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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (4ª parte)
* La parresía I
Marcos Santos Gómez
Si cuando educamos pretendemos, de algún modo, desaparecer ante lo que señalamos, o, dicho en otras palabras, hacernos transparentes a la “verdad” cuyo esplendor y brillo queremos resaltar, nos estaríamos aproximando a un tipo de relación parresiástica con la misma. Es decir, se espera de quien educa, que ensalce aquello de lo que es un mero mediador o “sacerdote”. La parresía se dio en el ámbito de la búsqueda/creación griega de la “verdad” a lo largo de diversos momentos. A nosotros nos interesa ir relacionando la descripción del avatar histórico de la parresía con el presente y el entorno de la escuela o la educación. En quien educa, como en quien aconseja, confiesa o defiende un discurso en la asamblea, se da una relación especial e íntima con la “verdad”, que es invocada tanto en el contexto político como en el de las relaciones específicamente educativas. Es por esta razón que se nos antoja un concepto imprescindible que hemos de tener en cuenta en la Pedagogía actual o en una historiografía o, mejor dicho, arqueología de los actuales procesos educativos formales y no formales. Si, extrapolando la pugna entre sofistas y Sócrates, hoy se entiende la educación como una cierta “presentación” de la “verdad”, en oposición a un escepticismo sofístico que relativiza la verdad a intereses ajenos a la misma, hemos de clarificar cómo se dio y cómo hoy puede darse esta especial relación, íntima y configuradora, de la “verdad” con aquel que la dice.
En primer lugar, como recuerda Jorge Álvarez (2013) en su libro sobre el último Foucault, etimológicamente, la parresía es “decirlo todo”, “hablar franco, libre”. Es la libertas, por emplear el término latino, de quien habla. Para que se dé esta libertad en el hablar, Foucault señala, en su estudio de las fuentes griegas, la necesidad de eludir la adulación y la cólera. Estamos en el marco del gobierno de sí requerido para el gobierno de los otros que tanto estudiara el estoicismo y que será un campo fundamental en los análisis del filósofo francés. Séneca busca la autonomía de quien gobierna, lo que aunque tenga el fin de manejarse exteriormente, de legislar o gobernar a otros, debe partir de un gobierno interior, de una relación franca con uno mismo. Será la carencia de esta autofranqueza la que acercaría al individuo a la posibilidad de ser adulado o de ceder a la cólera, perdiendo el buen criterio o el buen juicio en su trato con los demás.
Pero además de esta impermeabilización respecto al peligro de la adulación sufrido por quien gobierna o quien sencillamente pretende manejarse en sus asuntos, Foucault va a resaltar, señala Álvarez, la oposición de la parresía a la retórica. Esta, cultivada por maestros o “pedagogos” como Quintiliano, en el siglo I, no implicaba una presencia de la verdad, como si esta hubiera de teñir al sujeto que proclama su discurso, aun cuando este se encamine a persuadir acerca de verdades y quiera apuntar o decir una verdad. En esta pedagogía de los profesores de retórica, será el tema el que imponga su método, mientras que en la parresía, será el kairós, u ocasión, la oportunidad, a lo que se acople la transmisión de la verdad. Hay una firme voluntad en la parresía de que la verdad se haga constantemente presente en todo el proceso que empieza por decirla. Y, todavía más, tampoco se da en el habla parresiástica la presencia de intereses particulares del emisor, su beneficio, sino una generosidad, es decir, el objetivo de que el receptor alcance una relación consigo mismo de plena autonomía. Es una forma de educación veraz en todos los sentidos, gestionada por una relumbrante sinceridad que busca auténticamente que la verdad se haga presente y modifique la conducta de maestro y discípulo.
Analiza Foucault textos de Filodemo, Galeno, Plutarco y, especialmente, Séneca. En particular, de las Cartas a Lucilio (de ineludible lectura para todo pedagogo, por cierto), las 29, 38, 40 y sobre todo la 75. El giro que representa Séneca en ellas es la “fuga” de la oratoria y las grandes asambleas, de los discursos populares, donde no prevalece ya la verdad, para apuntar un ámbito personal, cara a cara, en el que sí es posible invocarla. De hecho, me parece que Séneca es uno de los inventores de la persona en la Antigüedad, de esa dimensión en la que somos entre una interioridad a la que se reclama sinceridad y autoconocimiento, pero inserta en una trama relacional que ya no es pública, sino privada, en un juego amistoso, es decir, en el habla de amigo a amigo que quiere estar ya plenamente imbuido por el afán de verdad en todos sus momentos.
Es esto, justamente, lo que desarrolla en sus mencionadas Cartas, en todas, inventando, podríamos decir, este mismo nivel personal de lo educativo, por el que uno llega a sí mismo en el trato veraz y sincero con el otro. El pensamiento aquí vale cuando transmite bien la idea, cuando se ordena, aun empleándose vías persuasivas o bellas, para decir la verdad de manera transparente y sin falsos adornos (p. 155). Así, el criterio para considerar bueno un discurso es que diga realmente lo que se piensa y que se piense lo que se diga, involucrando a la conducta e impregnando con su verdad la propia práctica. De nuevo, como tanto ha salido en los estudios y borradores que son los posts del presente blog, la “buena” educación se rige por esa coherencia en la que se funden lo discursivo con lo práctico, apuntando a una “verdad” que moviliza nuestro comportamiento y que ha de encarnarse en la propia vida. Estamos ante uno de los grandes troncos de la filosofía en sus inicios, hoy menos presente que lo era en la Antigüedad.
La parresía es ahora, dicho de otro modo, la capacidad que la verdad, al ser dicha, tiene para implicar para la vida y el sujeto que la dice. Será el maestro el que, todos modos, vaya movilizando la relación educativa, en un sentido de guía, de simple movilizador de la búsqueda. No será este el sentido del periodo cristiano en el que la verdad subsiste, mayor que el propio maestro y “fuera” del mismo, como un centro al que ambos, discípulo y maestro, han de referirse. Este centro se halla, en realidad, en el Libro sagrado, lugar o ámbito del que hay que impregnarse para hacerse portador de la verdad. Además, la nueva relación educativa implicará que sea el guiado, el discípulo, donde resida el peso de la relación, pues ha de ser él quien exhiba su compromiso con la verdad, que lo muestre y vaya transformándose a lo largo de la laboriosa confesión cristiana (pp. 156-157).
Un medio fundamental para esta constitución del sujeto como portador de la verdad es el examen de sí, que en los autores paganos, en especial Séneca, tiene un sentido muy diferente al cristiano. Se trata, como vemos en las Meditaciones de Marco Aurelio o los Discursos de Epicteto y las obras de Séneca, de un repaso de carácter más bien “administrativo” de los logros del día y el grado en que el sujeto se está impregnando, en su conducta, de la verdad, o alejándose de ella. Pero sin más pretensiones platonizantes o cristianas de estar accediendo a una suerte de mundo superior. No se trata de descubrir ningún mal o perversión fundamental y básica en el fondo del sujeto que se refleje en los deseos o sentimientos, sino de algo más “prosaico”, si se quiere, menos atormentado en su fondo. Se trata de ser testigo de la constitución de un sujeto ético de la verdad, sencillamente, o sea, de visualizar un proyecto de vida. Así que la falta no es un pecado, en el sentido cristiano que trata de fijar una culpabilidad o remordimiento, sino un simple error, sin otras connotaciones. Aquí la poderosa racionalidad y el énfasis por la lógica que proverbialmente ostentaron los estoicos, se manifiesta en su utilidad, en su función ética.
Y el Yo, agente de todo este proceso, habrá de, literalmente, escribirse, tornándose en objeto de la escritura y en gran medida su resultado.Estamos asistiendo, como señala certeramente Álvarez en relación con la interpretación foucaultiana de este proceso “educativo” a la configuración de la nueva subjetividad, siglos antes de Lutero o del Romanticismo. Y es la escritura la actividad que irá adensando la interioridad y el “fondo” del sujeto que en ella se va “fabricando”. Una vuelta a sí ya operante en la Antigüedad que, como señalaba García Rúa en su libro sobre Séneca, otras veces citado en el presente blog, anticipa a la Modernidad, en cuanto construcción del sujeto capaz de racionalizar el mundo y a sí mismo con una razón que sistematiza para comprender y actuar, pero que también emprende una suerte de incipiente hermenéutica de sí mismo a través de diferentes “técnicas”. Y un sujeto que a la vez que se está descubriendo y organizando, que decide su proyecto, ya se constituye como sujeto y se construye.
Vemos en la Antigüedad la tensión de la pedagogía en su doble dimensión, de construcción que crea tapando un fondo y ocultando algo esencial que queda en cierto olvido (lo que los profesores de retórica habían logrado en extremo, los maestros de la paideia refinada y erudita que fue sobre todo un saber ornamental cuya función era el ascenso y la distinción social) y, en segundo lugar, una pedagogía como efervescencia, como lucha, como conflicto y paradoja en los que aflora una esencia o verdad que subyuga como un nervio todo el entramado lógico, conceptual y cognoscitivo del filósofo o sujeto estoico. La búsqueda del equilibrio y la razón, en Séneca, conduce a ciertos desequilibrios y voluntades más allá de lo racionalizable, por lo que el filósofo tendrá que incluir en su contrapaideiaa las emociones, sentimientos, placeres, temores e incluso sueños del sujeto que emerge, en este polo, como quien doblega las tensiones, como quien ha de someter algo que él mismo ha fabricado, como quien porta algo esencial que desestabiliza por naturaleza y que obligará al ingente esfuerzo racionalizador del filósofo para conocerlo y controlarlo. En el lenguaje del actual psicoanálisis diríamos que la pedagogía retórica reprime, mientras que la contrapedagogía senequista encauza y libera mediante un uso lúcido de la razón, del orden que se palpa en el mundo y que lo rige. Para Séneca, el sujeto tiene que vincularse a ese orden para salvarse, dentro de la más estricta inmanencia. Lo terrible aflora y hay que incorporarlo sin la culpabilización que más adelante introducirá el pensamiento cristiano. Recuerdo que Martha Nussbaum realiza, de hecho, un detallado análisis de las tragedias escritas por Séneca, en especial su Medea, y va desarrollando estas ideas, aunque será preciso releer a esta gran pensadora actual para corroborar, matizar o refutar lo que vamos de algún modo anticipando e intuyendo. Y por supuesto releer y releer a Séneca y a la abundante y esencial bibliografía secundaria sobre el mismo.
En esta misma línea, Álvarez señala que el pensamiento, para Séneca, hará eso mismo: quitar su máscara terrorífica a los acontecimientos y al todo imaginario (mítico, diría yo) que nos rodea y constituye. Es lo que he llamado esa esencia oculta que aflora como la lava de un volcán que entra en violenta erupción, mediante una reducción de la realidad operada por la razón. El objetivo es, no tanto añadir sufrimiento y anticiparlo, sino evitar el sufrimiento gratuito, aun a sabiendas de que existe. “La labor del pensamiento debe despojar los acontecimientos de todo ese imaginario que los rodea y los hace temibles, quitarles la máscara. Lo que se conseguiría, en definitiva, a través de ese trabajo mental sería un efecto de reducción de realidad” (p. 161). Un control de las imaginaciones que espantan que es también control del poderoso magnetismo tremendo de los mitos. Su sometimiento.
De hecho el estoico parece dar la vuelta y utilizar en favor propio una dimensión terrible de lo real que los mitos glosaban, incluyéndola con naturalidad en la vida y como si de algún modo hubiera intuido lo que Heidegger siglos después expresaría con su angustia y la asunción de la propia finitud que tornan al Dasein en un “sujeto” libre y capaz de arraigarse en el propio ser. Marco Aurelio escribe o esculpe en los Pensamientos (que hay que releer sí o sí): “La perfección moral comporta que se pase cada jornada como si fuera la última”, entendiendo aquí moral no tanto en su acepción más corriente, sino como conducta propia, cabal, auténtica, que lo acerca, me parece, al filósofo alemán en su sentido. De nuevo, una “verdad” que ha de vertebrar o constituir al sujeto que solo lo es en el sentido que se deja impregnar de ella, lo cual se refleja y expresa en el comportamiento (y en este sentido los estoicos sí hablan de una ética). Así, la subjetividad nace cuando se halla y aplica la idea griega de “verdad” asociada, además, a un cierto orden bello (cosmos) que la palabra (logos) recoge para esta creación del sujeto.
Para conseguir tales objetivos, los estoicos inventan una serie de técnicas, como la meditación (entendida como ejercitación, al modo en que el gimnasta se planifica y organiza corporalmente, impregnando de “razón” a su propio cuerpo y conectándose en sus dimensiones más físicas y espirituales). Esto conduce a la ascética, o escultura de uno mismo que ha de realizarse poniendo en marcha el valor o coraje, por un lado, y la moderación, por otro (p. 164). Y, además, la idea de que la vida es una prueba, de que se está siempre ensayando y confrontando lo aprendido. Démonos cuenta de las implicaciones que esto tiene en la noción de educación que tenemos en mente, en nuestro estudio de la Antigüedad, como educación veraz, imbuida en la “verdad” y agitada por ella, frente a la educación sofística (siglo V a. C.) o retórica y erudita de los siglos posteriores y el periodo romano, hasta la época en que irrumpe el cristianismo en el pensamiento y en la pedagogía.
El sentido de la educación como prueba da la vuelta, decíamos, al sufrimiento, de manera que sin justificarlo ni decir que no lo sea, ahora es capaz de procurar un carácter bello y fuerte. Las inclemencias y penalidades obrarán de este modo, como una especie de pedagogía providencial. La vida no será el objeto de esta pedagogía de la prueba, sino que ella misma será, entera, dicha prueba, dicha educación constante y siempre en marcha.Idea que, Álvarez señala con sumo acierto, se halla presente en las tragedias griegas y en los mitos clásicos (Prometeo, Hércules, Edipo). Aunque el carácter agónico de esta prueba y del sufrimiento al que los dioses someten a los hombres, en Epicteto o Séneca adquieren un carácter más paternalista, sin el enfrentamiento de los mitos o la salvación cristiana en el más allá. Hay que resaltar, por tanto, que Séneca no tiene jamás en mente una trascendencia platónica o cristiana, un más allá de la mera inmanencia, y todo su proyecto filosófico puede ser incluido como una forma de inteligente inmanentismo, de manera contraria a la interpretación que se le ha dado desde el cristianismo más platonizante. Precisamente, es un autor que sugiere y recupera una noción de prueba o proyecto inmanente de vida que se supera y crea dentro de la propia inmanencia. El sujeto no hace otra cosa que relacionarse para ser, para constituirse, inmanentemente decimos, como centro de un arte de vida. La historia, podemos añadir, fabrica este pliegue sobre sí mismo que habría de ser, más adelante, el sujeto de los ideales y de la transformación (ética, política, histórica) del mundo. Será, además, el sujeto de las pedagogías que vendrán.
En el próximo post vamos a comentar otro gran momento de esta constitución tanto de la educación como del sujeto que se educa, centro de ese arte de la vida, que será, como es obvio, el cristianismo. Veremos los matices que a la vieja idea de parresía va a introducir para más adelante, siguiendo a Álvarez en su exposición del pensamiento de Foucault, ahondar en las cuestiones éticas y políticas del mismo en las tiranías, en las asambleas de la democracia ateniense y en otros ámbitos sociales e históricos.
Referencia bibliográfica:
Álvarez Yágüez, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (2)Marcos Santos Gómez
Prosigo con mi relectura del Quijote. Si nuestra anterior reflexión a partir de la novela cervantina conducía a la “inserción” y necesidad de lo poético en la existencia, el propio Quijote, o sea, Cervantes (tornado ya él, por cierto, mero mito y del que no se sabe en realidad casi nada, igual que sucede con su gran coetáneo Shakespeare, pues para nosotros desaparecen ante su obra artística contra lo que generalmente se piensa que sucede), ahora va adquiriendo unos derroteros éticos. Es decir, “pensar” poéticamente, en el sentido de dejarse teñir por la “verdad” de mitos y arquetipos, por su afanoso deseo, por el núcleo que late desnudo e irradiante en el interior de los antiguos mitos de la poesía homérica, produce unas conmociones en el comportamiento que, como inmediata consecuencia, tiene repercusiones paradójicas en el vínculo con la propia época. El “pensamiento” todavía poético, o sea, incipiente, sentimental, plástico, va, de hecho, levantando todo de su sitio y tirando de la manta, lo que solo desde unas ciertas condiciones materiales puede hacerse. Tu época ha de facilitarte, como lo hizo con Cervantes, en el propio arte, una cierta técnica de mediación que constituye una reflexión incipiente, un intento de pensar lo poético, aun desde los cauces del propio arte y como ya hoy estamos tan acostumbrados a realizar. Uno ha de estar, además, en el nicho social que lo permita, un nicho al que debe caracterizar la distancia, postulando una separación de la misma sociedad que nutre a uno, y sin el cual no sería posible ni siquiera imaginar que se toma distancia respecto al propio arte.
Esto está ya en el mismísimo origen de la filosofía y de Occidente, cuando, como resaltaba yo en este mismo blog, al hilo de la lectura de Paideiade Jaeger, que sugiere esta misma tesis entre líneas, se pudo dar una emulación o reverberación del mundo aristocrático, imagen del deseo y la admiración por parte de la mayoría de la sociedad de campesinos del siglo VIII a. C. en la Grecia que creara los textos homéricos, en el pensador. Hay una transfiguración de la nobleza que, habría que estudiar detenidamente, supone la creación de un tenso distanciamiento en la propia realidad social para crear el punto de vista alejado que es preciso ocupar para lograr realizar el juicio en relación con la propia tradición y mitos. Esta distancia ha sido, ella misma, objeto del propio pensamiento y se ha expresado de numerosas maneras. Es lo que, todavía hoy, se precisa y materializa en el momento más “elevado” y platónico del pensamiento, por el cual, éste busca su lugar en “otro” mundo, sin que pueda, de hecho y fatalmente, de un modo absoluto, abandonar las categorías y proyecciones de “este” mundo.
Esta elevación, anclada en grietas y separaciones dentro de la sociedad, este modo de ser aristocrático, ha acompañado siempre a la filosofía, en todas sus formas y modos de realizarse. A nivel institucional, y simplificando un poco, es la misma elevación que ha vertebrado a la “nobleza” universitaria y que ha hecho que la Universidad sirva a la sociedad pero también procure la salvación, que es también trampa, de situarse por encima de su propio suelo nutricio. Una nobleza que evita que el pensador ceda a las a veces peligrosas corrientes de su propio mundo, que pueden conducirle a ciegas. Este fue el esfuerzo del filósofo desde el principio. Sócrates demandaba estar en el mundo y, desde luego, nadie en su tiempo y lugar lo estuvo tanto, tan “instalado” y sobre todo tan lúcidamente, en el mismo. Pero su aguijón requería un esfuerzo ingente que, contra lo que sucedía en el viejo modelo de las sociedades heroicas, fue castigado, pues era poco entendido por la mayoría, un peligro que aparecía como uno de los lemas en el frontispicio del templo de Apolo, uno de los lemas de los Siete Sabios: la mayoría se equivoca, es mala, se aleja de la “verdad”. Es esta mayoría la que, de algún modo, asesinó a Sócrates pero, al mismo tiempo, su voluntad de pensamiento y libertad, acabó siendo aceptada e incorporada nada menos que a la tradición que en gran medida él inaugura y que él mismo denominó “filosofía” o amor por el conocimiento, un amor que parte de la propia indigencia y que aspira a lo más bello y digno de ser amado, lo que, solo por el hecho de que el filósofo aspira a ello, ya de algún modo tiñe el propio ser.
La filosofía, por tanto, nació elitista, como una transfiguración del anterior heroísmo aristocrático que se admiraba, pero que ahora provoca la admiración de unos pocos y el odio de muchos. Esto es tanto una situación social concreta de quien piensa, que es ubicado por el propio hecho de pensar, en este mismo lugar incierto, como un movimiento, acaso, del propio pensamiento en cuanto este trata de elevarse lúcidamente sobre la propia circunstancia que uno es. Digamos que pensar tiene un precio, a nivel social, lleno de ambigüedad, pues es fuente tanto del recelo como de cierta admiración por parte de un mundo que se resiste a pensar-se (¡la novedad de nuestra época, casi inaugurada con el nuevo siglo, es que, por primera vez en la historia de occidente, no se admira “socialmente” al pensamiento ni al intelectual!). Pero además, lo que el pensamiento tiene de vuelo y separación del terreno donde uno pisa, obliga también a asumir un riesgo “espiritual”, el dolor de cercenarse sin que haya garantizada una síntesis, sin que el pensador o el pensamiento puedan lograr una ansiada reconciliación, sin la superación e integración de negatividades que va moviendo el auto-conocimiento del espíritu en Hegel. Esto tiñe tanto el hecho de pensar como la vida y el lugar social de quien piensa. A menudo el pensamiento y el pensador son y están solamente en la pura quiebra, en la ruptura, en la soledad y el desgarro, en la resistencia que su mundo opone a ser pensado.
La implicación ética de todo esto es clara. Es una de las “reflexiones” que se hacen mostrando (poéticamente) por el Quijote. Don Quijote ha recurrido existencialmente a fijar su relación con el mundo mediante arquetipos, al modo en que ya los mitos lo hacían y del modo en que la poesía realiza su apertura en el “cosmos”, su vertiginosa ruptura. Pero esta distancia que la elevación poética produce, heroica en un principio y asociada a la épica y por tanto a los valores de la aristocracia, es ahora emulada en el momento que se ha de re-hacer el propio mundo. De manera que no hay una separación clara entre el mito y lo poético, que ensalza y eleva, acaso mostrando o señalando las alturas de los ideales, y la filosofía, por lo menos en la filosofía socrática y gran parte de la tradición de un pensamiento “enamorado” de ideales y desde los cuales, como punto de apoyo arquimédico, “opera” su palanca, como fue el caso griego socrático-platónico. Estos ideales son lo mejor del propio mundo, lo que a menudo se descubre pensando pero que antes es vivido; su purificación, su destilación para la obtención de las esencias que son los nervios del propio tiempo. Así, el pensador platónicono está, realmente, en otro mundo, sino que se mueve entre los arquetipos que constituyen el espíritu de este, lo que se admira y cultiva en bellos discursos o en la poesía (épica).
En la medida en que la poesía muestra, es ya el paraíso donde respiran estos ideales, y por eso Platón desterró de su pensamiento a los poetas, de su ciudad, en su voluntad de pensar dichos ideales, de no entremezclarse con ellos sin la mediación del concepto que los piensa. Pero, en su exceso de elevación dejó de verse, dejó de conocer, el grado en que dichos ideales son el alimento y el fuego de su pensamiento lo quiera o no. Los convierte en ideas para pensar, despojándolos, en principio aunque falsamente, de su fuego poético. O trata de razonar el apego del hombre a los mismos. La paradoja es que, sin embargo, sus ideas tratan de mirar el mundo desde lejos pero manteniendo el prestigio, el atractivo de lo bello, que en la poesía manifestaron, cuando eran simples ideales que movilizaban y ampliaban la realidad por una irresistible mímesis, que la dotaban de la dimensión poética por la que esta se abre y es más de lo que en principio es, sintiéndose la intensidad del ser previamente a su pensamiento. La poesía, pues, trató antes de Platón de elevarse y de señalar ese “ser más” que acompaña a la existencia y al mundo, que Platón conduce a su ontología, donde lo ubica y aborda.
Don Quijote es persona más que platónica, poética (aunque en cierto pasaje denomina “platónico” a su amor por Dulcinea, hablando con Sancho, en la primera parte). Quiere mostrar que el mundo puede ser mejor si cree en sus propias palabras. Si se atiene a su esencia, a su nervio, a su espíritu vivo en la poesía. Pero el conflicto con el mundo es inevitable. El efecto de querer integrar los valores que pululan en la poesía ya más rebajada en formas artísticas como las novelas de caballería, es chocante. Paradójicamente, son valores que no funcionan en el mundo “real” aunque tengan su remoto origen en el mismo. El esfuerzo de Don Quijote es embellecer su vida, poéticamente, encarnando de un modo sincero lo amado, pero también ir embelleciendo un paisaje que en la época era bien prosaico y alejado de las fantasías de las novelas de caballería (esta función de tratar con paisajes fantásticos sí la cumplió y se creyó y vio mucho más en los paisajes americanos que se estaban “explorando” y cuya presencia latente está en el Quijote y en toda la literatura del Siglo de Oro), pero que se abre, paulatinamente, a sus sueños, hasta que ya para nosotros, mágicamente, ya desbordada la escisión entre arte y realidad, La Mancha y su paisaje son puro espíritu. Ya no podemos mirar a La Mancha, ni a las sierras, áridas llanuras y costas o playas mediterráneas de España sin entremezclar la historia del hidalgo y su escudero.
Cabe preguntarse, además, por qué para mostrar esta historia Cervantes recurre, en primer lugar justamente a eso, a contar una historia (e inventar la novela moderna) y por qué se vale del efecto cómico de todo este asunto. El Quijote, en su grandeza, muestra y cuenta, pero para pensar algo. Pensar, en su elevación, ya no podía repetir la trampa de su personaje y constituirse en tragedia, una suerte de tragedia griega en la que se cae víctima del irresoluble conflicto entre razón y mito, sino que, continuando el movimiento y la elevación, ha de llegar hasta la dimensión del humor y de la ironía que, también, en nuestra tradición inaugurara Sócrates. La realidad intenta ser, sin lograrlo y deviniendo su obra también en arte o mito en la segunda parte del Quijote, una narración. Pero, como narración, se “pierden” o se “elevan” los hombres. No hay forma de contar la realidad y de comprenderla sin el recurso, vilipendiado, de lo poético, pues es lo poético lo que va señalando en lo real sus puntos donde adquiere una especial densidad y hondura “cualitativa”. Por estos puntos se accede a una vida mejor, uno se abisma. Esta es la intuición de Don Quijote y su empeño es querer encarnar, hacer vivas estas líneas de fuga que, en cuanto fuga, alejan y distancian, pero que, paradójicamente, son por donde el mundo se muestra quizás en su más plena grandeza espiritual. Es como si Don Quijote hubiera pensado dos cosas: primero, que el mundo es malo o por lo menos su momento histórico (donde han fracasado los ideales del viejo soldado), en una reflexión gnostizante (platónica o neoplatónica quizás) acerca del mismo. Segundo: que la salvación, paradójicamente, está en él, pero si se vive con poesía. Y lo que provoca, al vivir poéticamente, es una tensión que Cervantes muestra con la ironía de sugerir el despliegue ya inasumible y desbordante que se abre ante el mundo por este efecto de la poesía en el mismo. Puede que sea algo que el hombre necesite, pero que no soporte.
Lo poético es, por tanto, necesario, pero, como lo era pensar, peligroso. Produce perturbadores trances, como a Stendhal enfermo de arte en Italia. Es la perturbación a veces grotesca que el poeta vive en la realidad lo que Don Quijote vive, en su mundo de ideales y arquetipos, que es el mundo de los sueños. Pero la grandeza de este movimiento es que salva, que a fuer de no comprendido y de estar cómicamente “fuera” de lugar muestra la no menos cómica realidad “prosaica” en que se vive. Y en esta tensión, además, entra en juego una dignidad, una superación del propio mundo o el denodado esfuerzo por ello. Es un movimiento que tanto la poesía como, decíamos, el pensamiento en lo que tiene de “noble” han de reproducir. El humilde conocedor de su ignorancia, Sócrates, y el voluntariamente indigente Diógenes, Sócrates enloquecido y también víctima de un secreto orgullo, diría Platón del mismo, son, al mismo tiempo que personas inmersas en el mundo al que tratan de entender, aristócratas de un heroísmo que se eleva sobre el mismo y que, además, cualquiera que pretenda no ceder a las corrientes que arrastran, tiene que asumir. Diógenes de Sínope entraba en los teatros cuando la masa salía de ellos, “contracorriente”, cuenta Diógenes Laercio. Este voluntario y contradictorio autoexilio el hombre tiene que emprenderlo cuando piensa la realidad o trata de mejorarla, en un movimiento que es a la vez cognoscitivo y bello pero, obviamente, también ético, constituyendo en sí mismo la conocida tríada griega que unía las tres dimensiones estética, ontológica y moral en una misma.
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (3ª parte).
Marcos Santos Gómez
Según Foucault, como señala Jorge Álvarez (2013), fue propio de Occidente vincular el poder y la construcción de la subjetividad con la “verdad”. A diferencia de la etapa de Vigilar y castigar, el último Foucault alude a una dinámica de autocreación del sujeto desde “dentro” de sí, espacio interior que se perfila mediante determinadas prácticas, es decir, mediante un ethos (ética, en el sentido más etimológico que equivale a comportamiento, obras, conducta). Frente a lo que se escindiría en la filosofía moderna cartesiana (sujeto-objeto), en la primitiva constitución de esta subjetividad e interioridad dada en la Antigüedad, el sujeto se torna objeto de sí mismo en una convergencia entre ambos que no aparecían nítidamente diferenciados. El encierro y la medicalización propias del periodo histórico que en Francia se denomina clásico (siglo XVII, segunda mitad especialmente) y el siglo de las Luces, el XVIII, ya se consolidaría este desdoblamiento que en la Antigüedad era inconcebible. De hecho, me parece, que las muy actuales y recientes críticas a este aspecto de la Modernidad van en la línea de una recuperación del enfoque antiguo, o por lo menos helenístico y estoico, en la que se da una continuidad inextricable entre el “yo” y su “contexto” y es, por tanto, en la exploración de su mundo como se conoce (construye) el hombre; así como en la introspección lo que se mira, realmente, es también el mundo, ya, en el sentido foucaultiano no metafísico, como un inagotable cruce, nexos, de voluntades, de poder y de fuerzas, antes que cosas, esencias o fundamentos. Conocerse será, en esta perspectiva, no tanto un acto pasivo producto de una episteme que determina o dirige una mirada concreta, una perspectiva cognoscitiva (al estilo del periodo foucaultiano de Las palabras y las cosas), sino una puesta a prueba, un obrar, un insertarse activamente en el mundo, para crearse. Recordemos que una de las claves del pensamiento de Foucault será que la línea de constitución del conocimiento opera al contrario de lo que la mirada teorizante parece sugerir, es decir, iría desde las prácticas a la condensación de las mismas en la forma de conceptos, teorías e instituciones. Por eso, se ha perdido el viejo suelo firme de una trama conceptual o teórica, o metafísica, que sustentaba la realidad y la explicaba desde un estilo lógico y autoreflexivo de pensamiento.
Foucault está, pues, cuestionando uno de los postulados básicos de la filosofía cartesiana: el sujeto, como algo dado y como punto de partida del conocimiento. El sujeto pensante es producto, a su vez, de un pensamiento que en primera instancia son prácticas de ascesis y, en un sentido amplio, de una ética. Primero, en la Antigüedad, esta ética, en los estoicos por ejemplo, irá encaminada a la modulación del carácter. Foucault va a tratar de historizar todo este proceso, eliminando los atisbos de intemporalidad con que se le ha podido comprender. Antes que las reglas, e incluso que la historia de las reglas o mentalidades, está la historia del sujeto moral (por eso Foucault no es, propiamente, un historiador de las mentalidades). Y en esta historia del sujeto, un punto crucial ha sido la problematización del placer y de la sexualidad, una problematización creadora de ambas, lejos también, dijimos, de la perspectiva biologicista del instinto y la esencia. En el caso griego, se va a tratar no tanto de una intensificación del placer, sino de una regulación que derivará en tékhnê tou biou (técnica de vida, biotecnología) que será, además, el modo en que se constituirá el sujeto (p. 103).
En Platón esta suerte de deontología del placer y del amor, se tornará ontología, es decir, pregunta por el ser mismo del amor, como apunta el diálogo El Banquete. La novedad será que la regulación irá encaminada al encuentro y búsqueda con una verdad invocada en la relación amorosa: “La Erótica platónica representa (…) un cambio crucial respecto a la Erótica tradicional, todo él determinado por la introducción de la búsqueda de la auténtica verdad como elemento esencial de la relación amorosa (p. 109). Será la búsqueda de esta verdad la que ahora rija las prácticas eróticas, entendidas en el caso platónico, como una relación con la verdad. La virtud, pues, se alcanzará por medio del saber, quedando vinculados lo intelectual con lo ético y con el carácter. La búsqueda y vínculo con la verdad serán el motivo de una estética de la existencia, la cual se irá embelleciendo al teñirse por ella. La verdad es, todavía, pues no estamos en el cristianismo, exterior al sujeto y hay que conquistarla. En el cristianismo, el giro que se dará va a introducir la verdad en el sujeto mismo, como en una sima “interior”, y la práctica moral irá destinada a desvelarse, a descubrir lo que uno es mediante el examen de los deseos. “(…) no se dará entonces una verdad que sirva a una estética del yo, sino un yo absorbido en la verdad” (p. 111).
Frente al modelo cristiano, la ética en el paganismo y el conocimiento implican una dimensión política, en la articulación entre subjetividad y ciudad. Todo confluye en un gobierno de sí que ha de pasar por un gobierno de la ciudad. Incluso el refugio en la interioridad que enfatizarán los autores romanos y Séneca, especialmente, no tiene un sentido de completa independencia de los ámbitos externo e interno, sino de búsqueda de la libertad frente a las corrientes que en la inmanencia nos pueden arrastrar inercialmente y despojar de la capacidad de gobierno. Pero no hay una cesura como habrá en el mundo cristiano. Se requiere una vigilancia constante, una lucidez, una conciencia, no tanto un desciframiento, para Séneca. Esto supone, hemos de destacar, una pedagogía que vela para educarse en la visualización de aquello que nos han transmitido, en su desnaturalización, siguiendo el viejo impulso del logos crítico frente al mito.
Señala Foucault que en el Alcibíades platónico se subraya la función crítica de esta pedagogía que opera como una contra pedagogía que cuestiona y elimina lo asimilado en la infancia o las enseñanzas de los profesores de retórica. Una tarea que además de pedagógica se comenzó a entender como cuidado de sí, incluyendo al propio cuerpo, en pos de una salud que llega a la filosofía desde el modelo médico antiguo. Este modelo médico, que irrumpe en la educación, va tornando ésta como una superación de la patología, como una curación. Se requiere para ello la mediación del otro, el maestro, que en los Diálogos se va decantando en tres estilos: ejemplar (ético), competencial (técnico), socrático (dialógico y mayéutico) (p. 139). En el caso de Séneca, el maestro ayuda a salir de la estulticia al discípulo, lo que quiere decir, de su vida inconsciente por ser incapaz de tomar las riendas y decidir lo que va a perseguir como proyecto de vida o valores, discriminando los estímulos y organizando u ordenando su conducta. Será esta superación del stultus, de la stultitia, la verdadera libertad, que consiste, dicho en otras palabras, en la conexión entre el yo y la voluntad. Esta función del maestro se dará tanto en la escuela como, estudia Foucault, entre los consejeros privados de reyes y gobernantes. A ello van destinados los discursos que no son verdaderamente educativos si no producen un cambio en el sujeto, es decir, una mejora, lo que a su vez presupone en el discípulo el arte de la escucha. Este orden racional, o razón, se deben tornar êthos. El lógos debe revertir en el êthos e impregnarlo. Para ello son precisos, decimos, un silencio activo, una atención, a la palabra del otro. La palabra será el medio de apropiación de las verdades cuyo sentido y origen están en una conducta bien regulada. Además, Foucault destaca el papel de la lectura y la escritura para dicha apropiación de verdades. La lectura, más que ahondar en el pensamiento de un autor, pretendía, en su función educativa, una meditatio, entendida como ejercicio que modifica al sujeto, que lo re-hace. Y también la escritura, ambas como medios para convertir los discursos de verdad en principios de acción, e incorporarlos al sujeto mismo. Se desarrollaron incluso unos cuadernos (hypomnemata) de notas, pensamientos, etc. que, contra la idea actual, no pretendían hacer aflorar una interioridad o identidad interna del sujeto, sino, por el contrario, absorber lo externo, las experiencias y observaciones (no podemos dejar de evocar aquí las magníficas Meditacionesde Marco Aurelio). El mismo efecto que se buscaba con la correspondencia epistolar (Séneca, Plinio el Joven). Es como si trataran de unificar y organizar las experiencias, dándoles consistencia y procurando que condensaran en una unidad, que sería lo que llamamos “sujeto”. Como hemos dicho, justo el movimiento inverso al que hoy tendemos tras la influencia cristiana y que se da como búsqueda de la propia verdad y la unidad real, interna, de la subjetividad, que vemos ejemplarmente en las Confesiones de San Agustín.
Obra citada:
Álvarez Yágüez, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Notas sobre el Quijote y la poesía (1)
Marcos Santos Gómez
Parece que la literatura, y sobre todo la poesía, primera forma de literatura escrita al menos en las lenguas europeas, se confunde con el mito en su voluntad de sacralizar, justificar o ennoblecer la realidad. La poesía, incluso en sus formas más cercanas a la prosa o en las vanguardias, aun siendo consciente de ello como lo son estas, introduce una tensión en el mundo, O QUIZÁS LA DESCUBRE. Con la poesía siempre se señala algo como conteniendo algo más, o siendo algo más, y por tanto, en su autodesbordamiento. Muestra, como decía Wittgenstein, pero no piensa, al aspirar a estar en los puros límites del mundo. En estos días estoy leyendo mucha poesía y hallo esto por supuesto en la más arquetípica y épica, de lenguaje y métrica artificiosos, pero también, de una forma suavemente bella, en la que "imita" la prosa, como es el caso del salvadoreño Roque Dalton, con un lenguaje periodístico y un inevitable tono de suave humor y narrativo que recuerda la opción lúcida de la comedia y la novela cervantina. Todo el realismo poético, de tipo "sucio" o la poesía de la experiencia, manifiestan, aunque quieran callarla, esta tensión ineludible en el arte. Si no, no pueden ser ya poesía. Y lo son, ciertamente, y muy buena en muchos casos.
Como novela que plantee especialmente la tensión que lo poético invoca en lo real, el arte en general, está el grandioso ejemplo lleno de lucidez del Quijote. También lo estoy releyendo, por tercera vez en mi vida, y cada día me sorprende más. Cervantes acude a una narración de tono sencillo, a su famoso "realismo" para contrastar el mito con la realidad, o lo épico, noble y poético con el mundo. Se sirve, por ejemplo, de la senda ya iniciada en su tiempo por la novela picaresca, deteniéndose incluso en detalles escatológicos (Sancho literalmente defecando de miedo en una escena hilarante, la de los batanes). A esto se han atrevido pocos en la historia de la gran literatura, que yo recuerde Quevedo, que adoraba al Quijote y parodió el género picaresco en El Buscón, o ya las vanguardias del siglo XX, como el Ulises de Joyce, que suele detenerse en detalles "groseros" y esmerarse en su relato. El soldado Cervantes, retirado y sintiendo el fracaso y decadencia de los ideales heroicos del ejército y la guerra, emprendió esta senda irónica para mostrar la vida humana como esta tensión, precisamente, a pesar de que, en principio, se pueda creer que solo pretende reírse de la figura grotesca de un Quijote enloquecido. Es mucho más y Cervantes se fue dando cuenta de ello cuando lo fue escribiendo, sin duda. La idea que había tenido ha sido una de las más grandes ideas de la historia de la literatura, que añadía a la vieja comedia griega o a la picaresca su melancolía, en palabras del profesor Cerezo, el sopetón o tirón de orejas al mismo tiempo que el abrazo tierno a su personaje (lo que con bastante menos genio, pero conmovedoramente eficaz, también, haría Dickens con el personaje Pickwick).
Cervantes muestra la función y el efecto, el alcance, de los arquetipos en el mundo, su inevitable necesidad y cercanía al tiempo que su infinita distancia. La poesía promete que el mundo es más de lo que en la rutina parece, movimiento del que ni escapa ni creo que en el fondo quiera escapar el "realismo sucio" de cierta poesía actual o las formas poéticas más próximas a la prosa. Lo que hace Cervantes es contraponer el arte fuertemente artificioso e idealista de su tiempo (novelas pastoriles, de caballerías, poesía garcilasiana e incluso mística y picaresca) con el mundo y el resultado es, obviamente, cómico. Cómico porque sólo la risa puede captar este desfase. El humor es el instrumento más poderoso del entendimiento y la razón humana, pues además, lejos de absorberse y negarse en la grieta, aquí la razón se eleva, reflexiona y anticipa lo conceptual. Quizás si el hombre no pudiera reír, no habría habido filosofía, más allá de la catarsis o el trance trágico del conflicto y el dolor que realizara la tragedia ática.
La ironía cervantina es la de saber que aquello que salva a la realidad, la niega o sencillamente no encaja en ella. Pero, en la segunda parte, se agudiza, pues su "reflexión" cómica narrativa de la primera parte se consideran también, como es lógico, mito y arte, de manera que incluso el arte que trata de ser lúcido y consciente de su elemento mítico, de su ideal arquetípico y de la distancia de la poesía con el mundo, tampoco puede pensar el mundo ya que vuelve a tornarse y a ser mito y poesía. Algo así como si ante el hombre se antepusiera este inalcanzable horizonte todo el tiempo. Algo se va abriendo frente a él, haga lo que haga. Por eso existe el arte y la poesía ha sugerido también Borges en su librito "El hacedor".
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Educación y filosofía
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Paul Celan
Me encuentro sin querer con tu ceniza
que han sido todas. La que siempre viene,
la de mañana, la que atroz contiene
tu verso que de muerte me bautiza.
El humo que se eleva y que se enriza,
tu espanto que en la guerra me retiene,
son la fuente de donde gris proviene
el hombre que venero y me horroriza.
Negra leche amamanta nuestros días,
y la risa y el triunfo del verdugo,
que escupe a tu cadáver sobre el Sena.
Mi linaje se canta en letanías
y triste con tu verso me conjugo,
con tu escándalo cruel y con tu pena.
Marcos Santos Gómez
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación (2ª parte)
Marcos Santos Gómez
El último Foucault se preocupa básicamente por los procesos de subjetivación que, dicho en otros términos, significan la creación de modos de existencia, de invención de uno mismo. Como es obvio, hay un tono fuertemente nietzscheano en esta concepción que impregna al filósofo francés. Además, este concepto estético de la existencia, se opone, dijimos, a las perspectivas esencialistas del sujeto, lo que a su vez determina que Foucault hable de prácticas de libertad frente a las prácticas de liberación que presuponen, estas últimas, una cierta verdad o esencia oculta u oprimida por descubrir. Algo que aplicó, por ejemplo, en su crítica a ciertas formas de luchas de liberación del movimiento gay en su tiempo y en general a la idea que tenemos de la libertad sexual. La sexualidad, como va exponiendo en su trilogía sobre la historia de la misma, es vida creadora y no descubrimiento de una fatal esencia, como sería la “identidad” gay, por ejemplo. Las fronteras en lo sexual no existen, no son permanentes y la sexualidad forma parte del juego del hacerse lúdica y creativamente a uno mismo, según el modo nietzscheano de un artista. Sexualidad es, según el francés, vida creadora (p. 41).
Otra consecuencia interesante de este postrer Foucault es la vinculación entre ética y política. No puede entenderse la política, en una perspectiva racional-contractualista, por ejemplo, como lo que funda un sujeto “libre” o sencillamente varios sujetos. Esto es así en la medida en que el sujeto ha de fundarse, además, a sí mismo, pues no preexiste, y en este proceso de subjetivación, que es un proceso ético, que involucra al ethos, se va generando una cierta forma política de relación. O al revés. Son, precisamente, las relaciones, las que crean al sujeto y constituyen un modo de ser en sus nexos e imbricaciones. Hay que precisar que ni siquiera el sujeto que se crea artísticamente, es tal, sino que, como matiza Jorge Álvarez, “(…) en vez de suponer un sujeto dado, y aislado, que opera sobre sí, lo que hay que contemplar es un agente individual inmerso en un conjunto de relaciones y que a través de prácticas obtiene determinadas modificaciones de su conducta, va adquiriendo una determinada subjetividad” (p. 42). Así que no se da, de hecho, la separación que tradicionalmente se ha considerado cuando se habla de un sujeto y su contexto.
Y en tercer lugar, pensar, es para Foucault, el trabajo que el pensamiento hace sobre sí mismo. Pensar es pensar cómo pensamos, lo que alberga una obvia tensión cuasi contradictoria que deriva de la imposibilidad de una absoluta exterioridad cartesiana cuando procesamos la realidad. Esta forma parte del pensar. Dicho en otros términos, lo lejos que llega Foucault en esto significa que la historicidad afecta también al pensamiento. El pensamiento no puede darse inmune a los procesos de los que él mismo se ocupa, en una línea que podemos derivar, como hemos dicho, de Nietzsche, pero que se vincula también con Heidegger y los planteamientos hermenéuticos (¡de ahí el error de considerar al Foucault un historiador al uso o un positivista!).
La sexualidad tiene que ver con dos elementos que en Foucault aparecen estrechamente vinculados: saber y poder. Como hemos avanzado al referirnos a la lectura foucaultiana de los movimientos de liberación gay en los años setenta y primeros ochenta, la sexualidad no es naturaleza, como se la suele entender en la perspectiva médica. Por el contrario, se construye, y no solamente mediante actos represivos, con la exclusión o negación que la esculpen, sino que es también modelada de un modo afirmativo, por ese mismo poder, productivamente. “(…) el poder no es de naturaleza solo negativa, a menudo actúa productivamente, crea, hace proliferar los discursos que tematizan el sexo, codifica analíticamente y constituye ónticamente sus formas” (p. 58). Y en esta constitución positiva del sujeto, es crucial, su relación con la verdad, con lo que se postula y perfila como su verdad, elemento que nos va a interesar en extremo a nosotros a la hora de comprender la educación, la escuela y la pedagogía.
Al mismo tiempo que el sujeto, tampoco el “objeto” es visto cartesianamente, como algo delimitable con facilidad y claro. Al margen de los matices de los distintos periodos y obras del francés, en general, “se da en toda su obra esa tendencia a la disolución total de los objetos-en sí, de toda naturaleza o invariante. Todo objeto, concepto o institución es siempre entendido como construcción, como un resultado temporal, nunca definido, una coagulación en un momento dado de un conjunto heterogéneo de vectores, de prácticas discursivas y no discursivas” (p. 59). Esto, una vez más, y para quien conozca la filosofía, es de nuevo una impronta del Nietzsche genealogista, si recordamos que la genealogía es disolvente (frente a la historiografía, o de un modo más básico que esta, ya que disuelve a la propia objetividad e idea de verdad que, como científico descriptivo, puede presuponer el historiador), o sea, que somete al devenir todo lo considerado permanente: cuerpo, sentimientos, instintos, pasiones (p. 60). Una “metodología” que historiza al sujeto mismo: “Historia sin sujeto e historización del sujeto constituyen una doble forma de deshacer las falsas inmutabilidades que pretenden resistirse a la historia” (p. 60). No estamos, pues, tampoco ante un enfoque culturalista, como si la cultura o las fuerzas de un contexto pudieran moldear algo preexistente, como por ejemplo, la locura. Esta, en sí, según la atrevida tesis de Foucault, no existe, sino que sería ya una objetivación desde su misma base. En cualquier caso, no hay cosas, sino relaciones (pos-estructuralismo): “las cosas se dan siempre en una encrucijada de relaciones; la captación de estas nos aportaría la explicación de aquellas” (p. 61). Y de aquí la importancia que, decíamos en el post anterior, Foucault concede a las prácticas, pues nada se da al margen de la red de prácticas que lo determinan.
Las prácticas han ido variando y es esa variación en la época clásica e ilustrada (segunda mitad del siglo XVII y siglo XVIII en Francia) la que nuestro filósofo estudia. A veces habla de cambios en lo que llama “episteme” (formas de mirada y abordaje de la realidad) o de ejercicio del poder. Por ejemplo, en Vigilar y castigar, lo que constata es una transformación por la que el poder del soberano deja de ser el poder de dar muerte (represivo) y se convierte en un poder disciplinario, pedagógico, que incide en la fabricación positiva de los modos de existencia, lo que el francés denomina “biopoder”, o poder de moldear la vida, de dar vida y no de dar muerte, como antes de la modernidad ocurriera. La sociedad, entonces, se torna normativa, burocrática, reguladora, afectando todo ello incluso a los cuerpos, a la “salud”, a la satisfacción de necesidades. Es, de hecho, un control sobre la vida que nuestro autor relaciona, y esto nos interesa sobremanera, con la pedagogización del niño. La pedagogía actual (científica), que nace con la modernidad, forma parte de esta transformación en el ejercicio del poder. Pero sobre todo, resalta Álvarez, Foucault va a mostrar cómo el poder incide especialmente en la construcción de la sexualidad, que antes, no existía y que como “objeto” es ahora de algún modo inventada. Se crean las “perversiones”, se medicaliza dicho “objeto” para definirlo y siempre de un modo que aun manteniendo un carácter represivo y negador es, además, paradójicamente creador de formas de sexualidad. “Según este enfoque, el “sexo” no puede entenderse como naturaleza, sino como objeto en relación con todo ese nuevo dispositivo de poder, como algo definido por él, en definitiva como una objetivación de este” (p. 73). Y es un poder que, a su vez, genera un saber, una forma de conocimiento y de construcciones teóricas. “La historia de la sexualidad no sería, en consecuencia, algo así como un detenido registro temporal de las respuestas culturales respecto de aquella oscura instancia, de ese referente inmutable. No cabe quedarse en la historización de las ideas, de las mentalidades, de las respuestas culturales, hay que someter al multiforme proceso de la historia el referente mismo a que aquellas dicen designar” (p. 75). Foucault no es, pues, tampoco un historiador de las mentalidades que subraye los cambios históricos en los modos de ver o de ser culturales por parte de un sujeto único que se postula inmutable, como hemos ya insistido.
Así, frente a las teorías que denuncian y luchan contra la represión del sexo (que en el fondo son ilustradas y modernas), como Reich o Marcuse, lo que destaca nuestro autor es que hoy no tanto se reprime la sexualidad, sino que se expresa, se modula en su expresión, se dice, se nombra, se define y, por tanto, se crea. Hay proliferación de discursos sobre ella, pero también se implantan formas de sexualidad. Irónicamente, se crean las perversiones con su supuesta represión y desde la regulación de ese nuevo modo sexual de ser. No es solamente un poder o un saber que excluye las perversiones, como la sinrazón en la que se ubicaba la locura frente a lo normal y a la cordura, sino que se multiplican y crean objetos dándoles una importancia que anteriormente no tenían. En todo ello, lo que subyace es una noción, dijimos, naturalista, es decir, lo que antes se regulaba en cuanto actos, ahora obedecería, y así se trata y castiga, a una naturaleza (patologizada) en el que lo ético ha derivado en lo clínico, como sucedió con la homosexualidad. Paradójicamente, todo ello consolida las “perversiones”, las instala en el nuevo modo de ver las cosas, como naturalezas u objetos. Esto entronca con la ya mencionada mutación del poder desde lo jurídico restrictivo a lo biopolítico. Lo que a su vez entronca con su proyecto de hacer una historia política de la verdad, desde la conexión entre poder y saber que estamos destacando. Al decir uno la verdad sobre sí mismo, definiendo su identidad (sexual, en el caso de la sexualidad), construye de hecho lo que “es”, su propia subjetividad. “Subjetivación, constitución de una identidad sujeta y constricción a la verdad forman parte del mismo proceso” (p. 89).
Obra citada:
Álvarez Yágüez, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Apuntes sobre el último Foucault para la educación
Marcos Santos Gómez
He vuelto en estos días a la lectura de Foucault, desde la óptica de su última etapa, y de la mano del libro de Jorge Álvarez Yágüez, El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad, editado por Biblioteca Nueva, Madrid, 2013. En este intento que me ocupa de aclarar algunas cuestiones relativas a la educación y la pedagogía, acudiendo tanto a las tradiciones intelectuales de la propia pedagogía como a la amplia y vieja tradición filosófica, Foucault me ha suscitado abundantes preguntas y orientaciones para abordar toda esta problemática. De hecho, parte de la bibliografía más crítica entre historiadores de la educación, sobre la escuela, se ha basado en el autor francés, al que se ha podido secundar en su recurso a la indagación en archivos e investigación historiográfica, lo que hizo hasta tal punto que, como señala Yágüez, ha habido quien le ha considerado positivista. En realidad, con él, creemos que hay que resaltar no tanto este supuesto proceder como historiador que indaga en archivos y en la historiografía, sino tener muy en cuenta que su fuente, como la de la mayor parte de la filosofía actual de corte continental, ha sido Nietzsche. Nietzsche es, en efecto, el padre filosófico de muchos de los autores que en las últimas décadas se han posicionado críticamente con la herencia de la Modernidad. Y Foucault, que por cierto rechazara vivamente el ser tildado de “postmoderno” es uno de ellos, alguien que sigue la senda abierta por Nietzsche y que por tanto hay que entender antes como “genealogista” o estudioso de la “arqueología” del saber y del poder, a los que intentó entender en términos que todavía hoy a quienes no están muy familiarizados con estos derroteros del pensamiento no acaban de encajarles bien.
Para empezar, su aparente labor historiográfica no es historiografía en absoluto, sino que se halla, podíamos expresar, en una dimensión previa y más básica a las ideas de hombre o verdad que presupone la ciencia o descripción de la historia humana. Su principal intuición, que sigue a Nietzsche, es que lo que ha producido la idea de verdad que es postulada en distintos campos del saber humano, como la ciencia, son determinadas prácticas que, cuando las estudió en su primera etapa, consistían en cambios paradigmáticos que él llamó “epistemes” (su libro Las palabras y las cosas, por ejemplo) y que luego se decantó ya más directamente por la descripción de nuevas formas en las relaciones que constituyen a los sujetos, siendo en principio las que giran en torno a la disciplina y el control (Vigilar y castigar). El sujeto, en sí, no es nada, nada firme al menos, sino que es una suerte de nexo reticular de distintas formas de ejercicio del poder que ya no es considerado por el francés desde la perspectiva verticalista al uso, como una coacción externa y dada opresivamente desde arriba hacia abajo, sino como fuerzas no necesariamente coactivas que operan, es cierto, mediante la coacción (Vigilar y castigar), pero que también que son gestionadas como elementos creativos, que configuran la realidad en un sentido positivo. Así, el sujeto, lo que entendemos por sujeto o el objeto del denominado humanismo, no es tanto ese centro libre y soberano con el que nos identificamos, sino un conglomerado de perspectivas y formas de realización de los poderes, en plural.
Lo que aporta el último Foucault es ese lado creativo y configurador, por el que el sujeto no sólo se crea como producto de las coacciones y violencias externas o lo que más adelante llamaría una "tecnología de la vida” que moldea a los sujetos en un sentido positivo desde un cierto centro irradiante de poder externo, sino que se va autoconfigurando en el cuidado de sí, desde sí mismo, y en el medio de la diversidad de relaciones o micropoderes que se dan sin centro irradiante alguno. Es esta construcción de la subjetividad como cuidado, en la Filosofía antigua y en la Patrística cristiana, lo que le ocupara en su última y muy sugerente etapa de principios de los ochenta. Lo que viene a decir en ella además es que el sujeto se constituye en relación con una cierta idea, cambiante, inconsistente, de la verdad. Hay una conexión entre saber, verdad y sujeto, de manera que estos vértices se modifican uno a otro y se van originando en sus vinculaciones mutuas.
Así que lo que Foucault busca establecer, con sus investigaciones, es una suerte de genealogía que sigue al Nietzsche también más aparentemente positivista, que a través de la observación y descripción de prácticas (por ejemplo, de prácticas en el cuidado de sí o la confesión cristiana o la meditación) sugieren la procedencia del concepto de verdad, pero, cuidado, una verdad que ha de ser explicada y que por tanto no puede postularse, que no ha de formar parte de su trabajo al modo de un presupuesto. Es la dificultad y el pantanoso terreno en que se mueve todo genealogista, a diferencia del historiador o el sociólogo, que ya presuponen la idea moderna o científica de la verdad, la cual rige y valida sus investigaciones. En Foucault, la verdad es fin y objeto de su esfuerzo descriptivo. Claro que a esto subyace, y de ahí las críticas que le han hecho autores como Habermas (El discurso filosófico de la modernidad), una debilidad, una falta de consistencia en el propio discurso que implícitamente se ve forzado a partir de unas condiciones de verdad que son ya una de las formas de la verdad que quiere cuestionar. En cierto modo, una manera de darse la famosa contradicción performativa que la neoilustración alemana le achaca a muchos de estos acólitos de Nietzsche.
Las consecuencias para el estudio de la educación son muchas e interesantísimas. Lo que solemos entender por “educación”, y en la medida que no hay un sujeto universal, una esencia humana que pueda decirse previa y fija a lo que llamamos educación, es, de hecho, la construcción de dicha esencia contingente. La educación construye, crea el sujeto, en la red de relaciones y micropoderes que es la estructura de una época y sociedad (epistemes, instituciones, formas de castigo y disciplina, técnicas de cuidado de sí y de autoconstitución del propio sujeto que se hace a partir de todo ello, maneras de ejercerse el poder político y soberano, etc) y en la relación que de hecho el sujeto naciente va estableciendo con una cierta forma de “verdad”. Por ejemplo, la subjetividad pagana de un Séneca, que tanto hemos ensalzado en este blog como cénit de un cierto modo de entenderse la pedagogía y la educación (antiguas), se basaba en una idea de verdad como lo que uno es o llega a ser, lo que uno encarna e invoca y realiza de hecho en su ethos (comportamiento, ética). Es esta verdad presente en el sujeto que lo es en cuanto es coherente con ella, la que después se deriva al campo de la política, que los antiguos no escindían de lo ético, como nosotros sí hacemos. La racionalidad antigua es ética y política al mismo tiempo. Y la racionalidad en cuanto generación o invocación de la verdad, está ya, o es ya, en la medida en que el sujeto vive “racionalmente”. Razón es, según esto, un modo de vivir regulado.
Esto ocurrió en especial con las escuelas helenísticas que Foucault estudió con sumo detenimiento en algunos famosos y bellos cursos del Collège de France en sus últimos años. Pero sobre todo, el maestro francés lo va a resaltar en la peculiar Secta del Perro, o sea, los filósofos cínicos, en especial, la figura del buen Diógenes de Sínope. Esto representa una línea de la filosofía, paralela a la “normal” que se centra en el conocimiento, y que a su vez desarrolla el aspecto ético, constitutivo de la existencia, por parte de la filosofía. La filosofía tiene, y esto aflora en distintos momentos y autores de la historia del pensamiento, junto con una evidente vocación intelectual, preocupada por el conocimiento en sí mismo, tiene además, digo, una vocación de ser aquello con lo que se “educa” uno, una suerte de saber configurador del carácter y de la existencia, que incida de modo práctico en el modo particular de vida del filósofo. Es lo que resalta, ya en la modernidad, un Spinoza, por ejemplo o, en gran medida, el propio Nietzsche, por decir algunos.
Según esto, pensar filosóficamente implicaría, además, en esta perspectiva, un hacerse a uno mismo (y a los demás y con los demás), lo que convierte la filosofía en una tarea educativa, porque crea modos de existencia. Justo esto es lo que interesa a Foucault desde los inicios de su trabajo filosófico, este poder “pedagógico” de la filosofía que, no olvidemos la tesis de Jaeger en su obra clásica Paideia que tanto hemos expuesto en este blog, nace al mismo tiempo que la educación y que la pedagogía (en sus formas de paideia sofística o retórica y de contra-paideia socrática, estoica o cínica).
Pero a lo dicho, hay que sumar otra etapa del pensamiento, más allá de la cual no pudo proseguir demasiado el francés sus estudios lamentablemente, que es la representada por la novedad cristiana. En mucho la Patrística, pero en especial los anacoretas de los primeros siglos de nuestra era e incluso, en bastantes sentidos, las órdenes mendicantes y monásticas de la Edad Media, remedan el antiguo cinismo pagano, en cuanto la asunción de una racionalización que implica la regulación del sujeto para ser lugar de la verdad o donde esta emerja. El matiz, no despreciable, que sin embargo el cristianismo añade es el de un labrarse a sí mismo que asume la forma del ascetismo, que consiste en la purga de todo aquello que pueda hacer apartarse al sujeto de una verdad que es, ahora, externa y que viene dada como iluminación o descenso vertical, una verdad en un sentido más semejante al nuestro, más duro quizás, que prácticas como la meditación y la confesión van a “fabricar” y que también en esta época regirá la transformación del sujeto y su autocuidado. La relación pedagógica aquí también adquiere un matiz diferente que implica la figura de un guía espiritual o confesor, que ya no puede ser el propio sujeto, que ayuda en la destilación y purga por la que el sujeto se constituye. En el paganismo había, frente a esto, una cierta horizontalidad en la relación con el amigo o pedagogo que, al estilo de Séneca o el histriónico cinismo, van realizando una suerte de juego, más o menos igualitario, de tú a tú, de amigo a amigo, que puede también darse de uno mismo consigo mismo, a través de la escritura de cartas o el diario (Marco Aurelio), por ejemplo.
En todo esto ya planteado por el último Foucault, hay un determinado juego en que consistiría la educación y que tiene mucho de construcción de la subjetividad, que hace al sujeto sin que previamente sea el sujeto el que educa o es educado. Se inventa, diríamos, un tipo de relación “educativa” que, contra el orden que suele aparecer en los manuales, crea al “educando” como tal, la figura del sujeto educable que llega hasta nuestros días. Son formas de relación que aunque en los casos más academicistas y escolares de la pedagogía significan cierres o solidificaciones de este juego o relaciones, pueden mantener, como vemos en Séneca, su dinamismo lúdico y fluido en algunos casos.
La idea nietzscheana subyacente a todo esto es, reiteremos, la de que son las prácticas las que de hecho crean la teoría, fabricando los conceptos, en relación con paradigmas o epistemes (miradas, perspectivas, como aquella en la que el espectador desaparece en el cuadro de las Meninas de Velázquez con cuyo estudio inicia Foucault Las palabras y las cosas) lo que, en el caso de adoptar este procedimiento en el estudio de la pedagogía o la educación, implica dedicar toda la atención a las prácticas (de poder, las relaciones, las redes sociales) que se establecen en quienes van a definir los conceptos que van a justificar y promover dichas prácticas. Pero ¡ojo!, hemos de diferenciar cuidadosamente esto de la concepción más esencialista del marxismo que llamamos “ideologías”. Foucault no es propiamente un crítico de las ideologías porque rechaza el mero concepto de ideología, en la medida que éste presupone una verdad o autenticidad, o esencia, que son de hecho encubiertas o traicionadas por agentes encubridores o ideas falsas. Esta dicotomía entre lo falso y lo verdadero o auténtico, que presupone siempre una esencia que salvaguardar, y que en muchas de sus versiones el marxismo ha defendido, no es lo que quiere decir Foucault. Para Foucault no hay nada latente, nada que revelar, ningún eidosque suponga la clave de la realidad. No hay claves ni explicaciones últimas, sino un desfondamiento tanto de la realidad como del “sujeto” que no se apoya en nada “firme”. Las obras y prácticas van perfilando, en efecto, la verdad, pero la hipótesis cristiana de que hay una verdad que desnudar y señalar, sencillamente es una mera hipótesis que nada salvo las propias obras justifican. El cristianismo, y el catolicismo, habrían tenido el acierto de vincular, en el viejo estilo cínico de la tradición griega, obras con verdad, pero la aportación de esa verticalidad y consistencia de la verdad, que se asocia antes con el platonismo que con las filosofías prácticas o helenísticas o el socratismo original, es ya extraña a dichas corrientes.
Una consecuencia de este Foucault postrero, muy bella y rompedora de esquemas y prejuicios, es su reconsideración más positiva y halagüeña del cristianismo. Este no ha actuado solo represivamente, sino del modo creativo, mediante el cuidado de sí o cura de sí mismo (cura sui, en el estoicismo) que estamos refiriendo. Es un modo más, dado en la historia, de entenderse y, sobre todo, constituirse el sujeto, sin que sea el sujeto de la modernidad cartesiana, sino el que se halla implicado en el mundo donde se encuentra y nutre. No hay, pues, “mirada” pura y virginal, sino que, como los estudios del propio Foucault (¡¡de ahí que sea injusto llamarlo positivista!!) hay una complejidad y cierta circularidad en el pensamiento y en el procedimiento genealógico. Los discursos, en torno a las verdades, se han ido desarrollando de manera inextricable con las prácticas, con la acción y obras de los hombres.
Esto no ha sido más que una muy somera y genérica presentación de algo que Foucault estudia con gran detenimiento y matices, en torno a bellos conceptos como parresía, que iremos comentando en los próximos postsdentro de esta tanda dedicada al último Foucault y la educación. Realmente, es difícil generalizar con este filósofo, porque precisamente defiende y él mismo muestra en su obra como tal, que el pensamiento deriva y muta, en sus conceptos, y no permanece como algo estable y fácilmente abarcable en una definición o idea general. En cualquier caso, el libro de Yagüe nos ha resultado un excelente modo de revisar esta última etapa del genio francés para ir repensando la educación.Obra referenciada:
Álvarez Yágüez, J. (2013). El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Educación y filosofía
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Filosofar es prepararse para la muerte, dicen.Marcos Santos Gómez
El hombre apenas tiene posibilidades de lograr una auténtica dignidad, aunque de distintas formas se presuponga esencialmente digno o incluso lo fundamente racionalmente. Pero yo diría que lograr esa dignidad es al tiempo que lo más excelso, algo que no está dado de antemano y que el hombre debe forjarse. Para explicarme, necesito dar un pequeño rodeo en torno a dos conceptos involucrados con la existencia humana, con toda biografía, y que, contra lo que parece, no aluden solamente a lo religioso, es decir, no tienen una única relación con la adscripción personal y libre a un determinado credo religioso. Los conceptos son fe y creencia. Y son importantes en la medida en que en ellos nos jugamos el muy precario e infundado sentido que podemos otorgarle (pues no existe a priori ni obedece a un plan preestablecido) a una vida concreta. No me voy a extender mucho. Realmente no tengo ganas de escribir y quizás no sea exhaustivo en mi presentación y en las necesarias argumentaciones. Estoy cansado.
Mi tesis es que una vida humana plena, realizada, solo puede adivinarse si se ha logrado o no tras la muerte (aunque el sujeto involucrado ya lo anticipe, y aquí voy, en sus últimos instantes o años de vida, si puede ser consciente de ello). Pero resulta que tampoco quiere esto decir que deban juzgarlo los demás. Porque si permanece algún sentido póstumo es solamente vivo y como reverberación del difunto en las vidas de quienes continúan unos años más en el mundo después de él. El que muere no puede aspirar a hallarlo después de su muerte porque, contra lo que digan sus creencias (no fe), no hay más mundo ni vida que estos. Me remito a lo más evidente. Nadie ha vuelto después de morir ni nadie puede imaginar seriamente una vida sin cuerpo, sin tiempo y fuera de la historia y la inmanencia. Para mí, como para Albert Camus, no merece la pena sacrificar mucha energía en demostrar lo contrario. El platonismo es a veces un recurso o postulado tan necesario y razonable como bello, aunque falso. La integración de esta idea que acabo de expresar en una sola frase, sobre el platonismo, por cierto, la tensión latente en ella, es la clave de la literatura de mi querido Borges, pero este es otro asunto.
Además, la clave de la vida realizada o plena, o digna, es lo que llamo “fe”, que puede tener o no una connotación relacionada con la religión. La fe, hay que precisar cuidadosamente, no es lo propio del fanático, sino la creencia. La fe desnuda no es más que la afirmación que se hace con la propia muerte y con la vida, al modo de apuesta (¡Ay, Pascal!) de un modo de ser, o dicho en otros términos, de un valor concreto, de unos contenidos vitales, hallados y heredados en la historia (familiar, cultural, personal) del viviente o muriente (que viene a ser lo mismo, por cierto, pues la vida lúcida es siempre agonía, según parece que escribía Heidegger). Esto implica una suerte de tozudez socrática que estriba en no echarse atrás si uno asiente, racionalmente, acerca de su modo de vida como excelso. Ser excelso es lo que los antiguos llamaban practicar la excelencia, virtud o areté, aunque los sentidos de estos términos han ido modificándose a menudo. Digamos que significa, en lo que ahora estoy diciendo, que entendemos que hay algo en el mundo que puede merecer la eternidad, una eternidad que, abandonado, como hemos dicho, todo conato de platonismo, ya inscritos en la muerte de Dios o pérdida de todo fundamento metafísico que sugiera que el mundo en su contingencia es porque se apoya en algo aparte y necesario, bien sea creencia racional (a la que se llega por la reflexión filosófica) o religiosa (imágenes que se adhieren a una determinada fe y a su fundamento: Dios), una vez, digo, inscritos en la muerte de Dios nietzscheana (y no estarlo significa no estar a la altura de los tiempos actuales, sus logros y posibilidades), hablamos de una eternidad mundana, contingente y temporal. Una suerte de eternidad en el tiempo, pues nada puede salirse del mismo. Esta eternidad, a menudo solitaria, es la que realiza, decía este pasado verano en alguna entrada, el mártir. Un mártir, o testigo, es quien expresa o da testimonio de una fe, es decir, quien con su vida y con su muerte, hasta el final, expresa una excelencia o ideal de vida. De lo que hablamos ahora, pues, es de regir la propia vida por un ideal que, siguiendo de nuevo una estela nietzscheana, afirme a la propia vida, le imprima exuberancia y vitalidad, en lugar de negarla. Una suerte de martirio de vida que nada tiene que ver con la exaltación de la muerte y del sufrimiento en cuanto tales o, peor aun, el pathos del asesino que sacrifica la vida de otros por su creencia, que no fe.
La creencia, por tanto, es lo que se ha llamado “imágenes de Dios” que como bien cuestionara Feuerbach, quien a juicio del teólogo Küng fuera quien elaborara la mejor teoría atea, son proyecciones con las que el hombre tiñe un cierto ideal porque es ideal situado, platónicamente, en un imposible lugar ultramundano. Es lógico que así, fuera de la inmanencia, operen las fantasías y los deseos humanos que construirían algo que por definición y sentido común no existe.
De manera que en esta actual oscilación de eso que llamamos “persona”, exenta de las viejas seguridades, y si continuamos la senda de los tiempos valientemente, que no significa adscribirse a una moda tan solo, sino a un cierto final de la historia y del pensamiento que ha llegado o vuelto a la lucidez expresada por Nietszche o Foucault, la de una auténtica Ilustración capaz de comprender el propio origen de su “verdad” y entenderla o buscarla por las vías de una crítica del conocimiento (el conócete a ti mismo de Delfos) o del cuidado de sí (una afirmación de la verdad en cuanto lo que “fabrica” un modo de vida y de hacerse el propio sujeto, es decir, la verdad como lo que el sujeto postula para hacerse desde sí o desde lo que el poder externo crea también al sujeto). Me refiero a un pensamiento capaz de situarse más allá de Descartes, en el lugar de la confusión y la remodificación del sujeto y el objeto, de quien piensa y lo pensado. Hasta ahora yo he visto este movimiento no solo en el actual momento de la filosofía y la cultura, sino en los albores helénicos de la civilización que dieron origen a nuestro actual modo de ser, lo que se dio en llamar “Occidente” aunque somos reacios a emplear un término que injustamente puede ser tachado de etnocéntrico. No obstante, una de las crisis actuales también estriba, en relación con lo que estamos señalando, en un desfondamiento del sujeto y del mundo, y diría que del propio Occidente que era ya preexistente en los mitos que lo antecedieron, como tanto se ha señalado y escrito.
Pues precisamente, el momento actual, y contra lo que se dice, no es la fácil e irresponsable asunción relativista de creencias, en plural, o relatos, sino su destrucción. La clave es que las creencias, en la lucidez actual, no pueden regir ya nuestras vidas y que si algo ha de regirlas es lo que estoy llamando “fe”. Volviendo a ello, la fe es simple y llanamente una fidelidad, o voluntad de insertarse en un cierto linaje, lo cual parece una vuelta al mito, y es cierto. Al mito o a la vida ya abordada estéticamente, como punto último de la razón. Hay que fabricar la vida personal, lo cual, en realidad, siempre se ha hecho y ha sido así, como muestran los estudios de Foucault, sobre todo del último Foucault, en un sentido estético, es decir, de darle una forma, de constituir la propia verdad y la propia sustancia que uno quiere y elige ser (esta libre elección es la manera actual de ser, como Foucault, ilustrado). Y esta libre elección se hace, como se halla implícito en la Filosofía de la historia de Kant y su conocido opúsculo sobre la Ilustración, en la profundización en la propia historia y la visualización de los “tutores” o fundamentos que hasta el momento nos han hecho. La Ilustración es atreverse a pensar, por primera vez, sin ellos o avanzar en un pensar que los relativice o incluso desintegre. Así que lo que hace falta para pensar es, no tanto inteligencia, dice Kant en la interpretación de Foucault que a su vez yo también estoy interpretando, sino valentía. Pensar es agarrar el toro de la historia, o sea, de lo que uno es o puede ser, por los cuernos, y por tanto, no comienza como una negación de la historia, sino como su afirmación precisamente y la profundización en la misma. Estamos, de nuevo, como al comienzo de este breve escrito, en los más estrictos términos nietzscheanos de la inmanencia. Porque, por cierto, ni podemos, ni queremos, ni debemos estar en ningún otro sitio fantasmagórico que tan solo han servido para dominar.
Es este estar en la realidad el que, paradójicamente, y vuelvo a mi tesis, nos proporciona esa forma de eternidad o excelencia no exentas de la contingencia y la precariedad del modo mundano de existencia que nos es propio. Pero es cierto que, como señalaba este verano en alguna otra entrada, la excelencia requiere que incorporemos una tensión o locura a nuestro ethos, a nuestro comportamiento, al dibujo que somos, al sujeto que creemos o postulamos ser. Esta tensión es la que creamos al pretender continuar en un horizonte todavía no realizado pero posible, lo que hemos afirmado con nuestra vida. Por eso, morir dignamente, hallar la dignidad tanto en la vida como en la muerte, suponen lo que hablando con un amigo llamaba “ser cabezón” (¡vaya coloquialismo!!), o sea, empeñarse en morir o vivir siempre siendo aquello que se es, en el sentido no sustancialista ni platónico ni aristotélico que estamos indicando. Ser es querer ser de un modo determinado, como Don Quijote, pagando el precio que haga falta y en la resistencia a las fuerzas que nos pueden conducir a traicionar flagrantemente dicho ideal de realización. Ser es, como supo el gran Séneca y toda la escuela estoica, resistir. En los términos de la pedagogía, disciplina a la que pertenezco y en la que me muevo profesional e intelectualmente, esto quiere decir que la educación no es tanto una paideia, sino una contra paideia, o sea, el esfuerzo por cuestionar, sopesar y elegir si nos gusta y queremos o no el proyecto de vida humana en que hemos sido educados. Claro que esto es más complejo. Puede significar que nos oponemos a unos determinados valores imperantes, pero elegimos otros que afirman y continúan un determinado linaje, que se escoge y cuyo valor se realiza libremente. La Ilustración o la lucidez, tan dolorosas ciertamente, no consiste pues en la mera rebeldía, sino todo lo contrario. El rebelde o fanático es un creyente, mientras que insisto en que estoy hablando de fe o fidelidad (fidelitas). Ese modo de salvar precariamente a los que nos anteceden, o los que en un reciente soneto, he podido aludir como “la sangre de los inocentes”. Querer inscribirse en este linaje, en esta nobleza humilde, silenciosa e ingrata, puede ser un proyecto de vida y un producto tanto del arte como de la razón.
Básicamente, esto era lo que quería decir. Después hay matices en los que uno anda definiéndose. Por ejemplo, la paradoja de que la más cristiana de las vidas y de las muertes (por hablar, ahora sí, de una fe religiosa particular) sea la que rompe con la creencia cristiana, de manera madura, lúcida, sincera, ejemplar y coherente. Esta paradoja, quizás sugerida por el llamado por Rahner “cristianismo anónimo” (si ahora recuerdo bien el concepto) se da cuando justamente movida por una fe cristiana, la persona sabe lo que Jaspers señalara (leíamos en su libro este verano): el inasumible escándalo de que la gran mayoría de los cristianos viven vidas anticristianas, es decir, vidas que niegan su verdad. Es la apostólica defensa de esta verdad, precisamente, la que lleva a otros muchos a morir sin querer recibir, por ejemplo, los sacramentos. Esto es, a mi modo de ver, modélico, pues subraya una vida entera y le da una fuerte coherencia y fidelidad aun en los momentos en los que el miedo pudiera hacer flaquear las fuerzas. Lo que se pide, pues, es que el cristiano lo sea de verdad y el ateo, también, afirmando sobre todo un modo de ser, bien sea en la identificación con un linaje de inocentes antes que con los miedos, sinrazones y chantajes del presente. Así, en el silencio y la aparente negación (de la creencia, que no de la fe), puede morir una persona y aspirar a esa absurda e imposible eternidad de que su sangre se funda con la sangre de los mártires. Aquí está, en efecto, la verdadera fe. Los desaparecidos, los sin nombre, los excluidos, los muertos y santos que murieron en el más completo desconocimiento tras vidas cabales que los valores de un mundo anticristiano o la existencia miserable del horror o la enfermedad arruinó, la de una bondad sin glamour que cumplió el modelo ascético de los Padres y anacoretas de negarse a sí mismos para señalar algo más importante, algo excelso y grande a lo que apuntaron. Quizás, como tan bien estudió Foucault y parece evidente, esto ya no es la Antigüedad pagana y su construcción por ejemplo estoica de la subjetividad, sino la de los primeros pensadores cristianos, pero en cualquier caso es uno de los modos de hacerse y de ser que nuestro mundo parece haber preparado para nosotros, y para el cual ha sido preciso también preparar una cierta forma de verdad que, eso sí, sigue la estela griega, estoica y cínica, de la verdad como ethos, o del ethos como el lugar de la verdad.
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Educación y filosofía
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Hacia un comunismo hermenéutico (tercera parte)Marcos Santos Gómez
En el tercer capítulo del libro de Vattimo y Zabala que estamos comentando, los autores asocian la hermenéutica con la anarquía, en la medida en que pensar hermenéuticamente la política, sería pensarla sin una pretensión de verdad o principios, sino como una búsqueda de los parámetros que intervienen fácticamente en la convivencia humana, posibilitando un espacio público y privado para la vida. Se captaría, comprensivamente, cómo una tradición constituye su mundo de la vida y proyecta sus interpretaciones acerca de la “verdad” y de lo que es valioso. La interpretación, señalan estos autores a partir de la filosofía contemporánea, es una mediación por la que el significado de un concepto se constituye en una aproximación a su “objeto” que nunca se logra captar en una perspectiva que las englobara a todas las posibles, por lo que no se aporta ninguna explicación total. Lutero, Freud e incluso la filosofía de la ciencia de Kuhn han ido resaltando consecuentemente este aspecto en el conocimiento de las “verdades últimas o globales”. Siendo, además, propio de la interpretación el que venga dictada desde dentro de su propio objeto (los contenidos culturales), como imposible de desvincular de ellos mismos a la manera en que lo haría una regla o norma formal para juzgarlos situada exteriormente. Freud, por ejemplo, desarrolla en su psicoterapia este complejo proceso de extracción de patrones relativos a partir del propio mundo en su temporalidad y finitud, como si una sociedad sólo pudiera medirse desde sí misma y a partir de su historia.
Aunque he empleado la palabra “objeto”, la hermenéutica va más allá del conocido binomio moderno que funda la epistemología, como relación cognoscitiva entre un sujeto que conoce y un objeto conocido o por conocer, sin que medie entre ambos nada más que la propia distancia que los separa y que el significado en un lenguaje descriptivo es capaz de salvar sin mediación. Para llegar a esto, la hermenéutica actual ha surgido en el contexto de una reflexión ontológica, acerca del ser y de la existencia (“humana”, en cuanto modo de ser que se modula a sí mismo y que piensa su ser). Para estas filosofías del ser, hemos tratado ya hasta la saciedad, el ser no se presenta al modo de un fenómeno natural, cosa o sustancia (ente), sino que acontece. Acontecer es, en relación con esto, no reducir su aparecer a mero espectáculo, a manifestación de algo que puede ser visto en la plenitud de una presencia. Es por esto que todo acceso a lo más fundamental de la existencia, al ser, no se agota en la descripción (científica), que debe dejar paso a una aproximación interpretativa. Así, “Con el fin de que la interpretación cobre sentido como la dimensión constitutiva del ser, es necesario comprender al ser como un acontecimiento y no como un objeto” (Vattimo y Zabala, 2012, p. 138).
Por ello, Vattimo y Zabala, van a asumir una perspectiva entre Nietzsche y Heidegger (sin entrar, dicen, en los matices de la crítica de Heidegger al primero). Esto implica que lo real no es objeto, sino historia, en un sentido muy similar a lo que ya fuimos exponiendo en la serie de posts dedicados a Jaspers en el pasado mes de agosto. Una historia, por supuesto, no tornada objeto, no cosificada o sustancializada. Por eso, el conocimiento de la misma ha de ser, fundamentalmente, interpretativo, en la conciencia del universo de intereses y valores que rigen toda aproximación del “sujeto” a su “objeto” de estudio. Ya señalamos en posts anteriores que, de hecho, y como también tanto indicaron enfoques dentro del propio marxismo como fueron los de la primera Escuela de Fráncfort (filósofos en principio no adscritos a la corriente filosófica hermenéutica), que sólo se puede conocer lo social a través de una orientación axiológica que rija, de algún modo, la “mirada” del científico social; un sujeto que se imbuye en la investigación de su objeto, dentro, él mismo, de un contexto del que emanan los sentidos y, asociados a ellos, las direcciones y perspectivas cognoscitivas que sólo globalmente pueden aspirar a una cabal aproximación a la historia. Por eso, la pedagogía más “fiel” a lo real es histórica, comprensiva y comprometida. Estamos aludiendo, por decir un nombre, a la pedagogía del oprimido de mi querido Paulo Freire. La pedagogía, no es que deba situarse, es que está, fácticamente, situada cada vez que define, interviene, reflexiona o postula.
Este estar en situación es lo que en la filosofía del primer Heidegger se denomina “proyecto arrojado”. Lo que hay que separar escrupulosamente, para evitar malentendidos, de la tentación subjetivista, que reduce toda comprensión a un mero padecer sentimental o a una captación irracional y meramente intuitiva de lo real. Las pasiones que conocen se dan en la conexión, orientación y manejo por parte de la razón, que ahora entendemos como lucidez autoconsciente y comprensiva acerca de lo que está ocurriendo y de las fuerzas e inercias del mundo donde somos (historia, sociedad, cultura). En este punto se sitúa, en la perspectiva de Martha Nussbaum, nuestro también muy querido filósofo estoico (lúcidamente estoico) Séneca. Pero este es otro asunto.
No obstante, no hay un mundo por debajo de lo que se interpreta, como un mundo que es, en un segundo momento, interpretado, pero que subyace como suelo firme de la interpretación. Siguiendo una senda fenomenológica, diríamos que lo que denominamos “mundo” es ya interpretación e historicidad como tales, sin nada “debajo”. Se da como interpretado, en la necesidad de ser interpretado para ser ámbito de la vida. Estamos hablando del mundo universo cuando es para el hombre y por tanto, como fenómeno, producto de la relación interesada de este con el mismo. El desfondamiento que ha operado la hermenéutica en el pensamiento del siglo XX y actual, afecta tanto al sujeto (que pierde su suelo otrora “firme”) como al mundo y al “objeto” (que ya habían sido, decimos, despojados de su carácter fenoménico u “objetivo” por la fenomenología). Todo reposa sobre una sucesión sin principio de interpretaciones que sustituye a la vieja imagen de la causalidad lineal y entrelazada de la ciencia o la metafísica. Es lo que va, sobre todo, a desarrollar la filosofía de Derrida en torno al sentido, el significado, lo intertextual y la deconstrucción, que presuponen el mundo para el hombre como interpretación y baile de significados y diferencialidad y extrapolación de sentidos.
Señalan Vattimo y Zabala: “La hermenéutica es una forma de contemplar al ser como un legado que jamás es considerado información definitiva. El capitalismo siempre se ha desarrollado al considerar, u obligar a otros a hacerlo, como una posesión ‘natural’ lo que ha sido heredado” (p. 142). Esto es muy serio, ya que lo que quieren resaltar, dicho en otras palabras, es que lo que para unos (funcionalistas e incluso el Habermas de Teoría de la acción comunicativa) es el más perfecto de los sistemas, la esfera funcional de la economía de mercado y su autorregulación según patrones formales matemáticos, la eficiente perfección a la que hoy ha llegado el Estado y la burocracia, forman parte, en realidad, de la mera propagación de un mito. Habría simple mitología bajo en entramado funcional e instrumental de la economía (y no digamos la política) capitalista. Todo este eficiente mecano no es más que puro mito, mito que, como todos los mitos, sirve para algo y no debe ocultarnos aquello (o aquellos) para lo que reserva su utilidad. Frente a esto, la libertad gracias a la cual, en palabras de Rorty citadas por nuestros autores (p. 144), “la verdad cuidará de sí misma” es la de arrancarse, en la medida de lo posible, de la trama mítica y envolvente de este mundo capitalista. Así, puede acusarse, en palabras de Romero (2016) a Habermas de haber naturalizado un ingrediente social de la Modernidad cuyo origen es histórico, es decir, obedece a un historia concreta, con sus conflictos e irregularidades, y significa la continuación de esta misma historia tal como ha devenido. No se tratan, contra la tentadora ilusión de la teoría de sistemas y el funcionalismo, de estructuras atemporales y autogeneradoras, como si emergieran de una razón pura y formal desprovista de la contingencia y azares del avatar histórico humano.
Vattimo, al apelar a una clave hermenéutica para conocer la realidad (social), está apelando a una asunción de la historicidad del ser, a su intrínseca temporalidad que sólo se capta históricamente, es decir, con una racionalidad que siendo ella misma histórica, sea capaz de entenderlo en su devenir. Hay, por tanto, una conexión entre la hermenéutica y la historicidad en el conocimiento, lo que también significa que el conocimiento es siempre, como hemos señalado hace un momento, conocimiento situado. Es en este punto, aunque con matices que habría que señalar rigurosamente (como hace el ya mencionado libro de Romero, 2016), el de lo histórico asociado a toda captación del ser, donde coinciden, más de lo que se suele tener en cuenta, los enfoques hermenéutico (que como vamos a ver en Vattimo no poseen necesariamente el tono conservador de la filosofía de Gadamer) con el de una teoría crítica (incluida la Teoría Crítica francfortiana).
Ya se desprende de toda nuestra exposición que para Vattimo “El pensamiento débil únicamente puede ser el de los débiles, sin duda no el de las clases dominantes, que siempre han obrado para mantener y no poner en cuestión el orden establecido del mundo” (2012, p. 146). Esta debilidad del pensamiento, contra lo que se ha entendido a menudo falsamente, no implica que este carezca de la capacidad de valorar el mundo, de sopesar y comparar, juzgándolos, distintos modos de existencia. El pensamiento débil no alude a un pretendido fracaso del pensamiento, sino más bien, a las consecuencias en la transformación del mismo debida al final de la metafísica (la proclamada por Nietzsche muerte de Dios, o sea, caída de las fundamentaciones, de los fundamentos que cimentaban la moral y la filosofía). Es un pensar sin fundamentos que, sin embargo, no renuncia a pensar. De hecho, es todavía ilustración, o lúcido autodespojo ilustrado de las propias fantasmagorías. Pues estamos con un pensamiento que únicamente ha variado en su proceder: “El pensamiento débil es una teoría muy sólida de la debilidad, donde los logros del filósofo no proceden de hacer valer el mundo objetivo, sino del debilitamiento de las estructuras de este” (2012, p. 147). Lo que sustituye a los fundamentos, cuando el pensamiento se torna antifundamencionalista, es, precisamente, una hermenéutica antifundacional. De manera que, ahora, “Si la existencia es interpretación, los seres humanos tienen que aprender a vivir sin legitimaciones ni valores previos, esto es, dentro del antifundacionalismo” 2012, p. 148).
Este ataque a los fundamentos de la Modernidad ha llegado al extremo de haberlos denunciado como metanarraciones la filosofía del canadiense Lyotard. Pero, existe una razón cuya lucidez y procedimiento, ya no fundacionalista ni mítico-narrativo (a través, en este segundo caso, de justificaciones que se hacen pasar por parte de la realidad y que se blindan contra la posibilidad de ser impugnadas ellas mismas, es decir, “ideologías”). Esta “nueva” racionalidad es, como ya adivinará el lector, interpretativa, lo que quiere decir que opera mediante la búsqueda de una organización en lo real (social) en función de distintos horizontes de valor, que vaya aportando claves acerca de cómo comprenderlo y de cómo lo social se comprende a sí mismo. Son formulaciones contingentes del ser de lo real o de lo social. Una captación de lo social, y lo humano en su precaria contingencia, antes que como ser en el viejo sentido fuerte de la metafísica o del positivismo.
En el positivismo, se agota el ser de lo real en su aparecer actual, con lo que se lo despoja de su tensión y la cierta fuga o inasibilidad con la que se presenta, como ser posible, como sobreabundancia, como un inagotable ser siempre más. Por eso, y sin que esto corresponda exactamente, o se refiera en exclusiva, a una metodología, si hay que propiciar métodos para la comprensión de lo social, de la dimensión social que somos pero que no nos agota, es preciso eludir los principios y los fundamentos desde lo que se asumen estilos teorizantes y formales del pensar, para acudir a lo empírico, a las experiencias y a la historia. Un movimiento de la razón que, sin embargo, no equivale a una renuncia a elevarse, en cierto momento, a partir de lo empírico y asumir una mirada hasta cierto punto contemplativa.
Pero, puede alguien preguntarse, indica el filósofo italiano: ¿dónde queda, entonces, la verdad y la consecuente valoración de unas interpretaciones como mejores que otras? A esto, sabiamente, responde que su planteamiento hermenéutico no implica el consabido relativismo (axiológico o epistemológico) que se le ha achacado a menudo. Lo que sí ocurre es, como desarrolla el libro de Romero por otro lado y con un matiz diferente (no nombra en ningún momento a Vattimo pues no discute con él directamente o sobre él, aludiendo sobre todo a la fuente heideggeriana y nietzscheana de la hermenéutica) es que ya no hay una normatividad externa a lo “reglado”, emanando, sin embargo, la normatividad del propio contenido histórico que se interpreta y orienta desde ella. Estamos en el plano, por tanto, de la más estricta inmanencia en la filosofía, que no renuncia, hemos visto en abundancia, a distintas maneras de trascendencia, de trascendencia inmanente. Sólo de este modo interior, contingente y provisional cabría entender todo “principio” esperanza o utopía, nunca al estilo platonizante de una metafísica. En esto Vattimo también alude al segundo Wittgenstein, el de los juegos de lenguaje, y nosotros no podemos dejar de tomar buena nota de ello.
Serán nuestros parámetros históricos en la forma de paradigmas (Kuhn) los que pueden aspirar a juzgar si una interpretación o proposición es verdadera o falsa. Los conceptos de verdad o falsedad sólo existen inmersos en contextos históricos, no se dan como entes puros, y sólo desde ello, afirma Vattimo, puede aspirarse a una relativa universalidad. Para Vattimo la posibilidad emancipadora del pensamiento débil estriba en que opone a la interpretación de la verdad hegemónica, la procedente de otras tradiciones, incluida la de los débiles y excluidos. Así que, la lucha política sería la que sustituye “explicar” o “transformar” el mundo, por un “vamos a interpretar el mundo”. Será en el contraste y juego de las diferentes perspectivas donde emerja una “verdad” con capacidad de liberar desde lo posible aquello que nuestro mundo (histórico) tiene potencial para dar de sí. En este énfasis en el carácter histórico del ser sí hay, sin embargo, una obvia conexión con el comunismo (Vattimo emplea casi siempre en este libro la palabra “comunismo” y no tanto “marxismo”). “La hermenéutica es similar al comunismo porque su verdad, el ser, y su necesidad son completamente históricas, es decir, no el producto de un descubrimiento teórico o una corrección lógica de errores anteriores, sino el resultado del final de la metafísica” (2012, p. 167). El comunismo tendría, por tanto, una cierta impronta antimetafísica, frente a lo que tanto proclamaba Jaspers tras la Segunda Guerra Mundial, como vimos. El comunismo, que es, en la idea de Vattimo, marxismo empírico, acaecido, fáctico, además de haber participado, desde su fuente marxista, en la historicidad del ser, ha aprendido de su desarrollo fáctico a través de las distintas transformaciones sociales e históricas que ha vivido, como la caída del eurocentrismo en las versiones de comunismo que se están dando, indica, en Latinoamérica, resultando por ello una teoría crítica que no ha perdido su propia historicidad, es decir, su carácter histórico y que por ello es también, junto a su “objeto”, afectada por la historia.
Referencias bibliográficas:
Romero, J. M. (2016). El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica. Madrid: Biblioteca Nueva.
Vattimo, G. y Zabala, S. (2012). Comunismo hermenéutico de Heidegger a Marx. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Hacia un comunismo hermenéutico (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Si seguimos el planteamiento de la primera parte de este escrito desarrollado por Vattimo y Zabala de un comunismo hermenéutico, una ciencia que persiga la verdad acerca de un mundo social particular, ha de señalar el componente ideológico de aquello que se tiene como logrado, pero que, aun siendo posible y formando parte de las aspiraciones explícitas, no se ha llegado a realizar de hecho, no se ha concretado, realizado o encarnado como contenido presente de la historia. Aun peor, desde una teoría crítica, con inspiración en Benjamin, se descubriría, en la multiplicidad de tradiciones que se oponen y compiten para interpretar el mundo (pues ya no habría una tradición), que existe una discontinuidad que quiebra la línea del progreso (continuum) que para la historiografía positivista constituye la marcha (victoriosa) de la historia. Es decir, hay tradiciones, dentro de una sociedad, que coexisten con la tradición hegemónica, pero que apuntan en sentido contrario, se oponen a ella y la impugnan. Frente a la concepción de un único horizonte axiológico en la sociedad, habría, dentro de esta aproximación a lo social como conflicto irresuelto, que situarse en la perspectiva de los oprimidos para desvelar lo interesado de la perspectiva hegemónica de una historia despojada de sus negatividades, a las que oculta de un modo semejante a como opera la represión entre los mecanismos de defensa de la consciencia señalados por Freud.
Así pues, la tradición consciente que constituye nuestro momento actual histórico renuncia a pensarse, donando una significación homogénea y unívoca a los conceptos (y a la teoría) con los que se describe a sí misma. Es lo que he llamado en escritos anteriores una dirección inercial del pensamiento, despojado de la excentricidad y la distancia que podrían considerar a las inercias como inercias. Dicho en palabras de Vattimo, hay descripción, pero no interpretación o, mejor dicho, no se da un contraste y sucesión de perspectivas para ampliar la captación, siempre incompleta, de lo real. La interpretación capta los deslizamientos de lo real, su movimiento inasible, su conflictividad y problematicidad, que para el lenguaje referencial que usa el positivismo no existen. Sus conceptos no tanto se adhieren a lo real, sino que lo pulen. Esto, que pueden funcionar en el plano de la epistemología en que se ubica la ciencia, vale para las dimensiones de lo real que sí caben en la bella estrechez y el cristal de sus conceptos. Pero, cuando hablamos de lo social y, sobre todo, de la historia, el mundo no es tan fácilmente asible ni reductible. Sólo una realidad pulida cabe en el angosto margen de la descripción que renuncia, en el lenguaje, la ciencia y la filosofía, a interpretar. Es con esta idea, con la que comienza el libro de Vattimo y Zabala. Por eso, dicen de un modo un tanto brusco que no acaban de explicar bien pero que alude a esto que estamos exponiendo, la verdad y la razón que busca, monolíticamente una verdad monolítica, sacrifica partes de la realidad social, es decir, margina, extermina y es apropiada por el poder. Lo que ellos entienden desde una perspectiva materialista: “La metafísica es un aspecto y una consecuencia del dominio, no la causa del mismo” (2012, p. 26). Nietzscheanamente, en un nivel anterior a lo ontológico, estos autores sitúan lo moral (voluntad de poder) y las dinámicas de resentimiento o nihilismo que se le asocian cuando no se corresponde con una exaltación y abundancia de la vida.
Será este arraigo en lo concreto de la historia y sus conflictos, el que les haga a estos autores superar posturas metafísicas como la positivista, para echar mano de una perspectiva filosófica que parte de Heidegger y que, en su crítica a dicha descriptividad metafísica, toma elementos de Derrida, desde la bien conocida ascendencia de este pensamiento en Nietzsche: “(…), al determinar el ser como presencia, la filosofía occidental se ha convertido en un simple conjunto de descripciones del presente estado de cosas y privilegia automáticamente los términos de presencialidad temporal, espacial y unificada frente a sus contrarios” (pp. 27-28).
Decíamos que para revelar este carácter ideológico (acorde con intereses emanados de conflictos en lo social) del ideal metafísico y burgués del ser como presencia, la filosofía (e incluso una ciencia que se acercara a paradigmas interpretativos), ha de movilizarse en pos de un interés concreto que tome partido, renunciando al falso ideal de la neutralidad (una neutralidad que no puede guiar cabalmente por los derroteros de la historia y que como ideal historiográfico resulta encubridor y débil en su acceso a la problematicidad y conflictividad de la historia). “La filosofía no es una recepción desapegada, contemplativa o neutral de los objetos, sino más bien la práctica de una posibilidad interesada, proyectada y activa” (p. 29). Algo, decimos, que puede recogerse en la tradición hermenéutica, como vamos a ver, pero también en la Teoría Crítica del neomarxismo (veteado de Nietzsche, a mi juicio) de Adorno y Horkheimer o Marcuse. En ambos enfoques hay matices distintos (muy bien estudiados por Romero, 2016) en lo que resulta una aproximación a la historia como coexistencia de perspectivas o modos de ser diferentes y opuestos, como la identificación de una tensión en el ser (social), de una caída y de la posibilidad de una superación que no opera de manera integradora y homogeneizante, al estilo metafísico hegeliano. Es la ocultación de esto mismo, en la medianoche o caída de la historia, en la que se ha alzado un ideal de Verdad que precisamente por no ceñirse a lo que es el contenido real de la historia, ha exigido, como Moloch, el sacrificio de la realidad en la forma (vivida en las sociedades autoritarias) de ajustar el propio ser a lo que uno no es, a lo que se alza (al modo de valor eterno y ultramundano) en la más inasible y escindida exterioridad. Una idea de Verdad que, señalan Vattimo y Zabala, ha sido utilizada políticamente para preservar, según el modelo del alambique (metáfora que emplea nuestro amigo Iván Illich al hablar también de la Verdad en la escuela) o del mito de Procusto el orden social.
Así pues, habría un interés político (en su pretendida neutralidad) en la mirada (epistemología) positivista y en la absoluta captación del mundo mediante un lenguaje descriptivo y referencial que presupone la vieja definición escolástica de la verdad como adecuación entre el objeto y el sujeto, entre el lenguaje y lo dicho. Frente a esto, Vattimo recurre a la filosofía hermenéutica que parte, precisamente, de renunciar a esta plena adecuación con un ser que se presenta, que se manifiesta como afirmación captable y no en su cualidad de fuga (diferencia ontológica, en Heidegger) o negatividad dialéctica, para Adorno o como prohibición de ser, en la situación de los oprimidos. Vattimo evoca además la deconstrucción y la iterabilidad del sentido en Derrida. Son todos estos planteamientos los que le conducen a una singular y atrevida afirmación que conecta (llevando a Heidegger a donde él nunca quiso estar políticamente) la crítica a la metafísica de Heidegger con la denuncia de la historia como opresión: “En definitiva, de igual modo que el ser fue descartado en beneficio de los entes, los débiles son oprimidos en beneficio de los vencedores, es decir, de aquellos que ejercen el dominio dentro del orden moralizado conservador de la democracia emplazada” (p. 53). Una invisibilización de los oprimidos inherente, afirma, a la democracia liberal.
Así que, la caída entendida como cristalización metafísica de la ontología, en Heidegger, ha sobrevenido más bien como una negatividad inherente al proceso histórico y procedente del mismo, un expolio que ha generado una tradición desde la que se alza, silenciosamente, la perspectiva o interpretación para la cual la historia ha impedido que muchos hombres sean, denunciando que la historia ha dejado de constituirse en ámbito para “hacerse” o crearse.
Una lectura hermenéutica, comprensiva, de la historia, pues, renuncia a la unicidad de la verdad que no puede establecerse como algo último y logrado, sino como lo que orienta y dinamiza nuestra comprensión en el intento de acceder a ella desde múltiples perspectivas. Una verdad que, frente al ideal de la aletheia, no se halla en el pleno desocultamiento, sino que se sabe siempre parcial y dependiente de los sentidos (interpretaciones) que ya presuponían los distintos modos de acceso (tradiciones) a la misma. Así, no se escaparía del todo lo que la historia ha implicado en cuanto al dolor y al fracaso de otras aspiraciones distintas a la hegemónica, de los diferentes movimientos y corrientes dentro de la misma que habiendo sido vencidos significaban otro modo de orientar la existencia (desde otros valores distintos a los imperantes). Una multiplicidad de tradiciones que desbordan el actual marco capitalista y que representan mundos diferentes que a menudo lo ponen en entredicho.
Continuaremos esta exposición en un próximo post, que será la tercera parte de esta serie dedicada a la singular idea de un “comunismo hermenéutico” y que matizará, por fin, en qué consiste el proyecto de Vattimo y Zabala, aunque ya puede adivinarse por algún lector, casi seguro.
Referencias bibliográficas:
Romero, J. M. (2016). El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica. Madrid: Biblioteca Nueva.
Vattimo, G. y Zabala, S. (2012). Comunismo hermenéutico de Heidegger a Marx. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Hacia un comunismo hermenéutico (primera parte)Marcos Santos Gómez
He leído Comunismo hermenéutico. De Heidegger a Marx, de Gianni Vattimo y Santiago Zabala, libro editado por Herder en 2012, y al que, para enmarcarlo en la problemática actual acerca de la posibilidad de una teoría crítica y emancipadora inmanente, abordamos teniendo como referencia también al libro El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica, de José Manuel Romero Cuevas, editado por Herder en 2016. El trabajo de Vattimo y Zabala, aunque no aborda en su amplitud toda la problemática que plantea, resulta recomendable, pues sugiere un camino de revitalización del proyecto político comunista desde la sorprendente integración en el mismo de elementos extraídos de la filosofía hermenéutica. Este es, a mi juicio, uno de los temas esenciales en el pensamiento actual que afecta tanto a la reflexión sobre lo ontológico, lo histórico y lo político, y en el que está envuelto el alcance de la razón en cuanto afectada por la historicidad. Esto significa que cuando trazamos una “teoría” para fundamentar la crítica social y la emancipación, es preciso eludir la peligrosa polarización hacia uno de los siguientes extremos, como certeramente señala Romero (2016, pp. 176-177):
1) El de una normatividad externa a la historia y no afectada por ella que desde un lugar privilegiado sopesa y orienta su “progresión” y las características de las sociedades. Esto ostenta el peligro de que estemos elaborando proyectos emancipadores desde una razón que opera formal y abstractamente y que por eso mismo resulta incapaz de tomar contacto con la realidad social. Es decir, en términos hegelianos, se trata de que arrostremos una desvinculación del concepto respecto al objeto que intenta abarcar, lo que es una deficiencia del pensamiento teorizante que ya contemplara en algunos momentos de El Capital el propio Marx o que afronta plenamente el filósofo Adorno. Como indicábamos al valorar este peligro en Jaspers, esto puede darse en la trascendentalidad o cuasitrascendentalidad de una construcción formal racional, en la fundamentación en una antropología filosófica a partir de una esencia humana de la que emergería la normatividad absoluta acerca de lo que el hombre debe realizar o en la idealidad metafísica de los fines y valores absolutos que rigen desde externamente a la existencia.
2) Y, en el punto opuesto, el peligro de un relativismo incapaz de trascender los parámetros del propio mundo en el que la norma se halla inmersa en la medida en que emerge del mismo.
Vattimo elabora el proyecto que expone en el libro que comentamos (y en otros) precisamente en el intento de dar respuesta a esta problemática asociada a toda teoría crítica. En particular, su propuesta significa un intento de eliminar el origen metafísico de la norma para juzgar la historia, como ocurrió en el comunismo soviético, según él (y como también decía Jaspers, según vimos en la serie de posts que hemos dedicado al mismo en este blog). En el comunismo clásico ha habido, en efecto, esta teleología metafísica de la que emana una orientación que determina a la historia como despliegue por el que la sociedad humana va concretándose y realizándose al reconciliar espíritu y mundo, o, desde un punto de vista antropológico, ocio y trabajo, en una superación que aun siendo dialéctica resulta en cierto modo acumulativa y lineal.
Sería interesante, para nosotros los estudiosos de la educación, miembros del “gremio” de la Pedagogía, destacar esto mismo en las ideas, por otro lado bellísimamente narradas, que trazan lo esencial en la pedagogía del conocido educador ucraniano de los primeros tiempos de la URSS Anton Makarenko. Aunque pueda no parecerlo, toda esta serie de posts dedicados a cuestiones filosóficas, son pasos estrictamente necesarios para la comprensión real de lo educativo que nos proponemos como proyecto principal para una Filosofía de la Educación con sentido práctico y una Teoría de la Educación en su aspecto fundamental y no tanto en su vertiente técnica (aunque no dejan de afectar como es obvio a lo que entendemos por “didáctica”, o sea, un saber técnico enfocado a la educación escolar).
La aproximación a la educación y a la escuela, tanto teórica como práctica, siempre se sitúa en polos metafísico, antropológico, ontológico o historicista-relativista. Lo que pretendemos es superar estos puntos de partida que han intentado abordar, comprender y orientar a la educación desde dentro o desde “fuera” de la historia, para lograr que esta sea, si es posible, “humanizante” y “perfeccionadora” de un modo real. Tratamos de entender lo educativo como acción inmersa en la historia pero con una cierta vocación de ir más allá de ella que se ha entendido de diversas formas según la filosofía que la ha sustentado (como un lograr plenamente la inercia de la razón hegemónica en una sociedad, o como, por el contrario, recuperar la vieja tradición utópica de los vencidos o incluso, en las versiones más platonizantes, de desbordar la historia y elevarla a lo divino).
Hasta ahora, en el presente blog, hemos abordado dos caminos: el de una descripción e interpretación de la historia según lo que conocemos, en el origen de la paideia en Grecia, y el camino de lo ontológico/antropológico, siendo el segundo el que nos ha señalado una educabilidad entendida como modo de ser propio del hombre y que consiste en su tener que hacerse. Es este “previo” antropológico el que posibilita al primero, es decir, el desarrollo concreto de la paideiay su relación con el pensamiento y con la democracia en Grecia. En realidad, la comprensión cabal de lo educativo, si seguimos esta senda semejante al binomio comunicación-diálogo en Jaspers, implica entender la profunda interconexión entre ambas dimensiones donde se da lo educativo en el hombre, y, sobre todo, no malinterpretar que si hablamos de lo educativo como una cualidad previa a su concreción histórica, que ha de llenarla, como una suerte de categoría o trascendental antropológico, no es que creamos que exista un hombre anterior a su historia (al modo rousseauniano de una naturaleza humana). No hay, realmente, ese hombre previo a la historia y despojado de la misma, como indicamos que enseñara Ellacuría en los textos que sobre el mismo hemos publicado.
Pero no nos detengamos aquí, por lo pronto, que ya habrá tiempo en los próximos meses, y años, para seguir pensando lo educativo, y prosigamos por donde íbamos ahora.
Decíamos que el problema del comunismo soviético, para Vattimo (o Jaspers), fueron los corsés metafísicos heredados del hegelianismo en su vertiente teleológica. Pero hay una posibilidad de crítica inmanente en el inmanentismo que también puede extraerse de Hegel, la de una historia que avanza en el despliegue obrado por las negatividades determinadas en las que se tornan los propios contenidos de la historia. Esta es una clave importante que Romero Cuevas destaca y que podemos tomar de Hegel para entender la posibilidad y el alcance de una crítica inmanente, es decir, de la posible extracción de la normatividad desde la cual propugnar una sociedad mejor desde lo que la misma sociedad en su momento actual histórico engloba y a lo que aspira. Dice Romero: “La crítica inmanente es un modo de crítica que no contrapone a su objeto un criterio normativo externo al mismo, ya sea un ideal extrahistórico o un principio metafísico, igualmente ahistórico, sino factores propios y constituyentes del objeto sometido a crítica” (Romero, 2016, p. 162); para más adelante señalar su posible derivación del proceder hegeliano: “De las reflexiones de Hegel en torno a la negación determinada puede derivarse un concepto de crítica inmanente en cuanto crítica que se realiza a partir de la explicitación de las contradicciones de la cosa misma criticada y no a partir de instancias externas a la misma, es decir, a partir de elementos explicitables en la realidad cuestionada, cuya dinámica y significación propias socavan la validez y legitimidad de la figura de dicha realidad” (Romero, ib., p. 164).
Es decir, cada época y sociedad manejan unos conceptos que tratan de comprender su realidad y determinar un deber ser, de aplicar parámetros racionales a la misma y desde los cuales emanan los intereses y los principios comunes necesarios para la comunicación. De manera que el diálogo racional presupone unas claves comunes y unos conceptos que adquieren forma históricamente, una interpretación del propio mundo en esos mismos conceptos que tratan de asirlo, y en los cuales hay, pues una historia. Porque en las razones que se ofrecen, en el lenguaje y en los conceptos hay historia contenida, al haber sido forjados en las luchas sociales de los distintos grupos que componen la sociedad y que son, a diferencia de la tradición homogénea de Gadamer que implica una política conservadora, portadores de unos ideales de justicia para la mejora social (espiritual). Sin embargo, existe una brecha histórica que separa al objeto de su concepto, en la realidad, y para cuya visualización, hay que acudir al contenido concreto del momento histórico presente, que, como hemos señalado, alberga todos los conflictos, anhelos y luchas del pasado (explícitamente o silenciadamente): “El concepto se nos presenta en definitiva hoy como conteniendo una promesa incumplida e incumplible en el marco institucional que paradójicamente afirma haberlo realizado” (Romero, 2016, p. 123). Hay un desnivel entre el concepto y la realidad, entre los ideales que en la ideología hegemónica fundan una sociedad y la realidad en la cual dichos ideales no se encuentran de hecho encarnados.
Esto es algo que para Romero puede derivarse de Hegel: “De este modo una realidad concreta resulta cuestionada de un modo inmanente a partir de los potenciales de racionalidad que ella misma contiene, pero que su modo fáctico de existencia impide realizar” (Romero, 2016, p. 166). Esta confrontación entre razón y existencia, entre concepto y existencia, el enjuiciamiento de la realidad como verdadera o falsa a la luz de su concepto no es meramente subjetiva, no proviene del discernimiento filosófico o político, señala este autor, sino que es un desenvolvimiento de la realidad misma (idem).
Así, la razón arraiga en una tradición que, si pretende ser emancipadora y si seguimos en esto el enfoque de Benjamin, ha de ser la de la herencia del sufrimiento y el fracaso de las víctimas que han constatado la mencionada brecha entre lo deseado y lo fáctico, de los vencidos que han sufrido el desnivel entre lo dicho y lo sucedido realmente, a la tensión operante en una ideología que legitima la victoria de los verdugos sobre las víctimas haciéndolo pasar por lo bueno, pero que, si realiza verdaderamente sus ideales, puede desactivar y aniquilar el modo de existencia que produce el fracaso de los inocentes. De aquí, de los parámetros de esa misma razón que produce nuestro mundo social y a la que no escucha, emana una normatividad no lograda que sin ser absoluta ni metafísicamente fundada (al modo de valores descubiertos por la razón) ni formal, sí puede valer para, de un modo universal aunque contingente, orientar la marcha de la historia en un sentido emancipatorio.
Es decir, ambos libros mantienen como tesis esto mismo: que la norma y los valores de una política emancipatoria están, fácticamente, y han de emanar del propio mundo, de la historia en sus contenidos, y para lo cual es preciso emprender una labor de comprensión hermenéutica del momento dado, de las interpretaciones con que este se ha comprendido a sí mismo en el contexto de sus conflictivas y contrapuestas corrientes y dinámicas sociales e históricas. Será la tradición silenciada de los vencidos, en este contexto, la que pueda orientar para la emancipación y la mejora social, rompiendo precisamente las ilusiones metafísicas, teleológicas y progresistas de la historia y la ideología hegemónica evidenciando su complicidad con la historia de los vencedores: “De esta manera, el interés que orienta a la teoría crítica aparece como fraguado en el seno de una determinada perspectiva de entre las enfrentadas en el conflictivo escenario social” (Romero, 2016, p. 143).
Ignacio Ellacuría señalara que esta problemática se palpa en el caso de una concepción naturalista de los Derechos Humanos, que los entiende como un previo antropológico que ha extraído de sí el puro pensamiento de un modo formal, desde una dinámica particular. Esto ha empobrecido, realmente, a estos derechos. Los ha desprovisto de su vínculo con la luctuosa y larga sucesión de opresiones y abusos en que ha consistido la historia, y que laten en ellos y, silenciosamente, en algunos márgenes y resquicios del presente. De manera que los Derechos Humanos, sin esta presencia del contenido histórico que los ha debido postular y descubrir en su “necesidad”, pierden su fuerza y no se sitúan en la misma realidad que, como concepto y utopía, los ha urdido. Son una norma, pues, que procede de una razón imbuida de historia, impregnada de una tradición con la que concuerda y a la que obedece, y desde la cual, pueden ser entendidos y esgrimidos propiamente. En este sentido son un absoluto temporal, es decir, su eternidad es una eternidad situada, aquí y ahora. Ya no estaríamos en un plano antropológico que funda la historia pero sin ser afectado por ella, sino que tendríamos una historicidad plenamente encarnada, real, que funda la historia, o la marcha de la historia, la razón y el consenso, a partir de saberse, lúcidamente, situada en la misma historia y afectada por ella. Para ello, la razón misma tiene que adoptar un método hermenéutico por el que desde sí y en ella misma halle los valores y las normas que, en una momentánea universalidad, han de regir una política para una emancipación histórica, y que sería el método de una crítica inmanente.
Como en la filosofía hermenéutica, se intenta interpretar desde sí a la tradición, pero en este enfoque, sería en el contexto de varias tradiciones que se oponen y que justifican y generan visiones, horizontes e intereses distintos. En el devenir histórico, los hombres han vislumbrado aspiraciones, como los Derechos Humanos, que demandan ser logradas y cuyo alcance es aún tarea de la historia, que habiendo generado estos conceptos para comprender su propio sentido, no ha adquirido todavía plena capacidad para encarnarlos. Es en este entre, en esta tensión y diferencia entre un es y un deber ser que se eleva excéntricamente para mirar, valorar y juzgar lo que es, que se situaría la razón que se asienta en un vivo interés emancipatorio, es decir, en el interés por lograr aquello que la época sitúa sobre nuestras cabezas.
En la segunda parte de este post, trataremos la propuesta concreta de Vattimo que trata de realizar lo que hemos planteado en este primer escrito sobre las posibilidades de un “comunismo hermenéutico”.
Referencias bibliográficas:
Romero, J. M. (2016). El lugar de la crítica. Teoría crítica, hermenéutica y el problema de la trascendencia intrahistórica. Madrid: Biblioteca Nueva.
Vattimo, G. y Zabala, S. (2012). Comunismo hermenéutico. De Heidegger a Marx. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (tercera parte)Marcos Santos Gómez
Podemos afirmar que para Karl Jaspers la razón ilumina las “posibilidades” en que se está, lo que ofrece la historia como modos concretos de realización o vías para encarnar y perfilar la propia existencia, pero no las muestra desde una posición teorética, externa o elevada sobre ellas, sino inmersa en ellas, en las propias posibilidades. Es decir, pensar es algo que se hace desde contenidos concretos (históricos) y que opera dinamizándolos desde el futurible que se abre en ellos. Esta búsqueda, anticipación o invocación del futuro es la norma que puede orientar las elecciones del hombre, el tipo de vitalización de la cultura a la que el filósofo aspira como “utopía”. Asombrosamente, este planteamiento, grosso modo, se asemeja a ciertos enfoques “materialistas” que, sin embargo, apuran de un modo más consecuente y pleno lo que debemos entender por historicidad y concretan cómo se obtiene, de hecho, esta extracción de una normatividad, como trascender de lo inmanente a partir de los contenidos de la historia. La diferencia principal con los materialismos de algunos marxismos no metafísicos que Jaspers ignoró o no pudo conocer (como el del historiador materialista que Walter Benjamin opone al historiador positivista o metafísico que mira la historia como continuo y progreso) es que en estos no hay un modo de ser cuya esencialidad sea vincularse históricamente con el ser, sino que se rehúye el plano ontológico que considera al hombre “modo de ser”, por ser imposible el acceso al mismo no teñido por la historia. Es decir, ciertos materialismos achacarían a Jaspers su aporética apropiación no histórica de la historia, o, dicho en otras palabras, la concepción de una historicidad que antecede a la historia y no es afectada por ella, aunque la posibilita. Una historicidad que en Jaspers parece ser la desnuda temporalidad del “Dasein” o, empleando su terminología, “existente”.
No podemos extendernos en este asunto pero deseamos dejar constancia de los vínculos que existen, no obstante, entre enfoques existencialistas y materialistas-marxistas, si nos percatamos, cosa que no hizo Jaspers en el libro que estamos considerando, de que el marxismo no es, necesariamente, comunismo ni una metafísica dialéctica de la superación dada en la historia al modo de un progreso. No hay, de hecho, un marxismo, en singular, sino marxismos, de muy diversa índole. Más adelante, en el presente blog, consideraremos el proyecto de “comunismo hermenéutico” de Vattimo que halla nexos entre filosofías del ser en sus derivas hermenéuticas, pero que no dejan de ser, dice el italiano, heideggerianas, y nada menos que el comunismo, entendido éste como aplicación de una normatividad liberadora a la historia que orienta la acción política revolucionaria.
En cualquier caso, el filósofo “existencialista” rectifica algunas estructuras típicas de la Modernidad, en la línea de una historización de la razón, que cuando elucida el ser en su aparecer histórico no se encuentra en una posición trascendental como si iluminara lo histórico sin ser ello mismo afectado por lo histórico. Otra cosa es, ya digo, que ciertos marxismos o enfoques dentro de una teoría crítica (incluido el de una normatividad intrahistórica de I. Ellacuría que tiene su fuente en el inmanentismo histórico zubiriano) dispongan de una base materialista más operativa para la transformación político-revolucionaria de la historia que el filósofo alemán reduciría a la pugna filosófica, en el mundo de la cultura, por revertir la caída en lo técnico de la deriva moderna en la actualidad y devolver la posibilidad histórica (en gran parte cultural) al hombre para desarrollar su libertad y desde ella un encuentro con su modo de ser.
Estoy leyendo en otra obra reciente, excelente, profunda y gratísima, y a la que también me referiré pronto cuando finalice su lectura y no corra el peligro de desvirtuar lo que dice si la cito ahora, que paradójicamente, la antropología filosófica, que trata de fundar lo histórico en una historicidad “esencial” del hombre, en un plano “ontológico”, o las llamadas filosofías del ser, optan por evadirse de la historia para “fundarla” existencialmente u ontológicamente. Crítica que sería cierta de ser verdad que para el existencialismo en algún momento el hombre o el ser han dejado de ser históricos, en el sentido de temporales y mundanos, cosa que no lo es. Hemos insistido en que la filosofía del ser, propiamente entendida, no es dualista y que el ser es en su aparecer, al menos para Heidegger y para Jaspers (salvo el peligroso desliz de este último, que ya hemos señalado, cuando emplea su concepción de lo “trascendente”). ¿Incurren pues muchos materialismos al uso en una entificación de lo ontológico que teñiría de metafísica lo fundamental?
En realidad, la tensión consistente en hablar de lo que funda lo histórico desde la historia misma, que es en lo que se halla cualquier pensador desde la emergencia del logos helénico, existe en Jaspers, quien, a su manera peculiar, abogando por un enfoque ontologicista y fenomenológico, va a responderla. Jaspers, una vez fundada la historia ontológicamente en su versión existencial y “antropológica” de la historicidad, entenderá toda aprehensión de verdades como una aprehensión impregnada por la propia historia, como vamos a resaltar. La paradoja será, para él, por el contrario la de un marxismo impregnado de metafísica, como lo es la propia labor del historiador y la historiografía en general. Estos, emulando inversamente lo que le achacan a las filosofías del ser, parten de una ontología que no “visualizan” ni cuestionan o que, aun peor, se ha tornado metafísica.
La importancia para nosotros, educadores, de esta problemática estriba en que según sea la aproximación filosófica de partida, ontológica u óntica, habremos de fundar lo educativo de un modo u otro. La perspectiva de Karl Jaspers presupone una libertad en el modo de ser humano, que orienta el devenir de la historia en una ilustración que consiste en vislumbrar y optar a partir de las condiciones que se barajan para ser. Es la perspectiva que generalmente asumimos cuando se entiende la educación antropológicamente, como un existenciario, al modo de la “comunicación” en Karl Jaspers. Una comunicación que cuando es invocación consciente de una “verdad” (como veremos a continuación) mediante el logos trabado en el diálogo, es el camino “racional” que piensa en el mundo y desde el mundo (históricamente) para despejar el futuro con la libertad de su ingenua y sincera búsqueda. Verdad es, en este sentido, aspiración a ser. Este pensar la historia, si es, como señala Jaspers, en el diálogo, logos que se realiza en la comunicación que argumenta postulando una verdad y que por ello exige “ingenuidad”, valentía y sinceridad, no tiene ya, a pesar de su magno origen en una aristocracia exteriorizante, que ubicarse en la mirada exclusiva y privilegiada de una mente pensante o intelectual, sino que puede ir siendo insuflado en la propia historia por la razón y las decisiones de los hombres.
Una interesante aportación que podríamos hacer desde la reflexión pedagógica es, tomando el libro Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, determinar cómo él “resuelve” esta problemática, a sabiendas de que su pedagogía, aun siendo básicamente hegeliano-marxista, trata también de fundarse en algunos elementos antropológicos e incluso personalistas. Un marxismo, por cierto, el de Freire, así como una razón dialógica, que operan desde la memoria disruptivamente, tal como sugería Walter Benjamin que podía extraerse de la historia de los vencidos y los anhelos frustrados la normatividad capaz de revertir la historia en un sentido revolucionario, lejos de la idea continuista del positivismo. Y un pensamiento que trata de superarse como cliché por el ejercicio de la razón cuyo método es el diálogo que comprende, ilumina y crea, recuperando en el lenguaje el olvidado recuerdo de los vencidos y la historia que en la plana referencialidad del lenguaje positivista se ha eliminado como “escoria”. No podemos dejar de evocar, como ejemplo literario y dicho sea de paso, la famosa neolengua de 1984 de Orwell que el Estado construye para impedir el pensamiento crítico en los hablantes y que se caracteriza, entre otras cosas, por haber suprimido los matices propios de una lengua que alberga palabras sinónimas.
Volviendo a Jaspers, éste alude, decíamos, a un procedimiento de la razón fundado en la libertad y que constituye el modo lúcido del existir humano y, por tanto, de revelarse el propio ser, lo que a su vez tiene su correspondencia con la ontología de un ser que se va realizando en la temporalidad. Dicha temporalidad es, igual que en Heidegger, futuro que se actualiza, que se va tornando presente desde lo no presente situado más allá de sí. Hay que insistir una vez más que, a diferencia del historicismo, esta anticipación del futuro no significa la asunción de ningún tipo de teleología fuerte ni que lo pasado, en su pesada centralidad, determine necesariamente un camino del ser, una fatal orientación del mismo, lo que en todo caso constituiría una patología del devenir. En realidad, lo único relevante del pasado es, para él, el Tiempo Eje, fuente de todas las posteriores posibilidades de ser, porque significó la apertura de la historia y la realización en ella de la apertura del hombre. Por el contrario, es la clausura metafísica que se ha encarnado como Edad Técnica la que es denunciada y señalada por el filósofo como un segundo momento, desde el Tiempo Eje, que amenaza con fosilizarse y abarcar la historia entera suprimiéndola. Porque el pasado se va reconfigurando desde lo actual, de modo que cualquier patología presente es capaz de teñir toda la historia del hombre o incluso negarla si dicta su última palabra sobre el mismo. El problema no es que el hombre acabe, que sin duda acabará como especie y tendrá un evidente final biológico o físico, sino que sea el mismo hombre quien se niegue a sí mismo en un totalitario final de la historia.
Esta razón es la que en la Edad Técnica se ha convertido en lo que Horkheimer, desde otro enfoque, denominaría razón instrumental y cuya encarnación social es la burocracia que rige hoy nuestro mundo social. En la burocracia puede haber avance, pero no futuro. Esta razón de medios materializada, en la medida en que es pura razón estratégica, ha cristalizado en una estructura, como procedimiento institucionalizado que elimina el espacio para pensar sus propios fines (que son los determinados por inercias sociales o sistemas como la economía) y que canaliza automatizándolo el mundo de la vida, en función de dichos fines. “La técnica es independiente de lo que ha de hacerse con ella; como ser independiente es un poder vacío, un triunfo, finalmente paralizador, del medio sobre el fin” (p. 187).
Esta automatización de la vida, y su autonomización respecto a su fuente, ha provocado un último estadio del olvido del ser, por emplear la perspectiva de Heidegger, al que ahora, en su obrar ciego y sin espíritu, todo da la espalda. Un paradójico autorechazo por el que el hombre se cercena y olvida de sí mismo, de modo que el pueblo se torna masa (pp. 190-195). Una falta de espíritu, dice Jaspers, que incluso ha afectado al carácter ejemplar del cristianismo: “La convincente ejemplaridad de una vida cristiana, con toda su evidencia e incuestionable verdad, acaso existe todavía en la realidad actual, pero no para las masas” (p. 196). Todo lo cual supone una falta de fe en la realidad, en el hombre y la historia, en los cuales la presencia del pensamiento en forma de ideas o representaciones se ha reducido a ideología, cuyo carácter encubridor destaca Jaspers.
Como secuela de la Modernidad, decíamos, la burocracia tiende a invadir todas las esferas de la existencia. Para Jaspers esto básicamente consiste en la exhaustiva planificación de la vida que acaba restándole su potencial. Es ella la que genera en la actualidad la ilusión de un progreso previsible, como falsa apertura, o sea, un futuro que es posible perfilar y anticipar en su contenido (no tanto un futuro como agente dinamizador e incluso desorganizador del presente que era la clave de la historicidad, de la temporalidad en el hombre). Sitúa en la cima de la racionalidad al Estado planificador (Jaspers dedica numerosas páginas de su libro a señalar esta situación sobre todo en los países comunistas, eludiendo este mismo peligro, mucho más sutil, en las democracias capitalistas como hoy es ya una terrorífica evidencia). Relata al respecto una pavorosa anécdota sobre cierto alto funcionario de la Administración de algún país moderno que siendo preguntado, durante su agonía, ya en puertas de la muerte, qué era en lo que pensaba, contestó con sus últimas palabras que pensaba en el Estado.
La existencia, que para Jaspers es la relación libre y consciente de la vida (racional y humana) con el ser, es así sometida y planificada, de manera que se disuelve en la nada (por eso Jaspers denomina “nihilismo” a este sino de nuestro tiempo). Es decir, lo que hay es progreso, pero Jaspers señala, con gran acierto, que donde hay progreso ya no hay libertad, ya no decidimos nuestra existencia, que ahora viene determinada por una metafísica teleológica. De nuevo estamos ante una crítica desde la filosofía del ser a la metafísica, implícita a lo largo del libro de Jaspers, y que lo hermana, hasta cierto punto, con Heidegger y con las filosofías que a partir de Nietzsche, a lo largo del siglo XX, se han mostrado más críticas con todas las formas de “fundamentalismos” que, en el lenguaje de Heidegger, han entificado el ser. Frente a esto, Jaspers señala bellamente: “Sólo quien ve el peligro y no lo olvida en ningún momento puede comportarse razonablemente y hacer lo que es posible para conjurarlo” (p. 224). Para añadir más adelante: “La dignidad del hombre en su pensamiento del futuro es tanto el proyectar lo posible como el no saber, fundado en el saber, lo fundamental; esto: que no se sabe lo que todavía puede llegar a ser. Lo que da alas a nuestra vida es que no conocemos el futuro, sino que lo acompañamos y lo vemos en su totalidad insondable ante nosotros. Sería nuestra muerte espiritual que conociéramos el futuro” (p. 225). La historia es, en este contexto, el espacio de la libertad, el ámbito inmanente en que ésta ha de darse: “No hay nada que pueda considerarse inevitable, fatal. Todo el hacer humano, especialmente el espiritual, consiste en encontrar nuestro camino en las posibilidades abiertas ante nosotros. En nosotros está lo que llega a ser, y en definitiva en cada individuo, aunque ningún individuo decide el curso de la historia” (p. 228).
La libertad requiere la razón, porque el obrar libre es un obrar lúcido, es decir, consciente, iluminado. Esto excluye la obediencia ciega o la violencia. Y desde aquí, desde el nivel ontológico y, acaso, el nivel de una antropología filosófica, Jaspers funda la política, en cuanto racionalización iluminadora de las posibilidades que una comunidad visibiliza, cuando unos se iluminan desde la libertad de los otros. Esto implica superar las meras opiniones y las ideologías despejando y descubriendo la verdad, lo que Jaspers entiende como la revelación de nuevos contenidos del ser en la historia, que el diálogo y la contraposición de posibilidades y razones va abriendo ante nosotros. La razón desenmascara desde la ingenuidad por la que ésta se opone a la otra razón estratégica de la no verdad: “Llevar la humanidad a la libertad equivale a llevarla al mutuo diálogo entre los hombres. Pero esto queda expuesto al engaño cuando existen segundos pensamientos que no se dicen –cuando se tienen reservas en las cuales el que habla se recluye replegándose interiormente-, cuando, al hablar, en realidad se calla y disimula, no se hace más que dar largas y entretener y se usa de astucias. El auténtico diálogo es ingenuo y sin reservas. Sólo en una sinceridad absoluta por ambos lados se desarrolla la verdad en comunidad” (p. 233).
Este ejercicio del diálogo requiere de un campo político de derechos que Jaspers expone, y que se resume en la necesidad de universalizar el “pensamiento metódico” que nos eleve del dogmatismo a la libertad, proyecto que nosotros añadimos ha de constituir la meta de la escuela y de toda educación. Por esto, la verdad no puede entenderse como síntesis, final o conclusión, so pena de restringir la libertad. La verdad es lo que la razón obtiene al abrir e iluminar nuevas posibilidades en la historia. Es, por tanto, lo que el libre pensar persigue. En este sentido, pensar es buscar la verdad lo que para el hombre significa realizarse. La norma para valorar esta realización en la historia, en el momento en que Jaspers escribe su libro, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, será la existencia política de libertad.
La verdad es orientación a ser más en la inacabada e indeterminada búsqueda de contenidos del ser en que consiste la apertura del ser en la historia, su despeje al superar la ideología que lo confunde con el tener y que por tanto implica ir más allá de todo pragmatismo y del poder (p. 254) y de la técnica que “soluciona” el vacío que acarrea la técnica con más técnica, retardando y planificando los “avances”. “Se intenta contrarrestar la insatisfacción, el hastío y la vacuidad en los hombres mediante una organización planificada de las horas libres, una organización del hogar y de la vida privada” (p. 273). Las consecuencias políticas de esto son, para Jaspers, de nuevo una contundente crítica a la planificación estatal del comunismo (en lo que Vattimo hoy denomina la versión metafísica del comunismo frente a la versión hermenéutica que él desarrolla y que trataremos en los próximos posts). Con enorme acierto lo expresa, sintéticamente, Jaspers: “No hay justa organización del mundo. La justicia es una tarea infinita” (p. 281). Desde esta premisa, Jaspers dedica numerosas páginas de su obra a pensar, teniendo en cuenta derecho y política, una liberación histórica de la humanidad que desbloquee al “hombre”. Nunca habrá una manera, una única posibilidad histórica, sino que el despliegue del hombre (que es despliegue del ser) será despliegue no lineal ni progresivo, en plural y sin final. “Los límites de las posibilidades históricas tienen su profundo fundamento en el ser del hombre. Nunca puede ser alcanzada en el mundo humano un estado final acabado, porque el hombre es un ser que trasciende constantemente sobre sí mismo; un ser no sólo inconcluso, sino también inconcluible. Una humanidad que sólo quisiera ser lo que es perdería, al limitarse a sí misma, su ser humano” (p. 314). Es decir, tiene que haber un futuro ante nosotros, un horizonte, para que seamos “hombres”, lo que opone la filosofía de la historia de Jaspers a la hegeliana y a toda filosofía de la historia.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Jaspers, en el libro Origen y meta de la historia, que estamos comentando, realiza unas reflexiones sobre lo que denomina “Edad Técnica”, que coinciden con las de tantos filósofos del siglo XX de muy diversas corrientes del pensamiento, sobre el asunto de la técnica y que él desarrolla en una línea muy semejante a lo realzado por casi todos ellos. Su análisis parte de la evidencia de que la técnica tiene el poder, que de hecho ya se está desplegando plenamente en la historia, de operar una transformación cualitativa del hombre que, si en principio aportaba mayores posibilidades para su comodidad y realización, tal como está sucediendo hoy, al haberse abandonado la civilización a su inercia mecánica, está, diabólicamente, mecanizando al propio hombre y despojándolo de su carácter histórico. Y esto ocurre porque al mecanizarlo, al tornarlo medio y no fin, como arma de doble filo que se vuelve contra aquel mismo que la utiliza en la misma línea que lo indicaron Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, la técnica lo está alejando de su “suelo” nutricio (“suelo” que básicamente consiste en la tradición y la historia), convirtiendo su mundo en un desierto donde todo cambio se torna repetición.
Junto al Tiempo Eje, este final de la historia que lo es porque ésta, contra lo defendido por Fukuyama, está llegando a la peor de sus posibilidades, es el segundo gran momento de la historia conocida; con la diferencia de que si en el Tiempo Eje se daba una lúcida apertura y la capacidad de distanciarse analíticamente del propio mundo por parte del hombre, ahora opera una distancia que por el contrario lo desconecta de su posibilidad (y necesidad) de hacerse, de la fuente de su esperanza y lo torna, por tanto, incapaz de comprender, proyectar o transformar su mundo. La técnica niega la historia y priva al hombre de su historicidad, porque donde hay automatismo, no hay libertad, y sin libertad, no hay historia, según Jaspers. En este sentido, estaríamos asistiendo a una suerte de infierno dantesco por el que se ha expulsado de la civilización la esperanza y la tradición sobre cuyo transitar el pensamiento era un sereno pero apremiante paseo.
El hombre, habíamos señalado anteriormente, se caracteriza por la indefinición de su ser y la incertidumbre, y por eso mismo es histórico. En gran medida, lo que llamamos “cultura”, como dimensión axiológica del hombre que le otorga su modo de realización, imprime una “naturaleza” en la que se da un modo de “ser” que es una interpretación concreta y compartida de lo que son sujeto y mundo (mundo que es la realidad “humanizada” en el horizonte y el magma de la cultura). Jaspers entiende la cultura como el “mundo” que es para el hombre, como “mundo de la vida” del que emerge el sentido (el “como”) de su transcurrir existencial, lo que cada hombre afirma siendo, la forma particular y mundana en que se revela su ser. Aunque nuestro querido filósofo no se adentra en la sucesión “infinita” de fondos que en las corrientes hermenéuticas acaban apuntando a un desfondamiento tanto de mundo-objeto como del sujeto-conciencia (“noema” y “noesis” en la fenomenología de Husserl), en una superación aun más radical de la Modernidad que la emprendida por las corrientes fenomenológico-husserlianas, para Jaspers ya existe un cierto desfondamiento. En la obra que comentamos lo que se abre es el abismal espacio de la historia y de la no-historia aun más abisal que la precede y continúa en sus extremos, de lo ignoto en el tiempo, que parece cercarnos y acrecentar nuestra contingencia. Pero cuidémonos bien de entender este fondo como “causa” o fundamento de lo que es el hombre (en el sentido que lo hace el historicismo desde su cientificismo) o al estilo determinista. La historia no determina, sino que posibilita, o sea, ofrece y expande la materia en la que el hombre puede ser.
En el hombre concreto esta falta de “suelo” firme que lo fundamente, al estilo, decimos, de las metafísicas modernas o de enfoques más “estáticos” o sustancialistas, se da en la comunicación, que opera desde ella, más allá de la razón o de la transmisión verbal de mensajes o palabras, pero posibilitando eso mismo. Comunicación, que es apertura al otro y pura relación o “entre” en el que somos, que incluye desde lazos afectivos a los profundos abismos de la historia, la cultura o la civilización, y que marca el derrotero por el que el logos dialógico y la transmisión de mensajes circularán, en un nivel tan consciente y elevado como reducido y limitado. Este nivel racional, para Jaspers, es el del diálogo que, a pesar de su muchas veces probada incapacidad para comprender al otro que manifiesta el logos (incapacidad que Jaspers padeció y de la que supo bien a través del ejercicio de la psiquiatría, en la entrevista y el diagnóstico que pretenden adentrarse en las profundidades de las que emerge lo patológico y lo psíquico), manifiesta una importancia que nunca será valorada lo suficiente. Es la dimensión racional por la que podemos proyectar, argumentar y elaborar conceptos, en un intento de aprehender el mundo. Aquí reside la importancia que Jaspers le da a la ciencia, a diferencia de Heidegger, en cuanto que es capaz de indagar meritoriamente en sectores de lo real, pero también en cuanto que se ve constreñida a una mirada sectorial y objetivizante que la torna inútil para asir la realidad total en su dimensión más amplia y ontológica, que se le escapa de las manos (del concepto). Así, en la psiquiatría, por ejemplo, siempre permanecerá una amplia opacidad que cerca y restringe fatalmente la comprensión del terapeuta, la conexión entre paciente y médico, a diferencia de la pretensión freudiana de haber llenado dichos abismos (lo inconsciente) con conceptos y con ciencia, con las reglas que rigen su peculiar hermenéutica parcialmente teñida de positivismo. Aunque Freud, ciertamente, intenta eludir la comprensión referencial y la simbología plana y lineal en la interpretación de los sueños, por ejemplo, con formas libremente asociativas y oblicuas de hermenéutica, para Jaspers continúa siendo demasiado e ingenuamente atrevido. La comprensión que el paciente extiende de sí mismo, su sufrimiento y sus vivencias son, en última instancia, completamente inasibles para el terapeuta que lo explora.
De ambos ámbitos, comunicación y diálogo, el propiamente educativo será, para Jaspers y como resalta en su magna obra Filosofía, en tres tomos (en español publicada en dos tomos), el de la comunicación, que así, se sitúa en la dimensión de lo ontológico, del hombre como modo abierto de ser que tiene que hacerse. Frente a esto, lo que muchas veces inicia las clases de Filosofía o Teoría de la Educación, que sitúan el origen de lo educativo en la transmisión de un mensaje dentro de un modelo referencial y objetivista de la comunicación y del diálogo, al que como mucho se añade la posibilidad de sugerir sentidos (por emplear la terminología de Frege) no sería correcto, según Jaspers. Lo educativo, para entenderse, tiene que ubicarse en lo ontológico y es por esto mismo por lo que en el presente blog, de la mano de autores continentales del ámbito de la filosofía del ser, nos estamos adentrando por tales lares. De hecho, las patologías que habrán de darse en la interacción humana y en el intercambio de razones o el desarrollo público y dialógico de la argumentación, emanan muchas veces de patologías en lo más profundo del mundo de la vida, en lo no verbal e inconsciente del sujeto o del mundo que ambos interlocutores comparten y en lo que se disuelven y desfondan. A diferencia de Jaspers, la filosofía también ha tratado de aprehender estos abismos como lo haría el proyecto de la filosofía hermenéutica que continuó, matizándolas, la senda fenomenológica y existencialista.
Pues bien, para Jaspers nuestro tiempo está caracterizado por una patología concreta que se asocia, como hemos ya apuntado, con el auge de lo técnico, en la medida en que dicha absolutización de la “mentalidad” o modo de ser propios de la técnica, implican la desconexión que, como ocurre con la psicosis en un paciente, el sujeto sufre respecto al “fondo” inconsciente desde el que necesariamente tenemos que acceder a la realidad. Este fondo, este inmenso magma, recordemos, es donde reside la historia, a la que no podemos acceder en nuestras investigaciones del modo lineal en que lo hace la historiografía al uso o la descripción biográfica.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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La historicidad y la historia en Karl Jaspers (primera parte).Marcos Santos Gómez
El filósofo K. Jaspers, en Origen y meta de la historia, editado recientemente en español por Acantilado, elabora una reflexión de corte “existencial” sobre la historia a la que, como es obvio, comprende desde lo ontológico, que va ampliando a lo óntico de una presentación concreta de sus condiciones materiales, estudiadas por la ciencia y la historiografía. El historiador, que en cuanto científico descriptivo o narrador de “hechos” se mueve en lo óntico, apenas puede sino aspirar a un relato empírico de lo pasado y a detectar en determinadas zonas de la historia causalidades, pero desde las cuales no se comprende propia ni totalmente lo histórico. Como ejemplo de las limitaciones del conocimiento en general, a que se referirá Jaspers en este libro, hay que señalar que desde la historiografía no se abarca lo que significa la historia y el ser histórico en su amplitud y dimensiones.
Lo que hace posible este acontecer por el que los hombres en su actividad generan el dinámico torbellino de la historia es la relación profunda y esencial con el ser por parte de su modo de ser marcado por la temporalidad del propio ser. Esta temporalidad del ser, que ni es desarrollo, ni evolución ni progreso, lejos de la concepción hegeliana y marxista que el filósofo rechaza, determina la apertura del hombre en cuanto su tener que hacerse “optando” en función de posibilidades históricas. Esta opción y libertad no es, sin embargo, absoluta, ya que hay, en un primer nivel natural unas evidentes condiciones muy estrictas que constituyen una suerte de marco en el que se desenvuelve su libertad, pero que no puede explicar desde sí al hombre en su totalidad, lo que constituiría un reduccionismo que implicaría fundar lo “superior” en lo “inferior”. Porque donde el hombre es cabalmente hombre es en el devenir histórico que se autocondiciona desde la libertad. En Jaspers, como “existencialista”, hay un esfuerzo por vincular lo humano con su concreción. Todo se desarrolla en un plano de estricta inmanencia no exento de tensiones centrífugas que a veces adquieren la forma de una trascendencia postulada o verdad extrahistórica como horizonte que desde lo inalcanzable provoca el movimiento.
Me ha parecido que en esto es preciso estar muy atentos a cómo se ofrece el desarrollo de Jaspers, en comparación con Heidegger, y si hay en él una tendencia a lo extramundano en un sentido dualista cuando introduce esta suerte de necesario postulado, de “verdad” exteriorizante desde la cual se comprende la finitud y la limitación del acontecer humano; un postulado o clave para asir lo inmanente y lo contingente en su inmanencia y contingencia. O, más bien, hay que entender “lo trascendente” a que tanto se refiere en sus obras, en los meros términos de una trascendentalidad kantiana, como constituyente de la comprensión del mismo, o en clave interna, como contenido del mundo que lo eleva a cifra, tensando lo real centrífugamente. Lo que Jaspers parece intentar es, en todo caso, una superación fenomenológica del idealismo kantiano en el sentido de estar aludiendo a una “conciencia” donde se da lo real como mundo (para el hombre) que situaría lo trascendente como apertura (sentido), en el fenómeno. Una suerte de trascendente que es a la vez trascendental requerido para la ubicación y la comprensión del hombre en el mundo, para la constitución de lo real como mundo (para el hombre) y que, en palabras de Jaspers, significa lo envolvente, aquello en lo que se funda (no fundamenta) lo real que sólo el hombre, en su lucidez, torna mundo. Dicho en otras palabras, la apertura de todo lo que es a algo que lo desborda, a su propia sobreabundancia, a un plus inefable que lo constituye o del que emerge (el ser). En el conocimiento y en el mundo aprehendido por el hombre se daría una revelación de la que nada más puede decirse y en la que parece latir el trasfondo en Jaspers de la teología negativa y que, como hemos comentado, habría que analizar cuidadosamente si introduce un elemento dualista en su pensamiento.
En otras obras él desarrolla sus bellas nociones de “cifra de la trascendencia” y de “situación límite” por las que entiende que las condiciones extremas e inmutables por las que la historia topa con un límite opaco, con una ausencia de historia y de visibilidad, con una imposibilidad de superarse, en su finitud, sugieren un infinito que en ella sólo puede incorporarse al modo de símbolos. Es por estos símbolos por los que el hombre incorpora en sí mismo y en la historia lo infinito, como un horizonte que completa y supera, desde ella, la historia. En el libro que nos ocupa, en el que nombra un par de veces más o menos a Dios, no hay un abuso “ultramundano” de esta perspectiva cuasi religiosa, pero ha podido conducir a que algunos intérpretes, y quizás el propio Heidegger, considerasen al filósofo dentro de un existencialismo de corte religioso, lo cual lo situaría como no propiamente existencialista. Para el existencialismo en sentido estricto, el hombre y el mundo son en la medida en que no son extramundanos, de manera ajena a cualquier sombra de metafísica o fundamentacionalismo ontológico, que tornaría el ser mismo en ente. Afirmarse es desfundamentarse, en un sentido nietzscheano. Conscientes somos, sin embargo, de que si se llama “Dios” a lo infinito, a lo otro que moviliza lo real como aspiración a ser más desde sí, a la apertura y horizonte inaprensibles conceptualmente de lo real, manteniendo su carácter de activa y soterrada impresencia, en formas no ónticas de lo divino, se podría considerar la posibilidad no contradictoria de un existencialismo cristiano. Pero, particularmente, creo que el mero hecho de llamarlo “Dios” o de divinizar el horizonte ya lo torna ente.
En todo caso, en el libro que nos ocupa, Jaspers no parece introducir en la historia elementos ajenos a la historia. Es más, acusa de ello a las metafísicas del progreso al uso y lo denuncia, incluidas sus concreciones políticas que ya veía elaboradas en sus componentes totalitarios unos años después de acabar la guerra, en los países socialistas. Su materialismo, el del marxismo, es de carácter técnico, según él, y por tanto no es fiel al componente ontológico de la libertad humana, pues hacen que lo óntico invada lo ontológico, originando un cierre en las posibilidades del hombre y en el devenir que llamamos historia. Jaspers es mucho más proclive a formas liberales en la democracia. De todos modos, aquí hay terreno para una larga discusión.
Como hemos dicho, Jaspers ve la historia como apertura fundamental, sin otros determinismos que lo natural que, sin embargo, no la explican. Sucede entre dos amplísimos espacios ignotos que se abren en el pasado y en el futuro, que no constituyen en sí historia, ya que ni están en la memoria consciente del hombre actual, salvo como inconcebible abismo inconsciente, ni pueden anticiparse, en el caso del futuro. Sólo desde hoy y desde la perspectiva cambiante con la que recordamos y entendemos el pasado hay realmente historia. En tiempos de Jaspers se creía que el homo sapiens ostentaba unos 100.000 años. Hoy acabamos de conocer, por un cráneo hallado en Marruecos hace unos meses, que tiene la inasumible edad de 300.000 años. En su mayor parte, pues, el hombre ha vivido sin historia, es decir, sin una conciencia de su temporalidad, o, mejor dicho, no se ha constituido como historia ni para el hombre de aquel remoto pasado ni para nosotros. Pero esta clara conciencia de sí, tampoco es un elemento que haya acontecido en todos los momentos de esta historia nuestra conocida (el lapso de unos 7000 a 10.000 años a partir del presente, cuyo devenir concreto y “datado” nos ha llegado y forma parte activa y consciente de nuestra cultura actual), sino que viene asociada a lo que Jaspers denomina el “Tiempo Eje” y, posteriormente, a la Modernidad y la ciencia, aun degenerada en Edad Técnica que acaba negando hoy a la propia historia.
El Tiempo Eje sucede entre los siglos VII a. C y IV a. C. aproximadamente, dándose en diversas zonas y culturas del mundo, sin que Jaspers crea que pueda explicarse su surgimiento de un modo asumible. Lo caracteriza un tomar conciencia de la realidad que en el caso de Grecia se constituye como la impresionante lucidez de ser capaz de captar lo propio de la cultura en su historicidad, es decir, en su relativismo, desde un modo de ser que genera un modo de pensar la realidad en el movimiento de un trascender el mismo capaz de desfundamentar el mundo. Sin embargo, los griegos se quedan a medias, señala el autor alemán, pues incorporan finalmente a su comprensión de la realidad la idea mítica de cosmos como orden cerrado, formando ésta parte de su logos, del esquema con el que abordan y entienden la realidad. Los griegos estaban obsesionados con el movimiento al que, sin embargo, subsumieron en su idea de cosmos como orden autoclausurado.
Esta clausura cósmica la quebrantará la ciencia en la Modernidad, que desde la idea bíblica de Creación presupone un orden, aunque invisible, en el mundo capaz de calmar las ansiedades humanas y el terror por los abismos, pero que por esto mismo puede permitir en la historia, la cultura y el conocimiento una apertura hacia delante, una incertidumbre del futuro, por la que el avance del conocimiento no se detiene nunca. Es decir, para la ciencia el mundo se conoce mediante la pesquisa nunca concluida en torno al mismo. Jaspers distingue cuidadosamente esta pesquisa que no conoce límites, como voluntad del puro conocer, respecto a la técnica, que introduce unos fines ajenos a este prurito del conocimiento en sí mismo (p. 137). La ciencia, para Jaspers, es una praxis elevadísima que recuerda al hombre, nada menos, su vínculo esencial con el ser: “No es una voluntad de poder en el sentido de dominio, sino de independencia interior. Esa libertad de conciencia del investigador es, justamente, la que puede aprehender con toda pureza la realidad fáctica como auténtica cifra del ser” (p. 138). El ser no es aprehensible conceptualmente, pero sí puede mostrarse en el mundo como cifra (¿es esto ejemplo del dualismo implícito que sospechábamos antes en Jaspers, el presupuesto por la “cifra”?). Así, la realidad es como el texto cifrado del ser, a diferencia de Heidegger, autor éste en el que el ser no se agota ni confunde absolutamente con lo ente, pero sólo se halla en ello, en la perspectiva al menos del Heidegger de Ser y tiempo.
Jaspers no reprime sus constantes halagos a la ciencia (¿debido al dualismo del filósofo, cabría indagar de nuevo, que la consideraría una suerte de teología negativa que conduce, como a él mismo le sucedió en su biografía personal, a la filosofía y a la ontología?). La ciencia ostenta en sí un componente de universalidad, de noble y tolerante aspiración a la verdad. “No hay agresividad en el ethos del conocimiento convincente, de validez general –a diferencia de lo plausible, aproximado, fluctuante, discrecional-, sino voluntad de claridad y certidumbre” (p. 138). Más adelante, resalta que “El motivo no es la agresión, sino la pregunta a la naturaleza” (p. 138). Contra lo que muchos todavía hoy quieren creer, Jaspers basa esta actitud rigurosamente indagadora de lo real en la Biblia, que introduce la necesaria idea de una “verdad” o “veracidad” a toda costa en lo que hace el hombre, que consagra y postula el imprescindible horizonte de una verdad (¿dualismo en el filósofo, una vez más, o forma contrafáctica de la razón?).
Lo que el cristianismo aportaría, si hemos entendido bien a Jaspers, es la fortaleza de una verdad como exigencia de seriedad y vínculo con lo real en lo que uno hace. Este es el origen de una paideia cristiana, por cierto, que nos ha llegado desarrollada especialmente por los textos de la Patrística que con gran acierto estudió y entendió el último Foucault. Para el logos cristiano, cuando no cede completamente a la forma griega del logos, como ocurre en Santo Tomás, “(…) se engendra el impulso de correr constantemente al fracaso; pero no para abandonarse, sino para volver a recobrarse en una nueva forma más amplia y plena y para continuar este proceso en una infinitud que nunca se llena” (p. 140). Se trata de verdad, no de dogma. Más adelante, indica Jaspers: “el conocimiento de que todo el mundo ha sido creado infunde tranquilidad ante los abismos de la realidad en la inquietud investigadora que pregunta ilimitadamente y por eso progresa” (p. 141). “El ser del mundo no puede ser concebido como una realidad absoluta, definitiva; constantemente se manifiesta como diferente” (p. 141). Finalmente, destaca bellamente: “La nota decisivamente característica del hombre científico es que en la investigación busca su contradictor, sobre todo aquellos que todo lo ponen en cuestión mediante pensamientos concretos y precisos. Así, lo que parece destruirse a sí mismo se convierte en fecundo, productivo. Por esta razón, es señal de que la ciencia se ha perdido cuando se evita la discusión e incluso se la rechaza, cuando su pensamiento queda recluido en círculos de la misma opinión y emplea hacia fuera una agresividad destructora en vagas generalidades” (p. 142). Sin embargo, esta nota de tolerancia y apertura que la ciencia debería introducir en la cultura, de hecho no se da en la cultura: “La ciencia es un rasgo fundamental de la época, y, sin embargo, todavía es impotente espiritualmente porque la masa humana no ingresa en ella cuando se apodera de los resultados técnicos o admite como dogmas trivialidades discutibles” (p. 143). Estaríamos, pues, muy lejos de una verdadera Ilustración propiciada por la integración de este espíritu de tolerancia y apertura antidogmática propias de la ciencia en el modo de ser de un pueblo degenerado en masa.
¿Y qué aporta en esta Ilustración académica la filosofía? Nos lo sugiere Jaspers en su reflexión acerca de la ciencia: el constante aviso de los límites del conocimiento científico. Éstos se manifiestan cuando lo que funciona sectorialmente en la realidad, se intenta aplicar al mundo como totalidad. La ciencia no puede explicar el existir, en cuanto tal, ni invadir el terreno de lo ontológico a partir de su “visión” óntica. Este es el reduccionismo cientificista que Jaspers, desde su perspectiva existencialista o de filósofo del ser, indica. Porque el mundo en su totalidad no es cognoscible.
Cuando la razón se reduce a razón científica y se eliminan otros modos rigurosos y metódicos de aproximación a la realidad que incorporan la tensión de lo real y del ser en su imposibilidad de última y definitiva aprehensión, como son los filosóficos, puede ocurrir que la razón decepcione y se torne impotente. En este caso, en paralelo con el rechazo de la filosofía, tenemos el auge de “saberes” irracionales que apelan al mero sentimiento, señala Jaspers, al instinto o al impulso. “Racionalizar” el mundo es, entonces y muy peligrosamente, someterlo a sus propios impulsos ciegos, como de hecho ocurre con la absolutización de la técnica.
La seriedad de la ciencia, para Jaspers, se funda en su vínculo “secreto” con el ser, a pesar de su reducción óntica, que, como en la teología negativa, sugiere el ser en la medida en que calla decirlo, a diferencia de la técnica (en la Edad Técnica, de la que hablaremos más adelante) que prescinde de esta insinuación y que sólo en el “máximo peligro” del ocultamiento que lleva a cabo, en las conocidas palabras del verso de Hölderlin glosado por Heidegger, puede iniciar el movimiento de la salvación. “El estrépito imperante de los éxitos conseguidos en la configuración del mundo material y en las aplicaciones de la concepción ‘ilustrada’ del mundo, extendida por toda la Tierra, no puede engañarnos sobre el hecho indiscutible de que la ciencia, aparentemente lo más familiar, es lo más secreto” (p. 146). Esto es lo que he considerado en algún momento de este blog como lo poético de la ciencia, es decir, su austero mostrar en el silencio propio de eremitas, su mostrar precisamente en cuanto que calla en medio del desbordante impulso de conocimiento que la moviliza, como si se impusiera la penitencia de un voto de silencio en su aparente exuberancia.
La técnica, por otro lado y como ya trataremos más adelante, aportaría una suerte de segunda naturaleza al hombre con el riesgo de que éste acabe asfixiándose en ella. No otra cosa era lo que quería decir el Illich de la anti-escuela y la sociedad convivencial (o convivial, según las traducciones) en los años 70 del siglo pasado, quien por cierto, nunca se dirá lo suficiente, superó el pensamiento de esta etapa al que nunca regresó, a partir de los años 80; años, por cierto, marcados cada vez más por la casi insufrible efervescencia de una teología negativa o apofántica. Porque respecto a la cualidad emancipatoria de la razón y la técnica, es preciso señalar que si la razón sirve a la libertad debe posibilitarla, no generarla, lo que no puede darse con una razón instrumentalizada, reducida a su uso técnico para producirla libertad. Este es el estigma con el que la razón técnica tiñe a la libertad, también en los regímenes políticos que han querido hacer de la libertad su nervio pero que han confiado en las burocracias y la organización centralizada (antigua URSS). La razón emancipatoria abre claros, empleando la imagen heideggeriana, y posibilita, iluminando lo posible, esclareciendo, pero no causando la libertad.
Dejamos en este punto de la Edad Técnica y su relación con la historia, tratado a fondo por Jaspers, nuestro comentario de su libro, por no abusar de la paciencia del lector, para retomarlo en un próximo post que constituirá la segunda parte de este.
Obra que estamos comentando:
Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Teología neoliberal: culpa y tecnificación de la ciencia.Marcos Santos Gómez
Hoy resulta esencial que nos centremos en el universal sentimiento de culpa que se ha extendido por la civilización y en cómo gestionado desde instancias de poder que emergen del Estado, ejerce un eficacísimo control social que garantiza la perpetuidad del modelo económico neoliberal. Nacemos en la rueda de la culpa que como un fatal tsamtsara cerrado en sí mismo se nos antoja insuperable, y al que es preciso que entendamos sobre todo como el fatalismo de un modo de ser que expulsa de sí mismo su ser, situándolo en un más allá de la inmanencia. Por eso nos tornamos fantasmas o reflejos automatizados, en un mundo abandonado a su suerte, de las proyecciones e inercias de lo social sin el tenso horizonte de la utopía, tornada inalcanzable Reino de los Cielos; fantasmas arrojados en un mundo caído, humanidad lastrada por el pecado original que sobrevive despojada de su fuente y que funciona de espaldas a su propia esencia. Nuestra tesis en el presente escrito, apenas un boceto, es que vino primero la culpa, en el corazón de nuestra civilización, y ésta ha preparado el terreno para una economía neoliberal que es este puro despojo de la vida y la razón del hombre, víctima de una culpa que se ha camaleonizado en lo económico, habitando en ello para generar la vinculación anónima y “productiva” entre los seres humanos.
El capitalismo se ha enganchado a este poderoso medio de control y aniquilación que es la culpa, o sea, a la culpabilización a priori del existente, que lo rebaja y lo despoja de su carácter de fin en sí mismo y de la dignidad que hay que suponerle como sujeto ético, desmembrándolo en una trama reticular de micropoderes que castigan con la exclusión y fabrican las subjetividades como desechos de la economía. En esto consiste el antihumanismo que le es propio al capitalismo, en arrancarle su modo de ser libre y racional al hombre. En esta rueda desprovista de conexión con la fuente de su vida, con su “naturaleza” libremente autocreadora, que lo despersonaliza y automatiza, lo económico (el mundo de la economía de mercado desregulada y el entorno laboral) generan, a su vez, más culpa para procesar y gestionar culturalmente, en lo que el marxismo más clásico denominara superestructura. Para que funcione el modo de producción capitalista en la versión neoliberal que hoy ha adquirido se precisa esta universalización de la culpa por la que el hombre se olvida de sí mismo y emprende el tipo de trabajo, vida y consumo que son requeridos por el mercado.
El problema que nos plantearemos más adelante es cómo abandonar esta rueda y cómo hacerlo desde la educación, desde la clave de Paulo Freire y de otra escuela y universidad posibles. En el mundo laboral, hoy se ha acabado asociando, gracias a la propaganda de unos mass media que ilustran los valores de la empresa para ser convincentes (la verdad coincide con lo que quiere oír la mayoría de un pueblo degenerado en masa, es decir, pueblo que no piensa), el disfrute de los derechos con una suerte de vergüenza, en una moral que vuelve a oponer el rigorismo y el dolor al placer, el ocio y la realización personal. A esto, la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Cifuentes, no ha hecho más que poner rostro, cuando ha renunciado, pública y ejemplarmente, a sus vacaciones. El heroísmo propio de la vieja ética como vínculo con una verdad que ensalza la vida, ahora es una verdad que exige el ascetismo y la renuncia, como ya lo advirtiera Max Weber.
Sólo en este contexto de descalificación del hombre puede tornarse obvio lo que para una vida cabal, en su exuberante vínculo con los demás, no podría haberlo sido nunca. Obvio, decimos, que el hombre deba servir a lo que se le opone (sentir culpa es, precisamente, sentir que la vida deseante se opone “perversamente” a lo que la inercia social y económica requiere de nosotros). Digamos que, como ya anticipaba el barroco y sus grandes figuras hispanas, desde Gracián a Quevedo, el mundo ha tenido que quebrantar su “naturaleza”, su tensa unidad diferencial, y ponerse patas arriba, del revés, de manera que la razón, en lugar de vitalizar, lo despojase de su “alma”.
La culpa que se asocia a la existencia como producto de una valoración negativa de la misma, puede haber arraigado también en las diferentes formas de platonismo (sobre todo en la versión neoplatónica y en los gnosticismos del siglo II d. C.) que la Patrística recoge en algunos momentos de la teología de Agustín de Hipona y que tienen en común una infravaloración de lo mundano a partir de una clave ultramundana. El mundo ha de ser salvado insuflándole espíritu desde fuera (La ciudad de Dios). Así, el dualismo de estas perspectivas acusa al mundo de haberse constituido en una suerte de caída que lo torna sombra o apariencia que en sí mismas no poseen existencia ni son realidad. Es decir, el ser se sitúa fuera de su propio aparecer. Por eso, en las éticas derivadas de este dualismo se hereda un cierto desprecio por el mundo, por la materia y el cuerpo, que han de doblegarse a la externalidad de un ser cuyo esplendor irradia y transmite externamente su prestigio.
La culpa que se atribuye al mundo, a la vida o al hombre, es una valoración que se realiza desde esta metafísica dualista por la que todos ellos se consideran esencialmente malos. El mundo y la existencia, en un movimiento muy obvio en Agustín, se tiñen de una nostalgia por lo imposible que obra milagrosamente, que lo sostiene, y de una melancolía por la que se aspira a un mayor ser a través de la negación de su voluntad, entendida como tensa afirmación vital, en la concepción pesimista de Schopenhauer. El mundo que aparece ante la razón como “algo” aparte se ensombrece, se torna ajeno y distante, absconditus, para la mirada. El sujeto sólo lo halla en su solipsismo. ¿Es este dualismo gnostizante una inercia “razonable” del hombre ante el insoportable dolor de la existencia, plagada de sufrimiento, como también sugiere Nietzsche, un comprensible espejismo del deseo? ¿Es la noble aspiración a trascender lo que hay cuando el horizonte es sueño y no posibilidad todavía, porque no cabe en el estado de las cosas? El caso es que, demos la respuesta que demos, esta pulsión de trascender más allá de lo inmanente para asegurarlo, lo condena a un mal y una culpa esenciales.
Esta es la forma metafísica de abordaje fundamentacionalista que presupone la relación técnica con el mundo. Para la técnica, el mundo ha perdido su sentido y ya sólo puede servir de medio para un progreso ilimitado por el que se multiplica. No obstante, para Jaspers en Origen y meta de la historia, lo técnico adquiere una dimensión positiva como creación de un segundo mundo en el que el hombre habita cómodamente facilitando su vida, pero creando una fuerte dependencia a éste, que pierde su libertad (en la pedagogía, Illich trató a fondo esta problemática). Una cosa es evidente y es que este curso de la historia que Jaspers denomina “Era técnica”, de duración reciente, está transformando el ser propio del hombre, es decir, está modificando cualitativamente lo que entendemos y lo que es en sí el hombre, o sea, su modo de existencia. Se está generando, dicho en pocas palabras, un nuevo hombre, como hoy, en el universo de internet, las redes sociales y las veloces e inasibles telecomunicaciones, que el filósofo no conoció, es evidentísimo. Se nos está fabricando de nuevo, lo cual es una posibilidad del hombre en cuanto existente cuya esencia es hacerse a sí mismo y fabricarse. Pero este nuevo ser del hombre, presto siempre a recrearse, hoy se constituye como ente inercial, como orden, como cauce de un caos originario y lo cosifica, alejando también su comprensión del dinamismo de su existencia. Vimos anteriormente que el hombre puede autocrearse en un proceso continuo, incausado, rizomático y proteico, conectando con un ser que es génesis y no causa derivante, o, puede incluirse en una construcción de la realidad entificada que es antes identidad y orden helado que diferencialidad y tensión. Lo técnico se relaciona con este modo segundo y sustancial de concebirse y hacerse el hombre. Porque lo técnico impone una linealidad causal a la realidad, el fantasma de un progreso que obra a costa de cuantificar lo cualitativo, como incremento de lo mismo, como producción y construcción, desde una omnisciente e iluminadora catalogación y regulación del flujo de lo real.
Así, en la técnica se halla inserta una cosmovisión y una metafísica que no son patológicas en sí mismas, salvo que se absolutice lo técnico y comience a regir mundo y conocimiento, señala Jaspers con acierto. Lo típicamente reticular de internet impone, en medio de su aparente fluidez, una solidez, un “mensaje”, en la concepción de MacLuhan, que es ya de hecho imposición de un modo de ser y de una deriva del pensar como acoplarse a lo inercial, como dar palabras y razones para las inercias para cuyo origen resulta ciego. Se piensa a partir de inercias sociales, pero no se piensan las propias inercias. El pensamiento pierde la excentricidad inmanente, perdida en la estratosfera de lo ultramundano, y el mundo se torna puro abandono en sí mismo o un mero estar, una absurda permanencia, un desolado vacío, formalizándose y perdiendo sus “contenidos” o el suelo de un mundo de la vida o de una physis que lo nutre. Causalidad sin horizonte, con fines insertos y preestablecidos, cuyo espíritu es el puro vagar de una eternidad cerrada. La técnica es, en su fundamento íntimo, clonación, repetición, lejos de la poética apertura, en sus límites, de la ciencia, de la aristocrática elevación de quien investiga por purísimo amor a la investigación, reconciliado con los fines, en el trato asombrado con ellos.
Estamos en la plena y universal autonomización de la técnica respecto a la ciencia (aunque es cierto que nunca fueron históricamente dependientes una de la otra), extendiéndose en la cultura una sorda tendencia a llenar el mundo acumulativamente, como quien se llena de cosas. Por eso, lo ético marcado por lo técnico consiste en mantenerse en dicha corriente, sin la posibilidad de plantearse que el comportamiento racional del hombre haya de hacer epojé de lo que se le presenta. Pensar es acoplarse, y por tanto, pensar se reduce a una función estratégica propia del hombre astuto que adquiere las habilidades o competencias que le permiten ser bueno en su medio, en el mundo de lo dado, en lo que se le presenta. Un mundo sin fondo, sin abismos, sin misterio, sin preguntas, que renuncia a autotrascenderse y que, paradójicamente, fuerza, en su angustia, a inventar y postular zonas trascendentes más allá de sí donde no puede operar ninguna razón. Más allá de la inercia que señala lo que es bueno y las metas, está la nada y, por tanto, el reino de la magia. Es la zona de la parapsicología, las pseudorreligiones y el falso misticismo con las que se aborda, impotentemente, aquello que en un mundo que renuncia a acoger en sí mismo todo infinito, hay que suponer que se halla fuera. Estamos en la trascendencia platonizante que constituye sobre todo un escape y fuga mundi renunciando a vínculos reales con el mundo. En el mundo del puro cálculo, todo se nos va de las manos, porque también la razón, en su vieja amplitud, se ha reducido y desaparece. De ahí que pueda darse al mismo tiempo que alguien sea un gran científico o un experto ingeniero, pero que recurra a la magia para llenar las dimensiones del mundo que han excluido y exiliado a la razón.
En definitiva, el mundo gobernado por la técnica carece de consistencia ontológica. El mundo no es en sí mismo, ni, en el plano ético, vale en sí mismo, sino que es en cuanto sirve para algo ajeno o, en el plano inmanente, en cuanto sigue ciegamente su inercia. Los fines están ahí, pero no existe otro trato con ellos que cumplirlos. Así, el hombre, en su ser rebajado y dependiente, el ser culpable, que al absolutizar la técnica también se ha hecho depender de lo técnico él mismo, sacrifica su posibilidad de elegir modos de ser y de descubrir o escoger valores que tornen su vida ejemplar, para asumir, pasivamente, aquello que nunca alcanza. La cultura se llena de desasosiego. El malestar civilizatorio destruye los cuerpos esclavos, reducidos, desprovistos de su dignidad e importancia, en terroríficas formas de neurosis como la anorexia. La razón deja de pensar y retorna a la magia, al milagro y al mito. Paradójicamente, el sujeto que realiza la ética, en su existencia, no racionaliza sus acciones en la pretensión libre de portar una verdad, sino que ahora sus acciones son obediencia mecánica, en medio de la impotencia de su razón, a lo que se nos sirve como inaprehensible. En lo inmanente no puede hallarse ya ninguna clave ni sentido más allá de lo instrumental, en el mundo angustiado por la culpa, caído y corrupto, que ha de renunciar a su libertad y someter sus designios a fuerzas que ya no comprende ni maneja.
Este es el carácter profundamente gnóstico de nuestro tiempo. Un tiempo en que para salvar al hombre hay que negar su libertad, porque se presume nuestra generalizada culpabilidad y nuestra corrupción tras la expulsión y la caída originarias, siendo el derecho la rigorista máquina de generar y gestionar esta culpabilidad, de criminalizar, en una sociedad en la que la utopía y la transformación social se obtienen a golpe de decreto y ajustando la vida a categorías que marcan lo absolutamente bueno y purificador, frente a lo absolutamente malo, desde lo cual se excluye y desecha lo vital en la medida en que obstaculiza la funciónestablecida. Es el reino de lo instrumental, el de la era técnica que señala Jaspers o de la vida dañada, según Adorno. Y, por si el lector todavía no se ha percatado de que estamos constantemente refiriéndonos a la educación y a la actual reforma universitaria, a las agencias de evaluación y a la calidad que es ídolo y mistificación de todo este mundo técnico y caído, del pecado y la culpa, que estamos describiendo, resaltemos que, como señala Jaspers, en la era técnica, la nuestra, lo que se está dando es una tecnificación de la ciencia, o sea, la confusión que considera que es ciencia lo meramente técnico. Se impone en la universidad el fantasma de una ciencia rebajada a su utilidad, incapaz ya de establecer sus propios fines o de regirse por sus fines intrínsecos impulsada por el subversivo asombro. Pero así el entramado neoliberal obtiene su deseado cierre tanto en la razón como en la cultura, produciendo como universal su modo específico de razón instrumental.
Bibliografía citada:Jaspers, K. (2017). Origen y meta de la historia. Barcelona: Acantilado.
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Educación y filosofía
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Gestión de la culpa en la actual reforma universitaria.Marcos Santos Gómez
El viejísimo sentimiento de culpa que ha acompañado a nuestra civilización desde tiempos remotos, parece ser una de sus inercias que, camaleónicamente, han ido adaptándose a diversos contextos en los cuales ha ejercido, sobre todo, una función de control que le ha sido muy útil a las no menos camaleónicas formas del poder. Un poder que no es el de la afirmación de sí, es decir, del propio ser y por tanto del ser, en cuanto uno es modo o apariencia en que éste emerge. Quiero decir que la culpa se halla en las antípodas del querer ser, de la voluntad de existencia y de vida, que Nietzsche ubicara en la base de su crítica extramoral a la civilización platónico-cristiana y que denominara “voluntad de poder”. El poder, en su otra cara, es el poder agresivo que atenta contra esta misma vida, el de un nihilismo reactivo nacido, según el genio alemán, en el resentimiento, porque no soporta la existencia en su inocencia e incertidumbre y la corroe desde una patológica afirmación del propio ser que requiere la negación del ser ajeno, del elemento diferencial que es su “origen”. Aunque en Nietzsche ha habido una cierta hybris por querer eludir el trasfondo cultural que precisamente estaba cuestionando, y que le condujo a momentos de obscena crítica a la compasión y la caridad, no ha de extraerse de su filosofía, necesariamente, esta invocación a ser uno en detrimento de los demás.
Por el contrario, su clave nos recuerda que el ethos resentido es el propio de quien ejerce un poder que se basa en la culpabilización del prójimo y que es consecuencia, en el fondo, del desprecio a la vida. Desde su filosofía podemos interpretar la culpa como un producto del rechazo al ser inmanente al traducirlo, en su contingencia, como mal. Lo que subyace es el desprecio por el hombre, si el lector me permite extrapolar el discurso nietzscheano a la perspectiva de un humanismo vitalista, como intentaron denunciarlo también los autores freudomarxistas del siglo XX o incluso el Adorno de Minima Moralia. En este siglo pasado se aprendió del genio alemán, y aún orbitamos en torno a ello, que la vida vale y ha de valer, para que podamos pensar, entre otras cosas, aunque pensando ya de un modo extramoral y más allá del bien y del mal. El agente que impide esta efervescencia de lo vital en el pensar es, precisamente, la culpa. Es ella la que, como un antivalor, impide la realización del hombre como ente en cuyo ser le va el elegir su modo de ser, dicho en términos de la filosofía existencialista, o el valorar, en los términos de Nietzsche.
Así, cuando la educación no se ha tecnificado y convertido en la esencia de lo que comprendemos por “escuela”, lo que sustenta y permite que seamos educables es este modo dinámico y lúcido del hacerse. Por supuesto, ni ahora ni en otros escritos en los que he podido ser crítico con lo escolar, estoy queriendo decir que la escuela (o la universidad) no valgan. De hecho, dedico la mayor parte de mi esfuerzo a demostrar que valen. Ese es el objetivo de este post, pero asumiendo que la universidad deba ser justamente lo contrario de lo que hoy se entiende que es la universidad desde las agencias de evaluación de la calidad. La escuela y la universidad deben ser del modo que se concibieron, deben aspirar a su modo de ser originario o si no, tendríamos que ser consecuentes y llamarlas de otro modo, por lo menos. En ellas se da el milagro de una doble vía de fosilización y alienación de lo cultural en la apropiación técnica de lo mismo pero, también, de franco estallido del potencial creativo de la cultura que puede darse cuando ésta moviliza y llena de posibilidades el tener que hacerse de los educandos. Cuando en el tiempo cronológico de la escuela se inserta la verticalidad y la hondura del tiempo concentrado en el que la humanidad se hace presente para uno y lo educa, en una suerte de inmanente eternidad, entonces la escuela ha conseguido verdaderamente abrir lo educativo, educar, y superar su contradicción y límites ceñidos a perpetuar lo peor del presente. La escuela puede activar lo que sitúa al alumno más allá de ella, en un sentido extraescolar que podemos hasta cierto punto comparar con la aspiración nietzscheana a ser en lo extramoral. Cuando en la escuela se logra la necesaria excentricidad, en el diálogo formativo y el brillo de una razón capaz de ver a la propia escuela como un producto, lúcidamente, y desactivándose en su aspecto técnico, la escuela habrá educado.
Todo ello quiere decir que no la rechazo, a diferencia del Illich de los años 70 del siglo pasado, que, por cierto, más adelante rectificó y matizó mucho de lo que había escrito en torno a la pedagogía y a la escuela. No rechazo el valor que la escuela ostenta siempre que nos sitúe en el punto de escoger lúcidamente el modo de mundo que queremos, o de ser, y que también puede llamarse, “valorar”, escoger o descubrir los valores con cuya ejemplaridad uno va a eternizar su existencia, en una suerte de infinito finito de que hablábamos en posts anteriores. Según esto, en la escuela hay implícita una alegre afirmación de la vida que elude toda culpabilización, cuando la valoración se da en un proceso sincero.
Pero la escuela hoy, y la universidad, culpabilizan, o sea, nos acusan precisamente por intentar ser ejemplares, por ilustrar y encarnar valores con nuestra vida. Porque no se pretende ya de ellas que emancipen, en el sentido que estoy diciendo, es decir, que alcen al alumno a su sino de tener que hacerse lúcidamente. Por el contrario, esta iluminación o Ilustración es perseguida hoy justamente con la coartada de la culpa, ese viejo compañero terco de nuestra civilización Occidental. Culpar implica renunciar a esta libertad, ya que se parte, como en algunas interpretaciones teológicas sustancialistas del Génesis, de que nuestra libertad ha degenerado, debido a la actualización de la posibilidad de corromper el mundo y de expandir y elegir el mal que de hecho ha acometido la humanidad. La culpa, pues, descansa en un profundo rechazo a la libertad y al hombre viciados, tornados malos, caídos. Se opone a un humanismo vitalista y lúcido que busca el punto de la máxima realización humana precisamente en esta libertad que ahora se niega y coarta mediante la idea tenebrosa de la culpa. La culpa es el agente y el síntoma, a la vez, de la civilización antivital de la que habla Erich Fromm, por ejemplo, y A. S. Neill, el conocido creador de la escuela Summerhillcuyo libro principal es prologado, precisamente, por Fromm.
Se da con fuerza, pues, en el momento en que la culpa y la culpabilización del otro operan, un poderoso desprecio de la vida y del existir del hombre. Esto es lo primero que yo quería, desde un punto de vista teórico, situar bien. La culpa, además, como Nietzsche supo advertir perfectamente, parte del rechazo a situarse en el punto de la libre opción más allá del bien y del mal, decía él, y, por el contrario, utiliza una idea de “bien” y de “mal” absolutas que tiñe la dignidad que la vida y la existencia ostentan en sí mismos, condicionándolas artificialmente. Es esta dignidad, aunque la nombremos con un concepto que despertara sus reticencias, el único presupuesto de la “ética” que hoy llamaríamos nietzscheana como la desarrollada en los tres anteriores posts, y que lejos de cimentarse en reductos teológicos, significa tan solo la dignidad que se da por la conciencia de ser, cuando ésta se ve, por fin, libre de oscuridades metafísicas y teológicas, es decir, cuando implica la afirmación del ser en su titilante precariedad y contingencia. Es justo esto lo que el hombre de Occidente no soporta y lo que puede explicar en parte (sin agotar las demás posibles explicaciones) esta universalización abrumadora del acto de culpabilizar y del sentimiento de culpa que se está multiplicando y gestionando astutamente desde ciertos poderes ya más reticulares que centrales, es decir, anónimos, invisibles, dispersos, internalizados y tornados “micropoderes”.
Este poder de señalar la culpa del otro y de culpabilizar lo ostentan hoy muchas de las políticas “educativas” oficiales en apariencia hechas para proteger y liberar a los ciudadanos o garantizar su igualdad, y lo ostenta, irónicamente, la misma escuela que alza la libertad como valor pero que obstaculiza el poder hacerse del ciudadano, sutil y secretamente. Se imponen, de manera incongruente, modelos absolutos de ciudadanía que no incluyen su propia revisión racional y autocrítica. Instituciones y políticas que no creen en la persona como quien ha de autocrearse y que sustituyen la razón por el dogmatismo de las creencias y las respuestas a priori, que transforman la cultura penalizando, segregando y excluyendo.
La culpa, como supo ver Kant, utilizada como argumento, es profundamente irracional y no válida como argumento. Se trata de una pseudo razón que invalida las razones del otro mediante una versión del viejo y ominoso argumento ad hominem. Se da, por supuesto, también en las relaciones micro dentro de las instituciones y en grupos de trabajo o empresas. Su esencia es la descalificación de la persona como tal, en su integridad, como si se hallara mancillada y corrupta en sí. Todos los liderazgos autoritarios o manipuladores se sirven de ella inquisitorialmente. No vale para la transformación social ni es propia de una clarividente ilustración, sino todo lo contrario, es de naturaleza profundamente oscurantista, pues reprime y segrega desde creencias que al modo de prejuicios no se exhiben para su debate, sino que se utilizan para forzar la realidad amenazando con castigar las herejías.
Mas, como sabía Paulo Freire, la realidad no se transforma cualitativamente si se fuerza, sino al ejercitar su crítica racional mediante un diálogo que exhiba los puntos de vista, muestre las razones obvias y no tan obvias y busque un cierto lenguaje común que posibilite el acuerdo. Y en un proceso en que, como en el psicoanálisis, que él conocía muy bien, hay que poner la carne que uno es en el asador y exponer, visualizar, el propio mundo de la vida, las razones que a veces habitan en el propio cuerpo. Algo antiguo que ya llevara a cabo el gran Séneca. En cualquier caso, y sin entrar ahora en detalles que nos conducirían a tener que exponer difíciles corrientes filosóficas recientes que han trabajado este asunto muy a fondo (un post en un blog siempre es, por desgracia, sólo divulgativo), señalemos que transformar el mundo, o sea, cambiar conscientemente cultura y sociedad, supone una tarea ardua y muy compleja, que no se agota con listas de lo que debe o no pensarse como, tentadoramente, están incurriendo en la actualidad algunas políticas sociales bienintencionadas, pero ancladas paradójicamente en lo mismo que denuncian y tratan de superar, o sea, en la no razón.
Así, la culpa, la vieja culpa del tan denostado “vivimos en un valle de lágrimas” es ahora abrumadora y eficacísima, habiendo impregnado las subjetividades que son y operan en función de la vergüenza por ser, en la aversión inconsciente por la libertad. La red anónima y burocrática que es hoy nuestro mundo consiste en, básicamente, una inmensa máquina de crear y gestionar la culpa. Por eso nos quiere y nos sitúa más acá del bien y del mal, porque son ese bien o mal absolutizados, los que salvan o impugnan, de manera global y temeraria, a quien no encaja. Hoy ya no hay necesidad de prisiones y Foucault acertó cuando vaticinaba un mundo sin ellas pero inmerso en una férrea trama de exclusión, que fabricando el mal y segregando, castiga eficacísimamente, como en el mito de Procusto, a quien no encaja en las categorías con las que se ha judicializado y regulado la vida hasta niveles terroríficos. Esta es la patología de nuestra civilización que consiste en haber rechazado su principio vital, no un principio, dijimos en posts anteriores, en forma de teleología, con el alfa de un inicio y el omega de una meta, sino que ondula y se pliega proteicamente en un continuo acto de autocreación. Es esta dynamis vital lo que se suplanta mediante catálogos, en la sustitución de lo trágico (plexo de contradicciones donde emerge la lucidez y se patentiza el ser) por el drama, que es curso o corriente canalizada del ser que lo oculta.
Curiosamente, la ciencia, estoy ahora mismo leyendo en un pasaje de Jaspers, desborda todo curso aun siguiendo su propio curso, es decir, su método, con una voluntad de poder, o vitalismo, que le infunde el pathos de la búsqueda infinita pero inmanente. La ciencia presupone la libertad, sin la cual, sin el hombre lúcido que intenta no tanto apoderarse técnicamente del mundo, sino escucharlo y admirarse por el mismo en un éxtasis inagotable, no hay ciencia. Lo he dicho muchas veces, aunque de distintos modos.
Todo esto lo traigo a colación para llegar al ámbito donde con más intensidad estoy viviendo personalmente esta constricción y represión del ser como vida. Curiosamente, de nuevo digo, se da en nombre de la ciencia, la más abierta y valiente de las prospecciones que el hombre trata de llevar a cabo en el mundo. Y me refiero, por si todavía no ha quedado claro ni lo ha adivinado el lector, a nuestra querida universidad. Júzguese, sólo digo eso, en este panorama que acabo de pintar tan apresuradamente, apenas un boceto, en qué lugar se encuentra hoy la universidad, si en el de la culpa y la negación de la ciencia al negar la vida que ésta alberga, o en el lugar de la exultante afirmación de ser del hombre en su actividad científica. Porque es obvio que se está dando una irónica pero muy triste paradoja, y es que se ha creado una culpa que se sitúa condenatoriamente en quien obedece fielmente a la ciencia. En nombre de la ciencia, diabólicamente, se condena la ciencia. Se la asfixia con el corsé de lo antivital, imponiéndole una trama de categorías que suplen “vida” por “calidad” en la universidad, desde la cual se prescribe al científico lo que debe hacer en una atmósfera de espantosa ausencia de libertad. La calidad que se nos vende, en lo más “acá” del bien y del mal, no es más que la mistificación de las inercias sociales de un mundo cerrado en sí mismo, ahogado en su trascender, sin horizontes ni “permiso” para la excentricidad crítica. Consagra férreamente lo dado, el modo presente, la apariencia actual deificada de lo que es pura contingencia. Una atroz censura anónima y eficacísima que se apoya en el estulto y resentido rechazo a lo vital que hemos denunciado bulle en nuestra época. Una hábil gestión de la culpa para matar una de las zonas de mayor vitalidad en la sociedad, capaz de impugnar y hacer frente a los poderes que son antes tiranías que vida.
Con esta queja quiero concluir el presente post, esperando que la expresión generalizada del dolor ya tan extendido en la comunidad universitaria, la torne pueblo lúcido y cabal que al recuperar su modo de ser trágico pueda repensarse y retornar a su noble misión de hacer ciencia e investigar con la indispensable libertad. Quizás todo el absurdo sufrimiento en que hoy se ha convertido una de las mayores proezas del ingenio humano haga retornar un sentido común que desde lo patológico de este cierre fatal, nos ayude a percatarnos de que el rey está desnudo.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (tercera parte)Marcos Santos Gómez
En este post, tercero y último dedicado a la ética que plantea el libro El ocaso de Occidente de Luis Sáez, vamos a matizar lo dicho en el segundo post, a raíz del “imperativo de elevación excéntrica”. Resulta necesario realizar algunas precisiones y concretar lo que avanzamos, pero recordando que precisamente en la naturaleza de esta ética se halla el que, aun retornando a una ética material (de virtudes), frente a los modelos formalistas, no pueda ofrecer un catálogo de prescripciones como sería un código deontológico para el educador o las directrices de una moral o de una Gran Política destinada a llevar a cabo la reconciliación del mundo con su dinamismo intrínseco (con lo basal de la physis) diseñando el proyecto de una vida buena. Esto que muchas veces se nos pide a los “teóricos” no podemos ni debemos hacerlo cuando se trata de, como afirma Sáez, emprender un diagnóstico en el que ya, en bastante medida, se va dando la terapia. Quien sea capaz de situarse en el melancólico punto de lo trágico problematizante, ya se halla en el camino imprescriptible de la cura, como sucede en la catarsis aristotélica ante la tensa irresolución de la tragedia.
Porque esta ética que recoge la diferencialidad de lo real, en sus distintos niveles o dimensiones, es, ella misma, pura tensión; y, al mismo tiempo que se esfuerza por diagnosticar un modo patológico del ser occidental y apela a una rectificación de la autonomización de lo cultural y lo sociopolítico que devuelva el alegre auto-crearse proteico a la existencia humana, no puede precisar, salvo flagrante contradicción, lo que hay que hacer. Es decir, no se resuelve con más normatividad la hybris de la normativización y judicialización en nuestro ocaso civilizatorio (neoliberal) como inconsciente modo de ser del hombre sumido en inercias legaliformes. No se puede recurrir, en cualquier caso, sino a una forma muy laxa de lo normativo, con la que juzgar proyectos de vida.
Situarse lúcidamente en la tragicidad, aunque ésta se halle reprimida en la administración del vacío que lo multiplica, que oculta todo dolor y que reduce la razón a lo instrumental y lo estratégico, puede orientar de por sí. Padecer la exclusión y sentirse desechado nos anuncia un daño que reclama hacer epojé del hábitat de “bienestar” inercial que hemos heredado. Hay en ello una orientación para el buen existir, como un faro, pero que ni va ni puede ir más allá de los caminos trazados en la agónica soledad de la rebelión. Lo que esta ética propugna es, ante todo, un nuevo modo de ser basado en, como hemos desarrollado en los dos posts anteriores, los principios de, en primer lugar, la franca e inocente aceptación de la vida en su devenir y, en segundo lugar, de la elevación excéntrica que produce el asombro, como estado anterior al logos, ante el ser y lo que existe, en cuanto que existe, y ante el modo de ser que dicha existencia ha adquirido. Es decir, nos impele a ser capaces, en los términos de la cultura, de ad-mirar lo céntrico de la misma para dotarlo de un horizonte de infinitud que hemos llamado “excelencia” y desde el cual se juzga y valora a la propia cultura. Este imperativo invoca la dolorosa lucidez de aquel animal capaz de decidir en libertad su propio ser sin ceñirse a los estrechos límites de lo céntrico hoy cosificado.
Nos referimos con ello a una “racionalización” de la existencia en cuanto un “gobernarse” por el dinamismo de lo excéntrico que sopesa y busca conscientemente los valores por los que regirse, aspirando a la excelencia y relativizando el poder del sino cristalizado que nos lastra en el ocaso de nuestra civilización. El hombre ha de situarse, según este imperativo ante el hecho de que tiene que hacerse, con lo que estaríamos abriendo la otrora clausurada oportunidad de una pedagogía en el segundo camino que describí en algún post reciente, el de una educación sin fundamentos ni modelos, aunque sí con valores (ojo, que “modelo” significa una vulgar reducción que despoja de su carácter infinito a un valor, a lo ejemplar, y que es la versión de valor propia del mundo administrado y vacío, su mercantilización en el contexto del neoliberalismo). Así, la lucidez exteriorizante nos permite juzgar y detectar por dónde se camina tanto en nuestras existencias personales como en el conjunto de la civilización que hoy se halla en tenaz y pavorosa auto clausura.
Retornemos al ejemplo de las Trece Rosas que ha podido inducir algún equívoco cuando lo he empleado en el post anterior. Este malentendido se basa en que desde hoy hacia atrás, cuando su asesinato ya ha pasado, lo contemplamos no exento de aquella grandeza que acompaña al reconocimiento póstumo de una excelencia heroica que puede justificar la vida. Sabemos que es como si hubieran tenido que morir para afirmar, paradójicamente, su intensa vitalidad, su amor por la existencia. De manera que es justo llamarlas mártires, que, como es sabido, en griego (martyr) significa “testigo”, el que da testimonio de algo. Ellas dieron testimonio, hoy todo el mundo lo sabe y “celebra”, de la/su libertad, o sea, la libertad que se realizó cuando eligieron su modo de ser y se autocrearon, poéticamente en la verdad elegida.
Hay, por cierto, que evitar escrupulosamente confundir esta paradoja del martirio in extremis, hasta la muerte, con el culto fascista a la muerte que esconde, en realidad, un profundo nihilismo reactivo, un resentido odio a lo vital. No en vano, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuando ocurrió el famoso encuentro entre Unamuno y Millán Astray durante la Guerra Civil, los gritos de los sublevados fueron, variando según las versiones, vivas a la muerte y algo así como “muera la inteligencia” o, según las versiones, “mueran los intelectuales”. No puede haber, cuando se increpaba a uno de los más grandes pensadores trágicos de la filosofía española que en aquellos momentos defendió vida e inteligencia, mayor contradicción con lo afirmado también, con su muerte, por las Trece Rosas.
Porque, decía, aunque hoy ellas sean recordadas y admiradas como mártires, en el momento de morir, estaban solas. Es esto lo que hoy ya acaso no se aprecia bien y por eso hablaba yo de un posible malentendido. Murieron, aunque algunas lo hicieron agarradas de las manos cuando las fusilaron juntas, en la más espantosa incomprensión, vencidas y fracasadas. No tuvieron entonces, y hagamos un esfuerzo por ponernos en su lugar y en el de quien, como cuenta Scheler citado por Sáez, muere de manera anónima, olvidado y rodeado de silencio, despojado incluso de la dignidad en el morir por la tortura, en cualquier mazmorra de cualquier castillo secreto, no tuvieron, digo, el apoyo que hoy podamos darle. Eso no cuenta. Murieron solas y fracasadas.
Lo que quiero decir es que quien asume la ética de la excelencia que estamos presentando, como bien destaca el profesor Sáez, ha de estar dispuesto a ir contra corriente con toda la carga que eso conlleva de no reconocimiento y anonimato. Elevarse excéntricamente tiene un precio, desde los tiempos de Sócrates. El heroísmo que supone abandonar el camino trillado que como un cáncer hoy extermina al hombre en nuestro atroz entorno neoliberal, aunque el noble y conmovedor canto de la Ilíada nos lo ensalce y produzca una secreta admiración en el Occidente crepuscular, es hondamente solitario. Porque un mundo social, político y cultural situado en la centricidad complaciente de su propio vacío, para el que, repitámoslo, no hay más excelencia que la consistente en cubrir aparatosamente el propio vacío con “cosas”, que premia la completa fusión centrípeta con lo dado pero que veta y castiga con crueldad, con el desprestigio y el desprecio, al desafiante vuelo de la razón, va a excluir y desechar lo que no le vale. Y más porque la elevación que realiza la razón presupone un sentido para captar lo trágico y el dolor que son rudamente negados en la sociedad del optimismo plano e inconsciente que tiñe incluso los sueños.
Expresando mejor esta idea, y siguiendo el texto de Sáez, de lo que se trata, como nos recordaba la figura de Unamuno, es de situarse trágicamente en la tensión irresoluble de la propia existencia y en la tensión particular e intrínseca a nuestro mundo, cárcel reticular de la vigilancia sin foco y de micropoderes tecnopedagógicos, que clama inconscientemente por dejar de serlo. En este sentido, el heroísmo ético al que apelamos, al que apelaba yo en algún escrito sobre El hombre rebelde de Albert Camus hace muchos años, un heroísmo que nos pese o no, con todos sus peligros y ambigüedades, hace falta para hacer el bien y que hasta cierto punto correspondería con la voluntad de ilustrar ejemplarmente un valor, en cuanto lúcido y consciente modo de ser que apunta a un mayor ser, es requisito indispensable de toda ética. Funciona como un a priori, como una instalación pre-lógica necesaria para pensar. Por eso, es el modo de situarse propio de la filosofía, aunque esto no corresponda en absoluto con ser o no filósofo profesional o dedicarse a la filosofía o ni siquiera leerla. Corresponde a todo hombre, por muy ignorante de la tradición filosófica que sea, aunque es cierto que la excentricidad es la actitud y la razón propias del filósofo. Por eso, cuando he defendido ejercer una ampliación de la razón pedagógica hacia la racionalidad filosófica he querido decir, entre otras cosas, que se dé esta incorporación de la tensión excéntrica en el pensar la educación y en la investigación educativa.
Cumplir con el imperativo de elevación excéntrica, precisemos también, como bien señala Sáez, no tiene que ver con la mucha o poca inteligencia que se tenga, sino con el uso que se haga de la misma. Por el contrario, un uso estratégico de la razón como el que impera en la pedagogía y las Ciencias de la Educación significa que se está dando por bueno lo que hay, para utilizarlo al propio favor, en la plena fusión estática con lo céntrico que no quiere ir más allá, que no se empeña en tensar la inmanencia para que dé de sí otro juego.
Y en general, hablamos de incorporar una tensión exteriorizante, siguiendo el segundo “mandato”, a la vida que, aunque genere dolor, pueda, catárticamente, infundir grandeza a la existencia. Algo así como lo que transmiten las tragedias griegas, que hemos comenzado a estudiar en algunos escritos en prensa, donde el hombre se mira a sí mismo y se asombra por ser, y en el que lo cristalizado en la cultura, sus contenidos, van a ser dinamizados y retorcidos en la búsqueda de infinitos inmanentes, en las cosas mismas, y, lo que es más grandioso, para que en ese mismo agitarse la cultura, emerja proteicamente la verdad que es su propia búsqueda. En este punto, Sáez emprende un esmerado y preciso análisis de lo barroco, que yo voy a eludir en estas líneas, pero que puede ser una forma de lo trágico. En la tragedia griega, recordemos, lo que se plantea es la naturaleza esencialmente conflictiva tanto del hombre, como de la cultura y de la mera existencia. Un conflicto que hemos de asumir para ser en toda su intensidad (porque el ser es problemático), para que la existencia humana responda a sus enormes posibilidades. Un conflicto y un componente doloroso en el existir que el héroe ético asume, cuyo dolor implica el silencio y el fracaso, pero que es la única forma de lucidez capaz de trascender el cierre y la inmersión irreflexiva en lo céntrico. Por esto mismo, terminaba yo un post de hace semanas sobre la pedagogía afirmando que su victoria habría de ser su fracaso, que sólo vencería al exprimir su sino de perdedora en estos tiempos. La pedagogía, para ganar, si es que este lenguaje sigue teniendo sentido para ella, debe perder. Lo que es otro modo de decir que tiene que plantar cara a un mundo que ha tecnificado lo educativo cerrándolo a las mayores posibilidades del hombre, o sea, a su libertad.
Así “acaba” esta ética que extraemos del libro de Sáez y que él desarrolla de manera mucho más detallada y rigurosa que lo han hecho estas líneas, por los derroteros de lo trágico y lo barroco. Acaba manteniendo la ambigüedad que le es intrínseca, que no debe perder y que la tiñe de claroscuros, pero que puede y debe, en gran medida, trabajarse en relación con problemas viejos tanto de las éticas materiales como de las formales o procedimentales. Un inicio de abordaje sería, como Sáez indica, partir de la clave consistente en mantener los dos polos de lo céntrico y lo excéntrico vivos, sin que la tragicidad que se aspira a incorporar al devenir existencial y al pensamiento acabe ubicándose solo en uno de ellos. Sólo el primero acarrearía la ciega asunción de tradiciones en un resignado fatalismo conservador, de nuevo, y el segundo el vacío de una nada despojada de contenidos cuyo único ser consistiría en su sordo orbitar. Para racionalizar el mundo sociocultural desprovisto de razón hay que mantener un pensar bifronte, entre lo céntrico y lo excéntrico, que insufle una salvadora distancia en la concreción de lo real, desde la perspectiva de valores que logren extraerle a la existencia su efímera eternidad. Bibliografía utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (segunda parte)Marcos Santos Gómez
Habíamos concluido en la primera parte del presente escrito, en el post anterior, que podría establecerse una suerte de “mandato” ético para personas y civilizaciones de favorecer la vida en su exuberancia, en cuanto que la vida, extensión incausada de la physis como natura naturans, es dynamis proteica que crea “centros” en la cultura, pero para al mismo tiempo abrir distancias y tensiones en los mismos, en el movimiento hacia un afuera inmanente, que el profesor Luis Sáez en su obra El ocaso de Occidente precisa que no ha de comprenderse jamás al modo de un dualismo de lo ultramundano platonizante. El primer mandato de esta ética (y también de lo que él denomina Gran Política) es la llamada a salvaguardar dicha exuberancia de la vida en la civilización, en su doble tensión centrípeta y centrífuga que nos sitúa en lo imprevisible y desafiante del tener que hacerse los hombres como existentes, en un modo de ser despojado del pathosdel miedo a la libertad. Es decir, se trataría de que lo social se vincule de nuevo con su génesis, fluidificándose y permitiendo intersticios convivenciales (Sáez emplea en varias ocasiones el neologismo “convivencial” y “convivencialidad”, palabra que existe en la lengua francesa y que me evoca gratamente a Iván Illich) donde re-crearse los seres humanos. No se trata, pues, del esbozo de una vida que llevara insertado ningún proyecto teleológico o el implícito desarrollo de una naturaleza humana entendida bajo lo identitario, que permaneciera igual a sí misma al modo de la sustancia aristotélica en medio de sus mutaciones, sino que es su pura y azarosa dinamicidad, de una manera que sería interesante comparar con la “voluntad” schopenhaueriana pero que es, sobre todo, la “vida” como voluntad de poder propia del vitalismo nietzscheano.
Una tensión de la realidad a dar más de sí que, en la dimensión sociopolítica, constituye lo que Sáez denomina “pueblo”, acaso siguiendo a Deleuze, frente a la “comunidad” que es esa misma dimensión social de lo real en cuanto que tiende a cuajar en tradiciones culturales “estáticas” donde ubicarse el hombre para, desde ahí, reiniciar su movimiento de fuga excéntrico creador de la diferencialidad inscrita en toda cultura.
Así, el primer “mandato” podría también definirse como “atrévete a crear poéticamente quién eres” sin la prescripción de una normatividad rígida que canalice tu expansión, desde una concepción del “sujeto” ético no como continuidad de una sustancia en la constitución de un “individuo”, hemos dicho, sino como movimiento desde sí que no obedece a una linealidad preestablecida o, ni siquiera, a una concepción lineal como tal. En cada momento de su existencia, el hombre tiene que hacerse y sería el retorno a esta actividad cualitativa sin que se confunda con incrementos cuantitativos o acumulativos, desde una filosofía de honda raigambre nietzscheana, desde lo que entendemos este “mandato”. Una lucidez que es juego de claroscuros y que se va afirmando, valientemente, sin otro valor que la propia exuberancia y el juego en sí. La palabra “juego” por cierto, nos ayuda también a la comprensión de esta perspectiva, si la asociamos a los “juegos de lenguaje” del segundo Wittgenstein que suponen contextos (lingüísticos) habitacionales dentro de la cultura que se definen en relación con una gramática que no equivale a reglas ni normas, sino a figuras capaces de crear, poéticamente, nuevas figuras a partir de ellas, como si establecieran rutas para la creación. En este sentido, una civilización reconciliada con su physisvital, que retomara el dinamismo expansivo de la natura naturans, establecería como único mandato el de crear poéticamente la realidad, en el profundo engarzamiento y religación con el bullicioso torbellino de los apareceres del ser que son el ser mismo. Pero siempre aportando la época y la civilización esta suerte de gramática no normativa, que como el ritmo que dota de ciertas características a la actividad improvisadora en un tema de jazz, va ofreciendo posibilidades para la misma.
Estamos, como ya sabemos, tratando de exponer cómo es posible una ética sin fundamentos, desde el estilo planteado por el profesor Luis Sáez en su libro El ocaso de Occidente. Ésta debe ser debatida y valorada en relación con otras éticas actuales que han tratado, cada una, de rectificar los excesos de una metafísica y ontoteología sustancialistas e identitarias o de superar, también, distintas formas de platonismo y, por tanto, planteándose desde la más estricta inmanencia. Desde las corrientes liberales, hasta la razón comunicativa y la pragmática trascendental de Habermas y Apel (a las que el profesor Sáez hace una crítica hacia el final de su libro, en cuanto propiciadoras de cierto reduccionismo del pensar q ue en su formalismo excluye estilos de razón y elementos del mundo de la vida no formalizables), al comunitarismo de Rorty o distintos tipos de pragmatismo y neopragmatismos o utilitarismos. Como ejemplo concreto, en breve iniciaremos la exploración de la perspectiva ética de Vattimo (que se considera discípulo “a la izquierda” de Heidegger), no muy bien vista según he percibido en algunos foros, pero que creo, en principio, interesante y digna de abordarse. Vattimo trata de conciliar filosofías que en apariencia y a primera vista parecerían no conciliables. Pero lo son, según él. Y, en relación con nuestra preocupación por hallar éticas postmodernas, Vattimo, inventor de la expresión “pensamiento débil” (pensiere debole) parece haber realizado un notable esfuerzo por eludir el tan cacareado “todo vale” del relativismo ético de que se acusa a estas filosofías “postmodernas” y que aunque se da en la cultura “enferma” que analiza Sáez, no es propio de las filosofías que comparten dicha etiqueta. Hay, quizás, un cierto fondo común entre éstas y lo que estamos desarrollando en este escrito, que consiste en la idea de que la desfundamentación ya de por sí constituye un proyecto liberador y ético. Será un análisis mesurado y profundo de estas “creaciones” éticas lo que nos dé la respuesta acerca de las posibilidades de hallar orientaciones para la existencia y sopesar valores tras la nietzscheana muerte de Dios (La gaya ciencia) y contestando, como decíamos en el post anterior, al famoso aserto de Dostoievski.
Pues bien, lo que aporta lo más parecido a una “norma” ética sin las cualidades penosas y patológicas que Sáez atribuye a lo “normativo”, lo que podríamos conectar incluso con una cierta idea no sustancialista de “verdad” que puede orientar prácticamente la desfundamentada y desfondada existencia humana, es aquello, creo, que Grecia intuyó y en ocasiones denominó areté, traducido como virtud o excelencia. No obstante, el profesor Sáez solamente emplea el término “excelencia” y de un modo que vamos a tratar a continuación. No deja de ser irónico y sintomático, precisamente, de la patología civilizatoria ante la cual elevamos estas palabras con Sáez, que hoy se hable tanto de excelencia en la educación y en la universidad pero en una burda reducción de la misma cuantitativista y medible, además de acumulativa y ocultadora de lo que, vamos a ver a continuación, constituye la verdadera excelencia.
Por eso, Sáez se cuida de no confundir, y advierte al lector para que no lo haga, esta excelencia suya con la presupuesta en el sentido de la paideia como techné que hemos tratado en abundancia en escritos en prensa, para el que acabó siendo la plasmación de un modelo según las prescripciones del prestigio social y el uso de las normas sociales para ser admirado. La verdadera excelencia, expresada en los poemas homéricos y siempre presente en el alma griega, es absolutamente contraria a la búsqueda de aprobación, admiración o prestigio social, aunque a veces pudiera entrometerse dicha necesidad. No se trata de la encarnación de las inercias finitas de un mundo que la ha olvidado y por tanto no aspira a la infinitud. Porque la excelencia, según Sáez, es la presencia de un infinito en el ethos, en lo que uno hace, su presencia en lo finito pero como tensión que apunta a un ir más allá de sí, a completarse y perfilarse como el esplendor que constituye su nervio. En esta afirmación de algo grandioso que supera al carácter precario y parcial de lo que hacemos pero que le infunde su grandeza, de un modo ejemplar, en cuanto concreción de un ideal infinito que se entiende en la finitud del mundo y del obrar concreto, como si en nuestra conducta afirmáramos lo que la desborda y vitaliza, tenemos el mandato o “imperativo de elevación excéntrica” en la existencia. Es decir, a mirar lo que hacemos desde el punto de vista de la infinitud a la que apunta, desde fuera, en su dimensión eterna y sin la ciega fusión con lo céntrico colapsado de inercias. Éste sería el segundo “mandato” de esta ética inmanente que siguiendo a Nietzsche tiene la ventaja pero también el peligro de situarse más allá del bien y del mal. Lo cual nos ubicaría en un terreno de claroscuros y de total ausencia de fundamentos y seguridades, salvo la propia seguridad que este obrar excelente constituye en sí mismo. Un segundo mandato que, más que corregir, complementa el primero inscrito en una ética deleuziana que obviamente se nutre de la filosofía de Nietzsche. Dicho con otras palabras, es la obligación de llevar una vida excelsa y de conformar una civilización que aspire también a ello.
Este dar testimonio de la “verdad” que encierra un ethos, una verdad que, insistamos una vez más, Sáez no la entiende como eidos platónico ultramundano pero que tampoco es, pues lo desborda, la persecución de modelos finitos que ciega para lo infinito, que nos vende nuestra sociedad de consumo, como “verdades” sometidas a las inercias consumistas y antivitalistas de nuestro mundo capitalista, sopesa tanto una vida particular como una civilización. Dicho de otro modo, lo que estamos explicando es que una vida es afirmación de un valor, al que incluye y realiza, y que en cuanto que una vida encarna un valor, viviéndose ejemplarmente, es vida buena. Esto supone la inserción en uno mismo de esa tensión excéntrica de lo real a no agotarse en la propia figura que adquiere, a ir siempre más allá. Se trata, también, de una afirmación de la vida en su exuberancia que nos vincula con lo reclamado por el primer mandato.
Podríamos concretar lo que estamos diciendo de muchos modos, mostrando esta excelencia viva que ensombrece y muestra en su ruindad mezquina las otras “excelencias” consumistas que se nos venden. Quizás no sea tan descabellado esto que he venido defendiendo en varios escritos de que para pensar haga falta, en el ethos veteado de razón que estamos describiendo, una cierta aspiración aristocrática a elevarse y contemplar la propia vida como proyecto en su finita infinitud, desde la perspectiva de la única eternidad que en la inmanencia podemos perseguir los hombres. Es, de hecho, justamente lo que realiza el héroe homérico con su vida, lo que plasma y cantan los poemas con los que comienza Occidente en la lengua escrita más antigua entre las lenguas europeas. Quizás, la verdad de ello sea que es preciso, en su muchas veces arriesgada ambigüedad, un cierto heroísmo para actuar según la razón, si entendemos razón y verdad, en la ética, como el buscar y dotar de un sentido, cuando los dioses y el mito ya están lejos, a la precaria, efímera y contingente existencia humana. Estaríamos, pues, ante lo que moviliza el querer hacer de la propia vida una vida con sentido, tras la muerte de Dios.
Por ejemplo, y aprovechando el aniversario de la ejecución de las llamadas “Trece Rosas” en la Guerra Civil española en estos días, digamos que para que ellas llegaran a la paradoja de que afirmando la/su vida acarreaban su muerte, debieron captar o comprender que en su mortal afirmación, en absoluto comparable al nihilismo negador y reactivo del “viva la muerte” fascista, alcanzaban precisamente lo contrario, una finita infinitud que, de un modo cualitativo, supuso la inserción de una eternidad en lo que hacían. Sólo de este modo precario, el hombre puede aspirar a ser dios, con minúscula, como los héroes de la Ilíada. Así, en una aparente paradoja final, la vida y la muerte, dos caras de la misma moneda, cobran su mayor sentido, en este ejemplo de las Trece Rosas. Son sus vidas, vidas impregnadas de razón, pero de una razón, como señalaba María Zambrano, poética, que desborda los estrechos cauces del concepto para perfumarse con la emotiva exultación de la vida, secreto ingrediente presente en todo concepto o teoría.
Otro ejemplo, sería la famosa anécdota de Diógenes de Sínope, el filósofo de la Secta del Perro, los Cínicos, discípulos “menores” de Sócrates. Cuenta el otro Diógenes, el historiador de la filosofía griega, Diógenes Laercio, que el primero se hallaba tomando el sol tranquilamente y que Alejandro Magno, el hombre más poderoso de la Tierra en aquellos momentos, le buscó y le ofreció incorporarlo a la corte, con pompa, honores, poder y riquezas. A lo cual, como es bien conocido, el excéntrico sabio le pidió que lo único que deseaba y le rogaba era que se apartara para que él pudiera seguir tomando el sol. Que le dejara, en definitiva, ser. Seguramente, muchos hoy estén completamente ciegos a la elevación que al tomar las riendas de la propia existencia invocaba y realizaba el viejo Diógenes, y a que esta grandeza es, propiamente, lo único que justifica y dota de su precario sentido a la existencia, pero justo Diógenes no obraba afirmando los antivalores que predominaban en su mundo social y, diríamos, en toda la historia de Occidente hasta su ocaso neoliberal en la actualidad. Expresó en su ethosla necesidad de situarse en un elevado afuera para vivir en la esencial libertad del tener que hacerse propio de los hombres. Afirmó y ejemplificó, encarnándolo en su vida, este ideal o valor, que, en aquellos momentos, lo hizo eterno, filósofo y hombre.
Podía extenderme, pero creo que para quien esté abierto y receptivo a la encarnación de esta grandeza vitalizante es suficiente. Quien no, persistirá en su vida antifilosófica, arrastrado y esclavo, como decía Séneca, de sus pasiones. Es esta filosofía viva que llamamos Ética la que, de este modo, podemos ir desarrollando, en lo que se refiere a este blog, en sucesivos escritos y que puede aportarnos una clave importante para plantear la educación y salvar a la pedagogía de su caída. Una caída que, lejos de miradas ancladas en la idea de progreso, el profesor Luis Sáez ha expuesto en su libro del modo que hemos intentado parafrasear y que alcanza gravemente a nuestra civilización. Él la sitúa en lo cultural, que refleja la conexión del hombre con su physis, en la rigidez asfixiante de un mundo social condenado a la repetición pautada de sí mismo, a confundir excelencia con imitación de prototipos finitos despojados de todo infinito, que ha perdido su nervio para dar razones y confiar en la argumentación sin perder ni siquiera en ello una cierta distancia irónica y la superación de las formas estratégicas de la razón. Un dar razones y buscar, como personas y como civilización, que precisa además del heroísmo socrático de una vida y cultura inspiradas, creativas, valientes y capaces de poner por encima de todo el ideal de la “verdad” aun habiendo perdido toda la fe en los antiguos dioses y en el carácter divino de la propia verdad.
Bibliografía citada y utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una propuesta de Ética más allá de la Modernidad (primera parte)Marcos Santos Gómez
Hay distintos modos de replicar a Dostoievski, en su famosa afirmación, puesta en boca de Iván Karamazov en Los hermanos Karamazov, que más o menos decía: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Para ello, es preciso insistir en la posibilidad de desarrollar éticas que traten de realizar valores, sin que ello suponga una sofística consagración de lo establecido por el mero hecho de su presencia fáctica en la sociedad o la apelación, como termina haciendo el propio Iván o algunos sofistas, a la ley del más fuerte imperante en el ciego mundo de la physis. Esto se puede intentar a partir de fundamentaciones que sin ser teológicas, acudan a otras vías de justificación racional. Desde cierto punto de vista, concretando este desafío, el esfuerzo estribaría en, si como algunos pensadores actuales no cristianos defienden, los valores del cristianismo pueden evitar que este mundo se torne un verdadero infierno, cómo apostar por ellos sin el recurso a una fundamentación ya sea metafísica o teológica (sin el recurso a la ontoteología, en palabras de Heidegger). En todo caso, se trata de tomarse muy en serio, como decía yo en posts recientes, la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, pero sin que esto necesariamente suponga el establecimiento de un individualismo atroz de hombres tornados lobos para los propios hombres.
Podemos plantear que sí sea posible desarrollar una justificación de ciertos valores por distintas vías de tipo racional, pero que no involucren ni requieran el aval de un fundamento divino. Sin Dios, la razón puede también, por sí misma, avalar el desarrollo de normatividades, justificándolo desde lo procedimental o desde la necesidad de desarrollar las éticas a partir del reconocimiento de valores imprescindibles y básicos para que pueda existir la propia ética, como es el valor de la protección de la vida. Pero es posible, y lo digo sin haberme detenido en el análisis a fondo que haría falta realmente para afirmarlo, que tras los estilos de éticas derivados de la desteologización y el antropocentrismo propios de la modernidad, nos estemos aún moviendo en un paradigma fundamentalista que incorpora una concepción filosófica metafísica en la que, en cierta medida, todavía permanezca la sombra del Dios abatido. Se suele plantear que, en este sentido, “Dios” sí tiene que existir para que haya una ética y que, por tanto, tras la denominada postmodernidad se ha aniquilado la posibilidad de establecer una orientación acerca de lo bueno o lo malo, pues ya no se puede recurrir a identidades, relaciones causales, sustancias y, sobre todo, al alfa de un origen y el omega de una teleología, dentro de la concepción lineal de progreso o superación hegeliana propias de la modernidad.
Desde las filosofías que han intentado plantarse más allá del bien y del mal, una vez anunciara Nietzsche esta valiente y exteriorizante perspectiva del filosofar, se cuestiona que dentro de las concepciones o fundamentaciones fuertes de la ética que se rigen por un bien universal y absoluto erigido en norma, se haya eliminado lo que era un “Dios” para ellas. Dios, o una causa o fundamento para la trama metafísica, hacen falta cuando se plantea el mundo desde los elementos propios de dicha trama, que lo demanda y lo invoca aun como indefinida sombra. Cuando el mundo se torna una trama para el hombre, o mejor dicho, un todo representable, legaliforme, que funcionaacumulativamente, sin saltos cualitativos ni mutar la manera de presentarse salvo en el modo de un incremento, es decir, sin alterar su modo de presentación y apariencia (aún más, su modo de ser) que se toman como forma dada de la realidad, explica, de nuevo el profesor Luis Sáez, la postulación de un origen que causa como derivado o desarrollo al propio mundo o el entramado ético, se antoja imprescindible. Estamos hablando de lo que la revolución científica de los siglos XVII y XVIII introdujo como el modo propio del ser y de presentarse el mundo, que podemos leer bellamente expuesto en Descartes.
Pues bien, lo que estamos intentando defender es la tesis de que hay ética posible tras el derrumbe de la modernidad y abandonando su cosmovisión. Para ello, hay que plantear los cambios, la dynamisespecífica de la physis donde se genera ese caos que deriva en órdenes que no son normativos como cambios cualitativos (y de ahí la dificultad de captar, para nuestras imaginaciones e inteligencias impregnadas de la metafísica tradicional, desde el platonismo hasta la mencionada Revolución científica, que mira el mundo desde la “norma” o la categoría). Es decir, la realidad es pura forma sin sustancia, que se rehace desde sí misma en un tenso trascender inmanente que no podemos entender tampoco, so pena de incurrir de nuevo en la mirada platonizante, como una aspiración a lo ultramundano. El ser es mundo y se manifiesta en el propio aparecer del mundo, abandonando, pues, toda comprensión dualista.
Dejando aparte, como estará notando algún lector, la corrección que la modernidad hace de sí misma en la denominada reilustración de Habermas o Apel, que no vamos a comentar en estos momentos, retornamos a alguien que, por cierto, sí lo ha hecho muy bien, aunque para seguirlo por otros derroteros. Se trata, una vez más y siguiendo el hilo de su último libro El ocaso de Occidente, del profesor Luis Sáez. Retomemos ahora lo dicho en el post anterior en torno a lo que el mundo es en su “naturaleza”, como océano de fuerzas que son en cuanto que se diferencian pero que, en esa misma tensión de su separatidad, forjan siempre provisionales dibujos y niveles obedeciendo sólo a su ir allende de sí, por el que son, y que no obedece a modelos, normas, ideas o sustancias. Una imagen que nace del esfuerzo por captar la esencia de lo real en su devenir de un modo cualitativo, a diferencia del estilo moderno o metafísico, como pura transformación desde sí que crea épocas y civilizaciones, en todo caso, que son finitudes desde los que se generan los movimientos o figuras propios de una época pero como puro movimiento, desde una cierta cadencia improvisada, sin constituirse en moldes. En algún momento creo recordar que Sáez alude al elocuente ejemplo del jazz en su cursoimprovisado. A menudo, por cierto, la música parece explicar mejor la realidad que las palabras, pero este es otro tema.
La crítica a esta posición que pretende situarse más allá de la metafísica, o en lo que Nietzsche denominaba “más allá del bien y del mal”, que podría formularse desde el punto de vista de la ética, volvamos a repetir, es que no daría pie a ninguna orientación clara para el ethos del hombre. Esto parecería justificar la tan cacareada acusación a las filosofías catalogadas como “postmodernas” de que se está propiciando el relativismo ético por el que no es posible sopesar y comparar, juzgándolas, civilizaciones o modos de vida o cultura.
El profesor Sáez, precisemos para evitar una peligrosa interpretación de su “ontología crítica” caosmica que él mismo desmiente en su obra, no está propiciando lo que sería justamente una visión profundamente contraria a lo que expone, como es la de la constitución del mundo de los hombres como una suerte de coexistencia de naciones o culturas sustantivizadas que son porque se dan la espalda, en la medida que no son el otro, en las distintas formas de separatismo ideológico que pueden existir. Es decir, su filosofía de la separatidad y diferencialidad de lo real lo que verdaderamente implica es que el hombre vive y se desarrolla en el intersticio de lo real, en las grietas, que se forman por el movimiento centrípeto y a la vez centrífugo que caracteriza al ser y a la dimensión vital. El ser no es, para él, y recordando acaso la visión heideggeriana, una cosa definible y concebible, que es lo que Heidegger siguiendo la terminología escolástica llamó “ente”, algo que emula el carácter sustantivo de las cosas, que fundamenta y causa, vinculándose de un modo externo (cual eidos platónico o como la causa primera de Aristóteles) como acoplamiento o por participación, en los entes que lo poseen, estando en ellos, repito, sustentando una identidad; sino que el ser es errático, o sea, puro dinamismo sin orden preestablecido que tiende a expandirse desde un centro hacia allende.
Todo orden con el que organizamos lo real ha de ser posterior al ser y, de algún modo, no perder tampoco el carácter fluido, proteico y tentacular del propio ser si quiere captarlo hasta cierto punto. Esto contradice la tendencia, que en forma de inercias (las inercias son ya fuerzas doblegadas en los habitus sociales cuando éstos no incorporan tensión ex - céntrica) nos lastran hacia lo sólido, tanto en la percepción del mundo como en su comprensión o incluso en el modo de ubicarnos en el mundo como habitantesde una cultura. Pero estas limitaciones que restringen y encorsetan el flujo de lo real son ficticias. La dolorosa lucidez estriba, creo, en ser capaz de asumir, al modo nietzscheano, lo desfondado de estos “fondos” o centros culturales, como diversas corrientes contemporáneas de la filosofía han mostrado, y la necesidad de contrarrestarlos con la tensión exteriorizante capaz de relativizarlos. Desde esta perspectiva filosófica, pues, lo que se da es un modo de no absolutizar el propio universo cultural, que es, a su vez, consecuencia del primero de los “mandatos” de esta ética que no puede cristalizar sino como deber de proteger aquello que hace posible a la ética. Es decir, la vida, pero la vida no doblegada, para que sea vida fruitiva y floreciente. Un primer “mandato”, hasta cierto punto semejante al que orienta la reflexión ética en Dussel, que será corregido por un segundo “mandato” que en su momento vamos a explicar, en el post que constituirá la segunda parte del presente escrito.
Como yo me permito en este entorno de la divulgación ser bastante menos preciso, esmerado y riguroso que el profesor Sáez, me arrogo el ominoso derecho de, incoherentemente, ubicar esta mirada caosmótica y antimetafísica que él presenta bajo la etiqueta de un “anarquismo” teórico que, y aquí es donde voy, posee una vertiente práctica y ética, como otra cara de la misma moneda no como fundamento, por supuesto. Porque, siguiendo a Deleuze, que en gran medida expusiera una imagen semejante de lo real y del ser, y cuya difícil lectura en profundidad tengo aún pendiente, nos podíamos quedar con una ética consistente en el desbloqueo del bloqueo vital que puede darse en las civilizaciones. De hecho, de este ocaso o pavoroso bloqueo actual de nuestra civilización es de lo que principalmente quiere hablar el libro de Luis Sáez. Un bloqueo que no supone ni “degeneración” ni un “curso” en esto que llamamos nuestra civilización occidental, como debería ya ir quedando claro.
Lo que ocurre en el momento actual de Occidente es que hemos dejado de respetar a la vida o, mejor dicho, la tememos, siguiendo el diagnóstico de Nietzsche y reinterpretando el de Freud. Ha habido un complejo mecanismo de reacción y resentimiento contra nuestro propio ser como proteico devenir a nivel colectivo, se ha ido creando e invocando o materializando ese miedo atávico del hombre, en su desnudez e inteligencia, ante la exuberante y amenazadora naturaleza que le recuerda su soledad y desfundamentación, que le roba sus seguridades y que se opone a los anhelos de construir tramas en el universo. El hombre se ha revelado incapaz de pensarse, es decir, de contemplarse y de escuchar el demoledor silencio que impugna muchos de sus deseos y que calla ante sus mayores preguntas. Quizás, interpreta el que escribe estas líneas, se ha dado un gigantesco miedo a la libertad, en las bellas palabras de Erich Fromm, en el mismo Occidente que se situó en la encrucijada llena de bifurcaciones de la mera existencia solitaria del hombre, que quiso desnudarse de mitos para verse en su desnudez, en el momento que inventó el juego del pensar exteriorizante. Aunque el mito, recordemos, siempre retorna, incluso dentro de la tradición filosófica, en la forma de veneración y enamoramiento por la “Verdad” que he descrito e incluso ensalzado en posts anteriores.
Una civilización, según Luis Sáez, no sigue ningún curso o cauce, ni por tanto, deriva, crece o decrece como creía Spengler. Sáez no está refiriéndose a una decadencia de lo que llamamos Occidente. Sino que el ocaso del que escribe consiste en el pathos de un cierto miedo a la libertad y a la propia vida que la normativiza y judicializa nomológicamente dejándonos ciegos para nuestro propio humus, ajenos al dinamismo proteico tanto de la vida como del ser. Una cosificación dada en la cultura y la sociedad para olvidar el vacío originado por esta temerosa desconexión con lo caótico basal (llamado también por Sáez natura naturans, empleando el participio latino de presente activoque infunde la idea de creación, el movimiento del puro acto creativo anterior a cualquier resultado, lo que se señalaría, en este segundo caso, con el participio de pasado pasivo natura naturara), para no ver lo insoportable. Este horror vacui conduce a lanzarse en brazos de un cosmos de normas y leyes, un nomos, que lo llenan ilusoriamente tratando de generar seguridades que sin embargo se vengan de nosotros, al modo en que según Freud operan las represiones.
Nos fabricamos una esclavitud para eludir el vacío de un mundo desprovisto de vida ante el miedo a tener que hacernos propios del modo de ser que llamamos “hombre”. La forma de ser inteligente del hombre acarreó este tener que hacerse. Así que es el desbloqueo, decíamos, de la vida, en su proteica dinamicidad, su fluidificación, lo que constituye el papel de una ética. Una suerte de ética deleuziana de claras reminiscencias nietzscheanas y que nos conmina, en nombre de una salud no normativa, es decir, no basada en una norma acerca de lo sano o lo bueno, a dejarnos ser. Una salud más allá del modelo médico de lo sano y de lo enfermo en función de patrones. Ten el valor de vivir, podríamos indicar que sería su mandato; y el valor afirmado en el ejercicio de una vida ética, sería la propia vida, retornando a ella, como dimensión imprescindible que daría su norte y su sentido como fluidificación a una “moral” carente de sentidos metafísicos.
En especial en las páginas postreras de su libro, el profesor Sáez especifica, con gran acierto, la figura concreta de estos dinamismos con los que la cultura occidental, en su ocaso, oculta todo auténtico dinamismo, desde la conversión de lo cualitativo en cuantitativo. A nosotros, desde el objetivo de este blog, nos interesa destacar y lo desarrollaremos en posts posteriores, sus “efectos” o fenomenología en el ámbito de lo educativo. Aunque nos podemos preguntar ahora, por lo pronto: ¿Es posible una pedagogía que fluidifique y retorne al ocultado modo de ser del hombre en relación con su dimensión vital? ¿Está condenada la pedagogía a ser consecuencia del proceso de normativización de la cultura cuyo inicio ya hemos visto en la antigua Grecia y que ha producido una escuela que en otros escritos publicados hace bastantes años por mí había yo denominado “muerta”? ¿Puede la escuela desde la fosilización que la ha creado superar dicha fosilización y retornar a un carácter vivo de la cultura que transmite? ¿Es solamente posible en ella el tipo de innovación actual que de un modo compulsivo y ciego olvida que lo propio del hombre y de la cultura es tantear en modos de ser, es decir, en “innovaciones” cualitativas que desafíen y nos conduzcan a la sana mirada exteriorizante capaz de impugnar lo dado en la medida en que lo dado nos enferma? Y retornando a un viejo tema, que como un relámpago vuelve ahora pero que en realidad ha estado siempre presente en todo lo que he escrito: ¿es la tolerancia, cuando resulta auténtica, en todas sus manifestaciones, tolerancia a la vida y, por ende, la intolerancia, como ya apuntaba hace muchos años, intolerancia al carácter proteico y desafiante de la propia vida? Y por último, aludiendo a otro campo de mis investigaciones: ¿Es posible entender los valores e incluso la justificación del carácter “universal” de algunos en relación con esta fluidificación/ocultamiento de lo vital en la civilización recuperando un “tratamiento” nietzscheano de lo que significa valorar como afirmación de modos de ser?
Estos interrogantes serán abordados más adelante, aunque primero, en el próximo post que será la segunda parte del presente, habremos de referirnos a un segundo “mandato” de esta ética “post moderna”, por poner una etiqueta un tanto absurda, que corregirá un problema que acarrearía el que solamente nos quedáramos con este primer momento o mandato y que el profesor Luis Sáez subraya y detecta en la “ética” deleuziana.
Bibliografía citada y utilizada:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Sobre el actual totalitarismo en la educaciónMarcos Santos Gómez
Suelo argumentar que vivimos en un mundo sociocultural totalitario, a raíz de las dinámicas en torno a la “calidad” que hoy se dan en la enseñanza, porque es lo que inmediatamente afecta a este blog (que trata de pensar lo educativo como principal objetivo), pero hablamos de un universo sociocultural cuyo carácter totalitario, como es obvio, se extiende al modo profundo de situarse en el mundo y de mirar la realidad por parte de quienes vivimos como esclavos de su vacío. Soy consciente de lo difícil que resulta para algunos apreciar esta situación actual en todos sus elementos, en su asfixiante falta de libertad, lo que se torna aún más difícil cuando se alude al síntoma de la fiebre innovadora que, aunque no es el único, es el que ahora más me preocupa. Me preocupa porque existe un elemento diabólico en todo esto que consiste en que lo patológico se nos vende como lo propio de una exultante buena salud. Se nos da gato por liebre o, como decíamos en el movimiento 15 M, “lo llaman democracia y no lo es”. Es esto lo que voy a intentar aclarar y analizar en las líneas que siguen.
La ilusión de cambio frenético es, digámoslo ya, una mera ilusión porque no mueve ni se vincula con el humus dinámico del que, empleando las palabras del profesor Luis Sáez en su libro El ocaso de Occidente que nos sirve como fuente para el presente análisis, emerge el cosmos de lo social como un caosmos. Es decir, en la realidad natural (physis), que también engloba todo lo que en niveles superiores definimos como “humano” o “social”, hay un movimiento rizomático (Deleuze) que no es de individuos ni por supuesto sustancias (de hecho trata de superarse la metafísica aristotélica y en general la causalidad de la misma que ha predominado en la mirada y en las explicaciones del pensamiento y la ciencia occidental), sino de fuerzas que interaccionan en permanente tensión y reconfiguración de sus formas, pues son sólo formas, formas que mutan desde sí en un inmanente trascender, que constituyen un desfondado y no fundamentante nivel basal que tanto la filosofía actual como la física tratan de vislumbrar.
Algo así, me ha parecido, aunque no a la manera de un todo panteísta, como el bullicioso ir más allá de sí en que consiste todo lo que es y la vida, que no es producto, esta última, ni de una teleología ni lógica ya preestablecida en el dinamismo que la crea, pues nada obedece a un tipo de movimiento lineal ni de superación hegeliana. Pero este ir más allá, este allende que sí parece propio del dinamismo caosmótico que consiste en la creación de órdenes a partir de una naturaleza no esencialista y caótica compuesta, como he dicho, de tensiones y diferenciaciones antes que de identidades, y a partir de lo cual ha pensado Deleuze, produce figuras que constituyen lo cultural. Lo cultural, en la exposición de Sáez, emerge antes que lo social, ya que lo social es la cristalización en “individuos” y figuras concretas que es la sociedad pero que son en lo basal las tensiones y fuerzas culturales cuando se dan en su concreción histórica. Lo cultural y lo social son dos caras de una misma moneda que no se entienden la una sino por la otra y que deben mantener una cierta relación tensional más que de acoplamiento. De hecho, las patologías de la sociedad y de la civilización (que es un cierto margen epocal que orienta creativamente, en finitud generadora, el movimiento proteico de la cultura) no las concibe Sáez en relación con una norma, sino en función de la paralización y escisión de las figuras sociales respecto al trasfondo cultural y, sobre todo, caosmótico de lo real. La patología sería, pues, la pérdida de la dynamis proteica propia de la vida que bulle y se reconfigura creando sus patrones carentes de todo fundamento y su sustanciación, su derivación y cristalización como un nomos rígido que Sáez asocia, en una interpretación propia, con la fuerza de muerte que Freud denominara en su análisis del malestar de la cultura como thanatos. El thanatos vence y reprime el saludable caos que es génesis de la sociedad, que entonces le da la espalda y se autonomiza, tanto en sus construcciones institucionales, normas y vida política, como en su pensamiento (de aquí surge lo que algunos enfoques marxistas han llamado lo ideológico o, sin corresponder exactamente, la superestructura). Es este pensamiento el que se cierra sobre sí mismo y, lejos de buscar el contacto de un modo también tentativo y proteico con lo caosmótico de la propia vida, impone sus categorías, su definición de lo sano o lo enfermo en función de un concepto de salud, por ejemplo, a la realidad, a la physis y a la propia cultura para las cuales se torna ciego. Crea un sustituto o sucedáneo de realidad, proceso al que Sáez llama “ficcionalización” que anula y vuelve al dinamismo originario contra sí mismo en lo que denomina “autofagia”. Esto puede detectarse, en gran medida, precisamente en las redes sociales e internet.
Entender esto parece complicado o puede resultar extravagante pero no debemos olvidar que la comprensión de lo real ha derivado hoy por lo inverosímil, ya que trata de tocar precisamente lo intangible, no porque lo basal sea ese flujo o fuerza mística de las pseudorreligiones hoy al uso, sino porque, siendo algo real que aborda la física cuántica, no pertenece al mundo de lo que Kant o Schopenhauer podían entender como “representación”, que es la realidad bajo la mirada organizadora del hombre que obedece a las categorías de su razón y de su percepción. Yo no lo hago aquí pero el profesor Sáez se esmera en una exposición rigurosa y precisa de lo que quiere decir que a su vez se apoya en filosofías muy complejas que es donde realmente esto se afina y matiza. Yo, ya digo, estoy sencillamente haciendo una somera síntesis de lo leído para cuya cabal comprensión se exigiría, propiamente, varios años de ardua e intensa lectura de, entre otros autores que son bastante difíciles, Deleuze. En cualquier caso, como he señalado en otras ocasiones, pensar no es en absoluto fácil porque la realidad es abismalmente compleja cuando trata de captarse (incluyendo, he repetido a menudo, lo educativo).
En cualquier caso, la perspectiva de Sáez enfatiza el papel que lo caótico tiene en la génesis y “esencia” de lo real y cifra en un desbloqueo de, como hemos dicho, las fosilizaciones normativizadoras e institucionales de la sociedad, o las rígidas categorías de un pensamiento dogmático, la superación de la patología actual de la civilización, cuyos síntomas son, entre otros, los que he indicado al comienzo de este escrito. Frenesí pseudoinnovador y obsesión por la pseudocalidad.
Concretando, precisemos que este caos no funda nada. De hecho se trata en gran medida del caos o la desfundamentación vista ya con claridad por Nietzsche bajo su conocido aserto de la muerte de Dios. La muerte de Dios significa, para el genio alemán, la carencia de fundamentos sólidos o de tramas metafísicas, contra el platonismo, que opera en lo real y en la que pende la propia vida, que ajena, por tanto, a toda sustancia ni causalidad, es solamente mera tensión por dar más de sí, a recrearse proteicamente. En un post anterior yo he demandado a quienes han escogido explícitamente formas agnósticas o ateas de ubicarse en el mundo y de comprenderlo, que sean, de hecho, consecuentes con esta desfundamentación anti-metafísica, en su ethos. Es lo que Nietzsche demandaba, por cierto. Vivir sin la sombra del Dios asesinado. Tener ese coraje. Y yo denominé “creyentes” en el contexto de la escuela y la universidad, a quienes no han sido capaces de renunciar a las viejas seguridades cristalizando su pensamiento en “respuestas” dogmáticas, o sea, creencias, por muy laicas que fueren.
El diagnóstico de Sáez es que esto mismo se está dando hoy con pavoroso poder que anula lo propio de la vida, que es sencillamente y como estamos repitiendo, su tensión a ir allende de lo dado que “hereda” o porta en cuanto lo rizomático originario es su fuerza. Nuestra civilización es totalitaria porque asfixia este juego de lo real y de lo vital con un pensamiento cosificado que lo anula, que lo pinta a su medida y que ciega para actuar y vivir en el juego proteico en que consiste la vida. Se da entonces un vacío que es esclavitud, esclavitud a formas detenidas de su devenir que producen un falso movimiento de reproducción de lo mismo. Sólo logran, en su impotencia, repetirse, habiendo perdido su contacto con el caosmos de lo cultural en su vínculo con la vida y con lo real. Y esto se da, desde una interpretación freudiana, como gigantesco y colectivo mecanismo de defensa. Por eso, el diagnóstico de Sáez implica, como él mismo tanto insiste en varios foros, que el malestar no se resuelve desde lo político o lo económico, sino que precisa que apuntemos al subsuelo de lo cultural donde se proyecta lo ontológico.
Justo en este alejamiento de lo cultural respecto a su origen basal consiste la ilusión de que hablaba, la de una libertad que oculta la profunda falta de libertad para decidir, como proclamaba Nietzsche, la propia vida. Una ausencia de salida, de futuro, de movimiento real en el modo de ser que significa la cultura. Un vacío, por la desconexión con la dynamisde la vida, que ha de llenarse con la esclavitud o condena a la repetición. Ya no hay diferencia ni tensiones diferenciales, sino una nueva linealidad o reduplicación de lo dado que no abandona lo dado. Lo diferencial se sustituye por lo reproductivo. Es con este fenómeno cultural y social que yo asociaba esa frenética propensión de la actual pedagogía y didáctica por la innovación. Una innovación que, si se estudia desde esta perspectiva en sus manifestaciones y ejemplos concretos podríamos verlo y entenderlo mejor, consiste en la mera acumulación cuantitativa que no se autotrasciende (ha perdido su ímpetu, diríamos) y que por tanto no cambia, no es capaz de evadir realmente lo dado, en lo que sería una innovación en lo cualitativo.
Me gustaría que esto pudiera señalarse, en el análisis concreto de cada movimiento innovador cuantitativo, su vacío, su carencia de vida y su complicidad con un thanatos consistente en la doblegación de la vida al pensamiento fosilizado y autocomplacientemente incapaz de trascenderse. Algo que yo he estudiado y relacionado, en algunos trabajos publicados, con la transformación de la razón, señalada por Horkheimer y Adorno, en razón técnica e instrumental, en razón estratégica, que desde el resentimiento, o reacción contra la exuberancia desafiante de la vida, trata de domeñarla. Sólo que, como bien señalaron estos autores inspirados en la misma idea freudiana, la vida se toma su venganza y son el propio hombre, la cultura y la sociedad, los que acaban rígidamente encarcelados en la sociedad administrada del imperio fatal de la burocracia que anula y absorbe todo lo que intenta escapar de ella. Es este imperio de la normativización y del control totalitario el que, decía al principio, estamos viviendo en la vorágine del cambio regulado que llaman innovación y calidad que amenaza con destruir lo que a mi juicio es la esencia del pensamiento, la ciencia y la educación, como he detallado y seguiré concretando en posts que están por venir en este blog.
Porque cuando hablamos de pensar, hablamos de algo que trasciende y desborda el corsé conceptual de las competencias. Por mucho que exista la innovación que se pretende “progresista” (la palabra ya lo dice todo, irónicamente) o crítica, o incluso competencias en “pensamiento crítico”, lo que se da con estas perspectivas es un absurdo oxímoron o paradoja. Ser crítico implica ir más allá de lo competencial que, por definición, alude a destrezas y habilidades para sobrevivir, desenvolverse o adaptarse a lo dado, sin que se pueda abandonar lo dado. Pensar, enseñaba Hannah Arendt, que es lo que hay que enseñar principalmente en las clases de los Grados en Educación, supone un momento de excentricidad por el que lo céntrico que es el mundo de la vida o lo cultural es visto como un “algo” ajeno. Lo que quiero resaltar es que pensar es casi sinónimo de extrañarse, para así ser capaz de visualizar lo que uno es. Es lo que faltó, decía Arendt, al nazi Eichmann, promotor y ejecutor intelectual del Holocausto, que siendo un ingeniero eficiente y un perfecto estratega, no fue capaz de preguntarse por lo que estaba haciendo. Al menos, indicó ella, polémicamente, esto fue evidente en el famoso juicio en Jerusalén que acabó con su condena a muerte. En realidad, son precisos, matiza Sáez en su libro a partir de lo que ya indicara en un nivel ontológico, con el ser, en su anterior obra Ser errático, dos movimientos en lo que llamamos pensar. El de lo céntrico, o fusión o vinculación con unos contenidos culturales, y, a partir de ellos, el de lo excéntrico, que es capaz de, como acabo de indicar, extrañarse de lo “natural” desnaturalizándolo. Es lo que llevo casi un año estudiando y escribiendo, en varios artículos de pronta publicación, en relación con el logos griego y que hoy nos sirve, a afectos muy prácticos, para el análisis y la crítica de la pedagogías de moda que son pedagogías asumidas como algo dado, justo por lo cual, es preciso y perentorio extrañarse de ellas.
Referencia bibliográfica:Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Lo educativo, entre diálogo y rizoma.Marcos Santos Gómez
La pedagogía parece haber tomado dos caminos cuando fue “inventada” en Grecia, a la sombra del nuevo logos. El primer camino, que he descrito en varios trabajos en prensa que serán prontamente publicados, es el de una biotecnología que construye “ciudadanos” o gobernantes como encarnación de la cultura que había sido cosificada y enajenada por un logos exteriorizante capaz de iluminarla o verla como “algo”, como un todo aparte; pero se trata de una encarnación organizada normativamente, por una ley que, como en el derecho, regula y canaliza el flujo de lo real y que supone un resto fósil de ese logos originario que fue un pensar en movimiento y que en el momento de la paideiase ha despojado de su dinamismo. El logos se convierte en principio o regla. El pensamiento abandonaría así, ya en el siglo V a. C., su naturaleza genésica, fluyente, que tantea y aprehende dinámicamente, para convertirse en categoría, aunque que el griego no había dejado de intuir lo abisal, por debajo de sus construcciones metafísicas (lo dionisiaco frente a lo apolíneo en la cultura helénica que, siendo aspectos distintos de la realidad y de su aprehensión, existen en interdependiente respectividad).
La paideia será encarnación de esa misma norma por la que se organizan tanto el proceso de la paideia como sus contenidos. El llamado por nosotros “educando” será, entonces, la pura norma viva que integra y rige su relación con los contenidos aprendidos de un modo sistemático y escolar (será lo que en el ámbito de lo social Bourdieu denomina su “habitus” dotado de un capital escolar). Esto nos conduce a detectar lo escolar antes de la aparición de la escuela propiamente dicha; aunque, como veremos, en el nivel social e institucional ya se estaba claramente anticipando el estilo escolar de la enseñanza. Es esta organización didáctica del flujo de lo real la que organiza al sujeto que, de resultas de ella, llega a ser educado. Un proceso muy anterior a la modernidad y que planifican los maestros de retórica o algunos sofistas en el siglo V a. C., que inventan al educador profesional o profesor, que no elige a sus discípulos, sino que es elegido por ellos y que cobra por ponerse a su servicio, por darles lo que piden como clientes. Este tipo de vivos depositarios y transmisores de un saber despojado de mito, son también los iniciadores del gran movimiento de la didáctica, que generará los tratados de didáctica en época helenística y romana sobre la techne de la enseñanza y su planificación.
Algunos sofistas justificarán, desde la verdad extra social y apolítica de la ley del más fuerte extraída de la physis (en ellos la physis se torna nomos ante el desencanto operado en el ámbito de la norma social), su enseñanza. Ello frente a la corriente socrática y post socrática que vertebrará la filosofía durante siglos y que asociará la “verdad” con un núcleo en el centro de la cultura que ha de ser fuente secreta de un pensamiento o de la paideia ahora comprendidos como “búsqueda” de lo que se opone a las apariencias. Se retorna (en consonancia con los primeros filósofos o el espíritu epocal del mundo griego) a la verdad como aletheia (lo que se revela oculto tras el velo).
El heroísmo del filósofo se vinculará precisamente a la arriesgada lucha contra las apariencias que implica a lo social y lo político, en cortes, tribunales, asambleas y ágora, es decir, contra lo que no ha sido pensado o, lo que es igual, despojado de su magnetismo mítico. Se trata, pues, de resituar la “verdad” como nuevo centro de la cultura que debe reorganizarla como flujo, en el caso de Sócrates, y como fundamento metafísico, en el de Platón, y que justificará la idea en ambos de la filosofía como amor por una sabiduría que se postula pero que por definición resulta inalcanzable, que consiste en el puro movimiento dialéctico que genera o en el intento de exteriorizarse en la propia vida emulando a los ascetas y al secreto de las religiones mistéricas, ecos, a su vez, del viejo universo de la aristocracia en la Grecia arcaica.
Irónicamente, por otra parte, los sofistas acaban idolatrando una verdad en la búsqueda sin verdad que pretendían. Tras devenir en el puro movimiento de un pensar que era una pura exterioridad desnuda, desvinculada de su seriedad respecto a lo real, eligen su verdad para deificarla como norma. Es el caso de la ley del más fuerte que se trata realmente de una norma remitologizada. No hay, parece, salvación a la hora de ser capaz de eludir lo mítico y lo mítico retorna por todos los entresijos del sistema o el antisistema griego del pensamiento. Difícilmente el modo de ser griego puede liberarse de los mitos y asumir cabalmente el agnosticismo de la verdad. Una verdad y un agnosticismo que se definen dentro de las pautas del entramado cósmico que rige y limita su visión del mundo, como una marca de la época. Han perdido quizás el salto hacia fuera, al vacío, que la verdad platónica debe asegurar para relativizar el mundo de las apariencias sin remitificarlo y que, paradójicamente, asegura modos de vida si no más agnósticos, por lo menos más valientemente subversivos respecto a lo imperante.
Así, el flujo de un orden incorpóreo, secreto, que hay que buscar con esfuerzo, ha dotado a la historia de la filosofía del sentido que con la sofística había perdido. Puede haber, por muy rizomático que fuere lo que acontece en un diálogo, una aspiración, por lo menos, a un desarrollo, a una linealidad que, siendo también un añadido cósmico al caos, asegura un orden necesario en el pensar. En el mundo lineal de lo teleológico y lo causal que creara Grecia, el mundo de la metafísica, ha sido necesario sacrificar ciertos aspectos de la realidad para, irónicamente, acceder a ella (la pretensión aún más extrema que siglos después conducirá a la creación de la ciencia).
No obstante, precisamos nuevas miradas cuando la mirada metafísica, en su vertiente filosófica o científica, parece agotarse y no comprender bien lo que acontece por debajo de las normatividades y categorías en que se desenvuelve la educación formal. Éstas, que por la fuerza quizás de la costumbre parecen inverosímiles, como las profundidades abisales en las que se mueve la actual física teórica, hay que aplicarlas a la hora de pensar, e incorporarlas, si es posible, a perspectivas que traten de captar lo abisal que, en un olvidado inicio, puede tener lo educativo. Porque, en un segundo camino, la pedagogía es esfuerzo por, tensando el pensar en un movimiento exteriorizante que le conduzca a romper, paradójicamente, con todas las miradas exteriorizantes y restos de platonismo, vaya aproximándose a algo que se entiende mejor como acontecimiento, relación y diferencia que como individuo, identidad (aun en la forma de la intersubjetividad) o norma. En cualquier caso, no se trataría de una pedagogía que explore la educación en lo que es y que no aporte una orientación, sino que de su estudio pueden también extraerse consecuencias prácticas y liberadoras. Todavía hoy, pues, nos podemos estar moviendo en el caso de algunos enfoques pedagógicos en especies más o menos ocultas de teleologías, de metafísicas del progreso incluso ancladas en los materialismos (no hablo sólo de las pedagogías “espiritualistas”) que de un modo genérico en un post anterior he llamado “creencias” (aquí). Restos, acaso, de las viejísimas mitologías con las que comenzó, felizmente, Occidente y que se han ido prolongando, contestando, transformando, rechazando pero no superando, y, finalmente, también y sobre todo presentes en el platonismo.
Sin embargo, ha hecho falta empezar con la idea platónica de la “verdad” por mucho que la fatigosa búsqueda también acabara por descubrir el carácter fantasmagórico que había detrás de esta concepción de la misma. Este es, precisamente, el momento de la filosofía de Séneca al que aludimos en la conclusión del siguiente post: (aquí). Un sistema metafísico que, quizás como le sucede a Borges en el siglo XX, se necesita hasta para definir lo que se entiende por “escepticismo” como su reverso y que se asume ya sin su fundamento, en la realidad nihilizada y tan solo salvada por un ethos que refleja como una sombra el viejo orden en el que ya no puede creerse y del que perdura solamente la belleza, en una estetización de la verdad cuya seducción es la misma de los mitos que combate. Con este cansancio melancólico se deja morir Séneca mansamente y ya sin ningún heroísmo como el de Sócrates (decía Zambrano).
Pero el actual cansancio o desencanto o escepticismo debe transfigurarse en nuevos modos de plantear la aproximación a lo más básico de lo real, lo vivamente operante en nosotros y en nuestro pensamiento. Quizás desde estas exterioridades que puedan facilitar una cierta epojé de la metafísica tradicional, como de hecho la filosofía desde Nietzsche hasta la actualidad lleva haciendo con agudeza, logremos obtener un cierto acceso comprensivo a lo educativo, más allá de lo explicativo, en cuanto que tiene que ver con lo que somos hondamente, con los abismos desde los que emerge como acontecimiento incausado el movimiento rizomático que sólo una mirada posterior entiende como “individuos” que se educan y, en un nivel ya plenamente categórico, se normativiza y normaliza en la llamada enseñanza reglada. De todos modos, tampoco estaremos muy lejos del origen. Recordemos que, aparte de los caminos y verdades trazados por su imagen particular del mundo, los griegos entrevieron ese ámbito abisal y terrible, inaprensible, inconcebible, del que emana lo cultural y también lo educativo.
Bibliografía que me ha ayudado e inspirado para realizar este post:Jaeger, W. (1990). Paideia: los ideales de la cultura griega. Madrid: FCE.Sáez, L. (2015). El ocaso de Occidente. Barcelona: Herder.
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Educación y filosofía
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Una tímida aportación de la teología. Marcos Santos Gómez
El legítimo ideal político del Estado laico, que puedo afirmar que comparto plenamente, aunque yo no vaya a dar ahora razones para defenderlo, puede confundirse con la condena al exilio del saber teológico respecto a la universidad, la ciencia, la filosofía o la educación. Algo que sucede en la universidad española pública que no expide títulos de Grado en Teología siguiendo una antigua decisión que paradójicamente ha servido para que la fe y sus presupuestos ontológicos e implicaciones prácticas no se hayan podido pensar o estudiar sin servidumbres ideológicas, como sí sucede, por lo que sé, en Alemania. No tengo claro si el origen de esta situación fue favorecer un deseo expreso de la Iglesia Católica en España de administrar por sí misma la intelección de la fe o, por el contrario, arrinconar a esta institución de lo sagrado y excluirla de la norma de lo académico en el contexto de las luchas de poder en que se ha visto involucrada respecto al control de la escuela y la educación públicas. En cualquier caso, seguramente se ha partido de una decisión que siendo política ha resultado en que en la ciencia o el pensamiento “oficiales” no se ha podido plantear el estudio serio de lo religioso desde sus propios presupuestos. Lo religioso, por lo menos las llamadas religiones del Libro y el caso concreto del cristianismo, se ha fundado en unos textos que muestran lo que para unos cimenta lo real o se imbrica en ello como su ser, y para otros no deja de ser una posibilidad o incluso, rebajando el asunto mucho, una mera hipótesis. Estamos hablando no tanto de estudiar el fenómeno religioso externamente, lo que sí hacen otras ciencias, como la antropología o la psicología, sino internamente, desde la aceptación de sus textos básicos que aportan un significado que a continuación vamos a señalar, al modo en que cualquier otro saber emplea también sus presupuestos que anticipan y determinan sus conclusiones. Quiero decir que desde la propia cosmovisión religiosa pueda abordarse ella misma ofreciendo una rigurosa “descripción” o, mejor dicho, comprensión de su perspectiva en la asunción previa que pueda realizar de su propia imagen del mundo. Esto es lo que de hecho intenta llevar a cabo la reflexión teológica, que aunque emplea el elemento exteriorizante y crítico de la razón griega, que adoptara en sus inicios, se funde y compenetra con una concreta tradición que, como he dicho, la nutre. Por esto, su razón ha oscilado entre el horizonte universal que aporta la racionalidad filosófica y la centralidad de una revisión hermenéutica de los propios presupuestos y de sus contenidos desde sí mismos.
El caso es que lo religioso ha necesitado pensarse en cuanto que acompaña, sea al modo que sea, como anhelo, esperanza, orientación o recuerdo, la existencia del hombre, que solamente mediante una cierta desnaturalización obrada por la razón más excéntrica o exteriorizante, puede desprenderse de esta centralidad que lo religioso ocupa en la cultura y la vivencia del hombre corriente. Lo natural, tenga la explicación que tenga y sin que esto sea argumento válido en absoluto para demostrar la existencia de Dios o de un referente o verdad tras el anhelo del mismo que no sea el propio anhelo, es que muchos hombres crean en Dios o planteen una interpretación religiosa (o mitológica) de la religación por la que lo otro o lo absoluto se hace presente en cada una de sus partes.
Nos preocupa en especial el papel que una vieja disciplina, ciertamente asociada a la fe, pues intenta precisamente pensarla, sería capaz de aportar al conocimiento y comprensión de lo educativo. Es, digámoslo ya, su gran aportación su pathos de partida, el racionalizar la conmoción que el tener que morir causa en el hombre, la incorporación de esta certeza junto a la esperanza que sugieren juntos el deseo humano y el límite que lo obstaculiza, que en cierta imagen más afirmativa de la teología es capaz de concebir una prolongación trascendente y exterior del mundo.
Lo frustrado, lo truncado y roto antes de tiempo, que se opone vivamente al deseo de ser más del hombre, debe postularse más allá, contra toda evidencia y como razonaba Kant, para que tenga un sentido absoluto la ética. Así, el amor y la amistad, los momentos estelares de la existencia particular, los abrazos y los banquetes habrían de perdurar, según esta tesis, para que sean reales. Paradójicamente, a pesar de este elemento de respuesta y fuertemente afirmativo que, si uno lo piensa, nunca formará parte de una fe madura, la principal aportación de toda esta esperanza que va desde el vago deseo a la creencia firme en un “algo” donde ya no puede haber nada en la manera de “algo” (fuera del tiempo y del espacio), paradójicamente, digo, es la mortalidad, el recuerdo actual de la misma, lo que la teología porta en sí como “ciencia” y razón. Insuflar, pues, lo mortal en la razón, a pesar de ciertos excesos metafísicos y deseantes que se han dado también mucho en la teología, es la principal misión que la teología cumple entre los saberes. Es portadora de lo no logrado en un sentido ontológico que impregna una mirada que llega a y que parte, al mismo tiempo, de lo no logrado en la historia humana. Es su apuesta esta incorporación de lo que al modo de grieta e impugnación (rozando la autoimpugnación) atraviesa la historia, la de una mayoría silenciada de víctimas que han tenido y tienen la esperanza de una proyección de sus deseos de justicia que pueda dotar de una cierta orientación parcial a la vida humana. Es ciencia que porta este deseo, real para unos y fuente de más razón, o ilusión para otros. Una fuente de vida que se tiene que imaginar como extremo de la línea dibujada por el deseo, desde cuyo horizonte adviene lo que se anhela y se hace, de un modo parcial, presente.
Así, carencia y deseo (no habría lo uno sin lo otro), como en el caso de la filosofía, movilizan también lo teológico, salvo que, en lugar de nada, en la teología está el suelo de unos textos y una tradición que invocan un proyecto de vida basado en el mencionado anhelo de que reine una justicia que prevalezca sobre los reinos de este mundo y los subvierta. Una justicia que se define y entiende como la otra cara de lo que, en palabras de Adorno, daña a la vida. Así, en consonancia con el giro antropocéntrico de la modernidad y la crítica de Feuerbach, la teología se comprende hoy como la expresión de este deseo del hombre o, mejor dicho, como la ciencia que porta este deseo y lo hace suyo, cargando con él, por parafrasear a Ellacuría.
Desde el recuerdo de esta oposición silenciosa que los muertos, en especial las víctimas del horror y la injusticia, resaltando la centralidad del sufrimiento en la historia, hacen a nuestras construcciones tanto ideológicas como políticas, jurídicas, tecnológicas, económicas, se alza una visión del carácter precario, inacabado y abierto tanto de la historia como del propio acontecer del ser. Se evoca una tensión propia de la inmanencia, que cierta lectura platonizante y gnóstica elevaba hacia un afuera del mundo, pero que puede comprenderse, y la filosofía actual lo está haciendo, como insuperable componente de la realidad, intrínseco a su ser inserto en este nervioso aparecer de fuerzas y disyunciones que, sin embargo, operan en una misteriosa y conmovedora religación. Es decir, la tensión que apunta a un horizonte, es mundana y se da en lo mundano como su componente, junto con el horizonte que ha de comprenderse, también, como horizonte en el mundo.
Por supuesto, la filosofía, si ahora hablamos de ella, en sentido estricto y siendo escrupulosamente fiel a sí misma, no piensa esta religación de un modo mitologizante, como hoy tanto se está dando en numerosas corrientes pseudoreligiosas, sino que con serenidad y elegancia se ciñe a intentar una escritura del mundo, en el mundo, desde el mundo que capte su totalidad limitada y abierta pero no progresiva ni cercada por algo que no sea ella misma, es decir, sin una teleología que la rija, entre el caos que la física empieza a entrever en la génesis de lo que podemos captar y representarnos en la “superficie”. Esta evidente religación de lo real, el sentirse el individuo o la persona integrado en un todo, aunque dicho todo ni sea el de la superación hegeliana o el de un materialismo ilustrado a la vieja usanza de tipo causal y lineal, sino un todo rizomático, por emplear el término deleuziano, que va creando órdenes a partir del caos. Un todo que va creando su configuración desde configuraciones previas que, sin embargo, no determinan ni causan lo posterior.
Es la imagen de lo genésico que subyace a lo genérico (no de un modo causal ni propio de una vieja metafísica como estamos repitiendo) que desarrolla rigurosa y creativamente al principio el libro del profesor Luis Sáez El ocaso de Occidente, editado por Herder. Una interesante ontología crítica de que se vale para su diagnóstico del momento histórico actual, momento al que puede juzgarse desde una cierta normatividad (es falso que las denominadas filosofías postmodernas renuncien a lo normativo en un supuesto relativismo del “todo vale”) y que ha desarrollado en varios libros y foros. Tal vez, para comprender la realidad haya que hacer como hoy hace ya el físico: acudir a lo inverosímil, a lo que no puede fácilmente concebirse. Nadie dijo que pensar era fácil.
Lo que quiero decir, apoyado en el ejemplo de la ontología mostrada en esta obra, es que puede aspirarse a una ontología que no devenga en la forma explicativa y lineal con la que hemos “leído” generalmente el mundo en las epistemologías modernas, y que propician la creencia en un afuera. Yo por eso suelo distinguir entre fe y creencia, entendiendo por creencia la postulación de ultra mundos, de corte casi siempre platónico. Se define un afuera y, encima, lo que hay en ese afuera. La creencia en un más allá o continuación del mundo que lo prolonga fuera de sí mismo parte de una imagen platónica del mismo de que se ha valido durante siglos el cristianismo, desde San Agustín especialmente. Pero, como he dicho, lo de menos es que una imagen del mundo como todo limitado con un afuera suscite fantasmagorías transmundanas, lo importante es que la teología, además y sobre todo, nos recuerda que la realidad y el mundo, lo inmanente, está constituido por un movimiento que es esencialmente finito, y en el que, por tanto, morimos. Y puede añadir la filosofía reciente, eso sí, en contradicción con la metafísica que utiliza la teología más afirmativa, que cualquiera de las formas que constituyen y re-crean azarosamente el caudal del mundo desaparecen sin la permanencia de ninguna sustancia, como podía sugerir una metafísica aristotélica. Un mundo que es sólo formas sin la carga metafísica de una “materia” o “sustancia”, sin otro centro que el centro dinámico que la cultura constituye para alimentar las cosmovisiones de los hombres. No puede haber, por tanto, progreso, a un nivel profundo, abisal, ya que no hay continuidad en la transformación de lo real. Aunque sí son posibles, contra lo que parece, estilos de normatividad desde los cuales juzgar como “patológico” un modelo concreto de mundo cultural. Sigo, en toda esta exposición, como he indicado, la concepción expresada por Luis Sáez en su libro o, por lo menos, lo que yo he podido interpretar y comprender de la misma, pues no soy lector de Deleuze, que es una de sus fuentes principales (no la única, por supuesto). Respecto a lo patológico de nuestro momento actual, en Occidente, y la normatividad para valorar lo bueno o lo malo de una civilización, pospongo el asunto para un post posterior y, prefiero, ir concluyendo lo que ha motivado en particular la escritura de este.Pues bien, retornando a nuestro asunto: es, contra sus propias derivaciones metafísicas, la negatividad que acompaña al mundo y a la historia, lo que aporta la tradición teológica a un saber siempre en peligro de cierre y autocomplacencia, de olvido de su amplia porción de no saber, como podrían ser las Ciencias de la Educación y la Pedagogía. Una memoria que en cuanto a la historia se constituye como, en palabras de Metz, memoria passionis, el peligroso elemento disgregador que guarda, recoge y a duras penas integra, malamente, en uno u otro sistema racional para acabar reventándolo desde dentro. Que la teología fuera razón, cuando se superó la creencia en lo absurdo e irracional de la fe con Tertuliano e implícita en algunos pasajes (¡¡no todos!!) de Pablo, ha salvado a la razón, porque la ha colmado de finitud.
Así, contra lo que tanto se dice a partir de desafortunadas incoherencias que han prevalecido en la historia de la Iglesia, al menos en la historia visible y no marginal de la misma, la buena teología, la teología consecuente con esta “cruz” que porta es madre de la tolerancia y del espíritu crítico. Porque nos hace presente la muerte y lo que en el conocimiento implica, en cierto modo, su recuerdo: la humildad epistemológica. Pero hablamos, por supuesto, de una teología que no va a degenerar en la cristalización de respuestas siempre provisionales y que, legítimamente, va postulando (la teodicea es una de estas respuestas que en el intento de incorporar el sufrimiento y la mortalidad al saber acaba justificando e incluso legitimando su existencia, lo que termina también convirtiéndose en una grave injusticia con las víctimas, como ha señalado Juan Antonio Estrada). Incorporar lo mortal es incorporar imposiblemente lo injustificable, lo no captable, en la propia razón pero no integrándolo en un sistema racional, sino como elemento de impugnación y sospecha. El teólogo, de este modo, no va a tener miedo de pensar, ni de que le refuten sus creencias, de que el fructífero diálogo en el que avanza interminablemente la razón dialógica o comunicativa, le eche por tierra lo que en un principio había tenido que afirmar.
Estoy hablando de la negatividad como clave de la teología y no tanto de ese “sentido” positivo que se dice generalmente que la mueve y que presupone ya, quizás, una cosmovisión o una metafísica presta a deshacerse. La teología es siempre negativa, pues no puede definir. Es lo que, bellísimamente, refiere Walter Benjamin en su famosa primera tesis sobre el concepto de historia. La teología mueve desde las sombras, dinamiza la historia desde el margen, convirtiendo, en este mundo al revés, a la víctima en su protagonista y dinamitando las ideologías desde su dolor.
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Educación y filosofía
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El sueño de la verdadMarcos Santos Gómez
La “verdad” (aletheia) en la Grecia que crea la filosofía, se vincula con un logos (razón, palabra) capaz de invocarla. La verdad habita, de hecho, en el orden (cosmos) que el pensamiento organizado en función de un inicio o de un telos es capaz de disponer en el mundo, siendo ella la esencia de ese orden vertebrador y al que aspira también la conducta (ethos). Pero además, la “verdad” origina una voluntad de encarnarla y hacerla propia, al modo de un enamoramiento, de que ese orden rija la totalidad que son, unidos, hombre y mundo cuando se cierne la amenaza del caos y el sinsentido productos de la desmesura humana propia de los héroes homéricos. La aspiración a la “verdad” será, entonces, aspiración a organizar las propias pasiones. Se crea el sujeto en la Antigüedad como particularidad que alberga y refleja ese cosmos amenazado por las pasiones del heroísmo mítico, en la medida que aspira a reorganizarlas y en la misma medida que se está fundando una civilización que aspira a un nuevo modo de relación con sus propios mitos (en gran parte esta es la lucha que se muestra en las grandes tragedias). El hombre “civilizado” (griego, frente al bárbaro) se crea en la voluntad de buscar la “verdad” que solo un cierto distanciamiento de la tradición puede ayudar a contemplar, poniéndose al servicio de la misma, del modo en que Foucault ha estudiado y descrito, en el contexto de las asambleas atenienses o del oficio de los consejeros reales.
Lo curioso es que, cuando la razón se va “aclarando” en el siglo V a. C., en Atenas, al mismo tiempo quien aspira a la verdad sea digno de elogio pero también vilipendiado y perseguido, desde Pericles a Sócrates. Este doble carácter del veridictor que desde entonces se darán en el mundo griego y que reubica la “verdad” como lo que hace bellos los espacios de la fealdad, como amada y temida al relucir en lo marginal entrando en pugna con los valores homéricos, convierte a la filosofía en una actividad peligrosa. Decir la “verdad”, ser su portador, invocarla y traerla al mundo, implicará oponerse a lo mayoritario, como por otro lado ya estaba prescrito en el mundo de los Siete Sabios y era intuición profundamente griega que procedía del ideal de la aristocracia en la Grecia arcaica. El sueño de la verdad, su brillo, detentará elementos monstruosos que nadie quiere, aunque en su fuero interno, se desee y llegue a enamorar. Esta es la contradicción de la democracia griega, que no puede ejercerse sin la pervivencia marginal de aquello que cuestiona (un cierto ideal o componente aristocrático), de la sombra de una aristocracia inversa que corrige poniendo el dedo en la llaga y que por muy odiada y combatida que resulte, acabará siendo la vencedora en occidente y la que ya siempre portará el esplendor del viejo sino transfigurado y proteico.
El griego, que desarrollará un paradigma epistemológico realista, siempre presupondrá la adecuación del conocimiento humano con el mundo, una adecuación de la realidad y las explicaciones causales del hombre que continúan la lógica causal de las explicaciones míticas. No obstante, el efecto de la desnaturalización por la que lo cultural emerge como cultural será feroz y llegará al extremo sofístico de relativizar todo lo que no sea la ley natural (physis) u orden externo a las invenciones humanas que se opone a las virtudes sociales de la convivencia, relativizadas. El logos que presupusiera el cosmos, u orden del mundo, ha acabado, en su tensión, en su movimiento excéntrico de alejamiento de lo cultural céntrico, por disolver el orden que podía dotar de una cierta cohesión pre-lógica al conocimiento humano y los saberes. Han nacido las grandes escisiones de la civilización. Los contenidos o saberes de la cultura, ya en forma “escolar”, habrán de enseñarse didácticamente, metódicamente, pero justo porque ya no son vividos, porque ya no son nuestro “centro”.
Según resalta Jaeger, en su obra Paideia, una de las claves de esta racionalización fue el derecho, en cuanto poder objetivo del hombre para regular su comunidad a partir de una dikéo justicia desde la que se valora la vieja tradición y desde la cual se impugna el viejo derecho de sangre de las sociedades aristocráticas de la Grecia arcaica. La justicia, a partir de la razón, ya no podrá equivaler a venganza.
Tanto los pueblos antiguos, como los griegos de las polis, ensalzaron con orgullo su derecho, como un logro de innumerables cualidades. Así, prosiguiendo lo que supuso el derecho, o extracción de una dikécomo justicia racional y universal frente a la costumbre no meditada y que ya marcaba el inicio de la civilización, emergen otras formas o dimensiones de la racionalidad. Pero, y esto es lo que en especial deseo resaltar, ha de haber una voluntad de creer en ese orden hasta el punto de dejarse, como comunidad y como sujetos, fabricar por el mismo.
La paideia es la configuración de un nuevo lastre cultural como respuesta necesaria al vuelo excéntrico de la razón. Pero esta reintegración de lo cultural se hará sin perder ya nunca el distanciamiento y una cierta mirada exteriorizante. El resultado será que ya nunca podrá vivirse en la cultura como en los momentos del mito. El logos discernirá y destilará sus imágenes en un proceso agónico e incesante de impugnaciones y fugas.
Si antes eran los mitos los que creaban el modo de ser hombre (y, por tanto, al propio hombre), ahora la nueva élite intelectual, pálido remedo de la anterior aristocracia, ha de regirse y construirse de manera premeditada y consciente por el logos. Así, para el ateniense, razón será, desde un principio, sinónimo de educación, en la medida en que su impulso configurador afecta, en primer lugar, al modo de ser hombre. Pero para ello, insisto, tiene que haber una fe en la dignidad de la razón emergente y una vocación religiosa por racionalizar el mundo que funden y justifiquen su paideia.
Este sentido organizado y racional de la educación no se entendería, por tanto, sin la emergencia del logos como tensión exteriorizante, por una parte, y sin una erotización o enamoramiento respecto a la “verdad”, un amor por la verdad. En la Atenas del siglo V a. C. el vínculo con la ley es mediado por el logos, por la palabra y el pensamiento que la objetiva y extrae de la costumbre. Lo fundamental es que ha de darse, decíamos, una suerte de conexión erótica con la verdad que justifique su búsqueda. Así, los atenienses inventan el banquete como tiempo en el que el vínculo de la amistad sirve para el cultivo de esta nueva manera de entender la existencia. En el mismo espacio en que se cultiva el placer de los amigos, se cultiva el nuevo placer de dar razones, hilar discursos y practicar la dialéctica. Emerge la racionalización del mundo asociada al amor, como en El banquete resaltará Platón en boca de Sócrates, pero de un amor por la verdad que fundará no tanto su encuentro, sino una trágica búsqueda jamás finalizada. Así, el filósofo es amante y pobre, porque ama aquello que no tiene, de lo que carece, lo que el cosmosse resiste a donarle, el principio del orden. Sin entrar ahora en los importantes nuevos matices del siglo IV a. C. de Platón, que consisten en postular esta verdad como centro más real que la realidad, como clave secreta que sacraliza a las apariencias desde fuera, como eidos, en el siglo V a. C. el camino para la verdad será la dialéctica cuyo componente de duda y fracaso conducirá a la moral relativista cuyos peligros obligarán a reforzar en Platón el carácter afirmativo y concebible de la verdad, en cuanto posibilidad de ser lograda, de que el amor del filósofo culmine.
La relativización de la sofística será tal, que desaparece en ella el viejo enamoramiento por la verdad. El prestigio de la verdad es en este universo relativista un prestigio interesado, en el que se mezcla, contradiciendo el peligro y la fealdad del veridictor ateniense de las asambleas, el ansia de ascender socialmente empleando para sí, de un modo consciente, los valores sociales que donan el prestigio y la admiración. Es el apogeo de una razón estratégica que acompañará ya siempre, también, a occidente, a su política y al derecho. La paideia se teñirá también de esta forma “agnóstica” de la razón, que ya no postulará su excelso telos, pero que seguirá actuando como línea ascendente o progresiva, hacia fines ajenos a la vieja “verdad”. Esta democratización o popularización de la verdad, que la despoja de su viejo prestigio inalcanzable y excéntrico, convertirá a la razón en juego para ganar o perder. Así, ocurre ya en el siglo V a. C. la paradoja del elitismo democrático, es decir, que para salvar una diké que beneficie a todos, hay que situarse fuera de los juegos de poder que proliferan en las democracias y de sus fines utilitaristas.
En los hombres eruditos de la Grecia helenística, en especial, y como algo ya prefigurado por la anterior sofística, opera un descreimiento, un agnosticismo respecto a la “diosa” razón que ha olvidado la antigua seriedad que la acompañó como búsqueda de la verdad motivada por un único y exclusivo interés por ella misma. Coexisten, pues, dos modos de ser que, a su vez, se definen y distinguen por su relación con la verdad. Podríamos llamar a uno “auténtico” (socratismo y platonismo) y al otro falso o inauténtico (sofística y erudición helenística). El enamorado de la verdad denunciará el enamoramiento de ídolos en el que incurren los descreídos, y el descreído se reirá de cómo el enamorado veridictor confunde un fantasma con la inexistente verdad, pues también ella es un ídolo.
El estoico, y en especial Séneca ya muy tarde, encarnaron un nuevo amor por la verdad en un tiempo en que la paideia había evolucionado o degenerado hacia lo erudito, a lo ornamental del conocimiento cuyo valor era otorgar prestigio social en un ingente maremágnum de datos que rodaban en millares de rollos de papiro y en la memoria asombrosa de los hombres cultos. Séneca retorna a la seriedad de la verdad y al auténtico enamoramiento por la misma en sí, en cuanto verdad, y, por eso mismo, a una recuperación del afán de hacerse según ella en lo que ahora será, destaca Foucault en uno de sus últimos cursos del College de France, una contra paideia. Si la verdad era la clave de ese orden del mundo que el esfuerzo lógico del nous descubría, un orden inserto en la palabra, ahora había, de nuevo, que acoplar el cuerpo, acordarlo, sintonizarlo, a ese modo profundo de ser vertebrado de lo real. Estamos, de nuevo, en lo que indicábamos en el inicio de estas líneas. A partir de la idea cósmica de la realidad, se impone la regulación que, de nuevo, intenta crear un sujeto capaz de la excentricidad necesaria para decidir, más allá de lo estratégico y lo socialmente avalado, quién quiere ser sin ceder a lo céntrico de la corriente social. La potencia de la razón exteriorizante nos crea, en una suerte de contrapaideia. El hombre, ser que piensa, ha de crearse en cuanto que emergente de su propio núcleo social y por ello, Séneca retornará, salvando ciertas distancias, al socratismo marginal de Diógenes de Sínope y la escuela cínica, aunque tomando distancia también de su histrionismo. En realidad, el estoico emprende un movimiento consistente en tomar distancia (o crear la distancia) para volver a ser capaz de mirar el mundo lejos de la inmersión ciega en la cultura erudita que se había constituido.
Y en la incorporación al cuerpo y a las emociones de esta regulación universal desde la cual mirar como “algo”, o sea, como un “aparte”, el tropel de la cultura, se cifrará la mitigación del dolor y el sufrimiento, cuya existencia no se niega, sino que se encauzan en el curso secreto y majestuoso del cosmos. En el campo político, el estoicismo implicará la recuperación del enamoramiento, la fe y el peligro de la verdad al estilo, señala Foucault, de los consejeros de los gobernantes (Séneca frente a Nerón). Algo que el propio Platón había, por cierto, encarnado también en su biografía cuando viajó para ser consejero de un tirano en Sicilia.
Las prácticas obedecerán a la palabra, en este mundo reorganizado desde fuera aunque apelando a su orden interno. Lo que se pretende es la coherencia, que es la forma de restaurar y asegurar el imperio de la verdad. Pero, el mérito y la actualidad de Séneca, consiste en que dicho orden carece de fundamentos, pues no hay soporte ni sentido que lo justifique. La verdad vuelve, en el fondo, a disolverse en su propia búsqueda, a convertirse en afanosa e incesante persecución. Hay una cierta desentificación de la verdad en él. Ésta se torna sombra o impresencia misteriosa que aunque no fundamenta el mundo, lo funda de un modo suave y susurrante. El orden, ahora, no es decible, sino misterioso, aunque inmanente, debiendo ser invocado en el ámbito de la conducta (ethos). Es el misterio que el propio mundo alberga en cuanto que existe y que, como la forma más profunda y letal de las bellezas, llega a justificar el dejarse morir sin mover un músculo de la cara en nombre de una verdad que muy difícilmente puede ya ser creída como en tiempos de Sócrates.
Finalmente, en la ausencia de la verdad como ente que hallamos en Séneca se da la hermosa paradoja con la que termina esta historia. Que de la verdad sólo permanece la admiración y que, después de todo, la verdad sólo había sido el amor por la misma y su búsqueda inagotable. Nada más.
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Educación y filosofía
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La divulgación como cháchara.Marcos Santos Gómez
En ciertas críticas que acometí tiempo atrás contra la institución escolar, lo que vine a defender es que superar la escuela significa trascender lo que ésta tenga de banalización del saber y por eso he podido sugerir que la buena pedagogía es aquella que aun tomando conciencia de las limitaciones de su medio y justamente por ello, es capaz de apuntar más allá del mismo. Pero el asunto plantea numerosas dificultades y no se responde con soluciones simples. Hay que preguntarse si, a partir de la conocida verdad expresada por McLuhan de que el medio es el mensaje, la escuela determina cualitativamente lo que en ella pueda decirse de una manera fatal; lo que, por cierto, intentó señalar Iván Illich con su concepto de “curriculum oculto” (que fue el primero que lo utilizó dándole una importancia fundamental como clave explicativa en el análisis de la escuela). Es decir, existe un mensaje de hecho, fáctico, que la escuela aporta en cuanto que es escuela y que cierra posibilidades para la contradicción o para la creación de saberes en disposiciones alternativas a la escolar. Es esto mismo que nos planteamos cuando se realiza la reducción del conocimiento a un lenguaje desprovisto de densidad y de historia, en lo que llamamos “divulgación”, lo que nos preocupará en las siguientes reflexiones. Lo que voy a defender es que el modo plano, esquemático y sintético de presentar las cosas propio de lo divulgativo transmite una imagen falsa y empobrecida de lo que realmente significa una disciplina y oculta de la misma lo esencial, de un modo paradójico, porque su pretensión es presentar precisamente lo esencial.
Si partimos de la escuela, nos preguntamos: ¿Oculta el entramado burocrático de la escuela el elemento poético que caracteriza a lo educativo? O, refiriéndonos al modelo actual, ¿resulta intrínsecamente pernicioso el tipo de escuela que estamos creando, sin maestros ni contenidos, que confunde, muy al estilo neoliberal, libertad con ausencia de regulación? Del mismo modo, en la vorágine de las nuevas tecnologías de que también se nutre hoy la innovación escolar, cabe que nos preguntemos por las limitaciones que imponen y que también constituyen una forma de mensaje; la forma y la estructura que afirman una concreta perspectiva acerca de lo que es “pensar”. Me refiero a internet, las redes sociales, las plataformas virtuales y a este mismo blog. Internet como ámbito en que cualquiera puede decir cualquier cosa, que infunde la creencia de que para pensar sólo hay que hablar sin escucha, preparación ni tiempo. Un ámbito para hablar de una manera desmedida sin meditar lo que se dice. ¿Está lo técnico invadiendo nuestro decir y nuestro pensar en su superficialidad como modo único y absoluto en la aprehensión “racional” del mundo? ¿Están lo técnico y su cháchara absolutizados y omnipresentes convirtiendo nuestro mundo en la peor de sus posibilidades?
Solamente desde el fatigoso abandono de lo cotidiano es posible aproximarse lúcidamente a lo real. La libertad en el pensar se obtiene al tomar la distancia teórica que demanda la mejor captación de la realidad y que nos inmuniza para no ser arrastrados por aquello mismo que pretendemos comprender. Hay un poder emancipador en la teoría que sólo puede extraerse cuando ella es capaz de fundar un ámbito propio y dirigirse al mundo desde un interés librementeescogido, en el que operen conceptos y no ciegas fuerzas sociales. Lo que se da en el pensamiento que quiere extraer de la praxis sus consecuencias, no es una confusión entre teoría y práctica, sino, en todo caso, una dialéctica entre ambas en la que ninguno de los polos silencia al otro, para lo cual, el estudioso ha de saber recibir lo que el mundo expresa mudamente. Si se quiere hablar y pensar con propiedad, se precisa, por tanto, de esta costosa tarea.
Desde una voluntad esclarecedora y emancipatoria, se torna preciso reivindicar paradójicamente un elitismo en el pensar, como practicara T. W. Adorno. Porque el pensamiento deja de serlo cuando cede a la tentación de divulgarse, en la medida en que al abandonar el ámbito conceptual tiene que adoptar formas banales de expresión que no ahondan en lo que quieren ahondar pues abundan en la inconsciencia y en la inconsistencia. Por eso, la filosofía posee sus “tecnicismos” que sirven a esta tarea de la mejor aprehensión de la dimensión real cuyo estudio asume. Estos “tecnicismos” son, en el caso de la filosofía, los conceptos que se han empleado, discutido y analizado a lo largo de una antigua tradición en la que ha habido pocas respuestas y muchas preguntas. En esta larga discusión entre autores vivos y muertos, se ha ido puliendo a sí misma para eludir auto engaños, desde una altísima exigencia y rigor, que son su principal virtud. La areté del filósofo es, justamente, esta fidelidad de la filosofía a sí misma que ha garantizado su distanciamiento respecto a la confusión de inercias que representa la vida corriente. El buen filósofo, antes que el ingenio, la creatividad, la penetración, la agudeza o la inteligencia, ha de haber encarnado el puro amor por la filosofía en sí, que es a su vez, un amor precario e imposible por la sabiduría, un estar permanentemente en el camino del saber, pero no en el mismo saber.
Pensar no puede ser una tarea fácil ni puede ejercitarse con la claridad descriptiva o explicativa que nos gustaría, ya que la realidad es complejísima. Lo complejo no puede ser dicho sin complejidad y la claridad del filósofo que se ha afirmado que es su cortesía es acaso cortesía hacia quien ni quiere ni puede ni está obligado a adentrarse en la tradición filosófica, pero no rendimiento de cuentas a la realidad. Siendo cortés con el profano, no se es cortés con la realidad. Lo mismo sucede con la física, por ejemplo, y nadie lo discute.
La complejidad del propio hombre en sus dimensiones ética o política requiere no sólo de descripciones y argumentos, a los que hay que recurrir constantemente, sino también de otras vías que incluyen lo narrativo. La experiencia que es en sí la propia existencia humana, sólo puede decirse narrativamente o “señalarse” de maneras tangenciales, oblicuas que acaso resten claridad referencial al lenguaje empleado porque deba adentrarse en el pre-universo que ha de darse antes de hablar del universo. Esta tensión intrínseca en el decir filosófico o en el pensar, se manifiesta en el dilema de cómo hablar ordenadamente del orden, cuando lo estudiado rige previamente lo dicho (las preconcepciones que en realidad siempre tenemos cuando incluso creemos referirnos linealmente al mundo natural). Este problema de tener que tratar con aquello que ya viene dado en su propio instrumento, es el que ha angustiado el devenir filosófico. El de una suerte de constante trascender inmanente, de juego de fugas y tensiones por el que una definición jamás puede agotarse. La filosofía funciona quizás donde el mostrar sería más elocuente, pero su misión es decirlo, con lo que ha de tensar el lenguaje y el propio pensamiento.
Si abandonamos el canon estricto de la referencialidad, la filosofía ha practicado caminos para hablar del mundo desde el propio mundo, como si, al modo hegeliano, el espíritu hubiera de hablar de sí mismo desde sí mismo a sí mismo, asumiendo lúcidamente la carga de mundo que porta en su intento de referirse al mismo. Esta lucidez no equivale tanto a eliminar prejuicios, como se ha dicho, sino a ser capaz de tomar conciencia de ellos, de reconocerlos y tornar el juego entonces un juego lúcido.
Para ello, se ha dado una tensión que fatalmente ha de acompañar a todo filosofar y que requiere la valentía de la constante pérdida del suelo que nos sostenía bajo nuestros pies. Es este peligroso vuelo de la lechuza el que ha caracterizado el filosofar desde los orígenes griegos. Esta suerte de autoconciencia por la que el mundo parece tener que despojarse de sí mismo para contemplarse. Una tarea que además, por ello mismo, está condenada a resultar trágica, es decir, irrealizable, un afán destinado al fracaso.
Así que resultaría contradictorio que se ejecute este modo de complejo vínculo con lo real en formas banales, sin el apoyo de conceptos trabajados ni su inserción en una larga y noble tradición de audacia y profundización intelectual. Estamos hablando de un pensar difícil que además de captar lo real, debe él mismo pulirse, pulir sus conceptos interminablemente. Este trasiego, este ir y venir a lo presupuesto no es fácil ni se logra con un pensar que se constituya como frases hechas. La divulgación es esto mismo, la exposición de un movimiento que no puede serlo ella misma. Por eso, como se dice de la traducción, siempre traiciona y falsifica. Es lo que quería decir Kant cuando indicaba que sólo se puede aprender filosofía filosofando, sólo se puede profundizar o recoger la complejidad del mundo de manera activa y costosa, no precisamente adhiriéndose a frases hechas que ofrecen fragmentos petrificados de la infatigable búsqueda.
Lo grave es que esta ausencia de reflexión está ya presente en la utilización de conceptos “vulgares”, en los propios conceptos empleados por la exposición divulgativa que no ofrece sus razones, que no indica sus caminos. Algo así como aprender física sin matemáticas. El profano en la física, como yo lo soy, puede acaso captar algunas de sus bellísimas y conmovedoras ideas, captar algo del proceso que las ha creado, hacerse un plano de cómo es la cosa y emocionarse, pero jamás paladeará de verdad la física. Es una condena que debemos aceptar y que, en la línea de lo comentado en posts anteriores sobre la mortalidad y la finitud, implica precisamente aceptar nuestros límites. Es una forma en la que, también, la muerte nos saja y nos recuerda que hay una belleza inasible en el cielo estrellado que es más, mucho más, que cualquiera de nuestras pobres vidas.
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Educación y filosofía
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¿La Pedagogía ostenta reminiscencias teológicas?Marcos Santos Gómez
Todavía, a pesar de lo explicado en el post anterior, puede haber quien desde un grave desconocimiento de lo que es la filosofía pueda sospechar que en el proyecto de ampliar el margen de lo racional más allá de la racionalidad objetivante de la ciencia a la racionalidad filosófica, podamos estar abogando subrepticiamente por una reintroducción de la teología en la Pedagogía o en las Ciencias de la Educación. Pero, del mismo modo que intenté argumentar que en absoluto la ampliación de la razón propugnada equivalía a una incongruente entrada de lo irracional como clave en la comprensión de lo educativo, ahora quiero subrayar que dicha ampliación de la razón aplicable a lo educativo, significa también superar lo que en algún artículo reciente se señala con el nombre de “fundamentacionalismos”. De hecho, la razón científica coincide en esto con la razón teológica (ontoteológica, en realidad, en la concepción de Heidegger), es decir, ambas tratan de cimentar sus “productos” en fundamentaciones fuertes, en cadenas de entes, como serían las de una trama de tipo causal que justifique el mundo en su actual presencia, de manera que resulte eliminada cualquier objeción (en cuanto que lo que se presenta lo hace sin dejar el menor resquicio a ser de otro modo). Lo que es, es lo que hay, sin sugerir lo otro posible.
Nada más lejos de lo que quienes planteen la objeción que da pie a este boceto entienden por “teológico” o “teología”. Porque para muchos de ellos, la teología o su reminiscencia consisten en la persistencia de una suerte de constructos vagos e indemostrables, heredados de la tradición más eclesiástica, que fundamentan, que dan una finalidad fuerte y una definición exenta de duda de lo educativo visto en la forma de esencias o sustancias. Desde estos objetos que se postulan como reales, de un modo platónico con frecuencia, al modo de eidos, se justificaría un tipo de educación, con su correspondiente estilo didáctico, conservador e inmovilista, que dice o halla vaguedades espiritualistas o una suerte de “alma” o un “sujeto” educando que olvida el tiempo gerundio que lo caracteriza y que manifiesta una naturaleza y fines preestablecidos o se rige por valores “eternos”. Mi tesis es que, en primer lugar, retornar a la Pedagogía como modo filosófico de pensar lo educativo implica todo lo contrario: una deconstrucción de esta especie de mundo de ultratumba incorporado a la realidad. Y, en segundo lugar, que las reminiscencias de este modo cerrado de mundo que ellos llaman “teología” pueden hallarse sorprendentemente también en las Ciencias de la Educación.
Como decíamos, la razón que desde las distintas formas de positivismo que imperan en las Ciencias de la Educación se asume es la que recoge la realidad educativa bajo un modo de aparecer como presencia afirmativa que no incorpora la posibilidad de ser de otro modo, sin el juego de desdoblamientos, bifurcaciones, relaciones y ocultamientos que es el fondo de las cosas, su realidad impresente. Hablamos, como a continuación vamos a desarrollar, de realidades desprovistas de sombras, sin negatividades, sin la nada que las cerca (por la que Nietzsche entenderá la desfundamentación, su desligamiento de otro ente fundador).
Pues si se justifica que todo ha de devenir del modo que lo ha hecho, no quedaría espacio en esa racionalidad explicativa para resaltar las fisuras que puedan impugnarla. El saber de las Ciencias de la Educación o de la Didáctica o de una Teoría de la Educación con pretensiones técnicas, sería, pues, un saber con vocación instrumental que operaría en lo educativo y podría acaso cambiar algunas cosas, pero lo básico, la estructura o malla o marco con el que captar lo educativo, no cambiarían. No puede haber un salto cualitativo a otro modo de ser desde una intencionalidad que es en el fondo instrumental, como la implicada por la razón de la técnica que subyace en los fines de estas ciencias. Son ciencias de lo dado, de la presencia, de lo factual que ni deben ni quieren ni pueden entender de otras dimensiones de lo ente.
Estaríamos hablando de un tipo de explicaciones que llenando la realidad, bajo la metáfora moderna de una plena iluminación capaz de ofrecer una imagen exacta, segura y clara del mundo, no puedan, como es lógico, iluminar aquello que aun siendo, en la forma de posibilidades, no encajaría en la presencialidaddel mundo. Quiero decir que la ciencia, empleando un esquema que se acopla mucho mejor al mundo “natural”, en lo social y lo educativo agotaría lo real en una descripción total, ajena a todo “principio esperanza” (Bloch), en un discurso que no destacaría lo que no encaja, pues se cimenta en el esquema metafísico de un universo en el que, por definición, todo debe encajar. O sea, en este tipo de razón omniabarcante y plenamente iluminadora, no habría manera de entender y mirar en el mundo aquello que impugna el orden que se nos presenta a la vista.
Lo que ha aportado la filosofía al estudio de la educación es un modo riguroso de evitar este peligro por el que los discursos sobre la educación devendrían en ideología (por “ideología” entendemos aquel discurso o sistema de creencias cuya función sea preservar y dar cohesión al orden social existente, rebajando el horizonte de lo posible a lo que aparece). Para una razón más amplia que la que se aplica al retrato de lo factual, existirían los espacios que siendo apropiados, serían capaces de hacer peligrar toda esa trama ideológica y la estructura de lo presente. Es decir, haría falta una razón que “vea” lo no visible partiendo de ello, que es donde reside la clave para transformar el mundo, es decir, aportando la posibilidad de un nuevo modo de ser, de una transformación cualitativa, de una nueva cosmovisión cultural y existencial que supere la patología de lo que se nos da y que signifique una orientación o perspectiva diferente y más amplia.
Pero esto no significa que ensalcemos un pensamiento vaporoso, sin pies en la realidad, intuitivo o mágico, sino por el contrario, se trata del esfuerzo “metódico” por buscar modos en el pensar que nos puedan resituar en los espacios de lo social aptos para deshacer todas las tramas. Dichos espacios son realidad y no fantasmas, aunque son realidad invisibilizada por las ideologías, como hemos dicho. Por ejemplo, la posibilidad real de una humanidad sin hambre puede centrar la mirada en lo esencial, puede ayudarnos a contemplar nuestro mundo de otro modo y, por ende, al propio hombre. O, dicho de otro modo, el ejercicio de una razón que ejerza una función crítica a partir de la capacidad de rehacerse y de rehacer sus construcciones incorporando las tensiones y horizontes en lo social y en el propio ser que nos devuelvan una perspectiva más global de la realidad que, sin embargo, nunca la agote.
Por supuesto, pensar de este modo se ha venido haciendo a lo largo de toda una viejísima tradición que hemos llamado filosofía y que ha coexistido con el modo que Ellacuría llamaba “ideológico” del filosofar. Con esto, lo que quiero resaltar, sin entrar en detalles que conducirían a que estuviéramos componiendo ahora un artículo riguroso y no un simple post de un blog divulgativo, rigor al que estaríamos obligados en caso de que estuviéramos escribiendo de una manera de verdad filosófica (ahondando en los matices, empleando los tecnicismos que la filosofía ha desarrollado para proceder con mayor eficacia y precisión y en especial discutiendo con toda su noble tradición), lo que quiero resaltar, decía, es que creer que la filosofía sólo sea ideológica y que lo es, además, por su ligazón con una teología o metafísica fundamentacionalistas (lo que Heidegger llamara “ontoteología”) es un grave prejuicio producto de la peor de las ignorancias: la de no aspirar a conocer aquello que se ignora o no apreciarlo porque se lo ignora. Y cuando existe este tipo de ignorancia, justo entonces, en el mundo de la academia y la universidad, operan los prejuicios ideológicos sin que nos demos cuenta o imperan otros intereses espurios que no tienen que ver con el conocimiento.
Nada más absurdo que la estulta creencia de que la filosofía es creencia. Aunque si hemos de ser justos, no podemos dejar en estas líneas de matizar que tampoco, propiamente, lo teológico es, todo ello, creencia. Ha habido un esfuerzo muy serio por atreverse a pensar a “Dios” y la fe, para quien la tiene o para quien siente solamente la curiosidad, que ha intentado evadirse de los peligros de las mistificaciones, de los prejuicios esencialistas, los fundamentacionalismos del Dios causa, para apuntar a modos de “decir” y “comprender” lo sagrado que no impliquen todo ello. Éste ha sido el caso, viejísimo, de la teología negativa y de muchas corrientes que se han dado en el siglo XX. Porque si entendemos, como entienden hoy muchos teólogos, que la teología es razón que, básicamente, recoge y se confronta con la negatividad que significa para la historia el sufrimiento, nunca puede dar sistemas ni respuestas finales. Habría, mejor o peor logrado, este esfuerzo en la propia teología por incorporar una razón que es crítica, que disuelve las tramas ideológicas y que intenta no basarse en lecturas sustancialistas, metafísicas o fundamentacionalistas de la realidad. Un ejemplo de ello sería la teología de Ellacuría y de gran parte de los teólogos de la liberación, cuya mirada se centra en lo tangencial, lo invisible y lo marginal, por lo que difícilmente pueden ser considerados saberes ideológicos.
De todos modos, lo que quiere decirse cuando se achaca a la Pedagogía el ser teología es, no tanto que se parezca a esta teología de lo no logrado, de lo vencido, sino a la teología justificativa que parece inventar constructos que las Ciencias de la Educación, desde una razón positiva, no pueden admitir. Esto está bien. Lo único que ocurre es que además hay que precisar que los modos más críticos y amplios de racionalidad por los que abogamos para que el estudio de lo educativo vuelva a ser Pedagogía, no fabrican castillos en el aire o fantasmagorías. No. La Pedagogía por la que apostamos nunca sería eso, aunque es cierto que ha existido ese tipo de enfoques. Se trataría, repetimos, de tomando el hilo de la tradición filosófica, en especial la contemporánea, buscar modos de pensar rigurosamente la educación que no intenten comprenderla a partir de mistificaciones, de “cosas” fuera del mundo, de vaguedades y, menos aún, atrapada incoherentemente en la red ideológica de un modo de producción concreto, que diría el marxismo más clásico y que, además, sea consciente de los intereses y las prácticas que pueden estar interviniendo en determinadas conclusiones, por encima del estricto interés por la “verdad”.
Para ello, nuestra apuesta es por formas de pensamiento que cuestionen y sospechen de lo que nos viene dado, desde la visualización de posibilidades que aun formando parte de la realidad, aún deben realizarse (Zubiri, Ellacuría); a un énfasis y punto de partida en el sufrimiento y lo no logrado que deshaga los constructos y sistemas que intentan clausurar la historia (Adorno); a una Teoría Crítica que visualice los intereses de toda teoría en su vínculo previo con lo dado y asuma lúcidamente un interés emancipatorio para guiarse (Horkheimer); a una teoría que destaque lo malogrado de la historia, la cual se habría alejado de un entorno cultural en el que expresar y realizar las necesidades humanas de un eros que habitando en la mediación de una cultura no implique un insuperable malestar (Fromm); a una superación fenomenológica de la mirada naturalizante (fenomenología en todas sus amplísimas vertientes); a una conexión no entificante con el origen que eluda la cristalización de las cosas y su apropiación técnica como modelo de falsa vinculación con el ser (Heidegger); a un desfondamiento del constructo sujeto-moderno desde la hermenéutica (Gadamer, Ricoeur) o su superación estructuralista y postestructuralista (Foucault); una incorporación de la finitud, del estar arrojado y del tener que hacerse en lo educativo (existencialismo); una razón dialógica y comunicativa que nutriéndose del mundo de la vida supere el subjetivismo moderno con un modo de ser intersubjetivo que aspire a lo mejor (Apel, Habermas); modelos pragmatistas o neopragmatistas de la racionalidad (Dewey, Rorty); una razón débil que no acuda a “fundamentos” y pruebe modos de ser como cosmovisiones, mediante reinterpretaciones y sucesión de perspectivas (Vattimo); pensar la realidad como tensionarla antes que construirla como identidad (Deleuze); a una deconstrucción que muestre en qué contexto (lingüístico) se define la “verdad”, en la asunción de que mundo es igual a juego de lenguaje (Derrida), etc.
Toda esta riquísima tradición contemporánea y actual de la filosofía, lo que ha hecho es plantear qué es la razón, es decir, el significado, posibilidades y procedimiento del pensar, para que éste se constituya sin el recurso a los viejos modos fundamentacionalistas de operar, o sea, sin “teología” a la vieja usanza. Nada de esto puede ser tachado de sustancialismo ontoteológico y, sin embargo, en todas estas corrientes puede afirmarse un prurito de liberación o, en todo caso, de cuestionamiento, sospecha y disolución “desideologizadora” (palabra empleada por Ellacuría) que comprende visualizando e “incorporando” sin subsumirlo lo que falta, asumiendo su nada para, desde ella, renunciar a las justificaciones (Nietzsche), como “saber” inacabado de lo inacabado. Pero me remito a una tendencia y forma de pensamiento aun más viejo, que pasa por Freud, Marx, Feuerbach y que, a lo largo de la historia, ha ejercitado un modo de comprensión que ha sido antes pregunta y duda que respuesta, o cuya respuesta es otra pregunta.
Por eso mismo, si estamos pidiendo que la Pedagogía retorne a este suelo, estamos abogando por un pensamiento educativo desideologizador, movido por ese interés de desenmascaramiento. Lo que, dicho de otro modo, equivale a un modo de pensar lo educativo, de investigarlo y abordar su estudio, que trate de tomar conciencia de los propios prejuicios e intereses para, como diría Séneca, no ser esclavo de sus pasiones.
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Educación y filosofía
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La razón filosófica de la Pedagogía (crítica).Marcos Santos Gómez
Defender la tesis de que las “Ciencias de la educación” vuelvan a ser “Pedagogía” no equivale, en absoluto, a una renuncia a la racionalidad en el estudio de la educación, sino, todo lo contrario, es sinónimo de una mayor racionalización del mismo. Porque se trataría de afinar qué entendemos por razón y de delimitar en su estricto ámbito y horizonte el modo de racionalidad más restringido que opera en la ciencia para comprender lo que ha sucedido al reducir el modo amplio de razón comprensiva de la pedagogía a la razón explicativa de las ciencias de la educación. Es decir, el término “pedagogía” sugiere una vuelta a pensar lo educativo en su más originario y metafísico anclaje, en la medida en que emergió históricamente como un requisito del nuevo logos griego que produjo los procesos en la cultura y el conocimiento que demandaron un modo específico de formación consciente que se llamó paideia.
La civilización nacida con el logos fue la que de un modo amplio toma distancia del mito pero para percatarse (a lo largo de la historia de la filosofía) que había también una insuperable vinculación profunda con el mismo que como fatal tendencia ha nutrido la imaginación de los hombres, que han necesitado también soñar y expresarse con imágenes. Una cosa es incorporar la finitud y la contingencia a la razón que deba nutrir a la Pedagogía, y otra expresar y mostrar la dimensión personal y existencial de la misma que incluye los “fenómenos” del duelo y la muerte. Esto último es lo que hoy cubrirían las artes, esta honda necesidad expresiva de “pensar” sin palabras o mejor dicho, sin conceptos. La filosofía, como primer estilo de la racionalidad ya plenamente perfilado pero con matices diferentes en las ramas jónica o ática griegas, ha sido el lugar de la razón hasta que de ella emergiera la ciencia en un proceso ahora complicado y largo como para detallar. Esto no ocurrió hasta la Modernidad, propiamente. Pero que la filosofía haya existido antes y después de la ciencia, quiere decir que la razón ha sido y es algo más allá de lo explicativo positivista y que ha intentado ser también una comprensión de lo real que en las universidades se caracterizó por ser, como es hoy la ciencia, sistemática, analítica, precisa (en la medida en que lo complejísimo del ser y de lo real pueda decirse de un modo preciso o referencial, que no se puede) y que ha debido extraer, en algunos momentos, la razón de lo narrativo del mismo modo que eran ya un embrión de pensamiento, sin ser todavía un pensamiento elaborado en sentido estricto, la poesía y las tragedias de Esquilo.
El problema ha sido que no se puede aspirar a describir (y menos a explicar) de un modo referencial lo educativo. Este es el error del cientificismo y de las corrientes filosófico-epistemológicas que emanan del primer Wittgenstein. Inevitablemente, una concepción referencialista de la Pedagogía dejaría vacíos no “detectados” en torno suyo. Al emplear un lenguaje que aspire a la conexión lógico-referencial con el cosmos, estamos presuponiendo que lo educativo es realmente así, en la forma de una estructura o cosmos. Si le aplicamos esquemas causales, habremos de asumir que lo educativo es legaliforme, o sea, que funciona siempre de un modo nítidamente causal, que es el de una construcción planificada (esto sería lo propio de confundir lo didáctico con lo educativo, lo técnico-sapiencial con lo personal-relacional).
Pero la propia razón filosófica hace tiempo que ha sospechado de sí misma, de sus engendros, como lo es la auto-configuración de la misma que llamamos Modernidad, que termina atrapada o en el objetivismo sin sujeto o en el subjetivismo sin mundo. Ahora trata de adoptar formas tangenciales o complejas para decir tangencialmente lo que es tangencial, rizomático, complejo. Si lo educativo es, como he sugerido en algún otro post, un acontecimiento, no puede, por definición, ser aprehendido, predicho o descrito con la precisión con la que se describe un hecho natural. La naturaleza personal, relacional, singular y azarosa de lo educativo lo convierten en un acontecer que desborda lo científico y que no puede ser captado reduciéndolo a variables o datos. Sólo una parte de lo educativo corresponde a esa metafísica que presupone un mundo legaliforme y fundacionalista, o sea, observable y causal, pero no la honda y enrevesada raigambre de todo ello.
Entonces, puede haber una razón, y la ha habido, que intente no tanto reflejar o referir directamente, sino traducir el mundo a conceptos, por lo que entiendo el lenguaje con la función de decir lo indecible. Este querer decir lo indecible afecta a la razón, que se torna contingente y precaria, y a la verdad, ahora no menos contingente y precaria. La fortaleza de las tramas que pueden verse en el mundo han de falsificar, en cierta medida, o despojar, al mundo de su carácter indecible en última instancia, del mismo modo que la exuberancia expresiva del mito fue despojada de sus imágenes y símbolos para destilar sus verdades desnudas, como esquemas (de las generaciones de los dioses se extrajo la causalidad para “verla” en el mundo). Pero este procedimiento se hizo sacrificando el componente abisal e incierto que en los mitos tenía la verdad, una verdad que requería de las imágenes eliminadas y que ahora carece de la autenticidad de las sombras que incorporaba en sí, de la ambigüedad y de su incapacidad para acertar de pleno con la composición del mundo. Para inventar la verdad como correspondencia in speculo entre lenguaje y mundo hubo que renunciar a la verdad de lo no dicho, de lo mostrado, de lo sugerido más allá del límite, de lo esperado y de lo soñado.
Hasta cierto punto esta verdad hallada violando sus propias normas es también el esfuerzo de algunos poetas, pero habría que estudiar las diferencias entre poesía y filosofía. En cualquier caso no soy partidario de disolver sin más lo racional en el arte y no es la conversión de la disciplina que piensa lo educativo en intuición o pura imaginación estética lo que deseo propugnar en estas líneas. No se trata de mero sentimiento, sino, en todo caso, de emoción inteligente, de un logos vertebrando el caudal de las emociones. Lo que nuevamente veo, con asombro, que intentaba ya hacer la antigua escuela estoica y, sobre todo, hablando con propiedad, Séneca.
Acaso sean, arte y pensamiento, dos caminos, el del decir y el del mostrar, por lo que el ir más allá de lo decible en la educación no ha de implicar una renuncia a decir, a emplear un lenguaje conceptual y no poético. Sólo desde este ámbito más básico es posible, creo, aspirar a entender o mirar lo que acontece cuando nos educamos, muy por debajo de las derivaciones más sapienciales y técnicas de la paideia. Se trata de asir la realidad con la plena conciencia de la pobreza que acompaña a la aprehensión conceptual, que es la propiamente filosófica. La filosofía es un saber que lo es a sabiendas de que no puede saber lo que quisiera, o sea, un conocimiento trágico. La Pedagogía, si retorna a su germen filosófico, parte de la toma de conciencia del fenómeno educativo en toda su inabordable amplitud, de que lo que sabemos es menos que lo que se nos escapa de entre las mismas manos al conocerlo.
Para entender que la excelencia en la Pedagogía se basa en su precariedad y, sobre todo, en la cabal conciencia de la misma, hay que haber asumido, previamente, que cualquier aproximación racional a la realidad, y más a una realidad tan compleja como lo educativo, es necesariamente precaria y mantiene un carácter de incertidumbre y provisionalidad tanto en los métodos como en los resultados que sólo puede aceptarse desde una pre-concepción del hombre en la que éste se encuentre entreverado de finitud. Lo que desde un punto de vista ético implica la también muy estoica asunción de que nuestras vidas e identidades (cultural, nacional, personal, etc.) se hallan estigmatizadas por la vanitas, algo que la terrible Peste Negra del siglo XIV en Europa forzó a comprender, en el tiempo en que se practicaron las morbosas danzas de la muerte y se pintaron tablas representando el mismo espantoso final para cualquier fortuna, un fracaso de los deseos que los nihiliza. Es decir, se trata de integrar la conciencia de la propia finitud en el pensar y en la investigación científica para así realizar el ideal de la comprensión por encima de la explicación o la claridad de metodologías científicas que iluminan a costa de cegar. Incorporar el miércoles de ceniza a la ciencia equivale a incorporar la humildad en el científico, pero curiosamente para afinar su mirada. La Pedagogía es, debe ser si quiere comprender, este miércoles de ceniza de la razón que aprehende trágicamente lo educativo.
Esto, que llevado a cada existencia individual puede producir en el peor de los casos puro terror o en el mejor la elegante ironía de Borges, además de ir incorporado a una ética personal, tiene unas implicaciones epistemológicas muy evidentes. El gusano que corrompe los cuerpos también pudre las pretensiones de las Ciencias de la Educación si somos capaces de tomar distancia irónicamente del método científico. Sólo así, la ciencia ganará en precisión y belleza. Sólo así, la pedagogía logrará una epistemología consciente de su impotencia y sus muchas limitaciones. Esto significa refrenar la inercia acaparadora y omniabarcante, autosatisfecha, de las Ciencias de la Educación para “ensombrecerlas” de Pedagogía.
Podríamos comparar esta función crítica de la Pedagogía con una función socrática, como la ejerciera el tábano de Atenas, de acicate, de pálido memento mori que por serlo obliga a relativizar siempre las conclusiones y que por eso mismo nunca servirá como ideología, nunca justificará un estado particular del mundo, apelando a la descomposición que toda composición del mundo alberga desde esta nueva lucidez de lo mortecino. La Pedagogía, que en el fondo ha de comprender quiénes somos, vencerá cuando reconozca que sólo puede vencer en su fracaso.
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Educación y filosofía
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Los nuevos “creyentes” de la enseñanza.Marcos Santos Gómez
Lo asombroso y admirable del ateísmo es su renuncia a creer en algo. Así, alguien que ha asumido esto, no sólo como forma de comprender la existencia y el ser, sino de comportarse, es decir, como ethos(ética), no va a ingresar en ninguna otra Iglesia ni adoptar una fe que la sustituya. Parece obvio. Ha renunciado a que su vida gire en torno a respuestas y prefiere, en un acto filosóficamente heroico, cimentarla en preguntas o en la pregunta por lo que es, que es escucha paciente y silenciosa entreverada de nada. Prefiere que ninguna imagen, sistema o metafísica rija su existencia y asume que la vida es un balanceo constante en la cuerda floja al que acaso salva, en su precaria intensidad, la belleza. Sobre las consecuencias de este valiente modo de vida mucho escribió el gran Nietzsche.
Vivir así, de manera coherente y sin ceder a la tentación de que el Dios asesinado continúe operando en la propia estructura vital, lo que abarca desde lo intelectual a lo existencial y a lo psicológico, supone, pues, una tarea ingente. Porque situarse en el ateísmo o agnosticismo implica el esfuerzo sobrehumano (que diría Nietzsche) de resistir a la inercia que, bien sea tendencia natural, o bien sea un elemento heredado a través de la educación, padecemos la inmensa mayoría de los hombres. Ya en la forma de fe de carbonero, o sea, un fideísmo voluntarista sin elementos racionales que lo justifiquen, o ya en formas místicas o ya con fundamentos racionales que reconozcan lo razonable de la creencia aun admitiendo su carácter indemostrable, el hombre parece sentir una necesidad profunda de creer, de aferrarse a una última seguridad.
Pero nada de ello es argumento que demuestre la existencia de Dios. El hombre puede albergar una inercia que en sí fabrique su ilusión, el fantasma que es ella misma y que aparte de ella no existe. Desde esta crítica, ya vieja y de tipo ilustrado, que sintetizó a la perfección Feuerbach, ante la evidencia de que todo lo que el hombre llama “Dios” son proyecciones y fantasmas de este tipo, en un ejercicio de discernimiento, se llega una y otra vez a la misma nada.
Ciertamente, el ácido de la razón ilustrada ha servido a algunos “creyentes” para pulir su fe eliminando las sucesivas imágenes que la habían poseído. Este movimiento racional es anterior a la modernidad, aunque la prefigure (Maestro Eckhart), y no ha conducido necesariamente a la ausencia de una fe en un final, en una última palabra que resituará todo en su lugar. Esta fe desnuda de imágenes se ha podido tornar en un anhelo de justicia, como explicaba Horkheimer en su etapa postrera, tras la debacle nazi y la peor guerra que ha existido nunca. Lo que, dicho de otro modo, significa que se confía en que el mal no tenga la última palabra, en que finalmente triunfen las víctimas sobre los verdugos.
En una irónica paradoja, señalada habitualmente por Chesterton, hay que presuponer esta fe iconoclasta para que la realidad pese, tenga densidad y para que exista una verdad que, desde su indeterminación, diluya las falsas imágenes con las que, decía el inglés, un escéptico acaba confundiendo la realidad. Se trata de lo que él a menudo llama “sentido común”. Dios dotaría al mundo de una seriedad y a la verdad, también, necesarias para impugnar la mentira y lo dañino como obvia mentira y como evidente daño.
La teología negativa también ha renunciado desde muy antiguo a “pintar” a Dios (para Chesterton los iconos y la imaginería católica no eran intentos blasfemos de hacer de Dios un ídolo, sino de aproximar lo sagrado a lo terrenal y entenderlo a partir de lo terrenal, lejos de las abstracciones con las que a veces se ha querido comprender a Dios). La mezcla de ambas, tierra y Dios presente en su obra, con la renuncia a fijarlo en una imagen determinada propia de la teología negativa, lo que mitiga la posibilidad de que se nos cuelen en la fe las proyecciones subjetivas con que los hombres pintan a Dios (creencias) y que ya señalara el filósofo pagano presocrático Jenófanes, ha sido el máximo esfuerzo y exponente, valiosísimo, de la teología en el siglo XX y que ha desarrollado ampliamente la Teología de la Liberación. Un esfuerzo ilustrado, hábil y creativo de salvar lo razonable de la fe, de creer sin incurrir en remitificaciones de un modo en que se reconciliara la antigua herida gnóstica que a partir de San Agustín reabriera Lutero entre Dios y su Creación. Lo complicado es que las respuestas, prácticas y teóricas, dadas al problema del mal, bien sea por la vieja vía de la teodicea que en España intenta resucitar con gran sabiduría Torres Queiruga, o la de una imposible teodicea que sin embargo no convierte en un sinsentido absoluto la fe, como ha escrito, en el otro extremo, Juan Antonio Estrada, no dejan de ser respuestas; por mucho, creo, que en el segundo caso se haga prevalecer el misterioso silencio de Dios o su no respuesta.
El ateo vive y quiere vivir de verdad sin respuestas ni nada que le dé un sentido fuerte o último a la existencia, lo que no le impide reconocer la persona del otro y practicar una solidaridad absurda, sin otro fundamento que la voluntad de afirmar la vida en su precariedad. En esto consiste el “humanismo” ateo. Un humanismo que pretende no partir de ningún fundamento último, explicación, sustancia o causalidad metafísica. Una suerte de salto en el vacío que como mucho se puede parecer a una fe, pero jamás a una creencia. O, mejor dicho, es una fe sin creencia. Quien mejor lo ha expresado ha sido, a mi juicio, Albert Camus.
Al ateo o, mejor dicho, agnóstico, le surge una y otra vez la cuestión de, como sugiere Tierno Galván en su conocida obra ¿Qué es ser agnóstico?, la reconciliación consecuente con la finitud, en la que hay que considerar, por supuesto, la propia muerte, la muerte de todos, la muerte de la humanidad tarde y temprano y una permanente incertidumbre y desfondamiento de todo lo real, una finitud que no ficcionalice, como acusaba Chesterton a los escépticos de su tiempo, sino que, además, sea fuente de vida y trabajo por un mejor modo de ser. ¿Es posible vivir sin Dios? No tanto razonar, como se ha dicho, pues la razón opera sin Dios, sin necesidad del mismo, pudiendo incluso avalar las verdades prácticas del cristianismo sin necesidad de recurrir a la fe en la existencia de su Dios. De lo que se trata es de vivir sin la seguridad de Dios. Y ésta parece ser la gran dificultad y el mérito que a mi juicio manifiesta quien lo lleva a cabo, como máxima expresión de racionalidad y modo filosófico de ser. Es, al estilo estoico o senequiano, un poner en juego la razón para ir pensando los propios deseos y, de este modo, eludir y domeñar sus fantasmas. O vincularlos a un logos que resulta, para el cordobés, intrínsecamente mundano e inmanente y que puede orientar las emociones para que el sujeto (un sujeto que va prefigurando al de la modernidad, por cierto, como destacaba el libro de García Rúa sobre Séneca) obtenga la tranquilitas animi y desarrolle una vita beata en el mundo.
Se dice a menudo que ateo y agnóstico no son la misma cosa. El ateo tiene una respuesta y el agnóstico es el que no tiene una respuesta final ni aspira a tenerla y, además, vive mejor porque no la tiene, porque carece de ella. Y por tanto, el punto en que deseamos situarnos en este escrito es justo el del agnóstico, que renuncia también a la hybris del ateo en su aceptación de que ni hay ni puede haber ni quiere una respuesta. El agnóstico ha comprendido mejor que nadie, me parece, incluido el creyente que ha pensado a fondo su fe en este sentido (el cristianismo, a pesar de todo su montaje metafísico, sirvió en el medievo y sirve todavía para recordar e integrar la muerte en la vida cotidiana, lo cual ha resultado muy positivo, creo) que en el Viernes Santo hay que saber morir sin Dios, tras una vida vivida sin Él. Traduce el silencio pasmoso de Dios por una amable ausencia que despoja de solemnidad y de una pesada profundidad al mundo. Es más, el no creyente da la vuelta a esta ausencia y al dolor para encararlos y revertirlos, para comprender que es justo porque se acabará por lo que la vida vale. La vida, dice el agnóstico, vale en sí misma, y que valga en sí misma es que valga como es, o sea, veteada de muerte y finitud. Aún más, la vida es valiosa porque hay muerte, porque tenemos que morir. Maticemos, por tanto, que no es ni ateo ni agnóstico realmente quien renuncia a mirar a la muerte, pues ello lo sitúa en una creencia, la de su propia (y falsa) inmortalidad. Cuando hablamos de agnosticismo, hablamos de la renuncia sincera a confiar crédulamente en una mascarada capitalista como es, hoy, la de la vida sin límites. Nuestro mundo actual no es ni ateo ni agnóstico, sino profundamente creyente.
Salvando importantes matices que ahora no vamos a hacer, esta posición existencial nos conduce, en el plano del conocimiento y de la verdad, a la aceptación socrática de la precariedad que acompaña a cualquier sabiduría. Esto es crucial, ya que esta asunción del amplio espacio de no saber y de terra ignota que nunca podremos explorar completamente, del despliegue de nuevas preguntas que abre cualquier respuesta, opera en el ethos y en la razón como un amable ácido, una ironía, un ánimo risueño y un humor que relativiza cualquier absoluto de tipo práctico. De las consecuencias de este estado cognoscitivo que es requisito epistemológico imprescindible para la ciencia, un estado que es, contra lo que se dice, previo, anterior al desarrollo de la ciencia y que es, por tanto, presupuesto por ella, es a lo que, en mis últimas líneas quería referirme. Porque ser un científico no garantiza que se haya asumido en su hondura la finitud. Uno puede creerse agnóstico o ateo y no serlo. Puede incluso ocurrir la ironía chestertoniana, que de hecho se da muy a menudo, de que un creyente católico, por ejemplo, se deje atrapar por ciertos fantasmas y proyecciones deseantes en mucho menor medida que un autoproclamado escéptico, ateo o agnóstico. Un creyente en Dios puede estar, irónicamente, mejor preparado contra los ídolos.
Y es de la presencia constante y clamorosa de esta ironía en la universidad y en cualquier otro espacio de enseñanza o educación de lo que quería, en realidad, hablar, aunque ya está casi todo dicho. Mi hipótesis es que, acaso, la estructura creyente, o sea, la entrega absoluta e irracional, voluntarista y al modo de un enorme prejuicio, a una única respuesta que ciega aquel socrático espacio de incertidumbre y de no saber del que precisa la ciencia para funcionar bien, persiste tenazmente en la mayoría de quienes se consideran ateos e incluso abierta y combativamente anticlericales dentro de las instituciones educativas.
¿Es posible que un crítico de la Inquisición esté reproduciendo los esquemas mentales y dogmáticos de la Inquisición? Porque no olvidemos que la Inquisición fue un intento de regular, normativizar y organizar la fe dentro de unos cauces más o menos cercanos a la institución. Fue un modo de la racionalidad, también, que eliminando lo crítico, hizo prevalecer lo burocrático. Trató de definir y canalizar la fe vetando sus herejías en una doctrina, o sea, en una creencia. Mi pregunta para hoy es si es algo parecido lo que hacemos cuando intentamos regular algo tan poco regulable como es lo educativo, para acordarlo a la institución, a los tiempos que corren y al mercado (nuestro Dios), tachando de pecado y castigando cualquier crítica a este orden que viene no tanto razonado, sino impuesto (o con razones que se imponen). Sospecho que la vieja estructura dogmática de una razón que acaba deviniendo en control burocrático, que fue el espíritu de la Inquisición (regular una fe para convertirla en creencia o transformar la pregunta en respuestas) persiste con una fuerza desmesurada aun en contextos y personas, o instituciones, que dicen haber asumido un modo de vida laico.
¿Es que no soportamos vivir sin Dios o, mejor dicho, sin creencias? Las consecuencias de asumir una razón que opera contra cualquier creencia son terribles y muy duras de sobrellevar para bastantes de los autoproclamados ateos, agnósticos o laicos en la escuela. Nos priva de la ansiada seguridad que necesitamos, tanto para vivir a gusto y sin pensar, como para instalarnos en el poder con buena conciencia. Justo lo que la religión ha hecho en tiempos anteriores. No soportan, sencillamente, ni una escuela ni mucho menos un mundo sin tener que recurrir a una creencia, a la seguridad de llenar el vacío y la nada con sus respuestas, poniendo ciencia y pensamiento al servicio de las mismas y cimentando desde ellas todo un aparato de poder que finalmente, como todo poder, acaba constituyéndose en un fin en sí mismo. Y entonces se da la paradoja de un laicismo que se constituye en nueva Iglesia.
Esta situación es la que refleja en España, por ejemplo, la sustitución que se ha dado de las materias de filosofía en los institutos por las del tipo “Educación para la ciudadanía” que ofrecen respuestas ya dadas antes que inteligencia para defenderse de cualquier respuesta que pretenda darse de antemano, que es la verdadera competencia que requiere una ciudadanía madura. Las respuestas, aunque sean ciertas y estemos muy de acuerdo con ellas, no deben imponerse jamás. Y se imponen cuando se ofrecen como algo que se da por hecho, sin aportar el necesario espacio de una crítica, por muy de acuerdo que estemos con ellas. Es lo que querían decir Sócrates o Platón con que deben gobernarnos personas inteligentes, sabios, que no mediocres. Falta filosofía en todo esto y sobra mucha creencia y dogmatismo.
Se precisa, pues, una ciudadanía que impugne dinámicas de poder disfrazadas de democracia, cuando no lo son. Hay que reconocer qué hay detrás de los discursos, como decía Nietzsche, ese gran desvelador de la función ideológica que suelen adoptar los discursos sistemáticos. Una ciudadanía que denuncie y no siga el juego a la seducción de quienes puedan decir que quieren democratizar la escuela, pero cuyas prácticas no son las propias de un modo de ser auténticamente democrático. Una ciudadanía, en definitiva, capaz de tornar pregunta lo que se da en la forma de respuesta acabada que llena con la ilusión de un sentido a la realidad y que ha renunciado a los credos en la política a los que encima contradicen las prácticas de los sujetos que los predican. Una ciudadanía que se fije muy bien en el discurso de los hechos y de los comportamientos. Porque si la razón no rige también el comportamiento, en la pedagogía, no es razón lo que se esgrime, sino creencia.
Es esto último lo que demanda toda auténtica búsqueda del conocimiento, que antes que emotiva amalgama de saberes ya definidos y de contenidos preestablecidos en función del ídolo o la imagen prestigiosa de turno, es un aprender a filosofar, o sea, a pensar, lo que, hasta cierto punto, también logra la ciencia cuando no es dogmática. Lo que quiero decir es que las razones se den, pero como razones, es decir, expuestas a su juicio e impugnación. Para un buen ciudadano es esto, básicamente, lo que hay que promover, igual que para un buen científico. Si no incorporamos esta capacidad para demoler, si es preciso, el propio punto de vista o el del otro, en caso de que lo demande la fatigosa e incesante búsqueda de la verdad, no puede haber una ciudadanía madura. Actuar de otro modo es imponer las cosas como antes se imponía el catecismo.
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Educación y filosofía
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Ética universitariaMarcos Santos Gómez
Creo que en lo académico e incluso en el propio ejercicio de la ciencia y de la filosofía hay patrones propios de un mundo aristocrático que, situado en la Grecia arcaica, continuó transfigurado y vivo en todos los movimientos culturales y en el propio logos que se desarrollara en la Grecia clásica y que, como es evidente, constituye nuestro basamento espiritual. De este modo, en la medida en que somos griegos, hay ecos de esta añeja sociedad que antecedió a la civilización que iniciara la razón helénica, incluida la racionalidad científica muy posterior y los modos de ser propios de las instituciones dedicadas al cultivo de la razón, o sea, el universo de lo universitario en la actualidad. Toda comprensión, pues, de lo que somos ha de partir de este origen helénico sin el cual yo no estaría escribiendo estas líneas en estos momentos, argumentando y expresándome del modo que lo hago. Todo, desde lo académico hasta lo menos formal, refleja y presupone lo griego, de manera que somos quienes somos porque en gran medida los griegos nos pensaron y nos “fabricaron” en lo que, básicamente, seguimos siendo hoy.
Este halo antiguo es la explicación más remota pero también más próxima de lo que hemos denominado “educación” y de la forma profesional de entender la enseñanza, que inventaron los sofistas del siglo V a. C., como explica Paideia de Jaeger. Se da la circunstancia, que no todo el mundo capta ni comprende desde la concepción estrictamente instrumental que, como herencia de una modernidad degenerada, también nos rige, de que para hablar de lo más inmediato en pedagogía, haya que ir a esta vieja raíz sin cuya confrontación, insisto, nunca habrá una comprensión cabal del presente. Algunos tratamos de hacerlo, para el gremio de los educadores y de los estudiosos de la educación, con independencia de las modas e intereses al uso y atendiendo sólo a la validez de este enfoque y esta metodología, que puede fácilmente demostrarse, para enriquecer el conocimiento pedagógico. Evocar y estudiar el mundo, civilización y pensamiento griego de la Antigüedad no es, en absoluto, una tarea de vana erudición sin valor práctico, sino que, y una buena clase podría consistir en vivirlo, estriba en hablar de quiénes somos y de qué hacemos realmente cuando educamos.
Pues bien, una tesis que, como he comenzado diciendo, desde esta perspectiva defiendo, es que lo aristocrático de la Grecia arcaica no murió del todo ni siquiera en el periodo de máximo esplendor de la democracia ateniense. Tanto es así que la filosofía, hablaba ayer con un amigo filósofo, mantiene como nervio íntimo que moviliza su proceder y la actitud intelectual de quien filosofa, este viejo sesgo nobiliario, de distanciamiento y de desvinculación de otro interés que no sea el puro interés de la búsqueda filosófica en sí o, dicho sin que ahora maticemos el término, la búsqueda fatal, peligrosa y exclusiva de la verdad caiga quien caiga. Es esta fidelidad de la filosofía a sí misma, a su pretensión, absolutamente tenaz, contra cualquier otro interés o peligro, lo que la caracteriza como hija de un mundo aristocrático y heroico en el que se podía pensar sin cobrar un sueldo ni deberse a nadie.
Además, creo que la ciencia mantiene también este antiguo sesgo y para funcionar, para que el científico haga bien su trabajo, ha de ser aristocráticamente valiente, es decir, sólo casarse con su método y su fin, sin interferencias de ningún tipo en una labor que se puede definir, por cierto, como la reducción de la búsqueda característica de la filosofía a pesquisa. Estamos hablando de un eros, un enamoramiento por la tarea en sí misma y lleno de un invulnerable deseo. Es esa mezcla de pobreza y amor o deseo que en el Banqueteplatónico se dice que caracteriza a la filosofía. La búsqueda, tanto en filosofía como en el campo más limitado y aparentemente preciso de la ciencia, es motivada por el conocimiento socrático de que en lo que sabemos se abre y presupone un amplio espacio, aun mayor, de no saber. Cuanto más sabemos, más parece agigantarse nuestra ignorancia, de manera que a la búsqueda filosófica y, quiero también resaltar y defender, a la pesquisa científica (que precisamente existe por el abandono de amplios espacios y dimensiones de lo real que no son consideradas) se les supone el reconocimiento de la propia ignorancia. Ver bien el camino que uno ha hecho y que queda por hacer requiere que también sepamos cuánto terreno hay y habrá siempre por explorar.
Es decir, o admitimos desde una humildad epistemológica cuánto no sabemos aún ni sabremos jamás, o no tendremos nunca los pies en el suelo. Así, el modo de ser que acompaña a la actividad del científico es un modo trágico, más aún en el caso de la filosofía donde la tragicidad es como una fatal compañera totalmente ineludible, intrínseca y propia del filosofar, un modo trágico de ser. Como una condena, ante la cual llorar y reír, tenemos que el eros de la búsqueda o de la pesquisa presuponen una pobreza, una carencia de partida, un destino de aciaga incertidumbre del que jamás nos desprenderemos. Ser buen científico o filósofo es cosa de asumir este trágico sino de la propia tarea, del deseo condenado a no ser nunca satisfecho, del hambre constante de absoluto, cierre y final que nunca llegarán, de respuestas que cuando llegan generan nuevas preguntas en un tenso infinito que nos cerca y recuerda la propia finitud y la presencia de la muerte como posibilidad de que nunca hayamos logrado lo que queremos en el postrer instante. Con esta sensación angustiosa te morirás y la sentirás siempre, hasta el último momento, me advertía risueño uno de mis mejores maestros.
Así pues, en lo que en la dimensión de la sociología Bourdieu podía denominar “habitus”, tenemos que en el habitus del universitario cabal, o sea, el que ha encarnado real y hondamente el ideal que cimenta y constituye a la universidad, existen dos elementos: tragedia y elitismo aristocrático. Todo ello torna la tarea del científico, en la que ahora vamos a detenernos, antes que en la del filósofo de la que hablaremos en otro momento, de una cualidad que yo he identificado y nombrado a menudo como “valentía”. La tan evocada en estos tiempos “excelencia”, si seguimos la perspectiva griega, en sus distintos momentos y matices, viene a subrayar que se ha encarnado íntegra y realmente el ideal como areté o virtus, proceso que los griegos llamaron paideia, es decir, nuestra actual educación. Así, un universitario excelente es quien se ha educado en los valores más pura y exclusivamente originarios de la universidad. Dicho en otras palabras, es quien se cree de verdad, con hondura, la institución a la que sirve, quien es fiel a la misma.
Esta fidelidad conlleva un peligro que nos vuelve a evocar el origen aristocrático del conocimiento, que es el generado por haberse puesto al estricto servicio del ideal universitario, que se refleja en que, para el científico, no hay otra fe que su método, ni otro interés, de manera que de tal modo se lo cree, que llena su vida y le conduce a lo que desde fuera de la institución parece locura o exceso, a una suerte de hybris, la de quien no conoce descanso en la pesquisa y prefiere ir a la facultad un domingo a seguir trabajando en ella y no dedicar su tiempo al ocio u otras labores. La universidad depende de este tipo de personas, de este modo de ser, que marca el valor genuino en el que toda ella se vertebra axiológica e ideológicamente. La universidad es no sólo la institución, sino el modo de vida y de ser que produce y que necesitan ella y la ciencia. Sin este enamoramiento del científico por la ciencia en sí, por su camino y metas, no habría ciencia ni, por tanto, excelencia.
Pero esto es explosivo, ya que la exclusividad del interés por parte del científico que se vuelca en la ciencia, y nada más, puede contrastar con otros intereses e incluso oponerse a los mismos. Es, muchas veces, un ir contra corriente que llega a recordar los excesos de la escuela cínica de la Antigüedad. O también un estoico ponerse en sintonía con un logos, que es razón y camino, que vertebra tanto a la institución como al mundo, dando sentido, un precario sentido, a este modo de vida. El científico ordena su vida del mismo modo que pone o presupone un orden en la realidad. Así, persiste una forma actual de intelectualismo socrático por el que saber y querer saber realmente implican una ética, un comportamiento, un modo de actuar que será la forma visible de la excelencia. Así, la excelencia no tiene tanto que ver con la inteligencia, mucha o poca que se tenga ni solamente con las competencias logradas, sino con haber puesto todo ello al servicio de la ciencia y, por tanto, de la institución donde ésta se cultiva en nuestro tiempo: la universidad.
Este amor puro por el conocimiento tiene numerosas implicaciones, pues, de tipo ético, visibles en el comportamiento de personas y equipos de investigación. Por ejemplo, si se ama incondicionalmente a la ciencia, sin anteponer otros intereses a ella (condición sine qua nom de la excelencia universitaria, hemos dicho) se adopta una humildad epistemológica que tiene que ver con haberse creído la tragicidad de la tarea de que hablábamos en líneas anteriores. No valen para la excelencia personas llenas de respuestas y con la verdad ya sabida que no necesiten, por tanto, buscar más. Se necesita, en cambio, personas trágicas y conscientes de su no saber, así como hambrientos de conocimiento. Ambos tipos se oponen, siendo el primero el que marca la mediocridad, por muy inteligente que se sea, y siendo el segundo el lugar de la excelencia. El mediocre no cree en la ciencia, no la ama como es debido y, por tanto, es un infiltrado en la institución que la torna peligrosamente en mera ideología o, aún peor, campo para sus intereses particulares más espurios. Y además, en su ceguera, porque lleno de respuestas no puede ver ni valorar otra cosa, impone una asfixiante plenitud que ciega lo trágico y que combate afanosamente toda libertad y el tanteo tanto metodológico como temático que hace grande a la ciencia. Es un nihilista, en el fondo, un cáncer en la institución y, a menudo, un obstáculo para quienes siguen creyendo en ella, en la institución y en la ciencia. Por eso, categoriza y limita la investigación en función de fines externos a la propia ciencia, desde su profunda falta de fe y carencia de religación con la verdad.
Frente a esta actitud mucho más ignorante que la sabia ignorancia socrática, justamente el modo de exultante negación a saber que el filósofo denunciaba en los “sabios” más reconocidos, demanda el buen quehacer universitario una valoración y protección extrema de la libertad. Esto quiere decir que han de afrontarse valientemente las consecuencias de que el otro que tenemos delante siga distintos caminos epistemológicos y temáticos para, en el fondo, ahondar en lo que a todos nos debe interesar por igual. No pueden, por tanto, imponerse caminos, sino que todo camino ha de emanar de la realidad que, se supone, todos investigamos. Dicho en otras palabras, o hay libertad para que cada cual, en solitario o en grupo, investigue, o no hay ciencia. Y en esto consiste, paradójicamente, el elitismo aristocrático del universitario que lo es de verdad: en que sólo se debe a la ciencia y no se ciñe a caminos impuestos a veces desde intereses ajenos al conocimiento o desde la más soberbia de las cegueras.
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La lección de Camarón.Marcos Santos Gómez
Creo que la clase que se imparte en un aula sigue teniendo relevancia, a pesar de que se han probado otros modelos de “encuentro educativo” que las pedagogías más alternativas, en su libre y encomiable creatividad, han buscado. Se ha querido ver en el modelo “taller” aportaciones que la “clase” no era capaz de desarrollar, sobre todo en lo que se refiere a un enfoque práctico y experiencial del saber que contrasta con lo teórico y pasivo de la clase tradicional y de la lección magistral. Pero esto debe ser repensado si retomamos la pregunta por lo que es práctico en la pedagogía. Mi intuición es que una clase, pero también un taller, son prácticos no porque en ellos se imite a la vida corriente o incluso se la “traiga” de la calle, sino cuando lo que ocurre en ellos desborda, invisible y misteriosamente, las paredes del aula, pero también las de la vida corriente. Es decir, una clase tiene que superarse a sí misma, igual que un taller, que no deja de ser una situación artificial y, también, “pedagógica”. De la misma manera, la “vida corriente” debe aspirar a navegar más allá de sí.
Superar las paredes del aula no significa sólo, y aquí ocurre un error muy habitual, superar a la escuela como institución, sino superar lo escolar que existe fuera de la escuela, como modo técnico y "sapiencial” de estar en el mundo. Esto es lo que tanto señalara Iván Illich en sus libros y, sobre todo, lo que realizó en el CIDOC, ejemplo de auténtica innovación que consistía en este desbordar el cauce de lo académico para llegar más allá de lo académico en la sociedad. La clave es que sepamos hasta qué punto lo académico, por lo que ahora estamos entendiendo la forma técnica, doctrinal o moralizante que hemos llamado “sapiencial” del saber, rige los discursos y las miradas que en nuestro mundo el hombre lanza a su alrededor. Illich entendía por “mentalidad escolar” un sesgo específico de nuestro tiempo que se manifiesta en la escuela pero no sólo en ella, lo que en la filosofía se ha destacado desde perspectivas como la de Foucault. Se trata de un modo de mirar y de ser que, y aquí radica el peligro, ciega numerosos “puntos” de lo real, pues mira a costa de no poder ver ciertas realidades que están, de un modo impresente, pero están, y que, decíamos en posts anteriores, requieren formas de la razón que, rigurosas y metódicas, puedan serlo de un modo no necesariamente próximo al ideal positivista de la ciencia (que es muy válido, pero en el ámbito particular o sector de lo real que él mismo define).
Es lo que ocurre, dentro de una clase, cuando se da un proceso educativo o anti-educativo (manipulador, etc.): que existen realidades operantes y presentes que, sin embargo, no se perciben; como una especie de universo o conmoción que rodea y compone el proceso y a los sujetos implicados, que los engarza de una manera silenciosa con otras situaciones educativas o anti-educativas que han ocurrido y que pueden ocurrir. Nuestra inserción en el tiempo, que es inserción en la historia, pero esa historia profunda que desborda la mirada de la modernidad, que está antes de la historiografía al uso y que la produce, como destacan los estudios de Foucault, es lo que podemos llamar “misterio” en torno a lo educativo. Un “misterio” que apunta a la religación esencial de quienes se educan con lo otro que no está ni puede estar visible ni positivamente incluido en la mirada.
En una misma clase puede invocarse este halo de lo educativo que tiene el poder de desbordar la estructura y el cauce institucional en que se está dando el propio proceso educativo. La buena pedagogía, como la de Paulo Freire, es la que tiende a ello. Esto es lo que quiero decir con que hay una innovación de verdad, seria y comprometida que no tiene que ver con la búsqueda frenética de metodologías y técnicas didácticas que resuelven problemas en la trama más superficial y plana de la realidad, sino con algo que sólo en momentos de gracia se puede realizar. Esto sí es auténticamente nuevo en una clase y la ironía es que puede darse tanto en contextos muy prácticos como pueden ser los “talleres”, como en el contexto más académico de una clase y, para más ironía aún, empleando metodologías didácticas tradicionales al estilo de la lección magistral. Entonces ocurre que se supera lo “visible” y se invoca, de algún modo, lo “invisible”. Todo lo cual no remite a una irracionalidad o ausencia de método o magia mitológica, sino que hay un método, un rigor, una seriedad como las requeridas en general por el conocimiento científico (¡y una libertad!), sólo que todo ello emana honda y sensiblemente de lo real, de una escucha paciente y llena de respeto a la dignidad que acompaña, nutre y constituye todo lo humano. Aún más, mi tesis también implica que o se ha dado esto, esta suerte de sensibilidad profunda y llena de gratitud por lo que hay, por lo que se revela siendo, o entonces no puede darse verdadera ciencia ni buen científico. Es como un interés previo que ha de tener quien se dedique a escuchar con devoción la realidad ejerciendo la vía científica de conocimiento. La ciencia parte de esta motivación y del amor, valiente, por la propia ciencia.
Pues bien, dentro de esta escucha devota que es, no ya la estricta y mera labor de un científico, sino toda la vida de uno si es auténtica, si se vincula con la “verdad”, si se llena e impregna del coraje que precisa esta conexión del propio ser con la “verdad”, que ha requerido constancia, paciencia, sistematicidad, memoria y esfuerzo, surge algo que irrumpe derrumbando lo previo, los caminos que uno ha tomado para llegar a ello. Es el momento de la creación, que sólo llega tras la larga y ardua asimilación de los contenidos de la “cultura” pero que cuando llega, va mucho más allá de lo previsto y conmociona hondamente nuestro ser. Por eso, hay un malentendido en la pedagogía que bienintencionadamente busca la creatividad a toda costa y un aprender a aprender o el logro de competencias que no arraigan en lo concreto de unos contenidos. En realidad, creo que sólo de esta manera sistemática que acaba superando la sistematicidad irrumpe en la educación de uno lo que Bacon llamó “gigantes”, sobre cuyos hombros puede caminar una vida. Y eso es educarse. Llegar más lejos partiendo de lo que hay.
De este modo, y pongamos un ejemplo ahora de clase que logra desbordarse a sí misma, Camarón de la Isla puede abrir simas en la realidad del aula que relativicen dicha realidad. Estos son los momentos que suenan a magia y misterio de una buena clase, pero que se invocarían, metódicamente, con Camarón (en este ejemplo que estamos desarrollando), tras haber escuchado aquello que en Camarón vive y se hace presente. Es decir, aquí la tecnología didáctica comienza y acaba en Camarón, lo que no debe entenderse como que no haya sido precisa una larga interacción dialógica, que extraiga saberes no técnicos de quienes protagonizan su proceso educativo. Es verdad que aquí es preciso que el profesor conozca los contenidos que pueden activar estas realidades en la clase, o sea, un cierto amor y dominio previo del flamenco, lo que no siempre se da, por supuesto. Pero además, de algún modo, las clases previas han podido ir visualizando o prefigurando las simas que el cante de Camarón puede expandir en la clase. Que esto haya sido en forma de talleres o de clases más teóricas o convencionales no creo que tenga una importancia última y fundamental en lo que se pretende. Como decía A. S. Neill, el creador de la escuela Summerhill, lo esencial en la enseñanza no es la técnica con la que enseñamos, sino el saber hacer presente, como vivencia o experiencia integral y conmovedora, la belleza y la salud del mundo libre al que invocaba su escuela. Y hay un camino, es decir, un método para llegar a esto que, en su caso, se confunde con la propia vida y, por tanto, también iba más allá de lo escolar.
Camarón enseña, o sea, muestra, expresa, contagia, la vida como agonía o constante fuga. En este sentido, incluso la tensión intrínseca a lo escolar puede ayudar. Un presentimiento de lo otro que en el flamenco, como es obvio, no sólo expresan las letras (que en Camarón son magníficas y subrayan la vanitasde muchas aspiraciones humanas cuando es el poeta persa Omar Hayyam quien las aporta desde la lejanía de los tiempos), sino el cante cavernoso, de ecos profundos y oscuras resonancias de una seguiriya de Enrique Morente, por ejemplo, o la voz rasgada del propio cantaor gaditano. Hay algo que se roba al hombre, que se le está robando continuamente, cuando se precisa de más vida, o de una vida mejor o más digna, para vivir de verdad. Es esta conexión entre lo histórico-político, es decir, lo que proviene de un mundo duro y desgarrado que niega a unos lo que injustamente da a otros, con lo existencial del modo de encarnarse en uno del ideal que está condenado a no alcanzar, lo que da su fuerza y elocuencia vivida a este cante.
Por eso, el flamenco no puede ser ni arte de masas ni, aún menos todavía, folclore, pues el folclore, si está presente en él, es en la forma de triste protesta contra el folclore. No es arte superficial, en absoluto, y decorativo como lo es cualquier folclore, sino arte marginal y, en su origen remoto (ha acabado siendo, como sabemos, hasta cierto punto aceptado), vilipendiado, mejor comprendido fuera de España que en la propia España en su primer desarrollo durante el siglo XIX. Es la protesta viva contra la banalización de quienes tuvieron como imposibles las vías cultas de acceso a lo “sagrado” y no tenían otra salida o recurso que los tópicos y banalidades de lo popular. El flamenco, los retuerce para fugarse de esa condena. Así, donde hay flamenco, se hace presente un mundo de silencios y desgarros que comenzando en lo social, culminan en el alma y que además, propician la lectura desgarrada de la realidad. Es la búsqueda de lo culto en lo popular, la presencia de una sima intelectual entre quienes ni siquiera eran capaces de expresarse con un lenguaje mínimamente elaborado. Y, por tanto, la constante presencia de lo malogrado en la forma obsesiva y amenazante de una muerte como despojo total, cruel e injusto.
Si se ha preparado bien, en una clase, basta el quejío de Camarón por saeta, soleares o seguiriya, pero también presente, obsesivamente, en la fiesta por bulerías, en las melancólicas alegrías o incluso en los elaborados tangos y rumbas del flamenco más innovador de su etapa postrera, para que la clase deje de ser clase, es decir, para que el “saber”, el conocimiento como “saber algo” o como técnica o instrumento para algo, dejen de tener ni por asomo el menor sentido. Hay en Camarón una elocuencia de lo invisible y de lo mudo que sugiere que no basta la lectura más plana de la realidad que realiza el conocimiento en su forma escolar de “saber”. Sólo entonces es cuando irrumpe, y es lo que he querido explicar todo el rato, el verdadero tiempo de la educación, que culmina y da sentido a todo el proceso, por muy fatigoso que haya sido. Se aprende mucho más que “algo”, lo que ninguna lección “sapiencial” podía enseñar, más allá de cualquier “saber” y que evidentemente no puede jamás comprenderse si lo interpretamos reduciéndolo a una “competencia”.
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Educación y filosofía
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Contra el frenesí de la innovación educativa, melancolía.Marcos Santos Gómez
Lleva mucho tiempo oliéndome mal esta pulsión desmedida por la innovación en la educación, tanto en la escuela como en la universidad. Ha sido así mucho antes de que confrontándola con la serenidad de la vieja universidad, en calma, para pensarla, me diera cuenta de dónde puede acaso emanar su desmesura. La impresión de que en todo esto hay algo profundamente equivocado es lo que ya reflejan numerosas quejas (la queja que vislumbra fisuras en lo total, puede ser el primer paso de la sabiduría) en forma de protesta acerca de lo que, en efecto, se vive en la forma de una pulsión o, mejor dicho, compulsión, es decir, obligación que nos arrastra, que sucede invadiendo nuestra voluntad y, como en ciertas patologías psicológicas, se apodera de nosotros. La compulsión se torna lo primero, ocupando todo el centro del comportamiento y de los pensamientos, como un problema perentorio que hay que resolver casi a vida o muerte, pero que no atiende a razones ni tiene un fundamento real. Creo que así se vive, de un modo irreflexivo, esta vorágine que nos saca de quicio en un sentido fundamental, pues, literalmente, nos despoja del fundamento. Es antes, creo, la necesidad, que se promueve por ley y costumbre, con la furia de un torbellino, que la apropiada visualización de las causas que la generan. Aunque oficialmente, desde ciertas Pedagogía o Didáctica cómplices de esta situación, se justifica de manera falaz, es decir, aludiendo a un valor que, sin que la conexión esté clara, requiere esta velocidad en el tanteo y propuesta de nuevos “instrumentos didácticos”. Este valor es, como hemos señalado en varias ocasiones en este mismo blog, la calidad, una calidad que si se define se hace acorde con la flexibilidad y velocidad de los tiempos actuales. Por esto mismo, y ante la mala espina que previamente a las reflexiones que voy a detallar me ha dado todo esto, es necesario que analicemos por qué estos tiempos actuales son tiempos veloces, de cambio constante, en lo cual, además, se cifra toda calidad.
Me parece que hay un error, que podríamos denominar “ontológico”, de partida. Digamos que la escuela, como es lógico, responde a su tiempo, en el que se halla ella y sus vínculos con lo real. Habría, por tanto, que pensar si su “sesgo” proviene de un pathos específico de la Modernidad o se trata de una dinámica reciente y estrictamente contemporánea, quizás relacionada también con un modo de capitalismo. Pues bien, moderna o no, una de las principales características, muy evidentes, de nuestra época actual es el olvido de la muerte. Nuestro mundo está muerto, irónicamente, en la medida en que se ha olvidado de la muerte. Es lo que quiero decir con la idea de que a tanta furia innovadora hay que oponer, valientemente (porque decir esto puede ser muy mal entendido y, de manera acorde con los tiempos, frivolizado), la melancolía. La melancolía, entiendo, es la captación de la mortalidad de las cosas, de, precisamente, este carácter de cultura de la muerte, que padecemos, a, aún más, la captación de que todas las cosas se hallan impregnadas por la muerte en su más íntima esencia. Se trata de un sentimiento que es, también, inteligencia (aprehensión), y que nos expresa algo verdaderamente real, una verdad inscrita en todo lo que vemos, pensamos, experimentamos y somos. Otra cosa es cómo se interprete esta “verdad”. El modo barroco, por ejemplo, ve en esto una tensión, es decir, como si esa muerte constante que, junto con la existencia, somos, tendiera hacia un exterior o trascender desde el cual, además, proyectar una suerte de nostalgia. Algo así como el recuerdo de un origen, a veces ha interpretado el hombre, y todas las maneras de entender o vivenciar el platonismo de nuestra tradición occidental.
La muerte, así, nos traería la posibilidad de otro mundo soñado que ampliara éste o del que éste fuera una mera sombra. Aquí hay que tener cuidado, porque la muerte puede nihilizar, también, la vida, si se la toma en este sentido, subrayando un carácter irreal y perverso en lo que llamamos mundo. ¿Hay en la esperanza utópica por un mundo mejor este peligro que disuelve en el fondo toda posibilidad de mundo? ¿Es este mundo de la calidad educativa un mundo soñado que tapa y pervierte las auténticas y reales posibilidades de mejora? ¿Nos poblamos de sombra en medio de la avalancha de la compulsión por ir un poco más allá de lo dado sin cuestionarnos qué nos impulsa? Porque todo parece basarse en el olvido, precisamente, de la muerte en cuanto finitud, en cuanto límite que, en una aparente paradoja, hace relucir las lágrimas en la lluvia.
Si, en cambio, la melancolía se despoja de toda la carga pesimista que disuelve el lugar en el que estamos, puede reconciliarnos con la vida. Puede obrar como una callada percepción de un orden que no es teodicea o justificación racional de nada, ni metafísica, sino pura congratulación por un ser que o es en el mundo finitamente, o no es. Este es, creo, el presentimiento de Séneca en cuanto a un orden desconcertante en la realidad que sólo se capta cuando captamos el carácter mortal de todo lo que es. Me parece que la interpretación de María Zambrano en el bello librito que dedicó al autor hispanorromano apunta a ello. Una suerte de comprensión de que la vida humana existe y puede ser vivida sólo en la medida en que “encajamos” que moriremos como todo muere y porque ser es morir. Desde esta perspectiva, resulta bestialmente irrisorio todo el movimiento de una civilización por el despliegue sin fin de sí misma, entendiéndose mejor en un sentido cualitativo (calidad) siendo más, es decir, en la cantidad. Esta es la confusión, de honda raigambre, vivida en la escuela que pervierte todo lo que toca, o sea, el conocimiento y la cultura. Ambos se cuantitivizan(de ahí los rankings, por citar un caso, que miden la innovación y la calidad según, como decía Illich, “paquetes mensurables de conocimiento”). Por tanto, a la innovación constante hay que oponer, de un modo sabio y curativo, y además en la pretensión de que del mismo resulta una auténtica educación, la melancolía que des trivialice este movimiento sin fin.
En clase se pueden confrontar modos de esta melancolía, como aquí hemos nombrado dos. Escuchando a Camarón, cuyo hedonismo se vive en el espejismo perfilado por la constante y terrible amenaza de una mortalidad nihilizante, propia de vidas deshechas, podemos preguntar qué simas y terremotos abre su cante. Hay algo horrible en él que se me resiste a catalogarlo en el cajón de esas melancolías estoicas, aunque, según el palo flamenco que toque, es cierto que puede haber más o menos estoicismo en él. De hecho, en el flamenco ha habido estoicismo, mucho, pero más aún, como dice el tópico que es totalmente cierto, “desgarro”, “arrancarse”, partirse el alma. El frenesí de mundos desdoblados, la tensión que salva matando, lo brutal y la imposibilidad de llegar a ningún fondo cuando se parte de un fondo y se lo busca… saetas, seguiriyas. En Camarón se encuentra incluso, y sobre todo, en la bulería. Terrible.
Pero tras la lectura de dos hermosos poemas de Goethe, de purísima y honda serenidad, la melancolía que creemos puede contrarrestar esta civilización de negación y de oculta pataleta por la finitud es la de una asunción serena, crepuscular, del carácter temporal y siempre a medio hacer de la vida humana (de manera que nos moriremos a medio hacer e incluso la humanidad terminará a medio hacer). Hay, por tanto, en esas pedagogías “acabadas”, de la escuela que imparte “saberes” (o competencias), que tiende a una plenitud que fracasará a todas luces, que se cimenta en la ilusión de lo infinito, un terrible pathos, acaso peor que la propia muerte real. El frenesí y el teatro que es la vida en el barroco calderoniano. El colmo de morir en vida, quiero decir, el de una vida muerta, hecha toda de muerte y negada desde la cuna a la sepultura. Quizás, en efecto, con la denuncia de esto corresponda el clamor barroco, su dramática protesta, su poesía plagada de espirales. Pero leyendo unos pocos y pobres versos de Goethe, que dedicó toda su vida al frenesí de saber pero que encuentra o intuye en su crepúsculo la única forma, noble y serena, de una verdad precaria, retomo que la melancolía sabia es la última. Es la que capta, en el momento de la propia agonía o en el de tantas agonías que se incluían en la memoria de los vivientes en otras épocas más proclives a saberse finitas, el otoño de lo real. El otoño que es lo real; el otoño que es siempre la vida. No la prolongación de la tormenta trágica del “luz más luz” que se le atribuye, quizás falsamente, como últimas palabras, sino la lucidez de saber que hay una posibilidad, hoy tan próxima como remota, de paz en la tormenta.
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Educación y filosofía
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Modernidad y cultura escolar. La escuela como metafísica (II)Marcos Santos Gómez
1. Derivaciones técnicas de la escuela y su currículo.Tras la lectura del primero de esta serie de posts, quizás no haya quedado claro el vínculo de la escuela con la modernidad y con la “mirada”, que he llamado “metafísica”, de la modernidad. Lo que quería indicar es que la escuela nace como propuesta cultural por la que la Ilustración burguesa trata de horadar o pasar por el tamiz de una racionalidad científica todo lo que podríamos denominar, con palabras de hoy, el viejo currículo de una educación concebida desde el modelo del clero. La educación, tanto la que preparaba a la universidad como la que los preceptores llevaban a cabo con los vástagos de la nobleza y, por supuesto, la propia universidad, se componían de un compendio humanístico más próximo a lo que hoy denominaríamos “letras” o “artes” o “humanidades” que heredaba el viejo modelo que desde la remota antigüedad (se puede decir que lo diseña Plutarco y que comenzó a forjarse mucho antes aún con la organización sofística de la paideia) había prevalecido en la Edad Media y durante el Antiguo Régimen. En esta cultura erudita que servía para el ascenso social o, mejor dicho, como sello de la pertenencia a una clase cultivada y elevada en la escala social, o como preparación para el estudio de la teología, tenía todo el poder, para propagarla, interpretarla y organizarla la Iglesia católica, en el caso de Francia o España. También en el mundo protestante la educación había sido un modo de perpetuación de su credo y estilo de vida, de su cultura e ideología, en el que se inició una corriente hermenéutica de los textos sagrados y el estudio científico de sus lenguas. Del mismo modo, el humanismo renacentista había retomado el cultivo de la Antigüedad que se quiso despojar del modo en que se había interpretado y utilizado por la Iglesia y a lo largo del periodo medieval.
La Ilustración del siglo XVIII también asume, como forma de tamizar lo que pertenecía al mundo que pretendían superar, una mirada diferente y propia. Se trataba del predominio en el currículo, en la época, verdaderamente revolucionario y avanzado, de lo que hoy llamaríamos “ciencias” y “tecnología”. La claridad cartesiana era lo que el nuevo mundo emergente necesitaba para limpiar e iluminar la retórica de la vieja educación humanística. Durante bastantes décadas, y a lo largo del siglo XIX, se fue, en efecto, incorporando la ciencia a la universidad heredera del antiguo planteamiento del trívium y el quadrivium. Hay que decir que, anteriormente a la Ilustración, existía en la universidad lo que hoy consideraríamos ciencias: astronomía, matemáticas, música y, constituyendo una licenciatura entera, nada menos, la medicina. Pero, sobre todo en el caso de ésta última, la medicina no era empírica, como hoy. Se basaba en el estudio de los textos médicos antiguos y se tenía un concepto teórico de las enfermedades y de las terapias. Eran más médicos, en nuestro sentido actual, los barberos (cuya preparación era más gremial que universitaria), que sí ejercían una especie de enfermería o medicina de corte mucho más empírico, actuando incluso a menudo como cirujanos o parteros. Se dice, por cierto, que éste era el oficio del padre de Cervantes.
Pues bien, la concepción que la Ilustración introduce en el currículo será eminentemente científica, pero ya con una perspectiva empírica y tecnológica, estudiando técnicas eficaces para la agricultura e inventando las modernas escuelas de ingeniería. Todo esto era francamente revolucionario y en la época supuso una auténtica innovación. Formaba parte de una suerte de guerra contra el dominio de la Iglesia en las instituciones educativas, que se consideraba contribuía al desarrollo de un conocimiento vago, oscuro, supersticioso, acrítico y muy embrollado. Pensar y ser crítico era emplear la ciencia como criba para trillar y separar la escoria que nos impide el acceso directo a la realidad, un acceso que era garantizado por la ciencia, como método y como forma profunda y básica de abordar el mundo, de aproximarse a lo real y explicarlo.
La escuela que diseñan los ilustrados, y aquí podemos estudiar los distintos planes educativos de los gobiernos despóticos como el de Carlos III en España o la ingeniería educativa del primer régimen totalitario de la historia, el periodo del Terror en la Revolución Francesa y los distintos planes de la Convención, antes y durante el auge de este perturbador gobierno que encabezara Robespierre en el Comité de Salud Nacional. Y aquí ya se comprueba un cierto pathos totalitario que ya estaba implícito en el modo técnico de aproximación a lo real y en la concepción del gobierno como una suerte de ingeniería social que por primera vez en la historia inventa un sistema público de educación, en Francia, cuyo único precedente remoto fue la educación estatal de la Esparta clásica, para cambiar mentalidades y costumbres, para construir el ciudadano a la medida del nuevo régimen de justicia que se estaba creando de un modo organizado y consciente. Este gobierno no pocas veces acude a la metáfora de la medicina que extirpa tumores para salvar el cuerpo e inventa, por ejemplo, la guillotina, como forma no vengativa de ejecución de quienes el nuevo mundo no puede salvar. Los tentáculos del Estado tienden a gobernar ya no sólo algunos hábitos y relaciones económicas o de vecindad entre los ciudadanos, sino que aspiran a regir todos los aspectos de la vida. La fuerza de la ley es tal que una persona es persona porque es ciudadano, o sea, que ser ciudadano, concepto que ya presupone una sesgada carga teórica, va antes que ser persona. Una ley que, no olvidemos, significa uno de los más primitivos desarrollos de la razón en occidente, una suerte de razón objetiva y visible, separada de los cuerpos pero con tendencia y obligación de regularlos.
Hablamos de algo que está suficientemente investigado hoy en las obras que emulando el procedimiento arqueológico de Foucault y su interpretación de la escuela trazada en Vigilar y castigar, han desarrollado precisamente el vínculo que el paradigma escolar como modo de guardar, presentar, aprender y conservar los saberes, tiene con el modo de ser específico y característico de lo que llamamos “Modernidad”.
En torno a los siglos XVII y XVIII se da, señala Foucault, una sustitución en el modo de mirar que, a su vez, produce instituciones regidas por dicho modo, al que perpetúan en la sociedad y desde el cual se regulan y redibujan las sociedades a sí mismas. Se alzan las condiciones propias para una ingeniería social. Hay un cambio en el "orden", un nuevo estilo y procedimiento en la gestión del poder por parte del Estado y del ejercicio del control y la vigilancia. Se funda la sociedad de la hipervigilancia, no tanto basada en el terror y los castigos aparatosos que servían de escarmiento y venganza contra el “cuerpo” del delito, que era absolutamente excluido de todo orden, sino que ahora, se introduce la vigilancia, la prevención y la higiene como formas de control, integrándose las formas del desorden en el propio orden y siendo, por tanto, subsumidas y desactivadas por él.
Se forman cuerpos y “almas” en función de ese orden que, en la concepción de la biopolítica, es encarnado, es decir, nada menos que “introducido” como ser de los sujetos. En ellos convergen las claras y rectas líneas de una malla social que tiende a autoperpetuarse y a regularse convirtiendo a las víctimas en la misma persona que sus verdugos y disolviendo el antiguo control externo y centralizado por una difusa gama de control que los propios individuos ejercen contra sí mismos. No se trataría tanto de crear espacios exteriores de exclusión, sino de un tipo de exclusión “interna” que en un futuro, podemos vaticinar e internet precisamente contribuirá a ello con las nuevas tecnologías, ni siquiera precisará de prisiones.
El orden moderno, su ideal de “claridad”, es un orden metafísico. Es decir, esta “malla” de micropoderes que presuponen y “utilizan” una higiene organizativa y la hipervigilancia, es la que cubriría con un velo técnico otras formas de “vida” posibles. Se parte de una ciencia que tornada técnica cosifica las relaciones humanas y a los propios protagonistas de las mismas. ¿Es esa la forma de nuestro mundo burocrático y fosilizado, la sociedad administrada de Horkheimer, o el mundo de la caída heideggeriana como absolutización del ideal metafísico de la presencia y lo captable, o el de la decadencia social que ha contradicho las profundas necesidades de la vida y la racionalidad humana en la especie de versión de la caída rousseauniana que representa el pensamiento de Erich Fromm? Porque de lo que trato de hablar es, ciertamente, de una caída. Una caída que se ha dado tanto en la Modernidad como en el micromundo de la institución que, a su imagen y semejanza, ella creara: la escuela.
Vuelvo aquí al tema, sin embargo, de no tomar las cosas a la ligera y comprender a ambas, Modernidad y escuela, en su grandeza. El espíritu de la claridad y la luz puede traducirse en el empeño por una fidelidad al conocimiento que acabe, desde el servicio desinteresado y tenaz al mismo, salvarlo de sus cosificaciones. Asimismo, servir a la razón es buscar afanosamente los métodos, sin desistir y en la amplia escucha de lo real, por intentar comprender, aunque se nos escape de las manos, el mundo que es y que somos. Ilustración sería, en este sentido, no desistir y persistir contra viento y marea, como el estoico resignado y gozoso por hallar una misteriosa razón en el mundo que lo salva. Si hay una ficción aun mayor que las que generaron toda suerte de caídas, es la del centro “sagrado” que se postula en lo real, que hay que desvelar y servir, dedicando cuerpo y vida a ello. Es, de nuevo, un viejo ideal ascético que fue, antes, aristocrático, y que, como un nervio, ha ido moviendo lo que llamamos “afán de conocimiento” y la filosofía en el occidente que desde esta perspectiva concibió las primeras universidades. Es este estigma positivo el que, dentro de sí, puede volver a hacer estallar un genio moderno cuyo interés por comprender supere al interés por captar, aprehender y poseer.
Esto implica que en la escuela puede haber gérmenes para lo uno y para lo otro. Nuestra crítica, hemos ya insistido, no equivale a una impugnación total de su esencia, que es, a pesar de todo, como un origen en el origen que puede volverlo todo patas arriba. En cuanto ha buscado una verdad, la escuela se rige por un horizonte, por un “espacio” siempre por caminar y siempre pendiente, que hasta cierto punto podemos considerar sanamente nihilizante, pues es capaz de disolver los presupuestos con los que se pretende erigir y agotar la verdad. La verdad y su pesquisa no constituyen, necesariamente, una metafísica. Es decir, si prevalece la búsqueda por encima de lo hallado, la escuela podrá emerger, ya en la forma que sea, de la caída en que se hallan ella y su tiempo.
Pero como hemos apuntado, hoy por hoy, la escuela ha nacido con un currículo técnico en su esencia (quizás la mera idea de “currículo” ya es una transformación técnica del conocimiento), que pretende captar y asirel mundo como datos y hechos. He llamado a esto metafísica a partir del supuesto de que lo técnico se origina en una perspectiva metafísica en cuanto a la concepción de la realidad y el trato con la misma. Este era el desafío que la escuela, como hija de la Ilustración, planteaba al Antiguo Régimen, pero también ha resultado convertirse en una cadena, en la medida en que no se prolongue la autocrítica y la crítica que también estaban en su base. Entiendo como crítica la introducción de un Socrático espacio de no saber en lo sabido.
Saber es situarnos en una perspectiva y en un horizonte que nihiliza para crear, superando el cierre de un mundo que se construye, que se conoce, y cuya amplitud y claridad cubre lo esencial, este espacio de la salutífera extensión y la tensión exteriorizante que remite al trascender que, aun en los términos de la inmanencia, actúa en lo real. Una persona educada conoce que su subjetividad remite a un abismo inasible, que es, como mucho, remolino y centro de inercias, y que hace o invoca el mundo que a su vez la hace e invoca a ella.
Metafísica de la escuela, espero que vaya quedando mejor expresado, sería la operación del entendimiento que convierte el saber en cosa cerrada. Es un saber que da por hecho que lo que hay es lo que tiene que haber, que la realidad es lo dado, lo meramente experimentado. Es el intento de definir y fundamentar lo inefable y lo no fundado. Esta es la tarea que, según propongo como línea de reflexión, la modernidad, la primera modernidad, la Ilustración del XVIII que en gran parte es todavía la nuestra, encomendara a su escuela. En ella está presente, por ejemplo, la Física, pero a la que se sustraen los abismos. Es decir, una Física sin el alma de la Física, cuando se convierte en componente de un currículo pero sobre todo, hoy, cuando es desintegrada en función del logro de competencias, máxima exaltación de lo técnico. Un currículo y una escuela sin espacio para otra cosa que lo técnico, es decir, una escuela concebida en función de lo útil, de lo profesional. Por eso, decía en un post anterior, la Pedagogía debe poner el dedo en esta llaga y no ceder a la tentación de constituirse en mera didáctica. Del mismo modo, la Didáctica, debe incorporar planteamientos que conduzcan al educando más allá de lo técnico convirtiéndose ella misma en sugerencia y vida antes que en método.
Más adelante, como una especie de ejemplificación de todo esto que estoy desarrollando en un nivel teórico, en próximos posts, lo iré señalando en situaciones educativas y docentes para indicar, pongamos por caso, cómo una clase puede desde disolverse como tal, al ser reducida a aprendizaje de destrezas técnicas (competencias), o al abrumar y confundir la enseñanza con ese mariposeante movimiento de la innovación constante que no arraiga en el núcleo de lo buscado, o la que utiliza como paradigma lo virtual tecnológico y no sitúa, por el contrario, lo tecnológico por debajo de sí.
“Razón” puede ser también la valiente confrontación con lo que somos, que comienza acaso al vaciarnos y despojarnos de imágenes fatales (¡Modernidad fue también el discernimiento que introdujo San Ignacio en los Ejercicios!), puede repintar el mundo, puede servir agradecidamente a la memoria, puede venerar esa larga agonía que llamamos “humanidad” o constituirse, quizás, en el canto del cisne anterior al cierre total de la escuela sobre sí misma. Puede entender, asimismo, que la grandeza y la poesía de la ciencia son su modestia. Porque la ciencia es la elección de un método que ya ha escogido lo que quiere ver y que requiere la modestia de no empeñarse en ver o considerar otras cuestiones que no quepan en su mirada y, por tanto, la ciencia es también hija del ascetismo y de la austeridad con la que Occidente se propuso abordar el mundo y sus propias mitologías. Parte de su modestia, que es el primer requisito de su metodología, implica reconocer que la razón no se agota en su modo de racionalidad y que hay otros espacios tanto en el mundo como en la propia razón.
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Educación y filosofía
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Modernidad y cultura escolar. La escuela como metafísica.Marcos Santos Gómez
1. Aproximación filosófica para abordar la paideiaescolar moderna.
Consideré en un post anterior la dificultad que la muerte, que es condición ontológica del hombre, es decir, engarzamiento en la temporalidad del ser de quienes somos-ahí, en la historicidad y en lo mundano, muestra a la hora de ser aprehendida desde lo empírico o lo conceptual. Esta captación de la muerte como dato, transforma lo que acontece en sus aspectos observables, en cosa que se presenta a la mirada y puede decirse referencialmente, que es el modo de la ciencia o, mejor dicho, al que aspira toda ciencia. Toda objetivación, o conversión en objeto captable por una mirada que lo abarca y subsumible en la identidad de un nombre, falsea, pues, ese carácter único e irreductible que en última instancia remite al ser, a que las cosas son, a que desbordan el modo en que aparecen en su propio aparecer, porque respiran en el acontecimiento insondable de que son. Recordemos que “acontecimiento”, en filosofía, aunque depende de su interpretación según uno u otro filósofo, remite a lo que existe de un modo singularísimo, como combinación única e irrepetible que sin causa sucede, mana o florece en la más escandalosa gratuidad y en la incierta proximidad de su ser. La muerte, por ejemplo, tiene cierto rango de acontecimiento para el hombre, único “animal” capaz de captar la muerte como acontecer y, por ello mismo, capaz de ser despertado por ella a una existencia auténtica, como formulara Heidegger en Ser y tiempo.
El carácter de callejón sin salida o camino imposible, tanto en la captación de lo real como en la compresión de qué somos, de la reducción de la razón a ciencia emprendida por la Modernidad, que buscaba oponer su luz al irracionalismo en que cualquier cosa vale y puede decirse, se ha tornado un arma de doble filo. En el fondo, creo y he sugerido en algunos posts anteriores que la Modernidad ya portaba en sí misma esta agonía y, como una semilla de autodestrucción, su planteamiento cartesiano tenía que reventar tarde o temprano. Todo lo cual no resta ni un ápice de mérito y heroísmo a la primitiva tarea de la Modernidad. Queda ahora una segunda Modernidad que reinventa el arte de pensar tras la caída de algunos postulados y dogmas modernos que deben replantearse en los términos de la diferencia o la intersubjetividad. Es decir, hoy nos confrontamos con un nuevo estilo de pensamiento en los términos del pensamiento post-nietzscheano que ha concebido ser y existir en cuanto tensión hacia lo otro.
La postmodernidad, en cualquier caso, no es un retorno a la primera irracionalidad, al mito, a la imposibilidad de propugnar una ética o una filosofía liberadora, a que vale cualquier cosa o cualquier relato. Vattimo, por ejemplo, que se considera de una cierta izquierda heideggeriana, extrayendo del maestro alemán los elementos liberadores de la superación de la metafísica, reinventa ética y liberación. Esta postmodernidad no es más que el intento más serio de abordar esta contradicción que ha manifestado el ser por la que cuanto más y mejor se lo aprehende al modo metafísico de la ciencia y la identidad, peor se lo comprende y menos cerca se está del mismo. No se quiere renunciar a que las cosas son, antes que ser cosas, y la dificultad estriba en cómo se comprende su orientación en el ser, es decir, el modo en que esencialmente son, y cómo la existencia tiene que venir dada a la captación de uno u otro modo de ser en la amplia corriente filosófica de la fenomenología o en función de determinados horizontes de comprensión en las filosofías hermenéuticas. Es decir, la cuestión es cómo “nombro” o capto esa tensión por la que lo que se me presenta, es más que lo que se me presenta e incorpora una suerte de muda afirmación, de callada música como la inaudible pero dulcísima melodía de las esferas del cielo platónico. Método fenomenológico, en todas sus variantes, o la aproximación hermenéutica, por la que el ser ha de explayarse en un mundo de sentido que nos dona la tradición apresada en sus textos, son dos intentos de la filosofía del siglo XX de afrontar este reto.
Yo, espero que sin confundir demasiado las cosas, seguiría llamando a todos estos loables intentos de llegar al fondo desfondado de lo real, “razón” o “racionalidad”. Pues, no al modo cartesiano, desde luego, o moderno subjetivista, pero hay un esfuerzo por, “saliéndose” de la perspectiva más empírica, ahondar en donde ésta no es que no llegue, sino que no puede ver nada. Si de este nivel ontológico, sobre el ser, nos elevamos al plano de la epistemología, que piensa los caminos del acceso a la malla empírica de la realidad, podríamos establecer el paralelismo con las metodologías más empíricas: sólo ven lo que pueden ver y en esa dimensión son válidas y bellas.
Así que hay una razón filosófica (insisto en hablar de razón para subrayar que nada de lo que estoy explicando tiene que ver con irracionalismos baratos) pues sigue intentándose aclarar un camino desde una mejor escucha de la realidad, que habiendo fracasado en su trazado recto, ahora lo traza oblicuo. Quizás, en este sentido, reste una Ilustración que parodie a la propia Ilustración, que examine irónicamente los caminos de la primera. Es cierto que ha habido vías irracionalistas, poéticas o místicas de abordaje de esta condición, pero lo que se ha llamado pensamiento postmoderno, que es amplísimo y jamás equivalente a una “cultura” o “civilización” postmoderna del espectáculo o la “innovación” vertiginosa que renuncia a pensar mariposeando de flor en flor, tan solo trata de pensar desde la diferencia antes que desde la identidad. El proyecto que llamamos pensar, pensar como camino, continúa vigente, aunque ahora se prueben formas no metafísicas de pensar.
Desde esta faceta suicida de una razón que desde la identidad construye pero constata que reduciendo el ser a lo único no comprende bien el ser, desde la impotencia de toda sustancia y fundamento que llegan por sí solos a su bloqueante autoimpugnación, la razón busca otras vías. Ya no es posible afirmar sino que el pensamiento ha mostrado su debilidad como para ser capaz de ello y ha dado fe de su carácter antes disolvente que sumativo o hacedor de identidades o fabricante de cosas útiles. Esto último eran y son las ilusiones que necesitamos para hablar y referirnos al mundo en cuanto entidad referible, pero, como hemos dicho, se queda muy corto. Se busca no la risa banal de la sociedad de consumo que camina en la vorágine de sus propias ficciones sin fundamento en el ser o en la verdad, sino la seriedad de la risa que, alguien decía, es el humor, la ironía, el doble sentido de las palabras y una ambigüedad no referencial en las palabras que tratan de desvelar la naturaleza inaprensible de su fondo. Al tiempo que todo, incluidos nosotros mismos, los “sujetos” que piensan nos acabamos despojando del fondo metafísico que nos sustentaba, de las ilusiones pétreas de marco y de fundamento, se insinúa torcida y retorcidamente nuestro “fondo” verdadero de donde emana la remota y temblorosa posibilidad de volver a concebir tímidamente una verdad. Foucault, acusado por Habermas de presuponer aquello que disuelve, de contradicción performativa, ha intentado, ciertamente, la proeza de este pensar contradictorio y precario, en permanente amenaza de quebrarse a sí mismo, que ha extraído del pensar su potencia abisal, la capacidad de insinuar los abismos y la contingencia de toda construcción, el carácter de construcción que todo manifiesta, incluido el hombre que construye su mundo y que se construye a sí mismo. Un pensar, pues, que introduciendo fisuras en el todo peligra, pero que resulta el camino más adecuado para destacar que nunca hemos estado sobre terreno firme y que para llegar lejos, no se puede arraigar en suelo sólido. O mejor dicho, puede postularse lo sólido, la ficción de que hay suelo bajo nuestros pies, pero sin perder de vista jamás, en nombre de esta nueva forma de Ilustración, el carácter transitorio de lo que consideramos sólido porque ello a su vez proviene de la evanescente gratuidad de ser.
2. Metafísica de la escuela
Comencé mi andadura en la investigación pedagógica y en la Filosofía de la Educación, hace ya bastantes años, preguntándome por qué el currículo parece no impregnar, a menudo, las capas hondas de nuestra interioridad, por qué, lejos de constituirnos y de encarnarse en lo que somos, se añade como ornamento a lo que aparentamos y como mucho sólo adquiere la funciónde un bonito traje que ponerse y lucir. Me parecía un síntoma relevante de ello que la cultura aprendida en la escuela no cree realidad, como sería lo razonable, en una auténtica poética propia del animal realidades que según Zubiri somos los seres humanos. Por el contrario, la poética de la escuela es antes construcción reificada que poética de realidades, por lo que su discurso manifiesta una inconfesable tendencia a la cháchara banal. Con esto quiero decir que su palabra nace desprovista de su fuerza originaria, del poder creador que la palabra puede llegar a manifestar en el hombre. Del mismo modo, su ciencia, si no somos capaces de superar lo enseñado escolarmente, adquirirá un estilo paródico, constituyéndose antes en caricatura de ciencia que en ciencia. Me refiero, pues, a esta tendencia que suele existir en el currículo a impregnar a sus propios contenidos de un aire curricular que aunque pueda servir a corto plazo como iniciación didáctica en el trato con los contenidos y el ejercicio de la ciencia, a la larga asfixia y determina pobremente la libertad y la creatividad en la ciencia si no se supera. Pero la cuestión sigue siendo por qué el saber de la escuela ha perdido su sabor. Así pues, la escuela, como tal, no nos hace mejores, es decir, no produce un incremento cualitativo en la existencia si nos mantenemos en la ilusión de que la cultura se da al modo escolar.
Por supuesto, también ahora mi discurso generaliza y simplifica en extremo, tengo que advertir si no ha sido ya evidente para el lector. Esto es debido a que, contra lo que yo mismo defiendo aquí, estoy tratando de realidades muy complejas en poco espacio e intentando hacerlo con un lenguaje “claro” que, en definitiva, no es el más adecuado para mostrar la complejidad de lo educativo y de su conversión en lo escolar. La divulgación es parte de la traición y de la devastación que yo mismo estoy describiendo. Por eso mismo, no deseo que la crítica que establezco en términos generales se entienda como una impugnación total de la escuela, como si ella no fuera capaz, en los momentos casi milagrosos de su devenir, de superarse a sí misma y lograr que, dentro de sí, haya vida. De hecho, gran parte de la reflexión pedagógica y los intentos de vitalizar el currículo de distintos modos tienen, me parece, esta misma intuición acerca de la escuela como cementerio del saber que, sin embargo, podría superarse desde una nueva aproximación u enfoque en el trato con el saber.
Mi tesis parte de la idea de que el conocimiento escolar ha sufrido una esclerotización metafísica por la que los saberes se han convertido en una suerte de cosas u objetos (reificación del saber) que los torna esclavos de la utilidad y del manejo instrumental de la realidad. Asistimos pues en el puro núcleo y origen de la paideia escolar a una reducción de la razón semejante a la que hemos diagnosticado en líneas anteriores, a razón científica o, aún más grave, a razón técnica. Esto no es malo a priori, pero sí es peligroso cuando impregna y da su esencia a una institución encargada de perpetuar la cultura. El peligro que hemos advertido, pues, es que la escuela extienda una visión particular y sesgada del saber.
Esta interpretación de lo que ha sucedido para que hayamos tenido que constatar la mencionada impotencia de la escuela sugiere, además, la reducción tanto del proceso educativo como de los saberes que tratan de comprender este mismo proceso educativo, una de cuyas manifestaciones es la substitución de la palabra “Pedagogía” por “Ciencias de la Educación” y la desaparición de la Filosofía de la Educación en muchos planes de estudio de las facultades de Educación. Todo esto expresa que se entiende lo educativo como hecho o dato aprehensible sin que exista otra profundidad que la nuda presencia de lo que aparece, y, a su vez, se concibe el estudio de lo educativo como una aprehensión de esta realidad reducida a dato. Es, por tanto, el mismo movimiento de la razón que impregnara los inicios de la Modernidad y que se discute y cuestiona como única vía de acceso a lo real por parte de la filosofía, que no es sino el esfuerzo de la razón por pensar en las dimensiones del ser que no cubre la ciencia (lo ontológico).
Si en todas las dimensiones o parcelas del universo existe esa íntima conexión con su ser, de que hablábamos en el anterior parágrafo, en la educación, que es también una parcela que establecemos en la realidad para su estudio, es mucho más directa y obvia. Es decir, la pobreza de entender el complejísimo proceso por el que dos o más personas, aupadas en la esencial contingencia de que son histórica y mundanamente, es decir, temporalmente, en un tener que hacerse e impugnarse, construirse y destruirse, que llamamos “educación”, sea tan sólo comprendido como “funcionamiento”, “psicología”, creación de instituciones e incluso “comunicación”. La educación no es una cadena ni un vínculo medible que se da ostensiblemente entre dos personas. Es el brillo soterrado e invisible del ser en lo que se nos presenta y puede ser descrito empíricamente acerca de la relacionalidad humana. Es acto en que reluce la esencial gratuidad y contingencia que somos y la delicadeza de que para ser, un “sujeto” requiere del otro, con lo que es más básico lo heterónomo que lo autónomo en el “sujeto”.
Es decir, hay un aspecto de acontecimiento en lo inaprensiblemente único y singular de cualquier proceso educativo, que incluso cuando dicho proceso actúa como ciega y enceguecedora interacción reificada se presupone. Por eso, la paideia escolar que oculta, en el fondo afirma lo que niega, es decir, si sus saberes y conocimientos se vertebran desde lo útil y lo meramente profesional, si la educación o la paideia se tornan saberes técnicos, se dan anomalías como la que motivó mis primeras reflexiones acerca de la escisión existente entre lo escolar y lo vivido realmente.
Es natural que así no pueda haber un hondo convencimiento del valor de lo que uno aprende en la escuela. Tampoco así se capta en su amplia dimensión lo educativo, que reposa sobre lo más real pero al mismo tiempo menos observable de la realidad. Sería como una patología intrínseca, asociada al modo de ser que creó la escuela moderna y que lo sustenta. Una restricción y ceguera que reposa en la elección por un único modo, superficial, de asumir el mundo (o de subsumirse en el mundo), en una restricción de la razón, en definitiva, que arraiga en el olvido de la ontología y su sustitución por la metafísica. De este modo, la escuela es hija directa de la que hemos llamado primera Ilustración o de la Modernidad.
Insisto en que nada de esto implica un rechazo a formas racionales de acceso a la realidad ni la asunción postmoderna de diferentes modos de irracionalismos como “métodos”. Se sigue dando el rigor y el esfuerzo serio, que comenzara tras la caída de las explicaciones de la religión en Grecia. El método, por cierto, no es a priori, no viene antes de la realidad, sino que procede de ésta, que lo demanda, como decía Heidegger. Así, en el campo de la educación, sería posible, y me consta que se hace y se ha hecho aunque precisamente hoy no esté de moda, este intento. Esto quiere decir que lo educativo no se agote en lo escolar e incluso que la escuela no se agote en la escuela. O partimos de este principio o no creo que podamos entender en su complejidad la educación, ni siquiera científicamente. Para entender la escuela hay que “salir” de la escuela.
Autores como Levinas, cuyo pensamiento se ha incorporado a la Teoría de la Educación en España y en muchos otros países desde hace tiempo, me consta, pueden contribuir a esta misión; o el interesante engarzamiento de la historicidad nuclear y dialógica de la persona con la crítica marxista que se ha dado en Paulo Freire. Estos ejemplos, de entre otros muchos autores que existen tanto en el campo de la Pedagogía como de la Filosofía, superan el utilitarismo de los actuales enfoques educativos que ya Walter Benjamin denunciara como reduccionista y peligroso, como una negación del elemento poético que entraña toda educación y su substitución por lo meramente ornamental. En nuestro mundo, señalaba, el hombre y la educación están condenados a ser menos de lo que son.
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Educación y filosofía
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El teniente Colombo y los agentes del desorden.Marcos Santos Gómez
En un extremo en apariencia opuesto a lo que vengo prefiriendo como posicionamiento metodológico y epistemológico para la investigación universitaria en el campo de la educación, se halla el teniente Colombo, detective de la policía de Los Ángeles. Y lo malo es que me cae simpático. Su labor impugna todo lo que digo en esta torre de marfil desde la que, hemos apasionadamente razonado, argumentado y teorizado que es preciso situarse, en la lejanía de un noble horizonte, para precisamente razonar, argumentar y teorizar. Hay que llegar hondo, he señalado, y he difundido si bien no un aristocrático consejo de renunciar del todo al muy plano empirismo de algunas metodologías de investigación al referirnos a lo educativo, sí la sospecha de que éste apenas “sirve”. Pero Colombo ha profanado este templo y me ha demostrado que muchas torres con sus pulcros habitantes son gigantes con pies de barro.
El error imperdonable ha sido haber creído que Colombo era un agente del orden y despreciar, por ello, sus muy modestas tácticas. Es cierto que se vale de tramas que descubre en el mundo, que lo interroga y que observa, anota y analiza lo que se le presenta, pero descubro que nunca ha sido agente del orden sino, como confiesa en cierta ocasión su primo Pepe Carvalho, y como subrayan Spade o Marlowe confundidos ya con la pose bogartiana del eterno cigarrillo en la boca, todos han sido, en realidad, agentes del desorden. Porque han de asumir que su mirada está manchada por las cosas, que su realismo sucio tiene que tratar con lo peor en los márgenes del heroísmo. Su veloz pensamiento que boxea en el barro, en la prisión de los hechos y en su cadena, apenas puede asomar la cabeza para tomar una rápida bocanada de aire fresco entre combate y combate. Son agentes, y por tanto sirven a un cierto orden que ya no recuerdan, pero cuyo resultado fatal es el desorden. Aunque no lo sepan, algunos son secretos funcionarios de la verdad. Ésa es su bendita condena.
Colombo tiene un perro al que llama Dog, a falta de otro nombre más interesante, conduce un coche destartalado al que en cierta ocasión, en un episodio televisivo memorable, se le cae una puerta al tratar de cerrarla, fuma un abominable cigarro puro que le hace aparecer eternamente envuelto en humo como un pequeño Lúcifer que no acabara de creer ya ni siquiera en sí mismo. Es un gigante del escepticismo desde la más férrea razón y un servidor de la verdad que, por eso mismo, sospecha de ciertas apariencias. De lógica tenaz y habitual, como su consumo de no sé qué receta mexicana que repite sin cesar en sucias tabernas grasientas y, como él, ahumadas. Es emigrante italoamericano, usa una gabardina llena de lamparones, tiene una voz cascada, un ojo de cristal y es, acaso por todo ello, vilmente despreciado por los “malos”. En muchos aspectos, Colombo es bastante vulgar y muy poco admirable.
Colombo habla siempre de su mujer, que nunca aparece en la serie, y que es la otra parte de un matrimonio muy convencional. Porque Colombo es convencional. Da por válida la verdad que le han contado y, por si fuera poco, confía a ciegas en el bien y en el mal, en un bien y en un mal absolutos, muy definibles y acotados, como si la realidad fuera la realidad de los héroes y los santos, curiosamente él tan antihéroe e inconsciente, hecha de blanco y de negro sin matices ni grises por en medio, forjada por el tipo de estructura mental que los sociólogos ubican en las clases bajas. “Simplemente, hago lo correcto”, acaso se justificaría. Quizás ahí sí tengamos un viejo componente aristocrático, que, en nuestro paradójico mundo, como un resquicio, perdura solamente entre el humo de puros baratos. De hecho, Colombo rechaza en cierto episodio el ofrecimiento de un carísimo habano que uno de sus investigados, siempre gente con clase, le hace, porque no le gusta su sabor.
Todo eso le hace ser, en parte, como Sócrates, un Sócrates empirista. Caza con las palabras, ciertamente, a quienes por su orgullo y vanidad se dejan cazar. Pero le van los hechos. Es más, Colombo trata de desaparecer, para dejarlos explayarse. Y entonces, los malos hacen, y al hacer, Colombo los mira y les pregunta. Su elegancia acaba delatándolos. Quiero decir, que tanto Colombo, como Carvalho como los demás agentes del desorden, se fijan en las prácticas. Su método de investigación, podíamos concretar, cuando se les ocurre asomar por la universidad, es un método demoledor, tenaz e infalible, que consiste en atender al discurso de las acciones para contrastarlo con el discurso de las palabras. Es decir, se sirven de un mundo que ha dividido acciones y palabras, para dar toda la importancia debida a las acciones, como clave para resolver si bien no grandes misterios, sí determinados problemas o contradicciones flagrantes. Aplican una hipótesis: el malo (o en versión más académica, el ignorante o el mediocre) son orgullosos. Una hipótesis que los asemeja a Sócrates, pero llevada al extremo de ese Sócrates enloquecido que fue Diógenes de Sínope, el cínico, o sea, el perroflauta. Son, quizás, la detestada e incomprendida autocrítica que la propia universidad en ocasiones hace de sí misma, en una milagrosa kenosis o autodespojo por el que se rebaja a ser pueblo.
Colombo pues, ha rizado el rizo de la ironía. Ha sabido salirse de la verdad para estar en la verdad. La perspectiva ha de ser una perspectiva manchada de realidad, sin aspiraciones ni abolengo. Esta es el arma de quienes cigarrillo en boca, desafiando la ley y el orden, maestros de una higiene a contrapelo, comandos de una academia al revés, para salir, han pensado y han mirado casi como todo hijo de vecino. Incluso de este modo se miran a sí mismos. Y así, sin aspirar a bucear en los abismos, se han topado con el abismo del mal. Postulando tramas, como en las novelas negras o de misterio y como en las novelas de terror, en los márgenes literarios, sociales, epistemológicos y ontológicos, se han limitado a partir de que tú eres lo que haces. Todo lo demás son excusas.
Eso es investigar. Eso es ser verdaderamente útil. Sólo desde un orden que es desorden se podría revertir el mundo. Vana esperanza que en su cinismo (ahora en nuestro sentido, no en el más académico de la palabra cinismo) los Bogart habidos y por haber no desean tampoco creer. Porque no son optimistas, ni grandilocuentes, ni profesan filosofías de la historia por encima de la misma historia, ni adoptan cielos en la tierra o teologías, salvo que llamemos todo eso a este modo modesto de empeñarse en no ver otra cosa que lo que uno tiene ante las narices y que pertenece al más elemental de los sentidos comunes. Son ateos prácticos que no creen en la ultratumba, que no creen en creencias, y por eso ven las cosas. Ésa es su táctica y su fuerza. Ellos siguen la corriente de las cosas, se visten de blanco y realizan sus terrenales pesquisas y observaciones. Siguen el hilo de Ariadna que les guía precariamente en este maremágnum.
Por mencionar a otro de estos detectives, tenemos al Dr. House que es, sin lugar a dudas, un llorón y un indigente, pero al menos goza de la fortuna de haber encontrado la modestia epistemológica que se precisa para mirar a donde hay que mirar, a donde hace falta, y sólo en sus peores borracheras, presentir o añorar el resto.
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Educación y filosofía
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La desafiante presencia de la muerte.Marcos Santos Gómez
He concluido la lectura del libro Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días, de Philippe Ariès, en la editorial Acantilado. Se trata de una obra escrita en 1975 y ya convertida en un clásico de la historiografía, que describe las formas de morir, desde la primera certeza de que viene la muerte (o el intento de eludir dicha certeza) a la actual agonía en soledad y su medicalización. También se refiere a los modos de entierro, funerales y sepulturas. Lo primero que destaca en el libro es que cada época enfoca cómo morir en función de su universo de creencias y del tipo de organización social que impera. Es decir, en la medida en que un modo social, productivo y cultural determinado, creo, constituye de hecho una respuesta concreta a lo que plantea la existencia como misterio, como enigma y como problema (son tres dimensiones que van desde una mayor profundidad ontológica a una cierta superficialidad óntica en la reducción a problema y a avatares de la existencia de lo que en último grado remite a un modo de ser), dichas formas sociales deben también abordar ese muro inexplicable que impugna toda complacencia y deseo. La muerte es ante todo un acontecimiento no objetivable que resiste una simple mirada descriptiva que lo rebaje a dato, porque es mucho más para el hombre, desbordando todo intento de encajarlo bien desde la lógica de sus deseos ni desde ninguna otra lógica. Quiero decir que este tipo de razones argumentativas con que a veces justificamos la realidad, no nos consuelan ni satisfacen cuando la muerte nos desafía a lo largo de una vida cuyo final inevitable será ella. Es extrañísimo, decía Borges, que alguien que estaba, ya no esté, y que el mundo siga su curso como si nada. Por otro lado, hay que comprender, nos cuenta en el relato El inmortal, que sin finitud, la existencia humana no sería tal, pues seríamos en todo caso una tediosa extensión acumulativa que se acabaría perdiendo en el conjunto de los hombres para ser todos, o sea, nadie individual. Conciencia de la muerte y cultura acumulativa parecen, en efecto, contradecirse, en el sentido de que la existencia que añade cosas, parece ciega a la verdad de que hay un final para nuestras listas de deseos. Con mayor sutileza, podemos entender en la acumulación una forma subrepticia de morir, de no vivir, y de no percatarse de ello. Es como si eliminando a la muerte, muriéramos en vida, doblemente.
Así que la lectura de este libro me ha planteado sobre todo la cuestión de cómo hablar de la muerte y, lo primero que resalta en este asunto, es que de la muerte, como ocurre con otros “sucesos” o aconteceres propios de la condición humana, no puede hablarse banalmente, con lugares comunes o un lenguaje superficial. Su apropiación por la inteligencia ha de ser una apropiación que aúne las distintas razones que ya Pascal señalaba que se necesitan para la captación de los problemas existenciales (la razón del corazón, decía él, que es razón amplia y generosa).
Hay que haber comprendido, pero también, experimentado, vivido, sentido la conmoción a la que nos retrotrae el frío y escueto dato de que alguien se ha muerto o de que vamos a morir. La descripción empírica queda muy lejos de la verdad del proceso que llamamos “muerte”. ¿Quiere esto decir que no se puede hablar de ella? No, quiere decir, eso sí, que estamos condenado a un dilema: o hablar en términos exactos y observables, para explorar los rasgos empíricos y las consecuencias de la muerte, pero sin que podamos comprenderla realmente (lo más lejos que desde aquí puede llegarse es a la tanatología, que deriva hacia soluciones que por muy afectivas que sean, son soluciones técnicas); o, emprender un discurso narrativo que exprese su experiencia, la vivencia de la misma como tono de la existencia, muy por debajo del miedo, de la pena o del duelo psicológicos. La mortalidad como un tono que modula nuestra forma de ser, para llegar a lo cual hay que bucear muy por debajo de lo empírico.
Quizás por este intento de captarla en su profundidad, se dé la paradoja de que para hablar de ella sea mejor callar y optar por distintas formas de silencio. Yo no excluiría este silencio de una racionalidad, desde luego no lógica ni argumentativa, pero que mantiene la dignidad, el esfuerzo e incluso el rigor como para ser incluidas en una comprensión cabal de la muerte. Esto es a lo que apunta una metodología de investigación que, siendo científica y tendiendo a lo empírico, aunque cualitativa, en su respeto por la narración con que el sujeto se explica a sí mismo y, sobre todo, en su “registro” de los silencios del mismo, apunta a lo que desborda lo científico. No es que se pueda decir cualquier cosa una vez que hemos desechado toda definición, sino que hay un acceso personal del sujeto que se ha enfrentado a la muerte de alguien querido o al anuncio de la suya, que el sujeto encadena en una suerte de malla de mitos, interpretaciones, terribles lugares comunes que explotan, increpaciones y lamentos y, en especial, preguntas. Todo ello tiene la “lógica” estrictamente individual e irrepetible del sufriente, pero, también, se expresa e interpreta en el horizonte de una tradición que, nunca es, solamente una tradición, sino un cúmulo de tradiciones a menudo incompatibles y contradictorias entre sí, pero que sirven para asir los aspectos inasibles propios del existir.
Ante la supuesta fortaleza del mundo en que vivimos los vivos, los que todavía y por ahora estamos aquí, nos encontramos con el sinsentido de que después de todo, tanto buenos como malos tengan un mismo destino, de que prevalezca una absurda justicia que es una terrible injusticia. El libro que nos da pie a este escrito constata también la única verdad que podemos imaginar acerca de algo que nadie ha contado ni contará jamás: que, seguramente, se muere en una abismal soledad, que uno se enfrenta a solas con su propia muerte.
Sin embargo, hay una diferencia importante en cuanto al modo de soledad experimentado según las épocas. En la primera Edad Media se moría de una manera diametralmente opuesta a la nuestra y que fue modulándose posteriormente en función del apego que socialmente se enseñaba que había que tener a las posesiones y riquezas que uno dejaba o a un sentido fuertemente hedonista de la vida, que por tanto dolía dejar y que produjo en el arte las representaciones terribles de cadáveres y las danzas de la muerte de la Baja Edad Media u Otoño de la Edad Media en palabras de la conocida obra de Huizinga. También la terrible peste negra pareció romper los esquemas a la gente. Antes de eso, la muerte estaba incorporada a la vida con una cierta naturalidad.
En la Alta Edad Media se moría bien, creo. Me parece que mejor que ahora. En primer lugar, les aterraba (había una petición en la misa para ello) morir de repente, sin preparación, de manera inconsciente. El “no se ha enterado” que nosotros deseamos para cualquier muerto, era una maldición para ellos y, por el contrario, se deseaba ser conscientes, saber que llegaba la muerte y que uno iba a morir, y comunicarlo, en público y en privado, todo lo cual además contaba con una reglamentación social, con unos pasos más o menos rituales que todo el mundo seguía. Así que lo primero que importaba era la sensación de que uno iba a morir, la honestidad consigo mismo, que no se basaba, como hoy, en diagnósticos ni enfermedades que importara definir, sino en una suerte de presentimiento. Ariès pone de ejemplo la muerte de Roland en su Chanson, que siente que va a morir y se sienta a esperar la muerte. Era como si se admitiera de otro modo al nuestro que la existencia era tal porque tenía un final y se supiera con autenticidad que la costumbre de vivir terminaba con la costumbre de morir.
Entonces, uno invocaba a sus seres queridos, que corrían a estar junto a él a lo largo de todo el proceso. Tanto era así que cuando en una ciudad o aldea se veía la comitiva del cura con el viático que acudía a casa de un enfermo, todos en la calle, conocidos o no, acudían tras él. Era normal asistir a la muerte y, con gran diferencia a lo que hacemos hoy, siempre había niños, es más, se quería que los niños estuvieran presentes, de manera que todo el mundo tenía, desde la más remota infancia, la experiencia de haber visto fallecer a alguien. En la habitación con las ventanas cerradas y velas encendidas constantemente, se apelotonaban parientes, vecinos, amigos. Se podía celebrar una misa dentro de ella y había un ritual de oraciones para los distintos momentos. El agonizante cumplía con el mismo, que incluía la redacción de un testamento, que primero solamente se decía ante testigos sin escribirlo, al cura, y constaba de las últimas voluntades. Lo importante no era el reparto de la herencia, como hoy, sino abundantes consejos, peticiones de perdón, deseos en cuanto a la sepultura y el lugar de la misma. No contaba, por cierto, la sepultura individual y bien definida como lugar de encuentro con el muerto, sino que estuviera en lugar sagrado y cerca de un santo o reliquia. La sepultura como lugar para perpetuar una memoria y grabar el nombre fue una costumbre que trajo el posterior individualismo con el deseo de perdurar. En general, el cristianismo había cambiado varios aspectos de la sepultura romana de tipo pagano, entre otros la importancia dada a la fama póstuma, que, como digo, retornaría con el modo burgués de vida y de muerte.
Había, por tanto, una preparación constante y exhaustiva en un proceso en el que a pesar de la soledad intrínseca del moribundo, representada en composiciones de la época donde se le ve rodeado de demonios y ángeles, siendo protagonista de su propio juicio y teniendo que afrontar él solo determinadas tentaciones, se le acompañaba. En todo momento se era consciente, se hablaba, se disponía y, tras la muerte, los testigos, a diferencia de hoy, podían derrumbarse. Existía un arte del buen morir, o Ars moriendi, que prescribía todos los pasos y que estaba detallado y escrito en libros.
En general, la Alta Edad Media me parece, tras algunas lecturas y habiendo meditado la perspectiva de Chesterton acerca de ella en otros libros, que fue un mundo con sentido en el que las principales necesidades profundas del hombre estaban cubiertas. Y la forma de morir refleja esto. El catolicismo, particularista y universalista, que nunca impregnara tanto las costumbres, de un modo real y densísimo, nunca volvió a tener la presencia efectiva en la historia que tuvo entonces. Era un mundo vertebrado por la creencia cristiana, plagado de “verdades” y con unos fines muy concretos que, paradójicamente y por ello, tenía mucho más los pies en la tierra que nuestro mundo capitalista, que resulta mucho más fantasmagórico e irreal que aquél. En sus ilusiones y verdades estaba presente la muerte, se la consideraba a diario. La aceptación de la muerte con naturalidad, por parte del moribundo y los seres queridos, nos habla de un mundo, como decía, diametralmente opuesto al nuestro. Un mundo cuyas ficciones hacía realista.
Y nosotros, los hijos de la Modernidad, parecemos vivir mucho más engañados por nuestras ilusiones. Es decir, nuestro modo de relación con la muerte es la negación, su exilio de la vida corriente que pasa por algunos elementos como su medicalización y la prohibición de derrumbarse por parte de los implicados. Son cambios que se han ido dando y que el libro de Ariès describe, que atañen a una mayor individualización, al modo burgués de vida, a la progresiva higienización del siglo XVIII, a la muerte romántica que exacerba el carácter monstruoso de la misma y lo que tiene de brusca ruptura del sentido (y que llenó de magníficos túmulos los cementerios donde ir a llorar y rendir culto a los muertos, cosa no vista anteriormente y que ha llegado hasta nosotros) y a la absoluta negación y destierro de la misma en la actualidad, marcado por la cremación y la ausencia de tumbas para que quede algo de los muertos, como si se buscara su completa desaparición y un pleno exilio de nuestra rutina.
Hoy se insta a morir sin grandes aspavientos en nombre de un decoro que han de respetar tanto los moribundos como los parientes, en todo momento, para no perturbar la serenidad propia de un hospital y del personal médico. Con la medicalización de nuestro tiempo, importa sobre todo nombrar la enfermedad, definirla, pautar el tratamiento y predecir el curso exacto que tendrá la muerte. Importa que los médicos puedan hacer bien su trabajo, sin la interferencia del dolor moral o psicológico que es lo que realmente se teme. Es como si la muerte desconcertara, ahora más que nunca, a una sociedad y a una medicina cuya tarea es mantener vivo al paciente a toda cosa y que ante su desconcierto prefiriera no mirar. Esto significa que, aunque la medicina ha logrado impresionantes avances en la prolongación de la vida, en los momentos finales se despoja al paciente de su propia muerte, de ser dueño de su tránsito, de poder decirlo, de hablar de él y disponer sus últimas voluntades, de perdonar y ser perdonado, de despedirse, de hacer recomendaciones a quienes quedan tras él. Se infantiliza al moribundo, se toman decisiones por él, se procura que no sea consciente de los últimos momentos. Lo que contrasta poderosamente con el modo medieval de morir en el que el moribundo era consciente en todo momento e incluso, tras haber realizado todos los rituales, esperaba con cierta tranquilidad a la muerte. Esta espera de ultimísima hora hoy es bloqueada por los esfuerzos del personal médico que convierten al enfermo en una cosa erizada de tubos a la que no se permite que desista en ningún momento, que cierre los ojos, que tire la toalla cuando lo razonable sea tirar la toalla.
Creo que estos cambios que constata un historiador de las mentalidades, escuela historiográfica en la que se ubica Ariès, aluden desde su carácter meramente descriptivo y empírico a algo muy profundo. Vincula la relación con su muerte, por parte del hombre, con sus distintos modos de ser que se reflejan en las costumbres de una civilización. Lo que señala esta actual invisibilización de la muerte es que en nuestra cultura se ha perdido por el camino algo esencial. Para entenderlo, hay que acudir precisamente a ello, a lo que consideramos esencial, que sería el nivel de lo ontológico que como una corriente moviliza y “funda” lo cultural y las ideas. Esto quiere decir que no somos algo en un sentido fuerte y definido, sino que es la indefinición que nos constituye lo que somos, o sea, pura indeterminación. Es aquí donde se explica, precisamente, por qué somos educables, a partir de lo más hondo, y por qué educarse mantiene un carácter inacabado, el de un proceso de reelaboraciones cuya “naturaleza” incierta las ideas más “constructivas” y metafísicas del mismo ocultan en realidad.
Se trata de que recordemos y de que nos oriente, para esto, la conocida diferencia ontológica que señalara Heidegger entre ser y ente. Las cristalizaciones ideológicas emanan y son pobre reflejo petrificado de un modo de entender el acceso, la conexión con el ser, que es ese gratuito acontecimiento por el que somos, por el que hay mundo en lugar de no haber nada.
La relación con la muerte “visible” cubierta por la metafísica está reflejando una relación más profunda con la muerte constante e invisible que también somos, con la realidad de que morir forma parte del ser o, dicho con mayor propiedad, de que somos contingentes, de que nuestra relación con el ser ha de darse temporal y circunstancialmente (lo que además de la educación, hace posible la historia). Por eso, olvidarnos de la muerte implica que hemos perdido nuestra conexión con el núcleo irradiante de la realidad, o, dicho de otra forma, con el misterio jamás aprehensible de que seamos, anterior a toda metafísica y a toda teología. Hemos dejado de percibir en nuestra época que en lo que hay, siempre hay algo más que ejerce una tensión, que parece trascender, que desborda y supera nuestra percepción y conceptualización de las cosas y de nosotros mismos. Una suerte de plus “cualitativo” en la realidad que aunque teólogos como Küng relacionan con Dios, no se reduce necesariamente a Dios, creo, pues llamarlo Dios puede empañar su misterio.
Tomar conciencia de la muerte es tomar conciencia del ser. Es como abrir los ojos al despliegue en el tiempo de lo que existe, para afirmarlo en la insólita negación de una barroca sucesión de muertes o, como dice Quevedo, saber que somos sucesión de difuntos, de nadas e impresencias que, sin embargo, son de esa manera. Sobre este fondo pantanoso o ciénaga reposa la verdad. O, mejor dicho, sobre esta carencia de fondo que introduce un trascender en el hombre, un nervio exteriorizante en lo real. El hombre es hombre cuando percibe de algún modo esto, cuando siente cómo la existencia parece tirar de él más allá de ella misma, de la necesaria e ineludible gravedad que la costumbre ha introducido, también, en nuestra vida.
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Educación y filosofía
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La sombra luterana en la pedagogía de la Enciclopedia.Marcos Santos Gómez
La Enciclopedia de Diderot es una obra que todavía hoy podemos tener de referencia como modelo de las grandezas y las miserias de la pedagogía ilustrada. Una pedagogía que se ha de comprender al mismo tiempo como cómplice en la construcción de un mundo nuevo a costa de desechar otras posibilidades de mundo y, también, en su callada pero explosiva disolución del entramado ideológico del Antiguo Régimen. Es ejemplo, por tanto, de producto intelectual que actuara al modo de cargas de profundidad arrojadas a la tiniebla de los abismos, a los cuales tratan, no sin miserias ni dificultades, de iluminar. Mas, como es bien conocido, siendo casi un tópico de nuestro pensamiento, la Ilustración también introdujo sus sombras al pretender iluminar de manera exhaustiva la realidad. Es como si lo real hubiera siempre de mantener su misterio, como si se resistiera a acoplarse a las demandas de los métodos sordos a los elementos esenciales de lo que de verdad sucede, de lo que está ahí. Es ya en esto donde la Ilustración, y la obra enciclopedista en particular, se revela como un esfuerzo titánico, una guerra prometeica en la que el hombre, más que nunca, quiere ocupar el lugar de la divinidad que en sus formas tradicionales y bíblicas él mismo había disuelto. Creo que nunca antes se había tomado conciencia del poder de hacer y deshacer en este cielo de la materia donde vivimos, de la capacidad del hombre para configurar conscientemente el mundo en el que quiere vivir, en la medida que se sacraliza al mismo hombre. Un conocimiento y una operación humanos que intentan ocupar la realidad, desplegarse en ella, para tomarla y doblegarla, tal como lo expresa el modelo de la hábil manufactura en los talleres de los artesanos que protagoniza la mayor parte de los artículos e ilustraciones de la Enciclopedia.
La clave de este nuevo mundo que se quiere construir es la habilidad, la destreza por la que conjuntamente obran la mente y la mano del hombre, lo que introduce una imagen del mundo apto a los hombres que operan en la realidad y que desde su labor la explican y conocen. Conocer es casi un sinónimo de construir, por mucho que quiera ubicarse fuera del hombre el origen del orden que parece regir la realidad. El orden está primero en el hombre, que puede toparse con el mismo, misteriosamente, en el mundo. Es el momento máximo de la subjetividad que crea desde una ilusión de identidad cognoscitiva y sensible, como cuando se proyecta la mirada sobre los objetos, la configuración de un mundo que puede ser organizado, abarcado y sistematizado. Así, la Enciclopedia significa y concentra esplendorosamente este esfuerzo unitario de la razón que había creado los talleres y la artesanía refinada, cuyo heroísmo es opuesto al heroísmo del modelo aristocrático del Antiguo Régimen, de quienes creaban el mundo con la guerra y mediante las monarquías que se fundaban en el misterio y lo numinoso.
El esplendor burgués hubo de construirse a partir del mito en torno al feudalismo y el Medievo. Un mito que les sirvió para justificarse, que creó la oscuridad que todavía hoy parece requerir aquella luz del siglo XVIII. La vieja teología otorgaba la penumbra necesaria para que la luz de la razón dieciochesca viera mejor a su alrededor.
Este esfuerzo por la claridad que veneraba la técnica (uno de los artículos mejor elaborados fue “alfiler”, que describía el proceso de fabricación de los alfileres que usaban las costureras), tenía, pues, detrás una plaga de oscuridades. Crear un mundo nuevo, construirlo casi como si fuera una manufactura, justificarlo y diseñarlo tenía un precio.
La Enciclopedia fue una larga tarea que reunió a unos ciento cuarenta autores, de los cuales merece que nos detengamos no tanto en quienes brillaron y todavía brillan, como el propio Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau, Condillac, Holbach, Condorcet, etc. que en sus vaivenes expresaron el modo heroico, el nuevo estilo intelectual de ser aristócrata, un modo que incluía sufrir la persecución, el vituperio, la mala fama, las estrecheces y apuros económicos, el cansancio de la lucha sin cuartel, la habilidad para sortear la censura y por tanto tener que jugar con lo oblicuo de las palabras a fin de dar en el clavo, agudizar el ingenio que en la ópera y el teatro creaba tramas populares para ocupar con la estructura del pensamiento plebeyo y burgués las magnificencias de una mitología griega que convertía en oro regio lo que tocaba y, sobre todo, encajar la desolación de un mundo sin Dios pero al que no podían despojar de Dios, que se hallaba en la estructura de su pensamiento (que era deísta, principalmente) en el principio del vacío que para ellos llenó Newton.
Sin embargo, la figura del Caballero de Jaucourt, autor de una cantidad desmesurada de artículos, de miles de ellos, más de la mitad de los publicados en la Enciclopedia, resulta aún más reveladora. Este autor, que era noble, de los pocos nobles que colaboraron con el proyecto, dispuso de la fortuna suficiente para ser autor independiente y poder dedicarse al estudio. Por eso mismo, por el estudio y la ciencia, renunció a la búsqueda del prestigio social, a una vida como noble, encerrándose toda ella con una enorme biblioteca que fue aumentando progresivamente (y que constituía su único gasto, hasta el punto de ir mermando su fortuna de manera considerable con la adquisición de libros). Además en su casa organizó muchas de las tertulias de los enciclopedistas parisinos, henchidas de brindis procaces y profanos y de jugosas anécdotas. Eligió, pues, a pesar de que tenía medios para vivir como hubiera querido, una forma de vida muy austera. Se centró todo él, como otrora centraban en Dios su existencia los castos anacoretas o los posteriores monjes cristianos, en un cierto contacto con la sombra de ese mismo Dios, con lo que de él quedaba en este páramo terrenal de exilio y caída. Así, Calvino y Lutero, reyes de este universo despojado, que justificaron las distintas formas de renuncia al mundo y desapego como manera de existencia propia de quien vive de la nostalgia del Dios perdido, que exacerbaron este nervio agustiniano y jansenista, fueron también su sangre. Era teólogo de secreta filiación protestante, aunque oficialmente su rica familia se había convertido al catolicismo de manera forzada en la Francia que masacró a los hugonotes. De hecho, fue a Ginebra a estudiar, centro del pensamiento más crítico con el catolicismo de la época y cuyo artículo en la Enciclopedia, redactado por D’Alembert, originó el mayor escándalo en toda la historia de la publicación de la obra.
Escribió artículos comprometidos sobre derecho, política, filosofía, en medio de una producción de calidad irregular que se desarrollaba a una velocidad desmesurada (durante la época de su colaboración con la Enciclopedia, de cuyos últimos tomos es casi el único autor, lo único que hacía desde que se despertaba temprano hasta acostarse era escribir sin parar para ella, llegando a producir hasta cuatro artículos diarios). Llegó a defender la abolición de la esclavitud.
Era también, como muchos de sus compañeros en la empresa enciclopedista, científico. Había perdido en un naufragio una no menos desmedida obra de la que era autor, un compendio, de medicina, tras lo cual, decidió sumarse al proyecto de la Enciclopedia y dedicarle todo su aliento. Su búsqueda fue una búsqueda en el mundo que renunciaba al propio mundo, que exigía dicha renuncia, es decir, una forma de vida pura, angelical, que antepuso el trabajo a la polémica y que no quiso cosechar otro fruto que la propia actividad intelectual en sí misma. Fue, pues, ciencia pura, vida dedicada que sumaba logros reservados calladamente en un frenesí que, me parece, en el fondo constituyó una forma ingeniosa de escepticismo. Cultivó un irónico modo de vida que combinaba el secreto de una vida de aparente silencio, con lo escandalosamente público de una obra como la Enciclopedia cuya titánica pretensión era construir un mundo y a la que él contribuyó en una incesante fiebre por sumar artículos, es decir, fragmentos de un orden mayor a cuyo servicio se puso, que organizó y ordenó su propia existencia pero que la especializó también, como especializados eran sus artículos. El escepticismo de una tarea que como sus manuscritos de medicina desaparecidos bajo el mar, quizás se sabía imposible y que, en efecto, hoy parodia nuestra Wikipedia. Al mismo tiempo que partía del pathos enciclopedista por abarcarlo todo bajo el imperio de un orden racional, en cada artículo que escribía se restringía a una forma particular del orden que describía minuciosamente. Porque cualquier enciclopedia nace como un titánico empeño de llenar la realidad y de construirla, de explicarla y aclararla, para acabar en la mayor de las confusiones, casi lo que ha logrado, como es ya muy obvio, nuestra internet. Algo que aunque hoy es muy evidente y con ligereza se tacha de rasgo postmoderno es una extensión de la más pura y elocuente modernidad.
Así pues, la tenaz y heroica lucha por abarcar el universo, convirtió todo el proyecto, toda la Enciclopedia, en un destino fatal, condenado a faltar a la verdad. La misma obra que había optado por ordenar sus artículos según el orden alfabético y ni siquiera por materias, incorporaba, como una fisura en todo lo que hizo, una impugnación de sí misma. Y al final de su actividad en un mundo degradado ya no estaba el mundo, sino una imagen del hombre nutriéndose de una forma particular de mundo. Como narra Borges en un texto memorable sobre un pintor que pinta el más detallado dibujo del universo, lo único que la Enciclopedia acabó pintando fue el rostro de sus autores o su propio rostro, a ella misma como torpe añadido al mundo, que diría, también, el maestro argentino, o, mejor dicho, el boceto de la realidad en el que se sustentaba todo el proyecto y que era, al mismo tiempo, la obra y sus autores.
Esta fatalidad del proyecto lo condenaba desde sus inicios y lo veteaba de un sino trágico que le da un último rasgo que quiero destacar a esta suerte de pedagogía ilustrada que se encarnó en los tomos de la Enciclopedia. Me refiero a lo conmovedor y poético de un proyecto que en su miseria no dejó de aspirar demoníacamente a ser como Dios, pagando el precio de la expulsión del origen, del Edén. La rebelión iluminista de hombres puestos a recomponer el mundo malogrado y contrahecho que Dios, como una vieja chapuza, parecía haber abandonado o del que ellos, nosotros, hemos sido desterrados, pero que en su imposibilidad, en su condición de viaje a ninguna parte, es clamor aún más poderoso por la divinidad anhelada y envidiada. Una tarea obstinada en la que acabó pesando más el “labora” de la regula benedictina que el momento de la oración y la escucha, pero cuya ansiedad era hallar al Dios y al Paraíso perdido por la vía torcida de prescindir de Él.
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Educación y filosofía
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Punkies y misioneros: la utilidad perdida de la Pedagogía. Marcos Santos Gómez
En la asignatura Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela propuse como práctica en los inicios del pasado cuatrimestre, para el primer curso del Grado en Educación Primaria de la Universidad de Granada, hacer un pequeño trabajo sobre la pedagogía punk. Esta propuesta, que pudiera extrañar a algunos, se basa en la reflexión de que confrontarse con lo que melancólicamente denominaríamos el lado punk de la esperanza conduce a repensar cuáles han de ser las razones que nos mueven como educadores y a plantear la misión impugnadora y negativista que un pedagogo debe realizar en su centro de trabajo si pretende ser útil. Porque el punk es algo muy serio. Su pedagogía de la provocación y del ojo puesto en el reverso de lo “bueno” como clave “desideologizadora” es un intento de enderezar lo que, aun estando en realidad torcido, parece derecho por la fuerza de la costumbre.
Su impugnación es, en realidad, la pesquisa por la verdadera razón de ser, desde la cual iluminar lo que pasa usualmente por el sentido común. Algo muy viejo, que se recoge ya en los poemas homéricos y que está en el mismísimo origen de nuestra tradición. Así, el sueño, también barroco y quevedesco, de volver el mundo al revés para enderezarlo es lo que subyace en la obstinada denuncia del punky. Desde este punto de vista de la subversión, un pedagogo podría entender que sólo puede ser verdaderamenteútil en la más exultante y desafiante de las inutilidades. Algo que, por otro lado, suscribiría el Chesterton que confiesa hallar un especial placer desde la infancia en girarse para ver, literalmente, el mundo al revés, cosa que hizo toda su vida y en toda su literatura (alguno de sus locos personajes se da la vuelta para, viendo un paisaje invertido, comprender la solución de un enigma policiaco) y que también me recuerda una cómica escena de Grandes esperanzas de Dickens cuando el niño protagonista es agarrado de los pies por un villano huido de la cárcel y de repente, todo, sin saber por qué, se gira ante sus asombrados ojos.
Para llegar a adquirir un sentido de lo útil en la escuela hay que conocer, primero, en qué consistió la utopía escolar, es decir, el proyecto original, estudiando cuál era su composición, su estado de cosas, el cuadro que se pintó en un primer momento. Esto supone repensar el sentido de esta profesión, tanto la del maestro como la del orientador de un centro. Teniendo en cuenta mi asignatura, era más propio tratar este asunto de la escuela de hoy al revés que supone la escuela de mañana al derecho, tras el repaso histórico que también se emprende en ella, por el que lo educativo no es abordado como una cuestión técnica, sino que trata de asirse en su complejidad, desde una teoría que partiendo de la historia, la trasciende en la medida que esto es posible. Quiero decir, que el pedagogo (centrémonos ahora en esta figura laboral que me ocupa en la presente tanda de posts en el blog y dejemos para otra tanda la reflexión sobre el maestro) trata de hacer las cosas bien y de incidir en su época mejorándola. Es lo que a veces con tintes algo metafísicos se ha entendido como lo perfeccionador del proceso educativo, o la educación como perfeccionamiento, que a su vez presupone aquello que decía Ellacuría de que no se sabría lo que somos finalmente los hombres hasta que la historia haya terminado, hasta que la última palabra proferida por el último de los hombres insufle sentido a todo el proceso o lo colme de sinsentido. Tampoco entonces, me temo, se entenderá nada y resultará, casi seguro, que todo habrá sido un desvarío cuya única verdad consistirá en una aparatosa ausencia de fundamento. Pero hasta entonces, apoyémonos en nuestras ilusiones originales y en la verdad de que no existiría educación si no fuéramos apertura, si no estuviéramos en el tiempo hasta tal punto que nuestra esencia es puro gerundio.
Pues bien, el pedagogo preocupado por retomar el proyecto malogrado de la escuela que pudo ser, que hoy se ve abocado a un enfado de tintes nihilistas, de corte punk, al que le enfada lo que ve, pero que es el más ilustrado de todos los pedagogos, se percata, sobre todo, de que dicho proyecto le ha sido arrebatado a la propia escuela. Lo primero que adivina es que, aun más, le han robado la razón o, por seguir la metáfora del mundo al revés, la recta perspectiva. Si es así, si de percata de ello, como cualquier víctima de un engaño hará su trabajo desde la indignación. Es más, o está indignado, o no se lo toma en serio. Indignarse, tanto como lo está cualquier punky, significa saberse víctima y procurar, al mismo tiempo, que las cosas vuelvan a ser como tienen que ser. Si es un pedagogo que quiere ayudar a hacer un mundo más comunicativo y fluido, o sea, más, si no racional, por lo menos razonable, tiene que comprender que lo que hoy sucede en la escuela se le va a poner en contra. Y es en este punto y estado de lo razonable, del sentido común imperante en ella, donde no quiere estar, precisamente en nombre de lo razonable, del sentido común y de la escuela.
Por el contrario, si decide ser razonable según el canon oficial habrá de, emprendiendo el camino fácil, identificarse con la razón que lo ha puesto allí y que ha construido el entorno en el que hace su trabajo. Desde ahí, aceptar un sentido de lo útil que los propios alumnos de Pedagogía o Magisterio no cesan a menudo de demandar en su formación y que cualquier político, inspector, director de centro o jefe de estudios demandan. Es preciso ser prácticos, se dice, no andarse por las ramas, no complicar las cosas y buscar lo que da resultados.
Si se conforma con eso, hacer su trabajo será relativamente cómodo, pues sólo tendrá que acoplarse a la corriente de la innovación constante, de la centralidad de las nuevas tecnologías, del menosprecio de los contenidos y de la memoria, de las competencias y de los proyectos que disuelven el saber en fines de mera adaptación. Toda esta corriente que el sentido común imperante consagra y a la que nadie en su sano juicio puede oponerse, ya que además todo ello se hace en pos de la calidad. ¿Acaso no llevaba siglos la Pedagogía hablando de todo esto? ¿No es ello lo que ya vaticinaban y propiciaban un Rousseau, un Pestalozzi, la Sra. Montessori? Todo en aras de una calidad educativa… que se mide según las demandas del mercado (padres de los niños como clientes de esta nueva escuela empresarial) y los rankings que parten del ir todos contra todos para producir el bien. Pero en esto consiste el progresismo, es decir, la búsqueda para todos de la cara amable de la vida en el librecambismo que desde ahora será, para siempre, un juego. No. No hay que estar amargados, no hay que hacer aspavientos de rebelión ni vivir estrafalariamente como un punky.
Y en este jovial paraíso, el bien no hay que pensarlo mucho. Es lo que las leyes consagran, lo que encaja con las categorías de los evaluadores, en los rankings donde se clasifican las escuelas. No importa que se den flagrantes contradicciones, como que se elogie y fomente la atención individualizada y particular a cada niño, pero al mismo tiempo se tienda a una estandarización y burocratización sangrantes. Es natural. Todo debe cambiar e innovarse, para hacerse más atractivo y hacernos más flexibles. Este pedagogo que tal vez se asuste de los punkies, que son, para él, horribles y descerebrados, se convierte en una especie de bicarbonato para facilitar la digestión de tan razonable final de la historia. Una pedagogía que no quiere destruir y que construye sin pausa.
Aquí está la razón. La escuela, esa construcción ilustrada, la detenta y al pedagogo punky que todo esto le huele mal no le quedaría sino estremecerse bailando pogoy renunciar a buscar otros sentidos de la utilidad, de lo bueno y de la propia razón. Pero no es así. En el mundo de la sinrazón, en el mundo que asume otra perspectiva, la razón no desaparece, sino que se torna en otra razón. Es más, puede que torne a ser la razón originaria. Puede que, en el fondo, haya que ir al principio para salvarnos, lo que no nos aleja mucho de Rousseau, hoy tan desvirtuado porque también se le ha robado su fuego en toda esta trampa pedagógica.
La lección del punk, pero también del anarquista o del Crucificado, estriba en que en un mundo que disfraza su profunda irracionalidad como sentido común, su reacción como progresismo, un mundo ciertamente al revés, tener razón significa darle la vuelta a todo esto. Aunque darle la vuelta a la verdad o a la cordura no es hallar un lado oscuro o reverso negativo, sino redefinir, como estamos diciendo, lo razonable y encontrar ahí justamente la salud perdida de la escuela. Su luz inversa, su provocadora fealdad, como la de Tersites, denuncia la caricatura de Ilustración que vivimos aunque se vista de las mejores sedas. Porque el suyo es un heroísmo sin glamour, si es que le interesara ser un héroe, cosa que al punkyle resbala. Un heroísmo sin recompensas, incomprendido y peligroso. Pero su tozudez pone por encima de su supervivencia esta misión, lo que restaura a su profesión su origen sagrado. Pues hasta el más nihilista de los punkies tiene una misión, o si no estaría muerto: “no sé lo que quiero, pero sé que lo busco” decían por cierto los Sex Pistols. Desde este punto de vista, no puede haber una pedagogía más útil ni coherente, que haga mejor su trabajo y que sirva para desarrollar la más eficaz de las labores orientadoras en su centro que la planteada por un punky. El pedagogo punky se parecerá bastante a un Dr. House que paseara cojo y enfurruñado y cuyo único amigo, cuya única obsesión y cuyo último interés por el que vivir fuera la razón; la razón maltratada que exiliaron de la escuela.
Con estas vueltas, el trabajo del pedagogo que busca su tesoro como ese personaje también marginal del Señor de los anillos, no menos grotesco y teñido de horrores, ya no va a ser ejercer de funcionario, es decir, ya no va a establecer lo bueno según lo que se dice que ha de ser lo bueno, lo que sirve, lo que ayuda a medrar, en una idea inquisitorial por la que lo bueno es lo que se ajusta a una doctrina que llena de complacencia y cohesión a la sociedad. Ahora, reencontrado con su destino, su utilidad consistirá, precisamente, en querer tanto el bien y la perfección del educando que acabe reventando los corsés de lo obvio, de, como decían en otros tiempos, lo establecido. Y en este proceso los que aman la profesión del educador comprenderán que se es útil siendo orgullosa, cándida y tragicómicamente inútil. Si esto es así, si la escuela se pone al revés para poner el mundo al revés, habrá recuperado su auténtica razón, que era su primordial razón de ser, y el corazón de su ética.
Así que lo que habría que procurar en nuestros graduados en Pedagogía es que adquiriesen la competencia de atender a su daimon y de asumir con agónica devoción su misión para ser realmente prácticos. Que supieran, en definitiva, ser prácticos.
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Educación y filosofía
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Recuperar hoy el origen de la Pedagogía.Marcos Santos Gómez
La Pedagogía nació en la Grecia clásica, pues fue entonces cuando se originó la educación tal como hoy se da en nuestro mundo. Como es sabido y hemos tratado ya en este blog de manera profusa, el efecto que tuvo lo que denominé la logificación de la relación del hombre con su medio (naturaleza y tradición) fue una desnaturalización de los contenidos culturales, o de parte de ellos, que emergieron de la amalgama del mito, que era adquirida como algo natural, como un estado natural de las cosas que para el sujeto no podía ser de otra manera y que se relacionaba perfectamente con la trama de lo real. Así, la asunción de todo ese contenido cultural desgajado de lo natural, tornado una suerte de mundo objetivo, distanciado y artificial, requirió un saber específico que normativizara y regulara dicha asunción.
La educación en un sentido próximo al que se da hoy en la escuela, pues, se crea como un proceso más o menos consciente de asimilación de contenidos culturales enajenados. Esto provoca la reflexión por el modo en que los ideales han de ser encarnados en los hombres que buscan tanto el prestigio social como lo que denominamos el “centro” oculto de lo real. La educación se concibió como un proceso formativo, de plasmación en el sujeto de ese mundo ajeno y prestigioso que, como los ideales de la vieja aristocracia, lograba salvar al hombre corriente de su apego a la tierra y al trabajo, propios de la vida del campesino. Así, en su fondo, la paideia es urbana y aristocrática, pero en el sentido de una nueva aristocracia que remeda a la anterior y propia de un mundo rural.
Lo que antes ocurriera como un proceso más o menos inconsciente, ahora se torna un proceso que, para las nuevas élites de la cultura, requiere una voluntad, un sacrificio, una transfiguración, un paso de un mundo a otro dentro de la misma sociedad. Esto, ciertamente, ocurría con los antiguos modelos aristocráticos de civilización, donde había ya maestros y aprendices, así como un ingente caudal de saberes que había que aprender, pero no se atribuía a la educación el poder de transformar la realidad social que después llegaría a ostentar en las sociedades urbanas de las primeras polis. Y esto era así porque en los discursos que sustentaban el mundo de la Grecia arcaica, aristocrático y heroico, se atribuía la diferencia social a la sangre que ya vinculaba al sujeto con el conocimiento propio de su estrato social. No era preciso “forzarse” en ser de otro modo mediante una educación entendida como el esfuerzo consciente de “elevarse” incorporando a sí lo que no figuraba en el propio destino social o la sangre.
Tras los cambios acaecidos en Grecia tras el siglo VII a. C., la educación en cuanto plasmación de un ideal de excelencia (areté) no natural, sino incorporable por la propia voluntad, se convirtió en un proceso consciente, regulado y producto de un aprendizaje que, en principio, era posible para cualquier hombre. Esto supuso la creación de una nueva aristocracia de tipo intelectual que inicia una separación “teórica” del mundo, creando un punto de vista exterior, una excentricidad que resultaría indispensable para pensar. Esta nueva torre de marfil cultural y social significará, en lo bueno, que la tradición puede ir siendo analizada distanciadamente, o por lo menos que se crea esa ilusión que produce un nuevo tipo de transformación, un dinamismo ya moderno y “civilizado” en los contenidos culturales y en la propia tradición.
Podemos decir, por tanto, que el estudio o reflexión sobre la encarnación de ideales sociales que llamamos educación, surge en Grecia y se asocia a la logificación del mundo, al mundo que se piensa de un modo que aun emergiendo del mito, trata de verse y superarse más allá de sus propios mitos. La pedagogía es hija de esta tensión con la que nace occidente y tuvo, como señala de manera amplia y acertada el libro de Jaeger, Paideia, sus primeros exponentes en los poetas que cantan a este nuevo mundo pero sobre todo en la sofística ateniense del siglo V a. C.
Ya en este periodo constatamos problemas muy actuales que atañen a la educación que hoy denominamos “formal” o escolar. Por ejemplo, tenemos la escisión entre un universo teórico y la vida corriente, entre gustos intelectuales y gustos ordinarios, que lastra a la escuela desde su origen en la era moderna. También el cierre del conocimiento sobre sí mismo, tornado en una vasta erudición que sirve a los fines del prestigio social y que aun aprendido, sigue manifestándose como algo ajeno, que el sujeto viste para lucir, sin que toque el núcleo íntimo del hombre. Esto produjo como reacción la pretensión de una autenticidad, consistente en la necesidad de que el hombre se involucrara seriamente en la búsqueda del centro secreto de lo real (de nuevo, el elitismo aristocrático que el monje convertiría en ascetismo) o “verdad”, en una especie de elitismo dentro del otro elitismo erudito, el elitismo de lo auténtico, de la constitución de una secta de hombres que tratan de que la tensión exteriorizante del conocimiento con la vida real no sea tal que relativice, finalmente, la búsqueda vaciándola del significado original. En este contexto se dio el enfrentamiento de Sócrates con los sofistas.
Se inventa, asociada a las asambleas de la democracia, una noblevirtud parresiástica que consistía en un afán sincero y peligroso de búsqueda del centro, de la última explicación, del suelo en que apoyarse, de la clave de bóveda para el cielo del mundo y el cielo político. Será una suerte de imagen de la antigua hybris heroica que desde entonces teñirá el ethos del intelectual y que acabarán de perfilar para nosotros los posteriores siglos cristianos. Aun hoy perdura este doble modo de ser intelectual, “falso” (equivalente a los demagogos y sofistas en las asambleas) y “auténtico” (en busca penosa e infatigable de la verdad), en función de que el viejo ideal aristocrático transfigurado se haya incorporado realmente a la conducta o que, por el contrario, prevalezca la disolución relativista del sofista por encima ya de cualquier suelo firme. En cualquiera de ambos se puede hablar de una metafísica de fondo que los torna “creyentes” o “escépticos”, dicho de manera bastante simple y sin querer extendernos demasiado en los matices.
Lo que hoy nos interesa de todo esto es la necesidad que todavía tenemos de este nuevo saber que aunque en Grecia nunca existió con el nombre de Pedagogía (se empleó didáctica, paideia), fue necesario en el momento en que hay que regular cómo se da y ha de darse la educación como proceso consciente y voluntario. Hemos de atender a cómo este nuevo saber despierta la atención hacia lo que ocurre cuando los hombres han de formarse, ya sea al nuevo o al viejo estilo, es decir, hacia el modo en que llegamos a ser como somos.
La pedagogía fue, y es mi propósito defender que es, este tipo de reflexión radical sobre la paideia. De aquí puede, todavía hoy, extraerse su sentido. Aunque también derivara en un aspecto técnico que hoy coincide con lo que denominamos “didáctica” y que cultivaron los sofistas y maestros de retórica, primeros organizadores y reguladores de la progresiva introducción de la cultura, de un aprendizaje eficiente y claro, en quienes de manera consciente querían formarse. Pero que, más allá de esta técnica de la enseñanza, también derivara hacia una búsqueda del sentido de todo ello, que se empeñó en pensar la seriedad de este empeño. No es su fin la constitución de un currículo, o por lo menos no solamente ello, sino la reflexión sobre el propio currículo y su conexión con lo real, sobre su vínculo con el centro secreto de la realidad y el tipo de hombre que buscamos. La Pedagogía fue la autorreflexión del hombre educable sobre su propia formación, la búsqueda intelectual de razones por las que educarse y por si la formación había de tener un efecto perfectivo sobre el hombre que se educa y una incidencia real y efectiva en la búsqueda de verdad (desde la política a la teología). Esta ilusión, la ilusión por una “verdad” detrás de lo que llamamos “cultura”, es la que dio sentido a una incipiente pedagogía.
Con matices en los que no vamos a entrar, debido a la necesidad de no extendernos demasiado en lo que es un post en un humilde blog, esta perspectiva que entiende la pedagogía como reflexión sobre la seriedad o no del currículo, sobre lo que la educación en ciertos ideales elevados pueda producir en el hombre y en el mundo, sobre lo que se pretende con todo ello, entraría dentro, aun hoy, de los intereses, del sentido y de las funciones de un pedagogo. Esta es, al menos, una tesis por la que me pregunto a menudo y que desearía que se defendiera con pasión heroica, tanto como que se denostara y cuestionara, no menos heroicamente, en la universidad actual. Así, la pedagogía se asemeja bastante a una reflexión tanto científica como filosófica sobre la educación en cuanto construcción de un mundo y un sujeto que presupone muchas otras destrucciones de otros tantos mundos y modos de ser hombre.
La Pedagogía presupone, pues, la libertad que históricamente se dio el hombre para elegir su propio mundo, o por lo menos, su mundo social, que es el que mejor puede rehacer conscientemente. Así, la pedagogía crea y justifica a la escuela, que es su encarnación institucional, pero, llevada de su prurito por cuestionar y repensar el mundo que quiere, se torna utópica en pedagogos que aun partiendo de la escuela tratan de desbordarla, como Illich, uno de los mayores exponentes de este raro movimiento de la pedagogía reciente. Con esto se muestra que la pedagogía es el intento de hacer consciente lo educativo en el hombre y de desnaturalizar (o sea, racionalizar) lo que ha acabado constituyéndose en natural para el hombre (la escuela). La educación sería como un poder creativo o constructivo del hombre sobre cuyas construcciones la pedagogía piensa. La ironía de la razón retorna en ella con autores como el mencionado Illich que, por esto, significa un hito en el pensamiento pedagógico reciente, un extremo, una tensión llevada a su máximo exponente en la búsqueda a veces fatal de un centro de lo real.
Es precisamente esa agilidad illichiana la que el pedagogo debe mantener hoy para ser útil. Y con esto me quiero referir a la tarea que en la actualidad la sociedad y la escuela pueden esperar para un joven graduado en Pedagogía o para un departamento universitario de Pedagogía. El estudio de la historia de la escuela, por ejemplo, minucioso y marginal, o el desarrollo de una teoría que intente conceptualizar, de manera provisional, precaria y a partir de lo sucedido en la historia, deben aportar este conocimiento profundo y amplio de lo que es, en realidad, la escuela. Dicho conocimiento, el propio de esta ciencia que a veces ha de obligarse a trascender la ciencia debido a la dificultad de su empeño y a la abismal complejidad de lo que sucede cuando nos educamos, puede llegar lejos y su reflexión, que empieza siendo de lo educativo, acaba ocupándose del mundo que queremos. Es ciencia veteada, pues, de utopía y, en la medida en que es hija de la filosofía, lejos de su aparente complicidad con la construcción de un mundo, también opera disolviendo mundos. Es falso creer que la pedagogía solamente planifica y construye. Pues mal hará si se reduce a ello. Su compromiso es, como en Grecia, el Medievo o la Ilustración, con el mantenimiento de una tensión exteriorizante que incluso llegue a impugnar las construcciones y planificaciones educativas. Porque no olvidemos que nació, como la filosofía, con el estigma de la nada en su seno.
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Educación y filosofía
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Defensa de la Pedagogía.Marcos Santos Gómez
Aun a riesgo de estar desvirtuando el profundo sentido del verso de Hölderlin “donde está el peligro, crece también lo que salva”, éste me viene a la mente cuando intento reflexionar sobre la esencia de la Pedagogía, hoy, y sobre aquello que podía constituir su salvación en un momento crucial en que sufre un cuestionamiento constante tanto por parte de estudiosos y profesionales de la educación como de intelectuales de otros campos. En este tal vez atrevido vuelo del pensamiento, incluso puedo recurrir a la dialéctica evangélica del “los últimos serán los primeros”, que también nos enseña a pensar y nos sugiere una forma de interpretar lo que ocurre: es en la modestia, en los rincones, en los márgenes y en la pobreza donde emerge y resplandece, secretamente, la razón, es decir, la posibilidad de comprender, de expandir una mirada cabal que aunque nunca agote las infinitas perspectivas que componen la verdad, pueda, en cierto modo, revelarnos una sólida orientación. En ese punto, acaso, nos encontramos en la Pedagogía.
¿Cómo puede salvarse, pues, la Pedagogía? En primer lugar, hemos de precisar quiénes son hoy los pedagogos, por lo menos en España. Es decir, a qué grupo de intelectuales y profesionales universitarios o vinculados a institutos y escuelas me refiero. En este aspecto, resulta fácil delimitar quiénes somos. Ni más ni menos que un gremio ciertamente castigado y que arrastra su mala fama, como decía antes, desde dentro del ámbito educativo y desde fuera. Se trata tanto de los titulados en los grados o licenciaturas en Pedagogía, como quienes componemos los departamentos universitarios que, llamándose de uno u otro modo, pertenecemos al área de conocimiento que en España se ha denominado “Teoría e historia de la Educación”. Es al trabajo de ellos y a la necesidad de una aproximación al fenómeno educativo que aúne teoría e historia a lo que voy a referirme en las siguientes líneas, para resaltar su extrema pertinencia en la realidad educativa y social.
Pues bien: el cuestionamiento de nuestra labor se produce desde, en primer lugar, una usurpación, y, en segundo lugar, a partir de un malentendido.
La usurpación consiste en que se han querido entender como pedagogía algunos saberes técnicos que deberían mejor ser englobados en la hermosa palabra “didáctica”, y, por tanto, se le ha exigido a la Pedagogía que se convierta en un saber hacer, o, lo que es lo mismo, que se reduzca la teoría educativa a una planificación de la enseñanza escolar y a la resolución de los problemas concretos que a lo largo de la vida de la escuela o de los sistemas educativos puedan ocurrir. No es que la Pedagogía rehúya intervenir y preparar acciones, ni que deje de tener una obvia conexión con la práctica y el día a día, con la dimensión más laboral y ética del hombre, sino que su perspectiva esencial no es una perspectiva técnica.
Por el contrario, la palabra “didáctica”, que da nombre a un gremio hermano de las universidades españolas, abarca una techné, o conocimiento técnico, lo que, en el sentido original griego de techné o técnica quiere decir no sólo una destreza o habilidad, sino la cualidad de sopesar bien el aspecto problemático de la realidad que debe resolverse y abordarse. Es decir, la Didáctica sería una suerte de ciencia de los medios que arraiga en un modo de uso instrumental de la razón que trata de hacerse con una realidad para operar sobre ella. El problema es que este hacerse con la realidad quiere decir asumirla, aceptarla en la forma en que se nos presenta, y hoy, la presentación fáctica de la educación, es en el marco de instituciones, que lejos de toda inocencia ya introducen una cierta manera de presentarse el “hecho” educativo.
Lo fáctico que el didacta asume son las leyes recientes que regulan dichos marcos, las formas de organización escolar que en España constituyen también una preocupación propia de los departamentos universitarios llamados “Didáctica y organización escolar”, asumiendo además los discursos que sustentan el edificio de la escuela. En el fondo, me parece, la Didáctica es una ciencia que a menudo presupone las inercias y estructuras de un orden ya existente y que plantea su normatividad a partir del horizonte que emana de ese mismo orden. Es una ciencia adscrita a un modo concreto de darse lo educativo que, fundamentalmente, es un modo escolar (aunque se dirija a ámbitos ajenos a la escuela o a las llamadas comunidades de aprendizaje o servicio). Es decir, juega con lo que hay y goza, también, del prestigio de que los resultados de su technéson observables y mensurables (además de fácilmente interpretables y aceptables por quienes comparten una misma tradición cuyos presupuestos no se cuestionan), por lo que entran con cierta facilidad en los esquemas de la investigación científica. Hasta cierto punto, claro.
Pero los sesgos de su perspectiva intrínseca la convierten, aun revestida de un ropaje de activismo y democratización en muchos encomiables casos, en poco consciente de lo que hace, en un sentido hondo, estructural e incluso ontológico. No es su misión, por ejemplo, emprender una reflexión antropológica y filosófica sobre la persona, sobre el ser social, sobre la invisible presencia de la historia y la historicidad del hombre en lo educativo, sobre la naturaleza del Estado que se sirve de la Escuela o sobre el alcance y comprensión en sí mismos de lo educativo. Nada de ello es práctico, en el sentido en que la Didáctica aspira a ser práctica. Sin embargo, sí es práctico, desde luego, desde el punto de vista amplio y penetrante de la Pedagogía.
La Didáctica intenta hacer buena la escuela (y justa, e igualitaria, etc.) con la escuela que hay, en el mundo que hay y con las estructuras que hay. Sencillamente, no es su campo cuestionar los cimientos sin los cuales ni siquiera podría haberse inventado la propia Didáctica. Su imaginación y su utopía, así como sus sueños, tienen un límite cercano en relación con los esquemas de las necesidades inmediatas y más visibles. Se debe a una forma concreta de lo educativo, decíamos, porque es un conocimiento técnico que no dispone de los recursos teóricos para escapar a las modas y a los prejuicios de lo políticamente correcto, a la centricidad de una tradición que no puede desbordarse.
De ahí la contradicción por la que, como he leído en una reciente polémica on-line entre críticos y partidarios del Aprendizaje Basado en Proyectos, se pueda estar utilizando con bienintencionados fines progresistas y transformadores algo que, en su fondo, sea fuertemente neoliberal. Porque si asentamos nuestro pensamiento en lo dado (que es distinto de lo real, de toda la realidad) no podemos impugnarlo, al no asumir una cierta exterioridad teórica para juzgarlo. Y de aquí también que la usurpación de que hablo, que es la que ocurre cuando la Didáctica, o ciencia del buen enseñar (participativo, divertido, transformador, comunitario y con todos los adjetivos que queramos y deseemos ponerle) se erige en Pedagogía, en una suerte de falacia por la que lo meramente técnico aspira a lo normativo o a transformar una cierta estructura política e incluso teológica que está en su base y en la que se halla, como todos los saberes técnicos, atrapado.
Y aquí tenemos el malentendido que mencionaba en segundo lugar, lo que llamaríamos un prejuicio positivista. Lo técnico se justifica desde la pretensión de que sólo lo que se cataloga como “científico” desde una idea “practicista” de lo que es la ciencia manifiesta el derecho a decirnos cómo tiene que ser, en este caso, la escuela. No es que la ciencia no nos valga en el conocimiento de la educación. No sólo eso, la ciencia es, creo, una de las mayores creaciones del hombre, algo inmenso y conmovedoramente bello, lleno de misterio y poesía. Pero cuando pretendemos llegar a los niveles de comprensión de aquellos fundamentos básicos que nos rigen, a las corrientes de intereses, a las inercias inconscientes y estructurales que originan nuestras ideas, la cientificidad perfecta no es posible, y hay que resignarse a una expresión hermenéutica, a un trato con los relatos que configuran nuestras identidades en continuo flujo, o incluso, desde una perspectiva marxista, a las fuerzas y sustratos en lo real que lo conmocionan, que ciegan, que operan a través de nosotros, al tremendo desafío de que la educación es, también, desecho, memoria oculta, micropoderes y relaciones ajenos e inasibles con una mirada y técnicas positivistas (porque en sí mismas ya son impugnación y desafío de toda mirada positivista), a los horizontes y el sentido que asumimos, a las valoraciones en la que se entremezclan lo social, lo metafísico, lo histórico, lo genealógico, lo arqueológico… En fin, una complejidad tal que resulta muy difícilmente captable por formas restringidas de ciencia.
Por supuesto aquí lo malo no es la Didáctica, sino su empeño, cuando lo hay, en ser Pedagogía extrapolando su ser intrínseco, su mirada específica y su modo de aproximación a lo educativo. Igual que el sociólogo es sociólogo solamente, como insistía Bourdieu, el didacta es didacta y no pedagogo. Del mismo modo, hemos de confesar, puede detectarse una especie de complejo en una Pedagogía que demasiado aturdida y cegada también por la época, desista de sí misma y trate de ser sólo Didáctica o hablar sólo de lo que puede hablarse desde una noción restringida de la ciencia acerca de la educación. Pero en su naturaleza está una doble aproximación a la educación que señala ya el nombre, repito, del área de conocimiento que en España se vincula a los departamentos universitarios y estudios de Pedagogía. Su dinámica específica, su alma, podríamos decir, no es técnica. No digo que todos los pedagogos asuman hoy esta manera de estudiar su campo, o que no tiendan a veces a lo descriptivo, a lo medible, al paradigma de lo científico como omnipotente vía de conocimiento, pero en su esencia, como teoría e historia de la educación, en su nervio, es más que todo eso, tiende a más y, si quiere ser Pedagogía y salvarse como Pedagogía, debe ser más.
Es la crisis de esta aproximación que se adentra en el nervio histórico y teórico de la educación la que nos advierte acerca del final de la historia que, muy parecido al vaticinado por Fukuyama, no creo que signifique ningún triunfo para el género humano. Si la Pedagogía es capaz de hacer de esta crisis su combustible y reivindicar su modo de comprender la educación tan modesto como pretencioso, en un tiempo en que ni se la entiende ni interesa que se la entienda, si no se asume que un maestro no puede ser un buen maestro si no es un intelectual, alguien hondamente conmovido por el mundo y por este constante fracaso que llamamos “humanidad” y cuyo melancólico estudio son las humanidades, la propia humanidad se auto condena a un cierre final. Es más, de modo paradójico, es preciso resaltar que la decadencia de la Pedagogía será la decadencia de la escuela. Porque la Pedagogía ha de ser la que pregunte por el sentido de la escuela y de la mentalidad escolar, como decía Illich, revelando la profundidad en que se cimenta la labor educativa, la que exprese un mar de dudas sobre ella; su teoría es crítica de muchas teorías y quizás ninguna en particular, su historiografía deshace y descompone hasta el vértigo desnaturalizando para desvelar desde la precariedad epistemológica que el hombre ostenta cuando trata con fenómenos complejos. Es la Pedagogía la que inquieta y sacude para comprender, la que aguijonea socráticamente las ideologías, la que interroga y denuncia las prácticas, para aportar una orientación elevada sobre las propias circunstancias cuyo precio es la incomprensión y la acusación de no ceñirse a las demandas de nuestro tiempo.
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Educación y filosofía
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G. K. Chesterton, el sentido común y la educación. Marcos Santos Gómez
¿Es preciso retomar el sentido común en el modo en que planteamos la educación, en todos sus ámbitos e instituciones? Yo he tenido a menudo la oscura convicción de que falta sentido común en lo que hacemos, aunque, a ciencia cierta, del sentido común también es preciso sospechar a menudo. Hay que esclarecer cuál es nuestro sentido común. Con esta inquietud en la mente, y con muchas otras desde luego, he leído la vida escrita por él mismo de un hombre cuya meta siempre fue la búsqueda y la práctica del sentido común. Alguien sensato, al parecer, que quiso ser sensato y mantener siempre sus pies en el suelo, incluso cuando soñó sus disparatados e irónicos asesinatos en el papel.
Chesterton, pues a él me refiero, aplicó en tales ensoñaciones criminales un sentido común metódico que trataba de deshacer los dogmas de los escépticos. Al menos, esa fue su gran batalla, la de quien habiendo asumido con la ligereza de la juventud y de los primeros años de la vida adulta la ventolera de escepticismo que recorría su tiempo, que es el nuestro, cedió por fin y por fortuna, al realismo de su infancia. El intenso realismo de todos los niños que, como cuenta en sus memorias, gozan porque ven la transformación que opera el hombre en el pedazo de cartón, papel y madera que es un muñeco de guiñol, y no, como los adultos, por entender esa magia etérea que no sienta sus pies en la realidad empeñándose en que el muñeco es lo que representa. De puro realismo, no oculta el carácter soñado, es decir, especulativo y policiaco, de su propia autobiografía, en la búsqueda de la Verdad sobre sí que, en otro ámbito, nos cuenta, instaura el sacramento de la confesión.
La aparente miopía de la mirada infantil es, según nuestro autor, lo natural, es decir, la que se deleita con lo sencillo, a pequeña escala, con lo material, que se nos regala a los sentidos. Chesterton descubrió, a lo largo de su vida, o mejor dicho, redescubrió la intensa sensualidad, el goce sensual con el que nacemos a un mundo natural que es regalo, según él, y no excrecencia o desamparada deriva casual. Su realismo estriba en comprender el mundo no tanto como casualidad, sino como una suerte de donación a la que se responde con el agradecimiento y la inocencia de toda primera vez. El mundo no es causado, frente a lo casual, sino regalado, donado. El sentido común consiste en entender lo que está ahí como algo que está ahí, cuya verdad es la de su consistencia ontológica, y no la difusa evanescencia de un sueño o ilusión, que tanto detestó en los cultos orientales. Esto era, para él, y no vamos a entrar en muchos de sus argumentos y textos más polemistas, el mensaje del catolicismo. Por eso, el dogmatismo es la idea antepuesta a la realidad que la falsea y reinventa al modo de fantasmagorías, o sea, lo propio, dice, de todos los modos de escepticismo. Porque el escepticismo es quien fuerza dogmáticamente a la realidad dictando lo que ha de ser e ignorando, al mismo tiempo, la evidencia que comienza por los sentidos.
Aplicando el sentido común que en Chesterton equivale a esta fe modesta en la no menos modesta realidad, la que el viejo realismo filosófico deposita en los sentidos, en la bondad de la percepción y en la consistencia de las cosas, se desbaratan las alocadas fantasías del adulto. Esto él lo vinculará con su profesión católica que a su vez recoge el peso de la realidad que conoce el campesino y la antigua sociedad rural del Medievo que el capitalismo y la modernidad destruyeran.
A una fe que dotaba de una casa al hombre, sucedió otra fe que lo despojó de todo lo que era. De este modo, para Chesterton, el Occidente cristiano fue, hasta la Reforma, el lugar no tanto de Cruz y cruces, sino de crucificados, de las imágenes dolientes que remedaban a Alguien de carne y hueso que fue ejecutado en un concreto instrumento de martirio. En su Breve historia de Inglaterra explica que desde la búsqueda de una localidad, desde la concretísima espacialidad terrenal, se forjaron las cruzadas, que a su juicio respondían a la necesidad católica de un lugar, a la adoración y la fe a partir de algo tangible, frente al posterior puritanismo iconoclasta de su Inglaterra reformada, que él detestaba, y el islam, máximo exponente de la idealización y abstracción de Dios y de la fe.
Para Chesterton, lo más contrario al sentido común es el capitalismo librecambista y el liberalismo que se le asocia. También significan ambos un proceso de abstracción y conversión de las relaciones humanas en procedimientos despojados de contenidos y regulaciones que se elevan sobre la verdad que es la tierra para el hombre. Aquí parece que de manera peligrosa asume una veneración de tono fuertemente conservador por lo local que, sin embargo, le conduce a detestar, en nombre de Inglaterra, a su imperio. Muy provocativamente, defendió con denuedo la causa de los enemigos Boers en la guerra que el Imperio Británico emprendió contra ellos en Sudáfrica. Según él, cada cual se debe a su lugar, pues el hombre sólo puede encontrarse en lo particular de una concreta tradición y materia, frente a la desmaterialización que obra en el mismo la historia moderna, con su imperialismo, su librecambismo capitalista, su asfixiante burocracia. Su utopía sucedió en el pasado, en la Edad Media, cuando la relación del hombre con lo natural era directa y cuando la razón arraigada en ella constituyó el sentido común que todavía hoy puede oponerse a las monstruosidades de la vida moderna o a los extravagantes delirios de la sinrazón.
El juego que a partir de esta cosmovisión entabla con el lector, en sus artículos pero sobre todo en sus excelentes relatos y novelas (mejor en los relatos, creo) es que el hombre depositario de este sentido común y que es realista en todos los sentidos de la palabra, filosófico y campesino, el que tiene los pies bien asentados en la tierra, es el clérigo católico (su famoso personaje Padre Brown, que creo que fue lo mejor que escribió dentro de sus sagas de relatos policiacos) frente a los diferentes tipos de escépticos(es la palabra que emplea en sus memorias) que en la Inglaterra victoriana que él conoció, en la Bèlle epoque y hasta los fascismos (él falleció en 1936) habían perdido, creía, el norte, su vínculo con el mundo tangible y con los hombres de carne y hueso que sí eran guardados y respetados por la tradición católica que, por ello, practica una ética del cuidado, del cariño a la persona de carne y hueso.
El catolicismo creía y cree en el mundo como densidad, como lugar donde el tiempo se hace real y pasa de verdad, donde las ideas se encarnan, comen y respiran, como lastre que impide el peligroso vuelo de las fantasías desmedidas y que, en definitiva, impone un límite y una finitud, una circunstancia, a los seres humanos que están y que son, en gran medida, ese mundo. No he leído las apologías que esbozara el escritor de esta filosofía católica pero me da la impresión de que le faltó por ver más siglo, de que después se iba afinando y complicando tanto su amado realismo anclado en la visión antigua del mundo, no exento también de problematicidad, y no digamos lo que él llama escepticismo, saco en el que metía algunos excesos idealistas, los relativismos y los subjetivismos de su tiempo.
Pero su aproximación a las cosas está llena de ironía y de paradojas (pues tanto una como otra desvelan el ser de lo real). La principal, decía, es aquella por la que el clérigo detective asume hipótesis y respuestas racionales y razonables, frente a las especulaciones que derivan hacia la magia, la demonología, el espiritualismo y todos los miedos del hombre encarnados y desbocados de los representantes de la modernidad, en un absoluto descontrol del barco que ha perdido el contacto con los faros. El ser, un ser acaso metafísico y fundante, está ahí haciendo que las cosas estén, efectivamente, ahí y que nos topemos de verdad con ellas. Esto es lo que saben el niño, el campesino, el artesano de los gremios. En la Edad Media no se podía privar a nadie de su casa, desahuciándolo por deudas, como sí ocurre ahora, porque, frente a todos los prejuicios del humanismo ilustrado, los hombres eran personas, no ideales ni objetos. Personas, antes que ciudadanos, por cierto.
A veces parece que para Chesterton el Cielo se limita a continuar lo que aquí ocurre (para él, las comilonas grasientas y regadas con abundante ponche y ginebra de Pickwick anticipan el Paraíso). Es natural que los hombres se ayuden, que tanto el bien como el mal tengan un dibujo claro y preciso, así como un peso propio. En esto consiste, decíamos, el sentido común que el hombre moderno ha perdido. Por ejemplo, afirma que los moralistas hipócritas seríamos los adultos, no los niños, que adoran las moralejas de las fábulas porque adoran inocentemente la verdad y saben qué es el bien y qué es el mal.
Desde luego, Chesterton simplifica y su sentido común está lleno de trampas. Pero está bien que se aspire a un anclaje en lo que las cosas son. Cuando habla de Dios, Éste parece antes irradiar que fundamentar. Sería, tal vez, como el peso que tiene lo real. Apelar a la centralidad de una tradición para comprender es también, en cierto modo, un tipo de materialismo, porque nuestro anclaje en el mundo es mediante el pegamento de las tradiciones, porque así estamos arraigados, asidos a la memoria y a ideas como vetas en la tierra, la tradición que es temporalidad tangible y que denominamos historia. Atender a esto nos puede salvar, por muy conservador que parezca, de la especulación demente, de la estulticia de un pensamiento que quiere ser más que el mundo que lo contiene y que sólo puede, el propio Kant lo decía, perfilar remedos y fantasmagorías que son vagos y evanescentes reflejos del mundo que tratan de evitar. O de ceder al peligro de las abstracciones que adelgazan al mundo hasta no verlo. Lo han dicho varias filosofías, también las de la sospecha. En este sentido amplio, el sentido común es el conocimiento prudente y cabal de lo que tenemos ante las narices, lo que implica conocer su historia, su origen y lo que lo hace ser lo que es aun en su dinamismo, la espacialidad y la temporalidad concretas de la materia. Desde aquí, como una broma seria, podemos impugnar aquellos excesos en los que la cosa deja de ser lo que era de tanto que se la ha deformado y extralimitado. Apelando a una herencia, al único fundamento de una herencia y una tradición, si es preciso, que levitan sobre los abismos que nos cercan. Así, Chesterton propugna el escepticismo de lo razonable contra ese otro escepticismo que empezó poniendo en duda al sentido común.
Desde este proyecto que abarcó una vida que se cerró en el punto donde comenzara, pensemos ahora cómo retomar el sentido común en la educación que damos a las futuras generaciones, quizás tornando a su origen, al origen de lo que en Grecia se denominara paideia y que fue el conocimiento consciente de lo que el hombre es y de lo que, a partir de lo que es, quería ser. Así pues, acabemos solamente preguntando: ¿Hay algo que los niños, esa forma tan realista de ser hombre, nos están diciendo y que es preciso que escuchemos? ¿Se nos está escapando algo esencial entre las mismas manos en nuestra moderna pretensión de educar? ¿Hemos perdido nuestro suelo? ¿Cuál es el olvido donde arraigan nuestras más atrevidas desmesuras, nuestros sueños tecnológicos y la conversión de las personas que se educan en agentes? ¿Cuál es el puritanismo de nuestra escuela? ¿Hay en ella verdad o dogma? ¿Inquisición o Iglesia?
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Educación y filosofía
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Hacer ciencia de la educación hoy desde Paulo Freire.Marcos Santos Gómez
Creo profundamente equivocada la que he denominado “pedagogíade las competencias”. Ya he defendido algunas justificaciones de esta convicción en posts anteriores de este mismo blog. Reducir la educación a una transmisión o aprendizaje de competencias equivale a reducirla a su dimensión más empírica y mensurable, lo que determina enfoques tanto en la enseñanza como en la investigación de la educación, en las ciencias de la educación, que teniendo toda la claridad y nitidez del mundo, apenas ahondan en su “objeto”. Para aprehender lo que sucede en un proceso educativo hay que tener, por el contrario, varias cosas en cuenta.
La primera es el carácter de acontecimiento que se da en toda relación educativa que es relación personal en la que no tanto se fabrica o enseña algo, aunque siempre suceda el aprendizaje de técnicas, sino que se crea poéticamente algo tan complejo y relativo como es una identidad. Una identidad que sólo puede “construirse” deshaciendo con lentitud, lo decía en mi post sobre los maestros, y, además, lo construido siempre mantiene algo provisional e inagotable que convierte al propio proceso, que reposa sobre las aguas y no tanto sobre tierra firme, en algo difícilmente aprehensible con metodologías científicas muy restrictivas, como son las más cuantitativas. La idea de estudiar mundo y persona a través de su reducción cuantitativa es, ciertamente, un logro y alberga su belleza, la de la lucha fatal por un mundo que huye constantemente del ideal cartesiano, que contrapone una belleza oscura y compleja a la otra que es el diamante proyectado por un sujeto que sueña geometría.
Así, parecen más apropiadas “técnicas” de las llamadas “cualitativas” tanto en la comprensión de lo que es la educación, de lo que sucede cuando nos educamos, como en su investigación. Lo cuantitativo, se ha dicho, obedece a la ilusión de una conciencia seducida por el librecambismo y el ideal de dominio burgués, dijo en efecto Lukács, que puede servir como aproximación a lo que somos pero que siempre se quedará corta. El buen investigador lo sabe y no se emborracha en este fetiche que él mismo ha creado. Es decir, la metodología de la ciencia y la propia ciencia han nacido en un mundo concreto y, por tanto, pertenecen a ese mundo. Por eso al orgullo de su ciencia, el buen investigador opone su modestia como investigador, como ejemplifica el quehacer y las declaraciones al respecto del sociólogo-filósofo Bourdieu, que no pretendía extraer de la ciencia otra cosa que ciencia.
En la limpieza del mundo que obra la cuantificación puede a veces olvidarse la inmensidad abisal que nos remueve por dentro, que no es desde luego algo mágico ni ajeno a una concepción amplia de la razón e incluso, hasta cierto punto, de la ciencia. Se trata de realidades, sólo que aprehensibles, hasta cierto punto, desde otras vías. Aquí entendemos que la ciencia de la educación y la pedagogía puede arraigarse en la amplia tradición fenomenológica y hermenéutica de la filosofía del siglo XX, para llevar a cabo una comprensión del hombre y de la educación como proceso narrativo en el que se da una constante re-interpretación desde horizontes de sentido dinámicos, en un mundo humano más propio de un flujo y una tensión o fuga, que dura raigambre. Toda raíz o centro de lo que somos, toda identidad, se ha construido, lo cual recuerda al investigador que nuestro principio es antes el agua que la tierra, el mar y el océano que la segura tierra firme. De manera irónica y paradójica, toda construcción presupone un vacío previo cuya irradiación nunca cesa.
Así, en las ciencias de la educación se han erigido caminos o metodologías que parten de esta perspectiva filosófica acerca de quiénes somos. Son las historias de vida, por ejemplo, que entienden lo educativo como un acontecer, como lo que en filosofía, con matices según los filósofos que han empleado el término, se ha denominado “acontecimiento”, es decir, relación, incluso combinación, única, impredecible, inimitable, que sucede, una sola vez, que pasa, que, en definitiva, acontece.
Además, y este es el segundo factor a considerar en toda educación: la tradición hermenéutica entiende que si somos algo, somos las lecturas que hacemos de nosotros mismos, y, por el mencionado carácter de acontecimiento y relacional, éstas sólo pueden expandirse en el contacto con los demás. De aquí que en la educación esté siempre implicado, de un modo u otro, incluso en la forma fósil y esclerotizada del dogmático, el diálogo y la presencia del otro. Hay siempre una lectura ajena que manteniendo un cierto carácter ilusorio, puede sin embargo componer nuestra realidad. Así, la ciencia, su claridad, su aspiración a la plena explicación que implica también una metafísica particular, ha de aprenderse y practicarse, porque perfila y esboza verdades, es decir, puede dibujar el mundo de hoy, ponerlo en relación con otros mundos y aspirar a la mirada de lo completo. La ciencia, en un sentido amplio, introduce un orden en quien mira y puede explicar lo explicable (pero sólo lo explicable), que da pistas acerca de lo que sucede en los términos de la estructura que también somos, a nivel social. Una ciencia de lo social y una cierta teoría de la historia que traten con las canalizaciones más estructurales que determinan nuestra mirada y autocomprensión, con base metafísica no tanto en la geometría y el número, sino en el movimiento. En esto consiste, dicho de un modo muy vago, el marxismo o por lo menos algunos de los marxismos. Uno puede, en cierto modo, discernir desde tal orientación por qué es quien es, el origen de sus lecturas e interpretaciones, aplicando desde fuera un saber que nos estabiliza en el movimiento de la historia. Se trata de que abarquemos con los métodos apropiados las distintas dimensiones, más estructurales o más casuales, que somos las personas, sin que lo estructural agote el hondo pozo del que emerge.
Así, puede haber una cierta explicación en el caos de las imágenes que uno alberga, las imágenes acerca de sí, del hombre, del mundo y de la historia. Hay pilares que son efímeras verdades que rigen nuestro vaivén, y que acaso siendo una ilusión, tienen potencia para mejorar nuestras condiciones de vida. En realidad, en el marxismo, lo que tira de uno, lo que explica y dinamiza nuestro horizonte, es la misma presuposición antropológica de que el otro está en nosotros y de que nuestra salvación procede del mismo, siendo, además, el otro que sabe de la no verdad de este mundo porque la sufre. Hay una sabiduría en quien sufre que el marxismo instaura como fuerza de la historia y que la educación que aspire a no perderse en la interminable sucesión de imágenes del mundo, ha de erigir como principal magisterio. Como decía Ellacuría, éste el lugar en que convergen marxismo y cristianismo, que aporta una cierta dialéctica negativa de lo siempre inacabado, que nos remite, de nuevo, al pozo que somos.
Pues bien, en la pedagogía o ciencias de la educación quien mejor representa este paradigma que aúna corrientes en apariencia contrapuestas, es Paulo Freire. Su importancia, por ello, es inmensa y trasciende su propio tiempo para sernos “útil” aún hoy como referente a la hora de investigar en educación o, sencillamente, comprender qué es la educación. Mucho más que lo aludido por la estrecha concepción de las “competencias” que, no lo dudo, pasará algún día de moda. Pues hay la evocación en él de unos contenidos y de un contexto en los que, en todo caso, emergen y del que se nutren las competencias, que siempre son requerimientos de un mundo social, político, económico e ideológico concreto pero que, en el citado paradigma, parecen escandalosamente ciegas a lo que sucede realmente a su alrededor. Es, precisamente, este mundo de los contenidos culturales que olvidan donde está la auténtica clave de toda calidad y de todo progreso.
Comprender hasta cierto punto lo que ha acontecido, el fruto de las vertiginosas y abisales relaciones humanas, en una persona concreta, requiere de lo que en ciencia se llama “historia de vida” y que constituye una aproximación modesta, prudente, respetuosa con la realidad profunda y compleja que somos. Se trataría de un intento descriptivo o mejor dicho, comprensivo, en el que afloran no tanto datos observables, sino lecturas, narraciones, imágenes, incluso mitos y símbolos latentes en las vivencias del sujeto, y que nacen en lo que en el propio sujeto ha cristalizado de sus relaciones. Así, siempre en un rodeo aproximativo y sin tocar lo esencial, podemos vislumbrar quién es quien dice algo y, en la medida que ese algo es ya toda la humanidad, comprender quiénes somos todos los hombres. Sólo que ello ha de establecerse en la dinámica, que tiene bastante de acontecer, de un diálogo entre “investigador” e “investigado”. Todo lo cual fue en gran medida anticipado y expuesto, he de insistir, con matices según las distintas etapas de su pensamiento en constante reelaboración, por Paulo Freire. De hecho, es de él de quien he escrito, desde la primera línea, en este post que sólo ahora puede revelar su carácter de homenaje y agradecimiento.
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Educación y filosofía
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Se vende “calidad”.Marcos Santos Gómez
Sucede que tanto entre los políticos como entre muchos intelectuales se venden discursos. De hecho, se vive de ello. Basta con sondear las corrientes ideológicas que pululan, corrientes que dibujan la imagen del prestigio, una imagen positiva en relación con lo que la historia ha ido condensando en torno a lo bueno, para en seguida sintonizar con ello y erigirse en portador de tales ideas. Es una operación muy antigua, la de ciertos sofistas y demagogos de la Atenas clásica, que, en un mundo en que los políticos y muchos intelectuales no manifiestan su interés originario por abismarse en la verdad y sí por la retórica más seductora, ya que ésta sirve mejor para adquirir los sosegadores beneficios de la trama social, aplican una forma de escepticismo banalizado a intereses ajenos a la sinceridad del propio escepticismo. Es como si se decidiera, casi siempre de manera inconsciente, no atisbar el origen de las propias ideas que emplean y desplazarse por una suerte de tejido que otorga beneficios al coste de cegar para lo esencial. Los beneficios de una metafísica teatral en la que, sordos a la música desconcertante del cosmos, se ha trivializado la búsqueda y elegido una verdad a medida del hombre que no busca. Pero en este proceso la “idea” ha perdido todo su sentido. Por eso, no venden, realmente, ideas, sino caricaturas. Conmueven y arrastran ajenos a lo que de verdad conmueve y arrastra.
Desde este posicionamiento “basamental” de imperdonable superficialidad, se puede hablar, por ejemplo, de lo humano habiendo perdido la más auténtica cualidad de lo humano, la de la búsqueda cabal y sincera. De modo semejante, en la universidad se nos habla de “calidad” entendiendo por ésta el buen hacer y la mejor producción de ciencia en la universidad. Pero se parten de falsas ideas de ciencia y producción, así como de calidad, ya que las empleadas por estos vendedores de discursos prestigiosos son, en realidad, despojos de las ideas iniciales y se enarbolan desprovistas de su origen. En el fondo, se trata de un inmenso proceso de banalización obrado por el mayor de los agentes banalizadores de nuestro tiempo: el capitalismo. El capitalismo vive de la conversión de todo lo auténtico en una suerte de mascarada, de caricatura, que consiste en reducir la realidad a un precio, su inconmensurable valor intrínseco a lo calculable, a aquello que la sitúa en la trama de un mercado. Para ello, insisto, es preciso sacrificar la profundidad que podemos considerar la “verdad” de estas ideas. Lo que resulta arrancado a la ciencia, a la idea de producción e incluso a la “calidad” es, precisamente, su verdad.
Es decir, la ciencia apunta más lejos que ella misma y requiere de una seriedad que conduce muy lejos, más allá de los propios intereses. La búsqueda de respuestas impone una cierta dinámica fatal e irreversible. Uno puede investigar utilizando y necesitando de la institución y, además, utilizar la ciencia para adquirir prestigio y un buen puesto en la trama social, pero aquello que le sirve, además, le quema en las manos y hasta puede constituirse en espada de doble filo. Esto, porque se está tratando con algo que va más allá de su función social, con algo que resulta incluso una búsqueda suicida y que posee una hybris propia, una inercia que conduce al vértigo de más hondos abismos que la canalización de espurios intereses sociales. Llevados de esa infatigable demencia del plus ultra que se aventura mucho más allá de lo previsto y esperado, que abre abismos, que ácidamente puede descomponer el punto de partida, los científicos, los verdaderos científicos que continúan esta senda han desafiado en la historia al orden, en una búsqueda infatigable del orden que nunca llega siquiera a vislumbrarse y que es, más que cosa cierta, anhelo. La ciencia, la buena ciencia, introduce vértigos y sospechas en la realidad. Casi nos estalla en la cara, como con toda claridad se comprueba que hoy sucede con las casi inconcebibles, inverosímiles y pasmosas conjeturas de la Física.
Así, el trabajo del científico, que nuestra actual tendencia en la universidad ha querido convertir en burocracia, es todo lo contrario, pues requiere de un afán de penetración en el misterio mucho mayor que su reducción a objetivos cuantificables, evaluaciones e incentivos. No puede ser medido con los términos nacidos del intercambio mercantil, pues por mucho que se vincule al mercado y sus reglas, acaba trascendiéndolas y haciendo peligrar toda trama, como la del mercado. Lo que quiero decir es que la ciencia, en su origen, en su profundidad, parte de la misma conmoción de que parte la filosofía e incluso la religión, aunque escoja una cierta pobreza de medios que implica una mirada menos pretenciosa. Pero el científico que no pierde la orientación, que sabe dónde se sitúa, los gigantes que han definido este modo de existencia y esta irónica pesquisa que denominamos “ciencia”, jamás deja de escuchar, temer, presentir, los abismos que lo han parido a él mismo y que irrumpen irreprimibles en el mundo. La ciencia requiere una nostalgia de absoluto que su propio método no hace sino aumentar, cuando el científico escucha lo que tiene que escuchar y obra como debe obrar, sin imposiciones. Sólo así, de manera irónica, se puede servir a los amos de este mundo, sólo así se inventa y se fomenta el lucro. En cambio, si se busca el invento desde un principio, también de manera irónica, pues nuestra trágica realidad está llena de comedia, no se encuentra nada, es decir, no se inventa nada. Para probarlo, o mostrarlo, baste espiar la historia de la misma ciencia y constatar cómo los gigantes que la han canonizado han sido agentes, víctimas y hacedores de tales ironías, cómo primero ha sido un dolor, un pathos, y después ha llegado todo lo demás, desde Galileo a Newton y no digamos Einstein.
El hombre es social. Por esto mismo, su vida requiere de marcos sociales que le permitan emprender aventuras como la ciencia. En nuestro caso, la universidad ha cumplido esta misión desde hace mil años. Y ha sido porque, cuando sólo “producía” teología y cuando, después, sobre todo ha hecho ciencia, los buscadores han necesitado de esta institución. Ha aportado la gruta del ermitaño que requiere este “oficio”, una suerte de lugar apartado, ora celda, ora torre de marfil, que permite el ejercicio libre de la desafiante mirada de quien busca desinteresadamente. Este desinterés que bebe de un único interés, el de la cosa en sí, el del saber por el saber y el del conocimiento puro. Es, si hablamos en términos capitalistas de incentivos y de producción, el incentivo único y necesario que precisa la producción de un saber cuyas migajas son las que puede aprovechar el mercado, cuya opulencia presupone una escandalosa miseria. En este sentido, también hay que replantearse el concepto de calidad. ¿Es “calidad” esta suerte de producción que genera la gasolina que consume nuestro mundo capitalista para moverse? ¿O es “calidad” la tenacidad en la búsqueda y el amor por el misterio, aún en su desamparada reducción a problema? ¿Qué pretendemos realmente de la universidad?
El investigador no trabaja por dinero. Es decir, le puede gustar el dinero, o necesitarlo, pero vive en un desierto. En el fondo, lo que quiere es buscar sin condiciones, porque le seduce la honda conmoción que causa lo real. A pesar de que pueda actuar en una aparente búsqueda de beneficios “materiales”, su afán es indagar como tarea en sí, es disfrutar la secreta melodía, es abandonar su rutina y comodidades para, en una suerte de ascética fuga mundi, emprender su conversación de espíritu a espíritu. Yo lo llamaría “mística universitaria” o “religión de la universidad” que refleja tan anacrónica como anticipatoriamente el humano anhelo de hallar el centro de lo real en un proceso de inagotables sucesiones, de fracasos y de esperanza nunca realizada. Y esta es la condición previa no ya a todo progreso, calidad, sino a toda revolución. La verdadera calidad, la calidad universitaria, que no es la calidad empresarial, es justamente la posibilidad de que se pueda realizar este hondo proyecto humano en su seno. Implica que el tiempo no se pierda llenándolo de una ciencia sin raíces, sino que el tiempo se gane al perderlo en el sentido más mercantilista, porque las cosas hay que pensarlas mucho, hay que embriagarse de ellas, hay que dilatar el ocio, hay que dejar todo trabajo, y abismarse. Hay que producir no tanto cosas, sino realidad, en un invisible incremento de la misma. En esto consiste el intenso realismo de la utopía universitaria, precisamente.
Por el contrario, la parodia de esta utopía regida por la compra-venta no produce verdadero bien social y, mucho menos, revolución, cuando el terrible y aciago mundo del dinero nos asfixia y merma, nos mutila y reduce. Si hay que mejorar, es preciso, de modo paradójico, apartarse de todo el ajetreo que nos consume y regirse por el interés originario que durante mil años ha regido a la universidad. Tenemos a quienes han marcado este camino, y, por tanto, es preciso que ahora, más que nunca, les seamos fieles. Se precisa una fidelidad a la universidad en el tiempo en que ésta, como ideal y proyecto, peligra. Una fidelidad desinteresada y acaso peligrosa que no es sino fidelidad a los gigantes que nos conducen sobre sus hombros, surcando fatigosamente la ciénaga pero borrachos ante la bella desmesura del universo, los gigantes que nunca seremos pero que son la única luz titilante en la inmensa penumbra de la historia.
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Educación y filosofía
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Sobre los maestros.Marcos Santos Gómez
Comencé hace unos meses mis clases de la asignatura Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela, para primer curso del Grado en Educación Primaria de la Universidad de Granada, con una pregunta que llamaba a cierta introspección autobiográfica en los alumnos. ¿Quién o quiénes han sido tus maestros? Algo que se responde, de manera más o menos consciente, en cualquier intento que se emprenda por parte de una persona de interpretar o comprender la propia vida. Se trata de una cuestión abismal que amenaza con retrotraernos a una suerte de pozo de reflejos, de vagas pinturas de los otros, a menudo sin nombre, que nos constituyen, como algo más semejante al mar en el que se balancea la barquita que somos, y no tanto a la integridad pétrea y rígida del terreno firme. Éste es el de la cadena de causalidades y entidades físicas y palpables que, una tras otra, han devenido en una certidumbre mineral que nos mantiene fijos, establecidos en las moléculas concretas de un aquí. Nuestro viento de la infancia, su sol, su cielo, sus aromas, sus manjares, la mano acartonada de la abuela que evoca el moribundo protagonista de la película American Beauty, una seguridad y una sencillez primordial, un origen del que nos acordaremos, muy probablemente, en el último momento, nos nutren de la ilusión metafísica de ser, de un ser de cristal, de un fundamento que es pilar y raigambre.
Pero para deshacer esta ilusión existen precisamente los maestros. Es curioso, porque tanto la idea de educación como la de maestro se vinculan con la certeza y la construcción de algo, siendo el caso que cuando mejor suceden, ambos, educación y magisterio, son lo contrario, una suerte de agentes de la disolución. Y esto es debido a que nuestra identidad no es un cúmulo positivo de experiencias que se van añadiendo, en la ilusión metafísica tal vez heredada de nuestra naturaleza material, sino un cúmulo de rectificaciones, de matices, de ondulaciones que zarandeando nuestra existencia nos hacen sentir vivos, que de un modo paradójico y titubeante somos y no somos. Así, en algo tan estable, mineral y sólido como es la escuela, la institución que llamamos escuela, pueden mágicamente operar fuerzas de la desintegración que, por fortuna, nos recuerdan que la educación es más que la propia escuela, como si ésta apuntara a un plus que más allá de ella fuera su auténtica y trascendente esencia. Esa tensión que emerge, a veces como huracán, en el aula, emerge en la relación con los maestros y en definitiva con esos gigantes a cuyos hombros, nosotros, enanos caminamos. Ellos nos enseñan, acarreándonos sobre el fango, sobre sus hombros, el secreto enigma de que nos cerca lo fortuito, la gratuidad y la contingencia, acaso soportables gracias a ellos que no ocultan, de hecho, que son eso mismo de lo que nos salvan, y que, aun peor, somos eso mismo de lo que creemos salvarnos.
Éste es el secreto de la cultura escolar, por muy fósil que se nos presente. Con Grecia se abrió un vértigo que en el mito se cantaba y ahora había que organizar, y justo esa misma organización sorda a los abismos primigenios, en apariencia y como se cree en una mirada superficial, era un estruendo y una agitación todavía mayor, la de la desnaturalización del mito que introdujo su nostalgia y que multiplicó el horror y el vacío, como en la vida helada de una vieja muñeca de porcelana que finge que está viva y que en todo su esfuerzo no puede sino clamar que está muerta. Es decir, con la paideia, con la educación que acabaría requiriendo de escuelas y academias, se crea un espacio de mayor resonancia, de un ruido ensordecedor a fuer de reprimido. Esa es la oblicua estela, el mensaje oculto de la escuela. Si hubiera que falsearlo y traducirlo a un mensaje claro, la idea sería que hay una cierta dialéctica en la cultura escolar que aunque quiere hacer un mundo, lo niega, lo pone en evidencia y amenaza con desmontarlo, con mostrar su carácter contingente. Esto, dicho en otras palabras, quiere también expresar que aunque la escuela obedezca a las necesidades prácticas y minerales de lo terrenal, del Estado, pongamos por caso, no es sino una tensión que al alejarnos del misterio, nos resitúa en el mismo y nos obliga, y aquí puede estar la auténtica enseñanza de la misma, a no creer en nada de lo que ella nos cuenta o, para los oídos más lúcidos, puede evocar que estamos en curso. Así, desde las leyes educativas al funcionamiento de un colegio, todo lo escolar nace con el estigma de una nada a la que sirve, por encima de toda función política e histórica (una prueba son las leyes que se dictan para no cumplirlas, como la LOGSE en España, que nació en el cínico escepticismo de decir que se quiere lo que realmente no se quiere), o mejor dicho, la política y la historia reposan sobre esa misma nada que nunca es más obvia que cuando se elude.
Concretando, la verdadera educación de la escuela estriba en situarnos en los puros límites de la existencia, desde la ironía de su forma y de un contenido que revienta esa misma forma. Educarse, pues, es sobre todo percatarse de, en palabras de Borges, la nadería de la identidad, la nadería de toda identidad, que al percibirse en su carácter constructivo deviene artificial y deconstructiva, cuya artificialidad acaba por mostrarnos que somos conducidos por inefables corrientes, poderosas, a las que sólo podemos poner caras de manera precaria y provisional. Por poner un ejemplo de esta misma asignatura que imparto, la verdadera enseñanza de la historia de la escuela, o de la historia, es que somos esa barquita que reposa, o se zarandea, en el océano.
Pongamos algunos ejemplos. En la misma clase a la que aludía al principio de este escrito, nos salieron al paso algunos maestros, fueron visualizados, verbalizados, desde un recuerdo a menudo grato y agradecido, y otras veces, pocas, con ira y despecho, en un sentido que los propios alumnos calificaron de negativo. Tanto en un sentido positivo, como negativo, los maestros marcaron un camino al joven. Se reconoce una cierta vida de otro en uno mismo, cuya enseñanza ha consistido en arrastrarnos o contagiarnos hacia un modo de vida que, cual asidero en el mar de la existencia, se afirma, de un modo previo a toda razón, para conducirse en un camino incierto. El joven entusiasta apuesta por el entrenador de su equipo de fútbol favorito que ha sabido, decía, iniciar la senda humana de un modo de vida, que ha infundido las ganas y el impulso para emerger, para salir de lo que uno era pero, al tiempo que se asume un modo de ser, se abandona algo, como en un nacimiento o en una metamorfosis. Así obran los maestros, nos ponen en camino, en el intermedio entre un final y un nuevo origen. Es responsabilidad y habilidad del caminante hacerse consciente de lo gratuito e injustificable de ese camino, pero esto requerirá acaso, nuevos magisterios, es decir, encuentros y desafíos, nuevas muertes y resurrecciones, porque en definitiva, la educación es un desafío que impulsa, que instaura en nosotros la conciencia de que las cosas pueden ser de muchas maneras. El pensamiento crítico, que tanto alabo en mis clases, tiene como último objeto, en un plano existencial, esa importante función, la de educar una mirada cabal que sea capaz de comprender el mundo como perspectiva, es decir, en su carácter incompleto. Y para esto, también, debe, creo, servir la escuela y la universidad. Me decía alguno de ellos, precisamente, que la razón de que esto deba ser así es que no hay vida plena hasta que se reconoce nuestra vida como vida no plena, como vida incompleta, que, acaso por eso mismo, es sensible al carácter agónico de cuanto nos rodea, a la tensión hacia un indefinido trascender.
Todo esto que sugiero no quiere decir que haya que estudiar, siempre, filosofía, y entrañarse, más que encarnarse, la tradición horadante y ácida del filosofar. En realidad, como antes he señalado, la escuela en sí y, en especial, su contenido, su currículum, aun lleno de sesgos y peligros al que deberían aplicarse miradas y metodologías diversas, como la genealógica, para captarlos, apunta a algo mayor que esos propios sesgos (el propio procedimiento genealógico es ya un revulsivo de toda ilusión identitaria en las cosas y en los propios métodos). Es una desgracia que se hayan perdido viejas sabidurías y que sólo nos quede Grecia, pero Grecia, como cualquiera de esas otras sabidurías, basta para poblar de sombras la ilusión de la clarividencia. Grecia y la filosofía, pero también, evocando otras rutas, la literatura.
En la literatura encuentro uno de esos gigantes que puedo llamar maestro, en mi biografía particular. Se trata de Borges. Si en un autor luce con todo esplendor la tensión entre la inanidad del ser y su intensa belleza, como única evidencia que nos resta, la belleza del mismo, lo único cierto, su eco o halo que irradia la callada melodía de los místicos o la platónica música de las esferas, es Borges. Borges me puso en el camino infundiéndome, como un fuego, una perspectiva estética que de tan autoconsciente es ironía, una lucidez que consiste en no creerse demasiado ni a uno mismo ni al resto, y, en ese modo de vida que es risa de todos los modos de vida y de todos los magisterios, me enseñó, sobre todo, que aunque fallido y seguramente falso, el universo es bello, más bello por incierto e inestable. Es como si de la nada que somos, sólo perdurara, vagamente, la sonrisa, como en el gato de Chesire del libro de Carrol. Eso es, en efecto, dar un pase o truco para soportar la existencia, o sea, para existir, que es al mismo tiempo lúcida asunción de que no es más que eso, un pase o truco. Borges me ha dado el alivio de que al menos, aunque yo no exista, haya existido Borges, de que pueda existir esa raza de inmortales que siéndolo todo, son ninguno, de que, por fortuna, ha habido un hombre que ha podido ser todos los hombres y convertirse en el más irreverente y fluido de todos los centros, en el Aleph donde adquirir un cierto sentimiento oceánico, como decía bellamente Freud, que busca su risa.
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Educación y filosofía
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La excelencia en una facultad de educaciónMarcos Santos Gómez
Partamos de una concepción de la universidad que no hace sino situarla en sintonía con sus más viejos cimientos históricos, con aquello que la ha dibujado desde los primeros momentos. Desde entonces, y me remito como es lógico al Medievo, pero también a la reforma ilustrada de la misma en el siglo XVIII, ha prevalecido como elemento definitorio de ella el haber sido fermento de un cierto prurito por ir más allá de lo que ya se sabe, pero desde la devoción por lo sabido. Es decir, la universidad mantuvo dos elementos imposibles de escindir que son, uno, conservador y sistematizador de lo que se sabe hasta el momento, y otro innovador, a partir de lo que se sabe, bien sea en un movimiento continuista, reformista o revolucionario de los paradigmas, metodologías y enfoques más básicos. Pero para que esto funcione bien, y no es que así se planeara explícitamente, pero el caso es que resulta requisito sine qua nom para el desarrollo de esta empresa, hubo de extenderse un afecto o apego desinteresado por la tarea del conocimiento en sí. No voy a entrar aquí en la apasionante explicación de por qué se creó la universidad, por qué hizo falta fabricar una institución como ella, pero el caso es que desde su fundación la ciencia ha progresado prácticamente siempre dentro de ella. Uniendo, insistamos, dos fuerzas opuestas, una conservadora y otra que como un ariete ha ido abriendo grietas en el muro de lo real. No habría funcionado sin que la pasión por esta tarea que ha requerido de un ascetismo y elevación por encima de la realidad por parte del estudioso, se hubiera encarnado, en su ánimo, espíritu, cuerpo y vida. La búsqueda del centro de lo real, insinuado y sólo a medias accesible, pero oculto en una primera mirada, que se venera y persigue con un afán religioso, ha supuesto el sentimiento universitario por excelencia, por lo cual la universidad siempre ha tenido algo de templo y de Iglesia. Podíamos remitirnos, aun más, si nos fijamos en nuestros padres los griegos, en el proceso que ya señalara en posts anteriores sobre la aristocratización del conocimiento, sobre la causa noble, en todos los sentidos, que ha significado y representado la ciencia. Pensar, como un emerger del logos en el vaivén del mito, ha requerido una torre de marfil desde Grecia, imagen y semejanza de la élite aristocrática del mundo arcaico homérico, y esa torre, en los últimos mil años, ha sido la universidad.
A partir de esta visión, por la que la ciencia y todos los saberes se cimentan en esta búsqueda devota, elitista por un lado pero profundamente universal por otro, pues está en juego el mismísimo jugo de la humanidad, podemos, sin complejos, idear nuestra facultad de educación excelente. Porque si este toma y daca del conocimiento se produce en toda la universidad, en una facultad dedicada a la educación hay que pensar que se produce ciencia y saber para ser propagados, en cuanto en sí educan y constituyen a una persona. Desde la paideia griega, educación es la plasmación de un ideal de la cultura que está en la propia cultura y es ella. Esto ha debido ser así desde el momento en que la transmisión del saber ya no podía ser “espontánea” y hubo, por su complejidad, de especializarse. Así, el conocimiento y la cultura han requerido, desde los inicios, una technépropagadora y encarnadora que llamamos, hoy, educación. Una techné que no hemos de traducir como mera técnica (en esto consiste el fácil error en que puede desplomarse una facultad de educación, en comprenderse como mera transmisión de un saber hacer desprovisto de contenido y que en el lenguaje actual tiende a denominarse “competencia”). La techné educativa fue y es primero una inmersión en ese nicho escindido que denominamos vulgarmente “cultura” y que comprende las ideas, el conocimiento, el pensamiento y la ciencia, también las artes elevadas, que en la universidad se van re-elaborando en el culto por esta misma tarea en sí. Otra cosa es que de esta noble y atribulada religión emanen, en efecto, destrezas y saberes operativos, lucrativos o productivos que puedan interesar a particulares, como las empresas, que se sitúan en otro nivel ajeno.
Pero cabe la pregunta de si hemos de permitir que esto siga siendo así porque siempre lo ha sido. ¿Ha de seguir siendo la universidad una torre de marfil dentro de la sociedad? La cuestión no es simple ni tontamente reaccionaria. El punto crucial es que si no ocurre de esta manera, si la universidad no se erige en cierto modo a la manera de una burbuja de saberes e investigación pura, todo el edificio de la ingeniería y la técnica (en nuestro sentido actual de técnica, no en el griego, que, repito, es un cierto saber hacer que presupone una inteligencia global y una mirada amplia sobre lo que uno hace) y nuestras queridas patentes e inventos dejarían de inventarse. Esto lo prueba sobradamente la historia de la ciencia y a ella apelo para convencer a quien escépticamente vea en mi defensa una postura anquilosada o conservadora.
Así, en la religión del saber cultivada en la universidad nos jugamos más que la fabricación y adopción de ornamentos sociales, de un símbolo de un estatus o la justificación de una clase elevada y prestigiosa dentro de la trama social, por mucho que esto también ocurra. Nos jugamos el mantener vivo, o no, lo que el hombre explora y sabe de sí mismo, bajo el arco de la conmoción por ser. Una tarea libre cuyas consecuencias sociales han ido mucho más allá de lo lucrativo y en la que nos hemos jugado, ciertamente, cruciales asuntos prácticos como la impugnación y relativización de todo lo que se ha erigido como “presidencia” del mundo y de los hombres, desde las distintas imágenes de Dios hasta las formas de estado y los distintos y concretísimos gobiernos y tiranías que nos han regulado la existencia.
Pues por aquí debe empezar una facultad de educación. Por ser un bullente caldo de cultivo de todos estos fermentos. Dicho en términos más prosaicos, ha de ser un centro vivo de cultivo de la cultura y de alegre y constante reflexión sobre el mundo, el hombre y la propia cultura. Y como ya oigo a quienes me estarán pidiendo que sea más concreto y que baje de las nubes, traduciré esto en el lenguaje de los planes de estudio de una facultad, en sus objetivos más inmediatos y en su funcionamiento. Primero, asumamos el objetivo de que el maestro ha de ser un intelectual, ante todo, para que sigamos fruitivamente en gozoso trato con el conocimiento, a la búsqueda de uno, todos o ningún centro de lo real. Si el maestro es un intelectual, el maestro de primaria o de ESO, está garantizado que va a realizar bien su trabajo. La pasión y el estigma del trato con lo bello, sublime y hondo que ha hecho el hombre, va a producir una ósmosis, o contagio, en el educando, tal como esperaban producir, por ejemplo, las misiones pedagógicas de la II República en España. Toda didáctica depende y es invocada primero y ante todo por esta previa pasión de haber vivido y vivir constantemente, con todos los poros de la piel, desde la enervación y la relajación de las delicadas fibras nerviosas, desde los cálidos y profundos compases del corazón, en la cultura, por la cultura y para la cultura.
Sí me preocupa con hondura que las nuevas pedagogías que, al modo de ideologías, están sirviendo a una transformación de la universidad que la despoja de su viejo trato y pasión, de su afecto religioso por el saber, apoyándose en las mediocridades de la más tecnocrática política, en el discurso de la eficiencia y la calidad empresarial, con la excusa del mercado como fin ajeno que se impone a la universidad, que acaso siempre lo estuvo pero nunca la gobernó, estén destruyendo lo que creo que resulta más productivo en la universidad y en una facultad de educación. Hay un esplendor en la cultura en sí, en el contacto sabio con lo que somos (por ejemplo, las lenguas clásicas, o la historia, la filosofía, o la ciencia de verdad, como pesquisa tenaz y desinteresado en el mundo) del que ya emana la buena pedagogía. El intelectual, que sólo lo es si vive real y sensualmente su ciencia, si ha fundido su espíritu con la música que somos, es ya un educador, porque irradia su propio afán, aun en el silencio y, sobre todo, en el silencio. Es este silencio que, paradójicamente, presupone la música que ha ido componiendo el hombre en sus escuelas, academias y universidades, el que educa de verdad. Así, volviendo a mi intento de ser claro y concreto, esto es lo que debe regir el diseño de los planes de estudio: el contacto fruitivo, riguroso y hasta terrible, diría, con lo que somos, es decir, con el poso de la cultura, que se respira al mismo tiempo que se produce, en los dos movimientos a que me refería en líneas anteriores: conservador y transformador. El alumno de magisterio debe aprender, primero, y re-crear, después, la cultura que presupone cualquier otro avance o progreso, en la sociedad, en las mentes o en la medicina, donde sea. Esto, a veces, requiere juego, pero otras requiere rutina y memoria. La memoria forma parte también de la más viva pasión y produce realidad. Así que la facultad de educación, preocupada por transmitir ideales, o sea, por la formación o paideia, debe venerar nuestra memoria.
Todo ello ha de hacerse en un ámbito al mismo tiempo conectado con el resto del mundo y al mismo tiempo aislado. Sí, el viejo modelo monacal de la universidad medieval, el ora et labora transformado o mejor dicho, transfigurado, que es algo, independientemente de la creencia religiosa, ha funcionado. En realidad, este modelo medieval es anterior y pagano, pues está ya en la Grecia pre-cristiana, como en anteriores posts hemos ido sugiriendo. Es Séneca, es Platón, son los grandes trágicos e incluso el momento escéptico y risueño de la Sofística, demoledora y tan perturbadora. Pero es que este modelo, si cae, hará caer toda la trama de lo que ha sido hasta ahora el saber y la ciencia. Por eso, ceder totalmente al imperio del mercado, laboral o no, hará peligrar y disolverse todo el edificio universitario. Peligra la universidad misma. El conocimiento, tal como lo entendemos, nació asociado al citado modelo ideológico, al aburrimiento y el ocio, incluso, diría, de una clase intelectual que buscaba lo mismo no una, ni mil, sino millones de veces. Sólo así se descubren cosas en la ciencia. Sin prisas.
Pues bien, el aislamiento con tintes elitistas, digámoslo sin tapujos, requiere también, hoy, la impermeabilización en relación con el mercado. No puede una facultad de educación supeditarse toda ella a los avatares del mercado laboral. Es un grave error que conseguirá que dejemos, paradójicamente y contra lo que se cree, de producir verdadero conocimiento y ni siquiera personas útiles. No llegaremos muy lejos de ese modo. Así que, tanto los planes de estudio como la configuración total de una facultad de educación, cuyo interés principal es la formación en el sentido que antes hemos definido, deben separarse del mercado (laboral) para conseguir su excelencia, es decir, para dar de sí lo mejor que una facultad destinada a la formación puede dar de sí. Curiosamente, insisto, es el único modo de realizar un eficiente construir (transformando) la sociedad. Es cierto que la artificialidad del libro de texto o el examen pueden aportar poco a la realidad del conocimiento y la ciencia, pero para percatarse de ello es preciso, también, el distinguido silencio y aislamiento de la facultad. La inmersión de ésta en la sociedad conlleva y presupone dicha distinción, sin la cual no hay ciencia, como si la palanca dispuesta a elevar el mundo requiriese de su externo punto de apoyo. Pueden darse patologías como el libro de texto, es cierto, pero lo importante es que sea como sea, sigan existiendo los contenidos que hacen la cultura. Una vez asimilado un pasado, se puede mostrar y vivenciar cómo el conocimiento nunca es un fósil y sí es producto de la discusión. Pero antes de la bella innovación matemática, aprendamos las fórmulas. Tan patológico es fosilizar lo vivo, como despojarlo de su raíz en un continuo trasiego que lo zarandea y desfigura. De nuevo, acción y silencio, como una díada indispensable para que una facultad de educación tenga sentido y verdadera productividad.
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Educación y filosofía
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¿Por qué estudiar la historia?Marcos Santos Gómez
A la hora de impartir la asignatura “Fundamentos pedagógicos e historia de la escuela”, gran parte de mi esfuerzo se centra en mostrar a los alumnos la necesidad de conocer el pasado, por varias razones. Pero subyace una que más allá de las muy manidas de no repetir los viejos errores (una falacia, porque ningún tiempo es exactamente igual a otro y sólo hasta cierto punto se puede asumir que conocer el pasado prevenga de graves equivocaciones en el presente) o de conocer bien el presente (lo cual sí es más razonable siempre que entendamos bien lo que la presencia del pasado en el hoy significa, el modo en que lo que ha existido perdura vivo de alguna extraña forma en lo que hacemos), me seduce y me obsesiona hasta el punto de estar coleccionando fotografías del siglo XIX en un álbum virtual o de hallarme inmerso en buenos y deliciosos libros de grandes historiadores. Si de todas las actividades con las que uno puede degustar la historia, nos referimos a la búsqueda de viejas fotografías, me surgen algunas preguntas: ¿qué pretendo captar, qué veo aún latente en las imágenes añejas, qué aura viva y no muerta pero vilmente reproducida hay en ellas? O mejor dicho, ¿qué muerte viva, intensamente viva las tiñe? Es esa nostalgia de lo otrora vivo, esa lástima tenaz y esa ternura la que las pinta, con las que vibran mis ojos y con las que empaño mis horas de ardua lectura en las que en los gruesos tomos que describen, narran o explican la historia también busco algo que no acabo de saber qué es.
La primera razón para estudiar la historia es obviamente espiritual. Es decir, creo que nuestra conexión con el pasado y con la realidad puede asumir una tonalidad mística, como ocurre en la conexión estética con la obra de arte, a la que se parece mucho, o incluso con el aprendizaje y la delectación en los distintos idiomas. La historia es, como señala Ellacuría, la pintura que el hombre va haciendo de sí mismo en la extensión del tiempo, descubriendo además que él es esa misma pintura. Nos deriva directamente al Ser, que se hace patente en nuestra historicidad empañada de finitud, señalaba Heidegger, e impulsa ese gozo por el mismo, agridulce, que llamamos “mística”. Esta misma extensión temporal, en lo que tiene de fatal y de pérdida, es ya, de por sí, trágica, y es ese componente trágico el que irradia de lo que los hombres hacen, su condena, lo que significan de torpe, precario y levemente fosforescente intento de persistir. Sin embargo, los hombres lo somos no tanto cuando persistimos, sino cuando asumimos la muerte y ésta tiñe la historia como en un grito. Sé que esto es horrible, pero se trata de algo más allá de toda política ni de sus imprecisas consecuencias prácticas. No trato de conducir esta reflexión hacia una moralización de la historia, que ha también de hacerse, del tipo “todo pasa”, “nada merece la pena”, “no hagas mal”, sino que se trata de algo más terrible que emerge cuando la lectura moral desaparece.
La historia es tenebrosa. Éste es el presupuesto de la lectura benjaminiana de la misma, la evidencia de que en lo que somos, o sea, en lo que hacemos, hay poca luz y muchas sombras. También es de una ternura asfixiante. No todas las lágrimas que rezuman de ella son de dolor, aunque ese dolor puede, tristemente, orientar hacia la cuestión básica de que somos la pena por lo malogrado, una especie de equivocado paréntesis en el universo. Pero no creo que haya que detenerse en el lamento, tan justo, sino que a la historia habría que mirarla en silencio, como una larga oración que nadie recoge, en la nada más absoluta, como un ingente esfuerzo, como una suave desmesura, todo ello captado en la más absoluta impavidez, boquiabiertos, asombrados.
Igual que cuando en silencio contemplamos un amanecer en el campo y vivimos la religación universal, hay una interconexión, una religación, con lo que somos, con lo que hemos sido y con lo que venimos siendo en el permanente llanto del niño emergente que hace la historia. Se puede, pues, buscar algo sobrecogedor y bello en el estudio y en la investigación de la historia. Para eso está, de hecho, la academia y la universidad. Para el asombro. De ello emana la lástima y la ternura a la que me refería. Mirar la historia es escuchar un rumor que es una música terrible, hacerse con un empeño en continuar la obra como si no pasara nada, olvidando lo esencial acaso por no ceder a la locura. Así, por ejemplo, sumergirse en la biografía ajena de quien vivió hace siglos y ver transformada esa nada que fue en un áspero texto que no deja de ser literatura, aunque lleno de citas, referencias eruditas y alusiones a sesudas fuentes, tras haber rastreado papeles y archivos, es como escuchar una canción que no suena, muda, pero que llega suave a nuestros oídos. Nuestra alma se modela y sintoniza con la misma. Incluso en la lejanía y aridez que mata propia de un texto científico hay esa música. Acompaña a todo lo que hace el hombre, a todas las presencias y a las muchas ausencias, y puede constituir, acaso, el único y precario sentido de la vida, el agridulce fruto que finalmente el historiador pueda saborear en la más espantosa de las soledades, en su escritorio. Por esto, por esto hay que estudiar la historia.
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Educación y filosofía
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Matizaciones en torno a la “nueva” pedagogía universitariaMarcos Santos Gómez
En el post inmediatamente anterior, terminaba escribiendo, en el último párrafo, mi impresión de que existe un modo de entender la pedagogía que resulta cómplice de la debacle que estamos viviendo en la universidad y, lo extiendo ahora, a todos los niveles de la enseñanza. Así pues, en las líneas que siguen, necesariamente breves e imprecisas, intentaré de modo somero justificar dicha afirmación.
En primer lugar, deseo recordar que a lo largo de los numerosos posts que hemos dedicado al surgimiento de la
paideia en Grecia, hasta el siglo V a. C., hemos presentado unas ideas que pueden ayudarnos a comprender el presente. Tratar de la Grecia clásica no es un mero afán de vana erudición, sino que consiste en abordar las líneas y formas fundamentales de lo que somos hoy. Estudiando aquel periodo he pretendido pensar el presente a partir de un problema concreto que había planteado en una entrada aun anterior: el de las competencias, la teoría pedagógica de las competencias. Allí, traté de argumentar y mostrar que, lejos de lo que afirman sus defensores, en ella hay presupuestos y un modo concreto de formación (
paideia) en unas ideas particulares de lo que debe ser el mundo y los hombres. Se transmite, con la mera conversión de lo educativo en un supuesto aprendizaje de “austeras” competencias, una manera de ver el mundo que tiene que ver con el mundo acrítico y capitalista que cierta pedagogía está construyendo en la universidad. Como digo, esto ya lo argumenté y puede leerse
aquí. De aquello extrajimos la idea de que contra su pretensión, no hay pedagogía limpia de ideología pues desde su origen, nos guste o no, la pedagogía ha sido una cierta técnica de encarnación de unos ideales que fluyen y prosperan en la cultura. Es decir, lo que la
Bildung alemana trató de desarrollar es lo propio de cualquier actividad pedagógica o educativa. La educación como formación, en definitiva.
Pero además de la falacia de las competencias a la que se trata, inútilmente, de reducir lo educativo en un vano afán de librarlo de lo ideológico y que no hace más que encubrir un modo concreto de ideología, tenemos otros elementos que no traté en su momento y que la lectura de unos libros polémicos y un tanto agresivos, contra la pedagogía al uso, me han suscitado. Se trata de los conocidos libritos de Ricardo Moreno Castillo,
Panfleto antipedagógicoy un sucesor del mismo de la mano de Alberto Royo, titulado
Contra la nueva educación. No comparto el tono panfletario que, como ellos mismos admiten, tiene su aguerrida obra. Me gustaría que hubieran acudido de un modo más logrado a los clásicos y haber leído una discusión profunda con los grandes de la pedagogía a los que explícita o implícitamente se refiere la “nueva” pedagogía. Trataré de referirme yo al asunto, aunque poco puede hacerse en la entrada de un blog.
De toda su crítica destaca la negación de que pueda hablarse de un aprender a aprender vacío, desprovisto del contenido de aquello que haya que aprender. Aquí les debo dar la razón. Como ellos, creo que el futuro maestro que formamos en facultades como aquella en la que yo trabajo, de Formación del profesorado, debe ser y formarse, ante todo, como un intelectual. Es algo que digo a menudo. Un maestro es un técnico de la enseñanza, de acuerdo, pero porque tiene algo que decir. No vale ampararse en una libertad mal entendida del alumno que debe, a iniciativa propia, descubrir lo que le vale. Yo he dicho cosas parecidas a menudo, pero aquí está el matiz y acaso mi equivocación. Esta pedagogía que ha sucedido, creo, a un gigante, que es
Emilio de Rousseau, no ha comprendido bien a Rousseau. Está claro que la llamada “educacionalización” del mundo, que consiste en lo que iniciara un devoto discípulo del ginebrino, el maestro Pestalozzi, ha consistido en asumir una fe en que la sociedad y sus problemas debían abordarse en la escuela y de un modo educacional. Se extrajo lo que para Rousseau fue un atrevido intento de “tecnificar” con cierta distancia la constitución del hombre capaz de “firmar” su contrato social. En
Emilio solamente especula, como lo hace cuando se refiere al “estado de naturaleza” y a la idea contractualista de la sociedad y la política. Sabe que toda visión política e ideal debe jugar a encarnarse en los sujetos, como pasara en la Grecia de Pericles, debe fabricarse, y entonces, acude, de un modo experimental, a su ideación pedagógica. En ella, a pesar del canto a la libertad que podemos apreciar en una rápida lectura, no podemos pasar por alto los matices que señalan que esta libertad es relativa, pues se basa en una distancia obvia entre el preceptor (profesor, enseñante) y su alumno. Hay una enseñanza, unos métodos a veces sutilmente directivos, unos límites y unas evidentes reglas que seguir, con la educación de Emilio. Precisamente, Emilio debe aprender a ir modelando su libertad, más que restringiéndola. Educarse es, según Rousseau, básicamente modelarse, y modelarse como persona libre, modelando la propia libertad. Es lo que no se cansó de repetir A. S. Neill cuando debía matizar una y otra vez que la libertad no es libertinaje y que en
Summerhillse seguían y aprendían unas reglas.
Lo que tenemos, pues, en la nueva pedagogía cuestionada por los mencionados panfletos contra ella, es una mala interpretación de Rousseau que acaso, habría que estudiar el texto y yo no lo he hecho, impregna la LOGSE o, lo que me temo más probable, acapara la aplicación e interpretación de la misma. Sí puede ser, contra lo que afirman los aguerridos polemistas, que sea verdad esa defensa que los partidarios de dicha ley hacen, cuando echan la culpa a la aplicación e interpretación de la misma y no a la propia ley y, entiendo yo, su espíritu. Lo que una pedagogía que tienda a lo no directivo o rousseauniana pretende no es, evidentemente, el tinglado que se ha formado y se está formando en la actualidad, y pienso en la universidad. En realidad, lo que se propugnaba era de sentido común y además, antiguo, pues la ley franquista de Villar Palasí, la de la E.G.B. y el B.U.P., ya lo trataba de introducir en el sistema educativo. Cuando se hablaba de evaluación continua no era, como falsamente se interpretó, la constante realización de exámenes (!!!), ni lo que ahora en nuestra Universidad de Granada se pretende con la aplicación de la enseñanza por los ECTS, que nos acaba de obligar a evaluar de un modo concreto a nuestros alumnos. En realidad, al profesor no se le debe obligar, como bien saben en
Summerhill, a emplear una metodología concreta en su enseñanza ni en la evaluación. Lo que Rousseau invoca es un tipo de relación personal entre quienes por naturaleza, en el proceso pedagógico, se sitúan en polos diferentes (
Nota bene). El profesor que superando obstáculos psicológicos y sociales que le obligan inconscientemente a lo contrario (nada menos, y a esto parecen referirse los defensores de la LOGSE con el tantas veces invocado y echado en falta “cambio de mentalidad”, me parece) es capaz de valorar tanto a su discípulo que se implica de verdad en su aprendizaje y conoce los más minúsculos avatares del mismo, de manera que la evaluación va cayendo de su cuenta y es parte de un proceso obvio que conocen ambos, en el curso de la enseñanza, alumno y profesor. Da igual que en este proceso haya, finalmente, un único examen. Pues quien no quiera hacer las cosas bien, las seguirá haciendo mal por mucho que se le obligue a una metodología concreta, y quien quiera y esté preparado para hacerlas bien, las hará bien sin imposiciones de ese tipo que interfieren y molestan. Así que la bienintencionada pretensión de que todos evaluemos ahora con dos notas mínimo, en la universidad, no arregla nada, a mi modesto entender. El profesor que se toma en serio su trabajo, lo va a hacer bien, siempre, pues la relación personal que establece con los alumnos va sugiriendo e indicando el derrotero a lo largo de todo el proceso. Y esto se ha hecho siempre. En realidad, creo, un educador serio admite implícitamente lo que Rousseau indicaba, independientemente de que haga o no exámenes. Bien es cierto que la interpretación que se haga del mismo ha podido conducir a críticas muy serias de la mera noción de examen y de nota, pero esto lo demanda el sistema educativo en sí, el que haya notas, no es culpa de una mala interpretación de nadie de lo que trataba de implantar la LOGSE y su sucedáneo la LOE. A hacer exámenes, de uno u otro modo, más o menos encubiertos, nos obliga el sistema.
Es verdad que resulta falaz la pretensión de aprender a aprender. Le doy la razón a los autores de sendos panfletos es que todo aprendizaje requiere unos contenidos que hay que interiorizar según una disciplina, a veces con esfuerzo. Pero es que hasta Erich Fromm en su
Arte de amar lo dice respecto del aprendizaje del amor (!!!) y de cualquier arte, como tocar la guitarra. En este sentido es en el que se ha excedido la nueva pedagogía con la pretensión de ludificar o gamificar (o sea, transformar la educación en un juego permanente) eliminando lo que la enseñanza tiene también de momento de silencio, disciplina y memoria pura y dura. Yo estoy repasando mi latín, por ejemplo, y he comprobado que para gozar de los textos de Cicerón he debido, con cierta desgana pero muy motivado, repasar como se hacía con la tabla de multiplicar, toda la compleja morfosintaxis del latín, desde las declinaciones a la utilización de las conjunciones subordinantes o los usos del gerundio o los participios en tan hermosísima lengua. Sólo a partir de ahí, el latín puede ser un juego de verdad, en el que se juegue con sus máximas posibilidades literarias y lingüísticas, de la mano de sus grandes artífices. Y aquí entramos en otro campo: el valor de la cultura y el conocimiento, del poso que los siglos nos han legado y del que se debe partir en la escuela y en la universidad.
Cabe preguntarse por qué en la nueva pedagogía universitaria, que ha bajado evidentemente el nivel intelectual de los Grados, no se han mantenido tales obviedades y por qué se ha dado desde la LOGSE una tan estridente desviación de la intención rousseauniana. Creo que la explicación estriba en la función cómplice e ideológica de la pedagogía en sí, con un sistema social y económico, y político, concreto, y del propio gremio de los pedagogos que se halla siempre muy próximo al poder de turno. Es desde aquí que, consciente o inconscientemente, ha servido y venido muy bien emplear nociones de vaga procedencia rousseauniana en lo que se ha constituido una tecnología del “nuevo” ciudadano neoliberal que requieren los tiempos. Las complicidades personales son en muchos casos evidentes, pero no vamos a entrar aquí en eso. No deseo deslizarme hacia la utilización de argumentos “ad hominem”. Pero sí se puede recordar que desde la Ilustración, la escuela ha servido, fundamentalmente, para fabricar ciudadanos concretos, para crear creyentes de la propia facción (Lutero, el calvinismo, el catolicismo) en las guerras europeas entre religiones, y para ir labrando en la sociedad un nuevo poder supuestamente laico e impermeable al viejo poder, heredado del Antiguo Régimen, de la Iglesia, en el caso concreto de España. La escuela y el sistema educativo han hablado mucho de libertad, desde siempre, desde hace doscientos años, pero su función real ha sido acoplar mentalidades y hacerse con grupos sociales, aumentando las posibilidades de gobierno y poder. En esto, es natural que la reflexión que ha intentado producir escuela, haya sido, no en todos los caso, pero mayoritariamente, cómplice de gobiernos de turno. Y de esto no se han librado nuestros tiempos. Así, desde este hecho, es como entiendo la bajada de nivel terrible que se está viviendo en el sistema educativo, incluida la universidad.
Los discursos sirven para situarse, para posicionarse políticamente. Y las ventajas de la LOGSE, la LOE, la LOU universitaria, en este sentido, han sido obvias. Han creado y están creando una escuela y una universidad que, de hecho y como indicábamos en el post inmediatamente anterior a éste, sirven al actual modelo neoliberal en la economía y en la sociedad. Digamos que, en este sentido, Rousseau y todas las herramientas pedagógicas (abuso de las nuevas tecnologías, destrucción de la figura del profesor y su dignidad y libertad, teoría neoliberal de las competencias, el afán obsesivo por "innovar" para que en realidad todo siga igual, etc.) sirven a este fin político concreto, de hecho. De manera que el gobierno de turno y el poder no pueden sino promover, con un halo de progresismo, estas lecturas tendenciosas y profundamente equivocadas de una pedagogía que no es tan nueva como se dice (por el contrario, es muy vieja, tanto como, hemos dicho, Rousseau y Pestalozzi). Lo que se está dando en la universidad, en los institutos y en las escuelas, es una disolución del saber, que era el punto de partida para toda libertad y que es, el mundo de la cultura, aquello a lo que Emilio “es conducido por Rousseau”. Porque uno no aprende en el vacío, ni a golpe de impulso, ni como una pulsión descontrolada, ni en el caos de una clase indisciplinada, sino que se requiere, como prueba el mismísimo
Summerhill un orden y una disciplina. La mala interpretación que se ha hecho de Rousseau es ingenua y falsa, por parte del bienintencionado pedagogo que la defiende, y, desde el punto de vista del Estado, profundamente tendenciosa y peligrosa. Así, la LOGSE, en efecto, se convirtió, como es propio de tantas leyes educativas, en ideología al servicio de una causa, de la misma manera que todo lo que estamos sufriendo (algunos escandalizados y boquiabiertos en la universidad) sirve a un amo concreto. No estaría mal iniciar por parte de la pedagogía en España una ronda de artículos o congresos que intentaran, al menos, reflexionar y visibilizar este terrible problema que amenaza con hundir del nuevo al país en la selva de unos pocos ricos ilustrados y una ingente masa de ignorantes manipulables y sin preparación pero dispuestos a trabajar a destajo en lo que le digan por cuatro gordas. En esto nuestros autores tienen razón: con la baza de un supuesto igualitarismo que nivela las aulas e impide el desarrollo de los potenciales de cada uno, se promueve, paradójicamente, la más atroz desigualdad y la más injusta de las sociedades. Bien es cierto que ellos no parecen haber tenido en cuenta la fuerza de las “circunstancias”, mayor de la que suponen en sus libros, en pro de una capacidad individual de superación, pero, por otro lado y aunque abordemos personal e individualmente este asunto crucial para el logro de una razonable y verdadera igualdad de la sociedad, no se puede frenar el avance y el desarrollo de quien, aun teniendo también quizás un origen humilde, tiene el derecho a ilustrarse. La igualdad no se puede lograr descendiendo el nivel intelectual a niveles ínfimos. Es injusto y falaz. Y aquí sí parecen tener razón nuestros autores (recordemos el elevadísimo nivel cultural tanto de alumnos como de maestros en nuestra admirada Finlandia, donde un maestro es formado, ante todo, como intelectual).
Escrito tras la lectura de:Moreno Castillo, R. (2006). Panfleto antipedagógico. Barcelona: Lector. Moreno Castillo, R. (2016). La conjura de los ignorantes. Madrid: Pasos Perdidos.Royo, A. (2016). Contra la nueva educación. Barcelona: Plataforma Editorial.
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Educación y filosofía
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El Plan BoloniaMarcos Santos Gómez
Acabo de leer
El Plan Bolonia, de Carlos Fernández Liria y Clara Serrano García, lectura que me ha satisfecho sobremanera por su claridad y por la elocuencia con que se apuntan las cuestiones que llevo años incubando en mi pensamiento en torno a la vorágine que vivimos en la universidad española. Como los autores, pienso que estamos en un momento más que delicado y peligroso en la evolución de esta longeva institución que llamamos “universidad”, que se encuentra no ya en medio de una reformita parcial de aspectos secundarios, sino en una contundente transformación de su esencia que podría tildarse de desaparición de la universidad que veníamos conociendo desde su fundación en el medievo.
Hay que recordar que la universidad consagra un elemento que me parece fundamental en el desarrollo de la ciencia y el pensamiento desde antes de la Edad Media, diría que desde los inicios de la razón helénica, de la filosofía y la reflexión acerca de lo que le constituye a uno y por tanto acerca de la propia civilización. Esta reflexión ha requerido dos cosas sencillas: ocio y desinterés, o mejor dicho, un único interés que se ha perseguido con afán religioso: el de la verdad porque sí, su búsqueda e indagación por amor al arte. La universidad ofreció en el Medievo el marco institucional para que se pudiera dar la investigación, o sea, el contexto posible para una vida dedicada al conocimiento, que proporcionara el “aburrimiento” necesario para que se pensaran las cosas no una, sino mil veces, o millones. Sin esto, y lo prueba la historia, no habríamos descubierto nada, aunque los descubrimiento tecnológicos que han transformado nuestra vida han venido como efecto secundario de esa investigación básica y primaria que un joven físico teórico debía defender, en cierto documental excelente sobre los avances en la Física actual, como requisito necesario para ofrecer en un segundo momento que no debe condicionar al primero, los descubrimientos útiles y lucrativos que busca la sociedad o las empresas desde un punto de vista más práctico.
En el siglo XVIII creo que se da la segunda gran revolución académica que introduce las ciencias en el conocimiento más elevado y que, de la mano de Humboldt y la Bildung alemana, aúna docencia e investigación como un todo en el profesor, y además desarrolla un variado plan de estudios, el de los Gymnasios alemanes, que no renuncia a la formación clásica que hoy llamamos humanística o de letras, ni tampoco al ejercicio físico ni por supuesto a la ciencia más avanzada, al concienzudo estudio de la Física o las matemáticas, por ejemplo.
Yo, de un modo quizás no bien expresado, relacioné toda esta ingente labor que llamamos conocimiento con los requisitos de una religión (
aquí), de una religión del saber, que imita, en la figura del profesor e investigador, en su
habitus, al viejo anacoreta o ermitaño. Se trata de la entrega desinteresada y apasionante a lo que uno quiere saber por encima de todo, con ascetismo, en la pobreza y riqueza que Platón asociara por boca de Socrates con el amor (a la sabiduría). Es lo que la universidad medieval institucionalizó, ofreciendo el marco social posible para ello, al modo de los monasterios y como institución eclesiástica que fue, salvo pocas excepciones, en sus primeros momentos y prácticamente hasta el siglo XVIII. Así, la pedagogía universitaria consistía sobre todo en la transmisión del amor por un conocimiento que, en primer lugar y sobre todo, era cultivado y amado, hasta el punto de esculpir su propia alma con el mismo, por el profesor. Es este fuego el que después en el aula ardía, propiciado también, por supuesto, por unos alumnos que habían hecho, pues podían y estaban en el lugar para ello, también sus “votos”. Bien es cierto que en este modelo universitario, en el que sobre todo se conoce más allá de fines prácticos pero que ha propiciado la técnica y los grandes descubrimientos que hoy hacen más cómoda nuestra vida, podía haber, hasta hace apenas diez años, y sigue habiendo, profesores sin amor por la docencia que o por ello, o por puro desconocimiento hondo de la materia que enseñan, fracasaban en sus clases. Pero nunca podía darse un buen pedagogo o didacta que no fuera profundo conocedor y amante de lo que enseñaba. Es decir, era una universidad en la que se requería una cierta dignidad del profesor y su libertad, por encima de todo, para enfocar la enseñanza y que incluso nuestra Constitución Española reconoce bajo la figura de la libertad de cátedra. El espacio universitario era el marco adecuado que, impermeable a lo más práctico, podía propiciar el avance científico, solamente dado cuando existe esta entrega, en el silencio y el ocio productivo.
Esto, en nuestros tiempos, ha sido posible por haberse enmarcado la universidad en el Estado de Bienestar y por la creación, desde tiempos ilustrados, del profesor vitalicio y funcionario (lo que garantiza su libertad por no depender de contrataciones). Pero, en el contexto de ataque a este modelo económico desde posturas neoliberales, en lo que se ha denominado de auténtica revolución de los ricos contra los pobres, ya no tiene cabida algo financiado por dinero público que subsista como si flotara inmune al mercado. En el mundo en el que todo lo decide el mercado, había que reconvertir la vieja universidad pública, lo cual además ofrece un suculento negocio que consiste no tanto en privatizar por completo la misma, como se ha creído, sino en convertirla en mina de dinero público que puede fluir a la empresa privada, que con su participación en la universidad obtiene mano de obra semiesclava e ingentes beneficios, haciéndose con los resultados de las investigaciones, decidiendo su curso y objeto, y además teniendo para sí una sumisa mano de obra de profesores reconvertidos en flexibles empleados (ya no caducos y “vagos” funcionarios) dispuestos a ser despedidos o a no promocionar si sus investigaciones no obtienen fondos privados o pasan las evaluaciones del organismo que en España se ha elevado como cómplice de toda esta revolución mercantilista: la ANECA. Ésta, en función de variables asociadas al mercado, como la evolución laboral de los egresados o la utilización de los resultados de investigaciones por empresas privadas, valora, en definitiva, si una titulación y, a la larga, incluso una Facultad puede tener sentido (o por supuesto la carrera individual de un investigador).
El concepto de estudiante también cambia profundamente. Ya no es el antiguo modelo que disfrutando de un cierto ocio podía conocer durante un tiempo de su vida las virtudes de una vida entregada al conocimiento, a leer, a cultivar libremente idiomas o música, a pintar, a solazarse, a desarrollar una intensa y alegre vida social, amparado por un nicho social institucional que inmune e impermeable al mercado se regía sola y exclusivamente por el conocimiento en sí, sino quien cultiva competencias cuya adquisición habrá de probar no tanto con sus títulos, sino con una atareada y complicada trayectoria a lo largo de estudios cada vez más “prácticos”. No va a tener tiempo ni posibilidades de profundizar en una disciplina para acabar sabiendo más incluso de lo que le hará falta para trabajar, lo que era reflejado por las viejas licenciaturas y títulos, sino que habrá de pasar por una serie de cursos técnicos y superficiales, acostumbrándose al cambio constante y a aprender sólo para satisfacer los requerimientos de las empresas que lo van a contratar.
Con todo esto, estamos ante algo más que una reforma. Se trata, es obvio, de un cambio sustantivo que atañe a los más hondos cimientos de la noble y vieja institución que se dio en llamar “Templo del saber”. Me duele, como pedagogo, que en todo esto se haya utilizado a la pedagogía que siempre ávida de hacerse un hueco entre las más antiguas disciplinas, confundiendo el enseñar con un aprender a aprender vacío de contenidos y que no se relaciona con esa profundización en la propia materia que a mi juicio es la que de verdad enseña a enseñar al profesor. Se ha ido desdibujando el papel del enseñante, del docente, en un cómplice acto de privación de su dignidad, su potencial y libertad para decidir y tirar del alumno hacia el interior del complejo mundo de una materia o disciplina, pretendiéndose con una falsa idea de progresismo, lo que ha convertido el saber en mera adquisición de “competencias”. Así, cierta pedagogía y ciertos pedagogos están actuando de ideólogos y cómplices, con la excusa de una calidad determinada por el mercado (el mismo mercado que mata de hambre y falta de medicinas a dos tercios de la humanidad), de esta destrucción de la universidad. Esto me duele y siento tener que escribir de ello, pero lo grave y perentorio del momento nos obliga.
Escrito después de la lectura de:Fernández Liria, C. y Serrano, Cl. (2009). El Plan Bolonia. Madrid: Catarata.
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Educación y filosofía
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Algunas ideas a partir de La tragedia griegade Albin Lesky.
Marcos Santos Gómez
Frente a la idea de que el mundo es el lugar determinado y organizado por los dioses, en la tragedia, con gran fuerza en Eurípides, se vive lo contrario, la experiencia de un desorden metafísico y teológico por el que los dioses y el culto entra, sutilmente, en crisis ante un mundo que ya no pueden explicar. El desconcierto original del griego ante los eventos de su existencia que, también esto aparece y se reflexiona en la tragedia, son producto del capricho azaroso y envidioso de las divinidades, se multiplica cuando tampoco está claro el papel de éstas en algo en lo que interviene el hombre con sus errores, su hybris y sus miserias, o mejor dicho, su mezcla de miseria y de grandeza. La grandeza del hombre se cifra, por cierto, en un rasgo que precederá el elemento central del estoicismo, que es la capacidad de afrontar con aplomo un destino que en principio puede resultar contrario al hombre. En esta línea de disolución de las viejas explicaciones homéricas, Lesky define lo trágico como “la concepción del mundo como sede de la destrucción incondicional de fuerzas y valores, sin solución y que no puede explicarse por ningún sentido trascedente, destrucción de fuerza y valores que necesariamente están en pugna” (p. 30). El nuevo mundo inventado por los griegos es el de una permanente y constante crisis, por la que el hombre vive su existencia como un zarandeo, como una agitación, que será función del futuro estoicismo sosegar mediante su asunción, o la asunción de que después de todo, el mundo está o estará bien (Séneca, De Providentia). Así, más adelante señala Lesky, a partir de su interpretación de Antigona de Sófocles: “Lo que desde tiempo inmemorial parecía sólido y consistente, santificado por la tradición, no puesto en duda en su validez por ninguna persona honrada, debía ser probado ahora por la razón en cuanto a su solidez y fundamento. Solamente la razón había de ser juez de lo anticuado, que era arrojado al montón de los trastos viejos, la arquitecta de una nueva época, en la que el hombre se desembarazaba de las ataduras de la tradición para seguir su camino de perfección” (p. 130). Es la época, por tanto, del surgimiento de un nuevo poder que continúa su avance a través de este género que inventan los griegos y que significa, por tanto, todo un análisis existencial de la nueva situación del hombre. Añade más adelante: “La tradición ya no era ahora una obligación, pero tampoco podía servir de ayuda. Toda la carga de la propia decisión y responsabilidad recaía ahora en el hombre, colocado en medio de las antinomias” (p. 162). Todo lo cual llega a su más perfecta expresión con el último de los grandes trágicos, Eurípides, de cuyo Heracles afirma Lesky: “Reconocemos detrás de Eurípides la ilustrada crítica de los dioses efectuada por la sofística y detrás de ella su fondo primitivo en el pensamiento de los filósofos jónicos” (p. 193). En realidad, no es que se caiga, ni lo hace tampoco Eurípides, en un nihilismo religioso, pues los dioses siguen estando, sólo que, insinuando la crítica de un Jenófanes, éstos son buscados y redefinidos en función de la razón emergente. Lesky detecta en algunos pasajes de Helena de Eurípides que se trata “de motivos de la mitología separados de su propio suelo e insertados en nuevas relaciones sofístico-racionales, proceso que hizo escuela, como puede observarse todavía en las tragedias de Séneca” (p. 197). Y es en el contexto de esta disolución de la tradición heroica, para la que, recordemos, la virtud no puede ser enseñada (lo cual ya critica el moralismo hesiódico), que en Las Suplicantes de Eurípides constatamos el elogio de la educación, en cierto pasaje de la oración fúnebre de Adrasto, que señala cómo la virtud puede aprenderse y que por tanto es preciso educar bien a los niños, frente a la idea aristocratizante de Píndaro, que ya hemos visto en este blog. También se elogia la educación en Ifig. Aul. de manera que nos acercamos a la sofística y a Sócrates.
La educación, la paideia, por tanto, sólo se entiende en estos nuevos tiempos en los que se cuestiona el carácter o la virtud como productos de una herencia de la sangre. En realidad, este pathos aristocratizante es el que todavía vemos en los movimientos intelectuales que enfatizan el poder de una herencia que fatalmente no puede ser contradicha por una educación apropiada. Las tendencias más racionales y democratizantes irán en la línea de una educación que, en el otro extremo, se situará en una nueva hybris, como la rousseaniana, de la desmesura pedagógica que quiere superar incluso la herencia genética y para la que la naturaleza humana se fabrica en su integridad. Resulta lógico, pues, que tras la caída de la vieja religión emerja con fuerza una paideia que ya en la tragedia se ejercita, pues, como hemos sabido por Jaeger y su excelente libro Paideia, ésta es un requerimiento del nuevo mundo de la nueva razón que cuestiona y trata de discutir el mito y los valores del heroísmo homérico aunque muchas veces no los desintegre sino que, a mi juicio, los sublime y transforme, por lo que aquellos reaparecerán en el nuevo modelo de mundo y de existencia. Sobre todo en la elección de la educación y sus productos, su efecto en el sujeto, una educación que tiende al elitismo, como el origen de una nueva nobleza y de un punto de vista intelectualmente privilegiado del mundo, en la medida que obra desde la más aristocrática de las distancias.
Fuente:
Lesky, A. (1970). La tragedia griega. Barcelona: Labor.
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Educación y filosofía
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Primera definición de lo específicamente trágico, a partir de la tragedia ática.Marcos Santos Gómez
Nos debemos preguntar, en relación con la tragedia griega, en qué medida ésta apunta a cuestiones verdaderamente esenciales y universales que atañen a todos los hombres. El hecho de que sus personajes sean tipos heroicos, procedentes del mundo homérico, no hace sino subrayar la inseguridad básica en que cualquier existencia humana se desarrolla. Algo que ya aparece en las epopeyas homéricas y que, es nuestra hipótesis, se manifiesta con especial virulencia tras el proceso de emergencia del logos griego, presente ya en el propio mito y en los mencionados poemas épicos. Esto ocurre porque la situación en la que el hombre queda, tras el tantas veces aludido en el presente blog desmenuzamiento de la propia tradición por la vía de un pensar que inventa y fabrica una distancia para contemplarse a sí mismo y a sus contenidos, desnuda al hombre y lo enfrenta categóricamente con su sino. El mito tiende de un modo divergente a ambas cosas: enfrentar al hombre con su sino y, al mismo tiempo, apaciguarlo. Pero la novedad griega estriba en que ya no hay apaciguamiento posible tras la ruptura que llamamos “logos” que no tiene vuelta atrás y que por tanto es irreversible.
La tragedia es un grado en la toma de conciencia de esta realidad, por la que el ciudadano ateniense debe percatarse de la naturaleza y repercusiones de su propio proceso de emergencia. En ella aparece desnuda y crudamente esta intuición que los grandes autores expresan con absoluta eficacia. Lo trágico, así, consiste en un estigma, algo de lo que no nos podemos librar, al modo de un destino ineludible que una decisión inoportuna humana ha sellado. El propio hombre, así, se eleva en fatal dueño de su fatalidad, artífice de un destino por el que al final sólo queda la nada y el vacío. Aunque las tragedias griegas no siempre tienen este final irresuelto, ya que ciclos como la Orestiadade Esquilo ostentan su happy end, o sea, su propuesta de reconciliación en el último momento. También recuerdo, en este sentido, el Edipo en Colono de Sófocles. Pero en cualquier caso, el mal y el sufrimiento han existido y pesado hondamente, dejando su terrible huella y resultando, por mucha reconciliaciones que se planteen, algo inseparable de la vida. La exultación de las bacantes, en Eurípides, por ejemplo, va asociada al horror y al crimen. Es como si el hombre ateniense del siglo V reflexionara sobre sí mismo y sobre la senda de ambigua vitalidad que había tomado, en la que la vida obtenía un nuevo brillo, pero al mismo tiempo, la muerte multiplicaba sus efectos. A esto acompaña el esfuerzo por conciliar que significan las incipientes teodiceas que vemos en algunas tragedias, rasgo esencial en el Prometeo encadenado de Esquilo. Porque el hombre que decide explicarse el mundo siguiendo lógicas y causalidades implícitas ya en sus anteriores mitos, está obligado a postular una respuesta. Lo único que la respuesta surge teñida también, a su vez, de tragicidad, es decir, de no respuesta, de carencia y apertura en el final.
Se ejemplifica y fomenta en las tragedias, desde su función educativa, un abordaje racional del mundo que inventa nuevos dolores, de un mundo con nuevas fuerzas opuestas y tensiones, que inicia su curso ineludible. Una función educativa que no debemos entender como didactismo o poesía moralizante, en absoluto. Estamos ante la propuesta y realización de un modo de vida, su invocación y encarnación en el propio texto, en el poema y el curso de la tragedia en sí. A eso llamamos su “función educativa”.
La intuición de que a cualquier bondad y éxito humano le acompaña, e incluso lo ha requerido, un ingente sufrimiento es, contra lo que yo creí mucho tiempo, no sólo judía y bíblica, sino griega. Hay mitos bellísimos que subrayan esto y tenemos las razones del famoso discurso fúnebre de Pericles, por ejemplo, relatado por Tucídides. El mundo desborda al hombre que no es del todo dueño de su experiencia, pero que se ve forzado, en una suerte de antinomia básica, a abordarlo. Es este último prurito lo que llamamos logos o razón, quizás, la tendencia a dar razones de sí y a traducir en términos legibles la propia experiencia. Esto es lo que Occidente representa, una vía para desarrollar esta antinomia que es propia de todos los hombres y tiempos. En la medida en que la tragedia griega es ya incipiente reflexión y toma de conciencia de las propias tensiones, es un invento específicamente griego y por tanto occidental, aunque en el libro de Murray, recuerdo haber leído un excelente estudio del paralelismo entre el abordaje trágico esquíleo y prometeico, por un lado, del dolor inextricablemente ligado a la existencia, y el impresionante libro de Job en la Biblia. Curiosamente, las soluciones y planteamientos son muy similares. O mejor dicho, las no soluciones, o sea, el fracaso, en el fondo, de toda teodicea, expresado entre líneas por la propia teodicea. Esto último es un rasgo fundamental, a mi juicio, de la tragedia griega, una vez más, y, como decimos, no sólo judío (cabe recordar los frecuentes y profundos contactos del judaísmo presente en el Antiguo Testamento con el mundo griego, muy obvio en numerosos libros de la Biblia). Es decir, no hay liberación posible del dolor y de un final sombrío que el propio hombre se ha buscado en gran medida. Es esta sensación la que, creo, entristece también nuestra época y, siendo atrevidos en las comparaciones, también el universo barroco, la de que el reloj de la historia que avanza imparable nos aboca a un final que no acabamos de querer, a pesar de ser en gran medida responsables de ello. Es decir, la tragedia griega, como el barroco, subrayan que cualquier decisión humana es peligrosa y ambigua, pues se acaba volviendo, a menudo, contra nosotros y porque desencadena un curso imprevisible. Es esta incertidumbre la expresada por los griegos, en su faceta más dolorosa y temible, acaso. Tenemos aquí la idea principal del Edipo rey, por ejemplo. Y conocer las causas y circunstancias de la fatalidad que uno ha elegido y dibujado o pre-dibujado, es, en una nueva paradoja, a la vez fuente de alivio (Prometeo encadenado) o prolongación y abundancia en el propio horror (Edipo rey).
P. S. : Tras lo que escribo en el post me acosa una duda: ¿y si la "función educativa" de la tragedia griega y de la buena paideia griega sea subrayar la imposibilidad de toda educación? ¿Y si antes que la construcción del nuevo sujeto tenemos la certeza inefable de que cualquier nuevo sujeto o simplemente sujeto está destinado al fracaso? En cualquier caso, la tragedia griega es fuente de dudas y dilemas corrosivos...
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Educación y filosofía
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La potencia expresiva de las tragedias en la paideiay en la nueva racionalidad helénica.
Marcos Santos Gómez
Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiera sabiduría con el sufrimiento.
Esquilo,
Agamenón, 163-183
La grandeza de las antiguas tragedias griegas se manifiesta porque no se agota el número ni la naturaleza de sus interpretaciones. Así, en su clásico y excelente libro sobre Esquilo, Murray lo reconoce, admitiendo el hecho de que su interpretación del mismo, del más antiguo de los tres autores de la época de oro de la tragedia ática, no puede ser única. Yo no puedo ni quiero hacer un resumen exhaustivo de este libro, sino tan sólo aludir a un par de ideas fundamentales que dan luz en relación con la obra que en la noche de los tiempos se ha salvado de lo que el autor griego elaborara, que si bien es suficiente para comprender cómo y por qué ha sugestionado a tantas generaciones de hombres, no es lo amplia que debiera ser para ofrecernos una idea más que aproximada de la personalidad y genio de nuestro antiguo autor.
En lo que se refiere al asunto de la
paideia, que es lo que nos interesa, conviene resaltar que la tragedia significa un avance en el proceso fugaz, aunque gradual, de emergencia del nuevo logos griego-ateniense que toma distancia de la tradición para voltearla analíticamente, cosa que realiza desde la propia tradición, como en el siglo XX ha resaltado y también realizado la hermenéutica filosófica y literaria. El avance específico de esta manifestación del espíritu ha sido extraer de la mitología los elementos universales, a juicio de Murray, contenidos ya, implícitamente, en el mito, lo cual desborda lo que de él han hecho y dicho interpretaciones a nuestro gusto demasiado restrictivas y reduccionistas como las de Freud, la del Edipo de Freud, por ejemplo. Es decir, el mito es más que mera proyección psíquica de los hombres, en la medida en que somos más que los procesos psíquicos estudiados por Freud y no nos agotamos en los mismos. Así, cada tragedia de Esquilo significa una reflexión sobre un enigma o problema fundamental, planteado por la existencia del hombre y por la propia emergencia del logos.
Especialmente rico es el conjunto de sugerencias que plantea
Prometeo encadenado, que abarcan el campo de lo que la posterior soteriología (y coetánea, también) nos plantea. Es decir, el precio de la civilización que ha debido aunar la sabiduría con el sufrimiento salvador de alguien (que somos todos los hombres) que debe morir para resucitar, o pagar una culpa con el fin de liberar al resto de la humanidad. Es una idea universal en el sentido de que todos los hombres desde que existe la civilización saben que han abandonado un estado anterior, a menudo idealizado (el mito del buen salvaje, por ejemplo, en el que se ha dicho que hasta cierto punto incurre Rousseau, y sólo hasta cierto punto). Civilizarse consiste en visibilizar lo que antes era un ejercicio mecánico e inconsciente de, por ejemplo, culpa y retribución, que ahora ha de pasar a través del tamiz de un logos analítico que desmenuza, como los ácidos del estómago las proteínas convertidas en sus componentes básicos o aminoácidos, lo anterior y lo presente. Esto genera el dolor de una pérdida y la consecuente desorientación que pronto, en la ilustración ateniense de la sofística, quedará patente. El ejercicio del logos no llega gratuitamente, sino que se acompaña de unas nuevas necesidades y exigencias, del mismo modo que la civilización. Entiendo por civilización, por cierto, el modo de vida humano que trata de emanciparse de la propia constitución, es decir, desgajarse dolorosamente del mito (sin jamás lograrlo). Se entiende que la ilustración freudiana pronto se fijara en este proceso como metáfora o reflejo mayor de lo que acontece en el sujeto humano durante su maduración psíquica. Pero, insistamos, Esquilo no pretende describir ninguna trama psicológica, lo que se comprueba en sus argumentos, que apuntan más allá de las motivaciones individuales de sus héroes. Son más bien, vivencias acaso colectivas y problemas fundamentales de índole metafísica que atañen a la existencia del hombre, a su soledad en el universo y a la convicción elemental de que existiendo se está pagando un precio, que los dioses, a menudo, deciden en contra de los deseos humanos. Y esto último nos lleva a la teodicea que ya decíamos que aparece como rasgo principal del Prometeo encadenado. Hay que pensar y justificar esta realidad del dolor universal que acompaña a la civilización, concluyendo no que no deba darse ni que haya que dar un imposible paso atrás, sino que es, lo que hasta cierto alivia, algo imperioso, algo fatal pero cuya comprensión es ya parte de la solución (no estamos lejos, vemos, de las claves freudianas, a pesar de lo que hemos dicho, sólo que, insistimos, vamos más allá. A no ser que entendamos que lo esencial deba de abordarse, como lo hace Freud, permaneciendo en el plano de un sujeto psíquico a menudo sufriente que desde sí explicaría el mundo y la cultura).
En
Los persas, Esquilo se pone, increíblemente, en la piel del enemigo, a diez años de los acontecimientos bélicos que asolaron Grecia por la invasión persa del rey Jerjes, hijo de Darío, y en los cuales participó heroicamente como soldado él mismo. En esta obra se incide en algo muy griego: la facultad desintegradora de la
hybris humana, que ha de pagar su culpa, con un precio o castigo. Los dioses penan esta tendencia del hombre a sobrepasarse y, de nuevo, vemos cómo la mesura es impuesta por el contrapeso de la pena, de un modo semejante al derecho que intentaba en el proceso de emergencia del logos, racionalizar la vida humana, es decir, organizarla desde la conciencia y la voluntad, o la voluntad consciente. La interpretación de Murray diverge, sin embargo, de este matiz que nosotros hemos encontrado, y atribuye el dolor de los persas perdedores a un rasgo de la moral griega, si lo he entendido bien. En cualquier caso, la identificación con el dolor de lo ineludible e inevitable es pasmosa en esta obra, pudiendo extrapolarse el mismo fácilmente a un dolor universal experimentado por todos los hombres, al sentirse víctimas de una fatalidad, de una bifurcación esencial, como precio que, de nuevo, hubiera que pagar por existir. La existencia, así, resulta un dolor, pero, al mismo tiempo, se puede liberar si captamos y sublimamos dicho dolor estéticamente, que es lo llevan a cabo, precisamente, las grandes tragedias. Éstas nos conducen a la miseria digna de lástima, pero al mismo tiempo a la nobleza y grandeza del hombre. El hombre es un ser, como decía Nietzsche, híbrido, digno de compasión a menudo, pero que ha de superar dicha compasión (en la interpretación del autor germánico) para existir cabalmente, como hombre pleno.
Un efecto de la lectura de estas tragedias es la sensación de que estamos conectando con algo esencial y por tanto, comprobamos cómo nos remueven por dentro, cómo nos agitan el alma. Tienen, en este sentido, una fuerza pasmosa y su lectura es más que impresionante. Así, llegamos a la
Orestiada, ciclo de tres tragedias en cuya lectura a nosotros nos ha impactado, especialmente, la segunda,
Las coéforas (cuyo texto griego en
Alma Mater acabo de adquirir, por cierto). Aunque diga esto, es necesario leer la trilogía completa para, siguiendo a Murray, comprender lo que aborda y la incipiente respuesta al problema en cuestión que aporta. Es la tercera tragedia,
Las Euménides, la que nos orienta en esta comprensión (lo que nos lleva a pensar que Esquilo está a día de hoy fatalmente incompleto, ante las lagunas en su producción existentes, tal como éstas nos han llegado desde la noche de los tiempos). Aquí se muestra a las claras lo que hemos anticipado anteriormente, es decir, que civilizarse es reprimir el precio de la sangre, de la venganza tribal y familiar que constituía la justicia o
diké natural del derecho implícito y no escrito, por la
diké reflexiva que mide, sopesa y distribuye las penas y culpas sabiamente. Es una nueva visibilidad que el griego ateniense aquí hace de su propio proceso racionalizador, que implica un cierto sometimiento y domesticación de lo antiguo que se sitúa, desde su nueva perspectiva, en un estadio previo y salvaje e inconsciente.
Lo más impactante de las tragedias es la “eficacia” y la fuerza con la que tratan los asuntos que hemos mencionado. Son sobrecogedoras. Los plantean como auténticas bifurcaciones, poderosas, que, como un nuevo destino, acompañan fatalmente al hombre. Así, en el proceso de la
paideia que estamos estudiando, aportan su particular momento de reflexión y contribuyen a la “fabricación” del nuevo sujeto, henchido de bifurcaciones y desesperado, pero dotado de una dignidad especial y también nueva, de una nueva forma de mirar el mundo y de mirarse a sí mismo.
Obra de referencia:Murray, G. (2013). Esquilo. Madrid: Gredos.
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Educación y filosofía
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Tucídides: la historia como superación de la epopeya.Marcos Santos Gómez
La invención de la historia en Grecia, desde Heródoto, supone un paso más en la superación desmitologizadora de las viejas epopeyas que trataban el pasado de un modo intemporal. Lo que ahora realiza la historiografía es el intento, logrado dentro de ciertos márgenes típicamente griegos que lo limitan, de introducir la temporalidad en el conocimiento del hombre. Pero lo que en Tucídides se aporta especialmente es el elemento político, típico de la Atenas de su tiempo, el tiempo de Pericles. Es decir, se quiere explicar la polis que era, más allá de su constitución como estado en sí misma, un ingente proyecto de hombre que afectaba al “interior” del ciudadano y que por tanto suponía además una paideia. En este sentido, sería interesante, y más adelante lo trataremos, abordar el famoso discurso fúnebre de Pericles al final de los libros de Tucídides sobre la guerra del Peloponeso, como un ejercicio de recapitulación y paideia, de reflexión mundana, sobre el efecto y el poso, a menudo terrible, del pasado, del tiempo, de la temporalidad humana. No obstante, hemos de advertir, como sugiere Jaeger, que el cosmos griego, su idea de un orden previo y nuclear en lo existente, limita su idea de lo temporal en la “naturaleza humana” en el sentido que hoy le damos. No es una historiografía la de Tucídides que afecte hondamente al hombre, en la que éste se hace, sino más bien lo contrario, de tipo esencialista, pues en el tiempo se despliega lo que el hombre es ya, de hecho, en su más íntima esencia. Hay un fondo común en los hombres que no cambia y que se manifiesta una y otra vez, siendo esto el principal tópico de la historiografía del ateniense. Así pues, Tucídides explora lo que el hombre es, en un sentido casi metafísico, desde una antropología filosófica fuerte en la que acaso lo temporal es el desarrollo de lo mismo. Destaquemos que, sin embargo, la superación de la intemporalidad mítica de la epopeya, es obvia y estamos ante un paso más de la razón griega en su esfuerzo por distanciarse y analizar el mito, aunque, como estamos destacando, mantenga disimuladamente elementos típicos de la cosmovisión mítica. Esta misma idea de un orden fijo en el hombre, que ha de reflejar la política, que cimenta a la ciencia y que permite el extraordinario progreso de la razón griega en relación con otros tiempos y modos de ser, lastra de algún modo las posibilidades de esta misma razón. Estamos ante una razón que, paradójicamente, necesita una profunda estructura mítica para funcionar. En Tucídides hallamos también lo que Platón representará a la perfección, que es el ideal de una política que es ética al mismo tiempo, frente a lo que hoy concebimos, acaso fortalecido en los tiempos de la Reforma Protestante, que alimentó esta escisión entre lo íntimo y ético, con lo exterior y político, que pueden caminar incluso en sentidos contrarios (¿es también, nos preguntamos, la idea de las dos ciudades agustiniana?). Es decir, lo político implica una construcción interior del hombre, por lo que ha de reflejarse en una concreta disposición interior del ciudadano. En gran medida la racionalización que significa Grecia tiene este derrotero, como tanto venimos demostrando, educativo, es decir, de ingente re-construcción de lo que sea el hombre. Que emerja la razón supone al mismo tiempo la emergencia de una actitud racional y de un modo de ser concretamente racional, la fabricación del hombre en un sentido occidental y ya en bastantes aspectos casi actual. Esta racionalización se confunde, en ellos, con una naturaleza humana que es ese logos profundo que vertebra al hombre y que, cuando se escindan lo político y lo ético, como ocurrirá al caer las viejas polis y estallar, con Alejandro Magno y Roma el mundo de los Estados gigantescos en Occidente, de manera paradójica e irónica servirá para juzgar y procurar la transformación del Estado desde dicha racionalidad brotada de lo humano. Aquí podemos entender desde el ideal estoico especialmente bello en Séneca, la humanitasciceroniana y, de nuevo, San Agustín. Una “naturaleza humana” que reaparecerá en este sentido normativo en Emiliode Rousseau y desde la que se establecerán proyectos revolucionarios en la política. Esto ocurre porque, frente al universo de Tucídides, se habrá perdido la armonía entre el Estado y el ciudadano que ante una cierta sensación de caos en el exterior, habrá de inventar un orden en el interior y mirar al mismo, a su intimidad, como ámbito de la reestructuración del cosmos griego.