La evolución se veía como un proceso gradual, lineal y progresivo. Gradual porque pasaba por todas las formas y etapas intermedias, lineal porque había un camino único y rectilíneo, y progresivo porque era un camino que iba desde criaturas imperfectas hasta formas cada vez más adaptadas. La cumbre de este proceso, por ende, teníamos que ser nosotros. Luego hemos descubierto que la evolución no siempre es gradual porque a veces cambia rápidamente, o que incluso las especies pueden sufrir variaciones discretas de su organización biológica. Tampoco es una evolución lineal, porque cada especie comparte antepasados con las otras, pero luego todas han emprendido un camino individual, paralelo a las demás, independiente. Así que no hay una línea, sino muchos, muchos linajes. Finalmente hemos entendido también que la evolución no progresa desde especies más malas hacia especies más buenas o «mejores». Todas las especies están adaptadas a su medio ambiente, solo que luego el medio ambiente cambia por alguna razón y las especies tienen que cambiar con él, emigrando a lugares más apropiados o, si se quieren quedar, mudando sus estructuras y sus funciones. Y los cambios del medio ambiente no siguen un esquema, van sin rumbo, a veces al azar, así que nada de progresión hacia una dirección específica o preestablecida. Fue así como hemos pasado de la iconografía de una «línea» a representar la evolución como un «árbol», y finalmente como un «arbusto». Claro está que, con estos cambios de perspectiva, nuestra posición de cumbre evolutiva empezaba a peligrar, por no decir que ya no aguantaba un pelo. Somos una especie muy particular, no cabe ninguna duda, pero, por lo menos a nivel del esquema filogenético, somos una especie entre un millón y medio de animales, un mamífero entre cuatro mil, un primate entre los trescientos y pico que habitan actualmente este planeta.
Los paleontólogos empezaron a perfilar este escenario en los años 50-60, y, en los años 70, evolucionistas como
Stephen Jay Gould dejaron el tema bastante aclarado, a nivel teórico (los conceptos) y práctico (los ejemplos). Entonces, si ha pasado tanto tiempo desde que hemos cambiado esta perspectiva, ¿por qué seguimos encontrando todavía en museos y libros los esquemas lineales, graduales y progresivos de antaño, como si no hubiera existido medio siglo de investigación zoológica y evolutiva? La respuesta podría ser bastante sencilla, y basarse en dos aspectos. Primero, sinceramente, no nos gusta esta solución y, a pesar de todas las evidencias, queremos seguir representándonos como cumbre de la escala de la naturaleza, sí o sí. Incluso queremos defender esta perspectiva en nombre de la ciencia, pero, dado que la ciencia ya no la apoya desde hace décadas, presentamos una iconografía evolucionista con medio siglo de antigüedad para justificar nuestro sesgo cultural. Segundo, un esquema lineal, gradual y progresivo es mucho más sencillo de explicar. Entrar en detalles y explicar cómo están las cosas de verdad es mucho más complicado y difícil, y requiere un esfuerzo didáctico que no todos pueden o saben o quieren hacer. Muchas veces el objetivo principal de un museo es vender entradas, de un periódico vender entretenimiento, y de un divulgador caer en gracia al público, así que ¿por qué complicarse la vida?
Incluso dentro del mismo gremio científico, estudiantes e investigadores a menudo siguen utilizando los viejos esquemas lineales y progresivos, porque siempre lo han hecho, porque siempre se ha hecho, y la inercia cultural es un factor que afecta a la ciencia como a cualquier otro campo del saber.
(Esta imagen representa uno de los sesgos de nuestros chanchullos filogenéticos, la verdadera guinda de las representaciones evolutivas: los iconos de las especies, que a menudo se representan «andando» en una dirección. No en una dirección cualquiera, claro, sino en la misma dirección a la que apuntan las etiquetas taxonómicas, y a la que se dirigen las orientaciones de las ramas: el ser humano. Todos nos siguen a nosotros, en un falso orden progresivo que respeta una supuesta (y profundamente incorrecta) secuencia de «primitividad».
Una imagen vale más que mil palabras, y si tengo que sesgar el mensaje, todo ayuda. La clasificación que afina las etiquetas hacia nuestra especie, las ramas orientadas hacia nosotros, los demás animales que nos siguen en este paseo hacia un desenlace futuro... Todas ellas decisiones gráficas convencionales y subjetivas, pero que siempre acaban con las mismas elecciones que, mira tú por dónde, nos hacen parecer los reyes del mambo. Y no es suficiente confesar que, aunque sesgamos estas representaciones, sabemos de sobra cómo están las cosas, porque el problema no está solo en el fallo, sino —y sobre todo— en sus consecuencias. Imágenes y lenguaje probablemente no son un medio con el que expresamos nuestro pensamiento, sino que son las herramientas con que lo forjamos. Y entonces, si sesgamos términos y representaciones, estamos sesgando nuestra forma de pensar.
Todas estas pequeñas astucias y trampas se deben a que queremos sentirnos parte de la naturaleza, pero marcando diferencias. No queremos ser parte del grupo: queremos encabezarlo. Y aunque sabemos que no es así, poco importa, porque la historia la cuentan los vencedores, y en este caso somos los únicos que tenemos el privilegio de poder contarla. Por lo menos a nosotros mismos.
Emiliano Bruner,
Ubi Homo minor cessat, Blogs Investigación y Ciencia: Antropológica Mente 17/12/2018
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