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Alain Badiou |
Barbara Ehrenreich |
Los mal llamados presocráticos son filósofos bien peculiares. Por las ideas que defendieron, pero también por las leyendas que suelen acompañarles. Una de las más conocidas es la que le ocurrió a Tales de Mileto, que debía ser un tipo bastante inteligente ya que su nombre aparece en esa lista que circulan por ahí bajo el impresionantes título de “los siete sabios de Grecia”. Si nos fiamos de la tradición, andaba un día por ahí, de paseo, el bueno de Tales, observando algún detalle del cielo. Distraído en sus cosas, encerrado en abstrusos razonamientos. Hasta que la realidad le despertó de la ensoñación intelectual: no se dio cuenta de que tenía pozo ante sí, y como no podía ser de otra manera se llevó un buen costalazo. Una esclava tracia, que pasaba por allí, no pudo evitar soltar una buena carcajada, y reirse del pobre Tales. Importa bien poco si esto ocurrió realmente o no. Lo sustancial es que recoge algunas actitudes que después se han convertido en tópicos de la actividad científica. El primero de ellos: la distracción del científico. Y luego el segundo: la distancia que existe entre una sociedad que se beneficia de la actividad científica, pero que no es capaz de reconocerla.
Si damos un largo salto en la historia nos encontramos con una situación no muy distinta. Los Tales de Mileto de nuestros días malviven en laboratorios, institutos de investigación y departamentos universitarios. Algunos con sueldos de becarios, otros con algo más de comodidad y la gran mayoría de ellos amenazados por la precariedad. El papel de la esclava tracia es representado, con ciertos matices, por la clase política: los duros recortes en investigación y desarrollo están echando de nuestro país a aquellos que mejor se han formado a lo largo de los años. No hace mucho podíamos leer una carta de despedida de una de las víctimas de estos recortes. En los diarios se puede leer la agonía del CSIC. Los institutos de investigación especializados en tal o cual enfermedad, algunos de ellos implantados con financiación autonómica, se han ido desmantelando poco a poco. La estampida investigadora desola los laboratorios, en los que por una vez reinarán las ratas, alegres por lo que para su bienestar personal puede suponer la imposibilidad de investigar en España.
La política expulsa a la ciencia. Pero no solo queda ahí: la actividad científica no cuenta tampoco con un importante respaldo social. Basta un dato: las movilizaciones sociales por otras causas es significativamente superior a la que ha despertado el varapalo que se ha llevado la ciencia. Habrá quien se preocupe, es indudable, si el cierre afecta a un proyecto de investigación que afecta a la enfermedad que sufre un familiar cercano. Pero nuestra sensibilidad hacia la actividad investigadora no va mucho más allá. No nos damos cuenta de que no es sólo un asunto de salud: afecta a todos los órdenes de la sociedad. También, por cierto, al económico. Hoy la economía da la espalda a la ciencia. Mañana será la ciencia la que dé la espalda a la economía española que una vez más se verá obligada a pasar por caja para aplicar los descubrimientos y avances científicos, algunos de ellos quizás impulsados por estos científicos emigrados. Una vez más ese terrible “que inventen ellos”, una estupidez que cuesta entender ligada a la talla de un pensador como Unamuno. Así le ocurrió también a Tales: humillado por la esclava tracia, no tardó en enriquecerse anticipando una gran cosecha de aceitunas, e invirtiendo su dinero en el alquiler de los molinos en los que después tendrían que exprimir las olivas. La conclusión parece inevitable: nunca en la historia ha gozado la ciencia de un gran reconocimiento político, económico y social. El científico ha de asumir el rechazo como una de las condiciones de su trabajo. Rematemos hoy en plan idealista: el impulso vital de la ciencia no es otro que el amor a la sabiduría en que consiste también la filosofía. Y como amor que es, bien se le podŕian aplicar estas conocidas lineas del banquete:
“Así pues, como hijo de Poro y Penía, el Amor quedó de esta suerte: en primer lugar es siempre pobre y mucho le falta para ser delicado y bello como el vulgo cree; por el contrario, es seco y miserable, y descalzo y sin morada, duerme siempre en el suelo y carece de lecho, se acuesta al aire libre ante las puertas y los caminos, todo ello porque tiene la naturaleza de su madre, compañero siempre de la carencia. Pero, con arreglo a su padre, está siempre al acecho de lo bello y bueno, y es valeroso, resuelto y diligente, temible cazador, que siempre urde alguna trama, y deseoso de comprender y poseedor de recursos, durante toda su vida aspira al saber, es terrible hechicero y mago y sofista; y su modo de ser no es ni “inmortal” ni “mortal”, sino que en el mismo día tan pronto florece y vive -cuando tiene abundancia de recursos- como muere, y de nuevo revive gracias a la naturaleza de su padre, y lo que se procura siempre se le escapa de las manos, de modo que ni Amor carece nunca de recursos ni es rico, y está en medio entre la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es así: de los dioses, ninguno aspira a la sabiduría ni desea ser sabio -pues lo son ya- , y si algún otro hay que sea sabio, ese tal no aspira a la sabiduría; ni tampoco los ignorantes aspiran a la sabiduría ni desean llegar a ser sabios; pues en eso precísamente es lamentable la ignorancia: en, no siendo bello ni bueno ni sensato, parecer a sí mismo que se es todo lo que se tiene que ser. En modo alguno desea el que no cree carecer aquello de lo que no cree carecer. “
P.D: si alguien quiere leer las anécdotas de Tales en boca de Platón y Aristóteles, los textos aparecen recogidos aquí, en una anotación que pronto cumplirá diez años.
Sin embargo, Pitágoras no sólo examina cuidadosamente la naturaleza de las cosas, sino que prosigue las reflexiones iniciadas por Anaximandro. El paso que da es presentar el mundo como armonía de lo determinado y lo indeterminado (ápeiron). En vez de igualar o diferir, la armonía concuerda, y fundando el primer colegio de matemáticos Pitágoras inaugura una manera nueva de buscar, que se apoya precisamente sobre concordancias o armonías. Imaginamos el asombro con el cual la Hermandad iría descubriendo reglas y operaciones sin depender para nada de lo externo. Y el asombro mayor aún de comprobar cómo esos productos de la pura inteligencia resultaban aplicables a la realidad circundante. La tradición dice, por ejemplo, que Pitágoras descubrió los acordes musicales (1:2, 2:3, 3:4...) sometiendo una misma cuerda lira a distintos pesos y pulsándola.«Que la vida de los hombres se parecía a un festival con los mejores juegos de Grecia, donde unos ejercitaban sus cuerpos aspirando a la gloria y a la distinción de una corona, otros eran atraídos por el provecho en comprar y vender, mientras otros acudían para ver y observar cuidadosamente qué se hacia y cómo. Así también nosotros, como si hubiésemos llegado a un festival desde otra ciudad, venimos a esta vida desde otra vida y naturaleza; algunos para servir a la gloria, otros a las riquezas. Pocos son los que, teniendo en nada a lo demás, examinan cuidadosamente la naturaleza de las cosas. Y éstos se llaman amantes de la sabiduría, filósofos».
Al comisario del puebloNikolái Ivánovich Yezhov
Me gustaría explicarle en esta carta cómo, tras diecinueve años de irreprochable servicio al partido y al poder soviético, después de que el partido y el Gobierno me hayan concedido las órdenes de Lenin y de la Bandera Roja por mis esfuerzos durante dos años de completo sacrificio activo y de lucha en condiciones de una guerra cruel, puede ser que les abandone.
Si me dejáis tranquilo, jamás me embarcaré en nada que perjudique al partido o a la Unión Soviética. No he hecho ni haré nada perjudicial para el partido y nuestro país.
Juro solemnemente hasta el fin de mis días no decir una palabra que pueda perjudicar al partido que me educó, o al país donde crecí.
P.D. Te ruego que des la orden de no molestar a mi anciana madre. Ahora tiene setenta años, y es inocente. Soy el último de sus cuatro hijos y es una criatura enferma e infeliz.
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La musicoterapia consiste en el uso de la música para facilitar la comunicación y el aprendizaje. Su aplicación en entornos educativos resulta muy favorable, tanto para niños con necesidades especiales como para cualquier tipo de alumnos.
Existe una conexión clara entre la música y funciones cerebrales tales como la memoria, la orientación, el equilibro, la movilidad y la coordinación. También conecta directamente con las emociones, las provoca, las evoca y al mismo tiempo ayuda a expresarlas. Por este motivo, constituye una herramienta útil para la educación.
La música en el aula se puede utilizar:
-Como complemento o elemento de fondo, que contribuye a crear un ambiente agradable en el aula, cuando se imparte cualquier asignatura o se desarrolla alguna actividad práctica. En este caso, el alumno la escucha de manera pasiva, algo incosciente, pero repercute de forma directa en su bienestar, en su modo de estar y actuar en el entorno educativo.
-Como herramienta directa de trabajo, bien para aprender música o bien para potenciar habilidades motoras y comunicativas. En este caso, el alumno participa activamente al crearla con instrumentos, moverse a su ritmo o realizar una escucha atenta que despierta sus emociones de manera consciente.
La musicoterapia tiene las siguientes propiedades, según Thayer Gaston y Rolando O. Benenzon:
1- El establecimiento o restablecimiento de las relaciones interpersonales.
2- El logro de la autoestima mediante la autorrealización.
3- El empleo del ritmo para dotar de energía y organizar.
4- La identificación sonora personal, grupal y social que motiva y estimula.
5- El desencadenamiento de un proceso indirecto de cambio, al actuar como objeto intermediario que no despierta miedo, timidez, desconfianza o alarma.
Recursos específicos
Documentos sobre musicoterapia
Para Todos La 2 – Entrevista: Núria Escudé, musicoterapiaVer vídeo
Hace tan solo unos días, me tocó en la cola del supermercado detrás de un señor de pelo blanco, bastón en mano y grandes gafas. Según iba a pagar su compra la cajera le preguntó por su estado de salud. Y añadió aquello de: “ya me gustaría llegar así a su edad”. Los presentes no tardamos en saber que aquel hombre tenía 103 años. Incluso nos dio las claves para lograr una vida longeva. Defendía el señor, a partir de su experiencia, el “poquismo”: dormir poco y comer poco. En la contrabalanza un solo mucho: recordar mucho, esforzarse por retener en la memoria la mayor cantidad de información posible. No estaba yo muy seguro de que ese estoicismo popular que destilaba la conversación fuera la garantía de una vida sana. Cuantos habrá, pensaba, que hayan vivido según esos preceptos y ni siquiera hayan logrado alcanzar la vejez. Y es que hay en la salud, como en tantos otros ámbitos de la vida, un componente de azar, un factor que se escapa del control humano y que no podemos determinar. Hay quien vive sano y muere joven. Y también conocemos a quien vive insano durante largos años. Azares de la genética y la naturaleza. ¿Ocurrirá acaso lo mismo con la felicidad?
Los griegos utilizaban una palabra para referirse a la felicidad: “eudaimonia”. Tener un buen daimon, tener un buen espíritu diríamos hoy. Agarrándonos a este etimología se hace difícil escribir largos compendios de ética. O se tiene o no se tiene. O has sido “tocado” por los dioses y vives acompañado de ese duende, o por mucho que quieras y hagas el duende conseguirá escapar una y otra vez de tus manos. La idea puede parecer desesperante, pero no por ello resulta falsa. Repasemos mentalmente esa manida fórmula de la felicidad: salud, dinero y amor. ¿No es acaso la salud el producto de un azaroso tejido de genes? Por las mismas, el dinero va y viene y en los últimos años hemos podido ver cómo quienes creían estar seguros de poseerlo lo han perdido. ¿Qué decir del amor? ¿Existe alguna forma de asegurarse el encontrarlo y lograr que perdure, que sea una de esas características que nos hacen “felices”? Se hace difícil pensar de esta manera. Así que cabe la tentación de dejarse llevar del azar, pensar que la felicidad personal no depende de uno mismo, sino de las vicisitudes de la vida.
Existe, por supuesto, una versión moderna de esta idea griega y bien podría venir dada por la genética. Sabemos que la combinación de genes es totalmente azarosa, y que ésta puede llegar a determinar incluso ciertos rasgos de la personalidad. ¿Cómo dar entonces recetas felicitantes y consejos de tipo ético a quien no se haya visto agraciado por los genes? ¿Cómo guiar hacia la contención y el “poquismo” a quien genéticamente está programado para el exceso? Como decía antes, la perspectiva es un tanto desconsoladora: nada quedaría a nuestra mano para alcanzar la felicidad. Por un lado nos evadimos de responsabilidad alguna, siempre cabe la consolación de que “no nos ha tocado” ser felices. Pero por otro lado quedaría ese poso de amargura e insatisfacción, ese interrogante abierto de si realmente hicimos todo lo que pudimos (si es que se puede hacer más de lo que nuestros genes ordenan). Puede que en esta, como en tantas otras cuestiones, el camino del medio sea preferible: hemos de intentarlo todo, de poner todo lo que esté de nuestra parte, y confiar luego en que ese caprichoso espíritu tenga a bien acompañarnos durante un buen trecho de la vida. A ver si resulta que el fantasmilla de la felicidad se va a ir ahora con cualquiera: hemos de ganarnos su amistad. Siguen, de cualquier modo, las preguntas abiertas: ¿Somos responsables de nuestra propia felicidad? ¿Es esta un producto del azar?
Carles Cardó |
El mero hecho de plantear lo «que hay» de ese modo impulsa a los griegos a no quedarse en su representación simbólica —como los primitivos con su tótem—, sino a tratar de precisar ese qué y su cómo, inaugurando así el proyecto de la ciencia. Partir de lo físico les permitía combinar el recién descubierto realismo con su capacidad de abstracción, tan superior a la de otros pueblos antiguos.«Que hay la physis es ridículo intentar ponerlo de manifiesto».
El pensamiento especulativo nace cuando esta substancia ilimitada se pone en relación con el reino de los límites. El primer fragmento de Anaximandro, que parece haberse conservado intacto, dice:«Anaximandro (...) no consideró como principio el agua ni ningún otro de los llamados elementos, sino otra substancia ilimitada de la cual proceden todos los cielos y cosmos que hay en ellos».
Si se descarta una interpretación en la línea de los misterios órficos (a los que luego aludiremos), lo que se obtiene es una idea de la materia. Como ápeiron, el principio-elemento de las cosas es algo incorruptible e indestructible, sometido a un movimiento donde alternan cohesión y disgregación. Lo que se distingue de esta materia -como resultado aparente- son las «cosas». Cualquier cosa definida proviene de una generación y —según otro fragmento de Anaximandro— «la generación resulta de la separación de los contrarios». En esa misma medida, las cosas son presencias unilaterales, predominios de unas determinaciones o cualidades sobre otras, que pagan el hecho de alzarse hasta una definición precisa con tener como entidad sus límites, esto es: aquello donde «terminan». Eterno sólo puede ser aquello indiferente a la negación, y cualquier algo distinto del ápeiron se constituye por oposición a otros algos. La «necesidad» física es que esa especie de cera primordial —«principio y elemento»— vaya moldeándose de innumerables modos, para recaer una y otra vez en lo ilimitado.«Principio y elemento de las cosas es lo ápeiron. De donde las cosas tienen origen, hacia allí tiene lugar también su perecer, según la necesidad; pues pagan unas a otras su injusticia conforme al orden del tiempo».
Estudió con atención botánica y zoología, y llegó a la conclusión —presentida ya por Anaximandro— de que en la creación de los seres vivos se observa un progreso sostenido hacia formas cada vez más perfectas. El punto de partida fueron aglomerados informes, que con el transcurso del tiempo acabaron estructurándose en organismos superiores. Añadió a ello que la naturaleza del pensamiento depende de la del cuerpo, al igual que la percepción de los sentidos, y que ambas cosas eran funciones de la estructura orgánica, siendo por lo mismo innecesario postular «almas».«...en él se mezcla una pasión por la investigación científica con el no menos vehemente deseo de elevarse sobre la naturaleza [...]. Su propósito era descubrir qué fuerzas gobernaban en el mundo natural, para ponerlas al servicio de los demás hombres».