Estamos hablando de una exitosa estrategia de supervivencia en la naturaleza. Eso no evita, sin embargo, que para el humano moderno pueda tener consecuencias muy perjudiciales. La respuesta de lucha o huida implica numerosos procesos físicos reales y muy exigentes para nuestro organismo, cuyos efectos no se disipan de inmediato en el momento que la percepción de amenaza desaparece. La adrenalina tarda un rato en retirarse del torrente sanguíneo hasta recuperar sus niveles normales, por ejemplo. (…) Podemos soportar toda la tensión y la preparación previa requerida para una respuesta de lucha y huida para, acto seguido, darnos cuenta de que no hacía falta. Pero eso no impide que continuemos teniendo durante un buen rato los músculos tensos, el ritmo cardíaco acelerado, etcétera, y el hecho de que no demos salida a esa tensión arrancando a correr como desesperados o forcejeando enérgicamente con un intruso puede provocarnos calambres, agarrotamientos musculares, temblores y otras muchas consecuencias desagradables de una acumulación excesiva de tensión.
Y no podemos olvidar el acrecentamiento de la sensación emocional. Alguien que ha sido preparado por su propio organismo para estar aterrado o irritado no puede desactivar ese estado al instante, por lo que, a menudo, termina descargándolo en destinatarios mucho menos merecedores de semejante reacción. Dígale, si no, a una persona que esté sumamente tensa que se “relaje” y verá qué pasa. (49)
El hecho de que el cerebro esté tan adaptado a detectar peligros y amenazas y a centrar la atención en ellos entraña problemas potencialmente crecientes para nosotros. Para empezar, el cerebro puede tomar nota de la situación presente y volverse más atento al peligro. Así, si nos encontramos en un dormitorio a oscuras, el cerebro adquiere conciencia de que no podemos ver y se adapta para percibir cualquier ruido sospechoso, Y como sabemos que, de noche, normalmente reina el silencio, cualquier sonido que oigamos en ese momento recibe mucha atención y tiene muchas más probabilidades de activar nuestros sistemas de alarma. Además, la complejidad de nuestro cerebro hace que los humanos actuales dispongamos de la capacidad de prever, racionalizar e imaginar, lo que nos permite asustarnos de cosas que no han sucedido aún o que ni siquiera están ahí, como la bata de estar por casa transformada en asesino del hacha.
El cerebro cuando no se dedica a supervisar (y, a menudo, a perturbar) el funcionamiento de los procesos fundamentales que necesitamos para mantenernos con vida, nuestros cerebros conscientes son excepcionalmente buenos imaginando fuentes potenciales de daño para nosotros. Y ni siquiera tiene por qué ser un daño físico: puede tratarse de perjuicios intangibles como la vergüenza o la tristeza, es decir, cosas que son inocuas desde el punto de vista físico, pero que realmente preferiríamos ahorrarnos, por lo que la mera posibilidad de que las sintamos es suficiente para disparar en nosotros una respuesta de lucha o huida. (50)
Dean Burnett, El cerebro idiota, Editorial Planeta 2016