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Aristos social club. La idea había surgido entre las risas de algunos y la indiferencia de la gran mayoría. Nadie querría participar en un club donde te exigían pagar por lo que era gratis para todos. Empezaron con servicios sociales básicos: educación, sanidad, desempleo, jubilación. Pero muy pronto tuvieron excedente de dinero, porque el estado ya cubría todo esto. Así que con una cómoda cuota mensual (o al menos así lo vendía el anuncio) fue creando toda una red de centros deportivos, y de actividades culturales. Destinadas, por supuesto, solo a los socios. Los que no lo eran tenían que pagar bien cara su entrada. El negocio fue cobrando fuerza en lo que inicialmente era una organización social, y los balances positivos se sucedían año a año. No obstante, la gran mayoría de la sociedad lo seguía viendo como una rareza: para qué pertenecer un club que ha sido creado para ofrecer los servicios propios del estado.
Sin embargo, 133 años después de su creación, se generó una junta extraordinaria de Aristós. Tal y como astutamente habían previsto los padres fundadores, el estado ya no daba más de sí, y había llegado el momento de invertir todo el dinero en los fines propios del club: sanidad, educación, subsidios. En un primer momento, se utilizarían los fondos ahorrados a lo largo de los años y solo si era necesario se comenzaría a vender las diversas propiedades adquiridas, renunciando a actividades que se habían convertido en señas de identidad de Aristós.
En el transcurso de la asamblea, surgió una cuestión inesperada: qué ocurriría con los familiares de los socios. Prácticamente todos los socios tenían hermanos, primos, sobrinos o nietos que no pertenecían al club. En opinión de algunos, deberían ampliarse las coberturas, para que también ellos tuvieran acceso a los servicios básicos. En tiempos de pobreza como los que se avecinaban, la solidaridad era una actitud imprescindible para la sociedad.
No obstante, el presidente no lo tenía tan claro: si se ampliaba el número de beneficiarios, se tardarían muy pocos años en agotar todo el capital de Aristós, que bien gestionado podría llegar para las necesidades de todos los socios actuales durante al menos tres décadas, tiempo más que suficiente para la reconstrucción del estado. Además esa ampliación obligaría a vender inmediatamente instalaciones deportivas y centros culturales que aún eran viables para los socios si se hacían las cosas bien. Había, en último lugar, un argumento legal: los estatutos contemplaban que solo los socios serían beneficiarios de las prestaciones. Y todo el mundo sabe de sobra lo que cuesta cambiar unos estatutos. ¡Pero esos estatutos se escribieron hace 130 años, cuando la situación actual era absolutamente imposible de predecir! ¡Aristós nació para la protección de las clases medias, y toda la parafernalia deportivo-cultural había sido posible solo por la sobreabundancia de recursos! Esto es lo que decían las voces críticas. Tras mucho debatir se acordó someter a votación la propuesta: ¿Debía Aristós social club ampliar sus coberturas a los hermanos, primos, nietos y sobrinos de los socios?
La filosofía, como saber actividad humanos, no está exenta de caer en trampas, de cometer errores del dicho y el hecho. Algo que hemos de tomarnos con cierto sentido crítico y sobre todo con sentido del humor. Ahí van cinco bulos filosóficos, cinco ideas que podemos encontrar en la propia tradición filosófica y que, examinadas a fondo, nos resultan más complejas de lo que a primera vista hubiéramos podido pensar.
Bajo la aparente tranquilidad del inicio de curso de la que se pavonean los responsables educativos, son unos cuantos l@s docentes que viven estos días con una inquietud poco habitual para las fechas en que estamos. Tradicionalmente en los meses de septiembre y octubre se iba organizando la programación de cada departamento. Este año el plazo de envío de se ha ampliado un mes, detalle de que quizás la normalidad lomciana de que se presume no es tal. Y es que la gran novedad es un artefacto conceptual que se ha dado en llamar “estándar de aprendizaje”. La idea es que los criterios de evaluación logren un nivel mayor de concreción ofreciendo pistas sobre cómo aplicar cada uno de ellos en el aula. En lo que se ha convertido es en una ristra de procedimientos de evaluación que, llevados a la realidad de aula, harían casi imposible cualquier proceso educativo: ahora lo importante es, por lo visto, evaluar. Mucho más que explicar o aprender. El tufillo de fondo es una amenaza que se cierne sobre el mundo educativo desde hace años: enfocar la educación como si fuera un proceso de fabricación, no sé si industrial, con indicadores de calidad que puedan llevarnos en último término, a evaluaciones externas, etc.
Ahora resulta que no sabemos enseñar o eso parece sugerirse. Varios años de experiencia no son suficientes si no se pueden concretar en los puntillosos estándares. Poco importa que l@s alumn@s salieran bien preparad@s o que los resultados fueran aceptables en pruebas como la PAU o la prueba de diagnóstico de segundo de secundaria. Los departamentos de idiomas vienen presentando estudiantes a las pruebas oficiales (FIRST, DELF, etc) desde hace años, pero en sus programaciones no aparecían los estándares. Y esta es una de las grandes novedades de esa ley que pretende mejorar la calidad y que pasará a la historia por ser la más breve y deficiente de nuestra democracia. Una ley aprobada por un partido que, según dicen por ahí, ni siquiera está de acuerdo con muchas de las medidas que ha introducido. Así que los buenos docentes, que los hay, ven cómo tienen que emplear su tiempo y esfuerzo es satisfacer las demandas legislativas y burocráticas de una administración educativa poco práctica y con cierto grado de hipocresía: la Consejería de Educación saca pecho cuando se publican los resultados de PISA, pues no dejan en mal lugar a l@s alumn@s de la comunidad. Llegan incluso a enviar cartas a los centros felicitando a l@s profesor@s. Y esta es la misma administración que parece cuestionar la manera de enseñar y que considera que el proceso burocrático administrativo ha de concentrar todos los esfuerzos y atención durante los dos primeros meses de curso. Imposible dedicarle más tiempo a la programación, pues todo parece indicar que la ley que incorpora esta gran aportación a la historia de la educación puede ser derogada a finales de diciembre.
No obstante, todo marcha mientras las clases sigan adelante. L@s docentes, como es sabido, no tiene motivo de queja: ya se sabe que trabajan pocas horas semanales y que además las vacaciones justificarían todo tipo de exigencias burocráticas. Y así está la cosa, con una cantidad nada despreciable de trabajo que no se ve, pero que la administración exige y revisa y que en último término se tiene en cuenta en diferentes momentos del curso. No es la primera vez que una reclamación de una nota llega a buen puerto por “defectos de forma” de la programación, aunque a todas luces la argumentación de la reclamación atacara los mínimos criterios del sentido común. Enseñar y aprender es algo que difícilmente se refleja en porcentajes y criterios, como para dejarse llevar por esta obsesión positivista y soñar mundos en los que educar se convierte en algo prácticamente mecánico. Todo ello sin dejar de lado otra crítica que no se puede olvidar: más idiotas somos l@s profesor@s que elaboramos curriculums imposibles de asignaturas, con decenas y decenas de criterios y estándares que en ocasiones están totalmente alejados de un aula de secundaria. Es lo que tienen los “equipos de expert@s”: a veces saben tanto que se olvidan, si es que alguna vez lo supieron, de a quién están dirigidas las asignaturas. Así están las cosas y no nos queda más que una opción: elaborar nuestra programación. Un material que más de una vez he publicado por aquí, y que no tengo inconveniente en volver a compartir: no para que haya algún cara que se conforma con copiar y pegar. Pero sí para echar una mano a compañer@s que puedan estar ahora inmersos en el proceso y puedan tomar una referencia para, en la medida de lo posible, mejorarla y adoptarla a su centro. Por compartir, que no quede…
Es más que probable que esté ante la última vez en la que presento en las clases de 4º de ESO conceptos tan básicos como el de moral, ética y política. Con este último estábamos hace unos días, hablando sobre la conveniencia de que un político mienta o no a la población. Intuitivamente, todos daríamos la misma respuesta: un político no debe mentir, y de hecho debería sancionarse el engaño en caso de producirse. A veces dar clase de filosofía es ponerse en la piel del diablo: ¿qué pasa si la mentira es algo obligatorio y necesario en cualquier democracia? Tenemos ejemplos de unos y otros: pensemos por un momento en aquellas elecciones de 2008 en las que el presidente y todo su partido logró engañar a la sociedad española. Por entonces estaba prohibido pronunciar esa palabra maldita: crisis. Era algo que nunca iba a llegar a nuestro país. Se nos vendió el país de las maravillas y la cosa coló. Gracias a una mentira masiva, auspiciada por ciertos medios, el partido del gobierno logró conservar el poder. Y el ejemplo de 2015 no es muy distinto: la palabra crisis sigue siendo maldita, o en todo caso ha de pronunciarse como un asunto del pasado. Ahora toca hablar de recuperación. La maquinaria de la propaganda ya está en marcha, y la cuestión a dirimir a inicios de la navidad, pocos días antes del sorteo de la lotería, es si los españoles comulgan, o no, con la rueda de molino de la recuperación.
Mentían unos y, si nos atenemos a los números, mienten ahora los otros. Parece ser que la misma crisis que ha barrido gobiernos de todos los colores en los países de nuestro entorno ha venido para quedarse. Se pueden leer por ahí análisis de quienes no tienen compromisos con partido alguno, y que afirman que la mejora económica va a ser tan pequeña y tan lenta que tendremos la sensación de que la crisis dura para siempre. Recuperación, sí, pero a ritmo de caracol. Crecimientos de décimas, descensos del paro de apenas unos miles de trabajadores en cuatro años. Es lo que toca en estos tiempos, y parece que la acción de los gobiernos tampoco puede cambiar mucho en este sentido. El capitán del barco que se presenta a sí mismo como un maestro de la navegación en aguas tranquilas es un embaucador. Y aquel otro al que le toca navegar en medio de tempestades tampoco es responsable de cuantos daños sufra el barco. Hablaba Maquiavelo de que para gobernar hace falta el concurso de la fortuna y parece ser que les ha faltado a los líderes de medio mundo en los últimos ocho años y que les seguirá faltando al menos otros ocho. La cuestión entonces ante la campaña electoral es la siguiente: ¿Podría un partido político, el que sea, presentarse con un mensaje pesimista, anunciando otra década de crisis, de crecimientos pírricos y de descensos del paro prácticamente insignificantes, con un aumento de la pobreza y una mayor desigualdad? ¿Cuántos votos tendría un partido que nos pinte este panorama?
Enfrentados a esta situación la mayoría tendremos a responder de una forma tan intuitiva como aquella con la que negábamos la mentira en política: no se puede vender cenicismo y mal rollo a la sociedad. Cada cual en su registro tiene que vender progreso económico, igualdad creciente, mayores ayudas sociales. En el mercado de los votos ningún puesto soporta el realismo. Pintemos pues la realidad de mil colores. Vendamos nuestros productos a quien consideremos el mejor cliente: el empresario del IBEX, el currito o el funcionario. Vendamos operaciones, servicios públicos y prometamos lo que haga falta a cambio de cada voto. Ya Zapatero, cuando no pensaba ser presidente, prometió un portátil a cada profesor y debo ser de los pocos que no recibió el suyo. Votar entonces antes de la lotería es la mejor de las coincidencias posibles: comprando un boleto de lotería tiramos 20 euros a la basura con una probabilidad cercana a uno. Votando a tal o cual partido tiramos nuestro voto a la basura a cambio de una ilusión de cambio que no se verá confirmada por la realidad. Las elecciones son el tiempo de la ilusión, de la sonrisa ante un cambio. Otra cosa es lo que pase después del sorteo, después de las elecciones. Tras la ilusión de comprar el boleto, llega el desengaño porque no toca. Y siempre queda, nos dicen, el consuelo de la salud y de seguir jugando al próximo año. Votar a tal o cual partido es lo mismo que jugar a la lotería: depositamos la ilusión en una papeleta y cuando llega el desengaño, que no suele tardar 100 días, nos queda el consuelo de la salud y de volver a jugar. Nos llamarán de nuevo a las urnas, para vendernos optimismo, dentro de cuatro años. ¡Viva la democracia!
Emplatonados como estamos estos días, solemos repasar algunas de las circunstancias vitales del que, con permiso de Aristóteles, es el filósofo más importante de la antigüedad. Todo ello con el dramatismo y la exageración que la propia acción de educar conlleva: ¿quién se interesaría por el pensamiento de un personaje insulso? Tampoco es que se mienta: entre las pinceladas de la vida de Platón que aparecen en clase está el impacto de la muerte de Sócrates, y también el intenso empeño de Platón en acudir a la corte de Siracusa, invitado por Dión, el cuñado del tirano local, Dionisio I. Allí hablaba Platón, según se dice, de la virtud y la justicia y de los peligros que acechan a todo tirano. Hay una manera “bienintencionada” de ver el asunto: Platón, el filósofo, estaba convencido de la posibilidad de implantar en Siracusa su modelo de estado, que perfila después en la República, y por eso no tenía inconveniente en acudir a la ciudad para presentar sus teorías. Quién sabe: quizás pudiera ser Siracusa el punto de partida para una implantación progresiva de esa utopía de justicia que Platón discute en su diálogo más citado. Esta explicación, que nos muestra a Platón como una persona comprometida e implicada en política nos puede encajar para el primero de sus viajes. Pero como todos sabemos, la cosa no salió como se esperaba. Platón es expulsado de la ciudad y en el transcurso de su vuelta termina vendido como esclavo. Tras tan grata estancia, ¿quién desearía volver a Siracusa?
Pues uno puede creerse lo que nos cuenta el propio autor en la famosa carta VII. Que si me volvió a llamar el hijo del tirano, que si mi amistad con Dión, el cuñado de su padre… Y allí tenemos de nuevo al fundador de la academia, tratando de instruir en la dialéctica al nuevo tirano. Y otra vez que le tocó salir por patas, esta vez con la promesa de volver si era requerido, como de hecho sucedió. Hubo pues un tercer viaje, esta vez ligado incluso a la integridad de Dión. Y a la tercera fue la vencida: Platón tuvo que escapar de Siracusa para no volver jamás y centrarse a extender sus enseñanzas en el marco nada despreciable de la academia. No obstante estos viajes siempre estarán rodeados de dudas: cómo es posible que alguien de la inteligencia de Platón cayera en el mismo error, no una, sino dos veces. Cómo es posible que arriesgara su vida después de la mala experiencia de su primer viaje. De partida, el primer error de Platón fue el primer viaje: quizás no era la suya una intención puramente formativa o académica. Quién sabe si deseaba arañar algo de poder y jugar en Siracusa a implantar una idea tan sencilla como revolucionara que le rondaba la cabeza: que gobiernen los sabios. Algo que traducido al lenguaje más vulgar podría sonar un poco interesado: “quítate tú pa ponerme yo”. Y claro, cuando el confrontamiento es entre el argumento (o no se sabe bien qué tipo de sabiduría) y la espada, pues todos sabemos quién tiene las de perder.
Puede que Platón, aceptémoslo a modo de hipótesis teórica, viajara a Siracusa porque quería gobernar. Porque deseaba dar el salto de la teoría a la práctica. Porque quería ser reconocido como aquel que había implantado en Siracusa un modelo de gobierno absolutamente justo, una utopía basada en principios filosóficos irrefutables. Porque deseaba ser escuchado y alabado. Y si repitió en su aventura es posible pensar que nunca perdió la esperanza de ser alguien realmente influyente e importante en su tiempo aunque después, fracasado ya su tercer viaje, se consolara pensando en los ideales nobles que reflejó en su carta VII. Por qué no imaginar un Platón vanidoso que desara dominar en el plano intelectual pero también en el político. Y quizás su experiencia sea una constante histórica: los engolados filósofos tienen su Siracusa particular, pensando que las sociedad de su tiempo debe estar bien atenta a sus palabras, seguros de que sus palabras y sus ideas deben ser atentamente escuchadas por quienes se dedican también al pensar, convencidos de que el mundo educativo se está perdiendo algo importantísimo si no se les atiende conveniente. Y así anda la filosofía, desnuda por completo: aferrada a la idea de que lleva un suntuoso traje que todos deben apreciar, pero sin nada que ponerse porque hace tiempo ya que perdió, si es que las tuvo, las vías de comunicación con la sociedad. Platón tuvo su Siracusa particular, y al margen de cuáles fueran sus motivaciones, esa mala experiencia debería servirnos a todos para detenernos a pensar al respecto.
P.D: un buen resumen de los viajes de Platón a Siracusa podemos encontrarlo aquí.
Siempre fueron buenos tiempos para los sofistas. Ya no solo porque de facto, en el mundo real, hayan venido ganando sistemáticamente la partida, sino porque incluso el discurso filosófico de las últimas décadas viene a reivindicar su figura frente a la del decadente Sócrates. Es este uno de los temas que habitualmente ocupa las primeras clases de Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato. En esto andábamos estos días, comentando cómo la oratoria y la retórica ya no bastan para persuadir. La imagen es hoy, para lo bueno y para lo malo, uno de los principales vehículos de comunicación. Bien lo saben los publicistas (y por cierto, justo ayer me enteraba de la publicación de un nuevo libro didáctico en esta linea: Pensar (en) imágenes. Filosofía en la publicidad, pero también los comunicadores, periodistas, abogados, empresas y, como no podía ser de otra manera, los políticos. Vivimos de imágenes. Su prestigio y valor social convertiría a un sofista de las palabras en un mero principiante. Alguien con aspiraciones, pero poco más. Con todo, no basta sólo con la imagen: de un tiempo a esta parte la red ha irrumpido en nuestras vidas de un modo determinante: ser es hoy, y de un modo primordial, ser en la red. Hasta el punto de que quien no está deja de existir en cierto sentido.
En la red se juega hoy el poder y el dinero. Por eso está tan en boga esa expresión inglesa que vemos por doquier: community manager. Si los sofistas enseñaban cómo ser un ciudadano influyente en la Atenas de hace 2500 años, el “gestor de la comunidad” es hoy un ingrediente indispensable para cualquier tipo de campaña. La oratoria y la retorica han pasado al segundo plano frente a la vigencia de la imagen y de la creación social de opiniones y tendencias. Las clases de bachillerato afrontan desde hace décadas una pregunta: ¿quién es el sofista hoy? Y la respuesta del 2015 tiene que incluir, de una forma u otra, al community manager: poco importa cómo sean las cosas en realidad. Lo que realmente cuenta es cómo eso se extiende en la red, cómo se valora y qué se opina al respecto. Esta virtualidad nuestra que es tan real, en cuanto a sus efectos, como el mundo material que veníamos llamando realidad, tiene sus propias reglas y el dominio de las mismas nos sitúa en nuevas luchas de poder, en las que el posicionamiento en google va de la mano con los “me gusta”, los RT y los FAV. Esa vieja virtud que pretendía enseñar los sofistas se reviste hoy de trending topic, meneos, y comentarios en la web. Los cursos y masteres varios difícilmente podrán esquivar la tendencia sofista que se esconde detrás del oficio.
La propia expresión de “gestor de la comunidad” tiene sus propias connotaciones y trampas. Da por supuesto, por ejemplos, que los incautos internautas somos miembros, voluntarios o no, de una comunidad que necesita ser gestionada. La misma red que se nos vendió en su día como un espacio para la libertad termina transformada en un nuevo contexto para la manipulación. Community manager, nos dicen en un inglés que nos deslumbra. Pastor de ovejas, puede ser la forma rústica de interpretarlo. Todas ellas con su teléfono inteligente y su tableta, sus cuentas en cuantas redes sociales que en el mundo han sido. Pero ovejas al fin y al cabo. Sujetos que no necesitan que nadie los dirija, miembros de una comunidad que idealmente no requiere de lideres ni mecanismos que nos dicten qué pensar, qué decir. Quizás sea otro punto de vista, el de empresas, asociaciones, partidos políticos o instituciones, el que precisa de este enfoque, el que se aprovecha de que existan infinidad de trucos para subir en posicionamiento, para ganar protagonismo. En definitiva: para imponerse y ofrecer una imagen que quizás no siempre se ajuste a la realidad. En este mundo que cada es menos real, la sofistería se mueve como pez en el agua, e incluso logra presentarse como una actividad necesaria para quien se precie y quiera existir en la red. Protágoras y Gorgias nos darían buenos consejos, sin duda, sobre cómo gestionar nuestra comunidad.
Aquí estamos: lomceando en modo beta. Como conejillos de indias educativos, las comunidades gobernadas por el partido del gobierno se han decidido a implantar la ley educativa más discutida de las últimas décadas, con unas expectativas de futuro más bien escasas. Cambios organizativos sustanciales que posiblemente sean revocados a partir de las próximas elecciones generales. Estamos implantando un sistema que seguramente habrá caducado ya. La valoración política no puede ser otra: el curso ha comenzado con normalidad. Faltaría más. No podía ser de otra manera: todos lo que no sea revuelta callejera y ruido parece caer dentro de eso que se llama “normalidad”. El abismo entre las declaraciones políticas y la vida real vuelve a afirmarse en este caso. Veamos algunos ejemplos de la “normalidad” que he podido percibir en este mes que todavía no ha terminado. Normal debe ser que, como consecuencia de una ley, las editoriales estén entre dos sillas y mal sentados y dejen vendidos a los centros y las familias. Así ha ocurrido con varios libros de texto. A finales del curso pasado los padres solicitaron que el cambio de libros fuera gradual, para que el esfuerzo económico de las familias fuera más repartido. Las editoriales se comprometieron a servir stock de ediciones antiguas. Y ocurrió “lo normal”: departamentos que no cambiaron sus libros por ayudar a las familias han visto cómo las editoriales se han negado a servir libros de años anteriores.
Otro gran detalles de normalidad: la estructura del sistema educativo. Ya es casi de broma que la consejería correspondiente sacara los diferentes currículums en el mes de mayo. Nada extraño: sus altos cargos llevan tanto tiempo alejados de las aulas que no son conscientes de lo que implica cerrar un curso y programas otro. Desde la información a las familias a las previsiones de alumnos, etc. Así se trabaja en CyL: se publica la ley hacia el 8 de mayo y se piden previsiones para el nuevo curso para el 20. Como si entre medias no hubiera que organizar estructuras de asignaturas, explicar los cambios a los alumnos, etc. Todo esto importa más bien poco para quien no tiene contacto con los problemas reales de la educación. Pues bien, se da la circunstancia de la LOMCE estatal prevé para los alumnos de 3º de ESO tres optativas: francés, iniciación a le empresa y una tercera de libre configuración autonómica. Los sesudos diseñadores del currículum castellano y leonés, clavaron el decreto, pero parecen haberse “olvidado” de esta asignatura de libre configuración autonómica. Francés o iniciativa: esta es la riqueza de optatividad que ofrece la LOMCE a los alumnos de CyL. Aquellos alumnos que puedan tener un perfil más técnico o que no hayan cursado francés en los dos primeros cursos de la secundaria, se ven obligados a coger la optativa de iniciativa. Bravo por los legisladores y responsables educativos.
Podríamos comentar, a mayores, el espectacular aumento de la matrícula en religión, asignatura que ha logrado más alumnos en bachillerato que la de cultura científica. Todo un signo de los tiempos y algo a analizar en profundidad. Pero hay “anormalidades” todavía más llamativas: permitir que los alumnos escojan en 3º de ESO dos de tres asignaturas (Plástica, Música y Tecnología) es quedar totalmente vendido a la hora de configurar los grupos. Por mucho que se intente compensar para lograr agrupaciones equilibradas, terminan saliendo aberraciones educativas como clases de plástica o de francés con más de 30 alumnos. Y de partir estos grupos por la mitad ni hablemos: ya sabemos cómo están las plantillas de los centros: la cacareada recuperación económica ha pasado de largo por el mundo educativo y las plantillas se deciden de un modo puramente matemático, alejado de las necesidades reales de los centros. Esta es la ley de la mejora de la calidad educativa. Estas son sus “normalidades” en apenas unas semanas de desarrollo real, no el ideal que se imaginan algunos al redactar leyes. Y esta es la responsabilidad de un gobierno que aprueba una ley de calado en la mayor de las soledades parlamentarias. Lo que es normal es que destituyeran al anterior ministro. Y de chiste que el su sustituto afirmara a los pocos días de su designación: “No sé mucho de educación”. Lo malo de todo esto es que en medio de esta marea y este caos, a algunos nos haya tocado en suerte un gobierno autonómico seguidista y continuista. A ver qué pasa en las elecciones. Se verá si realmente los partidos cumplen su promesa de derogar la LOMCE ante cualquier propuesta de pacto o victoria electoral. En todo caso, sirva esta anotación para recordar aquello de las barbas y los vecinos. Allá donde llegue la LOMCE, se aplicará con “normalidad”.
El jueves salían las notas de la PAU y l@s alumn@s de la comunidad que se animaron a hacer el examen de Historia de la Filosofía recibían sus notas y tendrán ya a estas alturas calculado si logran o no entrar en la carrera deseada. Se acaba así el 2014-2015, y habrá que ir pensando en el siguiente. No sin antes, como en años anteriores, ofrecer una propuesta de resolución del examen de la PAU. Por si alguien quisiera comparar lo que puso el día del examen con esta posibilidad que acabo de publicar. Toca ahora descansar y desear a todos los que de vez en cuando se dejan caer por aquí un feliz verano.
Cumpliendo la tradición, y gracias a @Cris_Martin18 y @AlbadelBarrio, ya está publicado el examen de Historia de la Filosofía de las PAU (junio de 2015), que los alumnos realizaban ayer mismo. En unos días, si el tiempo lo permite, aparecerá por aquí una propuesta de resolución.
Sabíamos en estos días de la dimisión “forzada” de la consejera de educación de la comunidad de Madrid. Lucía Figar se va, a Lucía Figar la echan… qué más da. El caso es que su directa o indirectamente algo tiene que contarle al juez sobre el tema de la corrupción descubierta en la red púnica. Porque eso, y no otra cosa, es lo que significa estar “imputado” tal y como están empeñados en recordarnos desde diferentes medios. Me importa un pimiento que al final esté implicada o no en la red. Al margen de que se haya beneficiado de su cargo, lo cierto es que ha corrompido el sistema público de educación madrileña. Un delito y un daño social que sin duda es mucho mayor que el apropiarse indebidamente de lo que no es suyo. Importa bien poco cuál sea su futuro judicial, cuando el panorama que ha dejado detrás de sus años de gestión se resumen en una sola palabra: antipolítica. Es una de las paradojas de un liberalismo mal entendido: a menudo sus políticos son antipolíticos. Y terminan dejándolo todo destrozado.
A juzgar por lo que cuentan compañeros de Madrid y diversos medios de comunicación, los logros de la imputada se resumen en: recortes en personal, aumento de ratios, bilingüismo sin ton ni son, presumir de calidad y excelencia y… ¡privatización!. Lo demás será todo lo discutible que se quiera, pero esto último es imperdonable en un político. Casualmente, le ha tocado gobernar la educación en un tiempo que requería de la construcción de nuevos centros educativos. Nuevos barrios, nuevas zonas residenciales y ciudades que han seguido crecienco en alguna de sus partes. Y en muchos de estos casos, se ha preferido “dar facilidades” a orghanizaciones religiosas o iniciativas privadas antes de construir centros públicos. En esto consiste la antipolítica: quien gestiona lo público renuncia a que el servicio en cuestión siga siendo público. Prefiere una subcontrata, sea por motivos ideológicos o económicos, a tomar la iniciativa de la educación.
El estado tiene que encargarse de la educación de los ciudadanos. Esta idea tan sencilla hunde sus raíces en Grecia y encuentra en Platón y Aristóteles a unos de sus primeros defensores. Debería ser obligatorio que allí donde hay un fuerte crecimiento demográfico y una demanda real de un centro educativo, el estado tomara la iniciativa de garantizar una oferta sólida y permanente en el tiempo. Y cualquier otra fórmula es negar la esencia de lo que es política en su sentido más noble: atender al bien común. La gestión de la ya dimitada consejera ha hecho precisamente esto: dejadez de funciones. Permitir que eduquen otros. Facilitar que sean otros los que asuman la tarea. A nadie se le ocurre que un profesor de un centro educativo subcontrate a otro profesor en paro por la mitad de sueldo: quien esto haga estaría dejando de cumplir sus obligaciones. Sin imbargo asistimos impávidos a gestiones públicas que consisten en la antigestión, y permitimos que quien debería organizar la educación de una comunidad autónoma deje de hacerlo, dejando en manos de no se sabe bien qué organizaciones e intereses esta tarea. A ver quién le da la vuelta ahora a la tortilla, cuando ya se han hecho una serie de concesiones y se han otorgado unos derechos. Un daño social y educativo que se dejará notar durante décadas.
Sé que el título es una tontería. Un intento, seguramente fallido, de provocación. Un sarcasmo inaceptable si nos paramos a pensar con cierto rigor en los derechos propios de la democracia y en lo que fue el nazismo, en todo lo que significó no sólo como movimiento político, sino también como actitud racista, xenófoba y, en último término, genocida. Pero sí hay una parte de la democracia que me recuerda inevitablmente al nazismo. Y es precisamente este que nos toca vivir: el abrasamiento personal que supone la campaña electoral. Ya no es sólo que la calle, inevitablemente común, se convierta en escaparate de las pancartas, carteles y eslóganes. Esas fotos traicioneras, y esos directores de campaña o de imagen que cuatrienalmente se ponen al servicio de una maquinaria del engaño. Sólo hay una cosa en la que no se mienta en política: todos dan por hecho que lo que hacen en estos días es propaganda. Y cualquiera bien informado sabe lo que esto significa. La propaganda pretende mostrarte las virtudes de un producto escondiendo sus debilidades. Palabra por cierto, que sí se asocia al nazismo, que llegó incluso a tener un ministro solo para esto.
Sería cosa de poco si nos limitáramos a los carteles. Los coches con equipos de megafonía incorporados son aún mucho peor. Porque es posible acostumbrarse a no mirar a ciertos lugares. Pero no es posible dejar de escuchar. Los unos mintiendo sobre lo mucho que hicieron, los otros descalificando lo que hicieron los primeros. Y los megáfonos más nuevos contándonos que ni unos ni otros merecen nuestro apoyo, pues sólo ellos, oh providencia, son los nuevos salvadores de la sociedad. Maquinaria democrática en estado puro. Poco de argumentación, de racionalidad o de sentido crítico. Votaría a ciegas a un partido en el gobierno que reconociera todo lo que se ha hecho mal durante sus años en el poder. Pero la autocrítica y la política no son buenas compañeras de viaje. Como tampoco se permitía la crítica interna, casualidades de la vida, en el tiempo de los nazis.
Campañas, propaganda y falta de sentido crítico. Son minucias en comparación con otro rasgo que inevitablemente me recuerda al nazismo: los llamados “mítines” electorales. Ceremonias de la masificación: decir algo ante 10.000 parece darte más razón que decirlo ante diez. Además, esta masa ha de estar bien agitada: el movimiento de banderas y las ovaciones son sin duda otro de los criterios que aportan valor a las propuestas políticas. Pero la guinda del pastel es la actitud de los candidatos: todos gritan. Y un pobre ciudadano como yo, no puede más que pensar una y otra vez: ¿Por qué me gritas? ¿Es necesario ese tono de prepotencia, ese ademán triunfalista? Hagamos una prueba: quitemos el sonido a la tele mientras habla el líder de tal o cual partido. ¿Por qué parece que estuviera enfadado? ¿Por qué rezuma agresividad y dogmatismo en sus gestos y ademanes? Votaría a ciegas al candidato que hable en bajo, que humildemente presente un programa avisando de que todo es revisable, que presente como aval su honestidad y su disposición a escuchar. El candidato falible. Pero éste no grita, no invade, no da bien en cámara, no tiene lo que necesita un líder político. Así que nos toca elegir, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, entre un conjunto de personas que, quieran o no, están obligadas a emular actitudes pseudofascistas.
Ando en estos días sumergido por los párrafos de /ajedrez-y-ciencia-pasiones-mezcladas-drakontos/">Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas, libro más que recomendable de Leontxo García, periodista especializado en ajedrez y uno de los grandes divulgadores de este deporte en nuestro país. Su enfoque es totalmente didáctico y nada especializado: no hace falta dominar las aperturas o las defensas para entenderlo. Revivía gracias al libro aquel enfrentamiento peculiar entre Kaspárov y Deep blue, el mastodonte informático montado por IBM con la única finalidad de derrotar al campeón del mundo. Y vaya si lo hizo: en un torneo programado a seis partidas, el resultado final fue de 3,5 a 2,5. A favor de la máquina, claro. El perdedor, como no podía ser de otra manera, tuvo una reacción tremendamente humana. Criticar furibundamente a IBM, y denunciar públicamente que la competición no había sido justa, acusando veladamente de que hubiera un humano detrás de la máquina, a lo que se añadía la asimetría en las condiciones iniciales, pues no se le habían facilitado las partidas de preparación de ordenador, para poder estudiar sus movimientos. Seguramente mañas de mal perdedor que, dicho sea de paso, son impensables en una máquina.
La miga filosófica que tiene todo esto de fondo es, como se puede imaginar, el tema de la inteligencia artificial. De hecho, en su repaso por la historia del enfrentamiento entre el hombre y la máquina, Leontxo García alude también a Turing, nombre familiar dentro de la filosofía, como uno de los precedentes del programa de IA. El ajedrez ha sido un estímulo y un desafío, y quizá una de las aproximaciones más mediáticas de la lucha entre ambas inteligencias: la del ser humano y la de la máquina. Según nos cuenta Leontxo, el combate (la propia expresión es ya significativa) contra Deep blue, significaba también salvaguardar la dignidad y la superioridad humana. Malo sería, para nuestra autoestima como especie, que nos fuera a ganar una máquina al ajedrez. De fondo, hay una cuestión que no se puede dejar nunca de lado al abordar la Inteligencia Artificial: las máquinas son productos humanos. Que Deep blue, o cualquier otro artefacto tecnológico, logre vencer al campeón mundial está muy bien, por todos los beneficios, sociales, técnológicos y culturales que se pueden derivar de ello. No es Kasparov jugando contra una máquina: es Kasparov jugando contra los mayores expertos mundiales en informática y en ajedrez, que han juntado lo mejor de sí mismos para enfrentarse al campeón ruso.
Estamos, en definitiva, ante una cuestión de hermenéutica. No sé si por culpa del cine, pero estamos demasiado acostumbrados a ver las máquinas como monstruos mecánicos e inhumanos. Máquina es entonces sinónimo de competencia, desafío, desconfianza, o incluso caos, violencia, y desastres. Ese miedo hundido también en la literatura a que las máquinas se vuelvan en nuestra contra. Se ignora, sin embargo, que la máquina es una producción humana, diseñada durante un largo tiempo, fruto en cierta manera de un tipo de amor: el de aquel científico o ingeniero que desea hacer la vida mejor para todos. En definitiva: saber descubrir el rostro humano que hay detrás de la máquina, incluso aunque ésta no tenga rasgos antropomórficos. Nadie es tan ingenuo como para pensar que todas las máquinas pueden identificarse con esta segunda perspectiva, pero no menos cierto es que no todo artefacto es terminator. Deep blue contra Kasparov: un combate desigual, ciertamente. Porque de un lado hay una pandilla de genios que pretende ganar a otro genio, un campeón mundial de ajedrez. Ahí radica la desigualdad de la competición. Y ahora que se habla de coches que se conducen solos, creo que sería preferible dejar el volante de nuestro coche en manos de Deep blue, antes que en manos de una máquina elaborada por muchos humanos que ni siquiera es capaz de ganar al ajedrez al campeón mundial de este sano deporte.
Es bien sabido en el gremio de los enseñantes del pensar: con la nueva reforma no sólo habrá menos horas de lo que llamamos filosofía, sino que además se nos abrirán nuevos terrenos por explorar. Si quitamos literatura (y aventura) al asunto: aparece al final del temario un engendro de difícil tratamiento, un auténtico transgénico educativo y cultural que han venido a llamar “La filosofía y la empresa como proyecto racional”. No para ahí la cosa, pues luego el ministerio nos ha regalado sandeces como estas:
El currículum sería cómico si no fuera trágico. Y lo peor de todo: la cosa se pone más sombría cuando se comprueba, materiales en mano, cómo han intentado salvar el obstáculo las editoriales. No sabe uno si reír o llorar. O las dos cosas al mismo tiempo.
En estas semanas acuden masivamente a los centros los comerciales de las editoriales, para presentar sus materiales adaptados a la nueva ley. Debido a la falta de plazos, todas tiran por el camino del medio: sin esperar a las adaptaciones de cada comunidad, sacan un texto lo más amplio posible, susceptible por tanto de ser utilizado en todas las comunidades. Auténticos ladrillos filosóficos, por tanto, pero que vienen obligados por las premuras y la previsión de un ministerio y de unas comunidades que son incapaces de tratar la educación con el respeto que se merece. Así que en estos días ve uno de todo: textos que apenas tratan el asunto, y otros que lo ventilan con alguna alusión al marxismo y con una unidad didáctica suplementaria por si se desea profundizar. Desde esto, a quienes te adjuntan algo así como un plan de empresa, para que los profesores, filósofos de formación, les expliquen a los futuros bachilleres cómo crear empresas. Algo que siempre caracterizó a la filosofía: si por algo ha destacado históricamente ha sido por la gran cantidad de empresas que ha fundado. Algún tonto elaborador de curriculums habrá leído alguna vez por ahí la expresión “Filosofía de la empresa” y no se le habrá ocurrido otra cosa que esto: asignar a la filosofía una formación empresarial (y de esa palabra que está tornándose cada vez más sombría y oscura, “emprendimiento”) que se considera indispensable en nuestros días.
Hay que decirlo bien claro: pretender que la filosofía se abra a la empresa es tan adoctrinador como lo pudiera ser la ya agonizante educación para la ciudadanía. Parece que la ideología sólo se filtrara cuando tocamos temas morales, como el aborto, la eutanasia, la familia o la sexualidad. Pues bien: también la intención de contagiar todas las materias con el virus de la empresa es una forma de ideología, que debe ser criticada si de verdad queremos explicar filosofía. Y no es que la empresa no tenga nada que ver con la filosofía: al contrario, existe toda una rama de la ética aplicada que lleva tiempo estudiando el asunto. Pero las formulaciones del currículum son tan estúpidas que parecen no admitir este enfoque. Filosofía y empresa: esto debería pasar por tomar conciencia de que la empresa es creadora de valores, no únicamente económicos. Y que una obsesión desmedida por la ganancia económica está muy lejos de lo que cualquier filósofo consideraría una buena empresa. Hay, claramente, consideraciones morales que no se deben obviar, pero que no tienen nada que ver con los planes de empresa y los materiales “new age” y casi de autoayuda que están enviando muchas editoriales. Podrías haber formas serias de abordar filosóficamente un tema tan actual y polémico como la empresa, pero esto no parece interesarle demasiado al ministerio. Y al final ocurrirán dos cosas: será este uno de esos temas que, por encontrarse al final del temario, nunca logran explicarse por falta de tempo. O se explicarán, por un misterioso interés del profesor de turno, que dará el enfoque que considere más adecuado: cómo no van a hablar de la excelencia de la empresa esos colegios elitistas, convertidos ellos mismos en empresa y orientados a hijos de grandes empresarios. Y desde el lado opuesto del ring, ahora que está de moda el boxeo: tendrán que dar toda la leña que puedan los que no tiene complejo alguno en señalar al capitalismo como el origen de todos los males del mundo, y al empresario como la encarnación terrenal del diablo. Enfoques ambos muy reales (y esperemos que minoritarios), pero nada filosóficos.
La colección Hermeneia de la editorial Sígueme publicará en breve el que será su número 100. A esta colección pertenecen títulos tan relevantes como Verdad y método, o varias de las obras de Lévinas. Para celebrar este centenario filosófico, lanzan una oferta con descuentos especiales en todos los títulos de la colección. Quien pueda estar interesado, puede descargar el archivo para realizar su pedido en este enlace. Enhorabuena a Sígueme por este centenario. Ojalá en unos años tengamos noticia de su publicación número 200.
Desde que la filosofía, como asignatura, languidece en el sistema educativo que se implantará en los próximos cursos, florecen aquí y allá los discursos que defienden su vigencia, no por conocidos irrelevantes. Es una tarea que toca, más o menos, una vez cada seis u ocho años, con desigual resultado. A veces se consigue salvar los muebles y otras veces no, sin perder de vista que ahora la suerte va por barrios: habrá autonomías “filosóficas”, que intentarán conservar, aproximadamente, la presencia de la misma en bachillerato, y las habrá menos filosóficas (no vamos a utilizar el prefijo “anti”), en las que la presencia de la filosofía en la educación quedará manifiestamente reducida. En todo el despliegue de ideas brilla con luz propia, a mi entender, una expresión que los profes de filosofía solemos arrogarnos y que desde hace tiempo me despierta cierta curiosidad, cuando no inquietud: enseñar a pensar. ¿Qué es eso, o en qué consiste ese tipo de enseñanza?
Para empezar: no sé muy bien qué es “enseñar a pensar”. Si somos animales racionales, parece claro que esa racionalidad la ponemos en funcionamiento de un modo natural. O quizás no lo seamos tanto, y necesitamos un cierto “pilotaje” o “aseoramiento”. Y es aquí donde entra la grandilocuente propuesta: enseñar a pensar. La cuestión es si se puede enseñar a pensar sin pensamientos. Quiero decir: ¿Es enseñar a pensar compartir en el aula las críticas que atacan al corazón del sistema? ¿O será, por el contrario, presentar las razones, tanto filosóficas como históricas, que nos han llevado a vivir como vivimos? Se me hace difícil entender la fórmula mágica sin una cierta sospecha de “direccionismo”: enseñar a pensar, sí, pero pensar, ¿como quién? No existe el pensar, así en abstracto, sino el pensamiento de unos y de otros. Podemos enseñar a pensar como lo hace el jefe de la empresa, que tiene sus motivos y sus razones que seguramente no serán compartidas por sus trabajadores. Un último matiz: enseñar a pensar como lo hacen los profesores o los alumnos. Pensamientos tan situados, tan contextualizados, que no pueden convertirse, creo yo, en los modelos a “exportar”.
El pensamiento va y viene. Pensamos, quienes nos hemos dedicado toda la vida a ello, que estudiar lo que pensaron otros es una gran manera de enseñar a pensar. No tengo muy claro que así sea: aprender pensamientos no es lo mismo que aprender a pensar. El pensamiento, si lo es de verdad, tiene algo de genuino, de personal, y un ingrediente de contra: hay que pensar contra el gobierno, contra la oposición, contra el sindicato, contra el partido, contra quien vende y contra quien compra, contra las iglesias, contra los salvapatrias, contra los que lo saben todo, contra los alumnos, contra los profesores, contra las familias. Contra, contra, contra. Y si la educación socializa, en cierto sentido uniforma: nos igual a todos, tanto por las oportunidades que da como por las ideas que ofrece. Siendo esto así, no interesa demasiado eso de “enseñar a pensar”. Una conclusión contra la que pensar: cuidado con quien te dice “voy a enseñarte a pensar”. No te está contando la última parte de la frase: “como yo”.
-Venga, no tengo todo el día. ¿Lo coges o lo dejas?
Media hora antes Víctor el mafias había llamado a la puerta del que fuera su amigo de la infancia, Eugenio Bueno. De niños habían jugado juntos durante años, no sin disgusto para sus padres. Víctor procedía de una familia adinerada, pero que siempre andaba metida en asuntos turbios. Algunos de sus familiares habían pasado temporadas en prisión. Eugenio compartió aula con él, pero no calificaciones. Le gustaba estudiar y había logrado un buen puesto como trabajador social del barrio. En su tiempo libre, participaba en una ONG creada por él mismo, y que pretendía ayudar a las familias más pobres de la zona. Pese a emprender caminos separados, Víctor y Eugenio fueron amigos hasta los 15 años, cuando el mafias abandonó la secundaria para hacer un taller ocupacional. De cerrajería, curiosamente. El caso es que llevaban años sin verse hasta que hoy un trajeado Víctor había llamado a la puerta de Eugenio, para ofrecerle una bolsa de basura con 6000 para su ONG. Eugenio no tenía nada claro que pudiera aceptar ese dinero, pues se podía hacer una idea de su procedencia.
-Ya te he dicho que no puedo cogerlo. No sé de dónde has sacado el dinero pero sí me puedo imaginar que esos billetes no están limpios.
-¿Qué te importa a ti cómo he conseguido el dinero? La cuestión es que quiero ayudar a la gente. Fuimos amigos durante muchos años, crecimos juntos y creo que dártelo a ti es más efectivo que a cualquier ONG internacional. Lo que yo quiero, Eugenio, es ayudar a mi gente, a los del barrio.
-Venga hombre, no me quieras vender la moto. Algunos de los más pobres están así por culpa de los tejemanejes de vuestra familia. Si quisierais ayudar al barrio cambiaríais de vida, os dedicaríais a otras cosas.
-Mira Eugenio, uno no elige nacer donde nace. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que me pusiera a estudiar cuando veía cómo mis familiares metían en casa todos los días una pasta que ningún trabajador lograría en una semana? No sabes nada de lo que he hecho en este tiempo, y si yo fuera mala persona nunca hubiéramos sido amigos. No hay tanta diferencia entre tú y yo. Tú has optado por tu camino, yo por el mío. Pero ahora que estoy en condiciones de hacerlo, quiero ayudar. Si le preguntaras a la gente que no tiene para comer, no creo que te dijeran que les importe mucho la procedencia del dinero.
-Te propongo un trato: cojo el dinero, pero a cambio me prometes que vas a dejar la vida que llevas, y que de verdad los mafias vais a trabajar por el barrio. Nada de contrabando, nada de trapicheos, nada de negocios raros.
-Sabes que no puedo aceptar ese trato. No tengo otra forma de ganarme la vida. Y ahora tengo que irme, así que decídete, ¿Te quedas con los 6000 euros o prefieres que los destine a otras causas?
¿Qué debe hacer Eugenio? ¿Aceptar ese dinero de dudosa procedencia y ayudar a los más pobres del barrio o rechazar la ayuda y continuar con su labor en la ONG?
La semana pasada llovían las noticias y comentarios que nos recordaban que se cumplía el aniversario de la segunda república. Un periodo de nuestra historia un tanto polémico: se encuentran por ahí enfoques que lo idealizan y lo demonizan a partes iguales. Se nos habla de reformas y misiones pedagógicas, de políticas de igualdad que conviven con los que señalan las políticas revanchistas y de persecución. No sé si son tiempos tan alejados de estos nuestros, y así he leído por ahí a quienes comparan la ley de defensa de la república con la denostada “ley mordaza”. Parece que si dejamos de lado los posicionamientos personales, no fue esa segunda república una época tan “ilustrada” como nos la pretenden vender. Quizás por un asunto de comparación: la breve experiencia republicana parece una broma pesada si lo situamos al lado de las casi cuatro décadas de dictadura, con todo el atraso en los más diversos órdenes que esta supuso para el país. Sin embargo, el grave error histórico y todo el sufrimiento de esta dictadura no justifica ni hace buena a una república que parecía alentada por las ganas de venganza y que no consistió, ni mucho menos, en una implantación de derechos y libertades propios de una república. Algo que se resume quizás en el famoso discurso de Ortega: “No era esto”.
Entre tanto aniversario y tanta efeméride, uno se pregunta si acaso no es posible relanzar un modelo político sin herencias del pasado. Algo que no nos ate a visiones medievales que de forma estúpida identifiquen virtud y competencia con sangre y genes. Una construcción institucional que no nos trate como súbditos, como menores de edad que necesitan la guía de una familia de prohombres que a nada que se investiga parecen tener mucho que esconder. Un modelo, en definitiva, alejado de la monarquía y más acorde a este siglo XXI y a la consideración moral y política que cada uno de nosotros merece. Pero estaríamos hablando de una propuesta que no asuma misiones visionarias o compensaciones históricas que puestas en manos de según qué personas terminan convertidas en ceremonias de la purga de ideas y de disidencias, cuando en simple rencor de un pasado que ya no mueve molino. Aunque solo sea como hipótesis teórica: quizás la república no despierta el entusiasmo que debiera porque un sector importante de la sociedad lo percibe como un movimiento de restauración de un pasado idealizado, como una vuelta a un pasado de buenos y malos, con deudas pendientes de saldar. Puede que no le viniera mal a la causa republicana el librarse de ese pasado respecto al que necesariamente hemos de mantener una actitud crítica, presentando como alternativa al mismo los valores que la impulsan: racionalidad, justicia, igualdad.
Cabría entonces distinguir entre la república histórica y la república como modelo político. y habría que reconocer que la España que se arriesgó a esa segunda república que se celebraba la semana pasada no era una España republicana. Una república requiere para su fundación, unas condiciones culturales, educativas y económicas que seguramente no se daban en aquel segundo intento. Lo que vino después fue, claramente, mucho peor, pero no sirve esto de argumento para salvar esta segunda intentona. Predomina en España ese modelo histórico frente al otro, el político, y esta es la mayor debilidad de la causa republicana. Una auténtica tendencia hacia la instauración de la república debería contar con el apoyo de simpatizantes de todo el arco político. La república no es una cosa de derechas ni de izquierdas, ni de rojos ni de azules. Es un sistema de gobierno democrático, más abierto, plural y participativo que el monárquico. Es más compatible con el reconocimiento de derechos y libertades que la monarquía, y me atrevería a decir que incluso más afín a la declaración de los derechos humanos, pues la rotación en los poderes ofrece más garantías de igualdad ante la ley y neutralidad. Siendo esto así, la causa republicana siempre encontrará un obstáculo serio en nuestro país: asociamos república e historia, y a veces falta sentido crítico en quienes defienden la república. Mientras esto sea así, el 14 de abril de cada año se dejará invadir por la nostalgia de un pasado y por la esperanza en un futuro distinto. Dos actitudes que hablan de repúblicas distintas.
Los más antiguos “visitadores” de esta web, ya conocen que en alguna ocasión he comentado el coste económico que implica, lanzando en tiempos una camapaña de donaciones para poder mantener la web. Están ya lejos los tiempos en los que los ingresos por publicidad permitían pagar el coste del dominio y el alojamiento. En un intento de lograr ayudas por otras fuentes, nos hemos decidido a renovar la tienda de la página. Se han eliminado los textos que antes se vendían directamente, y se han publicado en el sistema de Kindle. A mayores, se ha creado un pequeño espacio para compartir diferentes artículos que no siempre son libros filosóficos y que pueden resultar de interés, para quienes andan metidos en estas cuestiones del pensar y también para quienes tienen que enseñar o estudiar esto que ha dado en llamarse filosofía. En definitiva: una selección de productos que yo mismo tengo por casa y que pueden interesar a más gente. Y si alguien lo va a comprar, y decide hacerlo a través de nuestra tienda, pues Amazon tendrá a bien (esperemos) hacernos llegar un pequeño porcentaje de cada tiempo. Se me dirá que estoy vendiendo el alma a Amazon, pero no menos cierto es que ya estaba vendida a la publicidad de Google. Pero si la tienda sirve para acercar productos menos conocidos y de paso sacar una pequeña cantidad, ya está más que justificado el cambio. Ya veremos cómo funciona todo. Pero si te apetece conocer los artículos de partida, se te agradece que te des un paseo por la nueva tienda de boulesis. ¡Gracias!
Cada época tiene su afán. Sus historias de buenos y malos, sus héroes y sus villanos. La televisión y los grandes medios nos enseñan que en su día Gadafi era un claro defensor de la apertura de Libia. Algunos años después se transformó en un tirano. El propio Bin Laden fue formado para la CIA, aunque no para estrellar aviones contra torres. Los amigos de hoy son los enemigos del mañana. El tiovivo sigue girando y solo se van sustituyendo algunas de sus figuras. Cuando el caballo de madera está ya viejo y desvencijado, cuando ya no le queda pintura, se tira a la basura y se cambia por otro. Hubo un tiempo, por ejemplo, en el que Venezuela era en España sinónimo de culebrones y certámenes de belleza. Un país cercano al que muchos españoles emigraron en busca de un futuro mejor. Ahora parece ser el epicentro del debate político e ideológico: no nos dejamos embelesar por seriales interminables en los que nunca pasaba nada, sino que aparece ahora como uno más de los argumentarios de la confrontación política. Izquierdas y derechas: en lugar de hablar de nuestros problemas, nos dedicamos a discutir sobre lo bien o lo mal que se vive en Venezuela.
Este es el problema de los iconos. Vivimos una época tan peculiar que necesitamos de referentes ajenos, creados por la telerrealidad, para discutir de política. De un lado, los que satanizan estos estados que se pretenden cercanos al comunismo: nos cuentan lo mal que se vive en ellos y la ausencia total de libertades. Los reporteros más audaces de este bando se juegan la vida, y van a estos países a mostrarnos “cómo están las cosas”. Expresión que solo un inocente puede creerse: cualquier reportaje sobre Venezuela enseña lo que interesa al periodista o la cadena de turno. Así ha sido siempre. Del otro bando, partidos políticos y también medios de comunicación más modestos, que nos cuentan que Venezuela es un país idílico, que ha alcanzado importantes logros en terrenos de igualdad y distribución de la riqueza. En definitiva: el espejo en el que hemos de mirarnos, como si no importaran todos los tratados internacionales, Unión Europea incluida, que obligan a nuestro país a una política bien determinada.
Mientras unos y otros discuten, mientras se representa el juego de las ideologías, hay una población que lo pasa mal, y asiste atónita a la mascarada. A un venezolano con cierta autonomía de pensamiento, se le tienen que salir los ojos cuando oiga a cualquier politicante español poner como ejemplo a un país que encierra en la cárcel a autoridades políticas, que pretende asegurar mandatos casi eternos y plenipotenciarios, y que limita seriamente la libertad de prensa. Tradicionalmente, la concentración de poderes recibe un nombre: totalitarismo. Pero la cosa no pinta mejor de este lado del charco: nadie puede estar de acuerdo con políticas que reducen ayudas a la dependencia, servicios sociales básicos, becas o que, para sofocar el ambiuente generalizado de indignación, aprueban leyes que ponen en peligro la libertad de expresión. Socialismo y capitalismo. Igualdad y libertad. Sabemos que si potenciamos uno de estos valores, estaremos limitando el otro. El problema es ya conocido, y los responsables políticos deberían dejar esas encendidas conversaciones de plató, para ponerse manos a la obra. Pensar críticamente nos obliga a exigir mejores políticas sociales a los países capitalistas y un mayor respeto a las libertades individuales a los socialistas o comunistas. Y quien no quiera ver esto está cegado por las gafas de la ideología, o vive precisamente a sueldo de alguna de ellas.
Hablaba hace unos días con un compañero de este asunto, y el tema ha salido por aquí de vez en cuando: puede que la filosofía teng aun problema de formato. Está muy claro que hablar así, en general, de la filosofía es una forma de escurrir el bulto: son los filósofos y somos los profesores de filosofía los que tenemos este problema. Y no estoy pensando en la recurrente crítica de falta adaptación a las nuevas tecnologías o cosas por el estilo. Voy un poco más al fondo de la cuestión. Si nos fijamos en el origen del asunto, parece que la filosofía surgió como una experiencia personal. Un interrogarse que abrió espacio al diálogo. Esos dos grandes “popes” filosóficos, Platón y Aristóteles, basaban en el intercambio de argumentos sus enseñanzas. Y el predecesor de ambos, Sócrates, se pasaba el día en la calle, hablando con unos y con otros. Según otras versiones, molestando a unos y a otros. Los medievales se pasaban el día discutiendo, incluso sobre cuestiones bizantinas, y muchos textos clásicos como las Meditaciones de Marco Aurelio o los Ensayos de Montaigne son el fruto de un ejercicio de cuestionamiento personal.
Si la filosofía es experiencia puede que el descubrimiento de la imprenta le hiciera un flaco favor. Hemos logrado petrificar lo que de siempre fue vivo, fluido. Abundan así, en la vida de cada cual, experiencias que bien se pueden calificar de filosóficas: momentos de decisión, de duda, de interrogación, de crítica social, de cuestionamiento del mundo, de la economía o de la cultura. Más ejemplos: momentos de conversaciones vivas y arrebatadoras, en las que los participantes sienten que están tocando con las manos cuestiones cruciales para sus vidas, que están exprimiendo lo mejor de sus capacidades intelectuales para encontrar una respuesta. La pregunta es: si aceptamos que estas son experiencias filosóficas, seguramente habrá quien no esté de acuerdo, cabe preguntarse por qué no se lee filosofía, por qué no despierta interés la filosofía. Hay una distancia nada despreciable entre lo que nos despierta ese ímpetu o interés por la filosofía y lo que después los profesores hacemos en las aulas o los “filósofos profesionales” escriben en sus libros. Con lo que nos encanta comenzar la introducción a la filosofía aludiendo a que “todos somos filósofos”, qué poco hacemos para que quien se acerca a su estudio llegue a descubrir por qué.
Puede que todo se reduzca a un problema de formato, y la transformación de la filosofía en una actividad académica haya garantizado su profesionalización, pero a su vez matado al invento. Nada hay más antifilosófico que los criterios y requisitos para ser reconocido por la academia: escriba usted con tantas y cuantas referencias bibliográficas, consulte fuentes secundarias y cite respetando las normas de tal o cual institución. Escriba textos destinados a no ser leídos más que por los cientos de especialistas, no llegan ni siquiera a mil, que están desperdigados por el mundo. No tengo muy claro si Sócrates denominaría a esto filosofía, o si lo haría el mismísimo Kant, rector de su universidad pero cuyas clases eran, en palabras de Herder, “lecciones de humanidad”. Y a lo mejor la filosofía no respira en los libros, sino en los paseos y las conversaciones, en las angustias y comeduras personales de quien ve que la vida se le escapa y el tiempo pasa, en quien desea sentirse vivo tirándose por un puente atado a una goma, o en quien empeña su vida en subir cada vez más alto, para descubrir lo solo que se está a ocho mil metros de altura. Desde luego: otros “formatos” filosóficos muy alejados del libro autorreferencial, empeñado en revisar una propia tradición que no se logra conectar con la realidad. Sé que la tesis es polémica, pero si el rey va desnudo, no es muy leal guardar silencio. Y la conclusión parece clara: si la filosofía no se construye sobre una experiencia filosófíca, ¿es auténtica filosofía?
Somos y nos movemos en el lenguaje. Se podría decir que vivimos en él, y que su presencia es una de las características que nos definen. La cultura ed lenguaje en la misma medida que lo es la educación: aprender es ir adquiriendo mayor capacidad lingüística, sea de ese lenguaje natural que todos hablamos o del otro, del formal que nos hemos inventado hace ya un par de milenios. La dimensión comunicativa del ser humano es imprescindible para explicar nuestra evolución. La comunicación tiene una doble cara: siendo un rasgo común, orientado hacia el entendimiento, es precisamente algo que nos separa: aprender el lenguaje del nosotros en el que nacemos y crecemos es una condición necesaria para el desarrollo del pensamiento, pero a la vez un obstáculo para el comprender a los demás, al “ellos”. Así ha sido desde hace siglos y así aparece en diversas mitologías en todas las babeles que pululan por nuestro imaginario. Ya en el mito, y en la experiencia la cotidiana, aparece la incomprensión como un castigo, como una experiencia la negativa que nos aisla y nos obliga a vivir separados. Los mismos mitos nos ofrecen las figuras contrapuestas: dioses mediadores, capaces de unir lo que está separado y que hacen de puente entre quienes, en un primer momento, parecen condenados a no entenderse. Más allá de la mitología, desde el mismo nacimiento de la filosofía del lenguaje y como una de las preguntas que le ha servido de arranque, está precisamente el interrogante que figura al principio: ¿es posible traducir diferentes lenguajes? O en otras palabras: ¿podemos entendernos?
La respuesta más inmediata es un rotundo sí. Ahí están las escuelas de idiomas y academias del más diverso pelaje y condición: son la prueba “viviente” de que la traducción y el aprendizaje de una lengua son posibles. Sin embargo, precisamente quien acude a estas escuelas y academias y tiene cierta experiencia en el uso de lenguas extranjeras, es consciente de que cada una de ellas implica una concepción de la vida. Que las estructuras sintácticas son mucho más que meras condiciones formales y que la manera de decir de cada lengua tiene una seña de identidad, que está en peligro en cada una de las traducciones. Aprender una lengua es entonces tomar conciencia de lo que nos separa de otros. Podemos decir un “Hola cómo estás”, y la otra persona nos entenderá sin problemas. Pero una frase tan sencilla y simple como esa lleva dentro de sí una auténtica bomba lingüística, muy propia del español: el ser y el estar. Lo que idiomas de nuestro entorno ventilan con un solo verbo, se llena de matices en el nuestro. Y si con este ejemplo tan tonto aparecen ya diferencias fundamentales, no hay que ser graduado o master en filosofía para darse cuenta de las dificultades que surgirán en cuanto queremos ir más allá. Cómo traducir, por ejemplo, un texto filosófico o una novela. Podré enterarme, cómo no, de la trama, pero seguro que estoy perdiendo algo en el camino.
El problema se acentúa con la poesía, actividad que refleja, a su manera, el alma del lenguaje. El poeta exprime las palabras y descubre nuevos significados. Y la tesis de la imposibilidad de traducir cobra toda su fuerza precisamente cuando nos enfrentamos a los versos y las rimas. Las metáforas que nos abren el mundo en un lenguaje pueden ser perfectamente incomprensibles si pretendemos llevarlas a otros. El lenguaje se nos muestra como una herramienta esculpida por los pueblos. Reflejan su historia, sus costumbres, y ya Nietsche en su día sugirió que las palabras de hoy son las metáforas del ayer, igual que las metáforas de hoy son las palabras del mañana. La conclusión parece clara: podemos ponernos de acuerdo en la hora en que nos vamos a ver, o en cuánto vamos a pagar a cambio de tal o cual producto. Pero de ahí a entendernos en cuestiones de historia, geografía, filosofía, literatura o poesía va un mundo. Un abismo cultural que no es fácilmente salvable con una gramática y un diccionario en la mano. Comunicarse o comprender: estos dos verbos son la clave para resolver el problema de la traducibilidad. Sin perder de vista la identidad de cada lenguaje y su íntima relación con el pasado de quien lo habla, lo cual nos pone sobre la pista de otra idea a tener en cuenta: serán más fácilmente “traducibles” aquellos lenguajes que cuenten con una proximidad geográfica, histórica y cultural. En el horizonte aparece entonces la idea de la comprensión y el diálogo entre grandes civilizaciones. Oriente y occidente, islam, cristianismo, judaísmo. A buen seguro los choques y conflictos que hay que resolver hoy tiene su reflejo también en el lenguaje. Porque en definitiva hablar de la traducibilidad del lenguaje es hablar de la posibilidad de entenderse todos los seres humanos.
Pasadas las elecciones andaluzas, ha llegado el momento de hablar de la campaña. Principalmente por no haber llegado a tiempo en su momento, pero también en previsión de que el argumentario va a ser bastante similar en cada comunidad autónoma y municipio. O nos tapamos los oídos, o nos tocará escuchar unas ideas, repetidas una y otra vez para las múltiples elecciones que nos esperan. Todas ellas, nos dicen, decisivas y trascendentes para nuestro país. Algo que no termina uno de creerse, principalmente por lo que querría comentar hoy: la estrategia de echar balones fuera y culpar a los demás de algo. Avestruces que somos y no queremos ver lo que nos toca, lo que nos viene por delante. En esto de la organización política ocurre de un modo paradigmático: lo más fácil es arrogarse el mérito de los logros, si es que los hay, y endosar todo lo que sale mal al adversario político. El mecanismo psicológico ocurre ya en el propio individuo: todos estamos orgullosos de lo que hacemos bien, y somos capaces de explicar qué causas, ajenas a nosotros, están en el origen del fracaso. El problema de esto es ponerlo en práctica cuando se están ocupando cargos de responsabilidad política. Ahí es precisamente cuando se levantan sospechas: o no estás haciendo nada, o tienes que asumir aquello en lo que la has pifiado.
Repasemos entonces lo que hace unos días nos contaba el PSOE: había que seguir confiando en sus siglas, porque el PP había traído la ruina a Andalucía. Las políticas de austeridad del gobierno central han supuesto, se nos dice, un estrangulamiento para el gobierno andaluz, que se ha visto incapacitado para llevar a cabo sus políticas. Así que el partido que lleva gobernando en Andalucía desde el inicio de la democracia culpa al partido con mayoría en el gobierno central de todos los problemas de los andaluces. Pero tampoco ha de entenderse esto como una defensa del PP. Sus argumentos no eran mucho más sofisticados: “nosotros”, han dicho, vamos a sacar a Andalucía de la miseria del paro, de la cual es responsable el gobierno autonómico. Y lo dice un partido que tiene mayoría absoluta en el gobierno central, en muchas comunidades autónomas y en una parte considerable de los municipios. ¿Quién es entonces responsable de los problemas de los andaluces, el gobierno central o el autonómico? Lo que es inaceptable es que ambos se echen la culpa mutuamente y es algo que viene soportado por una estructura política que seguramente sea ineficaz: entre otros motivos porque es difícil, si no imposible, determinar qué parte de responsabilidad tienen en los índices de bienestar y desarrollo social y económico el gobierno municipal, autonómico y nacional. Todos ellos, nuestros políticos, dispuestos a acudir con la mejor de sus sonrisas a cuantas inauguraciones haya, pues lo importante es cortar la cinta con la tijera y salir en los medios de comunicación. Haciendo que se hace es como se vende la política.
La cuestión de fondo es la inutilidad de ciertas estructuras políticas. Si un gobierno autonómico puede culpar al central de todos sus males y a su vez el gobierno central puede despacharse con las mismas, uno de los dos gobiernos sobra. Y si, en último término, cualquier gobierno puede señalar a Bruselas como origen de medidas dolorosas o de problemas estructurales que se perpetúan en el tiempo, eso significa que da igual votar a unos o a otros y que, en última instancia la pérdida de soberanía que fue consecuencia de la integración europea ha convertido la política en una actividad meramente teatral. Estética pura. Aparentar conflictos que no son reales, pues no hay margen de maniobra, ni serían muy distintas las políticas implementadas por unos y otros. Si entre Bruselas y las grandes empresas multinacionales se reparten el bacalao, no sé si tiene mucho sentido asistir al espectáculo pseudodialéctico de la campaña electoral, al enfrentamiento entre agrupaciones y todo el circo político que nos espera en los próximos meses. Y todo ello sin olvidar el problema de fondo: mientras los grandes partidos juegan a pasarse la pelota y a culparse mutuamente del desastre, hay un pueblo que vive en condiciones indignas, y un cúmulo de esperanzas que se van desvaneciendo en cada ciclo electoral. Porque a fin de cuentas, los que han votado ayer esperan algo del futuro. Y seguramente, la próxima campaña electoral autonómica en Andalucía, vaya a emplear argumentos muy similares a los que ya hemos escuchado. ¿Quién asume y dónde está auténticamente la responsabilidad política? Mientras no resolvamos esta cuestión, las elecciones seguirán siendo pantomimas y caciquiles juegos de poder.
Ana Frank revivía estos días en los telediarios y su fotografía paseaba por revistas y diarios. Se recordaba así el setenta aniversario de su muerte. En una conversación informal con dos compañeros, hablábamos de su padre como único superviviente y, por tanto, propietario del “legado”, valga la expresión, de Ana Frank. Suena paradójico, pero en este caso fue el padre quien heredó de la hija. No sólo un diario, sino también una carga simbólica llamada a perdurar durante siglos. Si nos fijamos en lo económico, se podría decir que Otto pudo vivir de las ganancias del diario, y que su “oficio” consistió en divulgar el diario y mantener viva la llama de su mensaje. Uno de esos casos en los que la historia te otorga un lugar que seguramente no quieras ocupar, pero del cual tampoco puedes escapar. Así que tras sobrevivir al holocausto y al descubrirse el diario escrito por su hija, no le quedaba otra que comprometerse activamente en la defensa de su causa. Una lucha ya no física, pero sí contra la desmemoria, la manipulación y el olvido. La verdad de Ana, y la de tantas y tantas víctimas del holocausto, debía seguir viva, ya que sus portadores jamás podrían disfrutar de una vida en la que realizarse como seres humanos. En esto consistió la vida de Otto Frank: en el ser el portavoz de Ana, su hija muerta.
Todo suena bastante razonable hasta que se empieza a indagar un poco. No hace falta descender a las profundidades de la red: resulta que a poco que se busca, se da uno de bruces con un libro publicado en 2002. Sin necesidad de leerlo, encontramos una pequeña reseña de la historia: el secreto nazi de Otto Frank. Parece ser que Otto Frank podría haber sacado cierto beneficio económico a raíz de negocios diversos con los nazis. Incluso que él mismo, en su empresa, habría aplicado criterios nazis como el despido de los judíos. Y parece ser que podría haber conocido el nombre de su delator. Un tal Tonny Ahlers, que murió ya de anciano sin que jamás Otto diera su nombre en público. El motivo fundamental no es difícil de deducir: si él descubría a su delator, era más que probable que este a su vez diera detalles a la opinión pública sobre las actitudes colaboracionistas del padre de Ana Frank. La historia parece sacada de un guión de película, y es tarea de los historiadores el aclarar si ese “lado oculto” en la vida de Otto Frank fue real, o simplemente una hipótesis alentada por otros intereses ocultos. Pero el caso es que ya aparece, como tantas otras veces, una cierta sospecha sobre si figura. En lo filosófico, podríamos hablar de Hannah Arendt, de la banalidad del mal, y de sus famoso reporte del juicio a Eichman, en la que de forma directa acusó al propio pueblo judío de actitudes condescendientes e incluso de respaldo del nazismo en sus primeras fases. Pero hoy quisiera plantear otra pregunta: si esta investigación sobre Otto Frank fuera verdad, ¿conviene darla a la luz?
La pregunta puede parecer escandalosa. Sin embargo, la cuestión es que Otto Frank se empeñó en que el diario de su hija alcanzara la máxima difusión. Se convirtió en un símbolo vivo del holocausto y en un firme defensor de los derechos humanos. El diario escrito durante la ocupación es leído y releído en las escuelas, y sirve como un testimonio de lo que significó el nazismo para millones de familias. sacar a la luz la “verdadera” historia de Otto, si es que lo es, implica arrojar una duda más que razonable sobre buena parte de su causa. Y lo mismo se podría decir respecto a otros muchos casos: ¿Estaba convencido Malcom X de la superioridad negra? ¿Hay referencias racistas en el mensaje del Che Guevara? ¿Es censurable cierta parte de la vida de Gandhi? ¿Es verdad que la madre Teresa de Calcula financiaba parte de sus proyectos con dinero procedente del tráfico de armas o de drogas? Todas estas, y muchos otros ejemplos que se podrían poner nos recuerdan que los iconos morales son también “humanos, demasiado humanos”. Y que si nos podemos a buscar, quizás encontremos en cualquier persona una actitud censurable, sea en su vida pública o privada. ¿Es preferible entonces que el afán de verdad prevalezca sobre estos “buenos ejemplos” que sirven en algunos casos para justificar causas moralmente justificables? A veces toca elegir, entre verdad y moral. Y no sé si es moral quedarse con la mentira. Pero en el polo opuesto, puede que terminemos destruyendo la ejemplaridad moral, un concepto que está ganando adeptos en los últimos tiempos, si nos dejamos llevar solamente por el afán de verdad. Queda entonces la duda de qué es más inmoral o desesperanzador: vivir fingiendo que existen modelos a seguir, o ser consciente que incluso estos modelos han actuado en alguna ocasión de forma reprobable.
Del 1.0 al 2.0. Se habla ya del 3.0. La realidad aumentada y el internet de las cosas. ahora los teléfonos son inteligentes y no parece lejano el tiempo en el que un reloj de pulsera pueda tener más memoria que su dueño. Hacemos tecnología que nos hace: los nativos digitales se quedan hoy estupefactos cuando se les pregunta qué harían si no hubiera Internet, ni teléfonos móviles con aplicaciones de mensajería en las que cotorrear sobre lo humano y lo divino. Esta misma tecnología que nos hace nos obliga a mostrarnos en público: poco importa si a través de mensajes de 140 caracteres, a través de fotografía o compartiendo los lugares y las personas que van construyendo eso que llamamos vida. Vivencias digitalizadas. Vértigo: esta es quizás la palabra que mejor describe la sensación que provoca esta invasión tecnológica. Uso e integración: empezamos a usar las aplicaciones llevados por el rebaño. Si todo el mundo lo usa no puede ser malo. Algo así debe pasarnos por la cabeza, sin detenernos a pensar por un momento en ciertos hábitos de las moscas.
Ahora que tenemos ordenadores conectados, queremos conectar las cosas. Está muy bien, se nos dice que el coche, la persiana y el horno de casa estén conectados a Internet. También el frigorífico. Y a buen seguro habrá que “internetizar” la naturaleza: seguramente no esté muy lejos el día en el que las montañas o los árboles tengan su propio microchip, y envíen información permanentemente a una central desde la que tomar ciertas decisiones. Puede que sea el próximo paso: el Internet de la naturaleza. Y cuando esté ya conectado, sumado al Uno absoluto de la red, seguiremos convencidos de que controlamos, de que no dependemos de la tecnología y de que el mundo es mejor gracias a todos estos aparatos y sobre todo a la posibilidad de estar permanentemente relacionándonos con otros.
Ya puestos, una opción a investigar podría ser enchufarnos nosotros mismos a la red. No es ciencia ficción: ya se ha hablado de la posibilidad de insertar un chip dentro de nuestro cuerpo, y eliminar así la engorrosa necesidad, tan vital como el respirar o el comer, de llevar un aparatito en el bolsillo que nos ponga a la última de todo lo que ocurre. Si este microchip es suficientemente sofisticado, podría darnos información detallada sobre quiénes han de ser nuestros amigos, qué estudios se adaptan mejor a nuestras capacidades, dónde escoger un puesto de trabajo o quién puede ser nuestra pareja. Bastaría con ir tomando información de nuestras propias experincia para que el chip nos orientara respecto a qué actiividades de tiempo libre realizar, qué partido político elegir o qué diarios escoger para que nos nutran de información. Habrá quien considere esto casi apocalíptico, pero puede que no sea más que la evolución lógica del tiempo. Y cuando esto ocurra, nos habremos olvidado de que Internet forma parte de nuestro genoma, y que durante milenios, mucho antes de la aparición de cualquier ordenador, nos hemos relacionado con una estructura de red primigenia, que se llama sociedad, y que ha sido siempre, a su modo, el Internet de las personas. A tiempo estamos ahora de ir valorando si merece la pena ir desdibujando esa forma de vivir en favor de una ordenación tecnológica del mundo.
Hay colegios y colegios. A unos les toca, por estar donde estar, enfrentarse a la realidad educativa más dura que se puede uno encontrar: barriadas pobres, con amenazas como el tráfico de drogas. El verbo “educar” tiene aquí, probablemente, un sentido muy distinto. Colegios que se las ingenian para atraer a los chavales, para que no desconecten. Para mostrarles caminos alternativos a los que ofrece la calle. Profesores que asumen funciones bien distintas a las que la ley prescribe, pero que esperan con ello logran un mejor resultado con los alumnos. En otros colegios, el enemigo puede ser otro: la propia administración que desatiende las condiciones mínimas en las que ha desarrollarse la actividad docente. Allí donde se enseña en barracones y se inauguran aeropuertos que más bien parecen instalaciones de arte contemporáneo algo falla. Algo falló hace sesenta años, para haber producido mentecatos ignorantes, orgullosos de cortas tiras de inauguración que abren paso a infraestructuras estúpidas, mientras lo esencial sigue sin ser atendido. También en estos colegios, por cierto, se enseña. Con el empeño y las ganas que le ponen al asunto alumnos y profesores. Sin caer a estas alturas en idealizaciones: puestos escolares ocupados por quienes ni desean ni valoran el saber, y puestos de trabajo ocupados por quienes entienden el noble oficio de educar como una forma de ganarse la vida, de conseguir una nómina a fin de mes.
Claro que hay colegios y colegios. Azules, amarillos, rojos y verdes. Grandes y pequeños. Los hay que durante algunos años han empleado más esfuerzos y desvelos en lograr el ISO 9000 que en otra cosa. Los hay que presumen de instalaciones, programas educativos y calidad. Entre otras cosas porque el papel todo lo soporta: escribe todo lo que quieras, ya veremos si alguien viene a comprobarlo. O si alguien viene a preguntar si nos ocupamos igual del chaval que aprueba que de aquel que suspende. Si alguien se interesa por nuestros mecanismos de exclusión del alumnado que de alguna forma “desprestigia” al centro. O si buscamos los mecanismos legales para burlar esas molestas leyes que en teoría hacen incompatible recibir dinero público con pedir dinero a las familias: ya se sabe que entre lo legal y lo legítimo hay un salto, y que ciertos terrenos pantanosos les son siempre más propicios a unos que a otros. Un cúmulo de circunstancias que cristalizan en un informe que quizás sea realice a golpe de talonario, y que aspira a recoger los 100 mejores colegios de España. Por supuesto: entre los privados y los concertados. La pública juega en otra liga. Algo que no termina uno de saber si es positivo o negativo, pero es así: somos de otra liga, y a los sesudos periodistas ni se les ocurre acercarse a un centro público. Seguramente porque les parezca inconcebible que un centro público pueda estar entre los cien mejores de nuestro país. En fin, sus motivos tendrán par hacer semejante campaña, no sabemos si gratuita o no, al negocio educativo.
El tema de la enseñanza pública y la concertada está enquistado en nuestro país, y ya en su día se habló con cierta frecuencia del tema por aquí. No es el tema hoy echar más leña a ese fuego. Pero sí lo es el cuestionar lo que se podría llamar “periodismo educativo”: no es infrecuente que muchas de las noticias que se publican en nuestros medios relacionadas con educación incluyan imprecisiones, falsedades o que simplemente ofrezcan una parte de la realidad, aquella que al periódico de turno le interesa mostrar. A las críticas habituales que se lanzan contra los medios de comunicación (manipulación, falta de objetividad, dependencia de poderes económicos o políticos) se une en este caso un problema difícil de solventar: los periodistas que hablan de educación no están en el ajo. Estar en el ajo es pisar aula y ver cómo funciona un centro: algo que depende mucho más de la calidad profesional y compromiso personal de su plantilla que de la cantidad de instalaciones, intercambios, laboratorios, idiomas o cualquier otra pose o maquillaje que pueda adoptar el centro. Y si no se pisa aula, lo menos que se espera de un periodista es que pregunte a quien vive en ella. Y no solo a directivos y profesores: también a los alumnos. Parece que hay quienes educan para integrar y quienes lo hacen para separar. Así también en el periodismo: informar para integrar o para separar. Quizás para conformar a una élite pseudoburguesa que a fin de cuentas es la que paga el periódico.
Antes de escribir el artículo que ahora estás leyendo, nos dimos un paseo virtual por este curioso blog llamado boulesis. No solo nos parecen interesantísimas las temáticas que trata, sino la forma en lo que lo hace, configurándose como un auténtico punto de encuentro virtual, un espacio de reflexión sobre una amplia variedad de temas que, aunque son importantes, se diluyen habitualmente en el ruido mediático. Así, nuestra agencia de traducción quiere aportar su granito de arena en este foro de discusión poniendo sobre la mesa un tema un tanto invisible: la ética y la falta de ella - en el sector de la traducción profesional. Esperamos que te resulte de interés.
¿Recuerdas el significado de la palabra prurito? Este término proviene del latín prurītus y según el DRAE se define como Deseo persistente y excesivo de hacer algo de la mejor manera posible. Prurito es una de esas bellas palabras del español que, poco a poco, han ido desapareciendo de nuestro vocabulario. Esta desaparición nos entristece, pero no solo porque se pierda en el tiempo una palabra de nuestro idioma, sino por lo que conlleva: que las personas que han olvidado esa palabra olviden también la obligación de hacer un trabajo bien hecho. Prurito y ética, dos palabras diferentes pero más importantes de lo que parecen.
La cara y la cruz de las TIC
A nadie se le escapa que vivimos una época convulsa. El avance vertiginoso de las tecnologías de la información y la comunicación ha puesto del revés nuestra forma de relacionarnos, de vivir y de trabajar. Estos cambios en las herramientas de trabajo tradicionales han afectado a una gran parte de los sectores laborales, pero al nuestro, al sector de la traducción, le han modificado esencialmente.
Piensa un poco: ¿cuándo fue la última vez que utilizaste una herramienta de traducción automática? ¿Hace una hora, un minuto? A diario miles de personas utilizan este tipo de herramientas para comprender rápidamente una frase, un texto o una palabra. Por supuesto, no vamos a negar la utilidad de este tipo de aplicaciones. Gracias a Google Translate y compañía las personas que no hablan idiomas diferentes al de su lengua materna son capaces de entender más o menos los textos escritos en otros países. Esta es la cara. ¿Cuál es la cruz para nuestro sector? La utilización de estas herramientas por parte de falsos traductores o de traductores sin la preparación adecuada para realizar por sí mismos una traducción de calidad.
¿Crees que exageramos? Te aseguramos que no. Echa un vistazo a esas cartas de menús de los restaurantes y cafeterías de tu ciudad. O a muchas páginas web de empresas pequeñas o profesionales autónomos. Si preguntas a los propietarios de esas empresas te contarán que pagaron su buen dinero para que un experto les tradujera sus textos.
Por supuesto que el intrusismo laboral no es nada nuevo bajo el sol, tampoco en el sector de la traducción. Antes de que las TIC popularizaran las herramientas de traducción automática ya existían esos falsos profesionales que creían saber traducir por haber pasado unos meses en Inglaterra, Francia o Alemania. Siempre ha existido ese voluntarioso alumno de Erasmus- por decir algo que ofrecía sus servicios de traducción al volver a casa y, así, sacarse un dinerillo.
Pero en los últimos años el porcentaje de falsos traductores ha crecido de una forma inimaginable. Una de las causas principales es, como te decimos, la facilidad de acceso a herramientas de ayuda a la traducción. La siguiente razón te la contamos en el siguiente párrafo.
Esta crisis que no cesa
Cuando dentro de unos años echemos un vistazo a los anales de la historia veremos más claramente que hay dos hitos que están marcando estas dos primeras décadas del siglo XXI. El primer hito es, como hemos mencionado, la velocidad con la que se han popularizado las tecnologías de la información y la comunicación. El segundo hito es menos amable: las consecuencias directas e indirectas que está provocando la crisis económica mundial en el entramado profesional.
Seguro que estás de acuerdo con nosotros en que la recesión económica se nos está haciendo más larga que un día sin pan. Casi todos los sectores laborales están sufriendo en mayor o menor medida las consecuencias de la falta de liquidez de sus clientes. El fuerte desequilibrio entre la oferta y la demanda provoca que las empresas utilicen todas sus armas para mantenerse en el mercado. Una de las bazas que están jugando las empresas y profesionales es ajustar fuertemente sus presupuestos o, en otras palabras, participar en la llamada guerra de los precios. 2×1, descuentos inmediatos, grandes ofertas Las grandes empresas han saturado el mercado con esas ofertas irresistibles con las que están intentando captar y fidelizar a sus clientes. Esta política de precios tiene muchas y variadas consecuencias, pero una de ellas nos afecta directamente a las pequeñas y medianas empresas y, también, a los profesionales autónomos: el mercado se ha acostumbrado a precios reducidos y demanda fuertes rebajas en sus presupuestos. Y nos dirás ¿qué pinta la ética en todo esto? Pues mucho.
Hay determinados productos que, por su idiosincrasia, son susceptibles de bajar su precio. No olvidemos tampoco que unos años atrás algunos productos y servicios se habían encarecido de forma injusta, habían alcanzado un precio desmesurado (alias burbuja) que ahora se ha podido ajustar. Pero hay ciertos bienes que no pueden bajar su precio sin reducir su calidad, entre ellos las traducciones. Y ahí entra la ética del traductor o, en este caso, la falta de ella. ¿Cuál es el truco para ofrecer presupuestos diez, quince, veinte veces más baratos que los de su competencia directa? Rebajando diez, quince y veinte veces la calidad final del producto, la calidad de la traducción.
P.D: este texto ha sido escrito a iniciativa de la agencia de traducción profesional Okodia, y sirve para inaugurar una nueva categoría en el blog, abierta a la participación de otros. Si deseas publicar tu texto en el blog, puedes comentármelo a través del formulario de contacto
Hace ya días que ha saltado, de nuevo, la polémica en torno a una presentadora de televisión, responsable de difundir en su programa propaganda psuedocientífica. Algo así como que comer limones previene el cáncer. O cosas parecidas. No hace tanto que la misma se puso un poco metafísica, y reflexionaba sobre las posibles consecuencias “en el alma” de un trasplante: por un extraño modus ponens había llegado a la conclusión de que si te ponen el riñón de un ladrón, puedes despertar de la anestesia con ansias de robar cuantos goteros y sueros queden a tu alcance. Como si no tuviéramos otra cosa de que hablar, la comunidad científica, y el periodismo el general, ha montado en cólera, exigiendo rectificaciones públicas, y no sé cuántas cosas más. Y no seré yo el que salga en defensa de una periodista a la que, afortunadamente, jamás puedo ver debido a mi horario de trabajo, pero sí tengo una sensación extraña al leer todas estas críticas: ¿No se dan cuenta de que hemos de atacar fundamentalmente al medio?
Vayamos por partes. De fondo, lo que se debería cuestionar es el tipo de autoridad que tiene la televisión. No es un artefacto novedoso y todos sabemos un poco cómo va el negocio. Patrodinadores, audiencias, etc. Cifras millonarias, que obligan a que los contenidos estén orientados a públicos masivos. De otra manera es imposible la rentabilidad. Así las cosas, no sé si es muy realista el rasgarse las vestiduras por según qué tipo de emisiones. Comentar las propiedades del limón no es algo muy distinto a la conversación que va de boca en boca sobre las extraordinarias propiedades rejuvenecedoras de las bayas de no sé dónde, o de la capacidad curativa y “antioxidante” de la infusión de aquella planta traída de un país exótico. No sé si cambia en algo la cosa el hecho de que al comentarlo en televisión puedas llegar potencialmente a varios millones de espectadores. Bajo mi punto de vista no cambia mucho, a no ser que estos espectadores sean “fervientes devotos” de la caja tonta.
La caja tonta, ahí está el asunto. Si la caja es tonta, sabemos que nos ofrecerá tonterías: limones curativos, grandes hermanos con todo tipo de adjetivos y en sus variantes de islas desafiantes, concursos de casamientos de hijos, o debates políticos que tienen más de pose espectáculo (a ver quién insulta más) que de intercambio argumentativo. Siendo este el panorama televisivo y salvo honrosas excepciones y rarezas, ¿a qué viene tanto escándalo? Alguien que conozca, aunque solo sea de una forma superficial, qué es la televisión inmediatamente ha de asociarla a mediocridad y mal gusto. Porque, ojo, eso es lo que triunfa: tenemos la tele que nos merecemos, y los índices culturales de este país no dan para más. El hecho de que estos mensajes se difundan en la tele pública, pagada por todos, no cambia mucho el asunto: en último término compite por los mismos espectadores. Los hay de otros gustos, cierto: pero si quiere usted que le expliquen cómo ha evolucionado la física desde Einstein, sencillamente no ponga la tele. Y tampoco, por cierto, si está muy interesado en el arte contemporáneo o en las últimas tendencias de la poesía. Dudaba hoy, de si poner una coma en el título: el medio es tonto, pero más tontos somos nosotros si de verdad le damos credibilidad a todo lo que se nos cuenta por ahí.
Marque usted la casilla correspondiente: religión o valores éticos. Esta es la nueva (vieja) opción que nos propone el ministerio dentro de la LOMCE, que se implantará en los cursos impares de secundaria y bachillerato el próximo curso. Lo cierto es que la propia elección da mucho que pensar. Supongamos esa disyunción como excluyente: entonces querría decir que el partido en el gobierno, tan cercano a las posturas católicas, entiende que cualquier alumno puede ser formado en religión o en valores éticos, pero que ambas cosas son incompatibles. Es decir, que o se es bueno, justo, crítico, o se es religioso. Alguien bienintencionado puede sufrir un ataque de etnocentrismo y pensar que este tipo de cosas son inconcebibles en occidente: alguien que se forma en religión no puede ser malo. Pasamos entonces a la disyunción inclusiva: religión o valores éticos como puntos de vista complementarios. Nos toca jugar al “como si”: quien elija religión tendrá una misma formación ética que quien escoja valores éticos. A fin de cuentas, puede pensarse, toda religión incluye dentro de sí un código moral. Poco importaría entonces que lleguemos a la moral a través de la religión o a través de procesos de crítica y discusión racional, de diálogo y confrontación de ideas. Grave error.
Por supuesto que no es lo mismo. Podemos argumentarlo desde el positivismo o desde los tipos de dominación de Weber. Una cosa es que nos cuenten que tales y cuales normas y valores tienen su fundamento último en un ser divino, responsable de todo lo existente, a que nos cuenten que los valores y normas son creaciones humanas, propuestas sociales e históricas tan fuertes como nosotros queramos, y siempre expuestas a nuevas revisiones. No hay relación entre decir que es Dios quien lo manda y decir que somos nosotros quienes discutimos, analizamos y criticamos. La disyunción inclusiva, por tanto, pretende resucitar, valga la expresión, una nueva especie de “doble verdad”, que no en vano hunde sus raíces en la edad media. La ética sería así la verdad de la polis, y la religión la verdad del conjunto de creyentes. Y nivelar en nuestro tiempo, en las sociedades multiculturales en las que vivimos la religión y los valores éticos es retroceder mucho tiempo en el pasado. Alguien en el ministerio debería tener presente que una cosa es esa ética compartida, pública y de mínimos, que hemos de fomentar en todos los ciudadanos, independientemente de su credo o de la ausencia de este, y otra cosa muy distinta la formación religiosa que se quiera transmitir. Al situar una “o” entre medias, se está traicionando la ética, y también la religión. Lo que han hecho, precisamente por ignorar lo que es la ética, no es muy distinto a propuestas como “religión o calceta”, “religión o mitología”, “religión o El señor de los anillos”.
De fondo, seguramente, les preocupa mucho más la religión que los valores éticos. Principalmente por motivos electorales, y también, seguramente, por acuerdos que de una forma más o menos privada tengan pendientes con las autoridades del catolicismo. Poco les importa que estén incumpliendo descaradamente un acuerdo con la Unión Europea, en el que todos los países se comprometen a incluir valores cívicos y políticos dentro del sistema. Y mucho menos parece importarles que los estudiantes españoles, todos, tengan la posibilidad de reflexiones y discutir junto a sus compañeros en torno a conceptos tan importantes como justicia, felicidad, libertado igualdad. Quizás no es que les importe poco, sino que más bien pretendan evitarlo a toda costa, no vaya a ser que les entren demasiados pájaros en la cabeza y luego les dé por cuestionar un poder establecido, capaz de aprobar leyes educativas que incluyen este tipo de disparates. Qué porcentaje de alumnos se quedará sin valores éticos, esta es la cuestión. Para empezar, uno nada minoritario: dudo mucho de que la libertad de elección vaya a alcanzar a la mayoría de colegios concertados. Las mismas instituciones que defienden la libertad de enseñanza obligarán a todos sus alumnos a estudiar religión, sin permitirles escoger. Se ve que la libertad es buena para unas cosas, pero no para otras. Así que nada: marque usted la casilla, si es que al menos en la matrícula le dan la opción de elegir una cosa u otra.
Salía la semana pasada en clase el tema de cómo afrontar, desde un punto de vista político, la solución a todos esos “timos” piramidales que de vez en cuando saltan por los aires, cuando la estructura del mismo se convierte en insostenible. Como todos los timos, la base de los mismos es la ambición, que está muy bien cuando hay ganancias pero no tanto cuando hay pérdidas. Es entonces cuando se crean las asociaciones de afectados y demás movimientos, basados fundamentalmente en un argumento: “Yo quise ganar más que los demás, pero no sabía los riesgos y entonces…”. La cuestión es que no tardamos el dar el salto a otro tema, y a medio camino entre la provocación y el debate planteamos otra pregunta en clase: ¿y si la filosofía fuera un timo piramidal? Igual que nos da por invertir, buscando más beneficio, en sellos, divisas extranjeras, árboles o arte contemporáneo, podríamos crear una sociedad de inversión en ideas filosóficas. Cotizarían, pongamos por caso, a un 10%. Bastaría contar con buenos vendedores del asunto para ir incorporando nuevos adeptos a la causa, que pagarían los beneficios de los primeros inversores. Y así hasta el infinito y más allá. No sé si esto tenía el ministro en la cabeza cuando planteó que los profesores de filosofía impartieran iniciativa emprendedora, pero en cualquier caso, la idea tiene su miga si donde dice “dinero” ponemos otra palabra mucho más valiosa: “tiempo”.
El timo es igual de sencillo que el del dinero, con ligeras variaciones: los profes de filosofía vendemos nuestros producto, cuidándonos de presentarlo limpio y lustroso. La filosofía, decimos, merece un estudio pormenorizado, detallado. Es el lugar de la verdad, está conectada con todas las disciplinas, es el saber más importante de todos. La filosofía, careciendo de utilidad práctica e inmediata, es lo más útil de todo, pues lo aplicamos en la vida diaria. Estas ideas, y otras por el estilo, acompañan el argumentario habitual del viajante de filosofía, que va llamando de puerta en puerta con la mejor de sus sonrisas. Muchos, la gran mayoría, ni siquiera están dispuestos a escuchar la promoción, y se borran del asunto en cuanto pueden. Otros, no compran el producto, pero de vez en cuando pican un poco de aquí y de allá, entregando parte de su tiempo a ese sano ejercicio del preguntarse. Curiosean entre los libros y escuchan alguna conferencia. Y luego están los pobres incautos, que pican (picamos) el anzuelo y decidimos invertir nuestro tiempo, en definitiva, nuestra vida en tan digno asunto como es esta empresa filosófica. Cómo no va a molar eso de vivir para descubrir la verdad, para compartirla y discutirla, para ser críticos y transformar la sociedad por medio de lo que se piensa. Es difícil escapar a merecer con propiedad esa pose intelectualoide, y salir en las fotos, sean personales o incluso para medios de comunicación, con pose de pensador. Forma parte del atrezzo filosófico: mentón apoyado en barbilla, como el modelo de Rodin, o mejilla en palma, como los soñadores ilustrados.
El “mirlo blanco” (o quizás lechuza de Minerva) entra en la facultad y allí ve de todo. Poco a poco va conociendo teorías, desde la historia de la filosofía a la ética o la filosofía de la ciencia, pasando por la antropología. Si contaba con alguna certeza o verdad al entrar en la facultad se verá obligado a cuestionarla. Y al final saldrá de allí, titulado o masterizado, con una orientación más o menos imprecisa sobre por dónde van los tiros de la vida. Los más osados tendrán incluso una teoría en ciernes. Pero ¡Ah, la vida! Esa cosa en la que nos gusta comer como mínimo tres veces al día. Toca entonces buscar una fuente de alimento, y en lo que se desarrolla esa teoría que está solo en germen, toca trabajar. Habiendo empeñado tanto tiempo en descubrir esas verdades prometidas, qué mejor manera de “ganarse la vida” que continuar en el asunto: vivamos entones de expandir la filosofía, de motivar a otros a que puedan también experimentar en carne propia ese pensamiento crítico y revolucionario, ese conocimiento de la verdad. Así que toca dedicarse a enseñar. En formas más renovadas a guiar a otros, o por qué no, a buscar conexiones entre la filosofía y el beneficio económico, algo tan lícito como lo que hacen empresarios o ingenieros. Y así estamos, este es el oficio: vender velitas en mitad de penumbras, crear señales de caminos que no existen y recomendar destinos que son puntos de partida. Algo que tenemos que hacer. Inevitablemente Porque para eso hemos dedicado tantos años de nuestra vida al negocio filosófico.
Con algo de retraso sobre ese “deber” inexcusable que es el cumplir con el temario, empezamos esta semana a hablar de David Hume. Y en lo que se presenta un poco el autor y la obra que ha de comentarse en las P.A.U. ha salido esa idea, tan general como por otro lado aproximada a la realidad, que asocia al pensamiento británico con el empirismo y al continental con el racionalismo y el pensamiento especulativo. Se podrá decir que se escamotea algún nombre, pero la lista de empiristas británicos es bien larga: Ockham, Bacon, Hobbes, Berkeley, Locke, Hume, Russell… y no menos racionalistas, “especulativos” o “metafísicos” pueden encontrarse en Francia o Alemania. claro que hay honrosas excepciones: el positivismo de Comte o el Círculo de Viena estarían más cercanos al empirismo británico que a la tradición continental. Pero claro, son eso: honrosas excepciones. El análisis geográfico también nos sirve para Estados Unidos, que es el país del pragmatismo. Si hay algo que hermane a Inglaterra y a EEUU, mucho más todavía que la lengua compartida, es precisamente el concepto de “utilidad”, por lo que no es una locura pensar que William James es el “hijo” filosófico de Bentham o de Stuart Mill. Más interesantes que constatar esta correlación es preguntarse por las causas de las mismas.
No hace falta ser un experto en filosofía para apuntar una causa inmediata: la propia cultura y la tradición. Podemos dar por hecho que si alguien va a formarse en filosofía a las islas británicas, recibirá una sólida base de empirismo. De la misma forma que quien decida acudir a cualquier centro superior en Europa probablemente será encaminado hacia la especulación. En otras palabras: hay tendencias formadas históricamente que se encargar de prolongarse en el tiempo, tanto a través de las instituciones educativas como de publicaciones, premios, reconocimientos, etc. La “industria académica” se encarga de replicarse a sí misma en el tiempo, asentando precisamente las diferentes “escuelas” de pensamiento. Esta explicación sociológica, sin embargo, puede satisfacer nuestra curiosidad solo en parte. Podríamos aplicar aquella conocida parte de las vías tomistas: cultura y educación explicarían cómo se transmite una forma de pensamiento, pero no las circunstancias en que surgió. La pregunta entonces podría reformularse de esta manera: ¿Por qué el primer empirista británico se hizo empirista? ¿Qué llevó al racionalismo a instalarse en el continente?
La respuesta es difícil y nos lleva en cierta forma a la perplejidad: o admitimos que haya un gen “empirista” y otro “especulativo”, cosa difícil de aceptar, o quizás tengamos que dar ciertos visos de credibilidad a la tesis que, a modo de interrogación, preside la anotación: la tierra piensa. Algo de esto está ya en la filosofía de ese especulativo que fue Hegel. De alguna forma pensamos desde el paisaje, desde las necesidades y urgencias que la tierra nos impone. El clima, el camino, la montaña y el río nos invitarían a orientar nuestras ideas en una u otra dirección. La ciudad y la calle se terminan colando entre las ideas, de la misma forma que lo harían las vivencias políticas o las condiciones económicas. El pensamiento, como la ciencia o el arte no nacerían del vacío más absoluto, sino que vendrían empujados por todos estos detalles que rodean al ser humano y que en cierta forma terminan confiriéndole una identidad, un carácter. Quizás esa orientación práctica de la vida se impone en los pensadores británicos sobre cualquier consideración metafísica precisamente porque la hora de filosofar coincide con la del té, con las representaciones teatrales de Londres o la de ir a dar un paseo por la campiña. Y nunca sabremos si esa tendencia a la especulación es descendiente directa de la admiración ante un cielo estrellado, como dijo Kant, o de un tremendo paisaje montañoso que anonada al ser humano. A lo mejor piensa la tierra más de lo que creemos, o a lo mejor somos simplemente sus humildes voceros.
A mediados de enero se realizaba el segundo envío de las barajas y algunas de ellas llegaban a su destino a finales de la semana pasada. El proyecto de crowdfunding se puede considerar ya terminado, pero han sobrado algunos ejemplares de más, que compré en previsión de que se perdiera alguno de los sobres. Por eso, si todavía queda algún rezagado que desee adquirir su baraja “Los valores del pensamiento”, aún está a tiempo de realizarlo. Eso sí: por el tiempo limitado que duren las unidades que sobrantes, que son unas 30. El precio de venta será idéntico al de la campaña de crowdfunding:
El problema ahora es que no contamos con el soporte de verkami, por lo que los pagos no se podrán realizar por tarjeta. Para concertar el método de pago y acordar el envío, e ir cerrando así la venta de las pocas unidades que faltan, utilizremos el correo electrónico. De manera que quien lo desee, puede escribirme en estos días a mi dirección (miguel[arroba]boulesis.com) para concretar todos los detalles.
En el barrio había dos familias muy conocidas por su forma de vivir: la familia Libertina y la familia Segura. La primera, de los libertinos de toda la vida, estaba convencida de que la mejor forma de crecer y educarse era en un entorno lo más abierto posible. En esta familia, era inconcebible adscribir a los hijos a religión alguna. Ellos mismos deberían decidir, cuando fueran mayores, si querían ser o no mayores. La alimentación de los niños se basaba en la verdura, para no interferir en el derecho a decidir de cada cual qué es lo que llena su estómago. Sólo a partir de los 16 años estaba permitido, bajo declaración pública ante toda la familia, el comer embutido, filetes, pescado o huevos. Tampoco se practicaba la escolarización. Desde generaciones los libertinos se habían educado en casa, y de hecho en las paredes de la casa colgaban los retratos de los primeros libertinos, que tuvieron que pagar incluso con la cárcel lo que hace solo unas décadas se consideraba un desafío a la sociedad. Así que los libertinos crecían libremente, sin horarios fijos, aprendiendo en cada momento lo que deseaban y jugando con lo que les apetecía. Costumbre que, en más de una ocasión, les había llevado a suspender las pruebas ministeriales, pero esto era sin duda otro síntoma más de libertad: las elecciones de cada cual llevaban al aprobado o al suspenso.
En el hogar de los libertinos jamás se escuchaba una sola melodía: cada cual podía y debía decidir cuál era su favorita, y por eso a partir de los 11 años todos tenían un reproductor de mp3. Una última peculiaridad de los libertinos: no se podía hablar de poltica en presencia de menores, para no influir sobre sus posibles ideas, y un día a la semana se compraba obligatoriamente cuatro periódicos distintos, para que los niños pudieran elegir cuál de ellos querían leer. Medida que, por otro lado, no servía de mucho, pues habitualmente los niños se dedicaban a destrozar los periódicos. Con cierta guasa, algún libertino adulto decía, en conversaciones vetadas a los niños, que eso era lo mejor que se podía hacer con la bazofia de periódicos que se publicaban.
Los vecinos de al lado eran los segura, que sonreían con cierta superioridad cuando veían en qué condiciones crecían los niños libertinos. En contraposición a ellos, a un niño Segura jamás le faltaría una creencia religiosa. Ya se encargaban los mayores de encargar el rito de iniciación correspondiente en el credo familiar. Los niños Segura crecían fuertes y sanos, alimentados por la carne y el pescado que compraban puntualmente en los supermercados. A partir de los tres años acudían al establecimiento educativo más afín con las ideas de los padres: la selección del colegio había sido siempre una decisión crucial para los Segura. Las horas de juego estaban limitadas, así como los juguetes destinados a cada cual. Disciplina, disciplina y disciplina: así se formaba a un ser humano auténticamente libre. Por ello, tan sólo era posible leer un periódico en casa y siempre se veían las noticias del mismo canal. Las conversaciones políticas debían ser escuchadas por los menores: aunque no prestaran mucha atención, es más que posible que algo les fuera calando poco a poco. Ciertos estilos musicales y ciertas películas estaban vetadas en casa.
Libertinos y Seguras. Seguras y Libertinos. Compartiendo escalerilla y ascensor a lo largo de las generaciones. Ambos dos convencidos de estar comprometidos en la mejor educación posible para sus hijos. Y lo más importante: las dos familias pensando que están formando seres humanos libres. ¿Quiénes son más libres, los hijos de la familia Libertino o los hijos de la familia Segura? ¿A qué modelo se acerca más tu propia familia? ¿Existen modelos intermedios? ¿Qué decisiones pueden y deben tomar legítimamente los padres sobre el curso de la vida de sus hijos?
Nunca está de más que la filosofía esté pendiente de otras áreas: tirunfa la novela histórica, y no faltan por ahí buenos ejemplos de novela histórica “filosófica”. De igual manera, es posible seguir los pasos de la historia ficción: es posible encontrar análisis que se plantean la vieja pregunta: ¿Qué hubiera pasado si…? Esta misma pregunta se puede llevar a la historia de la filosofía. ¿Cómo hubiera sido la filosofía de tal o cual autor si su vida hubiera sido diferente?. Un juego aparentemente pueril, pero que al menos como entretenimiento cultural puede resultar más instructivo que el que se nos ofrece desde otros lugares. Ahí van cinco ejemplos para abrir boca…
Le debo una anotación a un compañero. Desde hace ya mes y medio aproximadamente. Surgía la deuda en una sesión de evaluación, en la que los alumnos de un grupo de 4º de ESO me pedían que la participación en clase fuera una más de las cosas que “cuentan para nota”. Algo que se ha debatido mucho por ahí, tanto en conversaciones informales como en blogs filosóficos y educativos. Y algo que sería decididamente apoyado por algunas corrientes pedagógicas. Sin embargo, es una propuesta que no puedo compartir: valoro la participación de los alumnos como un ingrediente indispensable en clase, pues rompe el monótono soliloquio del profesor. Es sin duda un elemento que dinamiza la clase, que hace los aprendizajes más participativos y personales y que contribuye de una forma decisiva a involucrar a los alumnos en el aula. Siempre dejo participar a los alumnos, desde 4º de ESO a 2º de bachillerato, y si las clases están invadidas de pasividad intento sacar a colación alguna cuestión que pueda motivar la discusión, y de paso actualizar la reflexión o las ideas que se estén abordando durante la clase. Pero todo esto no puede llevarme a convertir esta valoración en un punto más a tener en cuenta para la nota, pues estaría condenando a un tipo de personalidad que no siempre se elige: el tímido.
Vivimos en una sociedad llena de ruido. Hablamos, hablamos y hablamos sin parar. Y cuando no lo hacemos con la voz, tiramos de teclado: la comunicación vía móvil, redes sociales o cualquiera otra herramienta está a la orden del día. Todo esto termina convertido en tendencia, hasta el punto de ir arrinconando a quien, porque simplemente es así, no desea compartir su opinión. Por los motivos que sea: porque ya ha sido expresada, porque no cree que vaya a interesar a otros o simplemente porque “le da cosa”. Por mucho que traten de imponernos un patrón psicológico, las prácticas educativas han de aceptar que las personalidades son múltiples y plurales, que hay quienes hablan más y quienes hablan menos, y que calificar la participación es poner una piedra en el camino de quien, porque es así, tiende a guardarse sus opiniones. Tenemos las televisiones y las radios llenas de sabelotodos, que opinan lo mismo de la crisis de los pepinos que de la inflación, el ascenso de podemos o la puesta en marcha de un cohete a la luna. Hablar, hablar y hablar. Una moda a la que contribuye con su nefasto grano de arena, más bien pedrusco, modas psicológicas de dudosa validez, como el coaching o los libros de autoayuda.
Tienes que superar tu timidez. No seas tímido, habla. Cuéntanos cómo te sientes. Este tipo de consejos no se limitan a tener con frecuencia un efecto contraproducente, sino que a mayores sitúan a los alumnos ante una valoración negativa de uno de sus rasgos de personalidad. Dando por hecho que todos los chavales de 15 o 16 años tienen que ser dicharacheros, comunicativos, participativos. Intervenir en una clase para contar la visión personal de cualquier asunto no puede convertirse en obligación, y no implica necesariamente que se obtenga un mayor provecho de esa clase. Tan importante, o seguramente más, es la actitud de escucha, y la capacidad de repensar por uno mismo las ideas que se exponen, sin necesidad de estar pendiente de formular el pensamiento propio de formal oral para lograr el punto correspondiente a la participación. La actitud participativa tiene aspectos positivos, qué duda cabe, pero no creo que se pueda instrumentalizar para entrar dentro de ese cálculo que tantos y tantos alumnos dominan a la perfección: qué tengo que hacer para aprobar. El alumno tímido e introvertido tiene derecho, pienso, a que los sistemas de evaluación no penalicen un rasgo de su forma de ser. Y más allá: a que la sociedad le permita integrarse sin obligarle a superar su timidez. Sin profesores, pedagogos, especialistas o padres que les digan ¡Participa”.
Poco a poco, salvo excepciones, vamos interiorizando y asumiendo valores como la igualdad entre hombres y mujeres. En el ámbito educativo, laboral, social, cultural. Aunque aún queden algunos “rezagados”, es incuestionable que uno de los logros de las últimas décadas es la reducción de la desigualdad. Y aunque aún queda mucho por hacer, hay razones para pensar que estamos ante un proceso irreversible. Cuestiones todas estas que salen en las clases a extinguir de 4º de ESO: la “maldita” Educación ético-cívica sirve, entre otras cosas, para esto. Y el caso es que de los ejemplos que se discuten, se va repitiendo uno en el que chocamos con barreras infranqueables. Un ámbito que, curiosamente, presume precisamente de integrar valores morales. Me estoy refiriendo al deporte. Si miramos hacia atrás, se han producido cambios importantes: ya nadie se escandaliza por que una mujer pretenda correr una maratón, y estamos acostumbrados a que, de ciento en viento, los medios de comunicación estén obligados a dedicar unos minutos al deporte femenino. Sería escandaloso que no lo hicieran cuando aparecen triunfos de carácter internacional, aunque sean en deportes minoritarios. Visto así, parecería que el deporte ha hecho mucho en favor de la igualdad y que ha abierto sus puertas de para en para a la mujer.
Mucho me temo, sin embargo, que puede ser más correcto el análisis opuesto. Una idea preconcebida asocia deporte y esfuerzo físico, y otra sostiene que las mujeres son físicamente más débiles que los hombres. Tenemos entonces el cóctel perfecto para que la mujer viva a la sombra del hombre en el deporte. No sólo porque no se la sigue ni se informa sobre sus logros, sino fundamentalmente porque parte de una división que se considera natural: la separación de hombre y mujeres a la hora de competir. Es algo que todos asumimos como dado, pero que podría al menos replantearse. Pongamos el caso del deporte colectivo: ¿Por qué no obligar a que todos los equipos jueguen con una proporción determinada de hombre y mujeres en sus equipos? La primera respuesta que nos viene a la cabeza: menuda estupidez. Ellas no estarían a la altura porque no corren o golpean con la misma intensidad. La competición perdería en vistosidad y espectáculo. Quién querría ver, por ejemplo, un partido del siglo en el que jugaran cinco mujeres junto a Casillas, Ronaldo, Iniesta y Busquets. La competición perdería su sentido, quedaría desvirtuada.
De fondo, en el debate están contraponiéndose dos grupos de valores: un juego integrador e igualitario frente a una competición gobernada por la fuerza o, por qué no, el dinero. Es muy curioso que en las categorías inferiores existan equipos mixtos y no sea así en las superiores. Lo cual nos dice: en aquellas es verdad eso de que lo importante es jugar. Cuando nos hacemos mayorcitos lo importante es ganar. De esta forma, el deporte es uno de esos reductos extraños en los que las diferencias entre hombres y mujeres no sólo se manifiestan de una forma palpable, sino que incluso se justifican y argumentan. Y a lo mejor no es una locura plantearse la opción de redefinir las reglas del juego, de buscar fórmulas imaginativas que integren a la mujer en el mismo, no sólo en los deportes colectivos, sino también en los individuales. Termina el Dakar y todos vemos en la tele que Laia Sanz logra la novena posición, la mejor lograda por una mujer en toda la historia. ¿Será acaso imposible que un día una mujer logre la victoria? El que se dice el rally más duro del mundo no distingue el sexo de quien conduce, pero por lo visto sí es clave para dar patadas a un balón o meter una pelota por un aro. Si se educa a la mujer para competir de forma diferenciada, estamos enseñándola que es físicamente inferior, poniendo un límite ya en la infancia. Normal que de mayorcitos digamos que el deporte femenino no es comparable al masculino. ¿No sería preferible un deporte menos competitivo pero más igualitario? Quizás uno de los frentes aún pendientes en la lucha por la igualdad.
¿Es posible que un grupo de adolescentes de 16 años muestren más madurez que los adultos? La pregunta viene al hilo de la actualidad: el atentado contra Charlie Hebdo. La noticia me trajo inmediatamente a la cabeza la discusión que se planteó en la final de dilemas morales de la pasada Olimpiada Filosófica de Castilla y León. Allí se trató precisamente este tema, y hablo de la madurez porque los finalistas consideraban que las caricaturas de Mahoma no son el mejor ejemplo de libertad de expresión, y que este concepto no justifica la mofa y la humillación. Al hilo de aquello publiqué en su día esta anotación. Un texto breve que se ha demostrado lamentablemente falso en un aspecto: no es cómodo dibujar estas caricaturas desde París o Copenhague, pues como ha quedado claro el odio y la violencia se han globalizado a la misma velocidad que la información o la economía. Las nuevas formas de terrorismo, sea en “manada” o como “lobos solitarios” pueden alcanzar a cualquiera que se exponga públicamente. Una señal más de esta especie de histeria colectiva que parece vivir occidente: parecemos tener la necesidad interna de hacer daño, sea con el lápiz, con la palabra o con el fusil de asalto.
Se nos agota el ser de todas las cosas que somos. Somos Charlie con la misma naturalidad que somos cualquier otra desgracia o causa solidaria que pase por delante de nuestros ojos. Cómo no identificarse y repudiar un asesinato tan profesionalmente preparado como cobarde y absurdo. Pero eso no implica necesariamente la aprobación de una actividad satírica que no conoce límites, y que tira permanentemente de recursos relativamente sencillos, no para hacer reflexionar o entablar vías de diálogo, sino fundamentalmente para provocar. El ser humano, creencias religiosas al margen, se mueve en un universo simbólico. Y todos tenemos un imaginario que nos “toca” en lo personal y que podrá ser cuestionado, pero que difícilmente puede ridiculizarse sin causar dolor. Y esta es la clave del asunto: si nuestra tan ardientemente defendida libertad de expresión tiene como finalidad poner sobre la mesa ideas críticas, pero en tono respetuoso o simplemente incitar al odio y la violencia. Ocurre con el dibujo lo mismo que con el verbo: incluso en las pobres tertulias televisivas sabemos diferenciar perfectamente quién utiliza su turno para criticar otras ideas y posturas y quién se dedica fundamentalmente a insultar. Lo primero es libertad de expresión. Lo segundo otra cosa bien distinta.
No estaría de más, recuperar un cierto sentido pragmático a la hora de ejercer la crítica. Le viene a uno a la cabeza el clásico libro de William James: lo verdaderamente importante es ver las consecuencias que una proposición teórica tiene en la práctica. Si cualquier religión o ideología política atenta contra los derechos fundamentales del ser humano, debe ser objeto de crítica. No es de recibo que cualquier creencia margine a la mujer, que elimine libertades o que pretenda imponer sus propios criterios morales al resto de la sociedad. Pero si una parte de la sociedad está dispuesta a creer que hay seres irrepresentables, que uno es igual a tres, o que es posible multiplicar panes y peces, no veo la necesidad de sacar punta al lapicero y ridiculizar estas creencias. Podremos discutirlas todo lo que queramos, hablar al respecto, pero desde condiciones elementales de entendimiento. Y no se puede olvidar una cosa: no es posible hablar con quien se ríe siempre de todo. El escepticismo radical que hay debajo de esta actitud no ha servido a lo largo de la historia para ofrecer soluciones a los problemas de cada tiempo. Expresado en lenguaje de la calle: cagarse absolutamente en todo en una forma de llenarlo todo de mierda. Y ya. En nada contribuye a la causa de los que pretenden barrer, cambiar, mejorar. En algún momento de la historia se espera algo más de este escéptico radical: que arrime el hombro y se ponga a trabajar para vivir en una sociedad mejor, por muy difuso que pueda parecer este concepto y con todos los experimentos de ensayo y error que nos queramos imaginar. El integrismo es un enemigo de valores éticos fundamentales, pero también lo es, aunque en menor medida, una libertad mal entendida.
Gracias a un alumno del curso pasado, me encontré por Twitter con esta frase: “Si repites una mentira durante 2000 años se convierte en religión”. La frase tiene un punto de provocación innegable, pero hay varios aspectos que bien pueden merecer un comentario desde la filosofía. Hace ya varias semanas que lo estuve hablando por twitter, pero no quiero dejar de traerlo aquí. Y es que a la provocación se le puede siempre “contraprovocar”: si repites una mentira durante 2000 años se convierte en ciencia. Así ocurrió, por poner un ejemplo, con el geocentrismo: prácticamente 2000 años vigentes dentro de la ciencia. A la mecánica de Newton le costó menos, aunque también fue menor su vitalidad: apenas dos siglos después Einstein nos mostraba una nueva forma de mirar el universo. La tesis tuitera nos recuerda que la verdad tiene una dimensión histórica y social, y que una mentira que reciba un amplio respaldo social a lo largo del tiempo puede llegar a convertirse en verdad. Una verdad, habría que añadir, histórica y social. Y de fondo, parece darse por supuesto que hay una concepción “magna” de la verdad, quizás la de correspondencia, que está muy por encima de cualquier otra visión de la misma. Por eso algo que “no corresponde” con la realidad puede sin problemas recibir respaldo social a lo largo del tiempo.
Son tantos los presupuestos, que no basta un solo tuit para profundizar un poco en el asunto. Empecemos por la contraprovocación: si algo nos enseña la filosofía de la ciencia, especialmente desde Kuhn, es que la ciencia es también una actividad humana social e histórica, sujeta a los mismos vaivenes que otras actividades similares, como pueden ser el arte, la religión o la filosofía. El geocentrismo no alcanzó el éxito del que gozó por su valor como “espejo” de la naturaleza, sino por toda una maquinaria social y educativa que lo sustentó. Y así ocurre con tantas y tantas teorías: estamos cansados de ver cómo reciben el Nobel “eminencias” cuyas teorías han sido silenciadas durante décadas, pues no contaban con el beneplácito del factor decisivo en ciencia, que no es la naturaleza, sino la comunidad científica. Dicho de otra forma: la verdad en ciencia es una construcción social e histórica, del mismo modo que lo es en religión, y la pretensión de mostrarnos la ciencia como una descripción de hechos ha sido superada hace ya décadas. Es todo mucho más complicado que eso. Y sin perder de vista que la verdad científica y la religiosa son totalmente distintas, pero no por su carácter histórico y social. Dejo apuntada una diferencia crucial: en ciencia hay más espacio para el pensamiento crítico, para el cuestionamiento de lo que se considera verdad y su contrastación por medio del experimento.
El gran problema de la frase es el de todo twitter: nos obliga a simplificar tanto que terminamos empobreciendo el pensamiento. Obligando a que la gracia que provoca, el “deslumbramiento” instantáneo ante una frase original, sea más importante que la discusión y la argumentación. Una mentira repetida durante 2000 años. ¿A qué tipo de mentira nos estamos refiriendo? ¿Con qué concepción de la verdad podemos poner en relación esa mentira? La verdad como correspondencia o adecuación tiene las alas muy cortas como para dar el salto a cualquier saber humano. Ni la ciencia, ni la historia, ni mucho menos la filosofía, la religión o el arte, pueden presumir de “describir” el mundo tal cual es. Más aún: aquellas verdades que son vitales, las que para cada cual tienen un peso mayor, difícilmente se pueden enmarcar en los estrechos límites de la correspondencia y la objetividad. Para tomar conciencia de todas las sombras que rodean ese concepto que creemos tan “luminoso” como el de verdad, basta fijarnos en el derecho: categorías como “culpable” o “inocente” no describen hechos, sino que en cierta forma los “reconstruyen”, y todos conocemos casos dolorosos, en los que aquello que parece haber pasado no llega a demostrarse. E introducimos aquí, otra variable más que dinamitan el concepto de verdad: la apariencia. Algo de lo que puede presumir twitter: estar lleno de apariencias de verdad, cuando esta idea le viene enormemente grande.
Llevo unos días iniciándome en la tetralogía de la ejemplaridad de Javier Gomá, y en el primero de sus volúmenes va presentando la evolución histórica del concepto de mímesis. Llegada la modernidad, es imprescindible hacer referencia a la querella de los antiguos y los modernos. De un lago, esa especie de modelo de perfección que los propios humanos construyeron en torno al concepto de antigüedad. Tan deslumbrante (e idealizado) que la máxima aspiración que se mantuvo durante siglos fue la de imitarla. De otro lado, el creciente cuestionamiento del principio de autoridad, y el convencimiento de toda una época de que había llegado un tiempo nuevo, ni mejor ni peor que el antiguo, sino distinto, en el que era posible soñar con la idea de progreso, con la firme decisión de mirar hacia el futuro y no hacia el pasado. Mientras avanzaba en la lectura, me era imposible preguntarme por el estado de la cuestión hoy. Es decir, plantearme qué valoración hacemos hoy en día, no ya de la querella, sino fundamentalmente de los conceptos que entraban en juego dentro de la misma. No sé si la respuesta es demasiado satisfactoria, no ya sólo para los antiguos, sino para los entonces modernos que pusieron entre interrogantes a los antiguos. Pues hoy, tres siglos después de aquella querella, ellos han pasado ya a engrosar la olvidada lista de los antiguos.
Efectivamente, si repasamos los principales rasgos de nuestra civilización, hoy nos posicionaríamos sin duda del lado de los modernos. Fijémonos en el sistema educativo: la enseñanza de las lenguas clásicas languidece, y aquellos que durante siglos debían ser imitados (De Platón a Cicerón pasando por Eurípides o Fidias) son hoy auténticos desconocidos. Nuestro tiempo ha dado la espalda al pasado, dando por hecho que no puede aportar demasiado a los problemas que tenemos planteados. Bien lo sabemos quienes nos dedicamos a enseñar filosofía, arte, literatura o latín (no hablemos ya del griego). Todo aquello que ha venido conformando ese concepto general de “humanidades” está en caída libre, y la esperanza queda depositada en la ciencia y la técnica, dos espacios de conocimiento y transformación de la naturaleza que han dado más de un disgusto a la humanidad en nuestra historia reciente, pero que también nos proporcionan innegables satisfacciones. Con la salvedad que se apuntaba más arriba: hoy los modernos son ya antiguos, y nadie se plantea que pueda ser un modelo a imitar un artista, un filósofo o un científico del renacimiento. No se trata entonces de que Leonardo, Miguel Ángel o Descartes no sean un modelo para nosotros: es que tampoco lo es Galileo, Kepler, Newton o Darwin. Hemos eliminado todas aquellas referencias de humanidad que se vinieron cultivando durante siglos, y su lugar ha quedado ocupado por vacunas, dispositivos móviles, y robots de cocina.
La pérdida de respeto hacia el pasado es a su modo inusitado y novedoso, porque siendo hijos de esa modernidad que renegó de la antigüedad, hemos renegado de quienes construyeron este proyecto en el que vivimos. Cuando se desata la querella de los antiguos y los modernos, los partidarios de este tiempo modelo tenían un modelo que superar. No querían imitar, sino que pretendían desligarse de ataduras del pasado para crear su propio modo de ser y vivir en la historia. Un rasgo particular de este presente nuestro es precisamente que la querella ya no es posible, pues las categorías históricas de antiguos y modernos se han vaciado, se han visto superadas por el paso de un tiempo que ha reunido a todos los contendientes bajo el enorme saco de antiguos, al que no se mira con desprecio o indiferencia: sencillamente no se le mira. Puede que en esto consista precisamente ser postmodernos: ya no está el referente de la antigüedad, y el proyecto de la modernidad se ha quedado antiguo. Y miramos entonces, huérfanos de ideas y proyectos, hacia un futuro incierto, en el que no se tiene nada claro qué construir, por la sencilla razón de que ya no es posible imitar a los antiguos, pues los modernos nos enseñaron a vivir al margen de ellos. Qué nos queda si no hay un atrás al que aferrarse ni un adelante por el que luchar. Esa es quizás la herencia amarga de la querella de los antiguos y los modernos. No tenemos ni mímesis ni progreso. A ver quién saca un nuevo conejo de la chistera.
Vivimos tiempos revueltos en la educación, pero de tanta revolución y tanto cambio, prácticamente nos hemos acostumbrado a las revoluciones que dejan todo, más o menos, en el mismo sitio en el que estaba. En España hemos hecho del cambio lo habitual, y en cierto modo parece que nunca cambiara nada. Algo que no sé si es positivo o negativo: ahí estamos, alumnos y profesores, dando una cierta estabilidad para lo que parece haberse convertido en una especie de juguete para los políticos, una marca de identidad en la que dejar su sello. El tema de hoy no es sin embargo el “quejío” sobre el desbarajuste legislativo en educación. Puede tener su sentido, antes de discutir sobre sistema educativo alguno, buscar unos mínimos, unos criterios que señalen qué es lo importante, y qué no lo es, en cada uno de los sistemas que se van implantando. Tomemos el ejemplo de la L.O.E., aún en vigor en secundaria y bachillerato. Si tiramos de hemeroteca, un observador imparcial podría sacar como conclusión que lo más importante de esta ley era la dichosa asignatura de ciudadanía, sobre la que se escribió tanto o más que sobre otras cuestiones, quizás menores, como cursos, asignaturas, evaluación, metodología, etc. Como si solo fuera importante aquello que despierta sospecha de “ideología”. Algo que viene a respaldar la atención unánime que todos parecen prestar a otra cuestión que convertimos en capital: la asignación horaria de la religión.
Leyendo lo que los medios generalistas publican sobre educación está uno obligado a equivocarse. Por muy polémico que pueda resultar, el puntal de un sistema no puede ser la EpC, o tampoco la cantidad de horas de religión que se impartirán en cada curso. Así que ahí va una propuesta de otros puntos “sensibles” que quizás debieran recibir mucha más atención de la que les prestamos: evaluación, metodología, diseño curricular y diversidad. Qué y cómo se va a evaluar es uno de los puntos cruciales. Probablemente los pies de barro de ese gigante inmovilista que es un sistema educativo: las leyes hablan de procedimientos que no terminan de aplicarse en el aula, entre otras cosas por contradicciones internas. La misma ley que pide evaluar por competencias se encarga de señalar unos contenidos que obligatoriamente han de estar presentes en el aula. Por no hablar de esa especie en permanente peligro de extinción que es la PAU: la evaluación que introduce es propia de la ley del 73. Entre medias ha habido más de cuatro leyes distintas, pero por lo visto en nada afectan a la manera en la que se valora quién y en qué condiciones accede a la universidad. Memoria, memoria y memoria, como una vieja reivindicación frente a los nuevos procedimientos.
Conectada directamente con la evaluación está la metodología. Otra de esas cosas que nadie mira, quizás porque todos demos por supuesto que no va a cambiar. Las proscritas clases magistrales gozan de buena salud en las aulas, independientemente de los prescriban los legisladores. No quisiera valorar si esto es positivo o negativo, pues algo de bueno ha de tener también una buena clase magistral, pero lo cierto es que permanece invariable. Evaluación y metodología: quizás nadie las mira, porque solo está a la mano de los profesores cambiarlas. E incluso aquel que en las oposiciones jura y perjura por el santo nombre de Piaget que no dará clases magistrales ni evaluará contenidos termina cayendo en la trampa. ¿Acaso no puede la ley tener la fuerza suficiente para poner un poco de orden? A nadie parece interesarle, y menos a los servicios de inspección, que están para otra cosa. No obstante, sí son asunto de los legisladores las otras dos patas del banco. El diseño curricular y la diversidad. Cabría esperar un diseño curricular coherente, con continuidad de las materias entre cursos, sin agujeros, y sin repetición de contenidos hasta el hartazgo. Léase cualquier ley de las últimas cuatro y se comprobará que no es así. Más sangrante es el tema de la diversidad, pues toca a los que, por capacidad o circunstancias socioeconómicas, menos oportunidades van a tener en su vida escolar. Hasta ahora ha sido fundamentalmente un bonito concepto pedagógico, al que no se ha asignado como merece lo único que realmente funciona: recursos humanos. Y así nos luce el pelo, en una sociedad que tampoco destaca por su valoración de la cultura y los estudios, y un sistema que nos sitúa una y otra vez a la cola de Europa. Triste consuelo el de mirar las calificaciones por comunidades. En medio de esta miseria educativa, entrará la LOMCE y hablaremos solo de la religión y, como mucho, de la medida estrella de la ley: las pruebas externas. Ya veremos en qué quedan.
Ayer por la tarde se presentaba la baraja filosófica “A hombros de gigantes”, elaborada por Oliver Álvarez del Valle. El juego se puede adquirir en su web, y ofrece además varias modalidades para diferentes niveles de conocimientos. Y si alguien se anima, también puede adquirir la baraja “Los valores del pensamiento”, aunque esta por tiempo limitado: el proyecto de crowdfunding termina el 20 de diciembre.
Hoy toca romper normas no escritas de este blog. La primera de ellas: limitarse solo a tres párrafos, buscando una lectura fácil y rápida y dejando la reflexión abierta. La segunda: no traer al mismo asuntos personales, no hablar de uno mismo. Sin embargo la ocasión bien lo merece, y además servirá para que los pocos lectores habituales del blog, si es que queda alguno, conozcan uno de los motivos que están detrás de las ausencias en el mismo, que por momentos han sido de semanas. Resulta que a primeros de noviembre nacía mi segundo hijo. Y lo hacía en circunstancias especiales, pues el verbo nacer podía en esta ocasión conjugarse con un sujeto que de alguna manera había decidido aparecer en medio de la vida. Condiciones bien distintas a las del primero, al que nacieron hace algo más de dos años y medio. Dos niños, dos formas distintas de nacer, que bien pueden servirnos para cuestionar algunas de las ideas preconcebidas alrededor del nacimiento y la asistencia médica.
Pongámonos en circunstancias y sin entrar en muchos detalles. Primavera de 2012: consulta ginecológica con un embarazo a término de cuarenta semana y dos días. Sin síntoma alguno de que el parto esté próximo a desencadenarse, hasta el punto de que el día antes de la consulta, los monitores que miden las contracciones han descartado cualquier movimiento. Por arte de magia, en la consulta el ginecólogo descubre que se ha iniciado la dilatación. Ordena ingreso hospitalario, pero por la ausencia de contracciones es preciso administrar oxitocina hasta provocar el parto. Ya en el paritorio, como el bebé no terminaba de asomar, el propio médico solicita la ayuda del anestesista que se tumba literalmente sobre la barriga para “ayudar” a la salida del niño. Tras tantos “esfuerzos” se logra en “final feliz”: niño sano y salvo, y la madre con una episiotomía de cuya longitud nunca fue informada, y cuya curación no fue revisada, ni por el ginecólogo, ni por la matrona. No hacía falta, claro: los puntos se curan por sí mismos.Sólo meses después, investigando por ahí, pones nombre a todo lo sucedido: maniobra de Hamilton de inducción artificial al parto (desaconsejada por la OMS antes de la semana 42), oxitocina para provocar un parto que no discurría por los cauces naturales y maniobra de Kristeller (el “tumbado” del anestesista) en el paritorio (igualmente desaconsejada por la OMS). Riesgos que van de la mano de una imprudencia imperdonable: salir de cuentas en semana santa. Ya se sabe que las vacaciones son mala época para venir a este mundo, así que si no estás de llegar antes, ya se encargarán de traerte.
Dos años y medio después, nos ha tocado volver a vivir la experiencia del nacimiento. Sabiendo ya lo que había ocurrido con el primero, no era tontería buscar un hospital de Castilla y León en el que se pusiera en práctica el parto respetado. No se tarda mucho en hacer esta tarea: si nos fiamos de Internet la respuesta es cero, aunque parece ser que en el hospital del Bierzo se están dando pasos en el buen camino. En el resto de hospitales, sean públicos o privados, la mujer no puede decidir cómo quiere dar a luz, qué protocolos se han de aplicar. El motivo es sencillo: en pleno siglo XXI el protagonismo del parto en la mayoría de hospitales cae del lado de la matrona o del ginecólogo. En otras palabras: el parto es un acto médico, dirigido por especialistas, en el que la mujer poco o nada tiene que decidir. Si alguien se anima a llevar a su ingreso un plan de parto (aunque está colgado en la web del ministerio) será recibido con todas las reticencias habidas y por haber. Por suerte, meses antes del parto conocimos maternal Valladolid, una iniciativa totalmente particular de un grupo de matronas que tienen una idea diferente del parto.
Tras las charlas de preparación, nos decidimos a dar a luz en casa. Algo que buena parte de la sociedad todavía no entiende: dar a luz en casa, se escucha, es volver a hace 50 años. Hay que estar loco o ser muy valiente, porque es mucho más peligroso. Se deja de lado que las matronas que asisten el parto en casa son el personal especializado y cualificado para esa tarea, y que sólo admiten partos de bajo riesgo. Ellas son las primeras en derivar al hospital todos los embarazos que, por uno u otro motivo, requieren atención médica. En nuestro caso hubo suerte: tras revisar todas las analíticas se daban las condiciones adecuadas. Y allá por la semana 39, poco después de cenar se produjo la rotura de la bolsa. Algo que en el parto anterior, como no podía ser de otra manera, hubo de forzarse artificialmente con el consabido ganchito que tan hábilmente utilizan los “aceleradores de nacimiento”. Tras la rotura comenzaron las contracciones y se desató naturalmente un proceso que se viene repitiendo desde hace cuarenta mil años, y que sin embargo nuestra civilización se ha empeñado en monitorizar, provocar, controlar. A las contracciones le siguieron los pujos, y el bebé asomaba la cabeza, giraba los hombros, y con el sano llanto del nacimiento estaba ya colocado sobre el pecho de su madre. Nadie puede decir que sea indoloro, pero sí que en ocasiones el exceso de intervencionismo puede ser contraproducente. Incluso la afamada epidural, que impide a la mujer controlar sus músculos durante el parto y puede incluso ser contraproducente. Una cultura como la nuestra, en la que todo dolor es concebido de una forma negativa no sopesa quizás todos los riesgos de los remedios al mismo.
Dos niños que llegan a la vida, y en circunstancias bien distintas. No sólo por la diferencia entre nacer y que te nazcan: hay a mayores otra diferencia importante en la alimentación. Las primeras noches de hospital el propio personal sanitario calmaba el llano del niño con un biberón. Y en su visita posterior al parto, el ginecólogo aseguró que se daban todas las condiciones para la lactancia, pues una gota de leche asomó después de una intensa presión de su mano. El que nació en casa contó con la ayuda de las dos matronas para iniciarse en la lactancia. En la primera noche no lograba agarrarse al pecho, al que se quedó pegado permanentemente. A la mañana siguiente, empezó a succionar, y desde entonces se ha alimentado con leche materna. Algo que en el hospital no se apoyó suficientemente, pues apagar el llanto del niño era más importante que fomentar la lactancia materna.
Dos experiencias bien distintas. La primera: un cúmulo de malas prácticas disfrazado de profesionalidad. La segunda: un trato profesional, pero también cálido y cercano, como requiere precisamente un acontecimiento como el nacimiento de un bebé. No sería mala cosa pararse a pensar un rato para preguntarnos algunas cosas al respecto. Cuestionar cómo es posible que el avance de la técnica y de los conocimientos científicos tengan en ocasiones como consecuencia un trato menos humano, en el que el paciente es instrumentalizado. Cuestionar por qué los grandes medios de comunicación no prestan atención a este asunto, y cuando hablan de los derechos de la mujer parecen ligarlos a las oportunidades laborales o la interrupción del embarazo. Dejando de lado que la maternidad es una opción elegida por una cantidad abrumadoramente mayoritaria de mujeres, y que se está produciendo en unas condiciones impropias de un país avanzado. En un país avanzado los intereses del médico o del hospital no están por encima de los de la mujer. En un país avanzado los índices de cesáreas y epsiotomías no son tan escandalosamente elevados. En un país avanzado una mujer no acude a dar a luz como quien juega a la lotería, esperando que quien le vaya a tocar en el turno respete su voluntad. A lo mejor el análisis adecuado es justamente el contrario: somos cosas y nos tratan como cosas desde el momento mismo del nacimiento. Puede que la cultura, la ciencia y la economía no den para más: las mujeres mediáticas paren a gusto del sistema, con cesáreas programadas y listas para reincorporarse a sus puestos, mientras que las mujeres anónimas son eso: anónimas. Y el no tener nombre lleva consigo una determinada forma de venir a este mundo.
Marisa del Bit había dedicado toda su vida a los ordenadores. Desde muy pequeña trasteaba ya con aquellas máquinas de cinta, que las nuevas generaciones no podían ni imaginar. No dudó en estudiar informática, completando los siempre obsoletos contenidos de la carrera con una formación autodidacta, construida gracias a horas y horas de trabajo delante de la pantalla, y buscando en Internet todos los tutoriales habidos y por haber. Para ella y para toda su familia fue una sorpresa tremenda cuando la seleccionaron en el ministerio de defensa. Desde aquel momento siempre había trabajado en proyectos secretos que representaban para ella un reto tecnológico muy motivador. Y además estaba convencida de que ayudaba a la seguridad de todos. El trabajo que tenía entre manos era muy ambicioso: extraer toda la información que hubiera en la red sobre un ciudadano particular para cruzar los datos y comprobar si había podido cometer un delito. En el ministerio no podía hablar de ello, pero en los pasillos se decía que iba a ser el trabajo que garantizara la seguridad de todo el país.
Después de meses de trabajo, un alto mando reunió a todos los implicados. Era el día de la puesta de largo del programa y querían poner a prueba su capacidad. Tomó la palabra un tipo encorbatado que en un tono bastante frío y distante dijo lo siguiente:
-El ministerio les está muy agradecido por el trabajo que han hecho hasta la fecha. Hoy ha llegado el momento de probarlo. Como saben, accederán ustedes a información muy sensible de todos los ciudadanos, combinando todas las bases de datos disponibles ahora mismo en la red: redes sociales convencionales, pero también archivos de la policía o hacienda. Por eso, necesitamos que sean ustedes ciudadanos ejemplares. No podemos permitirnos el lujo de que aquellos que van a perseguir el delito a través de la red estén dispuestos a encubrirlo. Para ello, el ministerio ha diseñado una prueba. Ustedes pueden decidir si someterse a ella o no. Si deciden abandonar, firmarán un finiquito que les reportará la cantidad de dinero correspondiente a este tiempo de trabajo, condicionado por supuesto a que guarden silencio sobre el trabajo desarrollado en este periodo. Si siguen adelante, no sólo continuarán cobrando el generoso sueldo que se les ingresa puntualmente, sino que tendrán la oportunidad de seguir trabajando y mejorando el programa, entregando sus vidas a aquello que más les apasiona: programar, trabajar con bases de datos y velar por la seguridad de su país.
Marisa ya se estaba poniendo nerviosa. No sabía bien por qué, pero aquel tipo no le gustaba un pelo. Lo que no se podía negar era lo último que había dicho. Si algo le gustaba en la vida era el trabajo que estaba haciendo ahora. El hombre de la corbata continuó hablando:
-La prueba se sencilla. Se sentarán ustedes delante de la pantalla, y ahí verán el nombre de las personas a las que más quieren: familiares, amigos, parejas todos aquellos con los que pensamos que tienen una relación de amistad y cercanía. Si presionan ustedes la barra espaciadora, el programa que han diseñado comenzará a extraer la información de todas estas personas. Si en su historial hay algo sancionable, se les notificará el castigo correspondiente, obligándoles a cumplir la pena o multa prevista en la ley. A ustedes les corresponde ahora mostrar si serán sinceros y honestos en el desempeño de su importante trabajo o si estarían dispuestos a encubrir a quienes más quieren. Siéntense en el ordenador. Disponen de cinco minutos para tomar la decisión.
Marisa se sentó delante del equipo en el que tantas horas había trabajado. Vió la lista completa de sus familiares, sus mejores amigos. Estaba también su novio y la gran mayoría de sus compañeros de colegio. Marisa sabía que muchos de ellos tenían asuntos pendientes. Multas sin pagar, declaraciones irregulares a hacienda, y en algún caso incluso algo de trapicheos, pequeños actos vandálicos e insignificanres robos. También sabía que su programa era muy bueno y detectaría todos estos delitos. ¿Qué debía hacer Marisa? ¿Apretar la barra espaciadora o levantarse de la silla e irse a casa? ¿Qué harías tú? Y alguna pregunta más: ¿Qué te parece la prueba diseñada por el ministerio? En caso de que existiera un programa así, ¿quién quisieras que lo gestione, alguien dispuesto a apretar la tecla o alguien que en ciertos casos haría como que no ve lo que tiene delante de la pantalla?
Comentario
Este tipo de dilemas tienen un largo recorrido en filosofía (y también en la vida diaria). En ellos se mezclan inteligencia y emociones, pero no siempre es fácil determinar hacia qué solución nos empuja cada una de ellas. Un caso muy conocido es el dilema que cita Sartre en una de sus obras: un joven estudiante se debate entre dos opciones irreconciliables. O bien quedarse con su madre, que requiere sus cuidados, o bien alistarse con el ejército de liberación francés que iba a luchar contra la ocupación nazi. Como decíamos antes, no es fácil decir si la inteligencia nos lleva a una u otra opción o si los sentimientos nos aclaran cuál de las dos es más querida. Otro caso relativamente conocido lo encontramos en la historia de la ciencia: Richard Feynman, uno de los físicos más importantes del siglo XX, supo antes de casarse que su entonces novia, Arline Greenbaum padecía tuberculosis, una enfermedad mortal todavía en los años cuarenta. En aquel momento Feynman ya contaba con cierto prestigio en el mundo científico, y hubo de enfrentarse a una decisión que, sin embargo, no representó para él dificultad alguna: casarse con Arline o abandonarla, siguiendo el consejo de algunas personas de su entorno. Con todo, Feynman decidió contraer matrimonio, compartiendo así con su esposa los últimos años de su enfermedad. Meses después de su muerte Feynman escribió una conocida carta de amor, que incluía una curiosa postdata: Por favor, disculpa que no eche esta carta al correo pero no conozco tu nueva dirección. Pero no es preciso hablar de grandes filósofos y científicos: tenemos que elegir muchas veces entre inteligencia y emociones en los amoríos y desamoríos de adolescencia y juventud, que de una forma a veces un poco trágica aparece en las canciones y películas que abordan el tema: seguir o no saliendo con la persona que no es la adecuada, aceptar los consejos que recibimos de los mayores y que con tanta frecuencia no coinciden con nuestros deseos, rodearnos de las personas adecuadas en nuestro grupo de amigos son ejemplos tan frecuentemente utilizados como reales.
No es esta la primera vez que jugamos con el tiempo: hace un par de años ya aludíamos a cinco tópicos que se han colado en nuestro lenguaje cotidiano, muchos de ellos convertidos en coletillas recurrentes. Retomamos hoy el tema añadiendo otras cinco expresiones que de alguna forma nos ayudan a comprender lo incomprensible: el tiempo.
El pasado lunes 10 de noviembre se lanzaba a la red el proyecto Los valores del pensamiento: historia de la filosofía. Nueve días después, y en la víspera del día mundial de la filosofía, se ha logrado ya cubrir el objetivo planteado para que las barajas se puedan enviar a imprenta. Es una noticia estupenda de la que sois partícipes no sólo los que habéis colaborado con vuestra aportación económica al proyecto, sino también todos los que habéis empujado en las redes sociales para que la información llegara lo más lejos posible. En más de una ocasión un retweet, un “me gusta” o un “compartir” en el facebook puede significar que varias personas que no conocían la iniciativa se hayan interesado por ella. Por mi parte, he hecho todo lo posible para que mis contactos de las redes sociales, y algún otro profe amigo que no está en la mismas, estuviera al tanto del asunto. Tarea que tampoco es muy complicada: publicarlo en facebook a distintas horas del día, mencionar el twitter a todos los usuarios relacionados con la filosofía y la educación pidiendo su ayuda en la difusión y algún que otro correo electrónico. Gracias a la respuesta recibida por todos los que habéis sido “mencionados”, “etiquetados”, la baraja será una realidad en las próximas semanas.
¿Qué queda ahora? Pues esperar, porque las campañas de crowdfunding de verkami han de agotar su plazo antes de cerrarse. Si en este tiempo la iniciativa es conocida por más gente dispuesta a colaborar, aún están a tiempo de hacerlo y de conseguir su baraja. Pero por mi parte voy a atenuar las tareas de difusión, especialmente para no resultar cansino, por aquello de que lo poco gusta y lo mucho cansa. Confío en que no ocurra lo que pretendía evitar con la intensa campaña de estos días: que haya algún profesor que me escriba en enero preguntándome por el modo de conseguir la baraja. Así que una vez finalizada la campaña, se enviará a imprenta el número exacto de barajas para que las máquinas empiecen a funcionar. El plazo de impresión es de unas dos semanas, por lo que a primeros de enero podría estar recibiéndolas para su reenvío a todos los mecenas que han contribuido a sacar adelante la campaña. En lo que eso llega, bienvenidas son más contribuciones para que ningún amigo de la filosofía se quede sin su baraja en caso de que desee conseguirla. ¡Muchas gracias a todos los que lo habéis hecho posible!
Podemos deliberar racionalmente sobre fines. A menudo debemos hacerlo para alcanzar una decisión defendible racionalmente. Asumir de un modo general que la deliberación racional no puede extenderse a adoptar fines es suponer erróneamente que los esfuerzos intelectuales no pueden ser fructíferos cuando se aplican a los asuntos que más nos importan.
(H.S. Richardson, Rational reasoning about final Ends)