Al igual que los clásicos literarios, los clásicos del pensamiento nos obligan a abandonar los lugares comunes, revelándonos perspectivas nada complacientes con nuestros prejuicios.
Isaiah Berlin, el primer judío becado por el Alls Souls College de la Universidad de Oxford, escribió
Dos conceptos de libertad como discurso de toma de posesión de su cátedra de teoría social y política. Su reflexión sobre la libertad alerta sobre la carga letal de las utopías, que suelen justificar la inmolación del individuo para crear un supuesto paraíso. En su obra,
apunta que la discrepancia es un rasgo esencial de la naturaleza humana, sin el cual no existiría la sociedad, la historia o el conocimiento. El primitivo Edén es un estadio pre-humano, pues sus habitantes no utilizan su raciocinio hasta que adoptan una decisión, desafiando a Dios. Los paraísos totalitarios se parecen al mítico Edén, pues someten al hombre a una tiranía que los infantiliza, arrebatándoles la capacidad de pensar y decidir. Discrepar no debería significar odiar, pero
Berlin sabía por experiencia propia que el ser humano no necesita demasiados pretextos para transformar sus discrepancias en odio.
En
Dos conceptos de libertad,
Berlin refuta tesis del materialismo histórico, pues considera que las ideas desempeñan un papel esencial en la historia: “Hace más de cien años Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los conceptos filosóficos engendrados en el sosiego del despacho de un profesor pueden destruir una civilización”. Es evidente que las condiciones materiales ejercen una poderosa influencia en la historia, pero las ideas no son meras construcciones teóricas que justifican el orden social. “Solo un materialismo histórico muy vulgar niega el poder de las ideas y afirma que los ideales no son más intereses económicos disfrazados”. Si fuera así, la historia de la civilización solo sería una concatenación de “meros sucesos naturales”.
La libertad es un término “poroso” y de difícil definición, pero aclarar su significado resulta determinante para adoptar una posición ética o política, si es que es posible separar dos términos que siempre deberían estar estrechamente unidos. Por eso, el eje de la conferencia de
Berlin es la distinción entre libertad negativa y libertad positiva. ¿Qué es la libertad negativa? “Normalmente se dice que soy libre en la medida en que ningún hombre ni grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este aspecto, la libertad política es, simplemente, el espacio en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Si otros me impiden hacer algo que antes podía hacer, entonces soy en esa medida menos libre; pero si ese espacio es recortado por otros hombres más allá de lo admisible, entonces puede decirse que estoy siendo coaccionado o hasta esclavizado”. Es evidente que
Berlin se inspira en la definición proporcionada por
Hobbes: “Libertad significa, propiamente, ausencia de oposición. […] Un hombre libre es aquel que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio, no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo”.
Hobbes razona con la objetividad de un lógico, estableciendo relaciones de fuerzas.
Berlin prolonga su argumentación, alertando sobre los riesgos de la libertad negativa, pues si no se establecen límites y coacciones legítimas, el fuerte devorará al débil y los propietarios de las minas y las fábricas explotarán a sus trabajadores, recurriendo incluso al trabajo infantil. Berlin cita a R. H. Tawney: “La libertad del pez grande es la muerte del pez chico”. Y añade: “La libertad de unos depende de la contención de otros”.
Es evidente que los límites o coacciones no pueden afectar a la estricta intimidad. La vida privada no debe estar regulada por lo público. De hecho,
Hannah Arendt –que no era la pensadora favorita de
Berlin- afirmaba que los totalitarismos borran la frontera entre lo público y lo privado para suprimir cualquier vestigio de libertad o autonomía. Las contrautopías de
Huxley,
Orwell y
Bradbury coinciden en ese punto, mostrando cómo el poder intenta controlar hasta los sueños y el inconsciente y, por supuesto, se entromete en los afectos y la sexualidad. Berlin advierte que “la libertad es libertad, y no igualdad, equidad, justicia, cultura, felicidad o una conciencia tranquila”. La libertad perfecta puede liquidar la igualdad, la equidad y la justicia. Por eso, resulta imprescindible renunciar a una parte de nuestra libertad, pues es la única forma de garantizar la del resto y poder convivir éticamente con nuestros semejantes. Esa renuncia afecta a cuestiones de sentido común, al menos en el contexto de nuestra civilización, con sus raíces cristianas y judías: no matar, no robar, no mentir, honrar a los padres, ser leal con los amigos, respetar la palabra dada. En lo que solo concierne a nuestra intimidad, no hay que renunciar a nada, pues la libertad de ideas y el inconformismo son la fuente de la innovación, la creatividad y el coraje moral.
No podemos negar que hay desigualdades legítimas. El heroísmo, el genio científico o el talento artístico representan la excelencia y no deben interpretarse como un agravio, pues redundan en beneficio de todos, aportando grandes cosas a la vida comunitaria. La libertad no puede ser “mediocridad colectiva”, por utilizar la expresión de
Mill, pues entonces no surgirían logros como las sinfonías de Beethoven, la Capilla Sixtina, la Teoría de la Relatividad o el heroísmo de Irena Sendler, la enfermera y trabajadora social polaca que salvó a 2.5000 niños judíos del gueto de Varsovia. Detenida y torturada por los nazis, no reveló el paradero de los niños ni el nombre de sus colaboradores. Salvó la vida de milagro y cuando años más tarde comenzó a recibir reconocimientos, explicó que nunca se le pasó por la cabeza recibir ninguna clase de homenaje: “Esos actos fueron la justificación de mi existencia en la tierra, y no un título para recibir la gloria”. Es evidente que el reconocimiento de su excelencia moral es una desigualdad legítima y un ejemplo que invita a la emulación. Si desaparece la excelencia moral, científica o artística, nos empobreceremos todos.
Rafael Narbona,
Isaiah Berlin, un liberal contra las utopías, elcultural.com 21/11/2017
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