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Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos a levantar la mirada hacia los demás. No hay donde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche.
Es quizás el lenguaje el que nos engaña; es el mismo acá que allí; usamos las mismas palabras, pronunciamos los mismos nombres. Entonces uno se pone a adorarlo, pues se ha convertido en la última cosa común de la que disponemos. Cuando estoy cerca de un alemán, me da por hablar en francés con más cuidado, como no lo hablo normalmente allá; armo mejor la frase, uno la última consonante de una palabra con la siguiente con tanto esmero, tanta voluptuosidad, como si fabricara un canto. [...] Tendremos siempre esa certeza, irreconocible para ellos, de usar ese balbuceo de la juventud, de la vejez, permanente y postrera forma de la independencia y de la identidad.
El carné de notas u otros textos se quedaron en las fosas repletas de sangre, así como de huesos y de carne, que a menudo quemaban del todo. Ello puede reconocerse por el olor. Estimado descubridor, busca por todas partes, en cada parcela del terreno. Debajo se hallan enterradas decenas de documentos, los míos y los de otras personas, que aclaran lo que aquí ocurrió. Hemos enterrado numerosos dientes. Hemos sido nosotros, obreros del Kommando, quienes los hemos diseminado intencionadamente por todo el terreno, para que el mundo pueda encontrar pruebas tangibles de los millones de seres humanos que han sido asesinados. En cuanto a nosotros, hemos perdido toda esperanza a vivir la Liberación.
Una banda comienza a tocar junto a la puerta del campo: tocaRosamunda, la famosa canción sentimental. Y nos parece tan extraño que nos miramos sonriendo burlonamente [...], puede que todas estas ceremonias no sean más que una payasada colosal al gusto germánico. Pero la banda, al terminar Rosamunda, sigue tocando otras marchas, una tras otra, y he aquí que aparecen los pelotones de nuestros compañeros que vuelven del trabajo. Vienen en columnas de cinco: tienen un modo de andar extraño, inhumano, duro, como fantoches rígidos que sólo tuviesen huesos: pero andan marchando escrupulosamente al ritmo de la música.
El próximo viernes 14 de noviembre tendrá lugar la investidura de Evandro Agazzi como doctor honoris causa por la Universidad de Valladolid. Será a las 12:00 en el paraninfo de la universidad, y están invitados todos los afortunados que no tengan clase a esa hora. Sin duda, una ocasión excepcional para poder escuchar a uno de los mayores referentes mundiales en filosofía de la ciencia. El título de su lección magistral: Las nuevas fronteras de la ética en una sociedad tecnológica.
Y no solo nos lleva al camino más corto, sino que si solo nos motivamos por dinero, cuando desaparece la tarea deja de interesarnos. Así lo demostró Deci, un gran psicólogo e impulsor del estudio de la motivación intrínseca. Dividió a un grupo de estudiantes en dos equipos: A y B. Ambos equipos tenían que montar unas piezas con una cierta dificultad. En medio de la sesión, Deci se ausentaba con un pretexto, les daba un descanso y analizaba durante esos ocho minutos si los grupos seguían entrenando para mejorar o por si el contrario, se entretenían con otras cosas. Las pruebas las hicieron en tres ocasiones. El grupo A no recibió ninguna recompensa en ninguna de las tres sesiones. El grupo B no recibió tampoco ninguna compensación económica en la primera ocasión. Sin embargo, en la segunda sesión les motivaron con el equivalente a seis dólares por persona si eran capaces de realizar la prueba. En dicha ocasión, cuando el psicólogo se ausentó, en el tiempo de descanso el grupo B se esmeró en practicar para ganar el dinero. Sin embargo, lo apasionante ocurrió en la tercera sesión. El grupo A seguía sin tener ninguna recompensa económica; sin embargo, el grupo B que había sido anteriormente retribuido, se le dijo que ya no había más dinero y que, por lo tanto, tendrían que hacer la prueba por “amor al arte”. ¿Y qué ocurrió durante el descanso? Pues que el grupo A le dedicó incluso más tiempo (podrían estar aficionándose al juego), pero el grupo B dejó de entrenar como lo había hecho la segunda vez e incluso ¡menos que la primera, cuando se habían encontrado por primera vez con el juego! Sorprendente el resultado, ¿verdad?“El problema de convertir una gratificación externa en el único destino importante es que hay gente que elegirá el camino más corto para alcanzarla, aunque eso signifique el camino menos noble” (Daniel Pink, escritor)
“Cuando se emplea el dinero como recompensa externa a alguna actividad, el sujeto pierde interés intrínseco por la actividad” (Edward Deci, Universidad de Rochester)
Las redes sociales son ya un ingrediente más de nuestra vida y para algunos vienen a confirmar algo que ya en su día dejar bien asentado Aristóteles en su política: la sociabilidad natural del ser humano. Nos gusta estar enredados y establecer lazos con unos y con otros. Estamos dispuestos a lo que haga falta por seguir conectados, hoy que facebook y twitter son solo dos formas casi tradicionales en comparación con la constante vigilancia a la que nos someten aplicaciones como whatsapp. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce y quizás estas relaciones sociales muy poco tengan que ver con aquellas que tenía en mente Aristóteles. El griego pensaba en la participación activa en la polis, en unas relaciones sociales que hacen de la ciudad un lugar mejor. No sólo porque decidimos entre todos, sino porque damos un carácter a esa vida en común que, para él, se resumía en la palabra ciudad. Se trataba, en definitiva, de una forma de vivir que a su vez daba más vida a la comunidad de la que se formaba parte. Sin perder de vista ni un solo instante que los intereses de la ciudad estaban por encima de los del individuo. Sabemos que la propuesta aristotélica es hoy inviable y que además el pensador griego no tenía escrúpulo ninguno en considerar que solo un grupo debía participar de pleno derecho en eso que llamamos ciudadanía. Pero esto no impide que podamos apoyarnos en sus ideas para valorar estas nuevas formas de sociabilidad.
Y es que, de partida, las redes y aplicaciones sociales pueden recordarnos más a Foucault que a Aristóteles. Twitter es una forma de compartir ideas, pero habría que ser muy ingenuo para ver solamente eso. Es también una red de relaciones de poder, en las que ciertos grupos e individuos viven pendientes de posicionar sus ideas. Los ansiados FAV y RT son expresión de la vacuidad humana y de un deseo un tanto extraño: el de lograr el apoyo de los demás. Eso que se ha llamado “ser influyente” es uno de los signos de nuestro tiempo, y es un anhelo exclusivamente individual. Nadie está pensando en el bien de todos cuando se pasa la tarde en twitter, regando por goteo con sus frases los terrenos de la red. Tras esa sociabilidad tuitera está en último término el deseo de dominación: ser popular, lograr que otros piensen como yo pienso. Se viste de seriedad y trascendencia esas batallas estúpidas e infantiles que se dan en la adolescencia: quien tiene más seguidores “mola” más. Algo que no es un fin en sí mismo: los miles de seguidores se canjean posteriormente por poder, sea en el terreno informativo, político o económico. La hoguera de las vanidades se alimenta ahora con poco aire: no necesita más que 140 caracteres. Relacionándonos así, dejamos de lado la conversación y sobre todo el contexto. La relación social se producía hasta ahora en un espacio físico que se ha perdido.
El lugar del encuentro. En tiempos de los griegos existían varios espacios para ello, y muchos de ellos se han conservado hasta nuestros días. Tenemos plazas públicas, calles, parques, teatros y bares. En las sociedades actuales son solo un complemento más. Es habitual ver a la gente transitando lugares sin andarlos, sin reparar en ellos. La sociabilidad virtual anula el rostro y el contexto. Creyendo que se centra en el mensaje, lo desarma, lo desviste. Bloquea también emociones o pensamientos complejos: Facebook nos obliga a elegir con el único botón de “me gusta”. Mucho se ha discutido sobre si los chicos de Zuckerberg deberían incluir también el “no me gusta”, como si esto significara conquistar un gran espacio de libertad. La digitalización de la sociabilidad humana pasa entonces por esto: unos y ceros, FAV o RT, “me gusta” y “no me gusta”. No es preciso ponerse apocalípticos: nadie piensa que estas redes sociales estén sustituyendo a las formas “tradicionales” de socialización. Pero sí que, siendo un complemento, están ocupando cada vez un mayor espacio, que empobrecen las relaciones humanas y que introducen unas mayores dosis de dominación entre los individuos. En definitiva: que no muestran esa sociabilidad natural del ser humano, sino una imagen muy distinta de lo que somos. Seres interesados principalmente en nosotros mismos, dispuestos a grados de exposición inimaginables hasta hace bien poco a cambio de que una pantalla nos diga lo mucho que nos aprecian.
Aristòtil |
A veces las letras más tontorronas ganan en profundidad con el paso del tiempo. Como si la realidad se encargara de ir dándoles nuevos sentidos, impensados o impensables en su origen. Las relaciones entre padres e hijos siempre tuvieron una componente material, y quizás de eso hablaba la canción. O a lo mejor anticipaba, quién sabe, las relaciones políticas de niveles bien distintos. Como si pudiera entonarse el estribillo en el parlamento europeo o en el español. Hablemos de la pasta. Y después de todo lo demás. Se dice que el pop se construye con letras superficiales. Pero la actitud de un grupo de chavales que viven a costa de sus papás puede ilustrar no pocas situaciones políticas, sociales y económicas. El propio estado del bienestar ha terminado convirtiéndonos en niños consentidos: siempre queremos más.
El Roto |