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by Yue Minjun |
La tesis que sostendremos aquí es que la actitud
cínica que hoy encontramos por doquier, muy particularmente entre los agentes más activos del capital financiero y sus múltiples defensores, pero también enormemente difundida entre la población al extremo de tornarse en una actitud simplemente
normal que no solo no escandaliza a otros sino que resulta esperable cuando no estimada como inteligente o profesional, tal actitud se encuentra hondamente promovida por la estructura
nihilista del sistema de producción capitalista. Podría decirse que el cinismo no es solo una actitud
subjetiva sino que está
objetivamente encarnada en las condiciones definitorias del modo de producción, particularmente en la fase actual de su desarrollo. Al hilo del despliegue de esta tesis observaremos otras que afectan a algunas categorías centrales como es la de
ideología, la de
alienación o la concepción de la relación entre la
ciencia social y su objeto.
Empecemos por aclarar el sentido en que empleamos los términos en inicio, añadiremos otros matices y consideraciones a menudo que avancemos en la exposición. ¿A qué llamamos exactamente
cinismo? La acepción común es la que corresponde a su manifestación más corriente, esto es, mera desvergüenza o impudicia, por ejemplo en el reconocimiento del interés particular o egoísmo de una situación: “mira” –le dice cínicamente un adulto de muchas luces a un joven– “mejor que tu mujer sea menos inteligente que tú, es un buen consejo”. Este sujeto sabe que no es muy moral lo que recomienda, pero cree que es ventajoso. En otras ocasiones ese descaro adquiere otros matices, por ejemplo: Justificar la instalación de plantas eólicas en parques naturales, con un “pero ¿no queríais energías alternativas?”. Esto es, utilizar una razón compartida, pero de la que descree quien la utiliza, y la usa con cierta ironía que muestra ese descreimiento, para justificar algo que sabe injustificable.
Voltaire podía decir aquello de que “la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud”, lo que ya no puede decirse del cinismo, que no disimula, pues no es una simple mentira, es una mentira que deja que se entrevea como tal. Este es su lado irónico, por el que el cínico quiere exhibir su inteligencia al estar más allá de la creencia común, pero también por donde se percibe su doblez interesada, lo que es motivo de indignación en los demás. Este cinismo es el propio de las élites dominantes.
No tomamos aquí en consideración, pues, la acepción del término en el sentido filosófico, el que está en relación con una determinada escuela moral cuyo origen está en la Grecia antigua, y que si bien no es ajeno a lo anterior en cuanto descaro o desvergüenza, a diferencia de él tiene un carácter eminentemente crítico con respecto a conductas y formas de vida arraigadas. No será necesario, por tanto, acudir a diferenciar gráficamente como hacía
Sloterdijk en su libro
Crítica de la razón cínica entre
cinismo y lo que correspondería a la mencionada corriente filosófica,
quinismo.
El término
nihilismo no ofrece tan fácil aclaración, pues se ha usado para caracterizar fenómenos distintos y, ciertamente, desde estimaciones muy diversas, no siempre negativas, como parecería que tal iría de suyo en un principio. El término en el registro culto es moderno, seguramente del Siglo de las Luces, y algunos consideran al filósofo alemán
Jacobi uno de los primeros en su uso filosófico
[1]. Nunca lo he visto usado por
Marx, aun cuando es claramente vinculable a algunas de sus observaciones, y sí, claro, ha sido usado con intención crítica por deudores de su pensamiento. Aquí lo tomaremos en una acepción simple, referente a aquella situación en que las cosas, la realidad misma, pierde su valor, deja de significar objetivamente algo valioso en sí, por lo que todo queda nivelado, vaciado de contenido propio, reducido a
nihil, nada. Claro que esta significación de una realidad sustancialmente indiferente por su vaciamiento no es ajena a otras acepciones del nihilismo que más han interesado a la filosofía, como es la carencia última de fundamento de cualquiera de nuestras normas, de nuestras valoraciones. O aún, y en directa relación con lo último, el fin de todo absoluto o incondicionado, lo que se ha entendido como fin de la metafísica, llámese a esto Verdad, Dios, Bien. Esa interrelación, entonces, nos aparecerá inevitablemente por mucho que nosotros nos refiramos sobretodo a la primera. Una acepción ya distinta es aquella que calificaría de nihilismo el formalismo extremo al que conduce todo en nuestra cultura, derecho, política, administración estatal, asociado a la vez con un tipo de conocimiento, el de la ciencia matematizada, y una manera de presencia de las cosas. En esta línea está la concepción de
Felipe Martínez Marzoa en su
La Filosofía de El capital. Aunque nos resulta extraordinariamente interesante el planteamiento, no es esa acepción la que seguimos, no obstante en su momento, haremos alguna consideración al respecto.
En las aguas heladas del cálculo egoístaDesde el comienzo
Marx asume que la actitud amoral, cínica no es una actitud más, que se presenta con más o menos frecuencia en la sociedad moderna, sino aquella más acorde con su estructura, con su modo de producir sus condiciones de vida, con el sistema económico, la que este mismo promueve, a diferencia de las sociedades anteriores. En ello vendrían a coincidir de una u otra manera los clásicos de la sociología, que pronto captaron eso que se denominaría
anomia como lo idiosincrático de la nueva sociedad. Es algo que estaba en relación con lo que más tarde
Weber describiría como la diferenciación de las distintas esferas sociales, moral, económica, artística, científica, etcétera. Al igual que la moral no acompaña ya al arte y este obedece a su propia lógica interna de desarrollo, es decir se autonomiza, asimismo ocurre con la esfera económica. Nada que sea ajeno a ella será bien recibido, lo que en las condiciones de producción capitalista significará nada que estorbe el despliegue propio del capital, su finalidad. El introducir, entonces, criterios éticos, por ejemplo, sobre el interés bancario, sobre limitación en la obtención de ganancias, etcétera, supondría la inclusión de lo que weberianamente denominaríamos una
lógica material extraña a la que rige el propio sistema. Sería algo equivalente en arte a prohibir la composición de obras dramáticas por considerar el teatro sacrílego, o en el medio sanitario que nos atienda una mujer médico por ser considerada religiosamente impura. La lógica que impera en cada esfera es la de un racionalismo
formal en que se trata de maximizar los medios dado el fin, lo que
Weber denominó
Zweckrationalität, racionalidad instrumental.
Ahora bien, ese aislamiento
, en un principio, de cada esfera con el efecto potenciador de su evolución interna, en el caso de la esfera económica traía consigo un despliegue tal que amenazaba con romper esa misma autonomía, y en general todo lo que hasta el momento parecía preservado del dominio del vil metal. La esfera económica se impone, entonces, al resto de las esferas, las avasalla de manera imperial. Todo es sometido a sus designios, todo es mercantilizado, o subordinado a su interés. De ahí lo que
Lukács calificó de
reificación general, y que
Habermas prefirió entender como
colonización del mundo de la vida,
Lebenswelt, de la esfera de la socialización regida por la comunicación y no por el dinero.
En el vibrante
Manifiesto de 1848,
Marx y Engels describían ese doble mecanismo, aquel por el que la instancia económica se libraba ya de cualquier otro valor que pudiera interferir con ella o que como ropaje extraño la disimulara, y el que multiplicaba sus efectos en el conjunto diverso de la vida social:
“Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas; ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus ‘superiores naturales’, para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel ‘pago al contado’ ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta; ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio”[2].
Con la nueva sociedad se produce, en lo que de la instancia económica depende, un fuerte impulso hacia una brutal simplificación, hacia una reducción de la densidad de motivaciones que podían regir la psique y conducta a la única que puede imperar, “el frío interés”, el “simple valor de cambio”, todo lo demás ha de sometérsele, todo lo demás, si algo se mantiene, aparecerá desde ahora desleído por el “cálculo egoísta”, y en tal medida como falso. En este sentido, hay una incitación a una reducción de complejidad en el plano psíquico, de la conducta individual, parejo a la simplificación que se produce en el abigarrado mundo de las relaciones sociales, de la diversidad de estratos, privilegios, formas, distinciones, etcétera
[3]. Decimos incitación, porque la realidad de la subjetividad será otra, pues la pervivencia de lo anterior entra en conflicto con esas nueva pautas por lo que las tensiones y nuevos pliegues no dejarán que se dé un acomodo perfecto, sin contar con el factor multiplicador de pliegues de la adquisición de la individualidad, forma propiamente moderna. La novela no ha dejado de contarnos esa transición en la conformación individual, a la que ese género puede decirse le es consustancial o co-originario.
El desnudamiento del puro interés económico en la relaciones humanas y el sometimiento de todo otro valor a aquél no puede sino ser considerado una manifestación del hondo
nihilismo que esta estructura económica caracterizada por la divisa de la producción por la producción conlleva. Si en el espacio de la mercancía domina el
valor de cambio sobre el de uso, ese mismo valor es el que acaba por imponerse a todo lo demás.
“Llegó por fin un tiempo en el cual todo lo que los hombres habían considerado inalienable llegó a ser objeto de cambio, de trafico y podía enajenarse. Es el tiempo en el cual las mismas cosas que hasta entonces se transmitían, nunca, sin embargo, se cambiaban; se daban, pero no se vendían; se adquirían, pero no se compraban: virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc., todo, en fin, pasó al comercio. Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o, hablando en términos de economía política, el tiempo en el cual toda cosa, moral o física, al convertirse en valor venal, se lleva al mercado para apreciarla en su más justo valor”.[4]
Se da una nivelación generalizada en cuanto que todo es vaciado de contenido al someterse al intercambio universal, al expresar una equivalencia y ser medido por el mismo rasero, el que aniquila toda singularidad, toda inalienabilidad. Como en el famoso tango
Cambalache, virtud, amor, ciencia dejan de tener un valor en sí, solo tienen el que el mercado les asigna
[5]. Ninguna categoría de entes resiste, puede afirmar la medida de sí, todo es mercantilizado. Contrasta esa nivelación arrasadora de la ley del valor con la que otros, como
Nietzsche o
Heidegger, desde un
esprit de distinction, denunciarán como nihilista: la nivelación de la igualdad democrática, ante la que supuestamente todo rango quedaba disuelto, aplastado todo sentido aristocrático
[6].
Marx tampoco hace, como se deja ver, una crítica moral en el sentido de apelar a las conciencias por haber iniciado un mal camino, sino que reconduce toda esa situación de “venalidad universal” a la estructura capitalista de la sociedad nihilismo y cinismo están materializados en una determinada estructura antes de ser un actitud subjetiva. En
Miseria de la filosofía nos decía “El cinismo reside en las cosas y no en las palabras que expresan las cosas”
[7].
Abierta, descarada, directa, brutal... Ese carácter estructural del nihilismo-cinismo se cifra en que el sistema capitalista se define por el imperio de la
ley del valor. Pero para que ello sea asumido por los agentes, sea adoptado por los sujetos, se acepte subjetivamente ha de darse otra condición, a saber, que esa instancia que lo penetra todo de algún modo se muestre a los sujetos, que estos perciban que esa es la conducta requerida, al que obtiene éxito social. No olvidemos que un rasgo del cínico es esa especie de conciencia lúcida, que carece de ingenuidad y no se deja engañar.
Sloterdijk apunta certeramente al decir “cinismo es la falsa conciencia ilustrada”
[8]. Es falsa, entre otras cosas por que lo es su “realismo” desatento a las potencias que niegan la realidad existente, etcétera, pero cuya ilustración le hace no incurrir en ilusión, y en consecuencia no necesitar de crítica de las ideologías alguna, pues capta el curso de las cosas. El cínico es el “gran realista”, el que está siempre a favor de la realidad, muestra en todo momento que
lo que es tiene que ser, y a menudo lo hace cruelmente con sonrisa sardónica, mencionando alguna razón sostenida por sus adversarios, de la que en realidad descree. Tal estado subjetivo cuando es generalizado es debido a que encuentra un fuerte condicionante objetivo, y, como apuntamos, ha de formar parte de el que la realidad misma sea fácilmente captable.
Y esta curiosa particularidad, la de una sociedad que no disimula lo que realmente exige de sus agentes sociales, el patrón de su conducta, es lo que tempranamente
Marx observó como distintivo de la sociedad moderna.
En la
Crítica de la filosofía del Estado de Hegel Marx distingue a la sociedad medieval como una “sociedad política”, esto es como una sociedad cuya constitución política y su realidad social, la propiedad privada, las divisiones estamentales, etcétera, se identifican, no existe aún, como ocurrirá en la sociedad moderna una diferenciación de la esfera política del Estado respecto de la sociedad civil. “En la Edad Media la propiedad, el comercio, la sociedad, el hombre son
políticos; pues el contenido material del Estado es formulado como su forma, y cada esfera privada tiene un carácter político”
[9]. Esto es, los poderes y la ley u organización operan de forma directa expresando perfectamente las fuerzas en juego, sin mayor mediación. El recurso a la fuerza, al sometimiento es imprescindible para el funcionamiento de esta sociedad no-libre. En
El capital se calificará de “régimen directo de despotismo y servidumbre”
[10]. Se requiere, entonces, del recurso a la religión, del discurso ideológico para que de mejor grado se asuman, como algo natural, las divisiones sociales existentes. En la sociedad moderna se produce ya la diferenciación del Estado, que en
Hegel aparecía como lo universal frente a la particularidad de la sociedad civil, ahí se daría ya la autoalienación política, en la medida en que quedan separados constitución política y sociedad civil, el ciudadano y el hombre privado. Sin embargo, como mostraría posteriormente
Marx, esta sociedad puede en efecto funcionar con ese dualismo formal porque la esfera de la sociedad civil ha adquirido una diferenciación suficiente y no necesita de fuerza ajena alguna para su marcha, no ha de recurrir a la esclavitud o la servidumbre, por el contrario, lo que se da son agentes sociales formalmente libres. Las condiciones de producción tienen un desenvolvimiento autónomo, no se requiere de aquellas fuerzas de sometimiento ni tampoco del recurso a la ideología para que los agentes cumplan sus papeles. Digamos que si los individuos necesitan creer que lo que hacen es lo que deben, ello no ha de ser buscado en ninguna instancia discursiva externa o ideológica, sino que tal creencia que da su justificación a ese modo de producir arraiga en el propio funcionamiento de la estructura económica, es interna a la misma. El hecho de que la plusvalía no sea fenómeno, el que no sea manifiesta, sitúa a los agentes en una aparente situación de contratantes en una relación de simetría, lo que otorga cierta fachada de equidad y libertad a las relaciones entre trabajo y capital. La fuerza de trabajo se presenta ilusoriamente como una mercancía más, la conversión del trabajo concreto en abstracto, la conversión de todo en valor de cambio, autonomiza el sistema y agiliza sus procesos, la funcionalidad conseguida hace el resto. No se necesita, pues, de ideología añadida o moral alguna para su sostenimiento.
Con todo, permanece en
Marx un esquema que ya sólo de una manera particular puede llamarse “ideológico”, pues no tiene carácter ideal alguno, su naturaleza no es discursiva, sino material o institucional, de carácter
objetivo, que no remite, pues, a sujeto o intención alguna. Es la propia oscuridad del modo de producción, su naturaleza y no discurso o práctica alguna lo que disimula su esencia. La génesis de valor ocurre de manera muy mediada y su resultado manifiesto ofrece un aspecto que es exactamente la inversión de su realidad, por lo que se crea un efecto inevitablemente distorsionador para quien lo contempla. “El valor no lleva escrito en la frente lo que es. Lejos de ello, convierte a todos los productos del trabajo en jeroglíficos sociales”
[11]. Se requiere necesariamente de la ayuda del análisis para vencer esa engañosa superficie. La
ciencia tendrá que ayudar a correr ese último velo, ya de naturaleza
óntica, para mostrar el funcionamiento de la ley del valor, desenmascarar el supuesto carácter de mera mercancía de la fuerza de trabajo, la supuesta equidad en las relaciones contractuales. Aquí el papel de los velos ideológicos, de la sujeción personal, de la fuerza lo cumplen las características mismas del modo de producción de mercancías con su particular mistificación por la que las relaciones sociales aparecen como relaciones entre productos. Así señalaba
Marx en
El capital esta diferencia entre la sociedad moderna y la medieval: “pero precisamente por tratarse de una sociedad basada en los vínculos personales de sujeción no es necesario que los trabajos y productos revistan en ella una forma fantástica distinta de su realidad”
[12].
Tenemos, entonces, por una parte, una sociedad más transparente, en cuanto a que el puro interés crematístico puede dominar sin tapujos toda relación social, toda vez que la autonomía adquirida por la instancia económica posibilita prescindir de los velos ideológicos. Esto es lo que se enfatizaba en el
Manifiesto, donde a la simplificación social y afloramiento arrollador del puro interés se le une esta reducción de necesidades ideológicas, de apoyos externos para el funcionamiento económico:
“En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal. La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto (…).
La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero”.[13]
Y en La ideología alemana se nos dice: La gran industria “destruyó donde le fue posible la ideología, la religión, la moral, etc., y donde no pudo hacerlo, la convirtió en una mentira palpable”[14].
Pero, por otra parte, la maquinaria interna de la instancia económica resulta más laberíntica e intrincada que nunca, y mistifica su propio funcionamiento. De ahí que la claridad generada por un lado es a costa de ese otro oscurecimiento.
Ahora bien, ese singular efecto sobre la conciencia de la realidad económica no es distinto del que genera cualquier otra realidad. La estructura esencia/apariencia rige por igual, incluso el efecto de inversión, el que el aspecto externo sea justamente el opuesto al verdadero. La materia nos presenta un aspecto de algo compacto, lleno, fijo cuando la física nos explica que es en su mayor parte vacío, de átomos en movimiento, constantemente atravesado por otras partículas, como los neutrinos, etcétera
[15]. “En realidad, toda ciencia estaría de más, si la forma de manifestarse las cosas y la esencia de estas coincidiese directamente”
[16]. Siendo esto así, aquí no tiene sentido hablar ya de ideología en sentido fuerte pues lo que tenemos no son sino las características de la realidad misma, propiedades ontológicas, si se quiere. Si, a pesar de todo, el adjetivo “ideológico” es usado es en la medida en que se pretende dar cuenta de la génesis de una determinada percepción social engañosa de la realidad económica, finalidad consustancial de la teoría de las ideologías. Pues, efectivamente, esa realidad es tal que fomenta un tipo de percepción ilusoria que conduce a su infundamentada justificación.
La cara denunciable de esta mediación universal del dinero es tan sólo una de un fenómeno más ambiguo, pues
Marx y Engels ven su lado revolucionario, no ya porque las relaciones medievales no fueran en nada deseables, sino porque este deshacerse de los ropajes del encubrimiento es un modo de posibilitar la confrontación de los hombres con la realidad misma:
“Todo lo estamental y estancado se esfuma, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”[17].
Si necesitábamos una condición, que llamaremos cognitiva, o si se nos permite, óntico-cognitiva
, esto es con un carácter empírico al mismo tiempo que relativo al conocimiento, para que el cinismo se posibilitase como conducta generalizada, es decir, necesitábamos que se pudiera aprender fácilmente qué es lo que mueve realmente a las gentes, cual es la inconfesable naturaleza de esta sociedad, esa condición nos viene dada por la propia configuración de la nueva sociedad, por ese desvelamiento que el capitalismo ha traído consigo.
¡Y qué no podríamos añadir nosotros hoy a esa apreciación del
Manifiesto de 1848, a esa denuncia de la monetarización de lo social, del carácter descarnado de la nueva sociedad moderna en comparación con las revestidas por mil velos ideológicos de las sociedades pre-capitalistas!
Para decirlo en términos habermasianos, la tensión característica de nuestras sociedades entre integración sistémica, procedente del medio dinero, del subsistema económico, y la integración social
[18] que el sistema político democrático exige, pues necesita de legitimidad, se ha ido decantando en favor del primero, quedando el segundo sumido en la impotencia. La hegemonía del subsistema económico se ha hecho total, con el consiguiente imperio de la mera funcionalidad en el lugar de cualquier exigencia normativa o de justificación, la
anomia como efecto en los agentes. Las condiciones democráticas, las exigencias normativas, no digamos ya morales quedan de tal modo arrinconadas ante aquel dominio que resultan tan fuera de lugar, distantes y ajenas que aparecen como cándidos ruegos. La razón cínica encuentra un medio idóneo de crecimiento, y puede responder con soltura y enseñoreamiento de la situación.
Cualquiera, al igual que un personaje sacado de la novela negra americana puede decir “llevo un traje de 2.500 dólares”, o lucir en lugar bien visible la marca del pantalón. El individuo sabe que la relación entre las personas asume la forma de relación entre cosas, mercancías. Toda la elegancia de la primera burguesía se esforzaba en disimular el interés, ocultar la monetarización de todo bien. Hoy eso resultaría hipócrita, o simplemente arcaico, como cumplir con toda la liturgia del calendario religioso. El ingente desarrollo de la actividad capitalista ha revestido todo sin que nada tenga ya la fuerza suficiente para imponerle algún otro ropaje. Nada ajeno a su lógica le es necesario, puede prevalecer mostrando abiertamente su naturaleza. Ahora puede decir aquí estoy, así soy, me da igual si os gusta o no, no hay un afuera aparte de mí.
No quiere decir esto que la plusvalía sea ya un concepto en la superficie de las cosas, que por fuerza no puede serlo, no se precisa que todos hayan entendido la reducción del valor a tiempo social medio, etcétera, o como el fetichismo de la mercancía proyecta su cosificación en todas las relaciones sociales, no hace falta que se penetre en ese plano teórico, que, en efecto, permanece requerido de mediaciones. Este núcleo opaco se resiste. Nos referimos a que basta con que se haya pasado por la pugna despiadada de cualesquiera relaciones de la empresa actual, se haya experimentado, o siquiera observado en su generalidad, toda la rapacidad, desigualdad, e imposición del sistema; la instrumentalidad de todas las relaciones, la mercantilización de lo considerado más inalienable, la extracción injusta, “la venalidad universal”. Esa es la base del cinismo. A la actitud cínica se le atribuye con frecuencia lucidez, y esta reside aquí en que ha captado este proceso, la condena de toda alternativa frente a su fuerza ingente; claro que acompañada, este es su lado moral, de la ironía respecto de toda razón que se le oponga, y su descrédito para ponerse a favor de la corriente.
El cínico interpreta a su modo el “Dios ha muerto y el mundo real se ha vuelto fábula”, en el sentido de que no hay ya principio último que se oponga al interés y que toda carga normativa ha tornado un cuento de hadas. Él sí celebra el “entonces nos está todo permitido”, además toda posición puede ser argumentada, y el argumento débil puede hábilmente transformarse en fuerte y este en débil, por si hubiera que explicar algo a alguien. Entre los vestigios que habrían quedado barridos por esta nueva etapa capitalista habría que contar aquella subjetividad algo más laberíntica de la que formaban parte los sentimientos de culpa, remordimiento de conciencia, honorabilidad y demás elementos afuncionales
[19].
Desnudado por sí el sistema, la verdad hecha superficie, a la vista de todos y por todos captada, el cinismo como actitud..., ¿qué lugar le queda a una crítica de la ideología? ¿Cual es el lugar de la crítica? El sistema funciona ajeno a todo valor de verdad, a toda ontología de la verdad, pues se desenvuelve en un plano de pura inmanencia, sin desdoblamiento entre esencia y apariencia. Sucede como si la reflexividad ontológica o estructural característica de la sociedad moderna (
Marzoa) diera una vuelta de tuerca más. Nos referimos a esa cualidad distintiva de nuestra época por la que es la sociedad moderna la que pone la forma por la que ha de captarse a sí misma, esto es, establece su mismo ser, lo que aparece como
objeto, al mismo tiempo que el modo en que ha de ser registrado, su
concepto.
El hombre como clave del monoEste aspecto hegeliano-platónico, ese considerar que la relación de conocimiento no depende exclusivamente del sujeto, de que el objeto también puede cooperar en ella, mostrándose u ocultándose, que hay un desvelarse del propio objeto, un hacerse verdad o darse a la verdad por su parte, es un aspecto que
Marx elevó a principio metodológico. En los trabajos preparatorios a
El capital, publicados póstumamente como
Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política o
Grundrisse, se anotaba:
“La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc. La anatomía del hombre es una clave para la anatomía del mono. Por el contrario, los indicios de las formas superiores de las especies animales inferiores pueden ser comprendidos sólo cuando se conoce la forma superior. La economía burguesa suministra así la clave de la economía antigua, etc.”[20]
Adaptada a nuestro actual contexto esta perspectiva que
Marx plantea en términos biológico-evolutivos, nos permitiría interpretar que la nueva fase de desarrollo del capitalismo en que nos encontramos, caracterizada por el dominio total del poder financiero sobre el industrial o comercial, nos sitúa sobre una plataforma desde la que la anatomía de la fase anterior se nos revela en su verdad, con lo que, en la medida en que aquí tratamos de variantes de la misma especie, o de dos momentos de desarrollo distintos de la misma, tendríamos que a la postre la esencia de esta realidad quedaría penetrada en su significación y verdad. Los vestigios que aún pudieran permanecer de una fase anterior se han disipado definitivamente, y, en efecto, los indicios que se apuntaban han cobrado un desarrollo, una diferenciación tal que su significado que apenas se entreveía aparece ahora fácilmente comprensible
[21]. El factor clave que ha obrado como condición de conocimiento, condición epistémica, es precisamente esa diferenciación empírica de los componentes de la actual sociedad, el que haya llegado a ser “la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción”.
Varias veces
Marx ha jugado con este enfoque de concebir el propio desarrollo del sistema económico como un desenvolvimiento también cognitivo, como ese dar un paso hacia una situación estructural u ónticamente más clara, un abandonar cierta hipocresía que viene a ser sustituida por el cinismo, un cinismo, por tanto que es antes que actitud de sujeto alguno estructura objetiva. En los
Manuscritos volvemos a encontrar un paso interesante al respecto, en la comparación que
Marx hace entre la teoría económica de
Adam Smith y las teorías anteriores, mercantilistas y fisiócratas.
Marx considera que la economía política del primero dio un paso adelante por cuanto supo reconocer que la esencia subjetiva de la propiedad privada era el trabajo, y en consecuencia estableció este como principio de la economía. Con ello se situaba por encima del mercantilismo, del mismo modo que el protestantismo lo hiciera respecto del catolicismo, por lo que
Adam Smith vendría a ser, como ya lo denominara
Engels, “el Lutero de la Economía”, pues mientras que para el mercantilismo la propiedad privada era algo exterior, objetivo, y
Smith la reconduciría al interior del sujeto, del mismo modo que
Lutero había hecho con el paganismo externo del católico remitido con él a la fe interna. La economía política del trabajo pondría igualmente fin a la teoría fisiócrata de
Quesnay, que representaría el paso intermedio del mercantilismo a la economía política de
Smith, y en parte reflejo de las condiciones aún feudales, aunque justo en el momento de su superación, pues aun considera que el principio de la riqueza es la tierra, pero ya reconoce el trabajo como su necesario medio sin el que no se convierte en riqueza. Sin embargo, ese reconocimiento es parcial pues no se trata del trabajo como tal en su generalidad sino solamente del trabajo vinculado indisolublemente a ese elemento natural, a la tierra. Aun no se ha entendido a ésta como mero capital, aun no se ha tomado el medio de la agricultura como una extensión más de la industria. Pues bien, esta superioridad de la economía política de
Adam Smith y de
David Ricardo la interpreta
Marx como un despojarse por parte de la teoría económica de todo aquello que de algún modo encubre el desarrollo de la propia lógica del capital, de todo elemento extraño o condicionante externo a ella y reinar así ya en su generalidad:
“Si esa Economía Política comienza, pues, con un reconocimiento aparente del hombre, de su independencia, de su libre actividad, etc, al trasladar a la esencia misma del hombre la propiedad privada, no puede ya ser condicionada por las determinaciones locales, nacionales, etc, de la propiedad privada como un ser que exista fuera de ella, es decir si esa Economía Política desarrolla una energía cosmopolita, general, que derriba todo límite y toda atadura, para situarse a sí misma en su lugar como la única política, la única generalidad, el límite único, la única atadura, así también ha de arrojar ella en su posterior desarrollo esta hipocresía y ha de aparecer en su total cinismo”.[22]
El texto recuerda sin duda el capítulo primero del
Manifiesto en que se describía el proceso arrollador por el que el capitalismo se había desecho de todas las viejas ataduras, alguno de cuyos pasajes hemos traído aquí. Es
Marx quien subraya los términos
hipocresía y
cinismo que caracterizan vivamente ese cambio en el que la teoría abandona cualquier otra justificación del proceso productivo que no sea la que se atenga a las leyes propias de su desenvolvimiento, al menos en lo que se refiere a la aceptación del principio del trabajo como la fuente única de riqueza. La teoría es calificada de cínica por cuanto que a pesar de ese reconocimiento, de ese desnudamiento de lo económico, ni mucho menos aceptará criticar la inhumanidad de esa situación que tan claramente observa
[23].
Ahora bien, este avance cognitivo de la teoría económica es posibilitado por el despliegue mismo del capitalismo, pues al fin la economía política de Smith no sería sino su expresión, o, como dice
Marx, “un producto de la industria moderna”. O, más hegelianamente, el modo en que esa industria toma conciencia de sí: “
Ella [la economía Política] es el movimiento independiente de la propiedad privada que ha llegado a ser para sí en la conciencia, la industria moderna en persona”
[24]. Dicho de otro modo, ha sido necesario que la producción industrial llegara a un grado determinado de desarrollo para que la teoría pudiera tomar nota clara del mismo y hacer del trabajo el principio básico de la riqueza. Por ello mismo su desvergüenza no deja de crecer, pues dará por buena esa explotación descarada del trabajador y se mantendrá inmutable ante tales consecuencias, pero eso no impide reconocer su mayor penetración y verdad:
“No solo aumenta el cinismo de la Economía Política relativamente a partir de Smith, pasando por Say hasta Ricardo, Mill, etc, en la medida en que a estos últimos se les ponen ante los ojos, de manera más desarrollada y llena de contradicciones, las consecuencias de la Industria; también positivamente van conscientemente cada vez más lejos que sus predecesores en el extrañamiento respecto del hombre, y esto únicamente porque su ciencia se desarrolla de forma más verdadera y consecuente”[25].
Y en el libro I de
El capital volvía sobre esa conexión entre la diferenciación económica y su conocimiento: “hace falta que la producción de mercancías se desarrolle en toda su integridad, para que de la experiencia nazca la conciencia científica”
[26].
Solo una vez puesta la realidad “ante los ojos” la teoría pudo contemplar qué es lo que tenía frente a sí. Tres planos se diferencian ahí: 1) El empírico u óntico, por el que la realidad económica se desvela a sí misma. 2) El cognitivo, por el que esta es captada por la teoría. 3) El moral, en el que a esa desnudez de la realidad se le corresponde con no menor desvergüenza de los sujetos. Los tres, como se deja ver, intrínsecamente relacionados, por eso
Marx podía decir: “El cinismo reside en las cosas y no en las palabras que expresan las cosas”
[27].
Dejemos meramente apuntado, por lo demás, esta continuidad del enfoque hegeliano de la tesis que estamos exponiendo, que con distintos desarrollos, caras y matices, encontramos desde los
Manuscritos a los
Grundrisse y
El capital pasando por el
Miseria de la filosofía y el
Manifiesto.Venimos calificando de hegeliana esta perspectiva por cuanto que es, en efecto, una especial concreción de la idea que de la filosofía en su relación con la realidad mantenía el autor de la
Fenomenología del espíritu. Si la filosofía venía a ser como el búho de Minerva que “solo alza su vuelo al ocaso” era porque debía darse como condición previa para la captación de la esencia de las cosas el que se diera un despliegue completo de la realidad, pues el pensamiento “aparece en el tiempo sólo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación”. Para que penetremos en la realidad social ésta tiene antes que alcanzar su máximo grado de desarrollo. “Lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: solo en la madurez de la realidad aparece lo ideal”
[28].
Lo saben y, sin embargo, lo hacenLa aguda idea de
Zizek de que el cínico sabe, pero se comporta como si no en su conducta, de que supera la ilusión en el plano del
conocimiento, de la conciencia, pero no en el plano de la
acción, que hay una especie de creencia externa, encarnada en el hacer, actuar, de que a diferencia del esquema clásico de la ideología “no lo saben, sin embargo lo hacen” (“
Sie wissen das nicht, aber sie tun es”), el del cínico sería “lo sabe, aun así lo hace, como si no lo supiera”, creo que no agota la conducta cínica. El cínico puede, en efecto, actuar como si la realidad fuera otra, pero no por una fuerza (fantasía) inserta en las cosas, externa, sino sencillamente porque de esa realidad se beneficie, porque sea muy consciente de que le sale a cuenta hacerlo así. No se requiere, pues, acudir, al enfoque, por otra parte brillante, de la ideología materializada, al margen de su verdad
[29]. Ese enfoque, por otra parte, puede ser aplicado a cualquier sociedad, pues sepan o no las gentes, siempre se da esa fantasía inserta en las costumbres, instituciones, externa por la que se actúa, como si la realidad fuera otra; los ejemplos puestos por
Zizek, de la burocracia, acudiendo a
Kafka, de la ley y de las costumbres recurriendo a
Pascal, podrían valer para otras formaciones sociales. Lo nuevo del capitalismo sería generalizar la conciencia desnuda, el saber.
Zizek, aunque afirma el carácter externo de esa fantasía, sin embargo no puede prescindir de la psique, puede hacerlo de la conciencia, pero no del inconsciente. El cínico sabe de la realidad, pero en su inconsciente fantasea con que no es como lo sabe, y quiere creer. Ese fantasía que pasa por el inconsciente es exactamente el punto que me parece innecesario en el caso del cínico capitalista; no precisamos de
Lacan aquí.
Sloterdijk habla de “realismo perverso”
[30], para referirse a nuestra situación, matriz de lo cínico. En efecto, esto es lo más característico del capitalismo actual: satisface todos nuestros deseos, nuestras ilusiones, utopías, pero de manera perversa. Queríais acabar con el puritanismo, aquí tenéis el sexo al alcance de todos; imaginabais una sociedad en que el arte perdiera su transcendencia, ahí lo tenéis, formando parte de la vida cotidiana, todo es diseño, todo es musical; queríais que al arte también fuera para el pueblo, cuando nunca lo fue tanto, cuando el plebeyo puede escuchar a las mejores orquestas del mundo en el momento que lo desee; que todos fueran alfabetizados, que alguien se preocupara por su salud, dieta, que vigilara por que no se desviara o perdiese (biopolítica)...
Marcuse lo vio, y dio marcha atrás, vio que la represión del sexo no era tal, y empezó a pensar en un sexo-amor, vio que la desublimación estaba al orden del día y construyó su concepto de
sublimación no represiva frente a lo que llamó
desublimación represiva[31]. Todo es vaciado en su realización: la felicidad, desde una altura haciendo
puenting; la realización: ganar el primer millón de dólares; el éxito: en forma de fama, una fama que es debida a ninguna otra condición que lo de ser famoso, al mismo aparecer.
La satisfacción de las primeras preferencias, perfectamente acordes con el sistema, difunde un goce que compensa otros malestares. Ahí radica la alienación, se dirá.
Marcuse y otros la han situado en un nivel bio-antropológico. Lo nuevo está en que no hay ceguera en ello, que cognitivamente el individuo sabe bien qué hace. Sabe que rinde tributo a un Dios falso, pero le gusta y saca algún partido de ello, recelando de las alternativas que se le ofrecen, respecto de cuya viabilidad no le faltan razones para dudar. El autocuestionamiento crítico de una conciencia ilustrada de aquellas preferencias resulta, entonces, innecesario. El sujeto sabe que los Reyes son los padres, pero juega a comportarse como si no lo supiera. Este es el cinismo de las gentes, distinto del de las élites dominantes, su impudicia, su desvergüenza. Suscita dudas que se pueda decir, como hace
Zizek que es la ilusión inconsciente la que opera ahí. Estaría por ver que hubiera siquiera una ilusión de esa naturaleza.
El cinismo supone una importante transformación de la categoría de
alienación, su desaparición en el sentido de inconsciencia, en su dimensión
cognitiva, lo que no quiere decir que pueda, y deba, mantenerse en un sentido
ontológico. Desde el punto de vista
objetivo sigue sucediendo aquello que se decía en
El capital: “Así como en las religiones vemos al hombre esclavizado por las criaturas de su propio cerebro, en la producción capitalista lo vemos esclavizado por los productos de su propio brazo”
[32]. Igualmente cabe el concepto en todo lo que se refiere a la falta de control del hombre respecto de su existencia, respecto de lo que siente como necesidad y tan solo son seudonecesidades creadas por el mercado, etcétera.
Habría que distinguir entre el cinismo propio de la situación normal del capitalismo tardío del cinismo desencadenado en la situación de crisis. En el primer caso, el cinismo radica en la aceptación sin coartadas de la explotación a cambio de otros rendimientos: los obtenidos como
consumidor, agente con cierta capacidad de compra, o como
cliente de los servicios recibidos del Estado de bienestar
[33]. Bien valdría aceptar la explotación a cambio de las compensaciones como consumidor y cliente.
En las situaciones de crisis, como la actual, todas esas
compensaciones se vienen abajo, lo que da lugar a una quiebra de una especie de pacto social; a los perjuicios del sistema económico que se incrementan se suma el recorte de las compensaciones, por el estrechamiento de los servicios públicos del Estado social. Retirados los trajes de
consumidor y
cliente que hacían más confortable la vida del trabajador este queda ahora expuesto en su total vulnerabilidad. Según la teoría clásica, ese sería el momento crítico indicado para la revolución o en su caso para que la estructura ideológica mostrase su efectividad, pero si el papel de la ideología, al menos como discurso generador de falsa conciencia, ha quedado inutilizado habría que recurrir a otra explicación para dar cuenta de la falta de una insurrección generalizada. En realidad, lo que ocurre, al menos en las sociedades de capitalismo desarrollado, es que muy pocos desearían la revolución, en primer lugar porque para la gran mayoría la situación no es tan desesperada, pero además el coste de la acción sería muy alto y lo obtenible a cambio demasiado incierto. Dado que en política lo que cuenta es el juicio, que se mueve siempre en un marco de incerteza, no cabe menos que considerar dentro de lo razonable esta actitud. Descartada la respuesta revolucionaria, sí parece no menos razonable una respuesta activa ante la crisis. Solo la
resignación ante la falta de convencimiento de que existe otra
alternativa, y la persistente esperanza en la reversión hacia las antiguas condiciones alimentada por la
inercia de los efectos del estado anterior pueden explicar la actual parálisis de la acción. En ninguno de los dos casos es una cuestión de falta de conocimiento o conciencia
[34].
Habermas también considera que en las sociedades modernas, las de capitalismo tardío, la
ideología, en cuanto visión global del mundo, ha desaparecido, con todas las viejas imágenes del mundo. En un mundo desencantado, la liberación de flujos críticos ha cortado todo arraigo de aquellas imágenes. Los mecanismos ideológicos ya no generan aquel efecto de velamiento, de falseamiento de la conciencia; la racionalización del mundo de la vida, con el desencadenamiento de los potenciales críticos no concede lugar a cosmovisión alguna. Sin embargo, no por ello el mundo de la vida queda totalmente librado del tipo de integración promovida por los subsistemas económico y administrativo, que ahora se imponen desde
fuera, ya no a través de creencias o ideas, los efectos de la falsa conciencia crecidos en el mundo de la vida. La integración social y comunicativa se ve en la actual sociedad continuamente acosada por aquellos imperativos que imponen su integración sistémica. El diagnóstico de
Habermas es que el papel de la ideología en estas sociedades ha sido sustituido por uno de carácter funcional: la diferenciación del ámbito de la cultura, de los campos científico, moral y artístico, su
expertización hace difícil a la conciencia cotidiana nutrirse de ellos, por lo que le resulta imposible constituir una concepción de conjunto, articulada. Permanece, entonces,
difusa y destotalizada, sin capacidad de síntesis,
fragmentada [35]. “La falsa conciencia ha sido sustituida hoy por una conciencia
fragmentada que elude toda ilustración sobre el mecanismo de la cosificación”. La tradición, por otra parte, ya debilitada, nada puede aportar de consistencia, y los saberes de expertos que mantienen un desarrollo obediente a su lógica interna de carácter excluyente, no resultan accesibles y en todo caso no pueden proporcionar concepción global alguna con fuerza práctica, así la conciencia cotidiana resulta vulnerable a los imperativos de los subsistemas del poder y del dinero.
De este modo, una teoría de la cultura, encuadrada en las relaciones sistema-mundo de la vida viene a sustituir a “la anticuada teoría de la conciencia de clase”. Y puede dar cuenta de aquellos efectos cosificadores que con tanta fuerza enfatizó.
En suma, la función que cumplía la ideología, posibilitar la cosificación, la integración sistémica, se cumple de otro modo:
a) Esa función no es generada
internamente, desde dentro del mundo de la vida por un cosmovisión determinada que vehicula un modo de vivir, de estar, que falsea la conciencia y sujeta al individuo a las exigencias económicas. El subsistema económico impone sus pautas desde
fuera.
b) Esa imposición se hace factible, porque aunque el mundo de la vida, su
forma de entendimiento[36], su estructura de comunicación ha ganado en capacidad crítica debido a la diferenciación de sus campos (ciencia, moral, arte) y a su distanciamiento de contextos normativos que hace difícil cualquier arraigo de las ideologías, esos mismos factores resultan poco asumibles por la conciencia cotidiana, y cuando se da su influencia, su propia naturaleza de especialización diferenciada imposibilita una visión totalizante, con la consecuencia de que esa conciencia adquiere un carácter de
fragmentación, desarticulación.
De este modo la función de la “falsa conciencia”, de aquel mecanismo que a través de
contenidos sustanciales (creencias, valores, ideas, sensibilidad) provocaba un efecto de cámara oscura, de relaciones invertidas en nuestro conocimiento es sustituido por un factor de carácter
formal o
estructural. Lo que facilita la brutal incursión o
colonización del mundo de la vida no es contenido alguno determinado, sino la
desarticulación de la conciencia, su incapacidad para obtener una concepción global de efectos en la praxis. Y tal desarticulación se produce por un factor ligado a la
modernización misma, no al capitalismo, a saber: la
diferenciación del campo cultural, del conocimiento, de la moral y el arte, su especialización progresiva obediente a criterios de lógica interna. El individuo asume difícilmente sus contenidos, solo de manera muy parcial, y tales contenidos no se enlazan conceptualmente con otros por la especialización excluyente y la parcialidad con la que son aprendidos. Tampoco la tradición puede ya acudir en su ayuda, de suerte que su situación le deja indefenso ante las pautas de vida que promueven los pujantes subsistemas del poder y del dinero.
Tenemos, pues, que la diferenciación moderna del campo de la cultura ha tenido un rendimiento ambiguo a este respecto: si bien, por un lado ha facilitado la labor crítica, la liberación del individuo de las viejas ataduras a las cosmovisiones tradicionales, por otro lo deja desprotegido ante el dinamismo invasor de los subsistemas económico y administrativo. El mundo científico-técnico nos ha desembarazado de la ideología pero no de la economía, ni del tipo de intervención propias del Estado, de la monetarización o de la burocratización.
Según este planteamiento,
Marx habría podido dar cuenta de la hegemonía del subsistema económico, pero los efectos cosificadores, lo que denominaba “abstracciones reales”, no se derivan solo, como creía, de la
teoría del valor, de la transformación del trabajo vivo y concreto en inerte y abstracto, ni son vehiculados a través de su reflejo
ideológico, pues la estructura comporta otros efectos como los derivados de la transformación del trabajador también en
consumidor, y no son trasladados al mundo de la vida por la ideología sino por la nueva
desprotección en que se sitúa este sistema. Por otra parte, están todas las reificaciones introducidas por la intervención estatal en cuanto que el trabajador se ha convertido en
cliente de aquel (servicios del Estado social).
Acción, pasión, nihilismoLa filosofía del mismo siglo de
Marx, de
Jacobi y
von Baader a
Nietzsche, tomó buena nota del nihilismo que los nuevos tiempos traían consigo, pero sus síntomas y etiología difieren ciertamente de los que más preocuparon a aquel
[37]. Por ejemplo, a
Marx no le preocupaba justamente aquello en que aquel hombre de negocios y filósofo que fue
Jacobi hacía estribar la última raíz de este mal, a saber, el plegamiento de la realidad al espacio del sujeto, la subjetivación definitiva del mundo, como se revelaba emblemáticamente en el idealismo fichteano
[38], el mismo mal, aunque visto como momento necesario y superable, y superado, del que
Hegel entendió el terror que siguió a la revolución francesa como consecuencia. En consonancia con el diagnóstico jacobiano estaría el que mucho más tarde, en forma distinta y bajo la etiqueta de
humanismo, abordaría
Heidegger.
Marx compartió siempre esa
actividad del sujeto, y, como se refleja en la primera
Tesis sobre Feuerbach[39], lo que de esto le parecía criticable era que aquella actividad (
Tätigkeit) solo fuera vista de manera abstracta (
abstrakt), en el plano del pensamiento, no en el real y sensible (
wirchliche, sinnliche Tätigkeit), solo como actividad teórica y no también como
praxis, actividad de transformación real de las cosas, actividad revolucionaria, crítico-práctica. Y precisamente, en consonancia con ello, lo que le achacaba
Marx es justamente lo inverso de
Jacobi, ¡que no comprendiesen lo real verdaderamente como subjetivo (
subjektiv)!, claro que entendiendo por este calificativo algo distinto. Entender lo real como subjetivo significaba para
Marx no su reducción a concepto, sino su comprensión como algo modelado en su substancia misma, en su materialidad por la actividad humana sensible (
mensliche sinnliche Tätigkeit), captar la realidad como ya resultado de los trabajos del hombre, como realidad humanizada. (
Marx podría estar de acuerdo con
Jacobi en que efectivamente la reducción abstractiva de la realidad a mero concepto es nihilificarla, reducirla a nada, en lo que se anticiparía la crítica nietzscheana. Pero hasta ahí toda la coincidencia, pues no criticaría en absoluto que se resaltara ese lado activo (
tätige Seite). El problema era no haberlo entendido cabalmente, lo que significaría en cierto sentido no haber sido suficientemente nihilista. Habría, pues, ahí por parte de
Marx una asunción positiva del “nihilismo”, aunque él nunca vería esto como tal. El problema de la sociedad moderna sería que esa actividad bajo la forma de trabajo se hacía bajo condiciones de explotación, bajo el dictado de la ley del valor que vaciaba todo de contenido, el que el modo de producción se autonomizase invirtiendo su objetivo racional.
“Por eso, la concepción antigua según la cual el hombre (…) aparece siempre igualmente, como objetivo de la producción, parece muy excelsa frente al mundo moderno donde la producción aparece como objetivo del hombre y la riqueza como objetivo de la producción. Pero, in fact, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc de los individuos, creada en el intercambio universal?¿[qué sino] el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas naturales, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza? (…) En la economía burguesa –y en la época de la producción que a ella corresponde– esta elaboración plena de lo interno, aparece como vaciamiento pleno, esta objetivación universal, como enajenación total, y la destrucción de todos los objetivos unilaterales determinados, como sacrificio del objetivo propio frente a un objetivo completamente externo”[40].
No sorprende a la luz de lo anterior el que se haya tachado también a
Marx de nihilista, por esa misma razón, por esa aprobación del activismo del sujeto, lo que, por otra parte, vendría confirmado por las numerosas citas que abonarían las ideas de progreso, el productivismo, la idea de una sociedad de la abundancia, etc
[41]. No es tan lineal, sin embargo, su planteamiento, pues ese activismo no se autonomiza necesariamente. En los
Manuscritos encontramos que ese sujeto del trabajo se percibe a sí como parte de la naturaleza
[42], a esta como cuerpo inorgánico del hombre, por lo que la idea de la primacía del sujeto junto a la crítica a la mercantilización debiera conducir más bien a una actitud de cuidado y protección. Es más, la crítica que en esa obra dirige a la alienación en la sociedad capitalista concierne a una dimensión esencial del ser humano, a su carácter de
ser genérico, que tiene como una de sus facetas la dimensión de la universalidad de su acción en el sentido de que es capaz de atender los fines de otras especies, y así es capaz de velar por el planeta en su conjunto. La potencia universal de su praxis no se traduce pues en la conversión de todo en producto, por mucho que no deje de haber ahí una primacía del sujeto. La cuestión reside en cómo se entiende este sujeto a sí mismo y su relación con lo otro de sí.
Historia, posthistoria, humanismo y posthumanismoAnte esa situación, un amplio abanico de respuestas emerge. Dejemos anotadas sucintamente algunas:
—
Nostalgia de lo perdido: recuperación del sentido en el refugio en comunidades primarias: nacionalismos, comunitarismo, pensamiento identitario, revitalización de las creencias religiosas.
—
Instalación en el cinismo,
la actitud promovida con mayor intensidad por el sistema. Verdadero danzar ante la muerte.
—
Renuncia a la acción, o a un tipo de la misma según se mire:
Gelassenheit, tornarse pastores del ser en
Heidegger. La característica de nuestro tiempo, según este enfoque, es la “
pérdida de arraigo”, cuya causa última se hace estribar en el poder oculto del
dominio de la técnica. El ser humano es incapaz siquiera de encauzar ese devastador poder. Sólo le queda el recurso del
pensar meditativo, recuperar esa su condición mas propiamente humana, de la que ha huido, y abrirse a lo oculto del misterio, a ese darse y al mismo tiempo retirarse del ser, que supondrá una nueva relación con las cosas. Solamente de ese modo cabe alcanzar un nuevo suelo de arraigo, un “apacible habitar entre cielo y tierra”. El filósofo suabo nos recordaba las palabras del poeta Hebel: “Somos plantas –nos guste o no admitirlo– que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto”
[43].
Bien puede interpretarse que a lo que remite este planteamiento es a algo muy semejante a lo que cierto comunitarismo ha defendido en términos más concretos y explícitos. Es indudable, como en aquel, la reacción herida ante lo que supuso la modernidad, la presencia de aquella contraposición, que
Tönnies formulara, entre
Gesselschaft (sociedad) y
Gemeinschaft (comunidad). Las referencias a la pérdida de la tierra natal, el auténtico vivir del campesino, la conversión de la vieja agricultura en “industria alimentaria motorizada”, el rechazo de la vida urbana apoyarían esa clave nostálgica
[44]. Caben, claro, interpretaciones en claves más orientalizantes o místicas. ¿No era también a cierto misticismo a lo que apuntaba el
Wittgenstein constatador de la crisis definitiva de fundamentos, de que el límite del mundo era el del lenguaje
[45].
El problema es que el diagnóstico heideggeriano de nihilismo se hace con categorías de tal grado de abstracción, exentas de mediación alguna con las ciencias sociales, que la distinción entre democracia o dictadura ya tanto monta: dado el “dominio universal de la voluntad de poder en la historia, vista en su extensión planetaria. Todo se encuentra hoy en esta realidad se llame comunismo, fascismo o democracia universal”
[46].
En
Bataille aquella renuncia toma la forma de
inacción rechazadora del cálculo, del miedo a la muerte, en favor de una economía del gasto, del no ser nada, del sustituir la
voluntad de poder de la acción por una
voluntad de suerte que en el instante posibilite la novedad