Carlemany |
Joan Oliver (Pere Quart) |
Empèdocles |
Según Nietzsche, posee un espíritu religioso todo aquel dispuesto a sacrificar lo peor de sí mismo en el altar de alguna posibilidad de ser más alta. Por eso incluye a los religiosos entre los artistas de primera fila."En Petesburgo yo sería nihilista: aquí creo, como cree una planta, en el sol. El sol de Niza -esto no es en realidad ningún prejuicio. Nosotros lo hemos tenido a costa de todo el resto de Europa. Que Dios, con el cinismo que le es propio, lo deje brillar cada vez más hermoso sobre nosotros, vagos, 'filósofos' i 'grecs'".
"Dios, con un cinismo no desacostumbrado en Él, deja, como parece, que el sol luzca más hermoso sobre tu inútil hermano nihilista filosófico que sobre el señor von Bismarck y la imperial y piadosa virtud alemana".
Nietzshe (jove) |
Lleva ya más de un año circulando por la red, y hace cosa de mes y medio me pasaba el enlace una antigua alumna. Se tratra de la cumbia filosófica, un videoclip que en tono de humor nos cuenta a ritmo de cumbia algunas de las ideas de la filosofía. No están los tiempos para mucha risa, pero tampoco sobra el pararse los algo más de dos minutos que dura el video, y reirse un poco al ritmo de las palmas.
Jhon Searle |
El grado de penetración social de las nuevas tecnologías es tan grande que, como hemos comentado más veces, merece la pena que múltiples disciplinas le presten atención. Desde la sociología a la filosofía, pasando por el arte, la literatura o incluso la política. En estos tiempos de crisis que llevamos viviendo han pasado a desempeñar una función muy curiosa, tanto desde el punto de vista antropológico como sociológico. La indignación. La red en general, y las diferentes redes sociales en particular, son un auténtico vertedero de acusaciones, denuncias, insultos y críticas de la más variopinta índole. En los últimos tiempos entrar en twitter o en facebook, supone entregarte al dudoso placer de leer cabreos virtuales. Con unos puede uno indentificarse más y con otros menos. En unos el tono es más adecuado y en otros más extremista y por lo tanto simplificador. Pero todos están (estamos) desesperados. Contra todo y contra todos: la política, la economía, la empresa, el trabajo, el paro, la pobreza, el hambre. Baste el siguiente experimento mental: si un marciano que manejara las redes sociales añadiera a toda la humanidad, ¿qué imagen se llevaría de nosotros? Probablemente pensara que estamos habitando un mundo que agoniza.
Hay dos consecuencias de esta práctica que me parecen significativas: la catarsis y la distracción. En primer lugar, parece que se quedara uno más a gusto soltando el exabrupto en la red, dando rienda suelta a la queja en la plaza pública del gogorito, o compartiendo el enlace que le parece definitivamente un golpe de gracia a la sociedad en que vivimos. Y el caso es que no es así: la vida sigue. Más allá de los nudos gordianos virtuales, los seres humanos continúan con sus cosas, y no sé yo si sirve de mucho en la realidad física, la social o la economica ese sano ejercicio mental que es el volcado permanente de la indignación a todos nuestros contactos. Quizás sólo siva para eso: para quedarnos más a gusto. La vieja catarsis que según Aristóteles se producía en la tragedia griega, ha tomado hoy un nuevo lugar. Internet es la plaza pública del desahogo y el lamento. Abrimos la web, nos desesperamos y alimentamos nuestra negatividad con las desesperaciones ajenas. Cerramos la red social de turno y a otra cosa mariposa.
Y esta catarsis (o catarTIC, adaptando la palabra a la era de la nuevas tecnologías) puede tener un efecto contrario del buscado. Nos ayuda, por un lado, a estar mejor informados. Sabemos ya al dedillo de las corrupciones de unos y de otros, de las burlas de las altas esferas del estado, de las infamias del sector bancario y de los diabólicas que son las multinacionales. Estamos informados al minuto de los sufrimientos de niños que viven a miles de kilómetros… y a los que tan sólo podemos ayudar firmando una petición on-line. Activismo virtual: mucho ruido y pocas nueces. Es aquí donde aparece la ilusión: creemos que por fin podemos hacer algo, pero al canalizar nuestro desánimo en el mundo virtual no se logra cambiar demasiado. Nada impide que se reconozca el valor que han tenido las redes sociales para diferentes movimientos ciudadanos que se han producido en los últimos años, desde el 15M al 29S. Pero no menos cierto es que precisamente estos movimientos han puesto de manifiesto las dificultades de organizar inciativas basadas en la representatividad para millones de personas, teniendo en cuenta que las propias redes sociales obstaculizan el debate profundo y sereno. Por todo ello no creo que la clase política o cualquiera que sea el objetivo de tanta denuncia virtual, se remueva ni un milímetro de su asiento asustado por las posibles consecuencias de tanta indignación: los tweets pasan en tan poco tiempo como tarda en actualizarse la pantalla. Fogonazos de queja que nos tranquilizan y nos dejan bien a gusto: hemos descargado. Aunque la utilidad de todo ello sea más que dudosa.
Magnífica conferència de Rosa Sala-Rose a l’Ateneu Barcelonès, en ocasió del Dia Internacional de l’Holocaust, sobre el dramàtic cas de Jenny Kehr, una dona jueva, perseguida per ser-ho, que va posar fi a la seva vida a Barcelona. Té alguna cosa de sarcàstic i brutal pensar que on hi havia la presó de dones de Les Corts sota al franquisme, ara hi ha El Tall Anglès (o aixina). Memòria històrica? La que guardem uns pocs.
Qué es arte y qué no lo es. Sin duda, una de las preguntas más difíciles de la estética. De nada sirven estrategias tan socorridas como acudir al diccionario o enciclopedia de turno. Tampoco sirven de mucho las definiciones de las grandes autoridades: al momento encontraremos ejemplos que pueden poner en entredicho la construcción que se pretenda más completa. Otra de las referencias habituales es la que coloca por orden todos los tipos de arte que son reconocidos como tales: arquitectura, danza, escultura, música, pintura, literatura, cine, fotografía y cómic. La clasificación se las trae, porque recoge una serie de actividades que no necesariamente encajan en lo que puede entenderse como arte. Un ejemplo clásico es el cine: puede haber películas que destacan por la estética con la que se ha rodado cada una de las escenas. Sin embargo otras son un auténtico insulto no sólo a la inteligencia sino al buen gusto. ¿Diríamos que estamos entonces ante dos obras de arte? Sintetizando: no todo el cine es arte, le duela a quien le duela.
Algo similar ocurre si nos paramos a observar la ligereza con la que el sustantivo “arte” o “artista” se aplican en muchos medios de comunicación. Y es que hay artes y artes. Artistas y artistas. Sospecho que no se utiliza la palabra artista en el mismo sentido para referirse a Goya que a la Pantoja. O si se quiere dos ejemplos tomados, en principio, del mismo arte: Mozart y Bisbal. Y sin embargo, enfocado el asunto desde el punto de vista clasificatorio, no sólo se les denomina de igual manera, sino que se dedican a lo mismo: la música. Parece entonces que hubiera que introducir algún tipo de criterio que nos ayude a distinguir. Criterio que no se limita exclusivamente al paso del tiempo o a lo que ha dado en llamarse “lo clásico”. Por mucho tiempo que pase, se hace difícil pensar que una sinfonía de Beethoven pueda ponerse al mismo nivel que una canción de Eminem. Comparaciones que pueden hacerse en cualquier tipo de arte: por mucho que la arquitectura ocupe el primer lugar, a nadie se le ocurre contemplar como artístico un bloque de diez pisos, a no ser que cuente con alguna característica especial.
Habrá quien considere que de este tipo de ideas deriva una concepción elitista del arte, y se dirá que los que son clásicos hoy fueron rompedores ayer. Nada más lejos de la realidad: no faltan los ejemplos de obras producidas en la mayor de las indigencias que hoy son considerados obras maestras. A mayores, la objeción de la innovación deja de lado que son muchos los rompedores de ayer que han quedado en el olvido. A esto se le suma el proceso inverso, de manera que la popularidad o la fama en su tiempo tampoco es un sello de calidad. Artistas que fueron olvidados hace siglos han caído hoy en el olvido. Podemos ser todo lo sistemáticos que queramos: introducir jerarquía y números, criterios del paso del tiempo y otros cuantos más. Pero seremos incapaces de lograr una definición de arte, o de identificar aquellas obras de nuestro tiempo que serán llamadas arte mañana. Y si queremos introducir aún más complejidad a la reflexión, sólo tenemos que pararnos a pensar en la polémica del décimo arte: ¿Cuál será el próximo quehacer humano en pasar a engrosar la lista de actividades “elegidas”? No faltan candidatos, desde la gastronomía hasta los videojuegos. Una cosa parece clara: si la lista se amplía será aún más complejo intentar una definición de algo tan sencillo y cercano como es el arte.
Hannah Arendt |
Guárdate de los idus de marzo. La frase viene siendo repetida desde hace siglos y se ha convertido en uno de los lemas permanentes de la política. Ese terreno que últimamente empezamos a concebir como un mal necesario. O quizás: más mal que necesario, ya que empieza a haber quienes cuestionan seriamente hasta qué punto la sociedad necesita, en el sentido fuerte de la palabra, las instituciones políticas que hay en la actualidad. Una idea tan vieja como probablemente lo sea la experiencia política humana: el poder corrompe. Esto es precisamente lo que trata de mostrarnos la película: las maniobras que se dan en la sombra de la política son mucho más decisivas e importantes que lo que se ve. Cualquier información que aparece en un periódico, lo que se dice en un discurso de campaña, o lo que se anuncia tras una reunión de ministros es sólo las migajas de lo que se mueve entre bambalinas. Juegos de poder y falta de trasparencia: esta es la visión de la política que nos ofrece la película.
Con todo, no hay que caer en el error de pensar que esta lucha se produce entre partidos rivales, o entre líderes que aspiran a un mismo puesto. Todo lo contrario: los propios compañeros de campaña son las mayores amenazas. Una experiencia que traspasa la pantalla: por lo que dicen muchos políticos, las mayores patadas se terminan recibiendo dentro del propio partido. De manera que el mensaje de la película es claro: si lo que vemos los ciudadanos de la política apesta en muchas ocasiones, lo que ocurre detrás de los telediarios es aún más asqueroso. Y la reacción más sencilla teniendo en cuenta los tiempos que corren es terminar de ver la película y pegar un buen repaso a todos los que están ahora mismo ocupando algún cargo de responsabilidad en las diferentes instituciones del estado. Ya lo sabemos todos: los políticos son percibidos por los españoles como uno de los grandes problemas del país.
Es posible, sin embargo, una lectura distinta de esta película. Porque lo fácil es rechazar la política y pensar que cualquier espectador que esté delante de la pantalla es mucho mejor que los personajes que acaban de clavarse auténticas cuchilladas, todas ellas de guante blanco, en el transcurso de la historia. Puede que en realidad estemos ante un pequeño tratado de antropología humana: cuántas veces se reproducen estos comportamientos en el lugar de trabajo. La pregunta no es, por tanto, cuántos de nosotros nos comportaríamos de forma similar si nos dedicáramos a la política. Más bien habría que plantearla en términos mucho más amplios: cuántos de nosotros nos comportamos de forma similar en nuestro entorno más cotidiano, desde la comunidad de vecinos hasta cualquier otra actividad social. El tópico que nos presenta la película es que la política corrompe al ser humano. Pero no hay que olvidar que la política está hecha por humanos: quizás sea el humano el que corrompe la política. Tesis bastante más pesimista sobre la que, por otro lado, no se pronuncia la película, que termina en el mismo escenario en que empezaba: en el terreno del discurso político.
Andan revuelas las aguas de la moral social. Llevamos ya varios meses, por no decir años, en los que parece que las noticias relacionadas con la moralidad del ser humano se están llevando toda la atención mediática. Y como suele ocurrir, no para bien. Centrémonos en dos modelos: Armstrong y la corrupción política. Ejemplos bien distintos, pero con algunos elementos comunes. Empecemos con el caso del ciclista dopado. El estupor y escándalo social conviven con un “se veía venir” que se ha podido escuchar por doquier. El deporte está bajo sospecha, y a los ciclistas les toca pagar los platos que no sólo rompen ellos. Es impensable que otros deportes que mueven muchísimo más dinero se vean tan acosados por la duda, casi hasta metódica. Sencillamente, el propio sistema lo impediría. Con todo, en estos días se ha podido escuchar una crítica más que acertada: no se puede aceptar que la misma sociedad que consume el espectáculo, que lo apadrina y fomenta, sea la que después se escandaliza cuando los seres humanos de turno reconocen públicamente que se les está pidiendo un esfuerzo inhumano.
No deja de ser sintomático que Armstrong nos diga que no se puede ganar siete veces el tour de Francia sin doparse. Otro campeón más humilde, y seguramente con mayor calidad humana, nos dejó bien claro que no se sube el Tourmalet con un plato de espaguetis en el cuerpo. La presión que recae sobre el deportista es creciente, y le sitúa ante un abismo peculiar: para estar a la altura deportiva parece casi necesario no estar a la altura moral. No sé si está justificado que la sociedad que lo estimula y las grandes empresas mediáticas que hacen negocio con el asunto se dediquen después a tirar todas las piedras que tienen a la mano sober el héroe caido. Y la reflexión da un paso más allá: probablemente la actitud de Armstrong sea en el fondo un modelo de lo que muchos harían. Un auténtico paradigma moral: saltarse las normas para lograr el objetivo. Y negar el asunto una y otra vez hasta que la presión, la misma que te empujó al dopaje, te hace saltar en mil pedazos. Armstrong, como tantos otros ciudadanos, no sólo es mentiroso y deshonesto, sino que además le falta nobleza para reconocer su falta una vez cometida. Un dechado de vicios morales, construido a golpe de exigencia social. ¿Cuántos de nosotros seríamos distintos?
En el fondo, el caso de Armstrong es el mismo que el de la corrupción que tanto nos preocupa. Una de las mayores muestras de inmoralidad a las que hemos asistido en los últimos meses es la llamada amnistía fiscal que ha impulsado el gobierno. Somos muchos los millones de ciudadanos que, sea por obligación o por la convicción de que es una obligación social, pagamos nuestros impuestos. Hay sin embargo quienes aprovechan cirscunstancias de privilegio para no hacerlo. Ha llegado un momento en que la situación “irregular” ha sido tan generalizada que el gobierno ha ofrecido la posibilidad de que los evasores declaren las cantidades por las que no han pagado, para pagar ahora una pequeña cantidad. En otras palabras: se premia la inrmoralidad, que resulta ser “un buen negocio”. Es como si al bueno de Armstrong se le hubiera dicho: venga, confiesa que te has dopado y te quitamos sólo cuatro de tus siete títulos. Este tipo de medidas y decisiones nos dan una idea del clima moral de la sociedad española. Los que evadieron son como Armstrong: mentirosos, deshonestos e innobles. Con una salvedad auténticamente inquietante: mientras que Armstrong será sancionado, el gobierno español ha ofrecido a todos los evasores un suculento premio fiscal. Así somos, así nos va: cuando se tratan estos asuntos es mejor no preguntar por ahí cuántos de los que critican la evasión fiscal o la corrupción dejarían de poner en práctica ambas actividades si las tuvieran a la mano. No vaya a ser que la respuesta resulte descorazonadora.