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El café de Ocata
Me he ido alejando de la televisión. Cada vez me interesa menos lo que veo y no creo que sea tanto un problema de los programadores como mío, que todo me suena a visto y revisto. Me pasa casi lo mismo con el cine. Y con buena parte de las novelas que empiezo y que no consigo acabar (hago una excepción notable con las recomendaciones de mi amiga B., que siempre son certeras). Cada vez leo menos libros nuevos y más libros viejos, porque encuentro en ellos posibilidades de pensamiento que han quedado sin desarrollar en el ogulloso presente. Cada vez me interesa más la historia, especialmente tal como la cuentan sus protagonistas porque todos sabemos que es inevitablemente parcial y, por eso mismo, es más honesta.
Cada vez tengo más ideas para desarrollar, más libros en proyecto. Así que he de ordenarlos bien en fila. Sin embargo, los proyectos son caprichosos y se mueven por la fila un poco a su antojo, de manera que siempre acabo escribiendo el que no era el primero. Y eso está bien.
Cada vez creo comprender mejor a Kant, hoy tan denigrado. Me parece que a él no le importaba tanto encontrar un imperativo moral categórico como responder a la pregunta de cómo ser moral de forma no fragmentaria. El imperativo categórico es la respuesta que encuentra a esta pregunta. A su parecer, sólo el deber puede mantenernos unidos a nosotros mismos. Su pregunta es la mía, su respuesta, si hago caso a mis actos, no. Pero pudiera ser que eso que llamamos prudencia sea el intento de ser moral fragmentariamente sin por ello sentir mucha vergüenza.
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El café de Ocata
Encuentro en el más que interesante libro que ha escrito Jonathan Haidt con Greg Lukianoff, La transformación de la mente moderna (título de claras resonancias bloomianas), un fragmento del discurso que en junio de 2017, John Roberts, presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, pronunció en la ceremonia de graduación de la escuela de secundaria de su hijo. Lo traigo hasta aquí porque es un magnífico ejemplo de resistencia contra el papanatismo de cierta educación emocional:
“Espero que, de vez en cuando, en los próximos años, os traten injustamente, para que así lleguéis a conocer el valor de la justicia. Espero que sufráis la traición, porque eso os enseñará la importancia de la lealtad. Lamento decirlo, pero espero que os sintáis solos de vez en cuando, para que no deis por seguros a vuestros amigos. De nuevo, os deseo mala suerte de vez en cuando, porque así seréis conscientes del papel que desempeña el azar en la vida y que el fracaso de los demás tampoco es completamente merecido. Y cuando perdáis, como os ocurrirá en algunas ocasiones, que de tanto en tanto vuestro adversario se regodee en vuestro fracaso. Es una forma de que entendáis la importancia de la deportividad. Espero que os ignoren, para que sepáis qué importante es escuchar a los demás, y espero que sufráis el suficiente dolor para aprender a ser compasivos. Desee o no estas cosas, van a ocurrir. Y que saquéis provecho de ellas dependerá de vuestra capacidad de ver un mensaje en vuestras desgracias.”
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El café de Ocata
Suelen comenzar las reuniones hablando de nuestras cosas: qué hemos hecho, con quién, por dónde… Es una introducción frívola a lo serio. Porque, así como la justicia puede ser el fruto de la injusticia, lo serio puede surgir de lo frívolo. Llevamos tiempo reuniéndonos y ha ido cuajando la amistad que nos permite alegrarnos sinceramente de las alegrías de los demás. Ayer faltaba uno que excusó su ausencia y otro que anda estos días contemplando desde la orilla china del río Yalu el paisaje, geográfico y humano, de Corea del Norte.
Tras los prolegómenos, nos ponemos serios y vamos al tajo. Ayer nos esperaba la Res publica de Cicerón tal como es leída por Leo Strauss.
A veces se oyen decir cosas un poco lastimosas sobre la filosofía: que es una intensidad, que lo importante para ella son las preguntas, que es un pensamiento de segundo grado…
Marx, con el humor corrosivo que lo caracteriza, aseguraba que entre la filosofía y el estudio del mundo real media la misma relación que entre la masturbación y el amor sexual.
Kierkegaard, con el humor melancólico del pato domesticado que ve volar en primavera a los patos salvajes, defiende que lo que los filósofos dicen de la realidad es a menudo tan decepcionante como el cartel que puso en su tienda un mercader: "Aquí se plancha". El que llevaba su ropa a planchar, se llevaba un chasco: el cartel estaba en venta.
Y Oscar Wilde, con su humor lapidario, entre cínico y resentido, dejó escrito que la filosofía nos enseña a soportar con ecuanimidad las desgracias ajenas.
Pero nosotros, rodeados de los pinos y encinas de Collserola y, de vez en cuando, del gruñido de algún jabalí, sabemos que la filosofía es otra cosa o, al menos, que es, sobre todo, otra cosa: es la conquista de una perspectiva sobre el mundo en la que Platón, Aristóteles, Jenofonte, Cicerón, Lucrecio, Maquiavelo, Nietzsche… encajan: es la sensación de poder del teórico que ningún hombre práctico comprenderá nunca cuando lo ve tropezar y dar de narices contra el suelo por andar mirando las estrellas. Es lo que decía Pierre Bayle:
"Podría compararse a la filosofía con unos polvos tan corrosivos que, tras haber consumido las carnes purulentas de una llaga, roerían la carne viva y corroerían los huesos, horadándolos hasta los tuétanos. La filosofía refuta, de entrada, los errores, mas, si no se la detiene en ese punto, ataca las verdades, y, cuando se la deja campar a sus aires, llega tan lejos que uno no sabe ya hasta dónde ha llegado, ni sabe ya cómo detenerse".
En realidad, nosotros sí sabemos cómo detenernos. Nos detiene el anfitrión cuando se levanta, se retira a la cocina y aparece poco después con una bandeja de escones, una tetera a rebosar, mermelada y crema. Así, mientras el atardecer se desploma sobre Collserola, nosotros volvemos a hablar, con la boca poblada de sabores caligráficos, del mundo en que vivimos, que es el mundo en el que pensamos más el mundo en el que aprietan los zapatos.
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El café de Ocata
Durante unos meses tuve estos versos de Miguel Torga clavados en la pared, delante de mi mesa de trabajo:
Esperanza.
Quiero que seas
la última palabra
de mi boca.
La mortaja de sol
que me cubra y resuma.
Como en la despedida sólo hay bruma
en el entendimiento
y hasta el aliento traiciona a la voluntad,
grito ahora tu nombre a los cuatro vientos.
Te juro, mientras puedo, lealtad
por toda la vida y en todos los momentos
Ya no están en la pared. Ahora los guardo en mi memoria.
Mi memoria... ¡Si fuera mía…! ¡Si fuera, de verdad, su propietario…! ¡Otro gallo me cantaría! Pero a la memoria, como a la inteligencia y a la salud, se la tiene de inquilina y hay que tratarla bien, para que no se canse de nosotros.
He llegado hace un par de horas de Valladolid. Me gusta Castilla y me gusta la gente de Castilla. Me parece generosa y afable y aún utiliza como la cosa más normal expresiones como "al filo de la medianoche". Cené, de entrada, sopas de ajo. Y, después, todo fue exceso.
Castilla es ese mesón en el que uno siempre encuentra lo que lleva consigo. De ahí la importancia de llegar con el firme propósito de dejar puertas abiertas al partir.
Hablé, entre otras cosas, de la escuela de Villablino, quizás la primera experiencia de renovación pedagógica que se hizo en España. Pero me sorprendió que no la conocieran los profesores que me escuchaban. Por la noche, en los estudios de la televisión de Castilla y León, Lucía Rodil, subdiretora de informativos, me dijo que buscaría documentación para dedicarle un reportaje o un documental.
Me temo que nada nuestro es del todo nuestro (salvo, quizás, la mala conciencia), pero la esperanza es de lo más nuestro.
Esta mañana he salido temprano del hotel para dar un paseo por las calles de Valladolid. El sol iluminaba en diagonal las fachadas de poniente arrancándole luces destelleantes al ladrillo y sombras compactas a los balcones, y al fondo, la torre de alguna iglesia se fundía en el contraluz. He respirado, goloso, el aire fresco de la mañana y con eso ha sido suficiente. -->
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19:39
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El café de Ocata
Largo paseo con Bruno, 9 años. La tarde era cálida, de cielos de un azul ligeramente enharinado, casi -sólo casi- bochornosa. Ya que nos habíamos quedado los dos en casa, he pensado que lo mejor sería ir a dar una vuelta. Le ha apetecido ir al cementerio y he creído que era una decisión magnífica. Hemos recorrido, cogidos de la mano, las calles flanqueadas de nichos y tumbas modernistas del cementerio del pueblo mientras él me iba comentando todo lo que le pasaba por la cabeza a un ritmo de música de feria. ¡Y válgame Dios, cuánto ha sido! Estaba especialmente dicharachero, extrovertido y se lo veía alegre y confiado, como si estuviera convencido de que el mundo es un lugar que sólo nos puede deparar sorpresas agradables.
Cada vez que saltaba de un tema a otro comenzaba por un "¡Yayo...!" No sé cuántos yayos habré oído, pero difícilmente habrán bajado de los quinientos. Un auténtico bombardeo de escenas desordenadas de su vida. Me ha hablado de las películas que le gustan y de las que no; de los amigos del cole y de las cosas que hacen algunos más valientes que él-"más temerarios", le he puntualizado yo. De cómo los miedos acaban haciéndote ver sombras extrañas cuando te levantas por la noche. De lo que le gusta comer y de que teniendo un purificador de agua en casa se ahora mucho dinero; de su padre, de su madre... me ha explicado con detalle por qué todos los seres vivos somos hermanos y cómo la primera célula llegó a la tierra en un meteorito, de la vida de las tortugas, de que ya no sé lo que te iba da decir, de por qué me gusta enfadar a mi primo... que no le puede mentir a su madre...
Y yo iba feliz, a su lado, aunque me resultaba imposible seguir el ritmo frenético de sus imágenes. Mi velocidad mental no da para tanto.
Uno quisiera preservar a los suyos de todo mal, hacerles de parachoques, de escudo, de blindaje existencial... de trinchera, si hace falta. Pero sólo ellos estan en la primera línea de sus vidas.
Uno querría detener el tiempo o, en todo caso, volver a vivir lo vivido; uno querría... empapada el alma de palabras bajo esta borrasca de comentarios, voy dejando un rastro de bienestar por donde paso.
Pero al volver a casa me entero de que otro amigo ha muerto y de que, al final, parece que Franco acabará donde él quería, en El Pardo.
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21:37
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El café de Ocata
Comienzo a comprender a aquellos ancianos de mi pueblo que se llevaban las manos a la cabeza al ver que la juventud estaba poniendo todo su mundo patas arriba. Comienzo a comprenderlos porque comienzo a sentirme... aún esporádicamente, es cierto, identificado con ellos.
Si en los sistemas naturales los animales que estorban son expulsados del ecosistema con violencia, en los sistemas culturales el viejo es viejo cuando no espera a ser expulsado para comenzar a irse. Poco a poco se le va retirando aquella admiración con que contemplaba el mundo, ya que cada vez se le antoja más incomprensible. No cabe en las nuevas costuras. Así que se se refugia en el cuartel de. invierno de sus recuerdos, donde se ha refugiado también la lógica ausente del mundo circundante. Se siente, en cierta forma, más próximo a los muertos que a los vivos, porque a aquéllos los comprende más.
Los jóvenes hacen lo que tienen que hacer, vivir su vida, porque además de ser hijos de sus padres, son hijos de su tiempo y su tiempo es suyo. Los ha acogido y les proporciona el sentido que necesitan para vivir acomodados entre las cosas. Entre sus cosas.
El viejo, mientras se retira, mira de reojo al niño que va de la mano del joven y no pude dejar de sentir una cierta solidaridad con los jóvenes a los que no comprende.
Es el retorno de lo mismo.
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17:11
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El café de Ocata
Hemos roto la sagrada rutina dominguera para dar una vuelta a medio día por el Born y el Pla de Palau. Sí, Barcelona está muy bien, pero demasiada gente yendo de aquí para allá como ovejas descarriadas. En mi plaza de Ocata tengo mi mesa, mi café -exquisito- con un trocito de coca, mis libros y mis viejos conocidos de las mesas adyacentes. Hasta las palomas nos están tomando confianza. Ahora se suben a las mesas y no hay manera de asustarlas. Al menor descuido, te quedas sin coca.
El otro día mi nieto G., de 5 años, vio morir una paloma. Estaba inmóvil en una rama y de repente cayó al suelo sin vida. Entre varios niños le hicieron un digno funeral.
Cuando eres joven ves la rutina como una condena. Necesitas hacer lo diferente simplemente para no hacer lo mismo. Con la edad vas cobrando gusto a la repetición, esa cosa sacramental de los trabajos y los días. La previsibilidad, precisamente porque la sabes inevitablemente provisional, te parece un milagro y que el mismo camarero te sirva en la misma mesa, con los mismos gestos, el mismo café con leche, algo fantástico, extraordinario, homérico. Una gesta de la existencia remontando a contracorriente el tiempo.
Uno vive -entre otras cosas- para ganarse el derecho de tener rutinas y creerse propietario definitivo de una ramita en el gran árbol de la vida.
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21:37
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El café de Ocata
Lluvia y trabajo.
Debiera dejarlo aquí. Este 21 de septiembre ha llovido y he trabajado. Podría añadir, quizás, que a ratos he adelantado algo y que, como tributo a la meteorología, he hecho lentejas. Pero la mayoría del tiempo he estado dando vueltas a la efigie sin descubrir su enigma, haciendo y deshaciendo, como el burro de Oknos el soguero.
No creo que lo importante sean las preguntas. Lo importante es la respuesta. Se podría decir que la respuesta sólo tiene sentido en relación con la pregunta, pero no siempre es así. Hay veces en que estás en paz contigo mismo y con cuanto te rodea y te domina una sensación de encaje que es la respuesta directa a todas las preguntas posibles. La sobreabundancia de respuesta supera a cualquier pregunta que podamos formular.
Pero esto pasa cuando pasa.
Está en el aire de los tiempos. Hay que hablar mejor de las preguntas que de las respuestas; del fracaso mejor que del éxito; de la emoción mejor que de la razón; y de la imperfección mejor que de la perfección.
Aunque el fracaso se ha convertido en virtud, a mi me pone de mal genio, pero es que igual soy muy raro.
De la emoción estoy cansado de hablar.
Sobre imperfección tengo que decir alguna cosa. Cuando escribí el Elogio de las familias sensatamente imperfectas, estaba pensando en la sensatez. Cuando me preguntan por ese libro suelen resaltar, sin embargo, la imperfección. Aquí el matiz es lo que importa.
El hombre, decía Ortega, admite grados. Esto es poco democrático, pero qué le vamos a hacer. El hombre admite grados. Y así como la perfección no los admite, la imperfección los admite de sobra. Contentarse con ser imperfecto es una memez. Al menos, aspiremos a ser lo menos imperfectos posibles, aunque sólo sea de vez en cuando.
Hay en el aire de los tiempos también una animadversión al principio categórico kantiano. El deber no tiene glamur. Incluso más de un cristiano que no se atreve a poner en cuestión los mandamientos, se desahoga criticando a Kant. Pero aquí, en Kant, sí que son importantes las preguntas. La pregunta que guiaba a Kant no era la de saber cómo hemos de actuar, sino la de la posibilidad de ser morales fragmentariamente.
Sigue lloviendo. Apago el ordenador. Mañana será otro día.
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23:51
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El café de Ocata
Acabo de llegar de Madrid. Me gustan ese pueblo y sus gentes, sus extravagancias, su aristocracia y su aire plebeyo. Y hoy me ha gustado especialmente el Oratorio del Caballero de Gracia, a donde he entrado acuciado por mis necesidades.
He aprovechado el tiempo que tenía libre por la mañana para visitar un par de librerías de viejo. He vuelto a casa con
La vida de J. Balmes de Benito García de los Santos (1848),
Menéndez Pelayo y sus ideas, de Edmundo Gonzáles Blanco (1930) y los dos tomos (intonsos) de
La voz de un perseguido, de José Calvo Sotelo (1933). El primer tomo está prologado por Antonio Goicoechea y el segundo, por José María Pemán. Los he comprado con la íntima satisfacción de sentirme un raro.
En la comida con el capítulo español del Club de Roma, los que saben -que saben- han pintado un panorama nada halagüeño de la situación económica. Yo les he hablado -que a eso he ido- del futuro de la educación, pero no me he referido a las “competencias del siglo XXI”, sino a las mediciones del capital humano, al "capitalismo cognitivo", a la "Smart fraction theory", a la emergente élite cognitiva y a nuestra carencia de "risk takers". Al salir he visitado otra librería de viejo que tenía fichada desde hace tiempo, pero he decidido que ya había llegado al tope de gasto y he salido de allí sin echar más vacío a mi cartera.
He dicho alguna vez por aquí que se podría hacer una guía de las ciudades de España a partir de sus librerías de viejo y sus libreros. Me reafirmo en la idea. Pero tendría que ser pronto, porque se están cerrando. La librera de la Librería del Prado me ha echado la bronca porque le he confesado que compraba en Iberlibro que, según me ha asegurado, es Amazon. Ya no me he atrevido a decirle que también compro en Amazon. Sin embargo, el argumento que ha empleado me ha dejado inquieto: por cada compra que hago en Iberlibro contribuyo con un pequeño impuesto al erario público de Luxemburgo. ¿Será así? Por si acaso, voy a probar con
uniliber-com.
El miércoles pasado me renové el DNI y el pasaporte. No son dos meros objetos. Nada hay que nos resulte más inseparable que nuestro DNI. Está tan impregnado de nosotros, que es como una prótesis política. Como al verme en el nuevo, me siento extraño y un poco intruso, he decidido llevar durante unos días el viejo, como un ejercicio de transmisión de impregnaciones: "…
et quasi cursores vitae lampada tradunt". El pasaporte también está impregnado, pero de imágenes lejanas, de aviones, autobuses y hoteles; de amigos del otro lado del Atlántico y los Rodopes y de anécdotas. Es una prótesis sentimental. Un pasaporte caducado es el mejor viático para despertar reminiscencias y perderse un rato parsimoniosamente por ellas.
Una vez en casa, me he hecho un bocadillo de tortilla con chistorra para cenar. Eso y un vaso de vino de Toro ha sido mi porción de experiencia felicitaria del día. Gracias a que tenemos un sitio al que volver salimos por ahí a encontrar caminos de regreso.
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20:48
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El café de Ocata
Tengo muchas cosas que decir, pero no tengo tiempo para decirlas. Mañana me voy a Madrid a presentar ante el capítulo español del Club de Roma mis ideas para solucionarlo todo... o, al menos, alguna cosilla...
Ya contaré.
He estado pensando en iniciar algo así como un "Diario de otoño" que seguiría más o menos el tono de los "Existencialismos" de este verano que hoy se despiden y que ustedes han seguido si han querido. Cuando vuelva de Madrid me pondré las pilas... si tengo tiempo... porque el miércoles me voy a Valladolid y ya me han amenazado con un lechazo.
O sea que a la vuelta... si es que...
Resulta que la vejez me ha traído un regalo excepcional y completamemte inesperado (junto a unos cuantos achaques, es cierto): la libertad de pensamiento. Y parece que lo que digo sobre algunos temas no resulta indiferente.
Por ejemplo: Hoy he comenzado una sección -mensual, que no doy para más- en RNE.
Me pidieron unos amigos religiosos de Madrid un prólogo para un libro con un título que me pareció irresistible y, por lo tanto, que me impedía decir que no: "Pedagogía sacramental". Lo escribí, lo envíé y he estado unos días esperando a ver qué les parecía. Hoy me ha llegado la respuesta: "El prólogo me ha parecido atinado, sincero y profundo. Muchísimas gracias." ¿Y saben qué? Me he sentido feliz.
¡Viva la vida!
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El café de Ocata
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21:15
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El café de Ocata
Que el nieto de Pemán te lleva y te trae de Cádiz a Jerez y de Jerez a Cádiz.:
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El café de Ocata
Me gustaría hablar del momento del despertar. De esos segundos en los que emerges de ti mismo y apareces ante el mundo desnudo de verdad (desnudo de ti mismo y de certezas). Pero para poder hacerlo bien, necesitaría vivir esa secuencia completamente despierto, registrando el proceso meticulosamente con mi conciencia.
Se puede intentar hablar con un pelín más de rigor de eso que llamamos espabilarse pensando en lo que nos pasa cuando lo experimentamos en un lugar extraño. Entonces todo ocurre con una cierta lejanía, porque la desubicación es mayor, y, por lo tanto, con un poco más de perspectiva. Lejos de nuestra cama, el despertar tiene algo de reubicación completa.
Lo primero, especialmente cuando hay que desadormecer a las órdenes del despertador a horas intempestivas, es recuperar los mandos. Uno sabe que está despierto, que acaba de despertarse, porque no es completamente dueño de sí, aún no ha espabilado. Cuando estaba dormido tampoco era dueño de sí, pero entonces no lo sabía. Ahora sí. Ahora algo del control de sí mismo aún no le pertenece. El sueño es un tirano caprichoso y no le gusta desprenderse alegremente de sus siervos. Hay que rehacerse. Esa perplejidad inicial que nos saca a la superficie a respirar a la luz de la conciencia, dice mucho de nosotros mismos.
Poco después de despertar nos llegan a la conciencia algunas imágenes de ese arte poético involuntario que es el sueño (la frase es de Jean-Paul Richter). Mientras soñamos no existimos como conciencia que sueña. Lo que existe es nuestro sueño. Al despertar, somos conciencia perpleja que recuerda algo que algo que no era ella, ha soñado.
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El café de Ocata
A mi nieto G. le gusta disfrazarse. Le da igual que haga calor o frío. Si decide ponerse una capa, es imposible frenar al Drácula que hay en él, aunque de un momento a otro puede dejar de ser Drácula para pasar a ser Supermán. Si quiere ser un cruzado, se pondrá sus mallas, su escudo y su espada y no tendrá inconveniente alguno en salir a la calle dispuesto a luchar contra los dragones. Ortega decía que el hombre es un animal metafórico. Viendo a mi nieto, no hay nada más cierto.
Ser metafórico no es ser como otro. Es ser otro. Es ver el mundo desde los ojos de ese otro y, sobre todo, constatar que en ese otro se manifiesta una parte esencial de ti mismo.
Ayer apareció disfrazado de cruzado. Viendo los desgarros que el violento viento nocturno había hecho entre los árboles, parecía, ciertamente, un disfraz de lo más pertinente. ¿Qué nos podía pasar si nos abría paso por las aceras un caballero blandiendo su espada de porespán?
Y, sin embargo, aquel noble caballero, cuando se sentía contrariado, se enfurruñaba, bajaba la cabeza, dejaba caer los brazos y se negaba a dar un paso adelante.
Se ha sentido especialmente contrariado al pasar por delante de la puerta, aún cerrada, del colegio que lo recibe esta mañana como heraldo impasible de la normalidad. La normalidad es ese milagro cotidiano que, a veces, tanta pereza da afrontar.
El cruzado rendido ante la fatalidad confirmaba con su gesto de impotencia la evidencia de que, ante la realidad, siempre estamos en primera línea.
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El café de Ocata
7 de la mañana. Las farolas proyectan sus luces amarillentas sobre las jacarandas arremolinadas por el viento. No se puede decir que haga frío, pero sí fresquito. El horizonte comienza a teñirse de un rosa muy poco homérico. Es un rosa discreto y grisáceo, de día de labor. Parece que hace nada que yo iba a estas horas a la playa a darme un baño para poder ver después el encierro en la tele.
Ayer estuvo Ferran Sáez en la sala capitular del ayuntamiento del Masnou, dando una conferencia sobre identidades en la víspera del 11 de septiembre. Dijo, como suele, cosas interesantes con un tono entre coloquial y erudito que maneja muy bien y planteó una pregunta seria: ¿Son compatibles la nación y la mundialización? Yo respondía indirectamente a esta misma pregunta hace unos días
desde las páginas de El Mundo: "Si los flujos (de mercancías, capitales, personas y nubes tóxicas) son más importantes que las fronteras, la legitimidad de las instituciones políticas está en riesgo".
Con respecto al 11 de septiembre, dos consideraciones.
La primera de Pla, que en un pasaje de su
Cambó y refiriéndose, supuestamente, a un momento concreto del naciente catalanismo, escribe: “...no confiant veure realitzats els seus ideals, tingueren un gran afany en veure’ls pintats”.
La segunda del ambiguo Iliá Ehrenburg. Cuenta en sus
Memorias que en julio del 36, tras la derrota -provisional- de la insurrección militar en Cataluña, se recluyó a los principales insurrectos en el crucero Uruguay, que hacía las veces de cárcel flotante en el puerto de Barcelona. Buena parte de la población pedía la cabeza de los detenidos, pero había algunas buenas personas que proponían en las Ramblas una solución más filantrópica: Había que enviar a los diez republicanos catalanes más inteligentes a dialogar con los militares sublevados a fin de hacerles ver sus errores y convencerlos de que entraran a formar parte de una comuna.
Ya ha amanecido. El cielo, gris y bajo. Dan ganas de volverse a la cama. -->
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El café de Ocata
Amanece. El cielo está encapotado y agresivo. Desde la ventana de mi cuarto veo las frondosas copas de las jacarandás sacudidas por el viento. Es un espectáculo a la vez humilde -por elemental- y hermoso. Cada rama se mueve a su ritmo y el conjunto -la comparación es manida, pero cierta- tiene algo de oleaje. El verde de las hojas ya es un verde cansado, pero el viento aún arranca de la fronda algún verde luminoso y vivo.
Desde que Homero escribiera en la Ilíada que "las generaciones de los hombres son como las hojas del bosque", en Europa no podemos ver una hoja en otoño sin sentir como una punzada de melancolía teñida de moralidad.
El otoño es la estación moral. Comienza con la caída de las hojas y acaba con ese olor peculiar de las castañas asadas. Los años nos han enseñado que siempre huelen mejor que lo que saben, como tantas cosas en la vida.
"Todo paisaje es un estado del alma", escribe Amiel en su Diario. Y añade: "el que lee en ambos queda maravillado de encontrar en cada detalle semejanza".
El otoño es el paisaje del alma melancólica.
Pero si ha de ser moral, el otoño no puede ser sólo melancólico. La melancolía, al fin y al cabo, es ese último mordisco que le damos al bocadillo que nos está sabiendo tan bueno, que, de repente, sólo sabe a memoria.
La moralidad, si se quiere afirmar conscientemente a sí misma, ha de ser más acción que pasión. Por eso Marco Aurelio nos anima a ser dignos y a agradecer que caemos al pie del árbol que nos permitió brotar.
La imagen del nuevo verdor que engalanará el árbol en primavera no tiene por qué ser triste sólo porque nosotros ya no estemos para verlo.
No debe ser triste.
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10:10
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El café de Ocata
A mí lo que gusta, de verdad de verdad, es que mis hijos y sus familias, al completo, vengan a comer a casa los fines de semana. Me gusta hacer la compra en el mercado con mi carrito destartalado los sábados por la mañana, preparar para todos más comida de la que, estoy completamente seguro de ello, vamos a comer; me gusta que mi mujer me proteste porque "¿A dónde vas, con tanta comida?" Me gusta que la mesa esté llena de platos diversos... incluso echaría en falta una pequeña riña entre los nietos si no la hubiera. Y después, cuando ya hemos comido y llevamos un rato de sobremesa, me gusta retirarme para echar la siesta en mi cuarto y, a ser posible, que me despierte un nieto con la guinda tan dulce de un beso de despedida. Creo que esta es una de las cosas que con el tiempo, cuando se mira hacia atrás, se dice, "aquello era la felicidad". Y también, ¿por qué no decirlo?, me gusta mucho cuando se han ido todos y nos quedamos mi mujer y yo solos y en paz. ¡Qué rico sabe ese primer silencio! ¡Qué bien se está ese ratico antes de que volvamos a hablar de los nietos y de los hijos y del mundo que les espera!
Les revelaré un poderoso secreto: El futuro caduca, pero la memoria queda.
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El café de Ocata
Los milagros de la trivialidad: la maravilla de columpiar a un nieto, porque Dios vive en lo casi anodino, entre columpios.
Escribe Unamuno por algún sitio que si no se salva su perro, tampoco quiere salvarse él, porque no puede imaginarse la felicidad celeste sin que la lengua del alma de su perro lama la mano de su alma. Pues yo no me puedo imaginar el cielo sin un columpio donde columpiar a un nieto.
Estoy columpiando a mi nieto y me veo a mí mismo tomando el testigo del balanceo de las manos que me columpiaban a mí hace ya tanto tiempo. Por otra parte, siento que es mi nieto el que me está columpiando a mí con cada impulso que le doy.
Yo también voy y vengo, asciendo con mi nieto hasta el cielo y vuelvo al suelo para tomar un nuevo impulso que me lance a las nubes, paisaje natural de la imaginación infantil... ¿y senil?
Las nubes de mi infancia en el valle del Ebro las llevo siempre conmigo. Soy nefelibata, como Rubén Darío, e inspector de nubes, como Ramón.
El inspector de nubes lo que inspecciona es la imposibilidad de estabular las nubes... que es lo que están haciendo los modernos educadores emocionales con las emociones.
Sí, las nubes tienen forma de emoción. Por eso son lo más opuesto que hay a los adoquines.
Vuelvo a mi nieto, que he de darle un nuevo impulso.
Los dos estamos encerrados en un bucle de felicidad. Somos una única cosa y nos hemos zampado el mundo en un vaivén. Seguramente debe haber algún nombre en el budismo para esto.
Ayer hablaba de la acción pura y de la emoción pura. Hoy tomo nota de la existencia de acción emocional pura.
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8:30
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El café de Ocata
Ya hay que dormir con las ventanas cerradas. Hay que arroparse, buscar entre las sábanas el calor que nos falta. Es posible, de nuevo, reencontrarse con la intimidad.
La intimidad es el espacio que hay entre la pasión pura y la acción pura.
En la pasión pura algo que surge de nosotros se apodera de nosotros y nos encierra en nosotros mismos. En la acción pura, algo que nos saca de nosotros nos confunde con la actividad que realizamos.
La pasión pura: el enamoramiento, el duelo... No hay manera de alejarse de nuestras emociones. El mundo se reduce al latido de nuestro corazón.
La acción pura: el juego del niño. La vida entera está en la acción. Nos volcamos en ella. El mundo se reduce al juguete que tenemos entre manos.
Se necesita un espacio intermedio para hacer posible la reflexión serena sobre nosotros mismos que nos permita, por ejemplo, preguntarnos por qué, si conocemos lo bueno, con tanta frecuencia elijamos lo malo.
Tengo que perder peso.
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17:48
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El café de Ocata
En uno de sus aforismos, Antonio Pérez, personaje complejo donde los haya, escribe: “Los ídolos no gustan de ver delante de sí al escultor que los labró”.
¿Es entonces la creencia algo así como la ignorancia de/en un escultor?
Y en esto me he dado cuenta de que llegaba con una hora de antelación.
Pongamos las cosas en orden. Esta mañana he tenido un gratísimo encuentro con los profesores de un centro educativo, en una casa de colonias situada cerca de Ocata, pero al otro lado de la Sierra Litoral. Me he levantado puntualmente a la hora marcada en el despertador, me he duchado, me he vestido, he hecho un par de cosas más y con el tiempo justo, me he puesto en marcha. A medio camino me he dado cuenta de que el acto comenzaba a las 10:00 y llegaba con hora y media de anticipación. Podía haber vuelto a casa, pero he preferido desviarme para entrar en los pueblos de la Sierra, Òrrius y Dosrius. He tomado un café en este segundo pueblo, he leído un poco y he encajado mi horario real con el previsto.
Ya comienzan las encinas y pinos ha adquirir sus tonos otoñales. Con el sol iluminándolos en diagonal y la carretera vacía, el recorrido ha merecido la pena. Con frecuencia nuestros errores nos corrigen.
Iba pensando en lo que iba a decir y mientras me comprometía a no decir nada que no creyera, me iba preguntando por las certezas que sostienen mis creencias, pero atendiendo a lo urgente, he dejado las preguntas a un lado para disfrutar en paz de la luz de la mañana y del color de las encinas.
Somos el obvio escultor de nuestros errores.
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9:04
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El café de Ocata
I Escribe Derrida en
La tarjeta postal: "Desde el momento en que lo que te escribo se convierte en literatura, ya no me dirijo a ti y, por consiguiente, falto a ese deber que me ordena que me dirija a ti de forma singular".
IIDerrida se dedica con frecuencia a someter lo obvio a análisis hiperbólicos, con lo cual lo cotidiano tiene que acabar pidiendo perdón por no estar a la altura de lo imposible. Uno se dirige a los demás con los recursos que tiene y entre estos recursos están las frases hechas. Para dirigirme al otro de forma singular necesitaría un idioma singular.
IIITambién cuando me pienso mis pensamientos se convierten en literatura y ya no me dirijo a mí mismo de forma singular.
IVPlatón decía que lo singular es inefable, "álogos", no hay palabras para nombrarlo ni pensamientos para pensarlo.
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Artículo en El Subjetivo: El enemigo es el enemigo.
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El café de Ocata
I Ha aparecido mi sombrero, el sombrero con el que recorrí el sur de los Estados Unidos y el sur de Bulgaria, el sombrero que lleva prendido en cada milímetro un recuerdo, el sombrero que me perdieron mis nietos. Se había quedado en el castillo de Cardona, sin duda a impregnarse de nuevos recuerdos.IIDías de repasos de prótesis: Oculista, dentista, otorrino. El viejo, como animal con prótesis.IIIProfunda insatisfacción con algunas cosas que estoy escribiendo. No consigo avanzar y cuando creo haber avanzado, resulta que he retrocedido. Sé que escribo mal cuando tengo las ideas confusas, pero para aclararme las ideas tengo que escribirlas. Necesito ver mi confusión sobre el papel. Pero ahora me quedo mirándola como un Narciso acomplejado y no encuentro manera de progresar. Necesito alguna prótesis intelectual. No estoy disfrutando.IVLa naturaleza es tan sabia -ya dijo Aristóteles que no hace nada en vano- que inventó el verano para que los hombres pudiéramos disfrutar de las cervezas. Se acaba el verano y para sacarle todo el gusto a la cerveza se necesita la ayuda, inestimable, ciertamente, de un pincho de tortilla. La cerveza deja de ser “causa sui”. VA punto de comenzar el nuevo curso escolar, leo en Alex Beard (Otras formas de aprender, 2019) que el 40% de chicos y el 35% de las chicas finlandesas reconocen, a los 15 años, que no les gusta la escuela.
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El café de Ocata
IMe encuentro a un amigo del pueblo al que hace tiempo que no he visto. Está sentado con su mujer en la terraza de un bar. Me siento a su lado. Pido un cortado. Hablamos de nuestros hijos, de nuestros nietos, de nuestras cosas y, de repente, mi amigo se me queda mirando fijamente, me pone la mano en el hombre y me dice: "Perdona, pero no sé quién eres. Debes ser amigo mío, porque me hablas con cariño, pero no sé quién eres". Intento reaccionar son normalidad, pero ¿qué es la normalidad en estos casos? Su mujer y yo nos cruzamos las miradas, en silencio. En cuanto puedo le digo mi nombre y cuatro referencias comunes que me parecen decisivas. "Si, sí, me contesta, pero no tengo nada detrás de tus palabras, no tengo recuerdos de nada, pero, si no te importa, la próxima vez que me veas, siéntate a mi lado, porque creo que me aprecias."IIMe invita una poderosa institución internacional que paga muy bien a que hable de A. Les contesto que, de acuerdo, siempre que ellos tengan claro lo que yo entiendo por A. Se lo explico. Respuesta: creemos que tus conocimientos sobre A son mucho más amplios y profundos que los nuestros, por lo tanto, mejor que dejemos la invitación para otra ocasión.III
La imaginacion conservadora sigue con vida.
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El café de Ocata
I Me ha despertado el súbito incendio de la noche, el flash de un rayo inesperado. Me he levantado desorientado. La oscuridad del cielo estaba viva. La tormenta lanzaba fogonazos eléctricos al azar respondidos por un rumor profundo de truenos que parecía salir de la tierra. II No hay tormenta se verano que no me recuerde la cara de desolación de mi madre mirando al cielo, temiendo la granizada que nos podría dejar sin cosecha y, por lo tanto, sin ingresos ni sustento. “Hijo mío -me decía entonces con una voz que era más la de una orden perentoria que la de un lamento-, no seas del campo, que es lo último del mundo”.
III Un día se presentó en nuestra casa el médico del pueblo -el médico, don Ramiro Layana, no el maestro- y le dijo a mi madre: “Gloria, tu hijo vale para los estudios”, que es como se decían entonces estas cosas. Aquel anuncio nos creó no pocos quebraderos de cabeza, porque no era fácil darle respuesta siendo una familia humilde que vivía en un pueblo pequeño. Al final, encontramos un internado económicamente asequible -y caritativo- en el norte de Navarra y fui a despedirme del médico con un nudo en la garganta que no había medicina que curase. IV Recuerdo los primeros meses del internado con un dolor que sé que nunca se diluirá. Todos se reían de mi forma de hablar, porque terminaba los infinitivos en ele ("comel", "venil"...), decía "ahura" en vez de "ahora, "muete" en lugar de "chaval" y cosas así. Y, sin embargo, para mí era evidente que los que hablaban mal eran todos ellos. VPor supuesto, añoraba mi casa. La añoraba especialmente los días de tormenta cuando recordaba las palabras de mi madre mientras apretaba mi frente contra el vidrio de la ventana: “Hijo, no seas del campo, que es lo último del mundo”. Pero me estaba costando hablar bien el español de aquellos extraños.VI Ravel, no me olvido de ti. Ayer pensaba que te trinaban las corcheas lo quisieras o no, que te cobraban vida en el pentagrama y no podían reprimir de vez en cuando un pío en la.
VII Ha comenzado el diluvio. Me voy a la cama.
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El café de Ocata
I Ayer por la tarde se estrenó oficialmente la temporada de las esplendorosas puestas de sol en la playa de Ocata. Lo sé porque yo estaba allí tomando nota de las metamorfosis del cielo sobre Collserola. Ravel es testigo. Justo cuando comenzó el espectáculo, se puso a susurrarme por los auriculares la Alborada del gracioso. Total, tu atardecer no es más que un amanecer para otro.
IIAmiel está hoy demasiado olvidado, pero su Diario Íntimo nunca decepciona. Ayer por la noche me sorprendió diciéndome esto: "Esta noche he experimentado un vacío al entrar en mí mismo".
IIILos días se me hacen cortos. Con 24 horas no tengo suficiente. ¡Quiero hacer tantas cosas! ¡Hay tanto que escuchar, que leer, que escribir, que viajar, que ver crecer y menguar! Con frecuencia al entrar en mí mismo siento un ajetreo, como de casa en traslado. He desmontado la casa vieja, la he empaquetado y he traído todo a la casa nueva, pero no puedo colocar cada cosa en su sitio porque no paran de llegar nuevos paquetes. Estoy permanentemente de mudanza.