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Thomas S. Kuhn |
Un dia l’escriptor damià bardera poch (nom que cal escriure amb minúscula, com si diguéssim e.e.cummings), em va dir que feia deu anys que no llegia cap diari. Ho vaig trobar tan perfectament coherent amb la seva obra, que em vaig sentir francament idiota per no haver-ho endevinat a la primera llambergada. No hi ha diaris per a gent com ell. bardera viu en un món propi on el temps es va glaçar, l’esperança humana es va fondre i la destrucció (cummingsianament) és el primer pas, el pas imprescindible, de la creació. Si no es deixés guanyar per la ironia seria també el mestre català del sinistre. Agusa frases com qui esmola ganivets, però se li nota que no li agrada que la gent pateixi. Més aviat per estalviar el patiment dels lectors els obre en canal.
Penso que algun dia li llegirem uns contes gòtics que renovaran en gènere, plens de gent que el primer que fan de bon matí sense esmorzar és anar a buscar el gat per clavar-li una espasa. I coses encara més òbvies.
El seu darrer llibre, de títol també minusculitzat (tan minusculitzat que és difícil de trobar en llibreries convencionals), es diu els homes del sac i dóna exactament allò que el títol promet. Són contes protagonitzats per lobotomitzats, per rates o per nans. Que actuen, no cal ni dir-ho com a autèntics catalans. Cal legir-lo perquè de la vida se n’aprén més als llibres de bardera poch que llegint el diari.
Quan compreu els seus llibres, guardeu-los a la vostra biblioteca com pertoca a una bona inversió: a la futura i inexistent però francament esperable Història de la Literatura catalana (escrita per savis de la Universitat de Girona, dirigits suposo per Xavier Pla), els homes del sac rebrà la mateixa consideració que l’obra de Gabriel Ferrater a la Història de Joaquim Molas. Pels mateixos motius. Tenir ben desada una primera edició d’un bardera poch us dóna dret a esperar que els vostres fills us considerin, en un futur imperfecte, talment com si fóssiu persones intel·ligents.
Daniel Goleman |
Marc Aureli |
Protàgores |
Hablar de la relación entre filosofía y sociedad resulta hoy incómodo. Podríamos adoptar la estrategia de la avestruz: meter la cabeza en el suelo y no mirar. Envolvernos en nuestra propia historia y crear un relato hostórico en el que ir desgranando cómo los diferentes pensadores han sido imprescindibles para el cambio social. Delitarnos con una falsa autocomplacencia de un pasado esplendoroso que quizás nunca fue tal. En fin, podríamos faltarle el respeto a la famosa frase de Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía”. Pero no serviría de mucho. Y tampoco otra estrategia habitual en el mundillo intelectual: descargar toda nuestra ira, filosófica o no, contra una sociedad que hace ya décadas que nos ha vuelto la espalda, si es que alguna vez a lo largo de la historia dio la cara, hacia una forma de pensamiento peculiar, que no destaca por su accesibilidad. Un ejercicio, en fin, de acoso y derribo hacia una sociedad que tiene los oidos puestos en otras cosas.
No es este un buen camino. Acusar a la sociedad es quedarse solo por una parte. Hay que preguntarse por qué, después de dos años de filosofía en el bachillerato, son excepción los que salen hablando bien de la filosofía, habiendo disfrutado en al menos una parte de sus clases. Más que nunca, hoy tenemos delante nuestro la crisis de la filosofía en el sistema educativo: se oyen voces muy críticas con el ministerio, con la sociedad de masas y consumo. Pero no se escucha la autocrítica. En qué hemos convertido la filosofía los profesores, desde el que acaba de empezar en la enseñanza hasta el catedrático de universidad que está a punto de jubilarse. Hablar hoy de filosofía y sociedad pasa necesariamente, a mi modo de ver, por investigar en qué punto ha perdido la filosofía la toma de tierra. En qué momento se ha encerrado sobre sí misma, elaborando un discurso propio, en el que solo brillan algunas excepciones que, afortunadamente, encuentran un pequeño espacio en los grandes medios de comunicación. Y hay otro fenómeno bien peculiar: el renacer de nuevas experiencias filosóficas como ejemplo de un camino a seguir que quizás pueda conectar con la sociedad. La perplejidad se convierte casi en imperativo cuando vemos cómo languidece la enseñanza filosófica reglada mientras renacen encuentros, charlas, talleres y cafés, que empiezan a extenderse por ciudades bien diversas. Puede que la sociedad, al menos una pequeña parte de ella, sí quiera filosofía, pero no necesariamente el fósil que a veces se encuentra en un aula.
La filosofía que emana del diálogo sí parece encontrar una respuesta positiva. Un mensaje para navegantes: el filósofo hoy no sólo tiene que saber hablar, sino también escuchar, argumentar. Esa pretensión filosófica casi hasta engreida de “transformar la sociedad” se está invirtiendo en las últimas décadas: es la sociedad la que va cambiando la filosofía, la forma en la que se concibe a sí misma y también la relación que mantiene con el resto de saberes. Todo lo que ha dado en llamarse filosofía práctica empieza a bullir, propagando la pregunta más que la respuesta, el filosofar en torno a la vida a través de la filosofía más que el aprender la filosofía para después cuestionarse si acaso puede ayudarnos a enfocar la vida. Nunca será la filosofía una actividad de masas, pero lo que sí es cierto es que la porción de la sociedad que se interesa por la filosofía demanda de esta una actitud de apertura y diálogo. Compartir las ideas, refinarlas, ponerlas en común. Lecturas discutidas en voz alta, cuestionadas por todos y no solo por especialistas en un código que a veces se clausura en sí mismo. Esta es la manera de salvar la filosofía para la sociedad. Y el único camino de verdadero cambio social, asumiendo que no será nunca a medio o corto plazo, sino que se dilatará en el tiempo. Si queremos que la filosofía tenga un mayor influjo social, hemos de esperar décadas de buenas prácticas filosóficas. En lo que esto no ocurra, seguiremos atrincherados en el lamento y el rechazo a una sociedad que según creemos, no entiende lo que queremos decir o no lo valora. Lo cual es especialmente grave cuando a menudo ni siquiera los que estamos cerca de la filosofía podemos ponernos de acuerdo en cuestiones tan fundamentales como esta: qué es filosofía, qué es enseñarla, qué es aplicarla y qué relación ha de tener con la sociedad en la que se desarrolla.
Peter Burke |
Culmina hoy el segundo ciclo de huelga de tres días convocado por el sindicato de estudiantes. No es muy habitual que se convoquen tres jornadas de huelga seguidas, y menos aún que en un mismo curso escolar se haga esto dos veces. Pero así somos en este país: a buen seguro los dirigentes de este sindicato habrán encontrado en estas convocatorias, y en las que vengan, la mejor alternativa y solución posible a los recortes educativos y especialmente a la LOMCE que tantos y tan diversos recelos está levantando a lo largo y ancho del país. Creo que la huelga es una medida de otro tiempo y que hay otras formas de presionar o de actuar. A esto se le suma que tres días consecutivos, que son seis si los sumamos a los tres del primer trimestre, son ya un exceso para temarios extensos, especialmente para aquellos alumnos que dentro de cuatro meses se van a estar jugando su futuro universitario en las sencillas y temidas P.A.U. Pero como lo que yo piense no viene mucho a cuento, y la convocatoria se enmarca dentro de lo que la ley permite, el comentario de hoy pretende ir en otra dirección: la pantomima y el teatrillo en el que se convierten los centros educativos en estos días de huelga.
Hablemos de la teoría y de la práctica. Por lo que nos han contado, la ley prevé el derecho de huelga para los estudiantes a partir del segundo ciclo de la secundaria. La misma ley, por lo que se ve, recoge el derecho a la educación de aquellos alumnos que no quieran hacer huelga. Deben estar atendidos en clase, con su profesor correspondiente. Pero con una salvedad: todos aquellos que deciden secundar la huelga no se pueden ver perjudicados por esta decisión, por lo que no se puede avanzar materia. La ley estaría fijando así una excepción bien curiosa: mientras que cualquier trabajador que realiza una huelga se ve perjudicado en su salario por su decisión, el alumno que no acude a clase para ir a una manifestación no pierde materia. El profesor no puede hacer nada que afecte a las posibilidades del alumno de superar la asignatura con éxito. La huelga estudiantil sale gratis total, a no ser que tuviéramos algo de lo que este país carece: una valoración positiva del saber y la cultura, de manera que perder tres días de escuela son tres oportunidades menos de aprender algo nuevo. Una manera de ver el mundo totalmente utópica para lo que es la realidad social y educativa española.
Así las cosas, lo que dice la ley tiene que llevarse a la práctica en los centros. Vayamos entonces a la práctica: el día a día de cualquier jornada de huelga estudiantil se convierte en una especie de pasatiempo simulado de seriedad. Ir a una clase en la que debiera haber 20, 25 o 30 alumnos y encontrarse con 4 obliga al profesor a buscar algo que hacer que no avance materia. Las estrategias están ya manidas: se les manda preparar los próximos ejercicios que se vayan a hacer en clase, se busca una película o un video que pueda encajar bien con lo que se está explicando o se enchufa a los alumnos al aula de informática para que maten la hora que tienen por delante consultando su correo electrónico, actualizando su red social favorita, o leyendo la prensa deportiva. Teatro. Dar un tono de seriedad o de “educación” a algo que no lo puede ser nunca: si falta una mayoría aplastante de alumnos cualquier instituto de enseñanza secundaria se convierte en guardería. Algo que tendría una solución sencilla: si los estudiantes quieren hacer huelga, adelante. Que convoquen las jornadas que estimen convenientes, ya que es una medida legalmente prevista y forma parte del sistema democrático. Pero lo que no tiene mucho sentido es que no se pueda avanzar materia, que no se pueda explicar, que obligatoriamente haya que “paralizar” la actividad diaria del aula. Esto vulnera los derechos de los alumnos que sí asisten a clase, sea uno, dos o cuatro. Otra cosa es que los derechos de estos le importen a alguien. O quizás haya otra forma de mirarlo: la enseñanza fundamental de estos días es la de la actuación. Aparentar lo que no es. Dar seriedad a lo que no la puede tener. Algo no muy distinto a lo que hacen los huelguistas, por otra parte.
by Erlich |
Más de veinte siglos de civilización occidental. Hijos de la filosofía y de la ciencia. Consumidores ávidos de tecnología. Dominadores de la naturaleza. Encumbrados por el saber a niveles de bienestar jamás soñados. Elevados por el progreso a formas de vida mucho más avanzadas que la de todos sus predecesores. Animales que han dejado de serlo, o de concebirse como tales, gracias al deslumbrante poder de la razón. Así estamos en este inicio del siglo XXI, aferrados a la seguridad que nos proporcionan verdades bien fundamentadas. O no tanto. Estamos viviendo en los últimos años una serie de sucesos que nos recuerdan que el mundo no está ahí ya cerrado. Creado para siempre de una vez por todas. Organizado de una forma mínimamente justa, racional. Desde 2007 a esta parte, estamos empezando a tomar conciencia de que no hay un orden dentro del cual nos insertemos y todo pase a funcionar a las mil maravillas. No es así. El orden somos nosotros: todos. Y si falla una de las partes, puede verse afectado el todo. Hubo ingenuos que pensaron que la construcción racional del sistema garantizaba su mantenimiento. Ahora hemos descubierto que el sistema no es racional. Y que vivimos rodeados de algo que algunos creían desterrado: de cuestiones de fe.
La mecha de la fe se prende en 2007: hasta entonces, y aun algún tiempo después, se nos dijo que la economía era una especie de vuelo sin motor inacabable. Cómo van a bajar los pisos, eso no se ha visto en los últimos cien años. Firme usted aquí, se trata de una inversión con un mínimo riesgo y un beneficio muy superior al de cualquier otro producto. El piso que te estoy vendiendo valdrá el seis meses 6000 euros más de lo que estás pagando. Frases de este estilo estaban a la orden del día en una sociedad que vivió de una especie de alucinación colectiva, en la que, contraviniendo la vieja frase, sí se pudo engañar a todo el mundo (salvo honrosas excepciones) durante todo el tiempo. Creer que la construcción puede ser un motor económico duradero y estable. Creer que es posible obtener altas rentabilidades en un periodo bajista. Igual da sellos que complejos productos financieros: en último término la economía venía descansando sobre una gigantesca cuestión de fe, que ha terminado explotando en las narices de todos.
Ahora se propaga una segunda oleada de desengaño. Perdida la fe en el banco o la empresa, al menos quedaba la política. Creer en las instituciones. Creer en nuestros representantes. Tener la confianza en que gracias a un sistema construido racionalmente para posibilitar la vida en común de millones de personas, todos podremos salir adelante. Creer que cada voto cuenta. Asumir como un hecho que la persona que aparece en el telediario no se sirve a sí mismo, no es súbdito de unas siglas o unos colores. Es un servidor de la sociedad. Creer que los poderes están razonablemente separados y que los jueces jamás se verán condicionados en su hacer por el poder ejecutivo o el legislativo. Creer que los medios de comunicación informan de una forma neutral, sin dejar que sus propios intereses empresariales determinen la forma de presentar la noticia. Haciendo un chiste que roza el sarcasmo, todo esto es creer lo que no vimos. O haciendo una aplicación exagerada de la vieja de frase de Kant: tuve pues que quitar sitio al saber, para cedérselo a la fe. Una fe que impregna todo lo que hacemos, y que ahora está rota en mil pedazos.
Ignacio Castro Rey |
Lord Kelvin |
Diuen que quan van preguntar a Borges sobre el final de la dictadura militar argentina, va contestar: s’estan menjant als canívals. Una cosa similar està començant a passar aquí. Aviat la carn de caníval serà barata i tot. Però diuen que té gust de cartró i d’instància per triplicat.
Giorgio Agamben |
Desde el pasado domingo, se ha hablado y escrito bastante sobre Cuestión de Educación, un nuevo programa de Salvados que abrió con este tema una nueva temporada. Surgieron en el programa muchos y diversos temas: el porcentaje de enseñanza concertada y privada del país, los recortes educativos, la comparación con Finlandia, la primera “potencia mundial” en éxito educativo. Se expuso también un argumento que a menudo suele esgrimirse para defender la enseñanza pública: su función como garantía última de la cohesión social. Este argumento es verdad y es mentira a la vez. Arriesgándome a ser políticamente incorrecto, tiene sentido plantear la cuestión para ver cómo y por qué la enseñanza pública favorece y fomenta esto que se ha dado en llamar “cohesión social”. Algo que hace más y mejor que la enseñanza concertada, pero que no es, ni mucho menos, una opción buscada, elegida o asumida por quienes diariamente acuden a dar clase a un centro público. Veamos por qué.
La idea en sencilla: una de las formas de reducir la conflictividad social, la marginación y la exclusión es la educación. La única oportunidad que van a tener muchos niños y adolescentes para salir de un contexto que les cierra caminos es su colegio y su instituto. Como es fácil imaginar, estamos hablando de una parte de la población que presenta unas dificultades innegables dentro del sistema: inmigrantes, sectores marginales, minorías étnicas, etc. Y si se mira los porcentajes es verdad que la mayoría de estos alumnos acuden a centros públicos. Más aún: muchos padres se decantan por la enseñanza concertada con la única finalidad de que sus hijos no compartan aula o mesa con estos otros alumnos que suelen etiquetarse de “problemáticos”. Ignorando con ello, por cierto, que con el concierto educativo va incluido, entre otras cosas, una hipotética redistribución igualitaria de alumnos que nunca llega a ser real en la práctica. En otras palabras: aunque la enseñanza concertada debería contar con porcentajes similares, lo cierto es que no es así. La conclusión parece clara: gracias a la escuela pública se logra integrar a todo un sector de la población que estaría en riesgo de exclusión social. Y más aún: gracias a la oportunidad que representan los centros públicos, algunos niños que crecen en contextos difíciles llegan a cursar estudios superiores y abandonan esas circunstancias que tan duramente han podido condicionar su infancia.
Hasta aquí llega la verdad de la “cohesión social” de la enseñanza pública. Pero hay también un lado oculto. Cualquiera que trabaje en un centro público ha podido pasar por experiencias similares: estos alumnos difíciles no son bievenidos en las aulas. Desde quienes se alegran de que los absentistas lo sean y lo sigan siendo, hasta quienes visitan cada comienzo de curso los despachos de jefatura de estudios para que no les “toque” dar clase al grupo en el que está fulanito de tal. No creo que el profesorado de la enseñanza pública asuma de buen grado esta función de “cohesión social” de la enseñanza. Más bien al contrario: se buscan y se aplican las triquiñuelas más diversas para evitar el posible conflicto.Tampoco creo que esto reste un ápice de profesionalidad a los profesores: a nadie le gusta dar clase a alumnos que pueden tener comportamientos agresivos, que llegan a insultar al profesor en el aula o que en ocasiones representan una amenaza para sus compañeros. Da muy bien en cámara afirmar que la enseñanza pública favorece la inclusión social, pero si lo hace es muy a su pesar, de mala gana. Pero la realidad es muy distinta cuando se apagan los focos y no se está delante del presentador de turno. Entonces ese progresismo que suele acompañar a la educación pública se transforma en otra cosa. Esa cosa que muchos docentes de centros públicos conocemos de primera mano.