de determinada materia consiste, principalmente, en el conocimiento de su lenguaje particular” (p. 140). Es decir, la ciencia es básicamente un discurso, una logificación de la realidad que inventa y adhiere conceptos al mundo y sus pedazos. Un lenguaje que comienza con la interrogación y que resulta falible en sus respuestas, o revestimientos lingüísticos para el mundo. Está claro que Postman huye de un realismo fuerte para asumir una perspectiva similar al falsacionismo de Popper, acaso de un realismo muy matizado y moderado, y para apoyar una visión del mundo como algo en gran medida construido verbalmente por el hombre, lo que también lo aproxima a posturas hermenéuticas. Pero se puede aspirar a abordar el mundo con relatos que sí ostentan una cierta universalidad. De aquí extrae, precisamente, su valor el conjunto de relatos propuesto por Postman en el libro. Valen para sustentar una praxis universal, una ética mundial y una imagen compartida del mundo y de la humanidad.
Así que se trata antes de identificar errores que verdades. Contener el error como recurso didáctico es en gran medida des-solemnizar la enseñanza, suprimir su carácter amenazante para muchos niños. Pero se puede objetar si el efecto en los niños es verdaderamente deseable, pues permisivos con el error, acostumbrados a su presencia ubicua, acaso degeneren en un cinismo escéptico. A esto trata de replicar Postman: “¿Se volverán cínicos nuestros alumnos? No lo creo, o no por lo menos si su educación les narra la siguiente historia: dado que somos almas imperfectas, nuestro conocimiento es imperfecto. La historia del aprendizaje narra la aventura de la superación de nuestros errores. No hay nada malo en equivocarse. Lo malo está en nuestra reticencia a reexaminar nuestras creencias, así como en creer que nuestras autoridades en cada materia no pueden equivocarse” (p. 145). Se trata de mantener un saludable espíritu crítico y de sospecha, una cierta prevención ante lo que el hombre “descubre” y formula. Un escepticismo que, en cierto grado, Postman califica de sano y creativo (p. 145). Es como si educarse en la humanidad, ser educado por ella, implicara participar en una suerte de “gran conversación”. Postman emplea esta misma metáfora: Lo que es y lo que atesora la humanidad es una ingente, antigua y valiente conversación.
Para concretar, Postman estudia el caso específico de los Estados Unidos, como tercera metáfora u horizonte, además de, como cuarta metáfora, la gran narrativa de la “ley de la diversidad” relacionada con el caso americano, que es, seguramente, la sociedad más multicultural que existe. En este contexto de diversidad, la misión fundamental de la escuela es, señala Postman, “(…) descubrir y promover narrativas extensas e incluyentes, en las que todo el alumnado pueda creer” (p. 164). Esta diversidad es constituyente del individuo, que a través de la interacción con la misma se hace, en sociedades complejas. “La diversidad constituye la historia que nos relata cómo nuestras interacciones con muchas clases de personas nos convierten en lo que somos” (pp. 164-165). Dentro de esta metáfora que es la “ley de la diversidad”, es decir, que lo diverso no se opone al hallazgo de conocimientos comunes, y por el contrario, llena de creatividad nuestras vidas, Postman fija su atención en cuatro manifestaciones: 1) el idioma (por ejemplo es inglés en Estados Unidos), como surgido en la más apabullante diversidad, y el aprendizaje de una segunda lengua. 2) la religión, que aun manteniendo para el creyente su dosis de verdad, significa una de las más importantes narrativas que dotan de sentido. Un carácter “blando” o narrativo que no contradice los anhelos de los creyentes. Dice: “Nada más lejos de mi pensamiento que plantear el estudio comparado de las religiones como un ‘desmantelamiento de narrativas’ o, lo que sería aún peor, desde un cinismo superficial. La idea general consiste en poner de manifiesto que diferentes personas tienen diferentes historias; que, a lo largo de los años, han tomado prestados elementos unas de otras; que lo adecuado es tratar las narrativas de los demás con respeto y que, en última instancia, todas ellas tienen propósitos similares” (p. 174). Además, se incidiría en el carácter, también aquí, dinámico e histórico de las creencias. Un punto de vista tolerante, comprensivo y valiente con respecto a las propias creencias en el conjunto de todas las creencias religiosas. La religión, lejos de ser una atadura dogmática, puede ser un valioso recurso pedagógico que precisamente apunte a la ley de la diversidad. 3) Las costumbres ajenas, ser “incomodado” por ellas. 4) Las artes, los museos.
La conclusión que extrae de todo esto Postman es que “El papel de la escuela consiste en incrementar las capacidades del alumno, lo cual significa ayudarle a ascender en la escala de modalidades del pensamiento y la sensibilidad” (p. 189). La escuela es, para él, una institución muy valiosa para “(…) ayudar al alumnado a trascender su identidad personal, y encontrar la inspiración necesaria para hacerlo en la historia de la humanidad” (p. 191).
Otro gran paradigma o narrativa es “tejedores de palabras, hacedores del mundo”, que incide en la ya mencionada naturaleza lingüística no solo de la ciencia, sino del propio mundo, es decir, que las palabras crean mundo. Hay que atender a las metáforas con las que cada cultura explica la realidad. Todo adquiere un carácter simbólico y pensar es verbalizar, convertir el mundo en palabras o, tal vez, las palabras en mundo. Esta última “verdad” de la escuela sitúa de nuevo a Postman en una versión escéptica y teñida de posmodernismo de la búsqueda de lo universal o lo común. Este relato se aprende y surge de la interacción y escucha del otro en la escuela, que es la única institución capaz de favorecerlo. De ahí la importancia fundamental y universal de la escuela, cuya primera tarea es dotar de esa capacidad para des-solemnizar el mundo, propia de la ironía, por ejemplo, que Postman administra en su libro. Hay un empeño único y serio para la escuela, que no obstante se aborda desde el reblandecimiento irónico del mundo, desde una logificación relativa y temporal pero capaz de dotarnos de sentido e incluso de presidir y promover el conocimiento científico y, por supuesto, las artes. Algo circunstancial como es una institución (la escuela), que además es formal, regular y administrado, es el alambique donde todos podemos aspirar a un nexo común, a su fabricación.
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Educación y filosofía
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Desescolarizar la vida (Ivan Illich), de Jon Igelmo
Libro de referencia: Igelmo, Jon. (2016). Desescolarizar la vida. Ivan Illich y la crítica de las instituciones educativas. Madrid: Enclave.
El pensamiento de Ivan Illich es rico y complejo. Del libro de Igelmo se desprende la necesidad de leer al Illich de los setenta desde el Illich de los ochenta y años posteriores, que matizó y rectificó algunos aspectos de lo que escribiera en La sociedad desescolarizada. A él no le gustaba demasiado hablar de su libro, en el que ya veía elementos para corregir poco después de su publicación en 1971. Este libro, cuyos argumentos críticos y propuestas prácticas expone con elegancia y precisión Jon Igelmo, uno de los principales conocedores del pensamiento de Illich en España, tuvo un proceso de elaboración y una historia que entronca con la actividad de Illich en el CIDOC. No se trató de un escrito unitario, sino de un conjunto de artículos previos y textos que habían sido propuestos y debatidos en dicho organismo. De hecho, una de las principales consecuencias que extraemos del libro de Igelmo es la necesidad ineludible de analizar el funcionamiento e historia del CIDOC para entender las ideas de Illich sobre desescolarización y la noción expresada por el neologismo "convivencialidad", que se desarrolla en el libro La convivencialidad, publicado poco después, en 1973.
Porque en Illich el fundamento y el sentido de pensar lo da la praxis, la actividad humana amistosa que Illich erige como referente teórico y práctico: “a diferencia de otros muchos intelectuales críticos en este tiempo, en el caso de Illich la praxis fue un elemento crucial para el desarrollo del conjunto de ideas y tesis que componen su obra” (p. 19). Es la convivencialidad vivida y encarnada en el CIDOC donde probó lo que proponía en sus primeros libros. Esto resulta evidente cuando leemos el exhaustivo repaso del funcionamiento del CIDOC que emprende Igelmo; la narración de un lugar en Cuernavaca (México) y tiempo realmente excepcionales (pp. 67-88).
El CIDOC operó desde 1963, año en que lo fundara nuestro autor, hasta 1976. Tenía su centro en la biblioteca y el edificio principal que ofrecía alojamiento, manutención y sesiones de trabajo, con la peculiaridad de albergar tertulias de gran nivel intelectual, partiendo de redes de personas interesadas en aprender o estudiar algo, o investigar, que se ponen en contacto y se ven para hablar, leer, escribir e intercambiar lo que se iba obteniendo. Los estudiosos trababan una relación no académica pero fructífera entre personas reales en comunión directa y personal. Se desecharon libros de texto y la expedición de títulos o certificados quedó absolutamente vedada. Se acudía, por tanto, en visitas más o menos largas, para desarrollar algún tipo de aprendizaje o investigación, en sesiones siempre presenciales. Fueron huéspedes del CIDOC Erich Fromm, Reimer, Holt, Paulo Freire y muchos otros conocidos pensadores. También puede decirse que fue referencia el CIDOC e incluso lugar de gestación para la Pedagogía Crítica norteamericana.
En concreto, en relación con Paulo Freire, Illich se fijó en la idea de una “educación concientizadora”, en la dinámica creadora de mundo de la alfabetización freiriana y en su concepto crítico de “educación bancaria” (pp. 139 – 146); así como también conversó y aprendió mucho de Goodman y otros.
La crítica a la escuela fue la novedad específica aportada por el CIDOC, convertido en referente fundamental del pensamiento crítico de los años 60 y 70, para desaparecer por completo en 1976 ante el peligro, señala Igelmo, de institucionalizarse, de aproximarse a las relaciones educativas burocratizadas que cuestionaba. Desde entonces la famosísima figura de Illich parece esconderse, y deja de hablarse de él, que llevará una vida discreta y privada, sin ya nunca renunciar a un cierto exilio voluntario.
La riquísima actividad del CIDOC hoy se emula en varios puntos del planeta, como por ejemplo en la educación implementada en la región zapatista de México, en Chiapas. Pero sobre todo, Illich sigue vivo en el creciente movimiento mundial del homeschooling, o incluso el más radical unschooling, significando ambos un veto a la educación institucionalizada, formado por familias y padres que quieren hacerse cargo en exclusiva de la educación de sus hijos, practicando una suerte de objeción de conciencia a la escuela. Estas experiencias corroboran el tipo de aprendizaje propagado por Illich que no renuncia a la relación estrecha y directa entre personas como vehículo del saber. Nadie aprende mejor, dice él, que cuando está muy interesado y se halla hablando y escuchando directamente a otra persona que sabe del tema y que se ha ofrecido para compartirlo, en la relación personal y no académica, sin mediación institucional ninguna. Así, respecto a Illich, Igelmo señala que “Al estudiar el conjunto de su obra, su pensamiento puede ser sintetizado como un intento constante por desenmascarar toda apuesta por gestionar, manipular y dirigir el libre encuentro que cada ser humano puede establecer con otra persona que sea de su agrado” (p. 15).
Illich describe varios modos de relación educativa humana alternativos que en un primer momento me llevaron a pensar en internet, pero que sin embargo se alejan del trato mecánico y despersonalizado propio de las relaciones y actividades informáticas. Es precisamente el ordenador lo que marca una nueva época en la historia del aprendizaje, indica en su estudio de la Gramática de Nebrija y el papel de la imprenta, una cultura del texto impreso, de la alfabetización generalizada como forma de socialización, a la que antecedió el mundo de la oralidad y de los carísimos y escasos manuscritos.
Es este tipo de conclusiones y análisis históricos lo que el Illich de los ochenta llevará a cabo, en el silencio, de un modo semejante al método arqueológico de Foucault. Parte de un uso de la historia de la educación desde un escrupuloso espíritu de historiador sin el interés por la defensa de la escuela que se da entre los historiadores de la educación al uso, pensaba Illich. Desarrolla complejas genealogías de la modernidad para desactivar las fuerzas que operan en la perpetuación de la escuela, como mentalidad, institución y burocratización de la vida. Continúa matizando lo que manifestara La sociedad desescolarizada, cuya tesis principal era que “Se estaba confundiendo la educación con la escuela, como antes la religión con la Iglesia. La aceptación del mito escolar por los distintos estratos sociales justificaba ante todos los privilegios de unos pocos. No había mucha diferencia entre los que justificaban su poder con base a la herencia y los que lo hacían con base a un título académico” (p. 101).
Hay un asunto que a mí me interesa sobremanera al que Igelmo alude, y es la lectura o interpretación que se puede hacer del pensamiento y la actividad de Illich desde la perspectiva de la teología negativa o apofática (p. 153). “Según algunos de sus más estrechos colaboradores, Illich fue ante todo un teólogo apofático. Baste mencionar que hasta los últimos años de su vida no estuvo dispuesto a hablar de Dios en sus publicaciones, ni a mencionar su nombre. A pesar de que sus trabajos y su propia trayectoria fueran catalogados dentro de distintas disciplinas académicas, para quienes han interpretado desde esta perspectiva el pensamiento de illich, tan solo la teología apofática como materia de estudio es capaz de abarcar y recorrer transversalmente el pensamiento de Illich desde sus primeros textos escritos en el CIDOC, hasta sus investigaciones históricas como pensador itinerante. De hecho, durante todo este tiempo profesó una profunda fe cristiana, sin romper jamás su vínculo con el ministerio de la Iglesia” (pp. 176-177). Indica Igelmo que el prólogo al segundo tomo de sus Obras completas publicadas por el FCE, es una interpretación de Illich, en este sentido, desde la teología apofática (p. 194). Sin embargo, Igelmo indica que esta interpretación puede borrar asuntos de gran interés concreto repartidos por su obra (p. 179).
Me ha parecido que Illich encarna una verdad en torno a la educación, que es la de la denuncia de la pedagogización propia de la modernidad, y de todo el entramado que construye un mundo que sin embargo acaba asfixiando al hombre, en lo que es una típica crítica a la modernidad. Se nos obliga a empaquetar el conocimiento en porciones mensurables (evaluables) para poseer como si fueran cosas, que crean la necesidad de sí mismas, de modo que se convierten las relaciones vivas humanas en secuencias de comportamiento burocrático y clasificable. “El ser humano moderno, que habitaba en un mundo hiperplanificado, había desarrollado la frustrante capacidad de pedir cualquier cosa porque no podía visualizar nada que una institución no pudiera hacer por él (…). El ideal contemporáneo moderno era un mundo panhigiénico donde todos los contactos entre las personas, y entre las personas y su mundo, eran el resultado de la previsión y la manipulación. La escuela, en este sentido, se había convertido en el proceso planificado que preparaba al individuo para un mundo planificado” (p. 104).
Illich aspira a un hombre nuevo que retorne a una revitalización de la vida, que pueda ser y actuar sin corsés ni predeterminaciones, tan sólo llevado de un interés creativo, el de una verdadera y sana productividad que se aleja del tipo instrumental y estatista de la productividad. Tenemos en él, en la línea de los post anteriores a este, un crítico de ese fenómeno moderno que hemos denominado pedagogización, y que “Hace referencia, de hecho, a la tendencia a resolver problemas sociales, económicos, políticos o incluso psicológicos aplicando no solo ecuaciones educativas, sino también métodos pedagógicos” (p. 12). Lo que él propugna es algo similar a lo que la secularización del cristianismo supuso, así como la desmitologización de la Iglesia (p. 116).
Decía que me interesa la huella en Illich de una teología negativa, según lo cual toda su vida y hechos siguen el principio de afirmar lo que se silencia, lo que en todo caso se puede aludir por la vía negativa de señalar los errores y distanciamientos que lo ocultan y corrompen. Illich, que era sacerdote, dejó de hablar o escribir de Dios a finales de los sesenta, pero se puede interpretar que alude a Él constantemente, a su creación y a la dignidad personal de los hombres. Es desde esta clave que el pensador austriaco efectuaría su labor. Un punto de vista algo pobre para entender a Illich cabalmente, indica Igelmo, pero lleno de interés, afirma él y yo suscribo. Como ocurre con el pensamiento en general labrado en occidente, hay en sus ideas una raíz teológica que lo nutre y aviva. Muchos planteamientos e incluso praxis cristianos, más allá de la Iglesia, tienen, seguramente, un hondo paralelismo con Illich. Para esclarecer esto quizás debamos, además de los ochenta, leer al Illich más reciente de finales de los noventa. En eso estamos.
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Educación y filosofía
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Creer en la educación, de Victoria Camps
Marcos Santos Gómez
Libro de referencia:
Camps, V. (2015). Creer en la educación. La asignatura pendiente. Barcelona: Península. Primera edición 2008.
Creer en la educaciónes un opúsculo de la conocida filósofa Victoria Camps, dedicado a la educación, en la cual, según su diagnóstico, se ha dejado de creer. Qué es lo que hay que creer cuando se cree en la educación será lo que desarrolle ampliamente a lo largo del libro. En él emprende una cierta recuperación de una forma de paideia que podemos vincular con la tradición clásica, pero también con la modernidad. Es decir, se apunta al discurso pedagogicista o, como lo nombramos en la entrada anterior, educacionalista, que ha inventado la educación y la escuela como una forma de regulación del aprendizaje y el conocimiento, que ella aprueba y no cuestiona, como valores más o menos mensurables y clasificables, y que sigue por tanto la tradición pedagógica, aun siendo crítica con algunos principios que han fundado recientes frustradas experiencias educativas. No se sitúa en la metapedagogía, más allá de ella, sino que la presupone, que es lo que hacemos todos la mayoría de las veces. El libro es antes una terapia y diagnóstico desde premisas internas, desde los presupuestos originales que cimentan la escuela y la educación actuales, que se explican y justifican a sí mismos, como ya señalara Iván Illich, que crean su propia necesidad. No se cuestiona si existe un error en el mismísimo adn de la institución. Para ello habría que emprender una historia de la educación, pero no al uso, sino como meta discurso, como valoración y perspectiva exterior y crítica, al estilo de Foucault o Illich. No es, por tanto, ni mucho menos un libro radical, que aborde el sentido de las instituciones educativas, su arqueología e historia, de los que me gustan y más me interesan, es decir, una aproximación “recelosa” a lo que se nos presenta como hechos consumados, más allá de esos propios hechos como hechos, y que además analice el propio discurso que las fundamenta. Pretende corregir una dirección pero siguiendo, básicamente, un mismo curso, el de la modernidad. Por tanto, es un plan de mejora o proyecto interno para la propia escuela, que emana de ella y a ella se dirige, de lo mucho que se escribe al respecto, desde un punto de vista en el fondo técnico.
Siguiendo esta pista, manifiesta que han de enseñarse contenidos concretos, desde un cierto prestigio, desde la admiración y asimetría con los educadores adultos; inculcar contenidos y valores encarnados en las personas educadoras, y desde la superioridad de la cultura, efectuando la necesaria socialización previa a la individualización crítica y exteriorizante capaz de juzgar su mundo social, que ha de llegar en la madurez. Hay cosas concretas, contenidos, normas, en los que creer, para los que debe recuperarse cierta fe. O sea, es preciso apostar por una educación que es formación, lo que implica dar una forma desde ciertos parámetros y cánones establecidos como punto de partida del largo proceso hacia la madurez del hombre autónomo. Da por sentado la profesora el valor de la escuela, como institución de la modernidad vinculada a la necesidad de alfabetizar para la sociedad de textos (frente al paradigma anterior de la oralidad) que surgió sobre todo con la invención de la imprenta. Hay que civilizar al niño. Con relación a la escuela se trata de que continúe fiel a un modelo social basado en el texto y en la alfabetización como socialización (el Illich de los ochenta añadiría que hoy se ha producido un giro esencial hacia otro mundo, el del ordenador y la pantalla).
Para pensar esa revitalización de la escuela que hace falta es preciso, siguiendo su planteamiento, repensar y decidir qué entendemos por educación. Hay, pues, una institución escolar, hecha desde una idea concreta de educación, ideal que postula con el fin de emprender la crítica del presente anómico y desvirtuado que la desprestigia. La educación es para ella rasero y norma. Es decir, necesita creer en la educación, como condición para creer y apostar por el mundo social y político que habitamos, y por la escuela, claro. Para ella, esa educación cuyo fin es el individuo crítico y de pensamiento autónomo, funda y salva lo social, corrigiendo sus patologías. Su tesis es que la escuela daba, en su planteamiento original, la talla y cumplía las condiciones para educar bien (para el hombre que emerge con la modernidad). Es una institución válida, útil e imprescindible, en cuanto organiza y aporta un orden necesario para realizar lo educativo.
Pero ¿qué es la educación? ¿Cómo ha de darse ese proceso humano que ha de retornar a la escuela? Educar es, en primer lugar, enseñar algo, es decir, Camps relaciona educación con enseñanza, afirmando que “No es posible educar sin enseñar, aunque es muy posible enseñar sin, a la vez, educar” (p. 26). Hay que concretar y decidir lo que enseñar para educar, y fijar un norte claro para todo el proceso. Es lo que se ha perdido, según ella, el necesario componente orientador que debe acompañar la conducción pedagógica, que no es líquida (Bauman), posmoderna ni espontánea. Se trata, aun más, de proporcionar unos necesarios asideros al niño. Una idea básica del libro es que resulta necesario un orden para ir a la libertad que se ha de conquistar, y, en un aparente oxímoron, afirma que la educación debe tener un comienzo autoritario imprescindible para devenir, finalmente, en la no necesidad de conducción heterónoma, es decir, en la autonomía del educando que ha debido interiorizar ese cierto suelo y abono que en él se ha depositado, para florecer.
Apela a la clásica auctoritas del maestro. Una autoridad que obra un acontecimiento que funda la humanidad en el educando. Esta autoridad sobre todo se basa en el ejemplo y la coherencia, en una intención valiosa en la conducción del niño y que, de un modo muy estoico y clásico, procurará la felicidad del futuro hombre. En su pedagogía hay verdades que sembrar en el suelo desierto que son los niños, y certezas que como señales apuntan a un final feliz y lo preparan.
La profesora es muy crítica con el espontaneísmo de la que se ha considerado educación o escuela libre. El niño necesita una conducción para aprender a conducirse. Nos indica: “la intención de educar no en el autoritarismo, sino en la libertad, la independencia y la autonomía, ha derivado en no educación” (p. 32). El niño en realidad, y esta es su premisa básica, no tiene nada que expresar, ni lleva en su interior todo lo requerido para educarse sin fortalezas exteriores y heteronomías. Es una suerte de vacío que hay que situar y activar con contenidos concretos.
Cuestiona la profesora, por tanto, el rousseanismo y todos sus correlatos románticos, dice, que están en la base de la educación libre. Pero yo no creo que el estado de naturaleza al que alude la filosofía y la pedagogía de Rousseau sea equiparable con un bucólico exilio en un origen salvaje, visto así, de un modo literal. Creo que el estado de naturaleza es un constructo de la razón que pretende hacer al hombre dueño de sí mismo y reconciliarlo con su circunstancia aun a costa de su sociedad pre-racional, previa al contrato. Ciertamente, la vida es buena como tal, sin necesidad de añadidos dogmáticos. El espontaneísmo sigue esta lógica, haciendo emerger la virtud de unas facultades humanas que tienden a ella, que son buenas.
Para Camps puede hablarse de virtud como fortaleza del carácter, como el ejercicio de un control (no represivo) de las emociones (llamadas por los antiguos “pasiones”) que es preciso aprender. Debe aprenderse a esclarecer los propios fines, priorizando la eudaimonía o felicidad como objeto de la paideia. No hay virtud previa, pues topamos con la nada que es el niño, sino que lo bueno y el instrumento (juicio, razón) para lograrlo se materializan a posteriori. Sugiere la filósofa que el espontaneísmo rousseauniano es final, no origen (en el origen ella sitúa una tabula rasa o vacío), porque se postula como algo en el fondo emanado de razones, de contenidos, de prejuicios, de ideología, en suma. El niño está “lleno” antes de formarse, para las pedagogías menos directivas, aunque sea de la tendencia a lo bueno. Pero en el origen del individuo hay solo una nada, parece suscribir la profesora.
Sospecho que, contra lo que ella cree, muchos de los educadores de las escuelas libres suscribirían la tesis, polémicamente lanzada por la filósofa, de que la libertad requiere un orden. En las escuelas libres existe un orden y en absoluto coinciden con el desorden actual de la escuela. Sin embargo, en otras cuestiones es verdad que Camps y A. S. Neill, por ejemplo, coincidirían poco. Es el caso de la atribución de “plenos poderes” al niño para regir, políticamente, su escuela o comunidad. La profesora ve aquí una desmesura y un error, ya que el niño no es igual al adulto. Hay, del mismo modo que la necesidad de un orden, metas y modelos, la necesidad de una desigualdad con lo exterior, de un venir de fuera lo que no es en absoluto una norma autoimpuesta. “Y es que hay que repetir que padres e hijos no son iguales, tiene que haber una separación mínimamente jerárquica entre unos y otros” (p. 39). El niño ni puede ni debe ser igual a sus educadores, de manera que estos sean encarnación de unos deberes no necesariamente represivos pero imprescindibles para la futura conquista de derechos. “Por definición, los niños son inmaduros” (p. 67). Otorgar derechos absolutos porque sí no es, afirma, el camino razonable. Apela al modelo de las reglas de cortesía y la urbanidad, que obligan pero para sustentar el respeto al otro, para guardar a cada uno un espacio de autonomía. Hay que emplear una dosis apropiada de obligaciones y normas para, de nuevo de manera paradójica en apariencia, obtener la gradualmente ganada autonomía.
Respecto a la espontaneidad, dice más aun: “Pero el caso es que ‘educar’ significa, entre otras cosas, ‘reprimir la espontaneidad’. (…) La fascinación por la espontaneidad es, en efecto, uno de los mitos que han hecho que los fundamentos de la educación se tambaleen” (p. 47). La educación, aun más, procura que el niño llegue a desear sus fines, mediante una estoica autorregulación de sus emociones que llegaría tras el entrenamiento deportivo o la milicia, por emplear la vieja y típica metáfora del estoicismo(p. 94). Y “Rousseau se ha impuesto a Locke, que pensaba que la mente, al nacer, no es sino una tabula rasa y que un niño ignorante e indisciplinado es un fracaso de los adultos que han renunciado a educarlo” (p. 98). Un niño se “llena” desde fuera, heterónomamente y hay que enseñarle, con normas, a regularse: “Formar la voluntad o un carácter fuerte (…) quiere decir enseñar a hacer frente a la adversidad y saber resistirla equilibradamente para que, poco a poco, los niños dejen de creer que las imágenes y las narraciones del mundo en el que viven son modelos que hay que imitar” (p. 99).
La cacareada “espontaneidad” del niño es la antesala de un mal. Es decir, cuando el niño, supuestamente, es sin cortapisas, se cuela la “televisión”, el consumismo, la exaltación de la constante novedad, del juego, etc., que pronto pueblan, tal como está sucediendo, al niño, sustituyendo lo que la carencia de “autoridad” ha desistido de colocar en el alma inmadura. El niño no es maduro ni un modo sustantivo y acabado de ser el hombre, frente al rousseaunismo. El hombre, si lo dejamos ser desde su nada infantil, desarrollando supuestamente esa “nada”, se torna malo por “naturaleza”, porque el mal emerge con la ausencia de restricciones (pp. 69-70). La autonomía y la resistencia al gregarismo necesita, una vez más, de la norma y de un orden exterior. Por eso, “Lo que los menores esperan de los adultos, aunque no sepan formularlo así, es que les enseñen a ser felices. Los adultos tienen más años, es decir, más experiencia, más conocimientos y más criterio. Tienen el deber de transmitirles todo lo que han aprendido, en lugar de consentirles todos los caprichos estúpidos que se les ofrecen” (p 89). Así, Camps propone este proyecto pedagógico que conduce a una logificación de la vida inocente que está en el origen; una gradual racionalización de la inocencia primigenia que no es buena ni mala en sí, y cuyo valor concreto es fabricado por la educación.
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Educación y filosofía
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Pestalozzi y la educacionalización del mundo
Marcos Santos Gómez
Libro de referencia:
Tröhler, D. (2014). Pestalozzi y la educacionalización del mundo. Barcelona: Octaedro.
El suizo Pestalozzi (1746-1827) en vida y durante aproximadamente medio siglo tras su muerte, ha conocido una veneración unánime (salvo algún escaso enemigo o difamador en su época) por parte de los interesados por la educación que desde entonces, con la “educacionalización” del mundo, en palabras de Daniel Tröhler, proliferamos en nuestros tiempos más inmediatos y en los presentes. En su libro, Tröhler, gran experto en la figura del pedagogo suizo, detalla numerosos aspectos de su biografía, vinculada a los distintos lugares en los que fundara y dirigiera proyectos educativos. Lo central y a mi juicio muy acertado de este libro es que cuestiona la idea de que Pestalozzi es la causa inmediata y la fuente de la pedagogía moderna. Una tesis de Perogrullo porque, en efecto, los cambios en la historia no son nunca cuestión de sujetos aislados que los causan o voluntades singulares. Pero esto hay que repetirlo siempre. Es evidente, a poco que pensemos y comprendamos la historia. En todo caso, como decía Hegel, sí puede haber personas catalizadoras de las fuerzas que constituyen su tiempo, pero no auténticos fundadores de nada. Podíamos decir que la historia, vista hegelianamente, nos sobrepasa.
En época de Pestalozzi su obra tuvo eco y se le buscó, imitó y estudió porque esa misma época inventó que los problemas sociales y el avance de la historia y el progreso, se debían abordar como problemas educacionales. Es decir, el muy actual prurito de que para que las cosas vayan bien, para que las sociedades sean prósperas y más justas, para que la ciencia como la mayor de las píldoras continúe su avance productivamente (y las empresas, y las naciones… etc.) hay que invertir y fijarse en la educación. Todo problema, todo mal en la historia, debe tratarse como un problema de educación, y la educación debe resolver y salvar la historia. Naturalmente hablamos de una educación cada vez más formal y regulada, de los sistemas educativos. Este interés viene desde la segunda mitad del siglo XVIII, y se constata en la abundante elaboración decimonónica de historiografías de la educación, disciplina cuyo auge comienza en medio de este proceso y en el cual cobra sentido (p. 194). Estas primeras historias de la educación son más que una exposición de hechos, un desarrollo y propuesta moral con exposición de ejemplos y modelos, entre los cuales a veces aparecía, ensalzado, Pestalozzi. “En torno a 1900, Pestalozzi era el héroe de la historiografía, el hombre que con su amor y entrega había dejado tan profunda huella en la escuela moderna que fue elegido padre de la educación moderna (…)” (p. 196).
La “elección” de la educación como solución tiene su base ideológica en el contraste entre, por una parte, un mundo cada vez más materialista y secularizado, el de la economía clásica y el capitalismo moderno, que se antoja amoral y que, aun más, desmoraliza a la sociedad. De hecho, recordemos que Adam Smith fue profesor de ética y dedica apartados de La riqueza de las naciones a una preocupación por limar desde la ética las asperezas de su programa económico. Se da, pues, y a pesar del sr. Smith una amoralidad en el funcionamiento y progreso (comercial, industrial, científico…) que chocaba, y esta es la otra parte, con los coetáneos ideales del republicanismo de origen ilustrado y revolucionario (Revoluciones americana y francesa). La ideología moralizante que había creado los Derechos del hombre y del ciudadano, que todo lo arreglaba, estoicamente, desde la virtud personal.
Pestalozzi en sus inicios sostuvo, de hecho, un republicanismo que le hizo andar no lejos de los eventos revolucionarios en París, pero pronto asumió y se centró en un “interiorismo” pedagógico, en una suerte de bucólica cura de almas. Este republicanismo fue un cierto prurito moral que quiso rectificar la historia desde los valores, la moral y la política (luchando contra la tiranía). Como parece, ambas tendencias contemporáneas, capitalismo ciego y republicanismo liberal, colisionaron y finalmente, de ese juego, señala Tröhler, del fracaso de la actitud ética ante un capitalismo rampante que empezó a enseñar su peor cara, del prurito republicanista frustrado, emerge una ideología generalizada y jamás atribuible en exclusiva a Pestalozzi, por el desarrollo de la educación. Aún más, se inventa la educación a partir de esta preocupación: “De la pregunta de cómo podía desarrollarse la virtud en un entorno corrupto surgieron nuevos conceptos educativos. Si ya no era posible socializar a los jóvenes en un entorno virtuoso, habría que educarles específicamente en las virtudes” (p. 35).
En este sentido, Pestalozzi sí que ejemplifica e ilustra (y ciertamente se lo elogió e incluso veneró en vida, como hemos dicho) lo que se estaba dando en Europa. Parece personificar todo un pathos, una preocupación por los pobres y, en general, por todos los niños que debían ser educados teniendo como fin especialmente su moralización, en términos religiosos. Pestalozzi, como Rousseau, a quien lee e imita, aboga por métodos activos en la pedagogía, intenta corregir lo que ocurría en el Antiguo Régimen (aunque se situara ya al final de su vida en la imposible vuelta atrás que supuso la Restauración y el Congreso de Viena). Es decir, que la educación que se daba entre los aristócratas (preceptores escogidos y caros) o en los orfanatos, en el otro extremo, se extendiera a lo que hoy llamaríamos “clase media”, por tanto a un segmento ya mayoritario de infantes de los que sólo parte de ellos habrían aspirado a ir a la escuela. El modelo escolar es, de hecho, el que se elige, corrige y generaliza, en un esfuerzo sobre todo por llenar el hueco que el abandono fáctico de la ética en el capitalismo, había dejado. La idea clave y central es que toda la nación pasara por la escuela, que ya venía funcionando para muy pocas personas desde muchos años antes. Y además, Pestalozzi piensa en que muchos de sus alumnos se formen para ser maestros, en una época en la que no existía todavía la formación de maestros para una educación básica y generalizada de la población.
Tröhler pinta un Pestalozzi un poco maniático, con delirios de santidad, auto proclamado abnegado y sufriente (esta era la visión que tenía de sí mismo), que yo quisiera contrastar con una lectura atenta de sus cartas y tratadillos (cuya edición crítica completa está Tröhler, de hecho, llevando a cabo). Me ha dado una rara impresión de que incluso cae mal al estudioso. En todo caso, vale la tesis de que Pestalozzi, aunque no causa del mismo, sí fue encarnación del educacionalismo, es decir, vio y practicó la educación (escolar) como remedio. Apostó toda su vida por los distintos proyectos que le hicieron famosos y que le provocaron algún que otro quebradero de cabeza. Se esforzó en parir un método que fue pronto estudiado y copiado, en sobre todo dar amor y cariño, antes que férrea disciplina, en cuidar y curar las almas. En esto no sólo obedece al educacionalismo de su tiempo sino al fermento protestante que había también apostado en su Suiza natal, y antes de que él lo hiciera, y de un modo masivo, por educar (pp. 22-26). Este esfuerzo es, cada vez más me lo parece, la tensión que crea nuestra idea moderna de educación, en su vertiente escolar desde la más hasta la menos directiva. Preocuparse por un alma que hay que labrar para garantizar la salvación de la persona y de la humanidad, retomando el viejo estoicismo cristiano cuyo germen ya vimos hace unos días que está presente en San Pablo. Porque educar-se es, sobre todo, labrar-se, esculpirse y constituirse en sujeto de una verdad. A menudo he destacado la importancia esencial de la veta estoica y neo estoica que sigue habitando nuestro tiempo. Por señalar uno de sus momentos, aunque en el mundo católico, tenemos al barroco Baltasar Gracián. Es, sin embargo, y a juicio de Tröhler un fenómeno protestante, en la medida en que el fiel protestante debe hacerse a sí mismo en la constante relación con la verdad divina. Sólo hay su alma y Dios. Por tanto hay que extremar la purificación personal del alma, hay que asegurarse que pertenece a los elegidos, en un mundo de pecado que ya no tiene la mediación de la Iglesia. Para entender bien la educación y la escuela, la ideología escolar, hay que ir a estos lugares del individuo y del capitalismo incipiente, y de la corrupción generalizada.
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Educación y filosofía
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Educar para ser, de Rebeca Wild (II)Marcos Santos Gómez
Wild, R. (2011). Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Barcelona: Herder (primera edición 1982)
Vertebra el proyecto pedagógico de la escuela Pestalozzi, a mediados de los ochenta, una creencia principal, que hemos hallado muy a menudo en toda la educación activa o no directiva, como es el caso de la afamada escuela Summerhill. Consiste en la postulación de un “interior” del niño que es como un saco de necesidades que se despliegan armoniosas y en orden, siguiendo escrupulosamente, en el caso de la Pestalozzi, los hallazgos de la más prestigiosa y clásica psicología evolutiva, en especial Piaget. Es en este "interior" en el que hay hueco y nada, pero también inercias, es decir, naturaleza (Rousseau). El hambre por ciertos fines.
En el caso de Summerhill, la cuestión de la interioridad del hombre y del educando se resuelve en los términos del freudomarxismo de Fromm y, sobre todo, de Reich. Siguiendo esta pista, no es cierto que la sociedad se constituya después de la maduración, como cree cierta interpretación demasiado estrecha e ingenua del pensamiento rousseauniano, sino que ésta se da necesariamente encarnada en una naturaleza humana que para realizarse a su vez la requiere y demanda. La sociedad es el “antes” y el “después” de la naturaleza humana. Es la fusión dinámica, inagotable y proteica de lo social con lo natural lo que llena, previamente y para a su vez ser llenado, el “interior”. El niño reclama ser educado pero siempre en un proceso social, porque es en los términos y márgenes, o posibilidades de una sociedad, como podrá ser y expresarse el niño. La sociedad, desde un punto de vista negativo, como necesidad que reclama ser cubierta, y desde un punto de vista positivo, como los contenidos reales de una civilización, existe en el niño desde el embrión. No podrá ser si no es en la sociedad, entre los hombres, en el mundo humano y humanizado. El contractualismo político rousseauniano no deja de ser un postulado que resulta necesario para abordar y entender la necesidad de una racionalización de la política y de los fundamentos de la vida social. Es esta racionalización de la vida, en la forma de salud y de terapia (Fromm), la que propugnan las escuelas no directivas. La forma de racionalizar la vida es normalizarla, es decir, hacerla casar finalmente con ese interior de necesidades que reclaman su satisfacción regular, de un modo acorde con el crecimiento de la mente del niño. La pedagogía en Rousseau es eso, el arte de encajar lo que el hombre necesita para ser feliz, con un entorno que se lo permita.
Rebeca Wild no para de referirse a ese misterioso “interior” con el cual debe acordarse el mundo. El mundo llega sabiamente troceado y adecuado a la condición infantil, que debe probarlo por sí mismo, hacerse con él fruitivamente. En el texto de Wild sobre todo el “interior” es, radicalmente en contra de la teoría behaviourista, quien toma, y el exterior, el adulto, quien dispone todos los ingredientes a la mano del niño, que los toma obedeciendo su “naturaleza”. En el uso de estos términos no matiza, creo, lo suficiente Wild, y todo queda psicologizado, de un modo mucho más escindido entre dentro y fuera que como nos lo presenta la teoría freudomarxista. Una interioridad rousseauniana que remite a una tradición filosófico-pedagógica de enorme arraigo y longevidad en occidente: el estoicismo. El mismo estoicismo que define sus praxis a otro rousseauniano famoso: Pestalozzi. Es el descubrimiento de esta interioridad lo que funda la pedagogía occidental y, sobre todo, moderna e ilustrada. Un interior que debe hacerse fuerte y virtuoso, para soportar los embates de la existencia (casi dice Rousseau en Emilioliteralmente, en las bellísimas primeras páginas de su obra). Una tradición de neoestoicismo que se halla en el proyecto moderno.
Contra las apariencias, el niño está, no lo duda Wild, volcado en la sociedad. Y de hecho, su caminar “virtuoso” debe alejarlo, si quiere ser feliz, de lo que ella llama “egocentrismo”. Frente a ello, la educación activa de las escuelas “avanzadas” favorece los lazos con el mundo que rodea al niño sin neurosis, es decir, como un trato activo, vivo, alegre con el mundo.
Muchas de las preguntas, reticencias y asombros que genera Summerhill son también recibidos, constata Rebeca, en la escuela Pestalozzi. En gran parte utiliza unas razones semejantes a las de A. S. Neill para justificar que en el aparente desorden y espontaneísmo de su escuela hay un orden y una lógica. En efecto, la escuela Pestalozzi sería como un instrumento musical afinado, frente a la escuela tradicional (ecuatoriana de mediados de los 80, donde vivía Wild) que es el instrumento desafinado y disonante. Hay, por tanto, una pasión por un orden donde justamente creíamos ver lo contrario.
Esta confianza en la educación (de una interioridad) aleja de pretensiones directamente políticas, verbalizadas, tanto a la escuela Pestalozzi como a Summerhill. Pero en la construcción de un sujeto o interior virtuoso está ya la llamada de un mundo nuevo. Hay una rara y contradictoria relación entre conservar el mundo y revolucionarlo, como sendas fuerzas que, exactamente igual que sucede en el estoicismo, se dan a la vez en estos proyectos pedagógicos. A una sociedad que debilita al sujeto, se opone el fortalecimiento del mismo, su plena constitución, su presencia contundente. El sujeto sirve para ubicar lo moral y desde su postulación enjuiciar a toda la sociedad en su rumbo presente. Así, se confía en el “quien” heroico que es capaz de luchar para cambiar lo que le afecta, incluso de decidirlo, sin más determinismos que los psíquicos, para Wild.
No obstante, la ambigüedad política de estos proyectos, y nos centraremos sólo en el centro Pestalozzi, a veces sale a relucir. En este sentido, ella justifica su nueva pedagogía justamente para conformar niños y hombres que puedan adaptarse bien a la cada vez mayor movilidad y obsolescencia de las cosas en nuestro mundo (p. 169). Algo que viene bien también a un espíritu capitalista. Se provoca una infancia muy feliz para que después, pase lo que pase (Rousseau, estoicismo) siga habiendo una felicidad individual y una adaptación sin chirridos a lo que haya. Este es el mayor escollo del pensamiento “psicologizante” y “pedagogizante”. ¡La clave de la búsqueda del mundo nuevo está, para Wild, en el método Montessori! Niños bien educados, respetuosamente, para hacerse adultos siempre alegres y activos, y con un cierto recelo ante los ambientes escolares. Así, Wild, en el epílogo de su libro, cuando sus hijos ya tienen unos 40 años, insinúa orgullosa que son muy creativos y felices porque, precisamente, han eludido la universidad.
Hay también un reencuentro del hombre con lo concreto, frente a lo que Wild considera una pedagogía de la abstracción que funda la escuela tradicional. “La escuela activa se propone dejar que cada niño aprenda de acuerdo con el ritmo de su desarrollo y a través de actividades reales en un mundo real; no en el insípido mundo de los libros de texto” (p. 166).Y lo más concreto es el puro obrar del niño desde sus necesidades y circunstancias mentales. Es lo que el maestro debe favorecer con su presencia no intimidante, al estilo del Emilio. Una educación que no lo es o, mejor dicho, que no lo parece. El adulto se limita a “respetar” al niño: “Nuestro respeto por su plena humanidad no pretende ‘favorecer’ a los niños para que, a través de nuestros métodos científicos, se conviertan en adultos que piensan lógicamente, sino que es aceptarlos en su ser niños de hoy y esta aceptación es algo que los propios niños sentirán como amor” (p. 174). El ámbito concreto del niño se salva y todo se acopla mansamente, incluso la compasión por los demás. Justo porque hay ese niño íntimamente (mentalmente) sano, lo social y el respeto por la alteridad florecen. “En la medida que los niños se sienten respetados y amados, adquieren la capacidad de transmitir este respeto y este amor a otras personas, de sentir sus necesidades y satisfacerlas” (p. 174). Lo más abstracto, como la lectura, debe llegar y llega en último lugar, cuando el niño se ha literalmente hartado de probar el mundo de un modo tangible. Su educación debe ser primero una exuberancia de los sentidos y de la creación pura. Sólo entonces puede asimilar sin neurosis las partes más abstractas del mundo humano. Señal de que todo va bien es el juego puro, el más explosivo afán lúdico. Pero el niño, no aprende con esto a no esforzarse, sino que por el contrario, llega a desarrollar un esfuerzo, planificación y constancia insólitas en los niños de las escuelas convencionales.
Del aparente caos brota un orden y, al mismo tiempo, la verdadera libertad, como responsable autorregulación, que tanto Wild como A. S. Neill no paran de intentar definir, para que todos lo entendamos en medio de un mundo que enseña que toda regla u orden son coacción exterior. De nuevo, aparece esta clave de la interioridad autorregulada como garante y origen también de la salud social. “La capacidad de mirar a nuestro interior refuerza nuestra personalidad y, al mismo tiempo, nos une con el resto de la humanidad. Nos hace posible el pensamiento creativo, dona fuerzas curativas y ayuda a planificar la vida práctica” (p. 178). Así, el orden natural es el que resulta fundado en las necesidades del sujeto, de un modo semejante a lo establecido por Fromm. “En una escuela que se propone servir al ser, hallaremos experiencias mensurables y experiencias que no son mensurables. No podemos perder de vista nunca que del ‘espacio interior’ de los niños surge una voluntad propia que debemos aprender a respetar. Sin embargo, este ‘espacio interior’ no va a estar únicamente al servicio de una ‘contemplación interior’ que se basta a sí misma, sino que se corresponderá con un campo de fuerzas que desencadena actividad tanto hacia fuera como hacia dentro” (p. 243). Así, el “interior” transforma el “exterior”, eludiendo el peligro de un tipo de estoicismo solipsista y paralizante que ha abundado, por ejemplo, en las versiones más idealistas y espiritualistas del cristianismo (que justamente debe ser todo lo contrario). “Nos damos cuenta de que solo en la medida que contemos con un espacio interior en nosotros mismos nos tomaremos en serio el ‘espacio interior’ de los niños” (p. 250). Un espacio interior que produce diversidad, frente al monolitismo jerarquizante de, en palabras de Wild, la escuela convencional. Es esta armónica diversidad en la que, por ejemplo, cuenta Wild que conviven niños “sanos” con distintos discapacitados de un modo apacible y respetuoso, de manera que queda derogada toda previa selección de facultades y categorizaciones. Cada uno, incluido el maestro, debe ser “uno mismo” para poder ver como son a los demás. “En la medida que consigamos ser con los niños ‘nosotros mismos’, y no solamente representar un personaje del que salimos de nuevo al finalizar la clase, también los niños serán ‘ellos mismos’ y nos mostrarán de forma totalmente abierta como reciben nuestras buenas intenciones” (p. 263). Todo esto, en un sentido muy estoico, implica que la pedagogía sea un modo de terapia, que queden unidas educación y terapia, para hacer fuerte y constituir a una subjetividad hacedora. Una pedagogía, pues, para conformar un mundo sin conflictos, pero, a su pesar, conflictiva.
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Educación y filosofía
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Educar para ser, de Rebeca Wild (I).
Wild, R. (2011). Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Barcelona: Herder (primera edición 1982.
Cuando se lee sobre educación o, mejor dicho, cuando se lee un libro que describe el nacimiento y vida de una escuela activa y que a partir de esta experiencia formula de algún modo qué somos, pero siempre desde una alegre afirmación del hombre, uno se contagia del derroche de vitalidad. Apuesta por la vida, por la existencia, por una vida desbordante que supera el propio marco institucional de donde, por otro lado, recibe muchos ingredientes. Claro que este bello canto se percibe con mayor evidencia cuando se trata de una escuela que fundan personas que llevan años, acaso los de la primera juventud, viviendo con libertad y exultación, con la fruición de quienes pasan el tiempo lejos de casa en una serie de humildes paraísos que están del otro lado, y que hay que alcanzar navegando el Aqueronte que hay que atravesar para casi olvidar lo propio y dejarse mecer por otro tiempo y otra circunstancia que uno puede hallar, entre otros paraísos humildes, en el Trópico. Rebeca Wild y su pareja Mauricio inician así una andadura ciertamente hermosa, que nos contagia su bienestar con la lectura de libros como Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Se precisa para educar, siempre, este sano optimismo de mediodía, de elevado cielo tropical. Como afirma Savater en su El valor de educar es preciso, para educar, creer en la tarea en sí, en su valor, incluso a ciegas y en la peor de las penumbras, para ser en unos pocos acontecimientos, también mecidos y bendecidos por ella, y ser contagiados por la exuberancia del hacerse personas, niños y maestros. La educación es tarea seria, pero divertida. Que no es poco erigirse en cierto modo, y como indica Arendt en alguna de sus obras, en, a pesar de tantos “peros”, defensores y representantes de la humanidad, o de la versión de ésta que denominamos “civilización”. Es esta vorágine la que se cuela en las escuelas y en la que bracean y se dan chapuzones todas las buenas intenciones pedagógicas, plasmadas en las escuelas alegres y vitales que postula la “nueva” (pero viejísima) pedagogía.
Funda Rebeca Wild primero una escuela de educación infantil, en 1982, motivada por la educación de sus dos hijos pequeños. Escribe: “El día que tomamos la decisión de que nuestro hijo no tenía que adaptarse a nosotros, sino nosotros a él, todo cambió” (p. 25). Es de lo que trata la primera mitad del libro que estamos reseñando. Sigue en todo un proceso de tantear el mundo y, ejercitando la prudencia, aplicar razón y método, con momentos de parada y reflexión. Con un espíritu de encantador jardín de infancia, lee, admira y aplica en abundancia sobre todo a Montessori, de cuyo material se hace. Montessori les enseña precisamente ese carácter que ellos llaman “activo” de su pedagogía (y que más adelante detallan que también hallan en Piaget). Una actividad que consiste en dejar a la mano de los niños varias opciones que los niños vayan descubriendo a partir de sus esquemas y necesidades, que Wild estudia y conoce a fondo, y que, aunque en lo básico responden al carácter orgánico e interactivo de cualquier persona, niño o adulto, tiene su especificidad en el niño. Wild trata de comprender esto que sucede en lo que cierta metáfora denominaría “interior” y que, en gran medida, es aceptado y descrito por Piaget, dándole Wild una extrema importancia a un par de escritos quizás más breves o menores que dedicara el suizo directamente a la educación y a su ciencia. Aunque en un momento dado se cita a Summerhill como escuela activa y muy semejante a lo que de hecho lleva a cabo Wild, no vemos realmente un gran parecido entre ambas escuelas, la del escocés Neill y la de la propia Rebeca que considera “activa” pero desde unos principios no siempre coincidentes (aunque tal vez, en definitiva, lleguen a un lugar semejante). Es decir, no está tan clara la presencia de Reich que sí funda e influencia directamente hoy a una pequeña parte del movimiento de escuelas “libres”. Hay una red reichiana de escuelas que aplican la visión de utopía médica del alemán. Pero las lecturas de Wild, que a ella más le influyen, son las clásicas del movimiento internacional progresista de las escuelas activas. Incluso comenta y valora a Goodman y Holt, aun reconociendo que sus propuestas y análisis no son buenos para Ecuador, país donde se instala y funda la escuela Pestalozzi. Además, lee con fruición a Dewey, por ejemplo, y en gran medida a Freinet. Nombra también a las escuelas Waldorf de las cuales, sin embargo, no comparte toda la trama “antroposófica” que las constituye.
Sigue la historia de las escuelas activas y modernas europeas y norteamericana, que, como es lógico, no acaban de responder al entorno pobre con el que inicia su proyecto Wild, apenas sin fondos y trabajosamente. Ella, su pareja Mauricio, algunos pocos maestros muy vocacionales y otros pocos padres concienciados, que no se dejan influir por la ideología escolar al uso, cuenta ella que cooperan para llevar a cabo su sueño. Un sueño que no es sino eso que se dice muchas veces a la ligera y que habría que definir con exactitud, es decir, “dejar que el niño sea”. Es un imperativo problemático, pero que en la escuela Pestalozzi se lleva a cabo de hecho mediante “técnicas” como no elevar la voz, no imponer un material u otro pero dejar que el niño ejercite su modo natural de tanteo en el mundo, manifestar comprensión y afecto a los niños. Además de Piaget, para quien “entender” en el niño es, afirma Wild, “inventar”, Wild echa mano a continuación de ciertos estudios de biología que quizás no sean de lo más relevante hoy en ciencias de la vida, pero en lo que durante bastantes páginas Wild se apoya para desarrollar su pedagogía. Aunque el proceso, insiste ella, es inverso, porque no están para ella esas teorías en un “antes” neutro y aséptico, es decir, en una mala teoría, sino en un momento posterior a la experiencia de su escuela, como ocurre en gran parte de la actual literatura pedagógica más interesante (service-learning, investigación-acción, por ejemplo).
Pero el prejuicio de partida siempre resulta ineludible. Así, hay otras tradiciones que sin duda marcan su camino previamente: “Nuestras ideas procedían de la tradición cristiana y la mística, pero también estábamos influenciados por la sabiduría oriental y la psicología junguiana” (p. 16). Antes, se habían dedicado a la música (una de las carreras universitarias de Wild, que es filóloga germanista, fue pedagogía musical) o, en el caso de Mauricio, compañero y pareja de Wild en todo este proyecto, incluso el estudio de las religiones comparadas (p. 19). Para mí es obvio que hay un fuerte componente cristiano en la pedagogía occidental, incluso en sus versiones más radicales (que lo son, como en el caso de Illich precisamente por ser muy cristianas en la actitud, talante y marco conceptual), o en la parte en pugna que desde el siglo XVIII en especial ha desarrollado la pedagogía “oficial” de los estados laicos y aconfesionales. Como bien estudiara el último Foucault, el cristianismo desde los primeros concilios, con fuerza en la Patrística griega o latina (San Agustín), emprende una tarea pedagógica de construcción del espacio interior y de aquello que podemos señalar como el sujeto moderno u occidental, que valora, crea, piensa. Una pedagogía en cuanto obra y definición de un camino, un proceso de autodefinición y de fabricación de la “verdad”. En todo esto podemos identificar males, en como de hecho se ha dado este proceso intelectual que deviene en práctico y vital. Pero también ha estado en lo bueno, más allá del ánimo represor que, como por ejemplo tanto señalara el sociólogo Lerena, caracteriza no poco a la educación y a la escuela. Cuando se habla de un origen cristiano en pedagogías como la de Wild, hay que distinguir lo puramente religioso de lo eclesiástico. El cristianismo regula una forma de influirse las personas, unas con otras, de ser como fines en comunión, o sea, en diálogo y, nos guste o no, definición de una verdad u horizonte para empezar a hablar. No nos extraña en absoluto, por tanto, hallar en los inicios del proyecto de Rebeca Wild esto mismo.
Afirma Wild que lo que ella practica no es, exactamente, “pedagogía antiautoritaria” a la occidental. Ella se sitúa en un lugar menos conflictivo, que no despida chispas políticas, que no trace una revolución. Toda su revolución es aplicar el método Montessori y, lo que tan bien define a todas las pedagogías activas, adaptarse a las necesidades del niño y darle lo que verdaderamente necesita, sin presiones exteriores, y porque se concibe a la infancia como periodo creativo y afirmativo que de por sí ya busca aprender y reconstituir su medio. “La diferencia fundamental entre estos métodos [de la pedagogía más convencional] y el método activo que nosotros preferimos consiste en que, para nosotros, el aspecto principal de la educación no es descubrir cómo se pueden introducir en un individuo contenidos dignos de saber de forma máximamente rápida y sin sufrir. A nosotros nos importa, sobre todo, cómo los niños y las personas jóvenes pueden crecer en un mundo rápidamente cambiante de tal modo que su ser y, con él, su capacidad de adaptarse de una forma positiva a las nuevas circunstancias, no se vean debilitados por el proceso educativo, sino más bien reforzados” (p. 40). Baste seguir el principio de que todo niño, pues, “(…) posee una guía interior que orienta su conducta” (p. 46). El niño busca y tiende a su autonomía, desde esta perspectiva pedagógica y responde muy bien cuando se hacen coincidir su necesidad interior con su actividad exterior. Él adulto sólo debe protegerlo con discreción y sensatez. Es como si las fuerzas y tendencias del niño, que lo son de un organismo animal complejo, fueran creando su persona y personalidad en la reelaboración, descubrimiento y observación del medio (¡Dewey!). Cuando hablamos de “interioridades” o “interior” humano corremos el riesgo de no saber bien de qué hablamos, pero en la versión que trata de justificar científicamente Wild, no está demasiado mal su empleo, con sus matices. Lo que ocurre en la educación, en realidad, forma parte del proceso natural e incluso automático de la vida que emerge y cambia. Una afirmación literal de la vida, como estamos viendo, que recuerda lo que Fromm y Reich pensaran al respecto, pero sin llegar abiertamente, dijimos al principio, a una sociología marxista declarada y consciente.
El niño, por tanto, se hace en y gracias a una realidad que lo envuelve y que él mismo es. La educación sería la definición de esa realidad en las dos vertientes de lo que envuelve exterior y lo que, como otro lado de ello, constituye al educando por dentro. Importa en todo ello antes el entusiasmo que el orden lógico que representa la mente del adulto. “El peso principal de la práctica diaria en el jardín de infancia descansa, pues, sobre las múltiples acciones que los niños han elegido por sí mismos, y no pocas veces inventado, y que realizan en un ambiente bien preparado y ordenado” (p. 58). Esto es lo que los maestros “Montessori” favorecen, con serenidad, pulcritud, limpieza, amabilidad, indica Wild, maestros que deben confrontarse con sus emociones y vivencias constitutivas, previamente. Deben conocerse. Y los niños, en esto, enseñan: “(…) puede suceder que un maestro, después de unas pocas semanas de trabajar, se dé cuenta de que ‘ser uno mismo’ diariamente puede ser muy doloroso. De repente, algunos entran en una crisis existencial y necesitan ayuda” (p. 66). Así, el maestro también se encuentra, al educar, en un proceso de re-educación de sí mismo. Siguiendo a Piaget, afirma también acerca del medio activo escolar el fomento de un trabajo mutuo, “libre” y “espontáneo” que el maestro lleva a cabo desde un escrupuloso y extensísimo conocimiento de la mente del niño, uniendo ciencia y observación diaria muy detenida de lo que hacen y son los niños, de las leyes del desarrollo infantil (Piaget). Y siguiendo esta idea, Wild define el quehacer de una escuela activa como aquel en el que se dan el aprendizaje operativo, el figurativo (teórico o conceptual) y el connotativo que relaciona palabras y cosas, que crea, por tanto, el sentido. El equilibrio con el medio lo busca y lo halla el propio niño, desde su “presión interior”, señala Wild (p. 109). Y todo esto el niño lo ejecuta mediante el juego y desde ese otro lenguaje que decía Piaget que habla el niño, y que no es nuestro lenguaje adulto. Y toda esta teoría piagetiana para llegar al tópico de toda pedagogía activa y, quizás añadiríamos aunque no guste a la autora, antiautoritaria, que se define en esta cita: “Cualquiera que sea la etapa, si nosotros, como adultos, impedimos la satisfacción de las necesidades específicas del individuo, propias de cada estadio de su crecimiento, reforzaremos el egocentrismo y lo convertiremos en un permanente inconveniente (…). Un niño que, debido a una autoridad interpretada equivocadamente, sienta en peligro su integridad se aferrará durante más tiempo a su egocentrismo que un niño que se sienta comprendido y, relajado, pueda abrirse al mundo y a las personas que lo habitan, sin miedo y sin reservas (p. 115).”
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Educación y filosofía
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Verdad y pedagogía en Pablo de Tarso Marcos Santos Gómez
Pablo de Tarso escribe con pasión los textos de sus epístolas, concibiendo la escritura como medio de comunicación casi tan inmediato y directo como la conversación a viva voz. Nada más lejos de un tratado. Parece obrar a veces en arrebatos de emoción y desde luego todos sus escritos componen una pedagogía que se refiere principalmente a un camino práctico, a un modo nuevo de proceder, que aun manteniendo un cierto conocimiento teórico, no son una reflexión sistemática al estilo de muchos textos filosóficos. El tiempo de los tratados, en el pensamiento cristiano, llegaría después de la pedagogía desplegada en sus primerísimos momentos (Orígenes); y en esto el cristianismo es una fiel copia de lo que con ese otro “catecismo” práctico se estaba desarrollando, el “catecismo” en que se había convertido y vulgarizado la sabiduría estoica, que es, además de ciertas nociones platónicas, la principal ideología en el siglo I.
Había, desde hacía tiempo, desde el tiempo helenístico y con muy especial relevancia en Roma, en la Roma imperial, una necesidad de tomar la filosofía como orientación, como búsqueda del sentido desde un punto de vista operativo, para el obrar cotidiano, en un mundo “globalizado” (en Pompeya hay pinturas que retratan exóticos paisajes y personas de lo que hoy llamamos África subsahariana) que se había tornado bastante complejo e inseguro. La sociedad esclavista, en sus diferentes estratos, necesitaba de una cohesión que por lo menos, a nivel ideológico, se hiciera efectiva. De modo que el cristianismo se encontró con esto justo en el periodo de Pablo, cuyo gran mérito fue la universalización del cristianismo incipiente. Este se vio obligado, en su voluntad universalista, a dialogar con esta fe estoica de las obras guiadas por unos pocos principios básicos en torno a la igualdad esencial del género humano, aun no entendiendo que hubiera que trocar el mundo esclavista. Un proyecto que diera una continuidad al judaísmo, sin sacrificarlo, en su idea de “Pueblo elegido” pero extendida al conjunto de todos los hombres, más allá de Israel. La fidelidad a los muertos y a la vieja humanidad ya señalada, como mística unidad de los hombres, por el conocido discurso de Pericles que inserta Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso e incluso por algunos mitos paganos. Como en la “fe” estoica, Pablo es también práctico, buscando y promoviendo una creencia cuyas repercusiones morales fueran sencillas, claras pero no rigoristas, aun en un mundo por otro lado cada vez más espiritualizado y teorizante.
Pero la fe nueva que San Pablo introduce en judíos y gentiles, en búsqueda de su expresión en un lenguaje e ideología comunes a judíos y gentiles paganos (que fue donde halló sobre todo al estoicismo), tiene también un marcado componente cognitivo. Acude Pablo al necesario presupuesto teórico de la fe en Jesús. Este nuevo modo es, ni más ni menos, que propugnar la confianza en la relevancia de Jesús, que muere por nosotros en una suerte de sacrificio típico de las contemporáneas, y muy proliferantes, religiones mistéricas (como el culto a Isis, por decir una de ellas), y que se erige ahora en clave para explicar el mundo y fundar la ética. Esta fe supone creer en esa verdad central de un Hijo de Dios que muere y resucita, y en manifestar la voluntad de seguirlo y presuponer la centralidad de lo sucedido con Él, que abre una nueva etapa mesiánica en el judaísmo y entre los gentiles paganos que se incorporan ahora al pueblo de Dios, siguiendo con coherencia lo que se anunciara en la historia de Abrahán que debió también situar el culto al Dios único como pilar para su pensamiento y para su obrar. Pablo, en Gal se apoya en Abrahán y algún pasaje arrollador del muy arrollador profeta Isaías, que sin decir exactamente lo que Pablo dice, ya manifiesta una necesidad de trascender el judaísmo más allá de sus límites al convocar a todas las naciones para ingresar en el final de los tiempos.
Además del momento cognitivo propuesto por Pablo, se apunta también a un nuevo comportamiento en el creyente en relación con las viejas prescripciones judías, en la superación de la Ley y de los preceptos que sin ser negados (insiste en ello Piñero frente a lecturas anti-judías que ven en Jesús y en la nueva fe una absoluta descalificación de la “Vía antigua” del judaísmo) pueden ser relativizados. Piñero emprende un erudito y detallado estudio de las epístolas 1Tes y Gal que avala el ofrecimiento de una doble vía para judíos (que no implicaba necesariamente dejar de cumplir la Ley) y gentiles, que, al modo de los “temerosos de Dios” que convivían con el judaísmo aceptando con simpatía religiosa el mismo, podían asumir una suerte de resumen práctico (ético) contenido en el Decálogo. Es como si hubiera un sentido común ético en el que podían coincidir todos los pueblos de la época, al que apunta Pablo. Es el lenguaje y el mundo que Pablo se ve obligado a presuponer. La Ley judía debía entonces ser vista como una pedagogía (conducción, camino) que enseñaba de un modo práctico la verdad fundamental del amor a los demás, en la que diversos textos judíos (Levítico, Deuteronomio) ya resumen (mucho antes de Jesucristo) todo el contenido de los preceptos que habían de seguir los judíos, el pueblo de Israel.
Piñero recalca la doble implicación racional-teórica y práctica de lo inaugurado por Jesucristo. Frente a esta interpretación, que es la que se ha dado durante siglos, entre otros por Lutero, cuya Reforma tiene como elemento central la justificación por la fe que se desarrolla en Gal y en Rom (son las dos cartas en las que el alemán centra y basa lo principal de su nueva teología, y muy importantes, por tanto, para entender el protestantismo), frente a esta interpretación decimos, hay una nueva que enfatiza, desde una distinta acepción señalada en la terminología griega del texto paulino, una seductora idea. Es la de antes asumir un seguimiento de Cristo, una imitación de su camino, y desarrollar la fe ya tan solo como una ética exclusivamente y no en su vertiente más intelectual que significaba un asumir una verdad teórica (aun cuando también en esta versión, existan nuevas perspectivas para la conducta y las obras). Es decir, sería como un “tú sigue e imita lo que sucedió, aunque mantengas un desconcierto en la teoría, un no saber, un vacío en el centro que precisamente la primera interpretación de Gal (católica y protestante) llenaba de “verdad”.
Piñero, y mi modesto parecer de lector, opta sin embargo por la noción de fidelidad y fe enarboladas en el sentido tradicional, manifestado por la teología durante siglos. Parece mucho menos problemático así entender la idea de una “justificación”, o sea, alejamiento del pecado, del mal, de lo que nos pudre por dentro (quizás diría Lutero) por medio de la fe o confianza depositada en el Dios sanador. En síntesis, los dos momentos cognitivo y práctico en la nueva religión, que hemos señalado.
La verdad es que el texto de San Pablo es a menudo muy oscuro y enrevesado. Piñero lo quiere entender desde las claves de su tiempo, en una hermenéutica científica pero finalmente relativista, que acude a comprender bien lo que refería el Apóstol a la gente de su época, pero quien jamás pensó en hablarnos a nosotros. El esfuerzo hay que hacerlo, en especial desde un saludable prurito ilustrado, para en primer lugar ver claramente qué decía a sus interlocutores, con las categorías de su época y, quizás a lo Bultmann, desmitologizarlo para imposiblemente actualizarlo. Piñero no cree que se pueda llegar a esto último, me está pareciendo, y su voluntad no es en absoluto “actualizar” lo que no puede, básicamente, ser actualizado. Las viejas categorías lo son todo en el mensaje y hoy leer a Pablo puede desconcertarnos, de manera que mucho hacemos con entenderlo en el contexto de su tiempo, y nada más. La historia proclama, por tanto, una suerte de vacío central que sólo puede, en definitiva, abordar una teología negativa y todas las prevenciones del mundo.
Respecto al obrar consecuente con la nueva fe, recordemos lo que decía Dostoievski, “si no hay Dios está todo permitido”, cita que referimos con la precaución de, inmediatamente, negarla (la pedagogía a veces tiene estas necesarias torceduras). Lo que el ruso quería decir es que hace falta el momento teórico de la fe para justificar las obras, para hacerlas desplegarse desde una verdad intelectual asumida. Pero si creyéramos esto, la ética quedaría deslucida, raquítica. Sería adoptar un obrar cojo, falto de sentido y seguirlo, si es sin fe, en su precariedad, en su escasez y falta de sustancialidad. Frente a esto, como afirman algunos teólogos actuales, lo que dice la ética del amor y del Decálogo puede y debe ser asumido como algo valiosísimo que no necesita de la fe para ser justificado. Sin Dios, también lo bueno sería bueno y una conducta a partir de la llamada ley de oro (No hagas a los demás lo que tú no quieres para ti) valdría igual. Estamos, con esto, en un extremo cuya antítesis acaso sea Lutero, para quien la fe “cognitiva” o explicativa resulta indispensable, y que habría que estudiar y relacionar con un catolicismo coherente (no luterano). Una figura, por cierto, que ilustra este extremado practicismo que se adelanta a la fe en su previa realización es, hemos escrito abundantemente, Iván Illich.
Hay que remarcar de nuevo que un intento de justificación personal por medio de una práctica moral (que no sería ya la de la vieja Ley judía, nos diría San Pablo), es precisamente lo esencial del estoicismo tal como se entendía en época romana, en su vertiente materialista. Un “hacer lo correcto” en primer lugar, antes de querer explicar de manera última el mundo (Séneca, aunque no tanto la lectura del estoicismo que seguramente llega e inunda a Pablo, próxima al neoplatonismo). Así, iría primero una Pedagogía, como respuesta implícita, como salida al desconcierto. Es decir, la propuesta de conformar un trabajo del Yo, de un hacerse uno y el mundo, de construir verdad, de un camino, de una edificación del Yo y del Nosotros como lo previo y lo fundamental, aunque ya no en las claves de un código de prescripciones rigorista.
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Piñero, A. (2015):
Guía para entender a Pablo de Tarso. Una interpretación del pensamiento paulino. Madrid: Trotta.
Aborda Piñero desde una imparcialidad de estudioso y científico lo que, sin prejuicios teológicos previos, es posible encontrar en las epístolas paulinas, es decir, las atribuidas al Apóstol directamente y no compuestas por un discípulo o discípulos, como la obviamente ajena y singular
Epístola a los Hebreos, cuyo estilo y densidad teológica son muy diferentes de las otras cartas. Lo primero que nos encontramos, como en todo el Nuevo Testamento, es la presencia de ciertas contradicciones e incluso coexistencia de nociones antitéticas, como la resurrección que acaecerá en el final de los tiempos, que es concebida en términos de continuidad con el todo material que es el hombre, como su plenificación desde la carne y sin contradicción con ella; pero, al mismo tiempo, en ocasiones se concibe como un suceso del espíritu, del alma, sin el cuerpo, que será lo que resucite.
Se estudia en el libro de Piñero en primer lugar 1Tes, cuyas salutaciones y recomendaciones ilustran el tipo primitivo de comunidad cristiana, pasados unos cincuenta o sesenta años de la muerte de Jesús, en el siglo I, en el tiempo de redacción de esta carta que es el documento más antiguo del Nuevo Testamento (los evangelios son muy posteriores y representan, creo y he leído en algunos teólogos actuales una vuelta a lo narrativo, a la necesidad de narrar el suceso tal cual, más o menos, se dio en la historia). Parece que se tuvo que retornar al calor y a la elocuencia emotiva, contagiosa, de una verdad narrada.
Hay un sentido, pues, paulino de ciertas nociones centrales, como la de reino-reinado de Dios, que diverge de los evangelios, en especial, de los sinópticos. El concepto en Pablo significa una evidente, y muy señalada por Piñero, espiritualización de lo que en los evangelios es concebido como algo de raigambre terrenal, dado en la historia, que se espera suceda en el más acá, quizá en los tiempos previos al Juicio final y al momento en que seamos todo en todo. El movimiento intelectual de Pablo es, en general, en ese sentido, muy evidente. Las epístolas son generadoras de teoría, teológicas, mientras que los evangelios sinópticos no en absoluto, o lo más teórico sucede entreverado en la forma narrativa.
Las fuentes para determinar los hechos de la vida de Pablo son, también a menudo, contradictorias. Se utiliza el libro
Hechos de los apóstoles lucano y, como es evidente, las epístolas. Hay en ambos documentos también contradicciones a veces muy serias en concepciones doctrinales, acerca del matrimonio, por ejemplo. No está clara la ciudadanía romana de Pablo, que aunque se afirma en Hch contradice algunos datos. Por ejemplo, el haber sido tan frecuentemente castigado, hasta la posible apelación final al César. Al mismo tiempo se duda de que, contra lo que a menudo se afirma, Pablo fuera totalmente un fariseo. Piñero señala que, en todo caso, conocía más o menos bien la teología farisea, sin pertenecer del todo al fariseísmo.
Pablo escribe sin pensar que sus epístolas se utilizarían más allá de unos pocos años, ya que estaba convencido del muy cercano final de los tiempos, que alcanzaría vivos a muchos. Muy pronto, mucho más que Pedro, Pablo determinó a las primeras comunidades cristianas (p. 24). Sus documentos son muy contextuales, referidos de manera inmediata a las comunidades a quienes iban dirigidos. No entendió sus epístolas como un cuerpo definido de doctrina y teología, tenían un fuerte carácter práctico y se escribían a partir de dudas y preguntas de los creyentes.
El antijudaísmo de Pablo suele darse en añadidos posteriores a sus textos, que intentan justificar la ya declarada separación entre cristianos y judíos de los tiempos posteriores. Él fue llamado Apóstol de los gentiles, el más pequeño (paulus) frente a la majestad de su primer nombre (Saulus). Dominaba el hebreo o arameo, el griego bastante bien y el latín, se deduce. Su lengua materna podía ser hebreo-arameo o quizás, como se afirma en muchos sitios, el griego. Era judío de la Diáspora pero no por eso se puede creer que recibiera (de su ciudad, Tarso) la ciudadanía romana.
Frente a un Filón de Alejandría, el helenismo de Pablo está para ser superado por Cristo, y no conciliado, como sabiduría de origen pagano, con el helenismo. Se cree más allá y fuera de la vieja sabiduría griega (contra, también, Orígenes o por supuesto Agustín), aunque como veremos, emplea categorías filosóficas de su tiempo. De todos modos, conocía muy bien el mundo helénico, los cultos mistéricos tan de moda entonces, y las principales escuelas filosóficas contemporáneas, en plena ebullición (epicureísmo, cinismo, estoicismo). Pero lo que parece tener delante y ser muy bien conocido es la Biblia judía, sin que suela citar de memoria. Es esta Biblia su corpus teórico, lo que él utiliza y que tenía delante al escribir. Él perseguía interpretar los pasajes para interpretar hechos de su/la vida. Frente al método esenio de Qumrán, “La utilización de la Biblia por Pablo se corresponde más con el uso helenístico de los
paradígmata: un texto es el paradigma o
exemplumde una situación, de la que se extraen lecciones, o bien es un relato alegórico de una realidad palpable al final de los días” (p. 33).
Insertamos a continuación una cita de Piñero, que nos parece reveladora, sobre su posible fariseísmo de partida o no, y sobre el grado en que estaba cerca de ellos: “En conclusión, propondríamos como hipótesis intermedia que Pablo habría utilizado el término “fariseo” de un modo distinto, amplio, más como defensor de las ideas fariseas que como experto en razonamientos “rabínicos”. Y para ello no habría sido preciso que hubiera pasado años de su juventud a los pies de ningún maestro famoso en Jerusalén. Habrían bastado su despierta inteligencia y su espíritu celoso de la Ley para asimilar lo principal del fariseísmo, sobre todo a partir de las disquisiciones sinagogales, quizás en Tarso o Damasco. Tanto los Hechos de los Apóstoles como Pablo mismo habrían exagerado aquí su fariseísmo para resaltar la enorme tarea realizada por el Espíritu, que había convertido a un terrible perseguidor en seguidor ardiente del Mesías” (p. 37).
Se mencionan a menudo también los roces paulinos con los cristianos, antes de su conversión, que entre otras razones se especula que pudieron venir de la acusación de que amenazaban la paz con Roma, promoviendo cultos y doctrinas que aparentemente contradecían peligrosamente el Culto al Emperador oficial y el respeto a las autoridades del Imperio. Es una más de las posibles razones de la saña con que es fama que el Apóstol persiguiera al principio a los cristianos, pero no está claro del todo ningunos de los principales motivos que se esgrimen. “Las posibles razones por las que Pablo persiguió al nuevo grupo mesianista de seguidores de Jesús no justifican una persecución sangrienta. El porqué y la cuestión misma quedan oscuros” (p. 43).
La predicación y teología del Apóstol difiere con fuerza del mundo que rodea a Jesús. Pertenece, en cierto modo, a otro mundo. Así, el profesor Piñero aclara: “Los componentes sociológicos y religiosos de la vida de Pablo conforman una mentalidad urbana y universalista que tiene poco que ver con el mundo galileo y rural de Jesús de Nazaret” (p. 44).
Hay que leer a Pablo, como hace Piñero, relacionándolo con su tiempo y con las imágenes cosmológicas bíblicas y babilonias. No se puede extrapolar haciéndole decir hoy otras cosas, porque nos resulte más agradable. “No puede pretenderse una desmitologización absoluta de sus conceptos, pues ello supone arrancarlo de su entorno. Y no puede negarse que pablo alberga ciertas concepciones porque estas no sean del gusto de hoy” (p. 51). Se trata de un propósito y advertencia contundente, que emana del afán científico de Piñero, que opone el estudio y análisis estrictamente científicos, a otros procedimientos que tal vez amparados también en una cierta Ilustración, lo descarnan, cocinan y presentan sin vestigio de mito, pero también, privados de contextualización. Es la pretensión de leer desde hoy y para hoy lo que solo puede leerse desde hoy pero para el tiempo en que viviera Pablo. En realidad, Piñero apunta a que el procedimiento correcto es llevar a cabo la exégesis de un texto que se encuadraba con las categorías de su tiempo, que es justo lo que estamos obligados a comprender, qué dijo a esos concretos cristianos y hombres de su época. Pero de ningún modo resulta legítimo que extraigamos para ahora, desnudando el texto de sus categorías, algo que supuestamente dijera trasplantable al presente, lejos de sus vínculos reales. Es, sin duda, una pretensión valiente y seria de, como justamente afirma Piñero de su Guía, entender sin prejuicios el pensamiento de Pablo.
Otros rasgos importantes de la predicación paulina son que el reino de Dios será cosmopolita, universal, no solo hebreo (p. 52). Además de la raíz y presencia de concepciones judías, en Pablo hay conocimiento y también fuerte presencia de elementos platónicos (su antropología, el intelectualismo, el concepto mistérico de sacrificio). Pero, ¡ojo!, no hay, como se ha dicho, una presencia fundamental del Estoicismo en su plenitud (p. 55). “El estoicismo en sí, como sistema filosófico, materialista, monista, panteísta y racionalista, que explica el universo de una manera radicalmente diferente a la de la Biblia hebrea, nada tiene que ver con el pensamiento profundo de Pablo, estrictamente teísta, creacionista, providencialista, etc., judío en una palabra” (p. 55).Tras algunos excesos que veían en el pasado, entre los estudiosos, una impronta fuertemente estoica en Pablo, Piñero dice que ambos, estoicismo y judeocristianismo implican que “(…) dos cosmovisiones tan dispares y contrarias como la del judeocristianismo y la del estoicismo corrieron paralelas por el siglo I d. C., sin influenciarse mutuamente en las concepciones fundamentales acerca de la naturaleza y su origen y la divinidad” (p. 55). No obstante, hay que pensar que la ética y sentencias estoicas eran ya un lugar común, en boca de todos, y que así sí pudo llegar alguna influencia particular a Pablo. Hay, pues, algunos elementos comunes (p. 56) y en el próximo post diremos algo sobre ello.
Como es tan señalado, el elemento fundamental de discrepancia de Pablo con la escatología y cosmovisión judía (del Segundo Templo) fue la propagación del mensaje a todos los pueblos, incluyendo gentiles no circuncisos. Para esto, Pablo interpreta el mensaje de
Shema y la promesa universalista hecha por Yahvé a Abrahán. Además, Pablo ofreció lo mismo que otros cultos de la época (paganos) a “mejor precio”, o sea, más llevadero y sencillo (pp. 66-67).
En este sentido, con el esfuerzo de propagación y misionero, creció el cristianismo, de la mano de figuras como Pablo. El llamado Apóstol de los gentiles tiene este gran valor, el de elevar un culto atado por ciertas costumbres judías, por la obsesión con la pureza y la ley, a religión candente para todos los hombres: judíos, judeocristianos, paganos, temerosos de Dios (eran las personas que convivían con los judíos sin ser exactamente judíos, pero participando parcialmente de los ritos y manifestando su respeto y devoción por Yahvé).
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Educación y filosofía
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El coronel Kurtz, en la película Apocalypse Now, ha enfilado su última desnudez, en un adelgazamiento espiritual que lo ha ido tornando hacia su esencia, hacia el núcleo invisible y sordo bajo las capas arrancadas a su Yo civilizado. Ha llegado al depósito final y hondo de toda civilización, al precipitado de la guerra. Kurtz no se explica, sino que destila todo su ego hasta alcanzar el hueco y el no lugar que subyace como sima. Afronta la nuda guerra y el despojo de sí mismo. Adquiere una lucidez que enturbia, una visión de lo no visible, una luz oscura. Llega a una conciencia de sí que es la consecuencia de una tensión, una plenitud nihilizante que le ha nihilizado. Kurtz se ha vaciado de sí mismo en su extremar lo bélico, en un ejercicio de sabiduría, para comprenderse como pathos puro. No tenía escapatoria (¿es la locura saberse lúcidamente sin escapatoria?). Ha ejecutado una negación de sí que se torna agónica huida. Kurtz se busca en la derrota. Da vuelo a su derrota. Se ha amortajado dejando que se alcen y evolucionen los límites y vacíos sembrados por otros en sí mismo, hasta el vómito y la malaria. Sobrevive en su cubil, adorado, poseso de su verdad destilada, ensimismado en sus heridas. Todo huele a enfermedad a su alrededor. A una lúcida enfermedad.
Por eso, para ver, se ubica en la extrema estrechez de ser. Muere de inanición, practica un ascetismo excesivo (como todos los ascetismos); le queda su sacrificio. Su actividad quiere ir más allá de lo que se es tensando las líneas de fuerzas, en una labor cansina que teje en la jungla.
En Kurtz parece haber un antes y un ahora, pero desde el uno se ilumina el otro. Es ambos. Es ese pasado que era, militar y guerrero, esa avidez y esa obediencia para no ser, propia de la guerra. Un rutilante no ser de pólvora y honor. Una disciplinada abstinencia de ser. Y también es los cercos que aguardan ahora, después de la aciaga lucidez. Antes y ahora es un no persistente. Porque no avanza. Parece haber avanzado, pero no lo ha hecho ni un milímetro. El no camina falsamente en círculo, blandiendo una alucinada marcha, en la repetitiva asfixia, en el desfile en la asombrosa selva. Sin escape. Un no final que conduce al final irónico, a la naciente ironía, a la lucidez del bélico ironizarse, al impugnar espantado e incapaz lo que se hace, hasta el vértigo y la fatiga, hasta el mayor de los fracasos, hasta el más despiadado no ser.
Kurtz ejecuta un educativobuceo en sí mismo; en un sí mismo al que debe tornar la mirada fugitivo, restallante. Es un fabricarse que mira los límites que lo constituyen; un no superar la propia época. Es nombrarse para nada. Es un impotente querer ser más renegando de ser más. Es una guerra. Un definirse en la sobreabundancia del ser menos al que llega en la jungla. La jungla, que es exuberante reinado de lo efímero.
Existir ha llegado a ser, para Kurtz, un hacerse frente a límites, vivir en ellos y ser ellos, es decir, donde acaba el hombre, la razón o la ética, a las que llega por reducción al absurdo, por su asfixiante contrario. En una tarea que lo pone en relación con el lugar inhabitado de un posible Dios que calla y nos cerca en su mudez, que habita más allá del límite que se es y que es Dios en su clamoroso no estar. Porque donde hay límite hay Dios. Esta es también una vieja guerra, un agónico combate de Jacob con el ángel. Una presencia de Dios que lo es por su ausencia, que no se puede sino postular a partir de la malla de este mundo. Una trascendencia que se presiente en su propia falta, fallida, huidiza. Un Dios parido por la guerra. Un Dios silencioso que se escapa, que no pasa de ser una reverberación sobre la superficie del agua. El Dios del conflicto y del combate. Y ser hombre es un gerundio y también, como Dios, una hipótesis, que es labrada por el vacío y la nada divinos. Es el absurdo de disponerse en una tarea inacabable, infructuosa, desesperante. Es ese tedio, ese plano. Es poner el final y el principio, que se mueven como el horizonte cuando se avanza. Es llegar a Dios por la desesperación.
Educar-se es poner, también, una definición. Es aquí donde se alzan definiciones que el hombre muerde en su frenesí de ser. Muerde y obra, se explaya, se crea en el espacio donde hay que poner lo posible. Es una tarea que ciegamente ejecutamos, la de colocar las verdades y realizar el logos, el camino hacia las mismas, en una tensa e incompleta inmanencia. Educarse es saberse rodeado de abismos, saber que ninguna decisión los borra, que nos interpelan calladamente. Es la lucidez de vislumbrarlos, de saberlos abiertos bajo nuestros pies.
Es lo que el Coronel Kurtz ha descubierto, en suma. Que el hombre pone abismos; que es abismos. Su tierra se ha movido, como en un sismo; lo telúrico donde anda parece no sostenerlo. Kurtz sobrevuela espantado la banalidad de ser, nombrándose imposiblemente, definiéndose mediante la indefinición de la guerra que disuelve. Kurtz es un pasmoso intento de renombrar las cosas, de conducir a todos a ese tiempo nuevo que hay que establecer y fijar, pero el cual es en realidad, tristemente, mera repetición de lo dado, vertiginoso reflejo, caos de espejos. Es estar atrapado. Eso es lo que ejecuta Kurtz, ese orden caótico. Sus nombres constituyen una pobreza y un horror. Ostenta la lucidez de ver lo vacío de ser repitiéndose, de sumar vacíos. Kurtz es el intento de ser más sin poder ser más.
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Hay una gratuidad de las cosas que en sí, en cuanto mera gratuidad, conmueve. Se trata de lo infinitamente tierno de todas las cosas en su titubeante florecer, en su risueña seriedad de ser. Hay en ellas un darse inacabado, una válida invalidez, una gozosa herida y una carencia. Hablamos de la honda belleza de lo que se nos da por el hecho de darse, mansamente; una belleza que nos vence y que se muestra llena de oquedades. Palpamos la equívoca presencia cuyo fugitivo carácter asimos imposiblemente; vemos y pensamos lo que se derrama, las cosas inocentemente ofrecidas a la comprensión. Vemos en ellas la máxima luz en una máxima oscuridad, lo más lejano en lo más cercano. Las mira un ojo que cede a la proximidad de la cosa pero también a la distancia, en un mirar más allá del mirar. Es un ofrecimiento de lo gris. Es la irritación y prurito de ser fatalmente. Es una suerte de mentira en las cosas, un doble juego, un baile jubiloso. Un guiño fugaz, huidizo y juguetón.
Existe una desnudez de las cosas que, contrariamente, puede ofrecerse donde parece no estar; una mengua y una reducción en el exceso; una ligereza en la opulencia. Puede ejercerse, así, el recargado retorcerse del mundo exprimido hasta llegar al alma chispeante. Pero también hay un vago rococó, que encubre y calla el mundo diciéndolo en una explosión que se lanza sobre la cualidad silenciada; un ser menos jugando a ser más. Una apuesta ornamental que de abismo barroco se ha tornado afectación. Un inverso ascetismo de la posesión y del disfrute frívolo de los bienes.
Se enfatiza en lo rococó la ironía del traje que encubre nuestra desnudez, el juego insólito de la ropa. Se trata de nuevo de las cosas, de su silencio y de su halo. Nos revolcamos en la gratuita exhibición queriendo ser falsamente en un elocuente olvido de la intimidad vibrante. En el adorno la cosa demanda su contrario, como una suerte de profundidad en la exhibicionista superficie, y que cuanto más insiste en lo mucho, mayor es la sombra proyectada. La cosa, escandalosamente expuesta, se torna disimuladamente sombra liviana e insondable en el exceso plano. La cosa admirada pone en riesgo y postula nuestra inanidad cuanto más nos seduce. Porque mostrarse en demasía, escandalosamente, llama a su contrario, tiende secretamente a las toneladas de silencio que arrostra la cosa sin la ropa. Cultivar ese silencio en la desmesura, multiplicar los recubrimientos que acercan a lo que es inasiblemente lejano por callarlo. Porque hay una callada lejanía en todo, un guiño, un juego de agarrar y esquivar, de eludir e ignorar que se es mirado. Es una peculiar lozanía de las cosas del mundo, de las rosas.
Ora conmueve y ora regocija la suma delgadez de las cosas al pensarlas, cómo caen los velos. Puede reducirse el pensamiento a un escuchar las cosas que nos hablan mudas. Es preciso ejercer un pensar que sea un asir en la pura desnudez más allá de toda opulencia, que sepa ver la ciénaga cegada por tanta jungla y desmesura, bajo ella, sustentándola. Nos conmueve la cosa cuando se ofrece en un acto pasivo e inconsciente, involuntario, que capta el paseante, sujeta al tiempo y al olvido, al riesgo y a la nada. Hay un conocer las cosas como nadas.
La verdad oculta es tan simple que provoca las lágrimas. La sencilla desnudez que acecha en las cosas, que a su vez nos desnuda. Apenas husmeamos el abismo que se abre inagotable bajo las raíces, que se dice en nombres y afirmaciones impronunciables. Para ser consecuente con el abismo hay que callar en un nombrar sin nombres. Nace en nosotros una cálida ternura ante esta situación bella y alarmante, ante el frío de la desnudez expuesta. Conmueve saber que la cosa es íntima explosión más allá de todo lenguaje y mirarla en cuanto apertura que se cierra. Todas las cosas están, en un momento dado, sometidas al tiempo, que las zarandea. Las cosas parecen bullir afirmativamente al mismo tiempo que se someten a la amenaza de no ser.
Pero no se trata de que moralicemos a partir de la temporalidad. Porque hay una amoralidad en el tiempo. Hay una dimensión exenta de nombres en el tiempo, que parece obrar en algunas cosas, especialmente en las naturales, como hundimiento impávido en la nada constituyente. Hay una fiereza básica, inasible por no ser buena ni mala ni nombrable, que está por debajo de las cosas. Un efímero alzarse a pesar del lastre aciago; un estar sobrepasado por lo más allá del propio nacimiento. Este tener raíces en lo otro que no es, este afirmar desde la negación, esta precariedad, esta lastimosa impotencia, este breve resistir de la flor liviana al viento que la agita, es lo que hemos considerado al principio como lo conmovedor, lo bello que es aciago, de las cosas mundanas.
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Existen aspiraciones inútiles que acaban absorbiendo a quien se ocupa de ellas, que son peligrosas tareas imponentes en sus ideales pero precarias en su puesta en práctica. Uno siente con fuerza el sesgo y la tara de este mundo a medias, siempre tan gozosa como perdidamente por hacer, y practica una lejanía de palabras inútiles respecto a lo que podemos, en principio, llamar “idea”. Es la aspiración a una persecución en la que el aspirante se diluye y confunde con la tarea que labra en el tiempo para obtener lo que se aspira y desea. Un buen ejemplo de esta tarea imposible, inútil y casi suicida, que amenaza al mundo y al sujeto, que los cuestiona y asa en la parrilla de las palabras, es, por supuesto, la escritura. Porque el que ingenuamente escribe aspira a un plan, idea u objeto que es tenazmente impugnado por la propia escritura, que nunca se logrará por esta vía torcida, que cubre y en el mejor de los casos, desliza hacia una nada. Escribir es barrer, tenazmente, limpiar el cristal de una ventana en la noche profunda que cae sobre la dehesa, arrojar mantas y vestidos que vistan pero oculten el secreto centro invisible. Nombrando y diciendo nos alejamos, en realidad, de este centro, que permanece cuando termina la fiesta, como otra fiesta secreta. De este centro evocado imposiblemente escribe Roberto Juarroz, en una escritura limpísima, sutil y delicada. También Juan Ramón Jiménez escribió: “inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”. Y justamente de esto, expresado por dos poetas, intento yo escribir ahora, del empeño que ellos, y todo el que escribe con mejor o peor fortuna, manifiesta, de decir el Nombre.
Inútil y siempre fracasada ocupación, porque escribir es olvidar, y nombrar es recubrir. No digo que no tenga en absoluto sentido la escritura, pues los hombres debemos insistir en el nombre, ya que en el acto de nombrar y en la escritura nos escribimos, nos situamos, nos engarzamos con el centro postulado, que es oblicua y negativamente perfilado por los nombres. El centro es y no es los nombres. Porque el centro está y se hace presente, invocado, por el palabrear del hombre. ¿Es un verbo el nombre, por cierto? Una lluvia que habla de un posible océano sobre el cielo. Un centro del que únicamente experimentamos su ausencia. Por eso, la facultad que más nos acerca a él es la nostalgia. El centro existe porque lo echamos de menos. Un centro cuya principal propiedad para nosotros es que nos falta. El que escribe debe tenerlo en cuenta, y debe saberse fracasado que fracasa constantemente, en las líneas que ara la escritura en el fondo blanco. Porque por mucho que escriba sobre los más variopintos asuntos, su escritura forma parte de y realiza una vocación aun más secreta e inútil, una vocación que así lúcidamente se sabe inútil. La escritura es como arañar en el vacío a fuerza de palabras que quedan magnéticamente instaladas, pero siempre amenazantes y amenazadas, enfermas, palabras que a veces levitan o que se hunden en el subsuelo y que siempre, en todo caso, yerran el tiro. Las palabras se arrojan, para que queden como visibles testigos de la merma que es el hombre, de lo poco lejos que alcanza, de lo que tiene de nada y de resta. La secreta y auténtica aspiración del escritor es, digámoslo ya, escribir para que permanezca imponentemente grabada la Palabra en el vacío. La vieja concepción cabalística del nombre que es todos los nombres, o los nombres del Dios islámico que no llegan a definir jamás a Dios, para lo cual haría falta una palabra, una sola palabra que acaso apenas sea todo el texto venerado que llegue en el mundo mancillado a desvelar lo inasible, esta vieja concepción es la que subyace, de hecho, en toda escritura.
Sea la narrativa, la poesía, el guión cinematográfico o el teatro, todo persigue cansina y monótonamente, como en un mismo mantra, escribir, es decir, marcar en el volátil aire, oblicuamente, el nombre secreto. Hay una diversidad inagotable de textos que nos mantiene y ocupa, textos que somos, en una bella y digna variedad, pero una diversidad que aspira a un centro que si llegara a decirse haría inútil el lenguaje. El lenguaje existe como tarea, como ser del hombre, mas alude y aspira a lo que es menos pero más, infinitamente, que todo lo dicho. El nombre no es tanto un añadido al mundo, sino una resta que dice lo que no puede ser. Vivimos de hecho de este modo, y tal es nuestra naturaleza o condición. Hablar, escribir, para nada. Esta es la paradoja. Se es lo que se es en la suma de los actos, pero lo que verdaderamente sea, siendo deseado, es la más descabellada aspiración soñada. Es exactamente un sueño.
Se busca, pues, el nombre secreto, y la literatura existe como digno testigo de la imposibilidad de lograrlo. Cabe imaginar esa única y pura fuente como lo que está al principio y al final de la escritura. Es lo que se resiste a ser capturado por la palabra, pero que nos habla y pronuncia, en un lenguaje olvidado. Por tanto, hoy sólo queda ese olvido, esa nostalgia que nuestros antecesores tuvieron de nombrar impecable y certeramente y de glosar o reflejar una lengua primigenia y perfecta. Es la Palabra, por tanto, impronunciable, y la actualiza, no obstante su invisibilidad, una nostalgia y un deseo. Escribir es también, en este sentido, ejercitar una suerte de lejanía. La Palabra es la aspiración a que el mundo sea agarrado y mantenido en el ser, a obtener una consistencia que en realidad no lo es, y una hipótesis de mortal desmesura. Así, la aspiración es sobrehumana, y corre el riesgo de que quien escribe se deshaga en su escritura, en el torpe intento que emprende cada vez que agarra lápiz o teclado del ordenador. El contacto con esta secreta Palabra, su búsqueda, hiela y nos convierte, como la mirada de Medusa, en piedra. Uno se perfila y densifica nombrando, pero igual que esto le da consistencia al escritor, se la sustrae por otro lado. Así, si escribir es escribirse, también topamos con una equivocación, de esas equivocaciones que lo son porque aspiran a falsedades, pero que aciertan en cuanto nos constituye lejanos y mudos. El escritor escribe porque es mudo, porque no tiene lo que postula, y por eso reduplica el mundo, lo refleja y multiplica en arañazos frustrados. Así, el escritor está condenado a la frustración constante. Quizás quien más acierte, por lo menos con el intento, sea el escritor fragmentario, de la estirpe de Nietzsche, con todo lo que hasta hoy se ha practicado. Al menos en el fragmento queda patente el carácter roto del mundo, su quebradura, y nuestra quebradura.
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Hoy pensar implica sentarse a velar junto al enfermo. Velar, desvelarse por él, de alma a alma, triste y tiernamente. Acompasarnos, sabernos contagiados, zarandeados por el triste sino. Pensar es pasar el trago. Pensar es un sombrío deber en el que nos va la cura, invocada por la extremada negación que nos oprime y enreda, pero también invocada por los cuidados atentos. Pensar es enfermar-se y curar-se. Pensando emprendemos un consabido y tópico vagar entre luces y sombras, entre las tensiones de tantos lugares comunes, bajo los tópicos. Y es dar un pasajero arreglo, liviano e inútil, ciñéndose a otra palabra nueva.
Es el propio mal el que expele tensamente su cura. El No enfermizo se torna en un Sí en el trabajo de pensarlo y en el atento cuidado. Nos acunamos acunando al enfermo. La enfermedad es lugar de tristeza y de ternura. Ambas son invocadas, como caricias inútiles. En este sentido, es momento de dejarse convencer por la inutilidad de la desahuciada ternura, por la callada tristeza, soportando las reglas absurdas. Iluminar-se, descorrer el velo, en pos de una verdad como aletheia que viene oculta cansinamente en esta larga patolología, verdad acaecida con los olores a medicina y orina en la única habitación de la casa, la más honda y la más ligera de las habitaciones. El dormitorio que pasa y nos lastra, que se halla potentemente magnetizado. Porque en la enfermedad que acucia, en la pesada y monótona enfermedad, apenas alcanzamos a manotear.
Me atrevo a suscribir la idea exagerada de que debemos enfermar con el enfermo. Practicar un psicoanálisis fatal, errabundo y poco ortodoxo. Un psicoanálisis como último acto, in extremis, tropezando con imposibilidades y gérmenes rebeldes. ¿Habrá que apurar su terminante lugar sombrío, el callejón, y encerrarse en el insondable pozo de su pathos? ¿Habrá que saciarse de su cuadratura? ¿Sumirse en lo que evoca e invoca la cansada tos? Hay desde luego una invocación, es decir, una perentoria demanda por cubrir. Como la manta cubre tiernamente el cuerpo cosa del enfermo, hay que aproximarse a lo que se ha ido tornando una presencia dolorida. Hay todavía el logos extravagante que captar, cuando todo apunta a un caos inquieto. Hay que recuperar el viejo logos. La nostalgia del camino olvidado. Hay que saber captar esa subyacente inquietud que reluce bajo la reluciente y plana publicidad de este mundo. Hay que desgarrar. Hay que recuperar lo que era, antes, hipotéticamente, correcto. Debemos corregir la trayectoria a golpe de melancolía. Pero no hay más que hacer. Es preciso llorar o reír callando; decir, pero decir poco. Cuidar y pulir algunos nombres. Susurrarlos. Es necesario escuchar las llamadas al amor en el tedio de existir. Porque hay una cierta verdad en el hastío y el tedio.
Nos vence lo que hoy se lleva, como un burdo tedio, como el comodín de la baraja que la consagra y replica, inútil, que se alarga, que nos retuerce. Pero también hay en el tedio una amena y fresca sombra, una victoria cuyo reino desconocemos. Hay que acoger todo ello tristemente. Porque la tristeza es lo menos que puede hacerse para rehacer, tiernamente, el mundo. Un mundo de pena, pero que oculta una absolutamente otra promesa, otra idea, otro reino. Cabe imaginar nuestro mundo al revés, un darle la vuelta y trastocarlo. ¿Bastará con eso?
Sabemos que está la enfermedad, el enfermo al que hay que cuidar y guardar. Hay que limpiar los blandos almohadones que protegen y abrigan al enfermo, cambiar los emplastos, colocar el cuerpo sagazmente para que no se ulcere. Después vendrá la risa, pero ahora urge sobre todo esa ternura. Urge ese pensar el enfermo. Urge esclarecerlo, decirlo y callarlo. Es lo que hoy demanda nuestro mundo, un conocer patológicamente enraizado, que hunde sus cimientos en una existencia dolorida, tullida, que se alza como puñal que apunta al propio cuerpo. Esto es ya una idea vieja, la de que es preciso sospechar cuando se piensa y rumia el mundo, sus disposiciones y “objetos”, su mayor o menor humanidad.
Todo es una patología del nombre y del todo, de haber confiado en exceso en el acto de nombrar, cuando lo que se nombra es siempre una negación que se alza. El nombre afirma que no es. Nombrar es velar, torcerse, llenarse, saciarse de sucedáneos. Y sólo colateralmente, apuntar al ser. Es mantener y continuar el engaño, conceder importancia vital a lo que sólo oblicua o contrariamente es lo vital. El hombre debe contemplar la amplitud inagotable de cosas que son su/la muerte. Debe captar el asimiento y dependencia que nos agosta, que agota nuestra vida. Cuando lo que hace el hombre es, principalmente, situarse en el mundo, la enfermedad parte de una ubicación falsa y ciega, de una fallida colocación. No soy tan conocedor del asunto como para indicar ahora lo que se es en la salud, sino que entiendo que ello, como señala Iván Illich, ha de llegar por sí solo, tras el esfuerzo por pensar la enfermedad. Es este el pensamiento que se nos impone. Hay que mirar bien, hay que olfatear, hay que palpar el sino que nos arrastra. Pero lo que venga con ello es, por ahora, desconocido.
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Cuando ya no queda nada del día, el día está en su plenitud.Maestro Eckhart, sermones.
Uno sobrevive más desangelado en la noche. Uno se mece en las horas huecas que lo desnudan, que lo van desvistiendo. Uno se resta día. La noche es una periódica sustracción, una merma. La noche es frío donde uno es más precariamente uno. Ésta es la revelación nocturna, el nudo delirio de los noctámbulos. Ser uno que se desliza. Ser cuando se va a la fiesta gregariamente uno. Uno a solas y multiplicado. Singular pero común. Reflejo.
Un prolongado resbalón. Uno abandonándose en la soledad de la noche. Sustrayéndose en el goteo del tiempo, cuando el hombre se torna único hombre, débil y desvelado, convaleciente de tanto día, de tanto sol agotador. Hay dos enfermedades que se llaman día y noche, pero que en realidad son la misma patología, el mismo pathos del vivir sin sustancia. Tras el desasimiento, en la larga noche invernal, sentimos, helados, que la rosa florece porque florece. Quizás ésa sea la sabiduría de la noche para quien sepa oírla. Su nostalgia.
La noche despoja. Es un sin vivir más preclaro y más sin vivir, en el que los dolores del día se hacen tan definidos como intangibles. Y caemos infinitamente desnudos. La noche arranca y roba las vestiduras. Hiela. Por eso hay una inefable ascesis en ella. Un nadeo, una red asfixiante, un despliegue de lugares comunes que son la noche, de tinieblas y de tópicos, de palabras rutinarias. Una ascesis de tópicos. Un raquitismo. Insufribles lugares comunes, pétreos. La noche es, ciertamente, una callada y tediosa lapidación.
Hay una explanada nocturna. Un horror bajo los tópicos que desnudan porque visten y revisten. La oscuridad es suave y terrible. Se diría que tierna y soñolientamente capturamos en ella lo que en el día se viste de disparates medidos, ordenados, de barniz cotidiano. La vulgar esencia. Lo muy repetido, lo duplicado, brilla silenciosamente de noche. Es preciso abandonar los tópicos del día para obtener en la noche una lucidez de tópicos. Ésa es la clave y la lucidez, saberse atrapado. Hundido en el tráfago de lugares comunes con los que hay que combatir, que son opio. Un combate eternamente perdido. Una música que irrita. Como los trapecistas, nos agarramos a cada trapecio rítmicamente, a cada uno de ellos a los que saltamos. Escasa y pobremente nos agarramos.
La noche, tan reiterada, es mito, y por eso es una nada que cansinamente nos golpea. Una previsible originalidad. Un renacimiento en otra parte igual. Uno escoge si vivir en la luz cegadora o en la luz que es sombra, que activa las repetitivas ensoñaciones y estrellas, en el no día del día retorcido y sublimado, destilado.
Vivimos en el tópico. Nos retorcemos en él. Lo albergamos y mantenemos como centro de nuestra vida.
Tópicamente podemos indicar que la vida y la noche son sueño. Disfrutamos de una mayor para-existencia leve como el sueño, cuando aparece la lucidez del frío y las sombras que agotadoramente son lo mismo que el día; una inversión del día que, por tanto, se sujeta al día, que es disimuladamente lo mismo. Por eso, la noche es triunfo y derrota. Perdemos la sobreabundancia de hechos, de sucesos previsibles del día. La noche es pérdida. Es el día fracasado. La lucidez del fracaso. Y su imprevisibilidad esconde una férrea previsión. Su realidad es ser impugnación falsa e imperfecta del día.
La noche es escasa en su trasiego. Es más que el día siendo menos. Pero la noche no sobreviviría sin la mañana, el mediodía y la tarde. La lucidez diurna de las horas desarticuladas, del no sentido, del estar porque sí deslumbra en su apagado contrario. Una duplicada trivialidad. Día y noche. La noche se nutre fatalmente de la claridad diurna y la exprime.
Puede florecer la noche como una breve flor silvestre. Es rara, es trivial, es sencilla, es común, es muchos. Como en el día, hay en la noche que enfrentar también un tedio de pálidos tópicos.
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Educación y filosofía
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La película Blade Runner encierra, en su mayor parte, un derroche de erudición. Como es sabido, las citas y referencias presentes en la película son innumerables, casi inacabables. Hay una riqueza de elementos eruditos en ella que llega a constituir un desconcertante caos. Se acumulan no sólo las citas, sino las interpretaciones del filme, como la interesante cuestión Deckard que se lleva años debatiendo y que ha dado pie a innumerables textos en internet. Se trata de si Deckart es o no un replicante. Una nueva complicación. No es más, esto, que un buen ejemplo de la riqueza explosiva y apabullante del filme.
Blade runner es, pues, una película caótica y erudita. Y ésta es ya, de por sí, una de sus trágicas ironías. La película teje, enreda. Es una aparente explosión afirmativa que, sin embargo apunta a una ironía, en el sentido de la ironía que salva y contradice lo que en el filme resulta más ornamental. Apunta a su negación. Su exuberante desmesura, su potencia sumativa se transformará en varios momentos en mengua y vacío. Un vacío en la abundancia. Al tiempo que se desarrollan pedazos de película, con sus citas e interpretaciones de todo tipo, hay un fondo trágico que es el sentido nulo, la nada, que acompaña a su profusión, a la profusión del Los Ángeles oscuro del futuro no muy lejano en que transcurre la película. Así, en primer lugar, es, sobre todo, un desarrollo retórico que define, positivamente, el futuro-presente de Los Ángeles. Pero inmediatamente, expele una melancolía a partir del sino y caída de su sociedad, de su carácter tan complejo como plano al mismo tiempo. Hay una profundidad y una salvación irónica, pero hay que captarla entre líneas.
Pensemos un poco su melancolía. Ésta es, como el Barroco, un saberse nada, un cierto nihilismo que vislumbra retazos de no ser en el ser. Las piezas que la componen cuanto más acumulan, menos dicen; cuanto más planas, más soterradamente ahondan de un modo oscuro e indirecto. Porque a pesar de todo hay una tensa profundidad en Blade runner. Es lo que se insinúa de modo oblicuo. Se trata de un fondo sin fondo, de una nada abisal. Esta nada está en el origen, por ejemplo, de los replicantes. Máximo producto de una tecnología asombrosa que hoy se entrevé, son también productos huecos, sobre todo por la ausencia de recuerdos. Son seres sin memoria en un mundo lleno de cosas pero también desmemoriado como ellos, o sea, sin la costura que traza la memoria. Hay memoria, pero no tanto en la retórica, que es mera inercia y espejo, ni en la técnica maquinal, sino en las ruinas. El fondo de la humanidad perdida se insinúa y señala,
benjaminianamente, en lo desprovisto de valor y truncado. Son los solitarios y ruinosos rascacielos donde viven y circulan algunos personajes. Hay humanidad, pero humanidad negada o fracasada. Cuál sea este fracaso se percibe, sin palabras, en los grandes carteles luminosos publicitarios, en las máquinas y, ejemplarmente, en los replicantes. Estos son seres humanos en una plenitud de belleza, fuerza e inteligencia que, sin embargo, nacen y viven vacíos de esa memoria que saben les falta y a la que buscan afanosamente en las casas de las personas “normales”, en forma de viejas fotografías.
Y esta tragedia de Los Ángeles es este vacío que revienta como firme acompañante de la acumulación de cosas. Como cuando Zora muere abatida y cae contra unos interminables escaparates llenos de maniquíes. Ella misma parece un maniquí. Muchos replicantes mueren como si chisporrotearan, como máquinas. Y es ese vacío esencial que los constituye el que reclama, para huir de su “maquinidad”, ser llenado. Desde su nada, buscan en un combate ya perdido, llenarse y acumular. Así, en el famoso monólogo final del replicante Roy Batti, éste parece asombrarse, en una queja muy bella que parte de saberse un mundo, un recipiente construido mediante la operación de sumar (los escasos pero emotivos recuerdos que ha logrado contener de su precaria experiencia de esclavo). Pero el llenarse de cosas implica un vacío como sino, trágicamente. Ser fatal e indirectamente vaciado cuando se suman las cosas. Ésta es la profundidad y la tragedia de Blade runner. Es lo que subyace en todo el filme, la amenaza constante de la nada. Los replicantes saben que van a morir pronto, pero en un desesperado cerrar los ojos ante esta coactiva realidad, se hartan de ver, recoger y recordar cosas. Se pretenden humanizar sumativamente, ser algo, ser, mediante una experiencia densificada y almacenada como recuerdos. Son los recuerdos que Roy evoca en su monólogo, las maravillas, los palacios de marfil, la humana y deshumana tecnología que sorprende y pasma. Es lo que él, pobremente, en su corta vida de esclavo en las colonias exteriores acierta a recoger y guardar. Pero hay un momento en el que él huele y sospecha un plus más allá de todo lo acumulado, una suerte de silenciosa superación.
Roy sabe que le llega, calladamente, su muerte, su propia muerte programada. La nada parece vencer, pues todos los recuerdos se disolverán
como lágrimas en la lluvia. La muerte y la nada vencen. Pero en realidad, el postrer replicante que vemos morir llega en su aceptación de la muerte a una intensidad sobrehumana, más allá de su vacío. Cuando todo tiende al no ser, entonces se revela una rara, ambigua e incompresible afirmación, no afirmación erudita, de enumeración, producto de una suma, sino el alzamiento de una nueva mirada capaz de superar todas las falsas afirmaciones anteriores. Hay una transformación cualitativa del propio Roy. Roy ha pretendido llenarse para ser, pero ha fracasado en este empeño. Entonces, en su última lucidez ha experimentado la falta de sentido y el fracaso. Ve que la nada se cierne sobre ello, amenazante. Sabe que todo se muere con él.
En este momento culminante, brilla con trágica intensidad la nadificación de todo, el más alto nihilismo de una civilización y una existencia que son nada. Se sabe ya, vacío, perdido. Pero, irónicamente, abandonado a la muerte y cargando con su vacuidad, parece haber adquirido una última y vasta sabiduría. Ha tenido que ver algo, que experimentarlo y sentirlo. Ha debido contemplar la nada, su nada. Debe saber que todo lo que deja atrás es nada. Todas las imágenes. Y al vaciarse parece, de un modo sosegado y sutil, llenarse, esta vez sí, de algo revelador, que lo transfigura precariamente en una paloma que se le escapa volando de las manos moribundas. Se trata de un momento del entendimiento, que es un mirar transfigurador. Roy comprende en el momento de su muerte y muere como ser humano, como persona, en una bella aceptación. El hombre no va a durar, no va a ocupar todo el tiempo, pero en densos instantes, brilla o ha brillado. Algo parece haberse colado, una sutil idea, nueva afirmación, desde la que todo lo anterior se reinterpreta. La película recibe y dona, así, su iluminación. Un iluminar dialéctico que ilumina a-sombrando y negando. Todas las sombras que se han percibido en la película son por fin vistas como sombras. Y es la sombra previa la que ahora se llena de un ambiguo y raro sentido. Un sentido que no es más que la breve y tardía iluminación, que no escapa a la muerte pero que llega acarreado, precisamente, en el mirar a la muerte. Cuando Roy es menos fuerte, más finito y por tanto más hombre, deja tras sí una cierta apertura que irónicamente dice un sí que apenas se había mostrado en toda la película. Hay una rara mística en Roy, que requiere de la abundancia de la nada que desborda retóricamente a la película para abrir un absolutamente nuevo (no acumulativo ni retórico) ámbito. En este ámbito de ilógica y poco razonable esperanza concluye el filme.
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¿Es en realidad todo dogma religioso acerca de Dios una soterrada e inconsciente negación de Dios? ¿Es la tradición una afirmación total, que se basta a sí misma para ahondar en la divinidad, o antes bien supone un recubrir la nada original? ¿Es preciso mirar a la nada entreverada en el ser, una nada primaria y nadificante? ¿Y ad-mirarla, nihilizándose? La tradición católica, con la reserva de una cierta teología negativa (todos suscriben que resulta imposible coherentemente mirar de frente y decir a Dios) ha desarrollado respuestas. Pero en el mismo mundo católico, y ya en el Nuevo Testamento, se dan señales de un necesario despojo tanto del hombre como de Dios (San Pablo, epístola Filipenses). Y de hecho, cuanto más se dice, en la tradición, diría que más lejos se está de una apropiación de la divinidad. Ésta parece, cuando se piensa seria y coherentemente, alejarse, como las manzanas de Tántalo, cada vez que la teología y en general el hombre, intentan alcanzar el fin de sus deseos más grandes y desbocados. En estos días estoy apreciando el lado místico, basado en el silencio y la desnudez. Concretamente, voy leyendo o mejor dicho releyendo al protoprotestante Maestro Eckhart, que indica constantemente cuánta nada acompaña (y ha de acompañar) a lo religioso y al propio Dios. Quizás sea la tradición protestante luterana la parte de la cristiandad más sensible con este asunto. Porque hay un terrible silencio, una ausencia de intervención y una imposibilidad en la idea de Dios. Su nada divina contagia al mundo, doblemente, la nada. Es el Dios cuya presencia nadifica al hombre, y al que se halla en las sombras. Impone su inefable grandeza el vaciamiento de todo, del lenguaje, de los conceptos, de las afirmaciones; todo se derrumba ante un fondo del ser absolutamente inconcebible, intangible y extrañamente ajeno.
Por esa cualidad divina, por su extraño ser creador pero suicida, ha de ser en la escasez y en el desierto donde resuene y sople con más fuerza y libertad. Todo esto no implica que no hagamos nada, sino que tan solo, estoica, senequianamente, se recalca que cuando uno mira donde pisa, no hay sino abismo. Hay un cierto “no” esencial, obvio. A él podemos acceder ascéticamente. Se puede y se debe andar y mezclarse con el mundo, saberse imbuido e impregnado de mundo (somos mundo), pero mientras sucede la ética, la conducta y la verdad escogidas, la mente cabal ha de encajar su debilidad y las arenas movedizas en que se cimenta. De hecho, todas la Escrituras son un inmenso interrogante, con el que empiezan y acaban. No se deja asir sumativamente Dios, sino que se revela sorpresivamente en la operación de restar.
Es porque el hombre se pregunta cosas que no sabe responder por lo que se ha esbozado para sí mismo un desconocido centro. Una broma severa para el mundo. Un Dios al que apreciamos por su sombra. Un ver sombra, nada más que sombra. Una hipótesis desesperada. Porque aunque distintas tradiciones y sectas intentan esbozar un pálido retrato de su propio Origen, fallan; constantemente la brisa, el gorrión fugaz o el delicado colibrí en los Trópicos, se escapan.
Ser cristiano, pues, es saberse huésped de una idea de mundo abortada, de una inconsistencia existencial, de una ausencia de explicaciones, que nos hacen removernos peligrosamente, como el ahogado que intenta salvarse manoteando inútilmente en el despiadado océano. En ese removerse habita, tal vez, Dios, y se hace presente. Una presencia irónica,
in extremis.
Ser cristianos es, también, ser dueños de la idea absurda y fatal. Asumir una normalidad inadmisible, ser fieles a una equivocación constante y reiterada. Es saber que las palabras humanas son ecos de una Palabra soñada. Porque
la vida es sueño para el cristiano. El cristiano ve turbio, apenas alcanza a mirar la totalidad que ha construido; ella y él están nublados. Pretende sumar el intangible aroma del invisiblemente bello incienso, su dulzura sin cuerpo, su borrachera, en una densidad añadida que es humo para el humo. Un querer añadir, pero es un añadir que resta y no suma. Una hermosa e iridiscente pompa de jabón. Un dar más vacío al vacío. Una exuberante despliegue de vacíos. Un teatro de velados significados. Un señalar sin saber lo que se señala; pero queriendo señalar muy lejos.
Todo ello es obvio cuando se analiza cada torpe intento positivo de nombrar a Dios, mero humo como hemos dicho, y nos topamos con una recreación de innumerables obstáculos o una eterna vaguedad. Podemos arropar ese centro flotante pero perdiendo la limpia desnudez del mismo. La estilizada delgadez, el hilo sutil de la araña, la seda se olvidan porque se nombran. Un cristianismo esforzado en un nombrar que siempre yerra. Nombrar es, de hecho, no dar jamás con el significado. La lección de la teología negativa es, o debe ser, toda la teología. Dios, digamos tan retórica como vulgarmente, brilla por su ausencia. Brilla en su ausencia.
A Dios debemos recordarlo, no nombrarlo, pero sí imaginarlo o anhelarlo. Debatirnos en movimientos de palabras que no son la Palabra, que pululen infinita, retorcidamente en pos de nuestro propio reflejo. Porque es en reflejo de reflejos donde se insinúa y entrevera. Mustiamente.
No puede irse más allá de un movimiento de pura humanidad, como balbuceos. Eckhart señala que Dios llena lo que primero se ha vaciado. Como el aire que irrumpe en un espacio de vacío, llenándolo todo y como llamado por poderosa llamada. Dios no está patente en las afirmaciones de la tradición (salvo siendo su reverso), sino en la lánguida pureza y el hambre, un hambre más vital que el hambre, un hambre de ser. El camino de Dios es, lo saben todos los cristianos, torcido. Incluso a veces se lo afirma dándole la espalda, en la cruda y contundente negación. Por eso, acaso, Rahner se refiriera al cristianismo anónimo de algunos ateos. Esto es así porque, insisto, Dios es inalcanzable en línea recta. La aproximación ha de ser como un río lleno de meandros.
Es, en lógica consecuencia, sólo a través de las crisis como entrevemos a Dios. En las quebraduras y pliegues. El barroco lo prueba, época de profunda crisis y desconcierto. A Dios nos conduce, en efecto, un monumental desconcierto, una pérdida de la razón, un autopercibirse sin lugar a dudas como un tarro vacío, una contenida desesperación. Curiosamente, es justo en las épocas de persecución, en la triste renuncia, en la mayor ausencia donde gusta de revelarse. Ahora que fracasa la Iglesia, por el número de fieles que la abandonan y su menor alcance y poder, es acaso el mejor momento para entrever a Dios. La Iglesia debe despojarse y arrojar lejos sus abalorios. Pues acaso sea en la melancolía y el abandono donde está (sin estar) Dios. Dios está, de hecho, porque no está. Éste es el único modo admisible de teología.
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Ser cristiano es asumir una cierta dialéctica de ideas que abren mundos en el mundo. Es donarle al mundo una densidad, una carga. Es apelmazar el aire, casi solidificarlo. Es anclarse en un fondo que se pierde en lontananza. Es una profundidad en la superficie del lenguaje. Es un envolverse voluptuoso en palabras que ciñen la existencia, un ahumarse y nublarse del mundo. Es aceptar paradojas desconcertantes y absurdas que sin embargo otorgan una suerte de lucidez, paradojas que abren brecha como bisturíes en la materia, la historia y la existencia personal. Es saberse abrazado por ellas. Es un violentar el mundo. Es un continuo transmutar y transfigurarse, un vestirse de símbolos, un bucear en un océano de textos. Es un desafío, un problema y una borrachera.
El cristiano es, sobre todo, vagabundo, y mora en un ambiguo universo, un universo coloreado y teñido, como vestido por una explosión de túnicas. Ser cristiano es agarrarse a algo que viene de lejos, engolfarse en ello, con el fin de ser lanzado a nuevas complicaciones. Es un, de hecho, complicarse, bifurcarse, diseccionarse. Es tal el milagro de las palabras que llamamos cristianismo. Un asunto de desdoblamientos y enigmas. Una captación a través de una tradición que ha de ser volteada, que no es suficiente, que carece, que no explica, que se cimenta en una nada. Porque ser cristiano puede tener más que ver con la nada que con el ser. Pues el cristianismo insertado al mundo, como hemos dicho, lo enturbia y nadea en exuberante adición de más mundos.
En este sentido, ser cristianos es aspirar a asumir un mundo tiznado, una existencia entreverada de no ser. Cuanto más inconcebible es Dios, mayor es la nada. El misterio y el abismo son, en realidad, vacíos. Muchos cristianos, de hecho, alcanzan relativamente a Dios vaciándose ellos, vaciando al hombre, vaciando la historia. Percibiendo la historia en su esencial vacuidad. Por eso, el cristiano se mueve en un ámbito de provisionalidad. Las negaciones y las nadas abundan en la tradición suicida que llamamos cristianismo, y las encrucijadas; y por eso el cristiano consecuente está perdido, asombrado, extasiado. Al cristiano, si lo piensa, le falta su centro, del que habla constantemente. Es falso que necesariamente busque un mundo distinto, aunque produzca nuevos mundos. Casi todo queda en la tierra. De hecho, no existe la capacidad de idear verdaderamente otros mundos superiores. Si es razonable debería rechazar esta posibilidad. En cualquier caso, otro mundo puede ser, en su concepto, o bien una negación más de las muchas que estiran la experiencia humana (ensombreciéndola), o bien una sanción y continuación de las sendas conocidas. Pero no hay más realidad que lo que lo que se palpa y olfatea. Ser cristiano es, finalmente, un restar sumando.
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Hace frío en el scriptorium. Todo en la habitación es nítido, diáfano. Se siente un lento gotear del tiempo, un raro almíbar secretado por el aire quieto y helado. Escribir es como un cristalizar de este frío, una pausada creación de estalactitas, dentro de lo que no es más que una habitación o un despacho. Sólo importa aquí el profundo latido que se siente, las bocanadas de la atmósfera interior. ¿Por qué el tiempo parece tornarse visible en invierno? ¿Es como néctar o miel cuajada, casi sólida, como una honda promesa de algo que no se sabe ni se nombra? Pienso en lo que sucede en la habitación, en el scriptorium, que de puro frío recuerda los recintos de dura piedra gris donde se componían y copiaban los manuscritos en los monasterios. Es, ciertamente, un frío monacal que se soporta con atletismo muy actual. Y el frío parece hablar, parece atesorar algo que por más que rumio y doy vueltas a las palabras no tiene nombre, aunque habla. Debe detenerse todo y en la inacción, incluso en el cese de la escritura, eso habla, eso lejano que adopta visiones austeras de otro tiempo, que quiere salir aquí ahora, penetrar en mi tiempo y en mi era. Lo escucho
mientras me derrito de frío.
“Hace frío en el scriptorium. Me duele el pulgar”… me duele escribir, diría Adso de Melk, estas pobres notas que ahí quedan, como resina de este algo ajeno, lejano, monástico, medieval. Lo que se invoca cada invierno.
Resulta incierta esta invocación de historias, pues no es más que una apropiación de inconsistentes imágenes cinematográficas o de una novela que se pregunta por lo que nombra el nombre de la rosa. Pero es un buen primer paso. Hay que escuchar el frío, es preciso tener helados los dedos, como metidos en el agua limpia y transparente de un arroyo, más rígidos de lo normal, más agudamente presentes, más estilizados. Y viene, en efecto, la torpe asociación de ideas e imágenes. Es como oxígeno puro. Tras esta bocanada de pálido scriptorium, hay que pensar. Y pensar no es más que reventar el instante con paradojas, o nombrar lo inefable.
La paradoja retuerce el universo. Ella vaciando ofrece la posibilidad de
otra cosa. Hay que estrujar las ideas, que devanarlas, que combinarlas como si una idea diera un bocado a la idea previa, su madre, en la cadena triste y helada, de hierro huraño, que es increíble promesa de infinito. Es esa cadena la que se extiende y arroja al mundo. Es la cadena que tira, la cadena de paradojas, la salmodia de absurdos, lo que se lanza, retorciéndose, como al agua o al aire infinito, en un invierno de revelación desnudo y gris. Así, pensar es fabricar y arrojar la cadena, como un ancla monótonamente sin fin en su caída en las profundas aguas. Pensar es estirar la cadena, enredarla sobre sí, haciendo eslabones uno tras otro. Hay que pensar asuntos como “sentido del sinsentido”, “vida eterna”, “cruz salvadora”. Porque las imágenes de la religión, en efecto, son ideas motrices. Tiran, estiran, rompen y vacían. La religión nos ilumina en su pensar paradójico, en el pensar que desafía y abre, que fuerza, que enreda y desenreda conjuntamente.
Pensar puede ser tejer con las paradojas. Buscar una verdad arrancando pedazos de la verdad, desintegrarla en el ir y venir de ideas contrarias. La clave que extraemos de la mística y el ascetismo, es lanzar las paradojas una vez el frío nos ha obligado a limpiar las palabras y a desprendernos de toda retórica. El árbol es más visible cuando las hojas caen. Más primario, más brutal.
Este frío es, en efecto, la visita de algo primario que apenas rozamos puliendo las palabras. Es un frío poético, que fuerza a parir. Y en la pálida pantalla del monitor se puede ir vislumbrando algo, en la habitación donde Adso se queja del dolor de su reumático pulgar. Lo que él también quiso (qué digo, Adso nunca existió… pero ¿acaso puede negarse la existencia de una novela y de un personaje? A ambos, autor y personaje une una misma inanidad. Es un asunto viejo y escrito por desolados creyentes sin fe como Unamuno). Lo que Adso, decía, quiso, era ese centro que llamamos verdad. O más bien lo temió y rodeó toda su vida, hasta desear hundirse en el Uno infinito o en el duro y estremecedor océano que es la divinidad
únicamente despojada. Su rodar en torno a un vórtice intangible y severo. Se equivocó él y se equivocó su maestro, William. Ambos se equivocaron y todos nos equivocamos. Sólo queda asumir maquinal y salvajemente el error y ser consecuentes con el mismo. Nadar en el remolino en torno a lo que hay que venerar y temer, sin que sepamos más de ello, al punto ciego, al sinsentido que nos dona un cierto sentido.
Y veo en medio de este frío al Dr. House, escéptico testigo de todo esto, durmiendo y roncando en medio de su capítulo, sabedor también de tortuosas paradojas, siendo él mismo,
ficción real, una efervescente paradoja. House es para nosotros otro eslabón paradójico del pensar. También da igual que sea un personaje de ficción. Ahí la gran incongruencia queda todavía más patente. ¿Cómo emerge tal fuerza de una imagen o idea inexistente?
Este frío me ha hecho pensar, o sea, impulsarme. ¿Cómo puede gustar este frío? ¿Cómo puede amárselo? El mundo viene sutilmente convocado en el inhumano y áspero scriptorium. A fuerza de palabras e ideas que se agolpan y a fuerza de renuncia. Todo un universo en una soledad invernal, en un páramo inhóspito y agresivamente extendido. Muchas caras en él, una única agonía. Mil personas pero un solo Dios. Ya sé de dónde viene este frío; qué es este frío. Es una remota infancia, golpeando y arando en la tierra helada. Si nos alejamos del centro, centrífugamente, nos aguarda el frío. Y si centrípetamente, tendemos al centro… a esa infancia, no hay más que frío, nada más que rodar en torno al inconcebible vórtice.
Dios es, en efecto, muy lejano. Para Adso, para House, para William. Todas sus vueltas no llevan a ninguna parte. La mística del Adso viejo y final, el sueño de grotescos ronquidos de House, la trama de causas y efectos de William. Todo acaba claudicando ante el frío. Mil personas pero un solo vacío.
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He decidido leer voluptuosamente. Esto quiere decir que me prometo potentes dosis de placer y “engolfamiento” con los libros; que si se leen con placer, se explayan en un juego, embriagándole a uno con una euforia
carnal, como veremos ¿Se trata de que uno se trague los libros o son ellos los que lo tragan a uno? Mi intuición me dice que el proceso es, cuando se lee amorosa y placenteramente, ser tragado por el libro. Así, según los judíos, las Escrituras sagradas “manchan”, es decir, contagian algo al que las lee. Leer es, por tanto y también, un contagio y una plenitud de existencia cumplida. Puede además aseverarse que la metáfora por la que el libro es alimento es justísima. Se trata de buscar lecturas que eleven, que iluminen, pero todo eso como mejor se logra es leyendo hedonísticamente. Leer por puro agrado, por epicúrea devoción, lo conforma a uno.
Así, yo he leído muy placenteramente a Schopenhauer, Thomas Mann, Kafka, Dickens, Borges, etc. Ahora estoy con un texto que requiere atención en la lectura y con el cual me dejo pulir y labrar como un cristal en un mundo de cristal. Se trata de Spinoza, último de mis banquetes, con el que como y respiro estos días. Porque no hay una regla que restrinja el placer sólo, por ejemplo, a los textos literarios. Los filosóficos pueden leerse en una alegre conmoción. Pero insisto, como decía Borges, hay que leer en el momento que corresponde. Depende de inabarcables razones, pero ocurre que hoy es “tal libro” el que uno se bebe. Hay una voluptuosidad intensa en dejarse esculpir por un libro. Hay una educación por el libro que antes que nada debe rehusar a imponer una lectura. Se trata de la búsqueda de una afinidad perfecta en la lectura entre el lector y el libro. Cuando esto ocurre se siente casi físicamente la integración del libro en la propia vida, su inserción y mezcla, como en una suerte de exaltación, de danza, de rapto.
Así que, leeré en lo posible llevado exclusivamente de la intención hedonista, en pos de una fogosa delectación. Escribir y leer son dos procesos distintos, pero yo prefiero, infinitamente, leer. Para que el mundo se me complique placenteramente y haga más complejo, quiero leer. Leer, también, complica. Y es esa complicación o complejidad lo que donan los libros. Es la riqueza del mundo. Gozo sobre gozo. Este hedonismo que empezó con los primeros textos sagrados, con los cánones de que hablaba en
este post, es regocijo. Leer te acerca vasos de agua fresca a la boca. Te esculpe. Te completa.
Porque cuando uno lee es pobre. Leer proviene de una pobreza. Falta algo al lector, que se dispone a que lo llenen, porque hay carencias que demandan lluvia para su seca tierra. Leer es dejarse llover. Revolcarse desnudo bajo la lluvia que se exalta y canta con nosotros. Es decir, que leer es cobrar cuerpo, tener cuerpo. Es una función del organismo, una necesidad. Se lee en medio de una pobreza que, sin embargo, mira en las ventanas de los libros que mejor se saborean. Te sitúa en una cierta apertura. Creo, además, que en realidad, todos los libros son sagrados, como la Biblia, uno de los más exquisitos que pueden devorarse. Hay, pues, una lectura lúdica y lujuriosa de la Biblia, como de todos los demás libros que uno aborda en el momento justo, cuando debe exclusivamente dirigir su lectura al texto que seduce con una mayor voluptuosidad. Se trata de que la lectura nos llene.
¿De qué pobreza hablamos y de qué riqueza? ¿Desde qué carestía llegamos al libro? El libro nos da, sobre todo, una trascendencia. Decía que nos eleva, lo que es igual a decir que nos amplía y estira. Se trasciende. Se desdobla uno en los límites de la inmanencia, donde en el frágil mundo se agrietan las paredes. Hay una afectación que el libro nos causa, como una enfermedad y peligro. Cada libro bien leído nos abisma. E incluyo en estas operaciones incluso a la novela negra o el género de terror. El libro nos sujeta en un abismo que él mismo labra. Nos llena, decía antes, como si nos alimentara, pero es que nos llena, acierta uno a decir cuando se reflexiona esto, nos llena, digo, de agujeros. Nos horada y la ampliación y trascendencia que otorgan en el mundo es una revolución de huecos. La lectura nos produce atracones de huecos. Es un proceso, por tanto, complejo y un crecimiento “negativo” el que obra en nosotros. Trascenderse es otear los huecos que amenazan nuestra firmeza y equilibrio. Trascenderse es llenarse de negatividades.
¿Queda claro, ahora, de qué trascendencia hablamos? ¿A qué nos referimos? Vamos a lo hondo, a una verticalidad que enraíza en no sé qué subsuelo donde parecen habitar y extenderse los libros. Oscuridad, penumbra. Ésta es la religión que nos dona el libro, que siempre es objeto sagrado. Cosa invasiva. El tiempo se cumple siempre, todos los días, en cada segundo, y se cumple densificado en el papel y la tinta. Hay una revolución que lo es del tiempo en el libro. Una extensión que se pierde en los horizontes. Los libros señalan finitudes y límites. La propia Biblia, que abre incendios y hondas simas. En el plano austero y claro del mundo, lo trascendente es lo que arranca bocados al impecable material que lo constituye, que constituye la inmanencia.
El libro es carne, por tanto. Carne que se añade a la carne. Más carne. Trascender gozoso, danzante, y gloria de la carne. Las miras son altas, se hallan situadas muy altas, en carne sobre carne. Leyendo somos revoltijo en un mundo incendiado, como con la poesía. Ese incendio, esa carne chamuscada, es la trascendencia que dona y fabrica el libro.
¿De qué agujeros se llena el mundo con los libros? ¿De qué grietas? Curiosa y venenosa plenitud que parece no ir a ningún sitio. Este trasiego a
nowhere que llamamos libresca trascendencia, como si el mundo se poblara de quebraduras, como si sólo pudiera aspirar a ello el hombre que crece. Como si sólo pudiera aspirar a quebrarse.
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Educación y filosofía
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Otoño así, a secas. Otoño preámbulo del invierno, cuando los árboles, siguiendo un ritmo asombroso y constante, el ritmo con que las hojas se cubren de colores y caen, el ritmo como lo es el de la primavera también, se lanzan a desnudarse. El mundo quiere dormir y en su somnolencia, es todo elocuencia. Una somnolencia elocuente, de frío y hojas caídas. Un ritmo. Un mundo que es ritmo y cortezas, ramajes pelados y piedras que parecen saltar de frío. Es en ese salto helado, cuando el mundo dona su secreto. Un secreto a voces, porque es viejo y muy conocido de los hombres que, sin embargo, se resisten a escucharlo. Aunque lo sepan. Un secreto obvio, a la vista, recién llegado miles de veces. Hay que aguzar el oído y escuchar los últimos rumores de las hojas que persisten en no caer, en precarios equilibrios, vibrando por los vientos ya más austeros. Aunque, si lo pensamos bien, toda la naturaleza y todas sus estaciones son austeras. Porque si escuchamos, dicen lo mismo, aunque es el matiz otoñal y sobre todo invernal, el que desata mayor elocuencia. No hay duda, sin embargo, de que una playa moribunda de mediodía en agosto también dice mucho. También dona su somnolencia y nos arrastra como a una meseta o suelo firme tan cercano como imperceptible en el día a día. El día a día es de lo que, precisamente, hay que guardarse. Es lo que nos ciega y ensordece. Hay que centrarse en nada más que la fresca desnudez o la playa agonizante de calor. Para eso, es preciso detenerse y, como he dicho, aguzar el oído en una escucha que es entendimiento, mansa rumia, lento pensamiento.
El mundo, la naturaleza, no tiene muchos secretos que contar. Y el único que sí tiene y cuenta según la vegetación se queda sin adornos, sin más adorno que las ramas peladas como dedos zarandeados por el aire, el que cuenta, digo, es terrible.
¿Qué nos recuerdan las desnudas ramas? Voy a una fiesta otoñal donde las haya. Día de difuntos. El día favorito de los moralistas. Fiesta que hay que saber también escuchar. Por debajo de todo lo que se hable, haga y diga, persiste en ella ese monótono verbo de las plantas mustias de incipiente invierno. Verbo, no verborrea. Verbo concentrado en un solo vocablo, imperceptible en el día a día pero muy elocuente cuando las leves mariposas arden sobre el aceite. Necesitamos esas llamas que también nos lanzan a comprender. De nuevo iré a misa ese día. De nuevo aguzaré el oído y el entendimiento a algo más básico y superior, creo, que nos lanza a pensar. La misa, también, se irá quedando desnuda. También callará y se agotará en media hora o tres cuartos. También el mundo necesita, al parecer, desprenderse del ropaje de muchas misas y centrarnos en la tierna, íntima esencia. Es en esos momentos la infinita ternura lo que nos abriga y habla. El mundo es, también y a pesar de todo, algo tierno.
Ternura y obsesión por centrarse en cuatro cosas (no quiero elevarlas a símbolo, o rebajarlas, mejor dicho), como el puñado de tierra que ayer contaba que nos muestra ante las narices Dostoievski. Este otoño y este día aciago son una glosa y abundancia pobre, inútil, en lo que dijimos ayer. En la misa también hay, por muy alegre que sea, algo lento y plomizo que es invocado triste y cansinamente. Sólo por eso la misa, el otoño o los árboles despojados, merecen la pena. Hay que vivir para escuchar todo ese arrullo y dejarnos mecer tiernamente. Pero no nos engañemos, que esa suavidad tierna tiene el alma, como el invierno, helada. Esa suavidad tierna se da gracias a un frío que mata. El contraste es doloroso. Ternura y dureza en los vientos mansos, que pueden traer alivio o enfermedades.
¿Qué podemos oponer a toda esta seriedad? ¿Sólo sabemos escucharla y cultivarla? Cuidado, que mata, que es viento de perdición y muerte. Así, en la misa de difuntos o al pie de las ramas desnudas, podemos reconocer un alimento que nos tiene con los oídos atentos todo el rato, atentos a lo por debajo del día a día, un alimento que es rumor más elocuente que muchas músicas, como una gravedad a la que en los momentos solemnes y serios, los momentos de la verdad aciaga, tendemos. Nos envolvemos en esta verdad murmurada por el mundo cuando éste se detiene, se nos detiene, en no sé qué símbolo. Es eso lo que arroja el otoño, su verdad. Una verdad a la que nos hacemos, fieles, a la que nos dedicamos, una verdad que no nos deja, que nos alimenta y acuna en lenta y monótona procesión.
¡Esta monotonía del otoño y del invierno! ¡Esta verdad a la que nos dedicamos! Esta verdad es, ciertamente, verdad moral. Moral porque nos rehace y reconstituye, porque nos dona una cierta ilusión de unidad. Moral y metafísica. El otoño, la misa, el día de difuntos, todo es un repentino Uno que absorbe la sangre. Día de terrores, día de horizontes y límites. Se puede vencer al miedo, pero no al hastío de la acostumbrada escucha. Todo sucede en el otoño al que hay que rendir el debido tributo. Un otoño que dice, más allá de toda elocuencia. Un otoño que no quiere la retórica. Un mundo de verdad triste, finalmente triste, triste todo el rato. Un otoño austero, seco, silencioso, agridulce. Un otoño sin hojas. Un otoño sin romanticismo.
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Educación y filosofía
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Dostoievski parece recoger un puñado de tierra de ese bosque que es la ciudad terrible, para alzarlo hacia los ojos y mirarlo estremecedoramente, un puñado de tierra como un diamante, cual una joya secreta y preciosa. Creo que él fue eso. Pero no puedo, en realidad decir nada a ciencia cierta y lapidariamente, sobre Dostoievski, de quien sé que me sobrepasa, y cuyo puñado de tierra o pan secreto me vino envenenado. Remotamente recuerdo e hilo con este puñado ponzoñoso que me entregó también lo que Camus reflexionó y dijo, lleno de nostalgia, sobre el absurdo. Uno y otro, Dostoievski y Camus, me han hecho estremecer, siendo su lectura como una navegación sobre aguas tormentosas, muy picadas y grises, dejando una resaca de herejía o de santidad, sin saber exactamente a qué corresponde, de luz y oscuridad, de sacrilegio o veneración sagrada. Porque el puñado de tierra es eso, un simple puñado que un hombre agarra y mira estremecido. De un modo semejante, Raskolnicov cae arrebatado sobre el suelo de una plaza petersburguesa, para besarlo. ¿Qué vio, esperó, pensó o rezó en ese instante, en dicho arrobo? Lo que fuera que hubiera visto y deseado es el veneno que tiñe los papeles que escribiera Dostoievski, es lo que nos dona, es su tormentosa procesión.
Camus, por ejemplo, y debo rectificar, es más mesurado, pero sin duda, y sin rectificación, puede decirse que nos dona sobre todo y también una aciaga nostalgia. Como un suave eco, tierno y callado, pero estremecedor. Camus mantuvo un silencioso coqueteo con el Dios que había dejado de tocar, desde la playa dichosa de luz mediterránea, estoico discípulo de Nietzsche. Y en ese pedazo de arena que es el sobrio y parco absurdo hay también la elocuencia de algo perdido, una añoranza. Porque el absurdo es, en realidad, una añoranza en el corazón solemne y pálido. Y pálido de peste, el vocero del absurdo parece mirar a la arena y a la playa fugaces, en una sed insuperable. A Camus, por muy bien que expresara su filosofía atea, parece faltarle algo. Pero eso que falta, esa añoranza, se cuela sin permiso, sin que autorice su llegada el autor. Porque creer en el absurdo es creer que algo nos falta. Es lo que de modo mucho más turbulento manifiesta el autor ruso. Lo que en Camus es una sutil sospecha que contradice las letras y que el lector capta, en Dostoievski retumba atronadoramente.
Dostoievski dice una verdad que nadie, aparte de él, ha expresado nunca. Dice con exactitud una angustia. Dice que, como él o Raskolnikov hacen en la plaza de la fugaz revelación, hemos de agarrar nuestro puñado de tierra y preguntarle, o mejor, escucharlo, para ser zarandeados por una verdad que es una pena y una pena que es una añoranza. Esta añoranza, tímidamente apuntada en Camus, en el autor ruso es clamorosa. Es lo que lo hace temible. Hay que temer a Dostoievski y no sé si hay en el mundo risa que pueda vencerlo.Pedir a la tierra que sea más, o que no pase, o que no albergue sólo ella, en su triste polvo, a la tierna pero endurecida humanidad. Eso es lo que nos hace, como si nos eventrara, el autor de San Petersburgo. Nadie lo hace mejor que él. Es apasionado y oscuro. No tiene la claridad de las playas mediterráneas que existe en Camus. En Dostoievski todo es tormenta. Pero es una tormenta elocuente, que representa un hito, como un claro donde se nos revela lo que añoramos. Entre las nubes cargadas de truenos y granizo.
Para mí leer a Dostoievski es siempre una tarea temible. Con justicia se puede y debe decir de él que marca un hito, o una señal, o una altura de circunstancias de las que nos rehacen. En este sentido es clásico. Un sentido ambiguo porque contra lo que parece, en los clásicos apenas hay esos claros y más bien son clásicos por la cierta tiniebla que nos han legado. Son sombras. Bien es cierto que no se debe generalizar, y que la comparación con Tolstoi nos habla de un arte más luminoso y claro. Pero ¡cuidado! Hay que tornar a pensar. Que las apariencias engañan, que Tolstoi es
Sonata a Kreutzer o
La muerte de Iván Ilich. Él también fue hereje y apóstol.
Es esa pregunta que resuena en la tierra austera lo que tizna a estas obras sin igual. Es esa oscura tinción lo que nos toca y deja heridos. Es esa herida.
En ambos, Tolstoi y Dostoievski, pero con singular arrebato en Dostoievski, se abre la tierra, emerge una honda sima y nos deja vacilantes casi a punto de caer en el abismo. Es en realidad doloroso abismo el claro que se nos ofrece. Frente a autores mucho más ateos y anarquistas de verdad, auténticos violentadores del lenguaje que arañan mundos trazando sus planos, como Deleuze, estos existencialistas son tenebrosos. El contraste es obvio. He leído sobre todos ellos y de ellos recientemente, como para que me resulte evidente que Deleuze domina, salta y rehace mundo sin pena. Diría que no aporta pena ni alegría porque sencillamente es otra cosa. Mas en los insuperables rusos y el autor existencialista, ocurre sobre todo esa pregunta añorante, esa falta, no esa sobreabundancia y exceso que aporta Deleuze. Están en distintos planos, nos ofrecen mapas, que diría Deleuze, diferentes. Ahora somos nosotros, mudos lectores que los veneramos, los que hemos de elegir respondiendo al desafío nietzscheano con su gozo sonriente y doliente, único gozo y única tierra.
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Educación y filosofía
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Acabo de terminar de leer el texto del último curso en el
College de France de Michel Foucault. Se titula
El coraje de la verdad y se plantea como una segunda parte del anterior
El gobierno de sí y de los otros. Foucault, en sus cursos postreros se centra en la filosofía antigua hasta apenas llegar a sugerir ideas para el cristianismo. Su interés en todos ellos es la verdad como veridicción, es decir, como algo dicho en lo que varían las formas de decir que a su ver implican o se someten a otras verdades. Abandona lo que había constituido su época más conocida hoy, sobre todo, el período genealógico representado por
Vigilar y castigar. Ya en sus estudios sobre la historia de la sexualidad, en el tercer tomo, afronta esta nueva línea que puede ser considerada no con demasiada justeza “afirmativa”. El problema de la verdad, si tenemos como referencia al mencionado libro, es el problema de una herida o sello que obra en el individuo para determinar sus verdades. Diría que se trata de una violencia que la fuerza exterior ejerce sobre la propia fuerza. O una violencia entre fuerzas.
En el último Foucault aparece el asunto de las fuerzas productoras que hacen deshaciendo en una forma positiva porque es constructiva, en una continuidad diversa, en una construcción que sigue implicando anteriores destrucciones en una insoslayable diversidad. No hay verdad sino verdades, o mejor dicho, formas de veridicción, es decir, logos que captan, fabrican y marcan lo que es la verdad. El movimiento es, en realidad, bidireccional, y va del “sujeto” a la verdad y viceversa. Hay una suerte de baile que es el que, finalmente, también nos dice y define.
Esto, lejos de ser un asunto, tal como acabo de expresarlo y referirlo, de la filosofía contemporánea, con sumo acierto, Foucault lo encuentra y estudia en las filosofías helenísticas de la Antigüedad, en Sócrates, en los poetas trágicos, en la oratoria política que siempre usa no obstante una ambigua y peligrosa retórica (en las asambleas) o en la figura del consejero real. A todo ello lo liga una palabra que va cambiando de significados hasta los Santos Padres, los anacoretas e incluso el Nuevo Testamento:
Parrhesía. Foucault valora especialmente este juego del decir veraz en el mundo antiguo y en el que sobre todo se va definiendo, también y en relación con la verdad, un coraje de la verdad. Este decir peligrosamente franco es el que asume quien elabora verdades, que debe encarnar y afrontar tanto existencial como corporalmente.
La parrhesía se va, pues, modulando.Se da, por ejemplo, en Sócrates, que asume la muerte como consecuencia de su decir verazmente la verdad. Este decir veraz supone, hemos dicho, el acompañamiento vital e incluso corporal de quien lo profiere. Se da en distintas formas. En los cursos ante penúltimo (
La hermenéutica del sujeto) y penúltimo lo refiere sobre todo al estoicismo, en especial, el de periodo romano (Séneca y Epicteto). Resultan una agradabilísima lectura que da un rango nuevo a la filosofía antigua. Pero la última referencia de Foucault son los cínicos, que estudia detalladamente. Foucault, pues, hace dos cosas esenciales: hablar y escribir sobre Sócrates (dice él mismo bromeando) y desmenuzar todo el movimiento cínico, desde su versión más estoizante en las actas de Epicteto por Arriano (
Disertaciones) hasta las figuras de Diógenes y otros, tal como son contadas. Centrarse en Sócrates puede resultar tradicionalmente lógico, pero ya se sale un poco de madre el pormenorizado estudio que lleva a cabo de un pensamiento del que no hay escritos directos, que obró mediante golpes de efecto y anécdotas, constituyendo, a pesar de su vínculo con Sócrates y de su cierto prestigio en la Antigüedad, una concepción filosófica de segunda fila (con apenas centro doctrinal, ¡precisamente!). Foucault, que dice no haber leído el libro sobre el cinismo de Sloterdijk, y que nunca, de hecho, lo hizo, traza su interpretación del cinismo como movimiento parrhesiástico. El cinismo que pare verdades en una confrontación constante de saberes, del saber de la mayoría (que es falso porque no implica su sello positivo en los cuerpos y existencias) con la verdad proferida parrhesiásticamente, encarnada en hechos, en un filosofar que es combate e inversión de muchas bondades, como la realeza. El rey cínico, como el rey anarquista, es una broma muy seria. En la tradición pedagógica tendríamos a un evidente rey, que es Iván Illich, al que atribuí hace un tiempo una combativa inocencia.
De mi lectura del texto de Foucault extraigo algunas inquietudes. Por ejemplo, la identificación (siempre irónica) del propio Foucault con lo que explica apasionadamente. Hasta qué punto Foucault es parte del nuevo y actual cinismo, el cual, según Sloterdijk aparece entreverado en la contemporaneidad del siglo XX, y en disputa con otro cierto cinismo que es justo lo contrario de la parrhesía, es decir, complicidad y juego de poder en las opulentas naciones occidentales, un cinismo institucionalizado y reducido a ideología. Entra aquí una crítica o denuncia, de Sloterdijk ahora, a las socialdemocracias, por ejemplo. Un cinismo socialdemócrata o liberal que es ya retórica, en el sentido en que Foucault la contrapone al decir veraz de la parrhesía. Un cinismo cómodo, bien instalado, que no es perro pero pasea a su perruna mascota, ciego ante el daño que él mismo causa en occidente y, cabe decir, en todo el fatigado y dolorido mundo humano. Se trata de una retórica de ideólogos de partido político que cimenta y fortifica a los poderes establecidos.
Yo escribí y publiqué en la Revista Española de Pedagogía, además de en este propio blog, sobre las posibilidades de este postrer Foucault para entender la educación. La educación, creo, es un hacer que se deshace, un juego y movimiento constante de mutua disolución impugnadora y mutua construcción creativa o poietica. De esto último de la parte más afirmativa del educar, lo que se desarrolla, en el tiempo gramatical del gerundio, también escribí algo (
aquí).
Foucault nos hace pensar la verdad y al propio pensamiento como flujos, en el laberinto de la historia. Es esto mismo lo que puede obrar de hipótesis en el estudio de una nueva concepción y conceptualización filosófica de la educación (en el sentido de la creación filosófica de conceptos de que habla Deleuze en
¿Qué es la filosofía?). Es una tarea que nos demandan los tiempos, diría Ortega y Gasset, una tarea de re-conocimiento de las propias circunstancias y de la temporalidad que nos constituye tal como fue esbozada en Nietzsche, Heidegger, el mismo Foucault y Deleuze.
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Educación y filosofía
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En su libro
Misión de la universidad, Ortega traza una teoría de la universidad que se relaciona directamente con sus más hondas reflexiones. Con brevedad, podemos recordar que distingue tres funciones en la universidad. Tres, porque junto a la formación para las profesiones y la investigación científica, reconoce una función mucho más básica e importante, por perentoria, en la universidad. Se trata de la transmisión de lo que denomina “cultura general”. A esta función deben someterse las otras dos, pues desde el punto de vista del estudiante, que para Ortega incluye todas las clases sociales, resultan muy necesarios la creación y mantenimiento, para la sociedad, de un bagaje cultural que dote de la visión de las más altas posibilidades de su tiempo histórico a los jóvenes. Algo así como la vieja universidad medieval, en la que yo también encuentro algunos valores modélicos para hoy. Recordemos que hay que relativizar la opinión común, que huele a prejuicio, sobre el tiempo medieval. Por ejemplo, este largo periodo puso las semillas para la eclosión de la ciencia.
La ciencia, sin embargo, en cuanto que es un conocimiento muy fragmentado y descompuesto, muy especializado, no garantiza, a pesar de su importancia como nota de gran alcance de los tiempos modernos, la configuración de mentes o cabezas capaces de un conocimiento que se caracteriza justo por lo contrario que la especialización del investigador. Se trata de la asunción por el estudiante a partir de sus maestros (Ortega enfatiza el elemento docente por encima de la figura del investigador, que puede ser un mal profesor) de un saber amplio, que lo sitúe en su tiempo. Porque para Ortega, de un modo que me ha recordado a Zubiri y Ellacuría, hay una altura de los tiempos que es la techumbre de lo que los hombres pueden hacer, el límite más amplio. Para Ortega el hombre es un
homo faber, pero de un hacer y quehacer limitados y condicionados por sus circunstancias (ya enuncia su famoso "yo soy yo y mis circunstancias" en su escrito temprano
Meditaciones del Quijote). El hombre se define haciendo cosas, con acción creativa, poética. Pero para conocerse necesita lo que la universidad ofreció en sus inicios: cultura general. Esta cultura hoy incluiría el conocimiento general de las ciencias, como visión del mundo, sin necesidad de las sutilezas matemáticas del científico que investiga. Además, Ortega nombra y valora en muchos de sus escritos a la sociología, así como a la historia.
El hombre debe adquirir, por tanto, un conocimiento de sus circunstancias históricas, para realizarse acorde con la altura de su tiempo, ese tope que hemos indicado en las posibilidades de acción y realización. En general, Ortega valora la ciencia y cree que debe estar en la universidad, pero sin ir más allá de constituir un humus donde, arraigando en el mismo, la cultura global que dota de visión histórica al estudiante se nutre. La ciencia puede provocar, de hecho, todo lo contrario, o sea, una falsa visión de omnipotencia por la que el científico especializado cree poder opinar y hacer en todos los ámbitos humanos, sin la visión que un saber de síntesis (propio saber del buen profesor) proporciona. En
La rebelión de las masas Ortega describe esta enfermedad de la ciencia. Es en
Misión de la universidad donde puntualiza que la universidad debe transmitir por medio de buenos profesores, como principal función, la ya mencionada síntesis de saberes. Por tanto, el buen profesor es justamente lo contrario del buen investigador, cuyo potencial es analítico y especializado, y no sintético, de síntesis.
La formación para las profesiones también debe ceder su puesto privilegiado a la conformación de la socialmente necesaria cultura general. La pretensión de Ortega, lejos de ser, como pueda parecer, una reclamación poco sensata y útil a la universidad, es todo lo contrario. Es algo muy concreto y útil lo que pide. Que la institución debe ser recreada para que se pueda ver el “es” que precede necesariamente (salvo aberraciones racionalistas que parten del “deber ser”) al “deber ser”. Siempre se trata en Ortega de una pretensión práctica que precede a la ética. Su razón es la que esclarece las circunstancias, y por ello, va más allá de las especializaciones (que por definición son ciegas a lo otro). Es una concepción de lo sabio creo y me atrevería a afirmar, muy propia de la razón española, que es antes católicamente práctica que contemplativa o teórica.
Sin esta importante misión práctica, que a pesar de ser práctica tiene que ver con un saber teórico para la captación del propio tiempo, con una visionaria u oteadora “cultura general”, la universidad moriría, convirtiéndose en algo menos importante, sin duda. Es precisamente lo que hoy más va faltando en la universidad (aunque por lo que he comprobado era ya un fallo en los años veinte), un con-centrarse en la función docente, a sabiendas de que el buen docente es alguien que ejecuta y profesa una síntesis cultural. Para saber quiénes somos no es preciso tanto una razón desnuda o un cálculo especializado, como reinan en la ciencia, sino lo que generalmente, no con demasiado acierto, se considera una teoría en la enseñanza. Dicha teoría es práctica en la medida que promueve la transformación en la sociedad, gracias a que dota de la visión de las posibilidades de transformación que alberga la propia sociedad en un tiempo determinado. Puede calificarse de “pedagógica” a esta razón, y de hecho, así lo hace Ortega en algunos momentos de su libro. Hace falta pedagogía, la vieja pedagogía que sitúa a las personas en el dominio de sus circunstancias, las cuales constituyen estrechamente cercanas y entremezcladas, al yo. Pedagogía, buenos maestros y cultura general.
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Educación y filosofía
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Hay varias generaciones que hemos nacido y vivido una parte considerable de nuestras vidas con miedo. Era un miedo cósmico, como el materializado en las películas de ciencia ficción. Hubo además películas que mostraban directamente las consecuencias de un holocausto nuclear. El mundo entonces era raro. Eran raros el desdoble y los países comunistas que hoy día parece mentira que hayan existido, es decir, la oportunidad de que el comunismo haya gobernado países enteros durante tanto tiempo. Como de toda era histórica, se hace preciso matizar y descubrir las corrientes vivas que se jugaban en los países comunistas, y percibir dichos países en su histórica complejidad. Pero, pasado el tiempo y eludiendo como podamos el peligro de generalizar las cosas que es equivalente a trivializar, vemos que sí hay constantes de aquella época anterior a la caída del Muro de Berlín. Yo ahora sé que aquel mundo del Este era también diverso.
Mi aproximación a esta parte de mi pasado, como niño y adolescente de la Guerra fría, el intento de comprender a aquel
otro perdido ya y entonces remoto e inaccesible, en los tiempos más recientes ha sido estudiar a dos grandes pedagogos de la era soviética: Makarenko y Suchodolski. En este blog he dejado fe de ello y puede consultarse. De todos modos, yo no dejo de ser parte del mundo de aquí, del llamado occidente, del mundo capitalista que ha presidido invariablemente mis días. Y recuerdo que se vivía con una sensación bien instalada en las conciencias, de que en cualquier momento podíamos desaparecer. Sentimos en nuestras carnes, en el alma, que dicha destrucción era posible.
Vivimos con miedo. La guerra fría estaba incluso presente en mis juegos. Tenía personajes que eran calcados de los villanos rusos de las películas estadounidenses. Creí con demasiada facilidad ciertas cosas, pero, en fin, era un niño.
Desde Hiroshima, la novedad de nuestro tiempo es, fundamentalmente una: que por primera vez en la historia, tenemos la capacidad de extinguirnos en una destrucción total. Esto ha añadido un matiz no poco importante a la existencia actual. Vivimos a sabiendas de que el mundo puede acabarse en cualquier momento. Claro que esto era más intensamente vivido y padecido en los años de la guerra fría, pero ahora sigue habiendo bloques y guerras con intención global.
Que la humanidad se sepa a un paso de la destrucción es un elemento que impregna nuestras percepciones. Todo enfoque existencial debe pasar por esta posibilidad real, por el hecho de que finalmente todo acabe y el hombre sea su propio verdugo. Pensar esto a fondo es doloroso. Como se pensaba en el mundo de la guerra fría. Yo entonces soñaba que había armas en forma de pistola, con cuyo disparo la gente desaparecía, literalmente, como si jamás hubiera existido. Tuve esa aprensión. Sentía como algo terrible desaparecer de esa forma, que era como desapareceríamos todos si un día los misiles explotaban. El miedo a que la humanidad desaparezca. Un terror de niño que dictaba su elocuente advertencia. Es lo que ocurre, parcialmente y en un grado menor que la autodestrucción total, en los exterminios étnicos, en las guerras de exterminio, de limpieza étnica. Es la vocación de servir a la misión de hacer desaparecer a gente. Esta disolución forzada es igualmente traumática y lo que se vive en estos casos, la injusticia que se vive, es una variante de este sueño en el que la gente podía desaparecer absolutamente, sin dejar rastro, ni huella, como si nunca hubiera existido.
Esto mismo es lo que ocurre cuando nos quitan posibilidades de ser, de ser lo que queremos. Porque se puede elegir, y se debe, desde la materia que uno es, desde la cultura y los valores que hereda. En definitiva, contamos con ese algo que recibimos como herencia, la tradición que es la huella, la carne transfigurada, el espíritu como algo vivo que fecunda el presente. Como señala Ortega y Gasset, lejos de un racionalismo fundamentalista, debemos situarnos donde podamos percibir, primero, lo que la sociedad es, y a partir de esto, de la existencia concreta, podemos trazar los deberes. Esto es así porque el hombre, salvo en momentos de cierta aberración según la perspectiva de Ortega, en el momento moderno e ilustrado de la razón pura y descarnada, es hombre, digo, se nutre y fertiliza a partir de lo que laxamente puede llamarse tradición, que es un pasado vivo, o sea, un presente. Porque el pasado muerto y acaecido, ya no vale. El pasado que hoy nos vale es el que constituye la materia de nuestras decisiones axiológicas, por ejemplo, o éticas. Lo que aquí queremos es descentrar a esa razón pura del lugar, o centro, que ocupa, para que haya razón que late y se encarna. Una racionalidad fruto de la confrontación con la historia, o con lo histórico de un mundo mutable y dinámico.
Es pasado no muerto, sino vivo, el que hemos aludido en las líneas precedentes. La guerra fría fue un modo histórico del darse la posibilidad del suicidio total de la humanidad. Eso hoy, bien es cierto, lo recuerda el cambio climático y demás cuestiones ecológicas. Pero la dureza de aquel mundo dividido, en el que todos los hombres nos dábamos las espaldas, es elocuente a la hora de expresar y explicar tal posibilidad. No es este el lugar, pero sería en otro momento interesante explorar el eco de esta última posibilidad en el arte, o el cine, donde gran parte de las series televisivas o películas de ciencia ficción reflejaban lo que, parafraseando a Ortega, sería el tema de nuestro tiempo.
De modo que el hombre que sabe que muere, más que su muerte podría sentir la muerte de la humanidad, la ausencia ni siquiera de una huella o rastro en el recuerdo. No es que el recuerdo y una bonita tumba, o un libro que se escriba o árbol que se plante o niños que se tenga sean, desde luego, la inmortalidad soñada. En cualquier fenómeno mundano hay una constante muerte opaca, incomprensible y victoriosa. Es el estigma que dudamos sea vencido de los modos que hemos indicado, todos teniendo que ver con la memoria y el rastro. No digo, por tanto, que seamos inmortales. El hombre muere y, como única certeza en torno a esto, tenemos que muere del todo.
Pero por mucho que no valga el sucedáneo del rastro y la memoria (que además no son eternos), algo se violenta en un extremo, impensable en la antigüedad, cuando tomamos conciencia de que la humanidad tiene su fin, un fin producto de ella misma, como un tonto suicidio. Y que, dando razón a todos los milenarismos apocalípticos, el fin puede estar cerca. Esta posibilidad se filtra en el pensamiento y el arte actual. No se puede pensar seriamente la vida del hombre pasando por alto ese dato demoledor. Y aun más, mi teoría es que puede ser uno de los nervios principales de nuestro mundo actual. Hoy pensamos después de Auschwitz y después de Hiroshima y eso es lo esencial.
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Educación y filosofía
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Hablemos de lo otro, de lo presentido que acompaña a toda experiencia, de lo doble inquietante. Porque existe un margen en lo conocido detrás del cual se cree que no funcionan las reglas habituales con las que nos desenvolvemos. Hecho éste explicado a partir de la enorme e inagotable amplitud del mundo; porque su amplitud reclama un ir más allá de uno, del propio mundo, un desconocido sobrepasar al mismo o un misterio paralizante que puede asociarse con la muerte. Se trata de ese carácter grisáceo y a veces temible de lo que no podemos asir aunque habite en nosotros. Lo tenebroso que los hombres desean iluminar, bien sean realidades psíquicas o metafísicas. O bien sea, acaso, una trivialización hacia el miedo de lo que alguno llamó lo numinoso, o lo santo, o la experiencia religiosa que describen los antropólogos. Pero en todo caso es un ámbito que aun sabiéndose y sintiéndose cercano, asombra por su opacidad y lejanía, por su extravagancia o excentricidad. Es tal vez lo doble, o formas de dualidad indefinidas, que aun engarzando con el mundo, lo desafían e incluso lo amenazan. Es, en definitiva, lo que nos completa, continúa y acaba, tensándonos pero amenazando con destruirnos.
Creo que el hombre ha tenido siempre esa intuición, que se refleja con claridad en las religiones. Intuición de que el mundo conocido no se agota en sí mismo y de que, por tanto, hay lugares o tiempos trascendentes. Y el hombre se siente arraigado y sujetado por ello.
Esto que es un presentimiento natural y universal para todos los hombres, reaparece en las artes y las filosofías, en lo concreto de muchas vidas, en lo más existencial. En estas líneas tan solo vamos a referirnos a la interpretación de
eso presentido desde la clave del terror. El terror, que en autores como Lovecraft o Hodgson se ha llamado “horror cósmico” es una cierta intuición de lo otro en su carácter más monstruoso. Porque lo desconocido acechante, lo más allá de un cierto margen de sensata normalidad, puede aterrorizar. Lo monstruoso en Hodgson, que es el autor en quien pienso ahora, se ubica al otro lado de la ciencia, y contrasta con ella. La racionalidad intenta limitar y expulsar al monstruo, que siempre guarda una apariencia similar a los seres naturales, pero transfigurada en tamaños o formas horribles. Puede ser la sensación de incertidumbre que acompaña al viajero, que brota del océano inmenso. Hay espacios en lo habitual mucho más hondos que lo habitual y en los que sólo puede adivinarse acerca de la vida que guardan y albergan. El hombre aplica su técnica, como los sabios y heroicos marineros de los relatos de mar o de Carnacki, el cazador de fantasmas. Hay veces que puede definirse y encauzarse la experiencia sobrenatural, pero en otros casos prevalece lo raro y oculto que acaba triunfando. Es como si la existencia contuviera a presión, como en una caja de Pandora, lo desorbitado, lo que se desborda en mil tentáculos o en los miles de pinzas de cangrejos descomunales atacando a una nave de vela a finales del siglo XIX. La metáfora de que nadamos apenas en la superficie de las aguas es elocuente, por lo que de flotante tiene la existencia, en medio de un inabarcable y profundo mar amniótico. Como señala Sloterdijk en
Esferas I, la experiencia de lo otro doble y configurador de todo uno se aprende en el seno maternal.
La literatura de terror pone un adjetivo a lo otro presentido: lo que aterra, lo que da miedo. Lo otro da miedo, lo que, más allá de las explicaciones psicológicas, alude a una naturaleza cuya exuberante desmesura no permite ser contenida en las categorías de lo normal. Es lo anormal, lo freak, lo inasible que pulula y nos circunda. Puede ser un enjambre, una noche llena de ojos (Chesterton), una oscuridad que pare extrañas y extravagantes formas.
Lo paradójico es que, como me indicaba un amigo escritor y guionista, para escribir y narrar lo terrorífico se precisa mucha técnica. O sea, que en todo relato de terror hay una tramoya que engarza todas las partes y que hace del relato una suerte de reloj preciso. Así, en esta madre bien regulada y equilibrada, se hace necesario exponer lo que por definición debe desbordarla. El género de terror es, también, una reducción de lo otro bajo la forma del miedo. Se dota a lo otro de una máscara que lo hace traducible en miedo. Se delimitan, en el relato, groseramente lo conocido y lo desconocido al otro lado. Y es el miedo es sentimiento que apresa lo inapresable.
Hay un afán iluminador y una
calculabilidad(por no ofender al término más rico, amplio y complejo “racionalidad”) que pelea. Un cálculo que no necesita complejidades subjetivas en los personajes, que como muñecos, y al igual que en la novela negra, reproducen una trama que lo es todo. En la serie de Carnacki, las historias de terror son contadas por su protagonista, que es un investigador de lo oculto que emplea razonable y científicamente aparatos que nada tienen de científicos ni sensatos. Cuenta las aventuras ante una buena mesa, con buen vino y viandas, junto a una confortable chimenea, a sus amigos, hombres que asisten como turistas al más allá que les relata Carnacki. Lo sobrenatural está veteado de ciencia y de normalidad. Por eso asusta, porque no es absolutamente lejano o ajeno. ¡Lo que Carnacki ofrece a sus amigos es ciencia!
La ciencia puede reubicar toda la trama y su misterio en lo normal cotidiano. Entonces uno respira aliviado cuando se percata de que no había el desdoblamiento que era presentido. Esto ocurre cuando había una trampa y un fraude en el misterio. ¡Todo era un juego de la entrañable y querida razón, que había que resolver! ¡
La causa es de este mundo! Es tarea científica la de descubrir tales subterfugios o causas, aplicando su modelo. Pero otras veces la ciencia resulta apenas la antesala de lo que viene amorfo. El terror ocurre cuando vemos que emerge invasivamente en nuestra cotidianeidad lo que nos recuerda que no controlamos nuestro mundo, sino que ello nos controla a nosotros. Ese pozo insondable, ese abismo oceánico, es lo que emerge, nuestro magma, nuestros cimientos
sin los cuales no seríamos. Así, lo monstruoso nos es familiar, pero de una familiaridad temida. Lo terrorífico nos podría afectar a todos, a pesar de la lumbre en la chimenea y del calor del hogar. Lo monstruoso es deformidad de este mundo, al que pone en peligro. Puede amenazar la cálida vida campestre en una acogedora cabaña, con la irrupción de un objeto límite, como ocurre en el soberbio relato
La pata de mono, de W. W. Jacobs. Produce locura y exaltación, desordena y destruye. Es algo temible, que siempre ha estado ahí, pero de lo que ahora tomamos conciencia. Deforma con sus deformidades al otrora ordenado mundo. Es como si se presintiera un hilo débil del que pende peligrosamente la existencia cotidiana y la ciencia y todos los afanes.
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Educación y filosofía
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En el desgarro que hoy supone vivir, es decir, en medio de las iniquidades de una modernidad contradictoria, venida a menos y definitivamente caricaturizada, hay que buscar formas de vida entre la protesta y el franco combate por cambiar un poco las cosas. Pero cambiar las cosas se torna una tarea casi imposible, inmersos como estamos en dinámicas banalizadoras de la existencia. El proyecto moderno se traicionó, convirtiéndose en su caricatura, hemos señalado, sin ir a ningún
otro sitio, dando vueltas pedantemente en torno a dos o tres ideas endiosadas y apenas encarnadas. Es lo que estamos viviendo en la actualidad, un proceso de racionalización reductora ya muy pensado y descrito por muchos autores contemporáneos. Lo peor de esto es que hay una espiritualidad que se sacrifica a estas bestias. Una espiritualidad que entiendo, con muchos teólogos y filósofos, y como la etimología de religión señala, como
religare, es decir, como reunión con lo
otro.
El libro de Sloterdijk,
Esferas I, alude a una espacialidad existencial que comienza en las más corporales y viejas dualidades por las que el hombre concreto se sabe hombre, en relación con un “dos” y haciendo de esa relación esférica su primer y más antiguo espacio. Después del nacimiento, muchos, no sólo Sloterdijk, han destacado que se dan dinámicas corporales, ideológicas, artísticas, de religación, de vuelta a la dualidad inicial. El pensamiento freudomarxista, por ejemplo, traza un jugoso discurso en torno a esto, a la creación de la dualidad originaria en un nivel no regresivo o uterino.
Hemos perdido, sin embargo, la capacidad de entablar relaciones con los “dos” porque, en gran medida y como también señala el freudomarxismo, no se dan condiciones en el medio social para ello. Es así como puede experimentarse una religiosidad, de religación, paradójica, que reclama y requiere de la soledad. Porque sólo en ámbitos caracterizados por el rechazo a un medio hostil a la dualidad, con el fin de no generar las dinámicas banalizadoras a las que hemos ya apuntado, puede darse la conciliación. Lo subjetivo no puede pasar por lo objetivo hoy sin traicionarse ni destruirse. No se demanda por esto la ausencia de cualquier relación distanciada (toda relación con un dos lo es en parte), sino que no haya una cierta cosificación que reduce y abstrae al mismo tiempo, adelgazando el dos, el otro o la realidad. No es que no haya dos, sino que los dos se absorben y cosifican en un medio e ideología ideales, espirituales en el sentido de espiritualidad más contrario al que hemos definido más arriba, por el que se espiritualiza y se adelgaza hasta el raquitismo la realidad, en una existencia ideal y falsa.
Heidegger señaló los peligros de la tecnificación de la existencia, que no consiste en que la fabricación de tecnología sea algo malo en sí y condenable, sino en la reducción de la existencia que estamos diagnosticando y describiendo. El filósofo alemán husmeó los peligros de un mundo rastrero. Porque hoy se olvida la relación esencial que nos dota de una trascendencia en la inmanencia de la existencia humana. Se han cerrado las vías, se ha ensordecido, para sólo atender a las cosas que velan todo más allá en la realidad. Ante esto hacen falta, sobre todo, salidas.
Esta situación hace que para no vivir la relación cosificada, escojamos la dignidad de permanecer en una soledad sonora, o soledad acompañada. Es la vía ya explorada y cultivada por un cierto cristianismo desde los inicios. La tan glosada
fuga mundi que seduce, por ejemplo, a Fray Luis de León. Y es que cuando no hay otro remedio, cuando no existe la posibilidad de realizarse en las relaciones y dualidades planteadas por nuestro mundo técnico, se puede y debe escoger las vías de una soledad activa. Es en este ámbito de retiro, donde únicamente se puede cultivar la relación.
En la entrañable parcela de realidad en la que aun hay dos y dualidad, bien sea, para un profesor, las clases, es donde pueden atisbarse ráfagas de lo nuevo, de lo que desborda y amenaza a la tecnificación deshumanizada. Esta es una posibilidad que he proclamado en varios momentos de este blog, cuya historia parece ser como la de un río lleno de meandros. La posibilidad de niveles de relación
educativa distintos.
Desde mi punto de vista, el gnosticismo de las minorías sabias es una comprensible reacción a un mundo contrahecho. La vivencia educativa-iniciática, que da realidad a las dualidades esféricas, que diría Sloterdijk, es una vía hermosa y productiva. Es, sin embargo, una cierta relación privada dentro de lo público y lo burocrático. Hay un momento, un acontecer concreto, que aun siendo privado y minoritario, incluso secreto, es capaz de anticipar el mundo nuevo, o sea, el mundo con menos desarreglos. En esto consiste el esbozo de solución que estamos apuntando.
Y junto a esta privacidad pública de las relaciones pedagógicas, puede encomiarse un docto retiro en la intimidad, una intimidad que en absoluto se contrapone totalmente a un exterior a lo íntimo. En realidad no hay tales hiatos en la existencia. Pero, aun con esta salvedad, se puede configurar un espacio y tiempo concretos, lo más inmunes posibles a la tecnificación de las relaciones. Es en este espacio y este tiempo, cuando de verdad somos, y es, por tanto, lo que hay que querer y cultivar primero. Lo minoritario o, lo que es lo mismo, lo concreto.
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Educación y filosofía
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"La fe es un grave sufrimiento, es como amar a alguien que está fuera, en las tinieblas y que no se presenta por mucho que se le llame"
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- (muerte) La próxima vez que te encuentre te llevaré a ti y a los que estén contigo. A todos.
- (caballero) Y nos revelarás tu misterio
- (muerte) Yo no tengo nada que revelar
- (caballero) ¿No sabes nada tú?
- (muerte) Yo no sé nada.
El séptimo sello (Ingmar Bergman)
Alguien me escribió algo sobre la fe religiosa, en algún lugar de este mar de internet. Formuló una opinión en principio obvia. Su tesis, compartida seguramente por la mayoría de creyentes y de no creyentes, era que la fe reduce los miedos y sobre todo el miedo a la muerte. El no creyente así se lo reprocha al hombre de fe, el no creyente que ha elegido permanecer en una inmanencia sin Dios, en un mundo comenzado y acabado en sí mismo, y que juzga a la fe como un simple calmante de los miedos que nuestra finitud provoca. La muerte sería endulzada y no afrontada virilmente a través de ciertas narrativas. De todos los ateísmos que a esta interpelación se suman, me quedaría con Séneca, que osciló y a veces pareció aludir a retazos de divinidad, pero del que, en los estudios que llevé a cabo hace un tiempo sobre él, aprendí que el suyo era un estoicismo ateo. En el caso de Séneca se daba una madurez que no podía casar con los remedios fáciles para sobrellevar nuestra finitud, con el límite de límites que es la muerte. Así, el romano estoico o el ateo afirman ser en el meollo de un mundo inabarcable, majestuoso y terrible, pero su estoicismo enseña precisamente a aceptar la muerte. También, en este sentido, recuerdo el magnífico libro de Tierno Galván
¿Qué es el agnosticismo?, que enfatiza esta calma lograda a través de una filosofía materialista y de más acá de los límites de un mundo en el que no parece haber trascendencias. Para Tierno, la filosofía consecuente con esta magna aceptación de nuestro sino mortal es el marxismo.
Los enfoques ateos son dignísimos y no pueden refutarse de un modo absoluto (pero tampoco la fe puede refutarse absolutamente). Significan una postura racional, valiente y madura ante los interrogantes irresolubles que nos cercan. O sencillamente, entienden como un falso problema dichos interrogantes. Desde esta postura se puede justificar la fe como un falso consuelo que hace el trago mortal más llevadero, para quienes no soportan la más clamorosa inmanencia.
Pero en lo referido hay, creo, un error común. Puede, en efecto, achacarse a algunos tipos de creyentes el que mitiguen sus angustias con el ensalmo religioso. Por contra, me parece que, si se es consecuente y razonable, tampoco el creyente tiene asegurado su tránsito amable. Porque la muerte es igual que una noche absolutamente oscura y sólo podemos verla así, o no verla. En el creyente consecuente la noche no tiene amanecer. Se sitúa ante ella con el mismo desconcierto de muchos ateos que aun aceptando el final no pueden encajarlo racional o sentimentalmente. Es decir, el creyente y su fe no inmunizan para superar ciertos temores, ya que ningún relato sagrado es capaz, creo, de rasgar la noche que se alza ante todos los hombres. La noche es insondable, absoluta e indigerible. Y puedo asegurar que para un creyente, sigue siendo la noche. No tenemos más evidencia que un final de todo, un definitivo acabamiento. Lo demás, en efecto, y como subrayó Sócrates en su último discurso, son cuentos chinos. No hay relato ni libro sagrado que rasgue la noche. Tampoco el amor y la memoria que el ateo puede considerar superaciones parciales del final, son suficientes ni bastan para aclarar un poco el negrísimo panorama.
Quiero decir que la fe no garantiza una superación de la muerte en los términos terrenales. Desde el mundo y en el mundo sólo hay un final, sin que nadie, ni Papa ni santo, pueda atisbar más allá del mismo. La condición humana es el sonoro silencio de una acechante muerte que, como indicaba Heidegger, puede enfocar si se asume, si el
Daseinasume su finitud, la orientación hacia una escucha o comprensión del Ser. Heidegger llega al ateísmo, por cierto, desencantado de las facilidades de la fe, desde la absolutización de una teología negativa que deviene ateísmo. Su “sistema” o mejor dicho, su enfoque, es otro ateísmo consecuente. Porque el ateo consecuente, filósofo del ser o estoico, no llora ante la muerte ni se engaña.
Pero ¿puede imaginarse un destino más trágico que el del que elige la fe y constata que el límite sigue siguiendo el límite? Es el destino de algunos pocos creyentes que no pueden renunciar a la evidencia de que somos mundo y que todo más allá o trascendencia son opacos. Porque la opacidad de la muerte resulta innegable para cualquier mente lúcida. Tampoco aquí el creyente cabal se engaña con cuentos ni puede aspirar a mirar ni un ápice de lo que hay más allá. La fe,
por fortuna, no cura ni mitiga el trago insuperable que ha de beber todo mortal. El sentimiento de que algo opaco se opone a toda esperanza puede ser compartido por muchos creyentes, para los que la fe tiene que ver con un tipo de preguntas y un tipo de respuestas, sin que en esta trama de misterio nada pueda ser aclarado definitivamente. La muerte, ciertamente, nos marca. Es nuestro estigma y no podemos renunciar a orientarnos hacia ella o temerla. Está ahí como un límite para cualquier ser humano y los consuelos fáciles no sirven. La concepción acerca de la muerte es igual de terrible en todo hombre. El mismo desconcierto, el mismo trago, es para todos. Y nadie, ni la propia muerte siquiera, puede hablar de lo que hay más allá de su seno. Esto tenemos que arrostrarlo todos, sin diferencias, porque la fe es otra cosa más seria, no un fácil consuelo.
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Educación y filosofía
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En el post anterior abordamos con brevedad el problema del texto y de la lectura, acerca de su función y posibilidades para rehacer al lector y al mundo del lector. La nota característica que identificamos en los textos, en especial y contra la creencia usual, los canónicos, es decir, los que marcan un cierto hito definitorio, es deshacer, o mejor dicho, hacer deshaciendo. Pero a esto puede alguien plantear una objeción, en relación con un tipo muy especial de textos. Se trata de la literatura sagrada, los textos que el hombre decide que sean sagrados, además de canónicos.
También en ellos ocurre lo mismo que con todos los textos. En particular nos podemos aquí centrar en un canon occidental sagrado encabezado por la Biblia. Lo que hemos percibido en ella rompe el prejuicio que entiende al texto sagrado como algo acabado, inamovible y preciso. Cualquier teólogo sabe que esto no es así, al menos en el caso cristiano. Su condición de libros sagrados es fruto de una elección de los hombres, que deciden leer en ellos un fondo para el hablar del mundo.
El que yo diga que sean producto de una elección humana ya puede considerarse controvertido por algunos. Pero en ninguna de las características que vamos a atribuirle, que entienden dichos textos como algo tan fluido y débil como el resto de los libros, hay, digamos enérgicamente, una impugnación definitiva de Dios o de la creencia religiosa, o del cristianismo. Dichas características, compartidas por todos, son visualizadas con la nota “fluidez”. Por esto entiendo la propiedad de fijar lo absoluto en términos mudables y relativos. Es lo mismo que la tradición hermenéutica de la exégesis de la Biblia presupone. Es decir, el carácter sagrado de la Biblia no implica su deshumanización. Porque el hombre no puede ser más que el hombre, o sea, no puede aspirar a ser un absoluto en el mundo. El hombre, por su naturaleza, es hermeneuta que se define a sí mismo mediante un rodeo por el mundo de los textos, orales o escritos. La peculiaridad de la literatura sagrada es que en este proceso, el hombre antepone el libro sagrado a los demás libros en su tarea de fijar al hombre.
La Biblia es un riquísimo libro, o libros, llenos de densidad, pero su riqueza es, precisamente, su capacidad de sugerir borradores constantemente impugnables de la divinidad en estrecha relación con lo que el hombre quiere que sea el hombre. Su función principal es, pues, definir redefiniendo y hacer deshaciendo toda noción del Dios que se busca. Esto no es irreverente si entendemos, como la pista cristiana señala, que el hombre es sujeto relativo que busca encontrando siempre, por su debilidad, la noción de medias verdades. El que la Biblia presuponga que existe una gran verdad última sobre la que reposa el cosmos, un fondo del hombre y de la existencia, no puede implicar que las verdades que ofrece sean definitivas, ya que tienen por interlocutor al hombre. Su carácter sagrado alude a la función especial que los hombres le atribuyen, una función definitoria de Dios y del hombre. Como indica el prólogo de Juan, a Dios nadie lo puede conocer, sólo se nos hace accesible por un rodeo por lo humano, mostrando una faz humana.
Además hay que señalar en torno a la Biblia su extraordinaria capacidad para hacer pensar y crear verdades señeras. Es, ciertamente y porque los hombres así lo han visto y querido, un libro sagrado que sienta cátedra. Pero sienta cátedra al estilo humano. Hay Dios y hay absoluto en ella, pero al modo humano, ya que es un libro destinado a los hombres y a su vocación. El hombre no puede más que conocer desconociendo, lo que, al igual que los demás libros, hace de la tarea de lectura una búsqueda inagotable y deficiente. En el caso de la Biblia lo que destaca es lo intenso y rico de la búsqueda. Son textos de una extraordinaria sugerencia y capacidad de ir haciendo mediante impugnaciones, es decir, existe una constante negatividad en el tránsito que llamamos Biblia.
Ésa es su especifidad: la capacidad de sugerir respuestas que se deshacen en preguntas y más respuestas. Tanto el antiguo como el nuevo testamento aluden a ello, explícita o implícitamente. El carácter de Éxodo de todo el antiguo testamento, su inacabamiento y desconcertantes contradicciones, le confieren, precisamente, su poder. En el caso del Nuevo testamento ya hemos señalado que desde el Prólogo de Juan las propias escrituras ya se definen como un precario intento. La propia humanización y kenosis de Dios devenido hombre quieren decir eso. Pero no por ello se minusvalora ni al texto ni a Dios ni al hombre. Al contrario, se engrandece la búsqueda que es el hombre, se la refina, remueve y conmueve. Todo el texto sagrado formaría parte de un acercamiento de Dios a los hombres, que se rebaja para ensalzar al hombre en su indefinición y búsqueda. No hay, pues, respuestas sino preguntas. Preguntas clamorosas y perfectas como la del libro de Job. El texto crea a su lector, pero en una dialéctica textual de hipótesis y refutaciones. Al final queda la realidad humana en su más o menos torpe intento de agotar las preguntas finales.
Se decide que los libros venerables además lo son porque agudizan la búsqueda. Y lo hacen en una dialéctica de negaciones e impugnaciones de todas las imágenes de Dios, lo que cuadra además con el mensaje que prohíbe la erección de imágenes para cerrar la concepción que se tenga de Dios como algo definitivo.
Todos los textos y libros, ciertamente, pretenden lo mismo que el canon sagrado. Todos son búsquedas y redefiniciones del ser humano. Pero la peculiaridad de los textos sagrados es la fuerza que el hombre les otorga. Son libros guía que aluden constantemente a Dios y a la tarea divina del hombre y por eso se los venera, sin que la veneración anule la búsqueda. En el caso del Nuevo testamento tenemos la gran pregunta cristológica acerca de la naturaleza de Jesucristo. Frente al docetismo implícito en numerosos creyentes, que enfatizan lo inaccesible y sobrehumano de Jesús en detrimento de su humanidad real y concreta, se alza una lectura más rica del Nuevo Testamento que se entiende como precaria definición del hombre y de Jesucristo. Su naturaleza humana lo hace terrenal e imperfecto como lo son los hombres. Y esto se comparte y extiende a todo el canon escrito cristiano. Jesucristo, como toda la biblia, está justo en el límite desde el cual se intuye, en una intuición más negativa que positiva, lo que aguarda y nos asiste. No negamos por tanto la trascendencia y la divinidad, sino que sí consideramos al hombre y todo lo que hace en términos precarios. El acercamiento a Dios desde el hombre es obviamente imperfecto.
Así pues, un libro sagrado juega con el límite donde se insinúa lo buscado, pero de un modo que toda lectura y consideración humana se tornan precarias. Alude y crea ese límite. Esto es lo más específico del canon religioso. Su perfilamiento del límite.
Es quizás una cuestión de grado y de intensidad. La humanidad cristiana ha querido hacer de su canon un canon, es decir, una fijación para ir hacia el límite de donde emana toda definición de lo absoluto. Los demás libros aunque aspiran a esto, pululan en una inmanencia más o menos cerrada. Los grandes libros, sin embargo, los que también constituyen un canon laico, osan respirar y husmear en lo absoluto. Son pasos en la captación del ser último o, en la concepción cristiana, de Dios.
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Educación y filosofía
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De profesión, lector. Esta realidad que alude a la primera acción del intelectual o el profesor es lo que habría que resaltar entre las muchas actividades que componen a la universidad. Si perdemos de vista lo que somos o debemos de ser en primer lugar, recorriendo no sé qué laberintos y rutinas, la institución y el hombre pierden. A mí me ha gustado siempre entender como primera y placentera obligación en mi profesión esta tan sencilla como es el recorrido que hacen corazón y entendimiento por los libros. La lectura tiene algo de contemplativo, de áspera pero dulce anacoresis.
La lectura y el libro son dos de las más complejas y elevadas creaciones del hombre. En cada libro la humanidad se pinta, entre la distancia de sí misma y la fruición de ser. En los libros, como apunta Sloterdijk de los rostros, se da un calvero o claro, donde una cierta esencia se muestra y despliega. El hambre de leer es hambre de ser, y se tiene esta hambre porque se sabe deficiente, carente de ser. La sospecha de que algo falta en el día a día es lo que nos hace leer. Por ampliar y desarrollar nuestras posibilidades teóricas, es decir, contemplativas, se alzan no ya los libros en general, sino esa especie de libros que fue descrita y juzgada por Borges en algún ensayo o conferencia. Se trata de las obras canónicas, que constan como discursos de lo que los seres humanos han querido que sean los seres humanos. No está, sin embargo, esta visión adoradora de unos cuantos grandes libros, por encima de la visión que hace del rostro lo primero. El rostro está antes de los libros, pero vive y revive por los libros.
El libro es, decía Borges, una extensión de la memoria. Existe porque el mundo no se agota fácilmente. El mundo es exprimido y condensado en el fácil derrotero de la letra y la palabra fija o escrita. Aunque realmente no hay, siendo precisos, palabra fija. La escritura también revolotea, como prueba cualquier gran poema. Los libros son para decir más y mejor, o sea, para la palabra y el habla. Los libros se despliegan y conectan multiplicando el mundo o, mejor, multiplicando los sabores del mundo. En los libros se paladea lo más perdurable del hombre, lo que acaso sea su esencia. Es una vieja clave ésta que la filosofía ha imaginado y expresado, desde la vieja hermenéutica a filósofos como Derrida o Ricoeur. Pero es, como también señalaba Illich, una atribución antigua la que se expresa dotando del poder de dar vida a las letras.
El cultivo del texto como huerto, hundiéndose en el mundo y arándolo para cosechar nuevas formas de ser. Las letras crean, en ese sentido, una nueva facticidad, un nuevo plano del ser, o claro. El libro araña al ser, o es el propio hombre que lo araña. El ser no es directamente accesible, porque si lo fuera, se traicionaría y banalizaría. Es una de las hondas enseñanzas de Heidegger. El ser sufre por la banalización. Por eso, ha de ser en el juego de lo que es sin llegar jamás a agotarse en el ahí o estar. El libro es claridad del ser porque se multiplica, se busca y se oculta. Un libro a menudo señala a lo contrario de sí mismo y la ironía es su recurso por excelencia, el gran recurso de la palabra escrita que es ante todo negación de sí misma. Por eso se multiplica y esencializa.
Por esto, leer forma parte de una actitud irónica, de un sarcasmo entre la creencia y la increencia. La última verdad de los libros, de la palabra y el saber canónicos, es que no son y que se diluyen entre otras claridades y lugares del ser. No son pues tan importantes los libros y quizás más que su carácter fijador haya que destacar su carácter deconstructivo, la labor de merma y roa que todo libro hace a su dueño.
Así, el intento de justificar la lectura y alabarla puede ser contraproducente. Acaso haya que leer como escribía Montaigne, en la plana alegría exultante de ser ahí, de hacerse el hombre porque se disuelve el hombre. No he encontrado por ello, y finalmente, otra mejor apología de la lectura, que la de que constituye una consciente destrucción de la cual deviene lo que acaso sea. La destrucción en la búsqueda tenaz y sin objeto. Como las olas del mar en la orilla, con un mar casi en calma, que van borrando tenaz, fluida y sutilmente la palabra escrita en la arena.